LA FALSA PAZ
La Paz de Nicias duró sólo ocho años. Seriamente
dañada desde sus inicios, su espíritu se vio quebrantado una y otra vez antes
de su deposición formal en el año 414. Durante todo este período, la figura
central en Atenas fue Nicias, el líder político más importante y duradero desde
la muerte de Pericles. Sus virtudes y sus flaquezas serían cruciales para el
curso de los acontecimientos. Nicias se erigió como una de las fuerzas
fundamentales para el desarrollo y el cumplimiento del Tratado, a la vez que
también determinaría cómo habría de llevarse a cabo.
Capítulo 16
La paz se desintegra
(421-420)
UNA PAZ TURBULENTA
Como era lógico presuponer, la paz mostró serias
debilidades casi de inmediato. Cuando echaron a suertes quién debía dar el
primer paso para cumplir el Tratado, la fortuna fue complaciente con Atenas, y
ésta dejó a los espartanos en la obligación de iniciar la entrega de todos los
prisioneros atenienses. También se dispuso que Cleáridas rindiera Anfípolis y
obligase a las demás ciudades vecinas a acatar el pacto. Los aliados de Esparta
en Tracia rechazaron el requerimiento, y Cleáridas afirmó ser incapaz de forzar
su conformidad, aunque en realidad tampoco parecía muy predispuesto a
intentarlo. Se dio prisa por volver a Esparta para preparar su defensa y
comprobar si podía modificarse el Tratado. Algo que los espartanos hicieron a
través de un pequeño pero significativo cambio: debían «devolver Anfípolis, si
les era posible y, si no, hacer salir a cuantos peloponesios habitaran allí»
(V, 21, 3).
El principal objetivo material de los atenienses al
pactar la paz había sido la recuperación de Anfípolis y, de hecho, esta
enmienda no sólo les negaba su dominio, sino que, por el contrario, la
abandonaba en manos de sus enemigos. Al afrontar su primera obligación, los
espartanos habían incumplido el Tratado, tanto en su letra como en su espíritu.
Los aliados de Esparta más antiguos y cercanos también
socavaron la paz desde sus comienzos, porque, en lugar de secundar los
esfuerzos persuasivos de Esparta, se negaron a aceptar el acuerdo. Megara
estaba indignada por el hecho de que Atenas mantuviera Nisea e interfiriera con
ello su comercio en el este. Élide también rechazó el tratado por sus
desavenencias particulares con Esparta. Los beocios, bajo dirección tebana,
rehusaron devolver a los atenienses la fortaleza fronteriza de Panacto, ganada
en el 422, y a los soldados capturados durante la guerra. El poder y prestigio
tebanos habían aumentado mucho desde el año 431 y, con el temor de que una
Atenas sin distracciones bélicas tiraría por tierra sus ganancias, negociaron
con los atenienses una serie de treguas de diez días de duración para evitar
tener que combatirlos en solitario. Su verdadera intención era hacer que los
espartanos reanudaran la guerra y destruyeran la hegemonía ateniense.
Los corintios aún se mostraron menos complacidos con
el Tratado: su colonia de Potidea había vuelto a manos atenienses, y sus
habitantes habían sido forzados a abandonar sus hogares para ser dispersados
después. A esto había que sumar que Atenas había tomado las colonias corintias
de Solio y Anactorio, en el noroeste.
LA ALIANZA ESPARTANO-ATENIENSE
Estos obstáculos, cada vez mayores, no tardarían en
perfilar la amenaza de poner a Atenas en pie de guerra contra el acuerdo; de
hecho, bien podrían haber respondido negándose a devolver Pilos y Citera o a
los hombres apresados en Esfacteria. Estas violaciones de los términos del
Tratado también podrían haber dado alas a los de Argos, lo que habría hecho
brotar la idea de una alianza argivo-ateniense, con la posible adhesión de
ciudades-estado tan descontentas como Élide y Mantinea, lo que habría sido una
pesadilla para los espartanos, que se verían obligados entonces a buscar una
salida diplomática a tal situación. Finalmente, se planteó una alianza
defensiva para los siguientes cincuenta años, cuyos términos requerían que cada
bando defendiera al otro en caso de ataque y que cualquiera de sus atacantes
fuera considerado un enemigo común; también se exigía que los atenienses ayudaran
a los espartanos en el supuesto de una rebelión ilota. La cláusula final
permitía efectuar alteraciones de los términos por medio del consenso. Los
atenienses se mostraron de acuerdo con el pacto y, durante su aprobación, como
señal de buena voluntad hacia sus nuevos aliados, liberaron a los prisioneros
espartanos que habían mantenido en cautividad desde el año 425.
¿Por qué aceptaron los atenienses la alianza y
devolvieron a los prisioneros, su garantía de seguridad contra una invasión
espartana, si los lacedemonios ya habían faltado a su obligación de cumplir los
acuerdos del tratado de paz? Mientras tuvieran en su poder a los prisioneros,
también estarían a salvo de un ataque por parte de los aliados de Esparta, que
no se atreverían a atacar a Atenas sin el apoyo de Lacedemonia.
Aunque Nicias y sus partidarios dieron su asentimiento
a la alianza como forma de reforzar una paz tan fluctuante, también la
acogieron por sí misma. La perspectiva de la afiliación con Esparta resucitó la
imagen de un retorno a la política proespartana feliz y gloriosa de los tiempos
de Cimón, en los años que siguieron a las Guerras Médicas. Para Atenas, este
período había resultado muy beneficioso; durante el mismo, se logró mantener la
paz entre los griegos, y los atenienses pudieron expandir su Imperio en el Egeo
y acrecentaron su prosperidad; sin embargo, el acercamiento cimoniano no era
factible hacia el año 421. En esos momentos, los recuerdos dominantes en la
mente de ambos bandos eran de largas y amargas guerras civiles, no de esfuerzos
unitarios contra un enemigo común, lo que implica que existía muy poca voluntad
sobre la que construir una paz duradera. En tales circunstancias, la confianza
no podía darse por supuesta; tendría que ganarse a pulso. Desde esta
perspectiva, la alianza podría incluso debilitar las bazas que sustentaban la
paz, ya que permitía que Esparta continuase ignorando las obligaciones del
Tratado, con el subsiguiente aumento del escepticismo ateniense.
Sin embargo, Nicias y sus correligionarios veían la
situación de manera distinta. Para ellos, los fracasos de las campañas en
Megara y Beocia, sumados a las derrotas de Delio y Anfípolis, eran sólo una
muestra del peligro de alargar el conflicto. Los ciudadanos atenienses tenían
que actuar con generosidad y tomar la iniciativa a la hora de crear un clima de
confianza mutua.
En caso de haber rechazado la alianza con Esparta ¿qué
alternativa habrían tenido? De hecho, creían que se trataba de una ocasión
excepcional. Los atenienses podían fomentar una nueva coalición, la cual, con
Argos a la cabeza, daría cabida a los demás Estados democráticos del
Peloponeso, Élide y Mantinea. Después, podrían sumarse también ellos, enviar un
ejército al Peloponeso y forzar la batalla con mejores oportunidades de éxito.
Éstas se verían incrementadas si distraían a los espartanos por medio de
asaltos ilotas promovidos desde Pilos, y de incursiones a las poblaciones
costeras desde el mar. Ganar una batalla así hubiera podido poner fin a la Liga
del Peloponeso y a la supremacía de Esparta. Sin embargo, como el cansancio
provocado por la guerra continuaba siendo el sentimiento dominante y Nicias era
todavía la figura directriz de la política ateniense, tal camino resultaba
improbable.
Si las políticas de cariz agresivo eran imposibles en
el año 421, todavía quedaba otra alternativa: los atenienses podían rechazar la
alianza sin romper la Paz de Nicias y dejar que los acontecimientos siguieran
su curso. Sin arriesgar vidas o comprometer otro tipo de medios, bien podría
Atenas mantener la presión sobre Esparta mientras, a su vez, la tenencia de
prisioneros espartanos y la nueva amenaza argiva la salvaguardaban de cualquier
ataque. Durante el tiempo que Atenas se mantuviese alejada de Esparta, los
argivos se verían animados por la perspectiva de una alianza con Atenas a corto
plazo; algunos ilotas podían escaparse a Pilos y, tal vez, alimentar una nueva
rebelión en Mesenia y Lacedemonia. Atenas únicamente podría extraer beneficios
de la agitación causada por las defecciones aliadas de la Liga del Peloponeso,
porque, a través de la negativa de Atenas a asociarse con Esparta, se habría
promovido el malestar y la inseguridad de esta última. Moderada, segura y tan
prometedora a su vez, los atenienses tenían una estrategia paralela al alcance
de su mano y, sin embargo, optaron por pactar la alianza.
LA LIGA DE ARGOS
Inevitablemente, el nuevo pacto entre Atenas y Esparta
produjo reacciones encontradas por parte de los Estados disidentes. Los
corintios mantuvieron encuentros privados con los magistrados argivos y les
advirtieron que, sin duda alguna, la alianza tenía como objetivo «esclavizar el
Peloponeso» (V, 27, 2), por lo que exhortaban a los de Argos a liderar una
nueva coalición en defensa de la libertad griega. Ésta parecía querer sugerir la
formación de una liga separada, capaz de distanciarse de los dos antiguos
bloques de poder y de resistir la combinación de sus fuerzas.
El éxito del plan de los corintios descansaba en gran
medida en las luchas intestinas entre las diferentes facciones espartanas. Los
hombres que habían aceptado la paz y la consiguiente alianza ateniense lo
hicieron motivados por su inquietud frente a Argos; mientras esta preocupación
persistiera, Esparta no desearía la guerra. Si los corintios no hubieran
forzado este llamamiento, Argos, intimidada por la alianza, habría permanecido
en su inacción habitual, y así habría eliminado el motor del temor espartano;
no obstante, la experiencia había demostrado que la principal provocación para
arrastrar a Esparta a una gran contienda era el miedo. Como ya había pasado en
el año 431, en que los corintios sacaron partido del temor de Esparta a los
atenienses para conducirla a la guerra, esta vez querían emplear esta maniobra
con Argos y repetir lo mismo diez años después; aunque ahora la tarea sería más
difícil e intrincada. En el pasado, Corinto había usado la amenaza de la
secesión y de una posible alianza con Argos como arma efectiva; sin embargo,
para tener éxito, esta vez tendría que convencer a Esparta de que la
perspectiva de la alianza argiva era real.
En consecuencia, los argivos designaron doce
compromisarios para forjar una alianza con cualquier Estado salvo Atenas y
Esparta, las cuales sólo podrían formar parte de ella con el consentimiento de
la Asamblea popular argiva. Argos tenía buenas razones, tanto antes como ahora,
para intentar crear un nuevo sistema de alianzas. Su hostilidad hacia Esparta
se remontaba siglos atrás en el tiempo, y jamás había abandonado la esperanza
de recobrar Cinuria. Como no estaban dispuestos a prolongar la paz con Esparta
sin la devolución de esta región, la inminencia de la guerra era a todas luces
casi segura. Para su preparación, los argivos entrenaron a mil jóvenes a cargo
del erario público; eran «los mejores, tanto físicamente como en riquezas»
(Diodoro, XII, 75, 7) y formaban un cuerpo de élite capaz de combatir a la
falange espartana. Con tales medios y con su ambición por ganar el dominio del
Peloponeso, los argivos siguieron con gusto el camino que los corintios les
habían marcado.
Los mantineos fueron los primeros en unirse a Argos,
porque tenían buenos motivos para temer un ataque de Esparta: habían expandido
su territorio a expensas de los de sus vecinos, habían luchado contra los
tegeatas y ordenado erigir una fortificación en la frontera con Lacedemonia.
Argos se perfilaba como fuente de protección y, así pues, los mantineos se
apresuraron a entrar en la nueva alianza de buen grado; por otro lado,
Mantinea, al igual que Argos, tenía una constitución democrática. La noticia de
la defección de la ciudad causó una gran agitación entre los aliados
peloponesios de Esparta, que llegaron a la conclusión de que los mantineos
«sabían algo más» (V, 29, 2) que ellos ignoraban, y por eso se mostraban
dispuestos a sumarse a la coalición de Argos.
Al tener conocimiento de la alianza, los espartanos
acusaron a los corintios de haber instigado por entero el asunto. Les
recordaron que su afiliación con Argos transgredía los juramentos que les
ligaban a Esparta, así como el acuerdo corintio de acatar las decisiones
adoptadas por la mayoría de la Liga del Peloponeso. Los corintios, como bien
señalaron, ya habían incurrido en la violación de su compromiso al no aceptar
la Paz de Nicias. Los activistas corintios respondieron a las acusaciones
manteniendo un encuentro con las demás ciudades disidentes. Escondieron sus
verdaderos motivos —recuperar Solio y Anactorio— y, en cambio, «alegaron como
pretexto su escasa disposición a traicionar a los aliados tracios» (V, 30, 2).
Las razones podrían expresarse del siguiente modo: «Hemos prestado juramento a
los de Potidea y a nuestros amigos calcídicos de la región tracia, y todavía
siguen sometidos al poder ateniense. Si nos plegamos a la Paz de Nicias,
faltaremos a nuestros juramentos a los dioses y los héroes. Es más, el voto que
hicimos al aceptar la decisión de la mayoría incluía la cláusula “salvo que
hubiera algún impedimento por parte de los dioses y los héroes”. A buen seguro,
la traición a los calcídicos sería uno de estos impedimentos. No somos
nosotros, sino vosotros, los que rompéis los juramentos al abandonar a vuestros
aliados y colaborar con los esclavizadores de Grecia».
Esta refutación tan atractiva y sibilina permitía que
la Alianza argiva fuera vista como la única opción de continuar la lucha contra
la tiranía ateniense, como la única forma de mantener la palabra dada a los
aliados dignos de confianza, traicionados por el egoísmo de Esparta. Los
espartanos, por supuesto, no se mostraron de acuerdo.
Tras el encuentro, la embajada argiva instó a los corintios
a entrar de inmediato en su Liga; pero estos últimos continuaron dándoles
largas y los invitaron a volver al siguiente encuentro de su Asamblea. La razón
más plausible de esta demora es que algunos conservadores en Corinto
postergaron su decisión a la espera de la adhesión de más ciudades-estado
dirigidas por la oligarquía.
La siguiente ciudad-estado que ingresó en la coalición
fue Élide, cuya constitución formal era democrática, aunque sus costumbres y su
sistema social eran oligárquicos. Los eleos pactaron con los corintios antes de
ir a Argos para alcanzar un acuerdo, «como les habían dicho» (V, 31, 1) los
propios corintios. Su adhesión final a la nueva Liga ayudó a que ésta se
pusiera en marcha. Sólo entonces ingresó Corinto en la Liga de Argos y, con
ella, los pueblos calcídicos, leales y fieramente antiatenienses.
Sin embargo, los megareos y los beocios siguieron
rechazando los acercamientos de Argos, desmotivados por su constitución
democrática. Esta vez los corintios volvieron sus ojos hacia Tegea,
emplazamiento estratégico con una sólida oligarquía, cuya defección, como
pensaban, arrastraría la de toda la Liga del Peloponeso. No obstante, los
tegeatas rehusaron, y con ello asestaron un duro golpe al plan. «Los corintios,
que hasta ese momento se habían mostrado entusiasmados, decayeron en su fervor
y comenzaron a temer que ningún otro Estado se les uniría» (V, 32, 4).
Los activistas corintios hicieron un último esfuerzo
para salvar la confabulación: pidieron a los beocios que se sumaran a la Liga
argiva y «emprendieran más acciones en común». También solicitaron de ellos que
les consiguieran la misma tregua de diez días que éstos mantenían con Atenas;
así como la garantía de que, si Atenas declinaba la propuesta, Beocia
renunciaría a su propio armisticio y no pactaría ninguna otra tregua sin ellos.
La estratagema corintia era obvia: los atenienses
rehusarían con toda seguridad y, en consecuencia, los beocios se encontrarían
desprotegidos ante Atenas, ligados a Corinto y alineados a la fuerza en la
coalición argiva. No obstante, la respuesta de Beocia fue amigable pero cauta;
aunque por un lado retrasaron la decisión referente a la alianza con Argos, sí
estuvieron de acuerdo en ir a Atenas a solicitar la tregua para los corintios.
Los atenienses, por supuesto, denegaron su consentimiento y respondieron que,
si Corinto era en verdad aliada de Esparta, entonces ya tenía la tregua que
solicitaba. Por su parte, los beocios mantuvieron su armisticio con Atenas, lo
que irritó a los corintios, que arguyeron en vano que Beocia había roto su
promesa.
Mientras estas complicadas negociaciones diplomáticas
seguían su curso, los atenienses culminaron el sitio de Escione, y mataron y
esclavizaron a sus habitantes de acuerdo con el decreto propuesto por Cleón en
el año 423. Quizá para recordar a los demás, y también a ellos mismos, que
Esparta había sido la primera en adoptar tales medidas, los supervivientes de
Platea fueron enviados allí. No obstante, ni siquiera este acto de terror
restableció el orden en Calcídica ni en el territorio tracio en el Imperio.
Anfípolis continuaba en manos hostiles y, con el verano avanzado, los de Dío
habían capturado la población calcídica de Tiso en el monte Atos, aun siendo
aliada de Atenas. Los atenienses seguían sin tomar represalias. Recobrar
Anfípolis requería un asedio no menos difícil que el de Potidea. No parecía que
ningún ateniense tuviera prisa por atacar la colonia insurrecta, a pesar de la
gran frustración que suponía la promesa incumplida de devolver Anfípolis por parte
espartana.
LOS PROBLEMAS DE ESPARTA
Mientras los corintios trabajaban en la formación de
la Liga de Argos, los espartanos procedieron a tomar la ofensiva contra sus
enemigos en el Peloponeso. El monarca Plistoanacte condujo al ejército
espartano hasta Parrasia, un territorio al oeste de Mantinea que había sido
sojuzgado por esta última durante la guerra (Véase mapa[34a]). Sus
aliados de Argos enviaron una guarnición para ayudar a la propia Mantinea,
mientras sus ciudadanos trataban de proteger en vano el territorio amenazado.
Tras restaurar la independencia de Parrasia y destruir la fortificación erigida
por los mantineos, los espartanos se retiraron. Su siguiente acción fue
levantar un campamento en Lépreo, región situada entre Élide y Mesenia, y motivo
de su disputa con los eleos.
Esta serie de acciones establecieron la seguridad en
las fronteras espartanas y en la comunidad ilota hasta cierto punto, ya que
Esparta también tendría que afrontar problemas de orden interno. Cleáridas
había regresado de Anfípolis con el ejército de Brásidas, un contingente que
incluía a setecientos ilotas que, por sus servicios, se habían ganado la
libertad y el derecho a vivir donde les placiera. Comprensiblemente, esta
cantidad de ilotas moviéndose sin trabas por Lacedemonia ponía nerviosos a los
espartanos, así como la aparición de una nueva clase social, los neodamodes. Éstos, mencionados entonces
por vez primera en la historia espartana, eran ilotas libertos que al parecer
vivían como hombres libres; probablemente también habían recibido su
emancipación por el buen cumplimiento de su servicio militar. Los espartanos
también tenían que enfrentarse al descenso continuo de una población de la que
se nutrían sus ejércitos. Por varias razones, desde los cinco mil que se pudieron
contar en Platea en el 479, el número de homoios
formados como hoplitas decreció durante los siglos quinto y cuarto. Sin
embargo, la necesidad de emplazar un campamento en Lépreo hizo que los
espartanos encararan ambas cuestiones a la vez, ya que enviaron tanto a los
veteranos de Brásidas como a los neodamodes
para que repoblaran la frontera elea.
Otra de las dificultades era el retorno de los que
habían sido derrotados en Esfacteria y que habían soportado largos años de
cautiverio en Atenas. Al principio, los antiguos prisioneros simplemente
recuperaron los cargos, a menudo importantes e influyentes, que habían
ostentado en la sociedad espartana; algunos eran incluso funcionarios
estatales. No obstante, los espartanos comenzaron a temer que causaran problemas
por el deshonor que habían sufrido con su rendición; así pues, se les retiró el
derecho a voto, aunque, al tratarse de un grupo potencialmente peligroso, se
les permitió seguir viviendo en Esparta. Tener que confrontar tales amenazas
internas ayuda a explicar por qué la mayoría de los espartanos apoyaba una
política exterior de corte cauteloso y pacifista. Su recién mejorada seguridad
en las fronteras elea y mantinea, el decreciente desafío de la coalición argiva
y el comportamiento pacífico de los atenienses dieron su apoyo a la causa de la
facción de la paz en su conjunto.
Sin embargo, los atenienses seguían resentidos con el
incumplimiento de las obligaciones del Tratado por parte de Esparta; porque,
aunque continuaba prometiendo su ayuda a Atenas para forzar a Corinto, Beocia y
Megara a aceptar la paz, cada vez que llegaba el momento, incumplía sus
promesas. El comportamiento espartano en Anfípolis aún fue más vejatorio. Al
retirar sus tropas, en vez de emplearlas para someter Anfípolis al control ateniense,
los espartanos cometieron una violación flagrante de los términos del Tratado;
cada vez más, los ciudadanos de Atenas empezaban a sospechar que los espartanos
les habían engañado y traicionado. «Con la sospecha de las malas intenciones de
Esparta», los atenienses rehusaron retornar Pilos e «incluso se arrepintieron
de haber devuelto a los prisioneros de Esfacteria, por lo que retuvieron las
restantes poblaciones a la espera de que los espartanos empezaron a cumplir sus
promesas» (V, 35, 4).
Como respuesta, los espartanos continuaron solicitando
la devolución de Pilos o, como mínimo, la expulsión de los mesenios y los
ilotas huidos que vivían allí ahora. Alegaron haber hecho todo lo posible por
retornar Anfípolis, y aseguraron a los atenienses que cumplirían con el resto
de sus obligaciones. En resumen, Esparta no ofrecía nada nuevo salvo promesas
que venían a reemplazar la antigua palabra incumplida; pero las facciones
pacifistas de Atenas todavía contaban con fuerza suficiente como para extraer aún
más concesiones de sus conciudadanos. Así pues, los atenienses retiraron a los
mesenios y a los ilotas de Pilos y los asentaron en la isla de Cefalonia.
Mientras Atenas hacía este esfuerzo en nombre del
apaciguamiento, el grado de compromiso espartano con la paz quedaba cerca de
toda duda. A principios del otoño del año 421 tomaron posesión del cargo nuevos
éforos; dos de ellos, Jénares y Cleobulo, «estaban ansiosos por romper el
Tratado» (V, 36, 1). Su intención era perseguir una vía dirigida a reanudar el
enfrentamiento con Atenas, y pronto se les presentó la oportunidad de hacerlo.
La facción de la paz, que todavía era dominante, había convocado recientemente
una conferencia en Esparta, incluyendo a los atenienses, aliados leales, así
como a beocios y corintios, para intentar alcanzar una aceptación generalizada
del Tratado. Probablemente, el fracaso integral de la misma fue lo que animó a
Jénares y Cleobulo a llevar adelante su complicado plan.
Mientras los corintios intentaban usar la coalición
argiva para amedrentar a los espartanos que tenían la paz como meta, los éforos
más belicistas se decantaron por otra táctica más convincente. Creían que los
espartanos habían buscado mayoritariamente la paz y suscrito la alianza
ateniense por dos motivos: la amenaza de Argos, y su deseo por recobrar a los
prisioneros de Esfacteria y Pilos. Una vez resueltos estos asuntos, pensaban,
Esparta estaría preparada para retomar la guerra. Todo lo que quedaba por hacer
era recuperar Pilos y poner fin a la Liga de Argos. Actuando en secreto, los
dos éforos sugirieron a los embajadores de Corinto y Beocia que ambos Estados
debían cooperar entre ellos, los beocios tenían que establecer una alianza con
Argos, e intentar forzar después a los argivos a pactar con Esparta. Un tratado
con Argos, remarcaron, facilitaría que la guerra se llevara a cabo fuera del
Peloponeso. También pidieron a los beocios que ofrecieran Panacto a los
espartanos; así, éstos podrían intercambiarla por Pilos «y, por lo tanto, estar
en una posición más cómoda para volver a la guerra contra Atenas» (V, 36, 2).
LOS CORINTIOS Y SUS MISTERIOSAS ESTRATEGIAS
Cuando los embajadores emprendieron el camino de
regreso a Corinto y a Beocia, les salieron al paso dos magistrados argivos, que
preguntaron a los beocios si querían unirse a la coalición de Argos. Esta vez,
los de Argos hicieron su ofrecimiento con un lenguaje deliberadamente ambiguo:
«Utilizando una política común, podrían fraguar ora la guerra ora un tratado
con Esparta o con quien quisieran» (V, 37, 2). Los argivos todavía perseguían
la hegemonía en el Peloponeso a expensas de los espartanos; no obstante, su
propuesta permitía diferentes interpretaciones sin llegar a ningún compromiso.
Los beocios recibieron la invitación con gran placer «porque, casualmente, los
argivos les habían pedido lo mismo que les habían recomendado sus amigos
espartanos» (V, 37, 3). De vuelta a casa, los beotarcas se sintieron igual de
complacidos con la noticia. Pero las peticiones espartanas y argivas sólo se
parecían en la superficie, puesto que justamente aspiraban a obtener resultados
opuestos. Aun así, los beotarcas acordaron enviar embajadores a Argos para
cerrar la alianza, y ésta quedó pendiente de aprobación por parte del Consejo
Federal beocio.
La mano de Corinto se halla posiblemente detrás de los
sucesivos acontecimientos: «Los beotarcas, los corintios, los megareos y los
embajadores de Tracia decidieron comenzar prestando juramento de ayudar a
cualquiera de ellos que lo necesitase, si así lo requería la ocasión, y de no
hacer la guerra o la paz sin mutuo consentimiento; sólo así beocios y megareos
—ya que perseguían políticas idénticas— sellarían un tratado con los argivos»
(V, 38, 1). En Tracia, los calcídicos eran satélites de los corintios, como los
megareos lo eran de Beocia. Los propios beocios no tenían necesidad de tal
acuerdo porque estaban dispuestos a unirse a Argos y, puesto que Corinto ya era
aliada de los argivos, este acuerdo en común no aportaba a Beocia beneficio
alguno. En última instancia, este plan de acción conjunta sólo era una versión
ampliada del planteado antes sin éxito por los corintios.
Éstos sabían que los beocios no confiaban en ellos, ya
que habían rechazado la primera propuesta corintia, les habían acusado de
rebelarse contra la Liga del Peloponeso y temían que contraer con ellos
cualquier acuerdo sería ofender a Esparta. Los beotarcas presentaron al Consejo
beocio, que era el poder soberano, varias resoluciones para concluir el pacto
conjunto con Megara, Corinto y los calcídicos de Tracia. Detrás de esta
propuesta se ocultaban sus intenciones secretas, porque Jénares y Cleobulo
habrían tenido serios problemas si algún rumor de sus negociaciones privadas
hubiera llegado a Esparta. Los beotarcas confiaban en su propia autoridad para
asegurar la aprobación de la proposición; sin embargo, en un momento crítico
como aquél el Consejo acabó por rechazarla, «al pensar que podían actuar en
contra de los espartanos, en caso de prestarse a juramentar con miembros
disidentes de su Liga» (V, 38, 3). Su negativa sorprendió a los beotarcas y
puso fin a la discusión. Corintios y calcídicos retornaron a casa, mientras que
los beotarcas no se atrevieron a insistir en las ventajas de unirse a la Liga
de Argos. Ningún enviado fue a Argos a negociar el Tratado, y «el asunto se fue
abandonando y demorando por entero» (V, 38, 4).
LOS BEOCIOS
En Esparta, mientras tanto, los amigos de la paz
también ardían en deseos por recobrar Pilos. Consideraban que, si convencían a
los beocios para que devolvieran Panacto y a los prisioneros atenienses que
todavía retenían, Atenas entregaría Pilos a Esparta. Puesto que este punto de
vista siguió vigente, incluso después de mantener muchas conversaciones con los
atenienses, cabe imaginar que los negociadores de estos últimos debieron de
alentar esta idea, presumiblemente con Nicias y sus correligionarios a la
cabeza. Con ambas partes a favor de la misión, los espartanos enviaron una
embajada oficial a Beocia para elevar la petición de otorgar a Atenas dichas
concesiones. La respuesta beocia indica que la facción belicista había
desarrollado un nuevo plan: se negaban a devolver Panacto, a no ser que los
espartanos negociaran con ellos un tratado comparable al que habían negociado
con los atenienses. Los espartanos sabían que esto supondría la violación de su
tratado con Atenas, el cual implicaba que ningún Estado podía hacer la paz o la
guerra sin el consentimiento del otro. Pero lo que precisamente quería la
facción de la guerra era su ruptura, por lo que apoyaron la propuesta de una alianza
con Beocia. Sin embargo, sin una mayoría, la facción belicista necesitaba el
apoyo de la de la paz. Por mucho que todos los espartanos desearan la
devolución de Pilos, ¿por qué debían creer que sería devuelta por los
atenienses, en especial cuando éstos se enfrentasen con la traición del acuerdo
espartano con Beocia? La única explicación plausible es que los espartanos
habían depositado su confianza en la aparente paciencia ilimitada de la facción
antibelicista y en su control de la política ateniense del momento. Por lo
tanto, a primeros de marzo del año 420, los espartanos pactaron un tratado con
Beocia que protegía a ésta de un posible ataque ateniense.
Aunque los beocios acogieron los acuerdos de buen
grado por considerarlos un golpe contra la alianza de Atenas y Esparta, ya se
estaban preparando para traicionar a sus nuevos aliados espartanos.
Inmediatamente, empezaron la demolición del fuerte de Panacto, con lo que
privaron a Atenas de un importante bastión fronterizo. Aunque los espartanos no
sabían nada de esta trama, es probable que los corintios estuvieran mezclados
en ella, no en vano coincidía con su creencia de que no serían ni la comodidad
o la seguridad, sino el conflicto y el temor, los que empujarían a Esparta a la
lucha.
Mientras tanto, los argivos esperaban en vano a los
embajadores de Beocia para negociar la alianza prometida, ya que finalmente
nadie acudiría a la cita. En cambio, sí se recibieron noticias de la demolición
del fuerte de Panacto y del tratado de Esparta con los beocios. Dieron por
sentado que les habían traicionado, que Esparta estaba detrás de todo el asunto
y que sus habitantes habían convencido a los atenienses para aceptar la
destrucción de Panacto y atraer a Beocia a la alianza mutua. Entre los argivos,
cundió el pánico; ahora no podrían sellar un tratado ni con Beocia ni con
Atenas, incluso comenzaron a temer que su propia confederación se desmembraría
y que sus aliados volverían al lado de Esparta. Su mayor preocupación era que
pronto deberían enfrentarse a una coalición peloponesia liderada por Esparta,
los beocios y los atenienses. Así pues, atemorizados, los argivos enviaron «tan
rápido como les fue posible» mensajeros a Esparta para intentar «cerrar un
pacto que garantizase la paz como fuera» (V, 40, 3).
Las negociaciones argivas en busca de una alianza con
Esparta reflejan la voluntad de ambas partes. Argos quería el arbitraje de
terceros en el asunto de Cinuria; los espartanos simplemente deseaban la
renovación del antiguo Tratado, el cual dejaba en sus manos el territorio en
litigio. De momento, los argivos se habían ofrecido a aceptar un tratado para
los siguientes cincuenta años, siempre y cuando cualquiera de las dos partes
pudiese requerir en el futuro algún enfrentamiento bélico de alcance limitado
para decidir el control de Cinuria. Al principio, los espartanos desecharon la
propuesta por considerarla absurda; pero, tras considerarla más detenidamente,
acataron sus términos y firmaron el tratado porque «deseaban la amistad de
Argos, costara lo que costase» (V, 41, 3). Los negociadores argivos debían
volver a Esparta con la aprobación oficial hacia finales de junio. Sin embargo,
su retraso hizo que los acontecimientos tomaran un rumbo bien distinto.
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