(223) esquilo era todavía un
muchacho en tiempo de los tiranos. Se hizo hombre durante el dominio del pueblo
que, tras la caída de los Pisistrátidas, terminó en breve tiempo con los
renovados ensayos de los nobles por apoderarse del poder. La envidia de los
nobles oprimidos fue lo que determinó la caída de los tiranos. Pero no era ya
posible la vuelta a la anarquía feudal dominante antes de Pisístrato.
Clisteles, uno de los Alcmeónidas, vuelto del destierro e imitando a Pisístrato
que se había apoyado en el pueblo contra el resto de los nobles, da el último
paso hacia la supresión del dominio aristocrático. Sustituyó la antigua
organización del pueblo ático en cuatro grandes phylai que distribuían
sus estirpes sobre todo el país, por el principio abstracto de la simple
división regional de Ática en diez phylai, que rompió los antiguos lazos
de la sangre y anuló su poder político mediante un sistema democrático y
electoral fundado en la nueva división territorial. Esto significa el fin del
gobierno de las grandes estirpes, pero no del influjo espiritual político de
la aristocracia. Los conductores del estado popular de Atenas fueron nobles
hasta la muerte de Pericles, y el poeta más importante de la joven república,
Esquilo, hijo de Euforión, primer gran representante del espíritu ático, como
cien años antes Solón, era un vástago de la nobleza rural. Procedía de
Eleusis, donde Pisístrato acababa de construir entonces un nuevo santuario
para el culto de los misterios. La comedia se complacía en representar la
juventud del poeta como íntimamente vinculada a las venerables diosas
eléusicas. Hallamos un curioso contraste con Eurípides, "el hijo de la
diosa de las legumbres", cuando Aristófanes[1]
hace entrar a Esquilo, en lucha con el corruptor de la tragedia, con la piadosa
plegaria,
Deméter,
tú que has educado mi espíritu,
permite
que sea digno de tu sagrada iniciación.
El intento de
Welcker de derivar la piedad personal de Esquilo de una supuesta teología de
los misterios se halla actualmente superado. Hay, sin embargo, una sospecha de
verdad en la anécdota según la cual fue acusado por haber dado publicidad en la
escena al sagrado secreto de los misterios, pero fue puesto en libertad por
haber podido demostrar que lo había hecho sin saberlo.[2]
Pero aunque sacó el conocimiento de las cosas divinas de lo profundo de su
propio espíritu, sin haber sido nunca iniciado en los misterios, queda un
fondo (224) de verdad imperecedera en la
humildad y la vigorosa fe de la plegaria a Deméter. Nos resignaremos con mayor
facilidad a la pérdida de toda información sobre la vida del poeta si
consideramos que ya un tiempo que se hallaba tan cercano a él y lo conocía tan
profundamente se contentó con el mito con que rodeó su figura. Sobre lo que
pensó acerca de sí mismo se expresa con gran simplicidad el epigrama escrito
para su tumba: da testimonio de que lo más alto que ha realizado en su vida ha
sido intervenir en la batalla de Maratón. No menciona para nada su poesía.
Aunque esta "inscripción" no sea histórica nos ofrece, en breve
resumen, la imagen ideal del hombre tal como lo vio un poeta posterior. Los
contemporáneos de Aristófanes no hubieran dado ya una imagen de Esquilo muy análoga.
Para ellos fue "el luchador de Maratón", el representante espiritual
de la primera generación del nuevo estado ático, impregnada de la más alta
voluntad moral.
Raras son en la
historia las batallas que han sido sostenidas con tanta pureza, por causa de
una idea, como las de Maratón y Sala-mina. Debiéramos pensar que Esquilo tomó
parte en la batalla naval, aunque Ión de Quío[3]
no lo hubiere relatado en sus memorias de viajes, escritas una generación más
tarde; porque los atenienses abandonaron la ciudad y se embarcaron πανδημεί, "con el
pueblo entero" a bordo de los navíos. El relato del mensajero en Los
persas es la única relación de un verdadero testigo del histórico drama en
el cual se fundó el futuro poderío de Atenas y su aspiración jamás realizada a
lograr el dominio sobre la nación. Así vio la lucha Tucídides. no Esquilo.[4]
Para éste fue la revelación de la profunda sabiduría que rige el mundo de
acuerdo con la justicia eterna. Guiado por la superioridad espiritual de un
ateniense, un pequeño ejército, inflamado por un nuevo heroísmo, había vencido
en la lucha por la independencia a las miríadas de Jerjes. embrutecidas por su
propia esclavitud. Europae succubuit Asia. Renace el espíritu de Tirteo
bajo la idea de la libertad y del derecho.
Puesto que la
época de los primeros dramas de Esquilo no puede ser fijada más que con diez
años de aproximación, no es posible saber si en la vigorosa plegaria a Zeus de Las
suplicantes palpita ya el espíritu de la guerra contra los persas. Las
raíces de sus creencias son las mismas que las de la religión de Solón, su
guía espiritual. Pero la fuerza trágica que adquiere aquella fe en Esquilo
debe ser atribuida en parte a aquella tormenta purificadera que se siente
perennemente en la tragedia de Los persas. Las experiencias de la libertad
y de la victoria son los sólidos vínculos mediante los cuales este hijo de los
tiempos de la tiranía une su fe en el derecho, heredada de Solón, a las
realidades del nuevo orden. El estado es el espacio ideal, no el lugar
accidental de sus poemas. Aristóteles dice con razón que los personajes de la
antigua tragedia no hablan (225) retóricamente,
sino políticamente. Todavía en las grandiosas palabras con que terminan Las
euménides. con su fervorosa imploración por la prosperidad del pueblo ático
y su reafirmación inconmovible de la fe en el orden divino que lo rige, se
manifiesta el verdadero carácter político de su tragedia. En ello se funda su
fuerza educadora, moral, religiosa y humana, puesto que todo ello se hallaba
comprendido en la amplia concepción del nuevo estado. Aunque este concepto de
la educación aproxima a Esquilo y a Píndaro. la concepción del ateniense y del
tebano son profundamente diferentes. Píndaro anhela la restauración del mundo
aristocrático en todo su esplendor, de acuerdo con el espíritu de la sumisión
tradicional. La tragedia de Esquilo es la resurrección del hombre
heroico dentro del espíritu de la libertad. Es el camino inmediato y necesario
que va de Píndaro a Platón, de la aristocracia de la sangre a la aristocracia
del espíritu y del conocimiento. Sólo es posible recorrerlo pasando por
Esquilo.
Una vez más,
como en el tiempo de Solón. el buen genio del pueblo ático, en el momento de su
entrada en la historia universal. ha producido el poeta que forjará el hierro
con el fuego. La concentración del estado y el espíritu en una perfecta unidad
da a la nueva forma de hombre que de ella resulta su clásica unicidad. Difícil
es decir si es el estado el que ha fomentado predominantemente al espíritu o el
espíritu al estado. Pero lo segundo parece más probable, puesto que el estado
no era concebido simplemente como el aparato de la autoridad, sino como la
profunda lucha de todos los ciudadanos de Atenas para librarse del caos de los
siglos pasados, hasta la consecución de las fuerzas morales anheladas y la
realización del cosmos político. El estado resulta ser, en el sentido de Solón,
la fuerza que pone en conexión todos los esfuerzos humanos. La fe en la idea de
la justicia que animaba al joven estado pareció haber recibido con la victoria
una consagración divina.
De un golpe
cayó todo el afeminado refinamiento y la suntuosidad exagerada que se habían
desarrollado en Ática durante los últimos decenios de rápido progreso material
y exterior. Desaparecen los suntuosos vestidos jonios para dejar paso a los
vestidos dóricos, simples y varoniles. Del mismo modo, desaparece de las caras
de las esculturas de este decenio la sonrisa convencional e inexpresiva que
resulta del ideal de belleza jonio y es sustituida por una seriedad profunda y
casi hosca. Por primera vez la generación de Sófocles halla entre ambos
extremos el equilibrio de la armonía clásica. Lo que no pudieron dar a Atenas
ni la cultura de la aristocracia ática ni el influjo de una cultura extraña
altamente desarrollada, es producido ahora en virtud de su propio destino
histórico. La piadosa y alta conciencia de la victoria produjo un gran poeta
que sintiéndose miembro del pueblo se consagró a la comunidad y, penetrado de
aquel excelso sentimiento, sobrepasó los abismos que separan a los hombres por
el nacimiento o por la educación. De una vez para siempre (226), las grandes realizaciones espirituales e
históricas de Atenas no pertenecieron ya a una clase, sino al pueblo entero.
Todo lo anterior palidece ante ello, aunque el pueblo entero lo sintió como
suyo. La creación de la cultura popular ática del siglo ν no procede de la constitución
ni del derecho electoral, sino de la victoria. Sobre ella se funda la Atenas de
Pericles, no sobre la cultura aristocrática al viejo estilo. Sófocles,
Eurípides y Sócrates son hijos de la burguesía. El primero procede de una
familia de industriales; los padres de Eurípides eran pequeños propietarios
rurales; el padre de Sócrates era un honrado picapedrero de un pequeño arrabal.
Tras de la supresión del Areópago, que constituía en tiempo de Esquilo el
órgano de equilibrio del estado, el predominio del pueblo se hizo cada vez más
sensible y adquirió más vigor. Sin embargo, es preciso no interpretar por el
tiempo de Cridas los años de Salamina. En los días de Temístocles, de Arístides
y de Cimón, se hallaban unidos por las grandes empresas comunes: la
reconstrucción de la ciudad, la construcción de las grandes murallas, el
establecimiento de la liga délica y la terminación de la guerra en el mar.
Hallamos en los atenienses de estos decenios, a los cuales se dirigía la nueva
forma poética de la tragedia, algo del alto vuelo y la poderosa fuerza
impulsora del espíritu de Esquilo, pero también su capacidad de renuncia, su
comedimiento y su reverencia.
La tragedia
otorga de nuevo a la poesía griega la capacidad de abrazar la unidad de todo lo
humano. En este sentido, sólo puede ser comparada con la epopeya homérica. A
pesar de la rica fecundidad de la literatura en los siglos intermedios, sólo
es igualada por la epopeya en la riqueza del contenido, en la fuerza
estructuradora y en la amplitud de su espíritu creador. Parece como si el
renacimiento del genio poético de Grecia se hubiera trasladado de Jonia a
Atenas. La epopeya y la tragedia son como dos enormes formaciones montañosas
enlazadas por una serie ininterrumpida de sierras menores.
Si consideramos
la marcha del desarrollo de la poesía griega, desde su primer gran periodo, es
decir, a partir de la épica, como expresión de la progresiva decantación de las
grandes fuerzas históricas, que contribuyeron a la formación del hombre, la
palabra renacimiento adquiere un sentido más preciso. En la poesía pos-homérica
vemos en todas partes el creciente desarrollo del puro contenido del pensamiento,
ya en forma de exigencia normativa para la comunidad, ya como expresión
personal del individuo. Verdad es que la mayoría de estas formas poéticas
proceden de la epopeya. Pero al separarse de ella, el mito, que constituía el
contenido entero de la epopeya, o es completamente abandonado, como en Tirteo,
Calinos, Arquíloco, Simónides, Solón. Teognis, o lo es en su mayoría en los
líricos y Mimnermo, o es introducido en el transcurso del pensamiento, ajeno
al mito, en forma de ejemplos aislados, como en los Erga (227) de Hesíodo, en algunos líricos y en las odas de
Píndaro. Una gran parte de esta poesía es pura parénesis y consiste en
prescripciones y advertencias de tipo general. El resto se halla constituido
por reflexiones más o menos filosóficas. Incluso las alabanzas, que en la
epopeya se consagraban sólo a los hechos de los héroes míticos, se dedican
ahora a personas reales que viven en la actualidad. Y éstas son también el
objeto de los sentimientos puramente líricos. La poesía poshomérica se convierte
cada vez más en la vigorosa expresión de la vida espiritual presente, en el
orden social e individual. Y esto sólo era posible mediante el abandono de la
tradición heroica, que constituía originariamente, junto con los himnos a los
dioses, el único objeto de la poesía.
Sin embargo, a
pesar del esfuerzo creciente para trasladar el contenido ideológico de la
epopeya a la realidad actual y convertir progresivamente a la poesía en
intérprete y guía directo de la vida, conserva el mito su importancia como fuente
inagotable de creación poética. Puede ser utilizado como un elemento de
idealidad cuando el poeta ennoblece lo actual mediante su referencia a lo
mítico, elevando así la realidad a una esfera más alta, como ocurre en el
empleo de los ejemplos míticos por la lírica. Otras veces, el mito sigue
constituyendo el objeto íntegro de la exposición, pero con el cambio de los
tiempos y de los intereses se modifican también esencialmente los puntos de
vista y, de un modo correlativo, las formas de exposición. Así, en los épicos
de los denominados ciclos renace el interés por el contenido material de las
sagas relativas a la guerra de Troya. Falta a estos poetas la comprensión de la
grandeza artística y espiritual de la Ilíada γ la Odisea. Sólo
desean narrar lo que ocurrió antes y después. Estos poemas, escritos en un
estilo épico, aprehendido y mecánico —del tipo de los que hallamos también en
los más recientes cantos homéricos— deben su nacimiento al interés histórico.
Esta actitud histórica era inevitable, puesto que en los primeros tiempos las
memorias de las sagas eran tenidas por verdadera historia. La poesía de
catálogos, atribuida a Hesíodo, por el parentesco de su autor con el estilo de
éste, y que venía a satisfacer el interés de los caballeros para hallar una
genealogía noble que los uniera al árbol genealógico de los dioses y de los
héroes, da todavía un paso más allá en este proceso de historización de los
mitos. Constituían la prehistoria de los tiempos actuales. Ambas clases de
épica perviven al lado de la poesía exenta de mitos de los siglos VII y VI. Sin
poder competir con ella en importancia vital, llenan, sin embargo, una
necesidad de los tiempos. Homero y los mitos constituyen el trasfondo de la
totalidad de su existencia. Constituían, por decirlo así, la erudición de la
época. Hallamos sus continuadores directos en los cronistas jonios que
elaboraron en prosa el material mítico con o sin un designio genealógico, como
Acusilao, Ferécides y Hecateo. La forma poética se convirtió en algo completamente
accesorio. (228) En el fondo,
era pura pedantería. Los
pocos restos que
nos quedan de los
"logógrafos" en prosa
resultan mucho más frescos y modernos.
Tratan de reavivar el interés por la cosa mediante su arte narrativo.
Al mismo tiempo
que la disolución de la forma épica en la prosa, que se realiza en este proceso
creciente de historización de los mitos, se realiza otra trasformación
artística de los cantos heroicos en la poesía coral que surge en Sicilia: la
transfiguración de la forma épica en la lírica. No se trata aquí ya de tomar en
serio la poesía heroica de las sagas. Ante ellas Estesícoro de Himera adopta
una actitud tan crítica y fríamente racional como Hecateo de Mileto. Para la
lírica coral anterior a Píndaro no constituye un fin en sí, como ocurría con la
épica, sino sólo la materia ideal para las composiciones musicales y las
representaciones corales. Logos, Rhythmos y Harmonía, cooperan en ellas, pero
el Logos con menor importancia. La música orienta el conjunto y es la que
despierta el verdadero interés. Es una disolución del mito en un número de
momentos de sensibilidad lírica unidos a la progresiva narración, en forma de
balada, con el solo objeto de servir de base a la composición musical. De ahí
la impresión de vacuidad e imperfección que producen los restos de esta poesía,
separados de la música en el lector actual. Incluso el empleo del mito en la
simple poesía lírica, como en Safo, debe despertar un solo sentimiento. Se
convierte en sustrato del sentimiento artístico; sólo en este respecto produce
sus efectos y aun en esta forma permanece bastante inaccesible para nosotros.
Lo que en este género nos queda de Íbico es pura paja vacía y sólo nos interesa
por la celebridad de su nombre.
A pesar de esta
reafirmación del mito en la poesía y en la prosa, paralela a su empleo en las
pinturas de los vasos del siglo VI, en parte alguna es ya portador de las
grandes ideas que mueven a la época. Y puesto que no vale ya por su contenido
ni realiza una función ideal, queda reducido a algo puramente convencional y
decorativo. Cuando en la poesía aparece un movimiento realmente espiritual no
se realiza mediante el mito, sino en forma puramente conceptual. Fácil es
prever la evolución posterior de este proceso mediante la progresiva
separación de las ideas relativas a una concepción del mundo en la nueva prosa
filosófica y narrativa de los jonios, que desemboca en línea recta en la
trasformación de las formas poéticas, reflexivas y conceptuales, en los λόγοι parenéticos o
científicos en prosa sobre areté, tyché, nomos y politeia, tal
como los encontramos en la sofística.
Pero los
griegos de la metrópoli no fueron tan lejos. El espíritu jonio siguió este
camino. Los atenienses no lo anduvieron en realidad jamás. La poesía no era
aquí lo suficientemente racionalizada como para justificar aquella
transformación. En la metrópoli adquirió de nuevo su alta vocación de fuerza
ideal rectora de la vida que había (229) perdido
en Jonia. La profunda sacudida mediante la cual entró en la historia la
pacífica y piadosa estirpe ática, despertó en el alma de aquel pueblo
pensamientos no menos "filosóficos" que los de la ciencia y la razón
jonias. Pero esta nueva intuición de la vida en su totalidad sólo podía ser
revelada por una poesía de alto rango y mediante un simbolismo espiritual y
religioso. El vehemente anhelo de una nueva norma y ordenación de la vida, tras
de la inseguridad consiguiente a la caída del antiguo orden y de la fe de los
padres y la aparición de nuevas fuerzas espirituales desconocidas, no fue en
parte alguna tan amplio y tan profundo como en la patria de Solón. En parte
alguna hallamos semejante grado de íntima y delicada sensibilidad junto con un
tesoro espiritual tan vario y una juventud tan ingenua como experimentada. En
este terreno brota el maravilloso fruto de la tragedia. Se alimenta en todas
las raíces del espíritu griego. Pero su raíz fundamental penetra en la
sustancia originaria de toda la poesía y de la más alta vida del pueblo griego,
es decir, en el mito. En unos tiempos en que parecían alejarse del heroísmo con
decisión creciente las fuerzas más poderosas, en que florecía el conocimiento
reflexivo y la aptitud para la emoción más sensible, como lo muestra la
literatura jonia, brota de las mismas raíces un nuevo espíritu de heroísmo más
íntimo y más profundo, estrechamente vinculado al mito y a la forma del ser que
resulta de él. Insufló nueva vida a sus esquemas y le retornó la palabra, permitiéndole
beber en la sangre de sus ofrendas. No es posible, sin esto, explicar el
milagro de su resurrección.
Los nuevos
ensayos para determinar el origen histórico y la esencia de la tragedia, desde
el punto de vista filológico, dejan de lado esta cuestión. Al derivar la nueva
creación de cualquiera otra forma anterior puramente literaria y creer acaso
que los ditirambos dionisiacos "adquirieron una forma seria" en el
momento en que una cabeza original los puso en contacto con el contenido de los
antiguos cantos heroicos, se limitan a considerar las condiciones exteriores
del problema. La tragedia ática no sería sino un fragmento dramatizado de los
cantos heroicos, representado por un coro de ciudadanos de Atenas. La poesía
medieval de los países de Occidente está llena de dramatizaciones de la
historia sagrada. Pero en ninguno de ellos se ha desarrollado una tragedia,
hasta que lo hizo posible el conocimiento de los antiguos modelos. Tampoco la
dramatización de los cantos heroicos griegos hubiera sido otra cosa que una
nueva elaboración de las representaciones artísticas de la lírica coral, sin
mayor interés para nosotros ni capacidad de ulterior evolución, si no hubieran
sido elevados a un más alto grado de espíritu heroico y adquirido con ello
nueva fuerza artística y creadora. Desgraciadamente no poseemos ninguna idea
precisa de las formas más antiguas de la tragedia y sólo podemos juzgar, por
tanto, de las formas más altas de su desarrollo. En la forma acabada en que la
hallamos en (230) Esquilo, aparece como el
renacimiento del mito en la nueva concepción del mundo y del hombre ático a
partir de Solón, cuyos problemas morales y religiosos alcanzan en Esquilo su
más alto grado de desarrollo.
Queda fuera de
nuestros propósitos ofrecer una historia completa del nacimiento de la tragedia
del mismo modo que en cualquiera otra cuestión. Consideraremos sólo el
desarrollo más antiguo del género en lo que afecta al contenido ideológico de
la tragedia. Podemos entrar en la consideración de una creación tan rica en
facetas desde los más distintos puntos de vista. Trataremos sólo de estimarla
como objetivación espiritual de la nueva forma de hombres que se desarrolló en
aquel tiempo y de la fuerza educadora que irradia de aquella realización
imperecedera del espíritu griego. La masa de las obras conservadas de los
trágicos griegos es tan considerable que hemos de considerarla a una distancia
adecuada si no queremos consagrarle un libro entero. Algo parecido ocurre con
la epopeya y con Platón. Una consideración de este género es, sin duda, necesaria
si tenemos en cuenta que es la más alta manifestación de una humanidad para la
cual la religión, el arte y la filosofía forman una unidad inseparable. Esta
unidad es una fortuna incomparable para quien se dedica al estudio de las
manifestaciones de aquella época y es lo que da superioridad a un estudio de
este género sobre cualquier historia de la filosofía, de la religión o de la
literatura. Las épocas en que la historia de la cultura y de la educación humana
se ha movido totalmente o de un modo preponderante por los caminos separados de
estas formas espirituales, son necesariamente unilaterales, por muy profundas
que sean las razones históricas de aquella unilateralidad. Parece como si la
poesía, que por primera vez entre los griegos ha alcanzado la difícil elevación
de su rango espiritual y de su destino, hubiera querido manifestarse en toda la
prodigiosa plenitud de su riqueza y de su fuerza, antes de abandonar la tierra
y retornar al Olimpo.
La tragedia
ática vive un siglo entero de indiscutible hegemonía que coincide cronológica y
espiritualmente con el del crecimiento, grandeza y declinación del poder
secular del estado ático. Corno refleja la comedia, en él alcanzó la tragedia
la mayor grandeza de su fuerza popular. Su señorío contribuyó a la amplitud de
su resonancia en el mundo griego y a la gran difusión del idioma ático en el
Imperio ateniense. Y, finalmente, cooperó en la descomposición moral y
espiritual que, según el certero juicio de Tucídides. hundió al estado del
mismo modo que le había otorgado fuerza y cohesión interna en el periodo de su
alta culminación. Si consideramos la tragedia griega en su desarrollo artístico
de Esquilo hasta Sófocles y Eurípides desde un punto de vista puramente
estético, nuestro juicio acerca de ellos sería completamente diferente. Pero desde
el punto de vista de la historia de la formación humana, en (231) el sentido más
profundo de la palabra, es evidente que su proceder aparece así, como lo
refleja de un modo patente sin pensar para nada en la posteridad este espejo de
la conciencia pública que es la comedia contemporánea. Los contemporáneos no
consideraron nunca la naturaleza y la influencia de la tragedia desde un punto
de vista exclusivamente artístico. Era hasta tal punto su soberana que la hacían
responsable del espíritu de la comunidad. Y aunque como historiadores debemos
pensar que los grandes poetas no eran sólo los creadores, sino también los
representantes de aquel espíritu, esto no altera en nada la responsabilidad de
su función rectora que el pueblo helénico consideró como mayor y más grave que
la de los caudillos políticos que se sucedieron en el gobierno constitucional.
Sólo desde este punto de vista es posible comprender la intervención del estado
platónico en la libertad de la creación poética, tan inexplicable e insostenible
para el pensamiento liberal. Sin embargo, este sentido de la responsabilidad de
la poesía trágica no puede haber sido el originario, si pensamos que en tiempo
de Pisístrato se consideraba a la poesía sólo como un objeto de goce. Aparece
por primera vez en la tragedia de Esquilo. Aristófanes conjura a su sombra en
el infierno como el único medio para recordar a la poesía su verdadera misión
en el estado de su tiempo, exento de una censura análoga a la que reclama
Platón.
Desde que el
estado organizó las representaciones en las fiestas dionisiacas, la tragedia se
hizo cada día más popular. Los festivales dramáticos de Atenas constituían el
ideal de un teatro nacional, del tipo del que en vano se esforzaron por
instaurar los poetas y directores de escena alemanes de nuestra época clásica.
Verdad es que la conexión entre el contenido del drama y el culto del dios para
cuya glorificación se representaba era pequeña. El mito de Dionisos entró pocas
veces en la Orchestra, como ocurrió en la Licurgia de Esquilo, que
representa la leyenda homérica del crimen del rey tracio Licurgo contra el dios
Dionisos, y en la historia de Penteo en Las bacantes de Eurípides. El
impulso dionisiaco convenía mejor a los dramas cómicos, satíricos y burlescos,
que persistían al lado de la tragedia como manifestación de la antigua forma de
las representaciones dionisiacas y que el pueblo siguió exigiendo tras la
trilogía trágica. Pero el éxtasis de los actores en la tragedia era
verdaderamente dionisiaco. Era el elemento de acción sugestiva que se ejercía
sobre los espectadores para que compartieran como realidad vivida el dolor
humano que se representaba en la Orchestra. Esto se aplica, sobre todo, a los
ciudadanos que formaban el coro, que se ejercitaban el año entero para compenetrarse
íntimamente con el papel que iban a representar. El coro fue la alta escuela de
la antigua Grecia mucho antes de que hubiera maestros que enseñaran la poesía.
Y su acción debió de ser mucho más profunda que la de la enseñanza puramente
intelectual. No en vano la institución de la didascalia (232) coral conserva en su nombre el recuerdo de la escuela y la
enseñanza. Por su solemnidad y rareza, por la participación del estado y de
todos los ciudadanos, por la gravedad y el celo con que se preparaban y la
atención sostenida durante el año entero al nuevo "Coro", como se
decía, que el poeta mismo preparaba para el gran día, y por el número de poetas
que concurrían al concurso para la obtención del premio, alcanzaron aquellas
representaciones el punto culminante en la vida del estado. En la actitud
espiritual, alta y solemne, con que se reunían los ciudadanos a las primeras horas
de la mañana para honrar a Dionisos, se entregaban ahora con el espíritu entero
y con gozosa aceptación a las impresiones que les ofrecían las graves
representaciones del nuevo arte. No hallaba el poeta en los bancos dispuestos
en torno al lugar de las danzas a un público literario y estragado, sino a un
público apto para sentir la psicagogía de su imperio, a un pueblo entero dispuesto
a conmoverse en un momento como jamás lo hubieran podido lograr los rapsodas
con los cantos de Homero. El poeta trágico alcanzó verdadera importancia
política. Y el estado pudo darse cuenta de ello cuando un viejo contemporáneo
de Esquilo, Frínico, al representar en una tragedia un desastre contemporáneo
—la toma de Mileto por los persas—, del cual los atenienses sentían la
responsabilidad, arrancó las lágrimas del pueblo.
No menor era el
influjo de los dramas míticos, puesto que la fuerza de esta poesía no deriva de
su referencia a la realidad ordinaria. Sacudía la tranquila y confortable
comodidad de la existencia ordinaria mediante una fantasía poética de una
osadía y una elevación desconocidas, que alcanzaba su más alta culminación y
su dinamismo supremo con el éxtasis ditirámbico de los coros apoyados en el
ritmo de la danza y la música. El consciente alejamiento del lenguaje cotidiano
elevaba al oyente sobre sí mismo, creaba un mundo de una verdad más alta. En
este lenguaje, los hombres eran llamados "mortales" y "criaturas
de un día", no sólo por una estilización convencional. Palabras e
imágenes se hallaban animadas por el aliento de una nueva religión heroica.
"¡Oh, tú, el primero de los griegos, que has levantado las palabras a la
altura de la más alta nobleza!": así evoca a la sombra de Esquilo un
poeta de una generación posterior. La "resonancia" solemne y trágica
apareció al sentir ordinario como la expresión más adecuada de la grandeza del
alma de Esquilo. Sólo el poderoso aliento de este lenguaje es capaz de
compensar para nosotros en algún modo la pérdida de la música y del movimiento
rítmico. Otro elemento era la magnificencia del espectáculo que sería vana
curiosidad tratar de reconstruir. Su recuerdo puede intentar a lo sumo libertar
al lector moderno de la imagen del teatro cerrado, completamente contraria al
estilo de la tragedia griega. Basta recordar la máscara trágica, tan frecuente
en el arte griego, para darse cuenta de esta diferencia. En ella se hace
visible la (233) diferencia esencial de la
tragedia griega y cualquier otro arte dramático posterior. Su distancia de la
realidad ordinaria era tan grande que la fina sensibilidad de los griegos halló
en la trasposición y parodia de sus palabras a las situaciones de la vida
cotidiana una fuente inagotable de efectos cómicos. Todo en el drama se realiza
en una esfera de la más alta elevación y ante espectadores henchidos de piedad
religiosa.
El efecto
poderoso e inmediato que ejercía la tragedia sobre el espíritu y los sentimientos
de los oyentes se revela al mismo tiempo en éstos como irradiación de la íntima
fuerza dramática que impregna y anima el todo. La concentración de todo un
destino humano en el breve e impresionante curso de los acaecimientos que se
desarrollan en el drama ante los ojos y los oídos de los espectadores, representa,
en relación con la epopeya, un enorme aumento del efecto instantáneo que se
produce en la experiencia vital de las personas que escuchan. La culminación
del acaecimiento en un momento crítico del destino tuvo, desde el origen, su
fundamento en la vivida experiencia del éxtasis dionisiaco. No así en la
epopeya, donde el cantor narra el suceso por el interés que en sí mismo ofrece
y no llega hasta su última fase a la comprensión total de lo trágico, como lo
muestran la Ilíada y la Odisea. La tragedia más antigua nace,
como recuerda su nombre, de las fiestas dionisiacas de los machos cabríos.
Bastó para ello que un poeta viera la fecundidad artística del entusiasmo
ditirámbico, tal como lo hallamos en la concentración del mito de la antigua
lírica coral siciliana, y fuera capaz de traducirla en una representación
escénica y transportar los sentimientos del poeta al yo ajeno del actor. Así el
coro, de narrador lírico, se convirtió en actor y, por tanto, en el sujeto de
los sufrimientos que hasta ahora sólo había compartido y acompañado con sus
propias emociones. Por tanto, era ajena a la esencia de esta forma más antigua
de la tragedia toda representación detallada y mímica de las acciones ordinarias
de la vida. El coro era completamente inadecuado para ello. Sólo podía aspirar
a convertirse en el instrumento más perfecto posible de la emoción lírica que
incorpora a la escena y expresa mediante el canto y la danza. El poeta sólo
podía utilizar las posibilidades limitadas de esta forma de expresión mediante
la introduccción de múltiples y bruscos cambios en el destino, obtenidos
mediante una amplia y múltiple gama de contrastes en la expresión lírica del
coro. Así lo vemos en la pieza más antigua de Esquilo, Las suplicantes. en
la cual el coro de las danaides es todavía el único verdadero actor. En ella se
ve por qué era necesario añadir al coro un locutor. Su función consistía en
revelar, mediante sus explicaciones y su conducta, los cambios de la situación
y los movimientos de subida y bajada de la emoción dramática que motivaba el
coro. Así experimentaba el coro los tránsitos profundamente emocionales de la
alegría al dolor y del dolor a la alegría. La danza es la expresión (234) de su júbilo, de sus esperanzas, de su gratitud.
El dolor y la duda brotan de la plegaria, que servía ya a la reflexión
individual de la antigua lírica para expresar las emociones más íntimas.
Ya en esta
tragedia más antigua, que no era acción, sino pura pasión, sirvió la fuerza de
la sympatheia, suscitando la participación sentimental de los oyentes
mediante los lamentos del coro, para dirigir la atención hacia el destino que,
enviado por los dioses, producía aquellas conmociones en la vida de los
hombres. Sin este problema de la tyché o de la moira, que había
traído a la conciencia de aquellos tiempos la lírica de los jonios, jamás se
hubiera producido una verdadera tragedia a partir de los antiquísimos
"ditirambos con contenido mítico". Recientemente se han descubierto
algunos ejemplos de aquellos ditirambos puramente líricos que no hacen sino
elaborar en forma de pura emoción espiritual algunos momentos dramáticos de las
sagas. De ellos a Esquilo media un paso de gigante. Naturalmente, es esencial
al desarrollo de la tragedia la importancia que va tomando el locutor. A
consecuencia de ella el coro va dejando de ser un fin en sí mismo, el locutor
comparte con él la acción y acaba por ser quien principalmente la realiza y la
mantiene. Pero este perfeccionamiento de la técnica era tan sólo el medio para
que la acción, que se refería en primer término al sufrimiento humano, se
convirtiera en la más plena y perfecta expresión de la más alta idea de la
fuerza divina.
Sólo mediante
la introducción de esta idea deviene la nueva representación verdaderamente
"trágica". Sería inútil tratar de buscar una definición precisa y
universalmente válida de ella. Los poetas más antiguos no nos ofrecen, por lo
menos, nada que nos permita formularla. El concepto de lo trágico aparece sólo
después de la fijación de la tragedia como un género. Si nos preguntamos qué es
lo trágico en la tragedia, hallaremos que en cada uno de los grandes trágicos
habría que dar una respuesta diferente. Una definición general sólo podría
provocar confusiones. Sólo es posible dar una respuesta a esta pregunta
mediante la historia espiritual del género. La representación obvia y vivaz
del sufrimiento en los éxtasis del coro, manifestados mediante el canto y la
danza y que por la introducción de múltiples locutores se convertía en la
representación acabada del curso de un destino humano, encarnaba del modo más
vivo el problema religioso, desde largo tiempo candente, el misterio del dolor
humano considerado como un envío de los dioses. La participación sentimental
en el desencadenamiento del destino, que Solón comparaba ya con una tormenta,
exigía la más alta fuerza espiritual para resistirla y suscitar contra el miedo
y la compasión, que eran sus efectos psicológicos inmediatos, la fe en el
sentido último de la existencia. El efecto religioso específico de la
experiencia del destino humano, que despierta Esquilo en los espectadores
mediante la representación de su tragedias, es lo específicamente trágico de
su arte.
(235)
Si
queremos comprender el verdadero sentido de la tragedia de Esquilo es preciso
que dejemos aparte los conceptos modernos sobre la esencia de lo dramático y de
lo trágico y la consideremos tan sólo desde este punto de vista.
La
representación del mito en la tragedia no tiene un sentido meramente sensible,
sino radical. No se limita sólo a la dramatización exterior, que convierte la
narración en una acción compartida, sino que penetra en lo espiritual, en lo
más profundo de la persona. Las leyendas tradicionales son concebidas desde el punto
de vista de las más íntimas convicciones de la actualidad. Los sucesores de
Esquilo, y especialmente Eurípides, fueron más allá, hasta convertir finalmente
la tragedia mítica en una representación de la vida cotidiana. El germen de
esta evolución se halla ya en el comienzo, cuando Esquilo nos presenta las
figuras de los cantos heroicos, que no eran con frecuencia más que puros
nombres destacados por sus acciones sobre un fondo vacío, de acuerdo con la
idea que se formaba de ellos. Así el rey Pelasgo de Las suplicantes es
un hombre de estado moderno, cuyas acciones se hallan determinadas por la
asamblea del pueblo y que apela a ella cuando lo pide la gravedad y la urgencia
de las decisiones. El Zeus del Prometeo encadenado es la figura del
moderno tirano, tal como lo concibe la época de Harmodio y Aristogitón. Incluso
el Agamemnón de Esquilo se conduce de un modo completamente distinto del de
Homero. Es hijo auténtico de la época de la religión y la ética deificas,
constantemente perturbado por el miedo a incurrir en la hybris, como
vencedor, en la plenitud de la fuerza y de la dicha. Se halla perfectamente
penetrado de la creencia de Solón según la cual la saciedad conduce a la hybris
y la hybris a la ruina. También es perfectamente solónica la idea de
que no le es posible escapar a la até. Prometeo es concebido como el
primer consejero caído del joven tirano, celoso y desconfiado, que le debe la
consolidación de su nuevo dominio conseguido por la fuerza y no quiere ya
compartirlo con él, desde el momento en que Prometeo quiere aplicarlo a la
realización de sus planes secretos de salvación de la humanidad dolorida. En
la figura de Prometeo se mezcla el político con el sofista, como lo demuestra
la repetida designación del héroe mediante esta palabra todavía honorable. También
el Palamedes del drama perdido es designado como sofista. Ambos enumeran con
orgullo las artes que han descubierto para servir a los hombres. Prometeo se
halla provisto de los más nuevos conocimientos geográficos relativos a países
lejanos y desconocidos. En tiempo de Esquilo esto era algo raro y misterioso
que exaltaba la fantasía de los oyentes. Pero las largas enumeraciones de
países, ríos y pueblos que hallamos en el Prometeo encadenado y el libertado
no constituyen sólo un adorno poético. Caracterizan al mismo tiempo la
omnisciencia del héroe.
Con esto nos hallamos en condiciones de examinar
la estructura (236)
de los discursos del drama, que conducen a las mismas conclusiones que el
análisis de los personajes. Como hemos visto, los discursos geográficos del
sofista Prometeo se hallan destinados a la caracterización de la figura del
personaje. Del mismo modo, los sabios consejos del viejo Océano al dolorido
amigo, para mover a compasión el poderío de Zeus, proceden, en gran parte, de
la antigua sabiduría formulada en las sentencias. En los siete contra Tebas oímos
a un general moderno dando órdenes a su ejército. El proceso de Orestes,
asesino de su madre, ante el Areópago, que nos ofrecen Las euménides, podría
servir como una fuente histórica de la mayor importancia para llegar al
conocimiento del derecho ático relativo a los crímenes de sangre. Se halla
conducido de acuerdo con las ideas de la época. Los himnos para la prosperidad
de Atenas, en la procesión final, se desarrollan de acuerdo con el modelo de la
liturgia del estado en los servicios divinos y las plegarias públicas. Ni la
épica posterior ni la lírica llegaron a este grado en la modernización del
mito, aunque los poetas modificaron bastante la tradición de las sagas para
adecuarlas a sus designios. No introdujo Esquilo modificaciones inútiles en el
curso de los relatos míticos. Pero al dar forma plástica a lo que no era más
que un nombre debió infundir en el mito la idea que daba forma a su estructura
interna.
Lo dicho sobre
los personajes y los discursos vale también, a grandes rasgos, para la
construcción de la tragedia entera. Aquí como allá la configuración procede de
la concepción de la existencia esencial al poeta y que éste descubre en su
asunto. Esto parece acaso una banalidad, pero, en realidad, no lo es. Ninguna
poesía antes de la tragedia ha utilizado simplemente el mito para la expresión
de una idea ni ha escogido los mitos de acuerdo con sus propios designios. No
todo fragmento de los cantos heroicos podía ser dramatizado y convertido en
una tragedia. Dice Aristóteles que, con el progresivo desarrollo de la forma
trágica, sólo unos pocos asuntos del gran reino de la epopeya atrajeron la
atención de los poetas, pero éstos fueron reelaborados por casi todos los
poetas.[5]
Los mitos de Edipo, de la real casa de Tebas o del destino de los Atridas —Aristóteles
menciona todavía algunos más— llevaban, por su propia naturaleza, implícito el
germen de futuras elaboraciones, eran tragedias en potencia. La epopeya narraba
las sagas por sí mismas. Y aun cuando las etapas más recientes de la Ilíada se
hallan presididas por una idea que domina todo, su dominio no se extiende por
igual a las distintas partes de la epopeya. En la lírica, aun cuando escoge un
asunto mítico, se acentúa siempre su aspecto puramente lírico. Por primera vez
el drama convierte en principio informador de su construcción entera la idea
del destino humano, con todos sus inevitables ascensos y descensos, con todas
sus peripecias y catástrofes.
(237) Welcker fue el
primero en descubrir que Esquilo, por lo general, no componía tragedias
aisladas, sino trilogías. Cuando más tarde fue abandonada esta forma de
composición se siguieron representando, sin embargo, tres piezas de un mismo
autor. No sabemos si el número de tres piezas provenía de la forma normal,
originaria de la trilogía, o si Esquilo hizo de la necesidad virtud y dispuso
así los tres dramas que el estado exigía en torno a un tema único. En todo caso
resulta evidente el íntimo fundamento que exigía la gran composición
trilógica. Uno de los más difíciles problemas de las creencias de Solón, que
el poeta compartía, era la herencia de las maldiciones familiares de los
padres a los hijos, y aun con frecuencia, de los culpables a los inocentes.
Así, en la Orestiada y en los dramas de las familias reales de los
Argivos y de los Tebanos, trata el poeta de seguir este destino a través de
varias generaciones y de desarrollarlo en la unidad de una trilogía. También
era aplicable este procedimiento donde el destino de un mismo héroe se
desarrollaba en una serie de etapas, como en el Prometeo encadenado,
libertado y portador de la antorcha.
La trilogía es
el punto de partida más adecuado para llegar a la comprensión del arte de
Esquilo, puesto que en ella se muestra claramente que no se trata de una
persona, sino de un destino cuyo portador no ha de ser necesariamente una
persona individual, sino que puede ser también una familia entera. El problema
del drama de Esquilo no es el hombre. El hombre es el portador del destino. El
problema es el destino. Desde el primer verso se halla la atmósfera cargada de
tempestad, bajo la opresión del demonio que gravita sobre la casa entera. Entre
todos los autores dramáticos de la literatura universal, Esquilo es el más
grande maestro de la exposición trágica. En Las suplicantes, Los persas, Los
siete contra Tebas y Agamemnón, el lector se halla, de pronto, ante
la maldición del destino suspendida en el aire, que amenaza con su fuerza
irresistible. Los verdaderos actores no son los hombres, sino las fuerzas sobrehumanas.
A veces, como en el pasaje final de la Orestiada, toman la acción de las
manos de los hombres y la conducen hasta el fin. Pero, en todo caso, se hallan,
por lo menos, presentes en forma invisible y su presencia se advierte del modo
más claro. No es posible reprimir la idea de compararla con las esculturas del
frontispicio de Olimpia, de origen trágico evidente. También allí se hallaba la
divinidad en la altura de su poder, en el centro de las luchas de los hombres,
y lo gobierna todo con su voluntad.
La mano del
poeta se muestra, precisamente, en la constante introducción de Dios y el
Destino. Nada parecido hallamos en el mito. Cuanto ocurre en la tragedia se
halla bajo la preocupación predominante del problema de la teodicea, tal como
lo desarrolla en sus poemas Solón a partir de la epopeya más reciente. Lucha
constantemente su espíritu para sondear los ocultos fundamentos del gobierno (238) divino. Un problema esencial era para Solón el
de la conexión causal entre la desventura y la culpa del hombre. En sus
grandes elegías, que se ocupan de este problema, aparecen por primera vez las
ideas que impregnan las tragedias de Esquilo.[6]
En la concepción de la epopeya, la ceguera, la até, comprende en unidad la
causalidad divina y humana en relación con el infortunio: los errores que
conducen al hombre a su ruina son efecto de una fuerza demoníaca que nadie
puede resistir. Ella es la que mueve a Helena a abandonar a su marido y su casa
y a huir con Paris, la que endurece el corazón de Aquiles frente a la
diputación del ejército que le ofrece explicaciones para reparar su honor
ultrajado y a las advertencias de su anciano maestro. El desarrollo de la
autoconciencia humana se realiza en el sentido de la progresiva
autodeterminación del conocimiento y de la voluntad frente a los poderes que
vienen de lo alto. De ahí la participación del hombre en su propio destino y su
responsabilidad frente a él.
Ya en la parte
más moderna de la epopeya homérica, en el primer canto de la Odisea, trata
el poeta de delimitar la participación de lo divino y lo humano en la desdicha
humana y declara que el gobierno divino del mundo se halla libre de culpa en
las desdichas que ocurren al hombre por obrar contra los dictados del mejor juicio.
Solón profundizó esta idea mediante su grandiosa fe en la justicia. Es para él
la "justicia" aquel principio divino inmanente en el mundo cuya
violación debe vengarse necesariamente y con independencia de toda justicia humana.
Desde el momento en que el hombre adquiere plena conciencia de esto, participa,
en una gran medida, en la responsabilidad de su desdicha. En la misma medida
aumenta la elevación moral de la divinidad que se convierte en guardadora de
la justicia que gobierna el mundo. Pero, ¿qué hombre puede conocer realmente
los designios de Dios? En algún caso puede creer haber alcanzado su fundamento.
¡Pero con qué frecuencia la divinidad da buenos éxitos a los insensatos y a los
malos y permite que fracasen los esfuerzos de los justos, aunque se hallen
orientados por las mejores ideas y designios! La presencia de esta
"desdicha imprevisible" en el mundo es indiscutible. Es el resto
irreductible de aquella antigua até de que habla Homero y que mantiene
su verdad al lado del reconocimiento de la propia culpa. Se halla en íntima
conexión con la experiencia humana que los mortales denominan buena fortuna,
puesto que ésta se torna fácilmente en el más profundo dolor, desde el momento
en que los hombres se dejan seducir por la hybris. El peligro demoníaco
se halla en la insaciabilidad del apetito que siempre desea doble de lo que
tiene por mucho que esto sea. Así, la felicidad y la fortuna no permanecen
largo tiempo en manos de su usufructuario. Su eterno cambio reside en su propia
naturaleza. La convicción solónica de un orden divino del (239) mundo halla en esta
dolorosa verdad su más fuerte fundamento. El mismo Esquilo sería inconcebible
sin esta convicción que es, para él, mejor que un conocimiento, una fe.
El drama Los
persas muestra del modo más simple cómo la tragedia de Esquilo brota de
aquella raíz. Es digno de notarse que no pertenece a ninguna trilogía. Esto
tiene para nosotros la ventaja de permitirnos ver el desarrollo de la tragedia
en el espacio más angosto de una unidad cerrada. Pero Los persas constituye
un ejemplo único por la falta del elemento mítico. El poeta elabora en forma de
tragedia un suceso histórico que ha vivido personalmente. Esto nos da la
ocasión de ver qué es lo esencialmente trágico en un asunto cualquiera, Los
persas es algo completamente distinto de una "historia
dramatizada". No es, en el sentido corriente de la palabra, una pieza
patriótica escrita con la borrachera de la victoria. Penetrado de la más
profunda sofrosyne y del conocimiento de los límites humanos da
testimonio Esquilo al pueblo de los vencedores, que constituye su devoto
auditorio, del emocionante espectáculo histórico de la hybris de los
persas y de la tisis divina que aplasta el orgulloso poderío de los
enemigos. La historia se eleva a mito trágico, porque tiene grandeza y porque
la catástrofe humana revela del modo más evidente el gobierno divino.
Algunos se han
maravillado ingenuamente de que los poetas griegos no hayan elaborado con más
frecuencia "asuntos históricos". La razón de ello es sencilla. La
mayoría de los acaecimientos históricos no reúnen las condiciones que requiere
la tragedia griega. Los persas muestra cuán poca atención presta el
poeta a la realidad dramática externa del acaecimiento. Todo se reduce al
efecto del destino sobre el alma del que lo experimenta. En este respecto
Esquilo se sitúa ante la historia como ante el mito. Incluso la experiencia del
dolor no interesa por sí misma. Precisamente en este sentido constituye Los
persas el tipo originario de la tragedia de Esquilo en la forma más simple
conocida por el poeta. El dolor lleva consigo la fuerza del conocimiento. Esto
pertenece a la sabiduría popular primitiva. La epopeya no lo utiliza como
motivo poético dominante. En Esquilo adquiere una forma más profunda y se sitúa
en el centro. Existe un grado intermedio en el "conócete a ti mismo"
del dios deifico, que exige el conocimiento de los límites de lo humano, como
lo enseña Píndaro con devota piedad apolínea y constantemente. También para
Esquilo es esta idea esencial y se destaca con especial fuerza en Los
persas. Pero esto no agota su concepto del fronei=n, el conocimiento trágico adquirido por la fuerza del
dolor. En Los persas da a este conocimiento su propia encarnación. Tal
es el sentido del conjuro de la muerte del anciano y sabio rey Darío, cuya
herencia disipó Jerjes con vana soberbia. La sombra venerable de Darío
profetiza que los montones de cadáveres de los campos de batalla de Grecia
servirán de aviso a las generaciones futuras de que (240) el orgullo no aprovecha jamás a los mortales.[7]
"Pues cuando la hybris se abre trae como fruto la ceguera, cuya
cosecha es rica en lágrimas. Y cuando veis tal recompensa a semejantes
acciones, pensad en Atenas y en Hélade; no sea permitido que, despreciando los
dones del demonio que posee, apetezca otros y sepulte su gran dicha. Zeus
amenaza con la venganza a la soberbia desmesurada y orgullosa y exige estrictas
cuentas."
Renace aquí la
idea de Solón de que precisamente aquel que posee mucho codicia obtener el
doble. Pero lo que en Solón es sólo reflexión intelectual sobre la
insaciabilidad del apetito humano, se convierte en Esquilo en el pathos de
la experiencia, de la seducción demoníaca y de la ceguera humana, que conduce
irremediablemente al abismo. La divinidad es sagrada y justa y su orden eterno,
inviolable. Pero halla para lo "trágico" del hombre, que por su
ceguera incurre en castigo, los acentos más conmovedores. Y en el comienzo de Los
persas, donde el coro canta con orgullo la magnificencia y el poder del
ejército de los persas, se levanta la imagen siniestra de la até.
"¿Pero qué
mortal puede escapar. . . al astuto engaño de la diosa? ... Le habla primero
amistosamente; después lo coge en sus redes Até, de las cuales no es posible
escapar." Y "se desgarra ante el miedo su corazón ensombrecido".[8]
De las redes de até, de las cuales no es posible salir, se habla también
al final del Prometeo. Hermes, el enviado de los dioses, advierte a las
Oceánidas que sólo ellas serán culpables si, por su actitud compasiva y de
consuelo hacia el reprobado de los dioses, que no tardará en ser precipitado
al abismo, consciente y voluntariamente, se arrojan a la perdición.[9]
En Los siete contra Tebas ofrece el coro, en sus lamentaciones por los
hermanos enemigos que han caído en la maldición de su padre Edipo y hallado
ambos la muerte en una lucha cuerpo a cuerpo a las puertas de la ciudad, una
visión espantosa: "Pero al fin, las maldiciones divinas entonaron el claro
canto de la victoria, cuando la raza entera fue arrojada al exterminio. El
monumento conmemorativo de la victoria de Até se yergue ante la puerta donde
fueron derribados y el demonio del destino halló el reposo cuando los hubo
vencido." [10]
La idea del
destino en Esquilo es algo distinto de la institución de un ejemplo. Así se
desprende de las monstruosas imágenes que la acción de até despierta en
su fantasía. Ningún poeta antes que él ha experimentado y expresado la esencia
de lo demoníaco con tanta fuerza y vivacidad. Aun la fe más inquebrantable en
la fuerza ética del conocimiento debe convenir en que la até sigue
siendo siempre la até. lo mismo si, como dice Homero, mueve sus pies
sobre la cabeza de los hombres, que si, como enseña Eralito, el propio ethos
(241) del hombre es su demonio.[11]
Lo que denominamos carácter no es esencial para la tragedia de Esquilo. La idea
del destino, propia de Esquilo, se halla en su totalidad comprendida en la
tensión entre su creencia en la inviolable justicia del orden del mundo y la
emoción que resulta de la crueldad demoníaca y la perfidia de até, por
la cual el hombre se ve conducido a conculcar este orden y al sacrificio
necesario para restablecerlo. Solón parte del principio de que la injusticia es
la pleonexia social, investiga dónde se halla su castigo y halla su
enseñanza confirmada. Esquilo parte de la experiencia emocionante de la tyché
en la vida del hombre; pero por su íntima convicción, en busca de razón
suficiente, llega siempre a la creencia en la justicia de la divinidad. No
hemos de olvidar este cambio en el acento, en la convicción concordante de
Esquilo y Solón, si queremos comprender cómo la misma creencia se manifiesta en
el uno de un modo tan reposado y reflexivo y en el otro de un modo tan
dramático y conmovedor.
La tensión
problemática del pensamiento de Esquilo aparece con más fuerza en otras
tragedias que en Los persas, donde la idea del castigo divino de la hybris
humana se manifiesta de un modo bastante sencillo y sin perturbación. Por
lo que podemos apreciar, aparece del modo más claro en las grandes trilogías.
No ocurre así en el fragmento más antiguo que poseemos, Las suplicantes, que
es el primer drama de una trilogía de la cual se han perdido las otras dos
piezas. Donde mejor puede verse es en la Orestiada, que se conserva
entera, y aun en la trilogía labdácida, de la cual afortunadamente tenemos la
pieza final, Los siete contra Tebas.
En la Orestiada
llega a su culminación no sólo la función del lenguaje y el arte
constructivo del poeta, sino también la tensión y el vigor del problema moral y
religioso. Y parece increíble que esta obra, la más poderosa y varonil que
conoce la historia, haya sido escrita en la vejez y poco tiempo antes de la
muerte. Es incuestionable la imposibilidad de separar la primera pieza de las
otras dos que la siguen. En rigor, es una enormidad considerarla aparte; por no
decir nada de Las euménides, que sólo puede ser comprendida como un
gigantesco final de la trilogía. El Agamemnón no es más autónomo que Las
suplicantes. Constituye sólo un estadio para la segunda pieza. La maldición
familiar que pesa sobre la casa de los Atridas no constituye por sí misma el
objeto de la representación. Si fuera así constituiría una trilogía de dramas
coordinados, cada uno de los cuales representaría el destino de una generación.
Así Orestes se hallaría en tercer lugar y Agamemnón en medio. En
realidad, no es así. La primera pieza crea sólo las condiciones indispensables
para llegar al centro de la tragedia. En el centro de ésta se hallan, como
única antinomia trágica, la culpa involuntaria e inevitable de Orestes por
haber obedecido al mandato de Apolo de perpetrar (242)
la venganza de sangre contra su propia madre. Y la pieza final consiste, en su
totalidad, en la solución de este nudo, insoluble para la capacidad humana,
mediante un milagro de la gracia divina, que, con la absolución del culpable,
suprime a la vez la institución de la venganza de la sangre, terrible residuo
del antiguo estado familiar, y establece el nuevo estado legal como el único
guardador del derecho.
La culpa de
Orestes no se funda en modo alguno en su carácter, ni la intención del poeta se
dirige a éste como a tal. Es simplemente el hijo desventurado obligado por la
venganza de la sangre. En el momento en que entra en la virilidad le espera la
maldición siniestra que lo ha de llevar a la perdición antes que haya empezado
a gozar de la vida. El dios de Delfos le impulsa con renovado empeño sin que
nada pueda desviarlo de aquel fin ineluctable. Así, no es nada como portador
del destino que le espera. Ninguna obra revela de un modo tan perfecto el
problema que preocupa a Esquilo. Representa el conflicto entre las fuerzas
divinas que tratan de mantener la justicia. El hombre viviente es sólo el lugar
en que chocan con fuerza exterminadora. Y aun la absolución final del asesino
de su madre pierde importancia ante la general reconciliación entre los antiguos
y los nuevos dioses en lucha, y los cantos de gloria que acompañan, con la
resonancia jubilosa de su música sagrada, a la fundación del nuevo orden
jurídico del estado y la conversión de las Erinias en Euménides.
La idea de
Solón de que los hijos deben expiar las penas por sus padres culpables crea, en
Los siete contra Tebas, final de la trilogía relativa a los reyes
tebanos, un drama que sobrepasa en fuerza trágica a la Orestiada no
sólo por el fratricidio con que termina, sino también en otros aspectos. Los
hermanos Etéocles y Polinices caen víctimas de la maldición que pesa sobre la
raza de los labdácidas. Esquilo la funda en las culpas de los antepasados. Sin
este trasfondo hubiera sido totalmente imposible para su sentimiento religioso
un acaecimiento como el que se representa en el drama. Pero lo que se
representa en Los siete no es el cumplimiento despiadado del castigo
divino exigido por la moralidad piadosa. Toda la fuerza de la tragedia se
halla en el hecho de que la inexorable causalidad de la antigua culpa arrastra
a la ruina a un hombre que hubiera merecido otro destino por su alta virtud
como señor y como héroe y que suscita nuestra simpatía desde el primer
instante. Polinices es sólo una sombra. Etéocles, en cambio, el guardador de
la ciudad, se dibuja con la mayor precisión. La areté personal y el destino
sobrepersonal llegan aquí a su más alta tensión. En este sentido la pieza
ofrece el mayor contraste con Los persas y su lógica puramente
lapidaria sobre el crimen y el castigo. Parece como si la culpa de los
antepasados en tercer grado no fuera un ancla bastante fuerte para sostener el
enorme peso del sufrimiento. Crece la significación (243)
de la conclusión conciliatoria de Las euménides si hemos sentido
con plenitud el final irreconciliable de Los siete.
La osadía de
este drama se halla precisamente en la antinomia que encierra. Al lado de la
validez absoluta de la justicia más alta, cuyo poder no es posible juzgar en el
sentir del poeta por los sufrimientos del individuo, sino por su referencia a
la totalidad, se halla el espectador ante la impresión humana de la acción
ineluctable del demonio que conduce su obra hasta su duro fin y abrasa a un
héroe como Etéocles que lo desafía en actitud grandiosa. La gran novedad es
aquí la conciencia trágica con que Esquilo conduce al último vástago de la
estirpe a una muerte segura. Mediante ello crea una figura que revela su más
alta areté sólo en una situación trágica. Etéocles caerá, pero antes de
su muerte salva a su patria de la conquista y la esclavitud. Por encima del
doloroso mensaje de su muerte es preciso no olvidar el júbilo de la liberación.
Así, de la lucha constante de Esquilo con el problema del destino surge aquí el
conocimiento liberador de una grandeza trágica que levanta al hombre dolorido
aun en el instante de su aniquilación. Al sacrificar su vida consagrada por el
destino a la salvación del todo, se reconcilia aun con aquellos para quienes, a
pesar del espíritu piadoso, aparece sin sentido la ruina de la auténtica areté.
Los siete
contra Tebas hace época frente a las tragedias de tipo antiguo como Los persas o
Las suplicantes. Por primera vez en ella, entre las piezas conservadas,
aparece un héroe en el centro de la acción. El coro no posee ya un sello
individual como el de las Danaides en Las suplicantes. Introduce sólo el
elemento tradicional del lamento y el terror trágico que forman la atmósfera de
la tragedia. Está constituido solamente por mujeres y niños presas de pánico en
el seno de la ciudad sitiada. Sobre el fondo del terror femenino se levanta la
figura del héroe mediante la grave y superior fuerza de su conducta viril. La
tragedia griega es más bien expresión de un sufrimiento que de una acción. Así
Etéocles sufre mientras actúa también hasta su último aliento.
También en el Prometeo
se halla en el centro una figura individual que domina no sólo un drama,
sino la trilogía entera. Sólo podemos formar juicio de ella por la única pieza
que nos ha sido trasmitida. El Prometeo es la tragedia del genio.
Etéocles cae como un héroe, pero ni su señorío ni su valor guerrero son la
fuente de su tragedia, ni mucho menos su carácter. Lo trágico viene de fuera.
Los sufrimientos y las faltas de Prometeo tienen su origen en él mismo, en su
naturaleza y en sus acciones. "Voluntariamente, sí, voluntariamente he
faltado; no lo niego. Ayudando a los otros he creado mi tormento."[12]
El Prometeo pertenece, pues, a un tipo completamente distinto de la
mayoría de los dramas que se han conservado. Sin embargo, su tragedia no es
personal en el sentido de lo individual; (244)
es simplemente la tragedia de la creación espiritual. Este Prometeo es
el libre fruto del alma de poeta de Esquilo. Para Hesíodo fue simplemente el
malhechor castigado por el crimen de haber robado el fuego de Zeus. En este
hecho descubrió Esquilo, con la fuerza de una fantasía que no es posible que
los siglos honren y admiren nunca de un modo suficiente, el germen de un
símbolo humano imperecedero: Prometeo es el que trae la luz a la humanidad
doliente. El fuego, esta fuerza divina, se convierte en el símbolo sensible de
la cultura. Prometeo es el espíritu creador de la cultura, que penetra y conoce
el mundo, que lo pone al servicio de su voluntad mediante la organización de
sus fuerzas de acuerdo con sus propios fines, que revela sus tesoros y
establece la vida débil y oscilante del hombre sobre bases seguras. El
mensajero de los dioses y su esbirro, que lo clava en la roca, se dirigen
irónicamente a Prometeo, demonio titán, llamándole sofista maestro de la
invención. Esquilo toma los colores, para pintar el ethos de su héroe
espiritual, de la teoría sobre el origen de la cultura de los pensadores jónicos
con su conciencia de un ascenso triunfal, en un todo opuesto a la resignada
teoría de los campesinos de Hesíodo, con sus cinco edades del mundo y su
progresiva ruina. Se halla impulsado por el vuelo de su fantasía creadora y de
su fuerza inventiva y animado por el amor misericordioso hacia el hombre
doliente.
En el Prometeo
el dolor se convierte en el signo específico del género humano. Aquella
creación de un día trajo la irradiación de la cultura a la existencia oscura de
los hombres de las cavernas. Si necesitamos todavía una prueba de que este dios
encadenado a la roca en escarnio casi de sus acciones encarna para Esquilo el
destino de la humanidad, la hallaremos en el sufrimiento que comparte con ella
y multiplica los dolores humanos en su propia agonía. No es posible que nadie
diga hasta qué punto el poeta llegó a la plena conciencia de su simbolismo. La
personalidad individual, característica de las figuras míticas de la tragedia
griega y que las hace aparecer como hombres que realmente han vivido, no
aparece de un modo tan claro en el Prometeo. Todos los siglos han visto
en ella la representación de la humanidad. Todos se han sentido encadenados a
la roca y participado con frecuencia en el grito de su odio impotente. Aunque
Esquilo lo ha tomado ante todo como una figura dramática, la concepción
fundamental del robo del fuego lleva consigo una idea filosófica de tal
profundidad y grandiosidad humana, que el espíritu humano no la podría agotar
jamás. Estaba reservado al genio griego la creación de este símbolo del
heroísmo doloroso y militante de toda creación humana, como la más alta
expresión de la tragedia de su propia naturaleza. Sólo el Ecce Homo, que
con su dolor por los pecados del mundo surge de un espíritu completamente
distinto, ha conseguido crear un nuevo símbolo de la humanidad de validez
eterna, sin quitar nada a la verdad del anterior. No en vano (245) ha sido siempre el Prometeo la pieza
preferida por los poetas y los filósofos de todos los pueblos entre las obras
de la tragedia griega y lo seguirá siendo en tanto que una chispa del fuego
prometeico arda en el espíritu humano.
La grandeza
permanente de esta creación de Esquilo no se halla en los misterios teogónicos,
que por las amenazas abiertas u ocultas de Prometeo parece que debieran
revelarse en la segunda parte perdida de la trilogía, sino en la heroica
osadía espiritual de Prometeo, cuyo momento trágico más fecundo se halla sin
duda alguna en el Prometeo encadenado. Cierto es que el Prometeo
libertado debiera completar aquella imagen; pero no lo es menos la
imposibilidad en que nos hallamos de descubrir algo preciso acerca de él. No es
posible decir si el Zeus del mito, que aparece en el drama que poseemos como
un déspota violento, se trasformaba allí en el Zeus de la fe de Esquilo que
ensalzan las plegarias del Agamemnón y de Las suplicantes como
la eterna Sabiduría y Justicia, ni en qué forma lo hace. Sería interesante
saber cómo ha visto el poeta mismo la figura de su Prometeo. Evidentemente, su
falta no consiste en el robo del fuego, considerada como un delito contra la
propiedad de los dioses, sino que de acuerdo con el sentido espiritual y
simbólico que tiene este hecho para Esquilo, debe hallarse en relación con
alguna trágica y profunda imperfección del beneficio que ha prestado a la humanidad
con su maravilloso don.
La ilustración
de todos los tiempos ha soñado con la victoria del conocimiento y el arte
contra las fuerzas internas y externas enemigas del hombre. Esquilo no analiza
esta fe en el Prometeo. Ensalza sólo el héroe los beneficios que ha
aportado a la humanidad participando con su ayuda a su esfuerzo para pasar de
la noche a la luz mediante el progreso y la civilización; y somos testigos de
la admiración del coro de las Oceánidas ante su fuerza creadora y divina,
aunque no se halle de acuerdo con su acción. Para llevar la alabanza del
descubrimiento de Prometeo por la salvación de los hombres hasta el punto de
arrastrarnos a compartir su fe, es preciso que el poeta se haya entregado con
amor al alto vuelo de aquellas esperanzas y a la grandeza del genio prometeico.
Pero no considera el destino de los escultores de hombres y de los creadores de
cultura bajo la radiación del éxito terreno. La seguridad y la obstinación del
espíritu creador no conoce límites, repite el coro. Prometeo se ha separado
de sus hermanos, los titanes, ha visto que su causa es desesperada porque sólo
reconocen la fuerza bruta y sólo el ingenio espiritual gobierna el mundo (así
concibe Prometeo la superioridad del nuevo orden olímpico del mundo sobre los
titanes precipitados en el Tártaro). Sin embargo, por su amor desmedido que
quiere levantar violentamente a la humanidad doliente más allá de los límites
que le ha prescrito el soberano del mundo, y por la orgullosa impetuosidad de su
fuerza creadora, sigue siendo un titán. Es más. aunque (246) en un plano superior, su espíritu es más titánico
que el de sus toscos hermanos. Éstos (los titanes), en un fragmento del
comienzo del Prometeo libertado, libre ya de sus cadenas y reconciliado
con Zeus, se acercan al lugar de sus sufrimientos, donde ha soportado un
martirio más espantoso que el que jamás ellos hayan conocido. Una vez más es
tan imposible desconocer el simbolismo como llevarlo a su fin, puesto que nos
falta la continuación. La única indicación que poseemos es la piadosa
resignación del coro[13]
en el Prometeo encadenado: "Me estremezco al verte desgarrado por
mil tormentos. Sin temblar ante Zeus, te esfuerzas con toda tu alma al servicio
de la humanidad, Prometeo. Pero, ¡qué inclemente contigo es la clemencia
misma, oh, amigo! Habla ¿dónde está tu defensa? ¿Dónde la clemencia de los
mortales? ¿Has visto la raquítica y fantasmagórica impotencia que mantiene
encadenado al ciego linaje humano? Jamás los designios de los mortales traspasarán
las órdenes preestablecidas por Zeus."
Así la tragedia
del titánico creador de cultura conduce al coro, en las siguientes palabras: [14]
"Así he aprendido a reconocer tu destino aniquilador, ¡oh,
Prometeo!" Este pasaje es de la mayor importancia para comprender la
concepción de Esquilo sobre la acción de la tragedia. Lo que el coro dice de sí
mismo, lo experimenta el espectador por su propia experiencia, y es necesario
que así sea. Esta fusión del coro y los espectadores representa una nueva etapa
en el desarrollo del arte coral de Esquilo. En Las suplicantes, el coro
de las Danaides es todavía el verdadero actor. No hay otro héroe. Que ésta es
la esencia originaria del coro fue expresado por primera vez con clara decisión
por Friedrich Nietzsche en su obra de juventud El origen de la tragedia, genial
aunque mezclada de elementos incompatibles. Pero no podemos generalizar este
descubrimiento. Cuando un hombre individual se convirtió en el portador del
destino, hubo de cambiar la función del coro. Se convirtió gradualmente en el
"espectador ideal", por mucho que se intentara hacerlo participar en
la acción. El hecho de que la tragedia griega tenga un coro que objetiva en la
orquesta con sus cantos de simpatía las experiencias trágicas de la acción, constituye
una de las raíces más poderosas de su fuerza educadora. El coro del Prometeo
es todo miedo y compasión y encarna la acción de la tragedia de un modo tal
que Aristóteles no hubiera podido hallar mejor modelo para su célebre
definición de esta acción. Aunque el coro se funde con los sufrimientos de
Prometeo hasta un tal grado de unidad que al final de la tragedia, a pesar de
las advertencias divinas, con compasión infinita se precipita al abismo, se
purifica en aquel canto coral en que se eleva del sentimiento a la reflexión,
del afecto trágico (247) al conocimiento
trágico. Con esto llega al más
alto término a que la tragedia aspira a conducir.
Cuando el coro
de Prometeo dice que sólo se llega al más alto conocimiento por el
camino del dolor, alcanzamos el fundamento originario de la religión trágica
de Esquilo. Todas sus obras se fundan en esta gran unidad espiritual. La línea
de su desarrollo se retrae del Prometeo a Los persas, donde la
sombra de Darío proclama este conocimiento, y a las plegarias dolorosas y
reflexivas de Las suplicantes, donde las Danaides se esfuerzan por
comprender los inextricables designios de Zeus, y avanza a la Orestiada, donde
en la solemne plegaria del coro en Agamemnón la fe personal del poeta
halla su más sublime expresión.[15]
La conmovedora intimidad de esta fe, que lucha denodadamente con la bendición
del dolor, expresa con fuerza grandiosa una voluntad reformadora llena de
profundidad y de aliento. Es profética, y aun más que profética. Con su
"Zeus, quienquiera que sea", se sitúa en actitud de adoración ante la
última puerta tras la cual se oculta el eterno misterio del ser, el dios cuya
esencia sólo puede ser presentida mediante el sufrimiento que promueve su
acción. "Él ha abierto el camino al conocimiento de los mortales, mediante
esta ley: por el dolor a la sabiduría. En lugar del sueño brota en el corazón
la pena que recuerda la culpa. Contra su voluntad sobreviene así al espíritu la
salvación. Sólo así alcanzamos el favor de los dioses que gobiernan con violencia
desde su santo trono." Sólo en este conocimiento halla reposo el corazón
del poeta trágico y se libra "del peso de la duda que le atormenta".
Para ello se sirve del mito que se transforma en puro símbolo, al celebrar el
triunfo de Zeus sobre el mundo originario de los titanes y su fuerza
provocadora que se opone a la hybris. A pesar de todas las violaciones,
siempre renovadas, el orden vence al caos. Tal es el sentido del dolor, aun
cuando no lo comprendamos.
Así experimenta
el corazón piadoso, mediante la fuerza del dolor, el esplendor del triunfo
divino. Sólo puede, en verdad, reconocerlo quien como el águila en el aire es
capaz de participar con el corazón entero en el grito de victoria con que todo
lo que alienta ensalza al Zeus vencedor. Tal es el sentido de la "armonía
de Zeus", en el Prometeo, que los deseos y los pensamientos
humanos no podrán nunca sobrepasar, y a la cual, en último término, tendrá
también que someterse la creación titánica de la cultura humana. Desde este
punto de vista alcanza su pleno sentido la imagen del cosmos estatal que
aparece al final de la Orestiada, escrita al fin de la vida del poeta:
en él deben reconciliarse todas las oposiciones, y descansa a su vez sobre el
cosmos eterno. Enclavado en este orden, también el "hombre trágico"
que creó el arte de la tragedia desarrolla su oculta armonía con el ser, y se
levanta por su capacidad de sufrimiento y su fuerza vital a un más alto rango
de humanidad.
[1] 1 aristófanes,
Ranas, 886.
[2] 2 aristóteles,
Et. nic., Γ 2,
1111 a 10: cf. Anonym. comm. in Eth. Nic., p. 145. heylbut, Clemens Strom., \\, 60,
3.
[3] 3 Escolio, Pers., 429.
[4] 4 tucídides,i,
74.
[5] 5 aristóteles,
Poét., 13, 1453 a 19.
[6] 6 SOLÓN,
frag. 1 Diehl (ver supra, p. 144).
[7] 7 Los persas, 819.
[8] 8 Los persas, 93.
[9] 9 Prom., 1071. Cf. Solons Eunomie, Sitz.
Berl. Akad., 1926, p. 75.
[10] 10 Los siete contra Tebas, 952.
[11] 11 Ilíada, Τ 83; heráclito, frag. 119.
[12] 12 Prom., 266.
[13] 13 Prom., 539.
[14] 14 Prom., 553.
[15] 15 Agamemnón, 160.
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