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ENTRE LOS escritores del círculo socrático —si dejamos a un lado el genio de
Platón, que descollaba por encima de todo y cuya obra literaria fue conservada
por su escuela— sólo un hombre aislado del grupo, Jenofonte, ha llegado a
nosotros a través de numerosos escritos. En cambio, los discípulos como
Antístenes, Esquines y Aristipo, preocupados solamente por imitar las diatribas
morales de su maestro, apenas representan para nosotros más que meros nombres.
Y esto no es una simple jugada del azar. Por la variedad de sus intereses, por
su forma de exposición y por lo vital de su personalidad, atractiva aun en lo
que tiene de limitado, Jenofonte ha sido siempre un favorito del público
lector. El clasicismo de la baja Antigüedad le consideraba con razón como uno
de los representantes característicos de la charis ateniense.[1]
Aunque no se le lea directamente, como se hace hasta hoy en nuestras escuelas,
por la transparente sencillez de su lenguaje, viendo en él el primer prosista
griego; aunque se le juzgue simplemente a través de la lectura de los grandes
autores de su siglo, de un Tucídides, un Platón o un Demóstenes, se tiene la
sensación de que era la encarnación más pura de su tiempo. Y muchas cosas que
podrían parecemos hoy espiritualmente triviales a pesar del encanto de su
forma, toman un aspecto distinto.
Pero ni siquiera
un Jenofonte puede, a pesar de su carácter burgués tan bien cimentado y de su
claridad, ser considerado sencillamente como la expresión típica de su época.
También él era un hombre aparte, con un destino peculiar, fruto consecuente de
su modo interior de ser, a la par que de su actitud ante el mundo circundante.
Jenofonte, que había nacido en uno de los demos atenienses, el mismo de
que descendía Isócrates, pasó por las mismas desdichadas experiencias que éste
y Platón en la última década de la guerra del Peloponeso, que fue la época en
que se hizo hombre. Se sintió atraído por Sócrates, como tantos jóvenes de su
generación, y aun cuando no llegó a contarse entre sus discípulos en sentido
estricto, fue tan profunda la impresión que aquel hombre dejó en él, que a su vuelta
del servicio militar en el ejército de Ciro elevó al querido maestro, en sus
obras, más de un monumento perdurable. No fue Sócrates, sin embargo, quien
selló el destino de su vida, sino su ardiente inclinación a la guerra y a la
aventura, que le empujó al círculo mágico 952 de
que era centro la figura romántica de aquel príncipe rebelde de los persas,
llevándole a enrolarse bajo las banderas de su ejército de mercenarios griegos.[2] Esta actuación,
que él nos relata en el más brillante de sus libros, la Anábasis o
Expedición de Ciro, le puso en contacto muy sospechoso con las influencias
políticas de Esparta.[3]
y hubo de pagar las inapreciables experiencias militares, etnográficas y
geográficas adquiridas durante su campaña asiática con el extrañamiento de su
ciudad natal.[4] En su
Anábasis nos habla de la finca campestre de Escilo, situada en la
región agraria de Elis, en el noroeste del Peloponeso. que los espartanos le
regalaron y donde encontró su segunda patria.[5]
Disfrutó allí de algunas décadas tranquilas, consagradas a la vida rústica, al
cuidado de su finca y a los ocios literarios. Ea afición a las variadas
actividades del agricultor es, con el recuerdo de Sócrates y la inclinación a
todo lo histórico y militar, una de las características principales de la
personalidad de Jenofonte y también uno de los rasgos más importantes de su
obra de escritor. La amarga experiencia política de su democracia natal le
empujaba interiormente a tomar contacto con Esparta y a trabar un conocimiento
más estrecho con los hombres dirigentes y las situaciones internas de este
estado, que por aquel entonces ejercía un imperio casi ilimitado sobre Grecia;
fue esto lo que le impulsó a su estudio sobre el estado de los lacedemonios y a
su panegírico de Agesilao. Al mismo tiempo, extendió en su Historia de
Grecia el horizonte de su interés político a toda la historia de su tiempo
y recogió en la Ciropedia sus impresiones persas. Jenofonte permaneció
alejado de la patria durante las décadas del nuevo auge ateniense bajo la
segunda liga marítima; no fue llamado de nuevo a su ciudad hasta la época de la
decadencia de esta liga, la última gran creación política de Atenas, época en
que procuró contribuir con algunos pequeños escritos de carácter práctico a la
obra de reconstrucción del ejército y la economía. Poco después del fin de la
guerra de la confederación (355), se pierden las huellas de nuestro escritor.
Tenía a la sazón más de setenta años y lo más probable es que no sobreviviese a
aquella época. Su vida abarca, pues, sobre poco más o menos, el mismo periodo
que la de Platón.
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Jenofonte
figura, como indican las vicisitudes de su accidentada vida, entre los hombres
que ya no podían sentirse encuadrados dentro del orden tradicional de su polis,
sino que iban alejándose interiormente de él a través de los
acontecimientos por ellos vividos. El exilio, que sin duda no había esperado,
hizo que este abismo fuese, en un principio, infranqueable. Abandonó Atenas en
el momento en que la confusión interior y la hecatombe exterior del imperio subsiguientes
a las guerras perdidas empujaban a la juventud a la desesperación. Tomó en sus
manos la dirección de su propia vida. Al redactar su escrito de defensa de
Sócrates, que ahora figura como el libro primero a la cabeza de sus Memorables,
escritas mucho más tarde —probablemente con motivo de la polémica literaria
provocada a fines de la década del noventa por el libelo difamatorio del
sofista Polícrates contra Sócrates y los socráticos—,[6]
su incorporación al círculo de los defensores de Sócrates obedecía a una razón
más bien política: al deseo de demostrar desde el destierro que Sócrates no
debía ser identificado con las tendencias de un Alcibíades o de un Critias,[7]
que la competencia de las escuelas nuevas por aquel entonces pretendía
atribuirle como discípulos suyos, para desacreditar de este modo, como
sospechoso de espíritu antidemocrático, cuanto tuviese alguna relación con
Sócrates.[8]
A esto no se habían atrevido siquiera los acusadores del maestro, en su
proceso. También para Jenofonte era peligroso verse clasificado de una vez
para siempre en esta categoría, suponiendo que abrigase el propósito de
retornar algún día a su patria.[9]
Este escrito, en el que debe verse una especie de manifiesto independiente
contra la acusación política de Sócrates por Polícrates, permite llegar
realmente a la conclusión de que su autor, en el momento de redactarlo, seguía
pensando aún en el retorno a Atenas.[10]
La posterior incorporación de este folleto, actual en su tiempo, a la extensa
obra de las Memorables,[11] puede
ponerse así en relación con una situación paralela: con la época en que Jenofonte
es llamado de nuevo a su patria en la década del cincuenta del siglo IV, pues ahora aquel
escrito cobraba nueva actualidad, como prueba del estado permanente de espíritu
de su autor ante su ciudad patria. Al rendir un homenaje a la absoluta lealtad
política de Sócrates, 954 Jenofonte atestiguaba
también su propia lealtad política a la democracia ateniense, que muchos ponían
en tela de juicio.[12]
Una gran parte
de sus actividades como escritor se condensa en la década del cincuenta.[13]
Indudablemente, el retorno a su ciudad patria sirvió de nuevo de incentivo a su
productividad. Es lo más probable que fuese entonces cuando diese cima a su Historia
de Grecia, que termina con la batalla de Mantinea (362) y en la que
intenta esclarecer a posteriori la bancarrota del sistema espartano, tan
admirado por él.[14]
También su obra sobre el estado de los lacedemonios corresponde al periodo
posterior al derrumbamiento de la hegemonía espartana, como indica la
consideración final de esta obra sobre Esparta en el pasado y en el presente.[15]
La alianza entre Atenas y Esparta desde comienzos de la década del sesenta
vuelve a acercarle a Atenas, que por fin le llama a su seno. En la quinta
década del siglo IV, al derrumbarse
también Atenas y deshacerse la segunda liga marítima, el infortunio nacional
provoca una nueva intensidad educativa en las obras posteriores de Platón y de
Isócrates, en las Leyes, el Areopagítico y el Discurso sobre
la paz.[16] Jenofonte
aporta a este movimiento, con cuyas ideas se siente vinculado interiormente,
sus Memorables y otros escritos de menor extensión.[17]
Entre sus últimas 955 obras, nacidas después de
la vuelta del destierro, figuran con toda seguridad su escrito sobre los
deberes de un buen caudillo de caballería, el Hipparchicus, en el que
se hace referencia expresa a las necesidades de Atenas, la obra sobre el
caballo y el jinete, relacionada con la anterior[18]
y el folleto de política económica sobre las rentas, suponiendo que sea
auténtico, como hoy parece admitirse de un modo casi general.[19]
En este periodo parece que debiera situarse también, preferentemente, su
escrito sobre la caza, consagrado por entero al problema de la paideia real,
puesto que se manifiesta con violencia contra la cultura puramente retórica y
sofística.[20] Es
una obra que encaja con dificultad en la quietud campestre e idílica de Escilo,
donde ha pretendido encuadrarse por razón de su contenido. La experiencia que
en ella se pone a contribución se remonta, naturalmente, a aquella época. Pero
la obra a que nos referimos corresponde ya a la vida y a las actividades
literarias de Atenas.
A través de toda
la obra de Jenofonte como escritor resalta de un modo más o menos acusado el
rasgo educativo consciente. No es sólo un tributo rendido por el autor a su
época, sino una manifestación espontánea de su propia naturaleza. Hasta en el
relato aventurero de su participación en la retirada de los diez mil griegos
se contiene mucho que es directamente instructivo. Se trata de enseñar al
lector cómo se debe hablar y actuar en ciertas situaciones de la vida. Al igual
que los griegos en una situación extremadamente angustiosa, cercados por
amenazadoras tribus bárbaras y ejércitos enemigos, el lector debe aprender a
descubrir y desarrollar la areté dentro de sí mismo. Se destaca
abiertamente lo que hay de ejemplar en muchas figuras y acciones, sin hablar
de los conocimientos y capacidades materiales que se abren paso audazmente,
sobre todo en el terreno militar. Sin embargo, el lector se siente más
impresionado que por la tendencia conscientemente educativa de la obra, por la
emoción vivida de las peripecias del autor y de sus camaradas en una situación
como aquélla, angustiosa y desesperada, aun para soldados impávidos y fogueados
en la guerra. Nada más lejos del modo de Jenofonte que la actitud de simple
espectador ante la propia valentía y la propia pericia.
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Éstas le ganan
nuestras simpatías, sobre todo teniendo en cuenta que un episodio como aquél,
en que diez mil griegos, abriéndose paso por sus propios medios desde las
tierras del Eufrates hasta las costas del Mar Negro, entre combates y peligros
sin cuento y consiguiendo salvarse después de perder a sus oficiales, es el
único rayo de luz que brilla en medio del panorama sombrío y desesperado de la
historia griega de aquel tiempo.
Lo que más
profundamente conmueve al lector no es el modo como Jenofonte pretende influir
sobre él, sino la impresión perdurable que deja en su espíritu el mundo de los
pueblos extraños. Esta impresión se refleja en cada página y, sobre todo, en su
pintura imparcial de los nobles persas y de sus virtudes varoniles, cuyo
sentido y significación para Jenofonte se revelan con toda claridad cuando se
las proyecta sobre el fondo idealizante de la Ciropedia. Es cierto que
esta nota no domina todo el cuadro, sino que se combina con la repulsión tan
profunda que suscita en el autor la felonía de aquellos representantes degenerados
del régimen persa imperante, con quienes tenían que tratar los griegos. Pero no
habría sido necesario el testimonio de su Oikonómikos, en que nos
asegura que si el joven Ciro hubiese vivido más tiempo habría llegado a ser un
monarca tan grande como su famoso antecesor,[21]
para hacernos comprender con qué ojos debemos considerar el retrato que de él
traza en la Anábasis.[22] Es
un retrato pintado por la mano de un admirador entusiasta, que no sólo deplora
la trágica suerte heroica del hijo del rey caído en la lucha, sino que ve
brillantemente reencarnada en él la areté de los antiguos persas. Al
final de la Ciropedia, Jenofonte atribuye las causas de la decadencia
del poder de los persas a la relajada moral reinante en la corte de Artajerjes
Mnemón, aquel mismo rey a quien su hermano Ciro intentó derrocar del trono.[23]
Si la sublevación hubiese triunfado, Ciro habría traído un renacimiento de los
antiguos ideales persas, aliados a las mejores fuerzas del helenismo[24]
y tal vez la historia del mundo habría tomado otro rumbo. La imagen que
Jenofonte traza de la personalidad de Ciro en la Anábasis, después de
relatar su heroica muerte en la batalla de Cunaxa, es un paradigma perfecto de
la más alta kalokagathía.[25] Es
un modelo que debe estimular a la imitación y demuestra a los griegos que la
verdadera virtud varonil y la nobleza en el modo de pensar y de obrar no
constituyen un privilegio de la raza griega como tal. Aunque en Jenofonte se
trasluzca constantemente el orgullo nacional y la fe en la superioridad de la
cultura y el talento griegos, está muy lejos de pensar que la verdadera areté
sea un regalo de los dioses depositado 957
en la cuna de cualquier filisteo helénico. En su pintura de los mejores persas
se destaca por todas partes la impresión que despertara en él su trato con los
representantes más destacados de aquella nación: la impresión de que la
auténtica kalokagathía constituye siempre, en el mundo entero, algo muy
raro, la flor suprema de la forma y la cultura humanas, que sólo se da de un
modo completo en las criaturas más nobles de una raza.
La mentalidad
griega del siglo iv, llevada por su tendencia majestuosa, aunque con
frecuencia poco real ya, a exigir que todos los seres humanos participasen por
igual de la areté, reconociéndoles al mismo tiempo plena igualdad de
derechos civiles, se hallaba ante el peligro de perder de vista aquella verdad.
De modo indudable. Jenofonte veía confirmado constantemente por la experiencia
el hecho de que el griego medio era superior al bárbaro medio, por su
capacidad de iniciativa y su sentido de la propia responsabilidad. La grandeza
de los persas estriba, sin embargo, en haber sabido crear una selección de una
cultura y una formación humana gigantescas. Este hecho no podía pasar desapercibido
para la mirada imparcial del griego, sobre todo si se tiene en cuenta que los
pensadores griegos de aquella época, un Platón y un Isócrates, en sus teorías
sobre la educación y la cultura, presentaban con toda claridad el problema de
la selección como el problema cardinal de toda cultura. El contacto con una
raza extraña y con su estilo de vida, fue, pues, para Jenofonte la revelación
de las premisas tácitas de toda cultura superior, desconocidas con harta
frecuencia por los educadores idealistas. Aquellos persas nobles tenían también
su paideia o algo análogo a ella,[26]
y por tenerla se mostraban tan sensibles para las supremas realizaciones del
helenismo.[27] En
la imagen de Ciro trazada por Jenofonte aparecen íntimamente asociados la
helenofilia y la alta areté persa. Ciro es el Alejandro de los persas,
que sólo difiere 958 del de Macedonia por su tyché. La
lanza que lo traspasó podía haber derribado también a Alejandro.[28]
A no ser por esta lanzada, la historia del helenismo habría comenzado con Ciro
y habría tomado distinto rumbo.[29]
La Anábasis de Jenofonte pasó a ser, sin embargo, el libro que,
manteniendo vivo en el recuerdo de los griegos del siglo IV la retirada de
los diez mil, alentaba en ellos la conciencia de que todo jefe griego capaz
podía conseguir lo que habría llegado a realizar aquel cuerpo de mercenarios
griegos bajo el mando de Ciro, si éste no hubiese sido muerto. Desde entonces,
los griegos supusieron que el reino de los persas estaba a su merced. Jenofonte
convenció de esto a todos los pensadores de su tiempo, como Isócrates,
Aristóteles y Demóstenes.[30]
La Anábasis ponía en primer plano, al mismo tiempo, y planteaba por
primera vez como un problema, la posibilidad de una fecundación de la cultura
persa-oriental por la griega, al señalar la paideia del príncipe persa
como factor de política cultural.[31]
La cultura
griega, por su contenido espiritual y por su forma, aporta a cualquier otra élite
lo que ésta no posee por sí misma, pero con ello la ayuda precisamente a
desarrollarse. Para Jenofonte, Ciro no es un representante degenerado de la
cultura a la moda griega, sino el tipo más puro y más excelente del persa.[32]
Este punto de vista armoniza bastante bien con el de Sócrates, cuando dice que
muchos griegos no participaban para nada en la paideia helénica y que,
en cambio, los mejores representantes de otras naciones se hallaban, en muchos
aspectos, dominados por ella.[33]
La posibilidad y las condiciones de una influencia de la cultura griega por
encima de los linderos de la propia raza fueron atisbadas, aunque no claramente
percibidas, por estos griegos. Comprendieron que el camino consistía en
articular la cultura helénica con lo mejor que hubiese en lo peculiar de cada
pueblo. Esto hace que Jenofonte adquiera la conciencia de que el pueblo
caballeresco de los persas, "enemigo jurado" de los griegos, presenta
959 en cuanto a la estructura de su paideia de
la nobleza una gran afinidad con la alta estima en que los antiguos helenos
tenían la kalokagathía. Además, el paralelo repercute sobre un ideal
griego y hace que los rasgos de la aristocracia persa se fundan en su
imagen de la areté helénica. De otro modo, no habría podido surgir un
libro como la Ciropedia, que presenta a los griegos el ideal de la
verdadera virtud de un monarca, encarnado en la persona de un rey persa.
Esta obra, en
cuyo título figura la palabra paideia, es decepcionante desde nuestro
punto de vista, en el sentido de que sólo en su comienzo trata realmente de la
"educación de Ciro".[34]
No estamos ante una novela cultural de la Antigüedad, sino ante una biografía
completa, aunque fuertemente novelada, del rey que fundó el imperio persa.
Esta obra es, sin embargo, paideia, pues su designio instructivo se
trasluce claramente en cada página. Ciro es el prototipo del monarca que, tanto
por las cualidades de su carácter como por su conducta certera, va
conquistando y consolidando paso a paso su posición de poder.[35]
El solo hecho de que los griegos del siglo IV pudieran entusiasmarse con semejante
figura demuestra cómo habían cambiado los tiempos, y una prueba todavía más
elocuente de ello es el hecho de que el autor de esta obra fuese un ateniense.
Entramos en la era de la educación de los príncipes. El relato de los hechos y
del ascenso de un monarca famoso en la historia era uno de los caminos
conducentes a este fin. Platón e Isócrates lo persiguen por otros derroteros:
uno, a través de su disciplina dialéctica; otro, mediante una recopilación de
máximas y reflexiones en torno a los deberes del príncipe.[36]
A Jenofonte le interesa, en cambio, destacar las virtudes de su héroe como
soldado. Virtudes que ilumina tanto en el aspecto moral como en el aspecto
técnico-militar, adornándolas con rasgos sacados de la propia experiencia del
autor. El soldado es en el fondo, para Jenofonte, el verdadero hombre, vigoroso
y lozano, valiente y firme, disciplinado no 960
sólo en la lucha contra los elementos y contra el enemigo, sino también contra
sí mismo y sus propias flaquezas. Es el único hombre libre e independiente, en
medio de un mundo en que no existe un estado bien cimentado ni un régimen de
seguridad civil. El ideal jenofóntico del soldado no es el del caudillo
arrogante que se vuelve frívolamente de espaldas a la ley y a la tradición y
resuelve todas las dificultades con la espada en la mano. Su Ciro es al propio
tiempo el prototipo de la justicia y su poder descansa sobre el amor de sus
amigos y la confianza de sus pueblos.[37]
El guerrero de Jenofonte es el hombre que confía lisa y llanamente en Dios. En
su obra sobre los deberes del caudillo de caballería hay un pasaje en que dice
que si algún lector se asombra de que todos sus actos comiencen "con
Dios", es que nunca se ha visto obligado a vivir en constante peligro.[38]
Pero, además, la misión del soldado es, para él, la alta escuela del hombre
verdaderamente noble. La unión del guerrero y el monarca en la persona de Ciro
le parece una idea absolutamente natural.[39]
La educación de
los persas llama la atención de Jenofonte precisamente porque ve en ella esta
alta escuela de virtud y de nobleza, cuyo relato entreteje con la biografía de
su héroe. Lo más probable es que Sócrates no fue el primero que encauzó su
preocupación hacia este problema, pues hacía ya largo tiempo que los círculos
de la ''sociedad" de Atenas y de diversos sitios se hallaban vivamente
interesados por el régimen político y la educación de otros pueblos.[40]
Jenofonte aportaba acerca de Persia nuevas noticias recogidas directamente por
él a través de la experiencia o del conocimiento; tal vez hasta entonces no se
habría iluminado jamás con luz viva este aspecto de la vida persa.
961
No quiere esto
decir que sus datos acerca de ello fuesen tampoco muy detallados. Considera, sin
embargo, la educación persa superior a la de los griegos.[41]
Al emitir este juicio, ve la educación griega a través de la imagen que de
ella traza Platón. El único estado donde existe una preocupación pública por
la juventud es Esparta, que Jenofonte no menciona en esta obra y cuya situación
no podía equiparar a la de Grecia.[42]
Aquí, cada individuo cría a sus hijos como se le antoja. Ya adultos, la ley los
toma de la mano y les impone sus preceptos. Peto su educación los hace poco
aptos para responder a esa obediencia ante la ley de que los estados griegos se
sienten tan orgullosos y a la que llaman justicia. Los persas, en cambio,
inician su acción tutelar en edad temprana e instruyen a la infancia en la
justicia, del mismo modo que los padres griegos enseñan a sus hijos a
deletrear.[43]
La sede de su
educación es la "plaza libre" delante del palacio real, rodeada
también de los otros edificios públicos. De este lugar se hallan desterrados
el comercio y la granjería, para que su tráfago no se mezcle con la "eucosmía
de la gente culta".[44]
El contraste con lo que sucedía en Atenas y en Grecia es patente. Aquí, la
plaza y los aledaños de los edificios públicos veíanse cercados de puestos
comerciales y llenos del trajín ruidoso y agitado de los negocios.[45]
Esta localización hace que la paideia de los persas se sienta, desde el
primer momento, fuertemente vinculada a la comunidad e incluso situada en el
centro de la estructura política. Los directores de la educación de la infancia
salen de las filas de los viejos, seleccionados como los más aptos para esta
función, mientras que los educadores de los jóvenes capaces de empuñar las
armas, de los "efebos", son representantes distinguidos de los
hombres de edad madura.[46]
Los muchachos tienen, como en Grecia los adultos, una especie de tribunal ante
el que pueden ventilar sus demandas y sus querellas, contra los rateros, los
ladrones y los autores de actos de violencia, de fraude o de injurias.[47]
Los autores de un desafuero son castigados disciplinariamente, pero también
quienes acusen a inocentes. Jenofonte destaca como nota peculiar de los persas
el grave castigo con que sancionan la ingratitud. Ésta es considerada como la
raíz de todo impudor y, por tanto, de todo mal.[48]
Esto nos recuerda la importancia que Platón e Isócrates atribuían en la educación
de la juventud y en el aseguramiento de todo régimen social al aidos, al
sentimiento del honor y del pudor.[49]
Para Jenofonte el verdadero 962 principio de
toda educación entre los persas es el ejemplo.
El ejemplo enseña a los jóvenes a acatar sumisamente el supremo precepto,
la obediencia, pues ve cómo los mayores cumplen continua y puntualmente el
mismo deber.[50]
El régimen de
vida de los muchachos es el más sencillo que puede imaginarse. Traen de su casa
a la escuela un trozo de pan y una ensalada, así como un cacharro para recoger
agua y beber, y comen todos juntos, bajo la vigilancia del maestro. Este
sistema de educación llega hasta los 16 o 17 años; a esa edad, el joven
ingresa en el cuerpo de los efebos, en que permanece durante diez años. Jenofonte
tributa grandes elogios al deber de servir en el ejército desde temprana edad,
pues la edad juvenil requiere cuidados especialmente atentos. El servicio
militar es la escuela de la disciplina. Las unidades armadas se hallan
constantemente a disposición de las autoridades y dan guardia al rey en sus
excursiones periódicas de caza. Estas cacerías se celebran varias veces al mes.[51]
La alta estimación en que se tiene el noble ejercicio de la caza constituye,
según Jenofonte, un signo de salud del sistema persa. Nuestro autor ensalza
las virtudes de esta práctica, en que el hombre se endurece, y las concibe, lo
mismo aquí que en su obra sobre el estado de los lacedemonios y en el Cinegético,
como uno de los elementos esenciales de toda buena paideia.[52] A
este cuadro de la cultura persa, formado por el cuidado de la justicia y el
desarrollo del hombre en la guerra y en la caza, añade Jenofonte, en el Oikonómikos,
como tercer factor, el cuidado de la agricultura.[53]
El sistema social aparece dividido en las cuatro clases de edad: los muchachos,
los efebos, los hombres y los ancianos. Sólo ingresan en la clase de los efebos
los muchachos cuyos padres disponen de recursos para enviar a sus hijos a esta
escuela de kalokagathía, en vez de ponerlos a trabajar, y los únicos
que alcanzan el rango de adultos (τέλειοι) y luego la dignidad de ancianos (γεραίτεροι) son los efebos
que coronan su tiempo completo de servicio.[54]
Estas cuatro categorías forman la élite del pueblo persa, sobre la que
descansa todo el sistema político del estado, pues a través de ellas gobierna
el rey al país. Todo esto tenía que antojársele muy extraño al público griego,
exceptuando tal vez al de Esparta, que encontraría sin duda ciertos rasgos
afines al sistema persa en las instituciones de su propio estado.[55]
Al lector moderno esto 963 le recordará las
escuelas de cadetes de los estados militares del tipo del antiguo estado
prusiano, llamadas a suministrar su material humano al ejército y a formar a
sus pupilos a tono con ello desde la edad infantil. Y el paralelo no deja de
tener su justificación, si se tiene en cuenta que la base social de ambos
sistemas era la misma. Era una base de tipo feudal, y aunque Jenofonte entienda
que el linaje es sustituido aquí por la norma de la independencia financiera
de los padres del niño que se trata de educar,[56]
lo más probable es que esta categoría coincidiese en lo esencial con la nobleza
terrateniente del estado persa.
Las tendencias
aristocrático-guerreras de Jenofonte, que dentro de Grecia encuentran su
paralelo más cercano en Esparta, se trazan un segundo modelo en este cuadro
peculiar de la educación persa. Cabe preguntarse si la idea en que se basa la Ciropedia
era puramente teórica o si estaba en el ánimo de su autor abogar prácticamente
por la difusión y la realización de este ideal. Aunque Jenofonte fuese
historiador, no es probable que adoptase, en aquella época, una actitud
puramente histórica ante problemas como éstos. No puede uno menos que pensar
que esta obra fue concebida por su autor en un momento en que Esparta se
hallaba todavía en la cúspide de su poder y que un escritor refugiado como
Jenofonte, que propendía interiormente hacia el sistema espartano, se proponía
con ella estimular en los círculos cultos de su pueblo, a la luz del ejemplar
gemelo persa, la comprensión para el auténtico espíritu de un estado guerrero.
No es otra, en efecto, la finalidad que persigue con su obra sobre el estado
espartano. Sin embargo, la consideración final con que el autor cierra ambas
obras nos obliga a desechar toda intención de propaganda directa. En el prólogo
a su Ciropedia se vuelve resueltamente de espaldas ante los persas de su
tiempo y explica las razones de su decadencia.[57]
Y la misma actitud adopta ante la Esparta de sus días, al final de su obra
sobre el estado de los lacedemonios.[58]
No lo habría hecho así, indudablemente, en vida del rey Agesilao, al que
ensalzó en una apología escrita a raíz de su muerte (360) como la encarnación
de la auténtica virtud espartana. Las alusiones a la historia de la época
parecen situar la terminación de ambas obras en los últimos años de la vida de
Jenofonte, cuando ya no podía hablarse de la hegemonía de Esparta.[59]
Pero, aun dejando 964 a un lado todos los datos
políticos actuales, es evidente que un hombre de sus ideas no podía sentir la
tentación de elevar en estas obras un monumento al espíritu que presidía la
educación de los persas. Su libro se esfuerza repetidas veces en salir al paso
a la posible objeción de que trata de preconizar el régimen oriental y el
despotismo bárbaro, para lo cual establece una distinción entre los persas
reblandecidos de su tiempo y aquel pueblo de caballeros y guerreros que fundara
el imperio. La exuberante vida oriental que muchos consideran como típica de
Persia es, para él, característica de Media.[60]
Fue ésta la razón principal de que el imperio medo cayese en manos de los
persas, tan pronto como éstos adquirieron la conciencia de su propia
superioridad. Este pueblo persa, el de los tiempos de Ciro, no era un pueblo de
esclavos, sino de hombres libres e iguales en derechos,[61]
y mientras Ciro empuñó el cetro, este espíritu vivió inquebrantable en las
instituciones del nuevo estado. Fueron sus sucesores quienes renegaron de él,
acelerando de este modo la decadencia de su pueblo.[62]
Jenofonte ve en la paideia de los persas el último vestigio y el
auténtico exponente de su primitiva areté. Y aunque el pueblo persa de
sus días hubiese degenerado, lo considera digno de perdurar en la memoria de
los hombres, con el recuerdo del fundador del imperio y de su pasada grandeza.
El ensayo de
Jenofonte La constitución de los lacedemonios, constituye el paralelo
inmediato de la Ciropedia. Aunque en ella no se expone la historia de un
solo hombre, sino que se traza la pintura de un estado, ambos libros son
comparables entre sí, por comenzar con la paideia, destacando así en
primer plano el punto de vista especial desde el que abordan el tema. Es cierto
que la educación, considerada en sentido estricto, sólo ocupa los primeros
capítulos de ambas obras, pero el autor la considera como la base del estado
persa y del estado espartano, a la cual se remite constantemente.[63]
Y las demás instituciones de ambos pueblos presentan de un modo igualmente
acusado el sello de un único sistema educativo, aplicado consecuentemente,
siempre y cuando que hagamos también extensiva la 965
palabra educación a la dirección de la vida de los adultos imperante en estos
estados.
La idea
espartana de la suprema virtud cívica ha sido deducida por nosotros de los
documentos más antiguos que poseemos: las poesías de Tirteo (supra, pp.
92 ss.). Este autor pertenece a la época de la guerra de Mesenia, en que
este ideal varonil espartano se abrió paso bajo el empuje de la necesidad
exterior, al choque con concepciones tradicionales de carácter más
aristocrático. Era la idea de que la suprema contribución del ciudadano al bien
de la colectividad consistía en la defensa de su patria y de que sus derechos
dentro del estado no debían ajustarse a ningún privilegio de linaje o de
fortuna, sino a su conducta en el cumplimiento de este deber supremo. Y esta
concepción fundamental acerca de las relaciones entre el individuo y la
colectividad se mantuvo siempre indemne en una comunidad como la espartana,
obligada a defenderse en todo momento con las armas en la mano y a velar por su
existencia en un estado de guerra permanente. A lo largo de los siglos fue
surgiendo de ella y estructurándose un sistema peculiar de vida civil. No
estamos informados acerca de las diversas etapas de su desarrollo. En los
tiempos de Jenofonte y de Platón, y mucho antes seguramente, este cosmos espartano
aparecía ya ante los ojos del mundo como una formación plasmada. Es, sin
embargo, al interés de estos pensadores y escritores por la paideia de
los espartanos, exclusivamente, al que debemos el que se haya conservado algún
conocimiento de Esparta digno de mención.[64]
Los demás griegos veían con asombro cómo todas las instituciones de Esparta
tendían a un solo fin: hacer de los ciudadanos los mejores guerreros del mundo.
Aquéllos comprendían muy bien que este objetivo no podía alcanzarse solamente a
fuerza de adiestramiento técnico, sino que suponía una formación interior del
hombre, la cual databa ya de la más temprana infancia: no era una formación
puramente militar, sino una formación política y moral en el más amplio
sentido, aunque antagónica a todo lo que los griegos entendían por tal. En toda
Grecia había, al lado de los amigos de la democracia ateniense, partidarios
convencidos del espíritu espartano. Platón no es, ni mucho menos, exponente
típico de los segundos, pues adopta una actitud crítica ante el ideal
espartano como tal. Sólo admira la consecuencia con que la idea normativa
penetra en Esparta todas las esferas de la vida civil y la conciencia de la importancia
que tiene la educación para la estructuración del espíritu colectivo.[65]
No es Platón, sino Jenofonte, el verdadero representante 966 de aquellos filoláconos que existían, sobre todo,
en los círculos aristocráticos de Grecia.
Su crítica de la
democracia ateniense de su tiempo, tal como se manifiesta abiertamente en las Memorables,
a pesar de su lealtad cívica hacia su ciudad-patria, le llevaba a admirar
en Esparta, la adversaria política de Atenas, muchas cosas que consideraba como
la solución, inspirada por la sabiduría consciente, de ciertos problemas
fundamentales no resueltos en el estado ateniense. Todos los males de la
democracia de su tiempo brotaban, al parecer, de una sola fuente: el exagerado
impulso de propia afirmación del individuo, que no parecía reconocer deberes,
sino solamente derechos del ciudadano y veía en ello justo la esencia de la
libertad que el estado debía garantizarle. Quien, como Jenofonte, profesaba el
ideal del soldado que hemos visto, era natural que considerase especialmente
deplorable esta falta de disciplina consciente de su responsabilidad. Su
pensamiento político no partía de los postulados ideales del individuo, sino de
las condiciones externas impuestas por la existencia de la colectividad. La
falta de capacidad y de voluntad defensiva de los ciudadanos atenienses, que
destacaban también constantemente otros críticos contemporáneos suyos como
Platón, Isócrates y Demóstenes, tenía que parecerle a un hombre como él una
frivolidad pueril e inconcebible, llamada a acarrear en breve plazo, en medio
de un mundo de enemigos y de envidiosos, la pérdida de la famosa libertad de
que tanto se enorgullecería la democracia ateniense. Indudablemente, la
disciplina espartana no era el fruto de la libre decisión de una mayoría
cívica. Formaba parte del armazón legislativo fundamental del estado, en que
Jenofonte veía la obra genial de un solo hombre, de la figura semimítica de
Licurgo.[66] Las
condiciones históricas propias de la larga subsistencia, en Esparta, del
régimen primitivo de una vida de campamento guerrero, la coexistencia de varias
razas dentro de un mismo estado, una raza dominante y otra dominada, y la
perduración de un estado de guerra casi siempre latente entre ambas a lo largo
de muchos siglos, no eran, indudablemente, hechos ignorados de Jenofonte, pero
no los menciona, sino que concibe más bien el cosmos espartano como una obra de
arte política estática, cuya originalidad ensalza y cuya imitación por otros
considera apetecible.[67]
Evidentemente, no se imaginaría esta imitación como una copia servil de todas
las instituciones, pero los escritos de Platón sobre el estado son el mejor
comentario a lo que la mentalidad griega entendía por imitación. Los griegos
propendían menos que nosotros a considerar en su individualidad única una
creación consecuente de por sí, aunque regida por las condiciones de su
esencia, 967 y en cuanto se veían en el trance
de tener que reconocer las virtudes de un sistema, cualesquiera que ellas
fuesen, pugnaban por imitar lo que les parecía bueno y útil. Esparta es, para
Jenofonte, la realización de todo un estado de aquel ideal del soldado que él
había conocido en la vida libre del campamento, en la campaña de Ciro.
A Jenofonte no
se le oculta lo que hay de paradójico en el tipo de vida y en el sistema de
educación de los espartanos, desde el punto de vista del individualismo
corriente de su tiempo y de su conciencia de la libertad.[68]
Procura presentar su adhesión a las instituciones de Licurgo, como lo hace
repetidas veces, bajo la forma cauta de dejar que el lector reflexivo decida
por sí mismo si el legislador espartano, con sus medidas, benefició o no a su
pueblo. Debía suponer necesariamente que la opinión de sus lectores se
dividiría y que muchos encontrarían demasiado caro el precio pagado por aquellos
beneficios.[69]
Pero, evidentemente, contaba también en gran medida con la aquiescencia de sus
contemporáneos y no sólo, indudablemente, en las ciudades y los estados en que
se reputaban superfluos los intereses literarios como los que su libro
presupone, cosa que ocurriría tal vez en la misma Esparta.[70]
No se trataba, ni mucho menos, de un problema puramente ideológico. Se ha dicho
de Jenofonte, por la extemporaneidad de su ideal en medio de un mundo
circundante democrático ilustrado, que era un romántico, pero este escritor no
era un poeta, sino un hombre práctico. Aparte de su primitiva simpatía de
soldado por Esparta, estaban también en juego, sin duda alguna, sus
convicciones políticas como agrario. Sentía aversión por el hombre de la ciudad
y por la vida urbana y veía claro que los intentos de solución del problema
social que partían del proletariado de las ciudades eran inaplicables a la
tierra y a los agricultores. El hecho de que durante las décadas en que vivió
dedicado a la agricultura en aquellos remotos parajes de Elis, no dejase de
participar en las luchas políticas que tampoco allí faltaban, demuestra un
conocimiento exacto de las condiciones de los partidos existentes en aquella
comarca, de que habría de dar pruebas en los libros posteriores de su Helénica.
Refiere estos problemas con relativa extensión y como testigo ocular,
indudablemente.[71] En
aquellas luchas sociales se cruzaban las influencias aristocráticas de Esparta
y las tendencias democráticas de Arcadia, y Jenofonte tuvo ocasión de estudiar
unas y otras en sus efectos. Para el Peloponeso agrario, el movimiento
democrático alimentado allí por Tebas después de la 968
derrota de Esparta en Leuctra, constituía algo relativamente nuevo, pues
aquellas tierras llevaban ya varios siglos firmemente atadas a la dirección de
Esparta. Los elementos conservadores seguían manteniéndose al lado de Esparta,
aun después que Mesenia y Arcadia lograron desprenderse de este sistema
político. La influencia de la nueva expansión arcadia no era vista con buenos
ojos en Elis. Jenofonte consideraba como un hecho afortunado el que Atenas,
atemorizada ante el súbito ascenso de Tebas, se aliase a la humillada Esparta.
Esto hacía que el lector ateniense, sobre todo después de haber visto a las
tropas de Atenas luchando repetidas veces al lado de las de Esparta contra los
tebanos, fuese más asequible al análisis sereno, aunque no exento de crítica,
de las instituciones espartanas y no hacía recaer sospechas políticas sobre el
autor, como habría sucedido antes sin ningún género de duda.[72]
Los detalles de
la educación espartana, de la llamada agoge, son demasiado conocidos
para que necesitemos transcribirlos aquí de la obra de Jenofonte. Las
características esenciales del sistema son: la tendencia a velar desde muy
temprano por la educación de hijos sanos ya antes de la concepción y durante
ésta y el embarazo, la selección racial y la eugenesia; el ejercicio de la
educación por medio de los órganos del estado y no, como en otras ciudades, por
medio de los padres y de los esclavos, a quienes era entregado el niño para su
vigilancia; la institución del paidónomo como suprema autoridad
educativa del estado, el encuadramiento de los muchachos y de los jóvenes,
separados de ellos, en formaciones militares; la vigilancia que cada clase
ejerce sobre sí misma por medio de su hombre de más confianza; el
endurecimiento del cuerpo mediante el vestido y la alimentación adecuados y,
finalmente, la extensión de la educación por parte del estado a los primeros
años de la edad madura. Hoy muchas de estas cosas nos parecen exageradas o
sencillamente primitivas, pero los filósofos atenienses reconocían como sano el
principio en que estas medidas se inspiraban: el principio según el cual el
estado o la ciudad se hacían cargo de la educación y la ejercían por medio de
expertos públicamente designados y, al incorporarlo a sus proyectos de estado
ideal, lo hicieron triunfar en casi todo el mundo.[73]
El postulado de la educación como función pública constituye la
verdadera aportación de Esparta a la historia de la cultura, una aportación
cuya importancia 969 no sería posible exagerar. La segunda pieza fundamental
del sistema espartano es el servicio militar de los varones jóvenes, considerado
como parte esencial de la educación. Este régimen estaba mucho más desarrollado
en Esparta que en los estados democráticos de Grecia y se prolongaba después de
la juventud por medio de las sisitias y los ejercicios militares de los
hombres de edad avanzada. Como hemos visto, también estas normas fueron
recogidas por Platón en su sistema.
La derrota
inferida en Leuctra al ejército espartano, reputado invencible, representó un
golpe mortal para el sistema de este estado y tuvo que sacudir profundamente
las ideas de Jenofonte. Al final de su obra sobre el estado de los lacedemonios
acusa a la Esparta de su tiempo de avaricia, sensualidad y afán de dominación,
apuntando que ha perdido su hegemonía.[74] En su Historia
de Grecia, con la que no sólo pretende continuar exteriormente la obra de
Tucídides, pues además de ello lo imita en el esfuerzo por comprender la
necesidad de lo que acaece, critica severamente las faltas cometidas por los
espartanos mientras ejercieron la hegemonía sobre Grecia. Su mentalidad
religiosa sólo acierta a explicarse aquella trágica caída desde tan gran altura
como la obra de una némesis divina. Es la venganza contra el hecho de haber
estirado demasiado la cuerda. Al llegar a este momento, se revela que su
sentimiento de admiración no era obstáculo a que se siguiese sintiendo todavía
lo bastante ateniense para abrigar cierta extrañeza ante la rígida dominación
espartana. Esto no le impidió, ciertamente, escribir su obra sobre la paideia
espartana ya después de producirse la caída de Esparta, pero le hizo
adoptar ante el tema la misma actitud condicional que en la Ciropedia. Esta
prevención es precisamente lo que consideramos como altamente educador en el
estudio consagrado a la educación. En este mismo sentido debemos ensamblar
dentro del gran edificio de la paideia griega su obra histórica titulada
la Helénica. Las enseñanzas que de ella se desprenden no son inmanentes
a los hechos mismos, como ocurre en la obra de su antecesor, cuya talla era
incomparablemente mayor que la suya. Es su autor quien las proclama con
absoluta sinceridad subjetiva y con celo religioso. La caída de Esparta fue,
con el resultado de la guerra del Peloponeso, con la caída de Atenas, la gran
experiencia histórica de su vida, que trazó los derroteros a su fe moral en un
orden mundial divino basado en la justicia.[75]
Los escritos
socráticos de Jenofonte, los recuerdos del maestro y los diálogos, forman entre
sus obras un grupo aparte cuya conexión 970 con
el problema educativo no necesitamos razonar expresamente. Fue Sócrates quien
imprimió al elemento ético y discursivo, que ya de suyo se contenía en el
carácter de Jenofonte, el impulso más fuerte para su desarrollo.[76]
Las Memorables han sido valoradas ya más arriba como fuente histórica
para nuestro conocimiento de Sócrates y no podemos examinarlas aquí, ni
siquiera como espejo de las ideas de Jenofonte acerca de la paideia.[77] La
crítica de su valor como fuente histórica lleva implícito también el
conocimiento del espíritu jenofontiano que en ellos palpita. Tiene un gran
encanto ver cómo el autor pinta a Sócrates como representante de sus propias
ideas favoritas, con el fin de hacerlo en potencia el educador de la época de
la restauración ateniense, en que Jenofonte confiaba.[78]
En sus Memorables, el maestro aparece actuando como consejero militar y
experto de oficiales de caballería y de enseñanza de materias tácticas o
confiesa al pesimista joven Pericles, el mismo que compartió el mando en la
batalla de las Arginusas, su fe en el futuro de Atenas, en su capacidad para
sobreponerse al rápido descenso de la estrella guerrera ateniense, siempre y
cuando que supiese implantar una rígida disciplina militar y volviese a rodear
de respeto la autoridad moral del Areópago.[79]
Estas ideas, tomadas del arsenal del partido conservador, corresponden,
evidentemente, a la época en que Isócrates abogaba también en público a favor
de ellas,[80] es
decir, al periodo de decadencia de la segunda liga marítima, que, naturalmente,
sugería el recuerdo del proceso paralelo de descomposición interior de Atenas
en la última fase de la guerra del Peloponeso. La libertad soberana con que
Jenofonte presenta la figura de Sócrates corno intérprete de sus propias
concepciones es más patente aún en el Oikonómikos, diálogo que merece
especial consideración aquí, pues amplía la imagen de conjunto de los ideales
educativos del autor en un aspecto esencial para él: el de las relaciones entre
la cultura y la agricultura.
El paralelo con
la agricultura había servido no pocas veces de base a los sofistas en su teoría
de la educación.[81]
Pero, aunque con ello se reconociese el cultivo del campo y la recolección de
sus frutos como el comienzo de toda cultura, la cultura sofística no dejó de
ser nunca, indudablemente, un producto urbano. Los tiempos en que Hesíodo había
podido hacer de la vida rural y de sus leyes el punto de partida de su ética de
los Erga quedaban ya muy lejos y la polis había asumido la
dirección del mundo cultural. "Rural" e "inculto" eran, en
tiempos de Jenofonte, conceptos sinónimos[82]
y se consideraba 971 punto menos que imposible
restituir a las actividades del labrador su antigua dignidad. Jenofonte, que
aun siendo hijo de la ciudad se sentía inclinado por la vocación y por el
destino a la carrera de agricultor, hubo de verse situado ante el problema de
establecer un vínculo interno entre el duro trabajo profesional del que sacaba
su sustento y su formación literaria. Fue así como adquirió un carácter agudo,
por vez primera en la literatura, la cuestión de la ciudad y el campo. Es
verdad que ya la antigua comedia ática había tocado el problema, pero sólo
para poner de relieve la incompatibilidad entre las necesidades de la vida
patriarcal en el campo y la cultura de tipo moderno preconizada por los
sofistas.[83] En
el Oikonómikos de Jenofonte palpita un nuevo espíritu. El mundo
campesino tiene ya conciencia de su valor independiente y se siente capaz de
representar un papel no desdeñable en el mundo de la cultura. Este amor por el
campo se halla tan alejado de aquella bucólica sentimental de los poetas
idílicos helénicos como el espíritu burlesco y rústico de las escenas
campesinas de un Aristófanes. Se siente seguro de sí mismo, sin exagerar la
importancia de su mundo, y aunque no pretenderemos generalizar el fenómeno del
agricultor entregado a tareas literarias, es innegable que la obra de Jenofonte
a que nos estaremos refiriendo ve en el campo la raíz perenne de toda
humanidad. Este ámbito de vida se despliega, sereno y apacible, detrás del
primer plano, nervioso y dinámico, pero angosto, en que se mueven los afanes
culturales de las ciudades. La vitalidad y la firmeza de sustentación del ideal
educativo de Sócrates se acreditan, por otra parte, por el hecho de que fuese
capaz de penetrar en aquellas órbitas situadas al otro lado de los muros de la
ciudad y que Sócrates, como hombre inseparablemente apegado a la ciudad que
era, jamás había pisado, pues no podía hablar con los árboles.[84]
El diálogo sobre
la esencia de la "economía", con que se inicia la obra, lleva a
Sócrates y Critóbulo al tema del cultivo de la tierra (γεωργία), cuya exposición
ocupa la parte principal del libro. Critóbulo muestra el deseo de que Sócrates
le diga qué tipos de actividad práctica y de saber son los más hermosos y los
que mejor cuadran a un ciudadano libre.[85]
Los dos interlocutores convienen fácilmente en que las profesiones que los
griegos llaman banales no son las más adecuadas para ese fin, aparte de que en
casi ningún estado son tenidas en alta estima. Estas profesiones debilitan el
cuerpo por su régimen sedentario, perjudicial para la salud, y embotan el
espíritu.[86]
Sócrates recomienda la profesión de agricultor y revela 972 en el transcurso de! diálogo unos conocimientos tan asombrosos
en esta materia, que Jenofonte se cree en el caso de razonar esto de un modo
especial. Para justificar el interés por la agricultura en general y
presentarla como un tipo de actividad acreedora al respeto social. Sócrates se
remite al ejemplo de los reyes persas, que sólo consideraban digna de
asociarse a sus deberes de soldado una afición: el cultivo de la tierra, las
actividades del labrador y del jardinero.[87]
Jenofonte se apoya, al decir esto, naturalmente, en su conocimiento
directo de las condiciones de vida reinantes en Persia. Sin embargo, puestos en
boca de Sócrates, resultan un tanto sorprendentes los detalles que da sobre
los maravillosos parques de Ciro.[88]
Jenofonte añade a esto un recuerdo personal del caudillo militar espartano
Lisandro, quien con motivo de su visita a Sardes fue conducido por Ciro a
través de sus jardines y oyó de labios del propio rey que éste trabajaba todos
los días en ellos, habiendo plantado por su mano todos los árboles y
bosquecillos del parque y trazado sus medidas. Lisandro se lo había contado a
un amigo en Megara, a cuya casa fue invitado y que, a su vez, lo puso en
conocimiento de Sócrates.[89]
Esta clara ficción quiere dar a entender, indudablemente, que el autor,
poniendo palabras de su cosecha en boca del maestro, como suele hacer también
Platón, lo había sabido directamente por Lisandro. Jenofonte le habría sido
presentado, quizá, como el valiente oficial que acaudilló a los diez mil
griegos, en su retirada de Asia. Los dos eran amigos de Ciro y a nadie podía
haber alegrado más Lisandro, con sus recuerdos del héroe caído, que a
Jenofonte. Para él, que también hubo de consagrarse más tarde a la agricultura,
aquella asociación de la carrera de soldado con el amor por el cultivo de la
tierra,[90]
en el régimen de vida del príncipe, constituía una nueva razón para reverenciar
la tradición persa.
Menos fácil era,
para Jenofonte, razonar los conocimientos especiales de Sócrates en materia
agrícola. Sale del paso haciéndole relatar una conversación con un individuo
relevante de los círculos de los terratenientes, al que da el nombre de
Iscómaco. El propio Sócrates dice de él que ha oído ensalzarlo en todas partes
como la personificación de la verdadera kalokagathía. Respondiendo a una
pregunta de Critóbulo sobre lo que es este compendio de toda verdadera virtud
y honorabilidad, que todo el mundo ostenta en los labios, pero del que muy
pocos tienen una idea clara, a Sócrates no se le ocurre nada mejor que trazar
una pintura de este hombre, a quien conoció.[91]
La voz cantante en la conversación transcrita la lleva, 973 naturalmente, Iscómaco; Sócrates se limita a formular las
preguntas certeras, para hacer hablar a su interlocutor. El exponente de la auténtica
kalokagathía que aquí se nos presenta es, sencillamente, la vida de un
buen agricultor, que ejerce su profesión con verdadero gozo y con una idea
clara de lo que es y que, además, tiene el corazón en su sitio. La experiencia
vivida por Jenofonte se combina en este cuadro con su ideal profesional y
humano de tal modo que no es difícil reconocer en la figura de Iscómaco el
autorretrato del autor, elevado al plano de la poesía. Es indudable que
Jenofonte no tuvo nunca la pretensión de ser en realidad semejante dechado de
perfección. Los persas nobles sabían asociar el tipo del soldado con el del
agricultor, y a lo largo de todo este diálogo vemos cómo el autor establece una
afinidad entre el valor educativo de la profesión agrícola y de la del soldado.
Esto es lo que alienta detrás del nombre de su agricultor ideal. En esta
asociación de las virtudes y el concepto del deber del guerrero y del
agricultor reside el ideal cultural de Jenofonte.
En el Oikonómikos
se habla mucho de paideia. El éxito económico se presenta aquí como
el resultado de una acertada educación no sólo del agricultor mismo, sino
también de su mujer y de sus obreros, sobre todo de la administradora y del
inspector.[92] Por
eso Jenofonte considera que una de las funciones fundamentales del agricultor
consiste en su misión educativa, y hay razones para suponer que es precisamente
aquí donde se manifiesta su propia concepción de cuál debe ser la actuación de
un terrateniente. Lo más importante de todo es, para él, la educación de la
esposa del agricultor,[93]
a la que pinta como el personaje principal, como la reina de la colmena.[94]
Tratándose de una muchacha inexperta de quince años, a la que su marido
saca de la casa de su madre para convertirla en dueña y señora de su hacienda,[95]
la pedagogía marital, de que Iscómaco se siente no poco orgulloso, tiene una
misión importante que cumplir.[96]
Esta pedagogía consiste en hacer ver a la joven esposa, que todo lo espera de
la pericia superior y la personalidad de su marido,[97]
que también 974 ella tiene deberes propios que
cumplir, y en acostumbrarla a encontrar la alegría y el valor necesarios para
abordar con lozanía su nueva y difícil misión. En una hacienda agrícola
encajaría mal el tipo pasivo del ama de casa de la ciudad que, secundada por su
servidumbre, atiende al cuidado fácil de regentar su pequeña casa con arreglo a
una rutina invariable, dedicando las horas libres a vestirse, arreglarse y
charlar con las amigas. La imagen de la mujer griega no sería completa,
faltarían en ella muchos de sus rasgos más hermosos, si Jenofonte no nos
expusiera en esta obra la trayectoria cultural de una mujer de posición social
dominante en el campo. Lo que llamamos emancipación y cultura de la mujer en
aquella época se limitan casi siempre a las figuras femeninas intelectualmente
ilustradas y razonadoras de las tragedias de Eurípides.[98]
Pero entre los dos extremos, el de la sabia Melanipa y el de la mujer media ateniense,
circunscrita de un modo artificial a lo más indispensable, se alza el ideal de
la mujer que sabe pensar y obrar por su cuenta en un radio propio de acción de
gran amplitud, tal como lo conoce y lo pinta Jenofonte, basándose en las
mejores tradiciones de la cultura rural. Por su parte, difícilmente podría
hacer otra cosa que añadir sus reflexiones conscientes acerca de la misión que
esta herencia cultural llevaba implícita. Pues el contenido educativo que de
por sí se encerraba en este tipo de educación era tan antiguo como la misma
economía rural.
La mujer es, en
Jenofonte, la verdadera auxiliar de su marido.[99]
Es la dueña y señora de la casa. El marido tiene el mando sobre los
obreros que trabajan en el campo y es responsable de todo lo que viene de allí
a la casa. Ella se cuida de que todo el personal encuentre sustento y acomodo.
A su cargo corre la crianza y educación de los hijos, la vigilancia de las
bodegas y las cocinas, la elaboración del pan y el hilado de la lana. Todo
está ordenado así por la naturaleza y por Dios, quienes han dispuesto que el
hombre y la mujer desempeñen actividades distintas.[100]
Para velar por los frutos de la tierra es más adecuada el alma temerosa de la
mujer que el valor del hombre, el cual es indispensable, en cambio, para cuidar
de que en el trabajo del campo no se cometan faltas ni desafueros.[101]
El amor por los niños y la devoción abnegada para cuidarlos es algo
innato al alma de la mujer.[102]
El hombre es más capaz de soportar el calor y el frío, de recorrer caminos
largos y penosos o de defender el terruño con las armas en la mano.[103]
La mujer distribuye el trabajo entre la servidumbre y vigila su ejecución. Vela
975 por el sustento de los criados y es el
médico de los enfermos en la hacienda.[104]
Enseña a las obreras incultas a hilar y las inicia en
las otras artes caseras, ganándose para sus fines la simpatía de la administradora.[105]
Pero a lo que mayor atención dedica Iscómaco es a educar a la mujer en el amor
por el orden, cosa de gran importancia en las grandes haciendas.[106]
El detalle con que nos describe la disposición de los locales y la
clasificación de los distintos tipos de menaje de cocina y de mesa y de las
ropas destinadas al uso diario y a las fiestas, nos brinda una pintura única en
su género de la ordenación de la economía doméstica en las casas de campo de
Grecia.[107]
Por último, esta paideia femenina contiene unas cuantas normas
sobre el cuidado de la salud y la belleza de la mujer del agricultor. También
en este aspecto establece Iscómaco una línea divisoria entre el ideal de la
mujer del hacendado y la moda de las ciudades. Trata de convencer a su joven
esposa de que los afeites y los polvos son contrarios al pudor femenino y
despertar en ella el deseo de brillar con la belleza de la verdadera lozanía y
de la elasticidad de su cuerpo, que el movimiento constante a que la obliga su
misión, puede prestarle más fácilmente que a cualquier mujer de la ciudad.[108]
Jenofonte entra a examinar en términos parecidos lo referente a la educación de
los miembros más importantes que forman el organismo agrícola. La
administradora debe ser educada en las virtudes de la fidelidad y la honradez,
el amor por el orden y la capacidad de disposición; [109]
el inspector, en la sumisión y la lealtad abnegada hacia los dueños de la
hacienda, en la diligencia y en la capacidad para dirigir a otros.[110]
Si el hacendado quiere cultivar en él el interés incansable por la hacienda
confiada a sus cuidados, debe ante todo predicar con el ejemplo.[111]
No debe desmayar en su misión, aunque sus tierras, la agricultura y la
ganadería, le produzcan un rendimiento muy abundante. Deberá madrugar, recorrer
sus campos sin cansarse[112]
y no dejar que nada escape a su mirada.[113]
Los conocimientos en la materia que sus actividades presuponen son más
sencillos que los de muchas otras artes,[114]
pero la misión del agricultor requiere, además del orden propio del soldado,
otra virtud propia de este oficio: las dotes de caudillaje y de mando. Si la
presencia personal del hacendado 976 no hace que
los obreros pongan voluntariamente en tensión sus músculos y trabajen con un
ritmo más preciso y más armónico, es que el dueño carece de la capacidad
indispensable para el desempeño de su misión, cualidad de la que depende todo
el éxito y sin la cual no puede ocupar dentro de su órbita la posición de un
verdadero rey.[115]
El ideal de
cultura del kaloskagathos agrario, expuesto en el Oikonómikos, debe
complementarse con la obra de Jenofonte sobre la caza, el Cinegético.[116]
No se trata, ni mucho menos, de un estudio puramente social sobre un campo
de las actividades humanas, que exija, en medio de una civilización cada vez
más dominada por la técnica. una recopilación pedagógica de sus normas. Es
verdad que, en ciertos respectos, no puede negarse que también en el opúsculo
de Jenofonte a que nos referimos, en el que se destaca extraordinariamente el
aspecto pericial, se acusa esta tendencia, pero la mira que su autor se traza
es más alta. Sabe como apasionado cazador que es, el valor que este ejercicio
tiene para todo su modo de concebir la vida y para toda su personalidad.[117]
La alta estima en que tenía la caza se nos revela también en su obra sobre el
estado de los lacedemonios.[118]
Y en la Ciropedia forma parte de la paideia de los persas.[119]
También Platón, en sus Leyes, asigna a la instrucción de la caza un lugar
en su legislación educativa. Esta sección figura al final, después de las leyes
sobre la enseñanza matemático-astronómica, entreverada de un modo desmadejado y
muy distante de las normas sobre la gimnasia y la instrucción del soldado.
Esto permite tal vez llegar a la conclusión de que se trata de una adición
posterior a la redacción de la obra.[120]
Tal vez fuese precisamente la aparición de la obra de Jenofonte lo que llamó la
atención de Platón hacia esta laguna de su sistema educativo. En todo caso, la
publicación del Cinegético coincide, sobre poco más o menos, con los
años en que Platón trabajaba en las Leyes.[121]
977
Permítasenos una
pequeña digresión sobre las Leyes de Platón. En esta consideración final
de su legislación educativa se ve situado ante el problema de si debe reconocer
o no la caza como una forma legítima de la paideia. Esta disquisición
parece presuponer ya la existencia de un estudio literario sobre la caza por el
estilo de la obra de Jenofonte, y Platón se siente bastante inclinado a dar su
pleno asentimiento a la tesis de quienes preconizan la alta importancia del
arte cinegético para la educación del carácter.[122]
Mas, para poder hacerlo, se ve obligado a depurar el concepto de la caza (θήρα), que abarca las
más diversas acepciones, de todo lo que, a juicio suyo, no merece este nombre.[123]
Platón no se decide, en absoluto, a reconocer como paideia todo lo que
en su tiempo se llamaba caza. No quiere, sin embargo, establecer ninguna ley
acerca de esto y se limita, como hace con tanta frecuencia en las Leyes, a
entreverar alabanzas y censuras en lo tocante a ciertas clases de caza.[124]
Condena severamente toda suerte de pesca con red y con anzuelo y también la
caza de aves, por entender que no robustece el carácter del hombre.[125]
Sólo autoriza, pues, la caza de animales cuadrúpedos, y además siempre que se
practique abiertamente y en pleno día, no por la noche o valiéndose de redes o
trampas.[126] La
caza debe acosarse a caballo o con la jauría, de modo que el cazador tenga que
desplegar algún esfuerzo físico para conseguir su objeto. El código cinegético
de Platón es más severo todavía que el de Jenofonte, por la prohibición de
redes y de trampas. El segundo no admite tampoco la pesca ni la caza de aves.
Jenofonte da preceptos muy detallados en lo tocante al adiestramiento y empleo
de perros de caza. El hecho de que el autor no indique que la caza debe hacerse
a caballo, ha querido aducirse como argumento para probar el carácter apócrifo
del Cinegético, ya que ése era el modo como todos los atenienses
distinguidos practicaban este ejercicio. Además, la omisión del caballo tenía
que parecer más extraña todavía tratándose de un devoto del arte hípica, como
Jenofonte.[127]
Pero, aun prescindiendo de que esta obra no trata, ni mucho menos, de
describir el modo como cazaba el propio Jenofonte, sino de comunicar a amplios
círculos de lectores el entusiasmo por el arte cinegética, sería demasiado
peligroso para nosotros establecer normas acerca de lo que el hacendado de Escilo
debía considerar suficientemente noble o no, o pretender a priori que
coincidiese con las teorías de Platón. El que quisiera y dispusiese, además, 978 de los recursos necesarios, podría emplear
caballo. Cómo debía cabalgar no tenía por qué enseñárselo el arte cinegética,
sino el arte hípica, de la que Jenofonte trata en una obra especial. Lo que sí
debe figurar incuestionablemente en un libro sobre la caza es el modo de
amaestrar a los perros. Y la experiencia de Jenofonte en este arte la recoge en
su Cinegético con innumerables detalles llenos de encanto, que le
caracterizan como un gran conocedor y amigo de estos animales.
Es el mismo
Jenofonte quien pretende haber aportado con su obra una contribución al debate
sobre la paideia de su tiempo. En la introducción dice que la caza es
una invención de la pareja de dioses gemelos Apolo y Artemisa, quienes la
traspasaron al centauro Quirón, para premiar así su carácter justiciero.[128]
La tradición antigua presenta a Quirón como el educador de los dioses por
antonomasia, sobre todo de Aquiles.[129]
Píndaro relata cómo el primero de los héroes griegos aprendió la caza bajo los
cuidados de Quirón.[130]
Jenofonte se remite a este precedente mítico, siguiendo la moda de la
retórica sofística, y ello le permite personificar ya en el antiguo centauro la
íntima asociación entre la caza y la educación del hombre para la kalokagathía,
destacándola así como algo primario. Enumera una larga lista de héroes
famosos de la prehistoria que pasaron por la escuela de la paideia de
Quirón.[131]
Todos ellos deben su formación en la suprema areté al cultivo "del
arte cinegética y de los demás aspectos de la paideia", como se
pone de relieve en detalle y con especiales consideraciones a propósito de cada
uno de los héroes.[132]
Es la mejor prueba de que esta lista de héroes no procede en bloque de la
verdadera tradición mítica o poética, sino de que fue formada por el propio
Jenofonte, valiéndose de su conocimiento de la historia de los héroes, para
corroborar su tesis de que la caza figuraba entre las bases de la auténtica paideia
ya desde los comienzos de la época heroica de Grecia. Se da, pues, cuenta
de que al reivindicar el reconocimiento de la caza como medio y camino para la
formación de la personalidad, va contra la corriente del desarrollo de su
propia época y es esto precisamente lo que presta interés a su pequeña obra,
llena de gracia. No podemos entrar aquí en los detalles técnicos de su
contenido. Su encanto radica en la rica experiencia de cazador que nos habla en
sus páginas. Ocupa el lugar central de la obra, naturalmente, la caza de la
liebre, a la que está dedicada la parte fundamental del libro.[133]
Además se examinan, como manifestaciones helénicas, la caza mayor y la caza del
jabalí, mientras que, según 979 el testimonio de
Jenofonte, la caza de fieras como el león, el leopardo, la pantera y el oso
sólo se practicaba, por aquel tiempo, en Macedonia, en el Asia Menor y en el
interior de Asia.[134]
Permítasenos que
enlacemos aquí del modo más íntimo las palabras finales del Cinegético con
la introducción, pues en ellas vuelve a colocarse en primer plano,
expresamente, la conexión de esta obra con el problema de la paideia.[135]
Al final de su libro, el autor se pronuncia en contra de los prejuicios de
la sofística, en contra del ideal de una cultura humana por medio de la simple
palabra.[136] Su
pauta es. aquí como siempre, en primer término, una pauta ética; lo que le
preocupa es la educación del carácter. La base de esta educación es la salud
del cuerpo. La caza hace al hombre vigoroso, aguza su ojo y su oído y le
precave contra la vejez prematura.[137]
Es la mejor escuela para la guerra, pues habitúa al cazador a recorrer
caminos penosos cargado con sus armas, a soportar las penalidades del mal
tiempo y a pernoctar al aire libre.[138]
Le enseña a despreciar los placeres viles y, como toda "educación en la
verdad", le educa en el dominio de sí mismo y en la virtud de la justicia.[139]
El autor 980
no nos dice a qué quiere referirse con esto, pero es evidente que alude
al imperio de la disciplina, que es la virtud más estimada por él, y a este
adiestramiento exigido por la realidad misma es a lo que él llama
"educación en la verdad". Esto da a la idea socrática un giro
práctico y realista. Toda la obra se halla presidida por la gran importancia
que se da al ponos, a la fatiga y al esfuerzo, sin los que ningún hombre
puede alcanzar una educación verdadera.[140]
Los historiadores de la filosofía atribuyen esto a la influencia del moralista
Antístenes, que interpretó en este sentido el mensaje de Sócrates. Sin embargo,
Jenofonte era por naturaleza un hombre amante de las penalidades y el
esfuerzo, habituado a poner en tensión sus fuerzas siempre que fuese necesario.
Si alguna vez habla por propia convicción, es precisamente aquí. El ponos es
el elemento educativo en el arte de la caza; sobre él descansaba la alta areté
de aquellos antiguos héroes formados en la escuela de Quirón.[141]
Las obras en que los sofistas inician a la juventud carecen de verdadero
contenido (γνώμαι) y sólo los
habitúan a cosas banales.[142]
De esta simiente no puede surgir nunca, a juicio de Jenofonte, la auténtica kalokagathía.
Confiesa que sólo habla como profano, pero su experiencia le dice que el
hombre sólo puede aprender el bien de la misma naturaleza; a lo sumo, de otros
hombres que sepan o puedan practicar algo realmente bueno y útil.[143]
La cultura moderna busca su grandeza en palabras artificiosas. Jenofonte
declara no entender nada de semejante cosa.[144]
Para él, la verdadera savia de la areté no son las palabras (o)no/mata), sino el contenido (gnw=mai) y las ideas (νοήματα).[145] No quiere rechazar con esto toda la
verdadera aspiración de cultura (φιλοσοφία), sino solamente a los sofistas, englobando en esta
palabra a todos aquellos que sólo "se ocupan de palabras".[146]
Un buen cazador 981 es también el hombre mejor
educado para la vida de la colectividad.[147]
El egoísmo y la codicia se avienen mal con el espíritu cinegético. Jenofonte
quiere que sus compañeros de caza sean hombres frescos de espíritu y piadosos;
siendo así, está seguro de que la obra del cazador es grata a los dioses.[148]
[1] 1 Cf. la obra de Karl muenscher, Xenophon in der
griechisch-römischen Literatur (Leipzig, 1920), especialmente el cap. iv.
"Xenophon in der griechi-schen Literatur der Kaiserzeit", en que el
autor precisa de un modo detallado y con ayuda de un inagotable material
histórico la posición de Jenofonte en el periodo del aticismo.
[2] 2
Relatado en jenofonte., Anábasis,
III, 1, 4 s.
[3] 3
jen., An., iii, 1.
5. sólo destaca el hecho de que desde la
guerra del Peloponeso, en la
que Ciro había
apoyado a Esparta
contra Atenas, existía
un estado de hostilidad entre Atenas y Ciro. Pero al
volver de la campaña de Asia se
unió directamente a
los espartanos que
luchaban al mando
de Agesilao en pro
de la libertad de los griegos del Asia Menor y retornó a Grecia con
el rey (An., v, 3, 6).
Jenofonte subraya que
regresó "por Beoda", lo
cual quiere dar a
entender, sin duda,
que tomó parte
en la batalla
de Coronea de
parte de los espartanos.
Sobre el paso
de Jenofonte al
bando político de
los espartanos, Cf.
la ponderada critica
de Alfred croiset, Xénophon, son
carectère et son talent (París, 1873),
pp. 118ss.
[4] 4
jen., An., vii, 7,
57; v, 3, 7.
[5] 5 An., v, 3, 7-13.
[6] 6 Cf. supra, p. 397.
[7] 7 Cf. jen., Mem.,
i, 2, 12 ss.
[8] 8
isócrates, Busiris, 5.
[9] 9
Cf. los esfuerzos de Isócrates para eximirse a sí mismo o eximir a su
discípulo Timoteo del reproche
de sentimientos antidemocráticos, misodemia, en
Areop., 57 y Antíd., 131 (supra, pp. 912 s., 929
ss.).
[10] 10
Terminus post quem de la aparición
de la obra
de Polícrates contra Sócrates
es el año
393, puesto que
según Favorino, en diógenes
laercio, ii, 39,
mencionaba la reconstrucción de las largas murallas por Conon. Jenofonte había regresado con Agesilao del
Asia Menor a Grecia en el año 391 (Cf. supra,
p. 952).
[11] 11
Cf. supra, p. 397.
[12] 12
La incorporación de esta obra a
las Memorables se asemeja a lo que
hoy llamamos una nueva "edición".
[13] 12a Si Jenofonte regresó ya para siempre
o volvió a residir durante algún tiempo en Corinto, donde se instaló por
algunos años después de abandonar Escilo, es cosa que probablemente no podrá
llegar a saberse nunca con seguridad.
[14] 13
Naturalmente, Jenofonte
trabajaría en su Helénica ya
desde antes del año 362. Se
comprende fácilmente que
considerase como remate
adecuado la nueva prueba
de la debilidad
espartana que fue la batalla
de Mantinea, pues
en su obra se describía primero el
aupe de Esparta
hasta convertirse en una potencia de
primer orden y
luego su decadencia.
Con este tema
nos encontramos también en Isócrates y en otros autores
contemporáneos como la experiencia política más
importante y como paralelo
que debe servir
de advertencia al presente en cuanto a la caída de la primera república
ática. Es lo que da a la obra de historia
de Jenofonte su unidad interna.
[15] 14
Sobre la separación del
final, por la que abogan algunos especialistas, Cf. infra, p.
963, n. 56.
[16] l5 Todas estas
obras corresponden a la década del cincuenta. También el Crítias de
Platón y su imagen ideal de Atenas debe interpretarse partiendo de este
ambiente espiritual.
[17] 16 Un capítulo como la conversación de
Sócrates con Pericles el Mozo, Mem., iii, 5, en que se parte del
supuesto de que el enemigo principal de Atenas son los tebanos y se propone a
los atenienses (¡en medio de la guerra del Peloponeso!) como modelo de la
antigua areté espartana, sólo puede concebirse redactado en la época en
que Atenas y Esparta eran aliados contra Tebas, después de iniciarse el nuevo
auge de este estado, es decir, en las décadas del sesenta o del cincuenta del
siglo iv. En la época que se simula en la conversación, pero antes de la
batalla de las Arginusas, no existía peligro alguno de invasión beocia de
Ática. En cambio, Cf. las normas que se dan en el Hipparchicus de
Jenofonte, vii, 2 ss., para el caso de una invasión de los beocios. El
capítulo de las Memorables corresponde a la misma época en que estas
medidas para la defensa de Atenas contra una invasión beocia tenían un valor de
actualidad.
[18] 17
El Hipparchicus no
da sus instrucciones para
todo el mundo,
sino para mejorar la
instrucción de la caballería
ateniense. El autor
tiene presente como su
misión el caso
de la defensa
de Ática contra
una invasión de
los beocios. Cf. vii,
1-4. Atenas debe
esforzarse por oponer
a los excelentes
ejércitos de hoplitas tebanos
una infantería ática
que no desmerezca
y a los jinetes beocios una
caballería superior. A
la situación ateniense
se refiere también
el escrito Sobre el arte de
la equitación; Cf. c. 1. En la línea final esta obra se remite al Hipparchicus.
[19] 18
En v, 9,
se menciona el
abandono en la
Guerra Sagrada del
templo de Delfos por los focenses, aue lo habían retenido
durante largo tiempo. Este
dato nos sitúa ya en la segunda mitad
de la década del cincuenta.
[20] 19
Cf. Cinegético, xiii.
[21] 20 Oik., iv,
18. Cf. An., i, 9, 1.
[22] 21
An., i, 9.
[23] 22
Cira., viii, 8. Cf. especialmente viii, 8, 12.
[24] 23 Contraste entre la paideia de
los antiguos persas y el lujo "médico" de los persas actuales: Cirop.,
viii, 8, 15.
[25] 24 Cf. Ivo bruns, Das literarische Porträt der Griechen, pp. 142 ss.
[26] 25
Sobre la paideia de Ciro el Joven
Cf. An., I, 9, 2-6.
Jenofonte la describe tanto para caracterizar a su héroe como para
caracterizarse a sí misino. Cf. infra,
pp. 958 s. El ingenuo relato
de la nobleza de los persas en Cirop., i, 2, 16, era tal vez el más
adecuado para dar una idea de lo que un griego culto del tiempo de Platón
consideraba noble en aquel
pueblo. Entre los
persas teníase por incorrecto
escupir, sonarse la nariz y ventosear.
También era una incorrección ser
visto cuando se iba a cierto sitio a hacer sus necesidades. La explicación médico-dietética que
Jenofonte hace seguir y
el realismo de
todo este pasaje
demuestran que todos estos
detalles estaban tomados de los Pérsica del médico Ctesias, que ejerció en la corte del rey Artajerjes y que aparece citado en la Anábasis, i, 8, 27.
[27] 26
Sobre las ideas
panhelénicas de Ciro
y la alta
estima en que
tenia la cultura griega,
Cf. su
alocución a las tropas griegas en
An., i, 7, 3.
Jenofonte le hace sentir en esta
obra que había traído a los priegos a esta campana
porque los consideraba
infinitamente superiores a
los bárbaros. Aquí.
Ciro deriva la superioridad
moral y guerrera
de los griegos
de su libertad.
Los pueblos sometidos por los
persas quedaron, al mismo tiempo, reducidos a esclavitud. Esto no
afecta, naturalmente, al sentimiento de
amor propio de
Ciro como miembro de la
nación dominante del
imperio persa. Que
los persas de
aquel tiempo no podían librar sus guerras sin la
intelectualidad y las virtudes militares de los griegos, lo dice en Cirop., viii, 8, 26.
[28] 27
Cf. An., i, 8, 27.
Alejandro profesaba la misma
idea que Ciro acerca de la valentía
personal del caudillo, idea que
los griegos del siglo iv consideraban romántica. Se exponía al peligro sin miramiento alguno y resultaba herido con frecuencia.
[29] 28
Movido por la
clara conciencia del
paralelo histórico existente
entre la campaña de Alejandro y la de Ciro, Arriano dio a su historia
del conquistador macedonio el título de Anábasis de Alejandro. Cf. arriano,
An., i, 12, 3-4.
[30] 29
isócrates, Paneg., 145.
demóste.nes, Simonas, 9 y 32.
Sobre Jasón de Feres y su plan de
acabar con el imperio persa, Cf. isócrates,
FU., 119. En esta serie
deben incluirse también, seguramente, y no en último lugar, los propios Fi-lipo
y Alejandro. Pero carecemos de datos
acerca de esto.
[31] 30
Cf. supra, p. 957, n. 25.
Alejandro trató de mezclar la sangre y la cultura griegas y persas mediante
el matrimonio de la nobleza de ambos pueblos.
[32] 31
Cf. An., i, 9.
[33] 32
Paneg., 50. Cf. supra,
p. 865.
[34] 33
Cf. las palabras
de Jenofonte para
describir el carácter
de Ciro en
los aspectos que le
interesaban, en Cirop.,
i, 1, 6: ti/j pot' w)\n
gnea\n kai\ poi/an tina\ fu/sin e)/xwn kai\ poi/a| tini\ paideuqei\j paidei/a|
tosou=ton dih/negken ei)j to\
a)/rxein a)nqew/pwn. Una importancia
tan grande como
la que aquí
se atribuye a la paideia para
los persas se la asigna Jenofonte en el sistema espartano: Constitución de
los lacedemonios, ii.
Sin embargo, la
exposición de la paideia de Ciro se limitaba esencialmente al
capítulo segundo del libro primero de la
Ciropedia. También la Anábasis
toma su título del primer capítulo de la obra, a pesar de que la parte
principal de ella se consagra a relatar la retirada de los griegos, es decir, la
katábasis. No escasean
los ejemplos de esta
clase de títulos
en la literatura antigua.
[35] 33a El título de la obra se justifica también en el
sentido de que se habla constantemente de la paideia de los persas y de
su areté como la fuerza creadora a que debe sus orígenes el imperio
persa. Los pasajes en apoyo de esto son demasiado numerosos para citarlos
aquí. También al transferir el poder a sus sucesores y herederos destaca Ciro
como título jurídico la paideia recibida por él y trasmitida a sus
hijos (viii, 7, 10).
[36] 34
Cf. los capítulos iv y ix de este libro.
[37] 35 El amor por la justicia es inculcado desde muy temprano
por la paideia persa a todo el mundo: Cirop., i, 2. 6; Cf.
también la conversación de Ciro, siendo muchacho, con su madre médica, i, 3,
16. Acerca de su padre persa, leemos en i. 3, 18: me/tron au)tw=| ou)x h( yuxh/, a)ll' o( no/moj e)sti/n - yuxh/, que significa veleidades subjetivas, por oposición a
la objetividad de las normas de la ley.
[38] 36 Hipparchicus. ix, 8.
[39] 37 Con pericles,
su "primer ciudadano" ( Prw=toj a)nh/r ). Atenas forjó
un gobernante que era a la par estadista y estratego. Este mismo ideal rige también
para los dos adversarios Alcibíades y Nicias. El último que logró reunir ambas
cualidades fue Timoteo. Desde entonces, tendieron a separarse cada vez más.
Jenofonte no considera como la mejor preparación para la misión de gobernar la
carrera de político, sino la educación del soldado. También Isócrates y, sobre
todo. Platón, destacan con enérgicos trazos, en su paideia del regente,
el factor militar. Sin embargo, el tipo de gobernante de Jenofonte, basado
exclusivamente en las virtudes del soldado, no predomina hasta llegar a la
época helenística. Muchas de estas personalidades gobernantes asociaban las
cualidades del soldado a una formación científica.
[40] 38 Critias, como demuestran los fragmentos de su Constitución
de los espartanos, obra escrita en prosa, consagró su atención, en sus estudios sobre la
vida política de otros estados, al problema de la educación. Acerca de Tesalia
podía informar por experiencia propia.
[41] 39
Cirop., l, 2, 2-3 (principio).
[42] 39a En Const. de los laced., x,
4, Jenofonte ensalza la educación de la juventud espartana a cargo del estado
en términos semejantes a como lo hace aquí con respecto a la juventud persa.
[43] 40 Cirop., ι, 2, 6.
[44] 41 Cirop., i, 2, 3-4.
[45] 42 Cf. demóstenes,
Cor., 169.
[46] 43 Cirop., i, 2, 5.
[47] 44 Cirop., i,
2, 6.
[48] 45
Cirop., I, 2, 7.
[49] 46 Cf. supra, p. 432 n. 119; pp. 743, 911 s.
[50] 47 Cirop., i, 2, 8.
[51] 48 Cirop., i, 2, 8-9. También isócrates, Areop., 43 y 50,
postula la necesidad de velar mejor por los efebos y los jóvenes.
[52] 49 Cirop., i, 2, 10. Cf. Const.,
de los laced., iv, 7; vi, 34. Sobre el Cinegético, Cf. infra,
pp. 978 ss.
[53] 50 Oik., iv, 4ss.
[54] 51 Cirop., i, 2, 12 (final)-13.
[55] 52 Pero a los ciudadanos con plenitud
de derechos de Esparta tenía por fuerza que parecerles extraño el hecho de que
hasta el rey de los persas y la alta nobleza se entregasen celosamente a la
agricultura. En Esparta, estos trabajos, como cualquier otra ocupación
profesional, eran considerados banales. Cf.Const. de los laced., vii, 1.
Jenofonte, que aquí no coincide con su ideal
espartano, señala expresamente, en Oik., IV, 3, esta oposición entre Esparta y
Persia.
[56] 53 Cirop.,
i, 2, 15.
[57] 54
Cirop., viii, 8.
[58] 55 Const. de los laced., xiv.
[59] 56 Algunos especialistas consideran
como una adición posterior de Jenofonte o atribuyen incluso a otro autor el
final de la Ciropedia y de la Constitución de los lacedemonios, en
el que Jenofonte acusa a los espartanos y a los persas de su tiempo,
respectivamente, de haber abandonado su propio ideal. Pero sería raro que en
ambas obras se hubiese introducido exactamente la misma modificación a
posteriori. Lejos de ello, las consideraciones finales de ambas obras se
apoyan mutuamente por el contraste que establecen entre el estado de cosas
vigente en otro tiempo y la decadencia imperante en tiempo del autor. La
característica palabra "ahora" no aparece sólo en la consideración
final de la Ciropedia, sino también en otros pasajes de la obra. Cf. 1,
3, 2; I, 4, 27; II, 4, 20; III, 3, 26; iv, 2, 8; iv, 3, 2; iv, 3, 23; VII, 1, 37; viii, 2, 4; viii, 2, 7; viii, 4, 5; viii, 6, 16. Y
si los capítulos finales de ambas obras son auténticos y proceden del autor,
como yo no dudo, habrá que situar la terminación de la Ciropedia y de la
Constitución de los lacedemonios en la última década de la vida de
Jenofonte. El acontecimiento más reciente que menciona jenofonte en Cirop., viii,
8, 4, es la entrega del sátrapa rebelde Ariobarzanes al gran rey por su
propio hijo (año 360).
[60] 57
Cirop., i, 3, 2s5.; viii, 3, 1; νiii, 8, 15.
[61] 58
Cirop., vii. 5, 85.
[62] 59 Cirop., νiii, 8, 1-2.
[63] 60 Cf. supra, p. 959, n. 33a.
[64] 61 Cf. supra, pp. 86 ss., bajo
el título "El ideal espartano del siglo iv y la tradición".
[65] 62 Cf. platón, Leyes,
626 A (Cf. infra, cap. x). En términos análogos a éstos admira el
autor oligárquico de la obra titulada Constitución de los atenien ses, que
ha llegado a nosotros atribuida a Jenofonte, la asombrosa consecuencia del
sistema democrático en todos sus detalles, sin pronunciarse en cuanto al fondo
del asunto.
[66] 63
Const. de los laced., i, 2; ii, 2; ii, 13, etcétera.
[67] 64
Cf. ibid., i,
2, sobre el carácter original de la reforma
del estado por Licurgo;
y ix, i; x, 1; x, 4;
xi, 1 y otros pasajes sobre el
carácter admirable de las instituciones
espartanas. Nadie las imita,
pero todos las alaban: x, 8.
[68] 65
El autor subraya repetidas veces que las instituciones espartanas son
dia-metralmente opuestas a las de los demás estados griegos. Cf. I, 3-4;
ii, 1-2; ii, 13; iii, 2; vi, 1;
vii, 1, etcétera.
[69] 66
Cf. Const. de los laced., i, 10; ii, 14.
[70] 67
No por ello sería
recibido por los espartanos el
libro de Jenofonte,
en el que se contenía una eficaz defensa del sistema espartano.
[71] 68
Cf., por ej., Helénica, vii, 4. 15 ss.
[72] 68a Este giro de la política ateniense
se expone muy detalladamente en Helénica, vii, 1. El envío de cuerpos
auxiliares atenienses para Esparta o sus confederados se menciona siempre de
un modo expreso en la misma obra y en la que trata de los ingresos del estado.
[73] 69 Cf. además de la República y
las Leyes de platón, en las
que se recoge este principio, principalmente la manifestación de aristóteles en la Ética nico-maquea,
x, 10, 1180 a 25: "El estado espartano es el único en que el
legislador vela por la educación y el régimen de vida de los hombres; en la
mayoría de los estados, estas cosas se desdeñan totalmente y cada cual vive
como mejor le parece, gobernando al modo ciclópeo sobre las mujeres y los
niños."
[74] 70
Const. de los laced., xiv, 6:
los espartanos son ahora
tan poco queridos en Grecia, que los demás griegos
hacen un frente común para impedir que resurja su dominación.
[75] 71
Referencias a la
intervención del poder divino
en los acontecimientos históricos:
Helénica, vi, 4, 3, y vii, 5, 12-13.
[76] 72 Cf. el capítulo sobre Sócrates, supra,
pp. 389 ss.
[77] 73
La aportación de
las Memorables al
problema de la paideia consiste
en la exposición de la paideia de Sócrates, que Jenofonte hace en
esta obra.
[78] 74
Cf. supra, pp. 428 s.
[79] 75 Cf. supra, p. 954, n. 16.
[80] 76 Cf. supra, p. 905.
[81] 77 supra, p. 285.
[82] 78 La
palabra a)groi=koj se convierte en el
término más usual para
designar la incultura. Cf. aristóteles,
Retorica, iii, 7, 1408 a
32, donde se contrapone a la palabra πεπαιδευμένος. De un modo más
específico, la Ética nicomaquea, ii, 7, 1108 a 26, presenta la palabra
como lo opuesto a la destreza (en el trato social), a la eu)trapeli/a. teofrasto, Caracteres, IV, traza una
descripción del tipo del a)groi=koj.
[83] 79
Cf. sobre Los comilones (daitaleis)
de Aristófanes, supra, pp. 335 ss.
[84] 80 platón, Fedro, 230 D.
[85] 81 jenofonte,
Oik., iv, 1.
[86] 82 Oik., iv, 2-3.
[87] 83 Oik., iv, 4 s.
[88] 84 Oik., iv, 6, 8-12; 14ss.
[89] 85 Oik., iv, 20-25.
[90] 86 Oik., iv, 4. Cf. también,
sobre la combinación de ambas actividades en la vida de los reyes persas,
iv, 12. Para Jenofonte, el ejercicio de la agricultura no es sólo aumento de
la casa (oi)kou au)/chsij) y ejercicio físico (sw/matoj a)/skhsij), sino también placer (h(dupa/qeia). Cf. Oik., v, 1 ss.
[91] 87 Oik., iv, 12-17.
[92] 88
Podríamos añadir a esto lo que en la obra Sobre el arte de la
equitación ( Peri\ i(ppikh=j, 5), dice Jenofonte acerca de la paideia del mozo de silla. La idea
de la educación,
en su cruzada
triunfal del siglo
IV, no se detiene
ante ningún terreno. Claro está que aquí sólo se trata de un problema de expresión. Es instructivo observar que
por la misma época en que
espíritus selectos como Platón
o Isócrates dan a
la palabra paideia un relieve espiritual
extraordinario, en otros círculos
esta palabra empieza ya a adquirir un matiz trivial.
En Oik., vii, 12, habla
Jenofonte de la educación de los niños como problema, pero sólo por medio
de breves alusiones.
No forma parte
de la estructura
de la paideia económica, de
que se trata en esta obra.
[93] 89
Oik., vii, 4.
[94] 90 Oik., vii, 32.
[95] 91 Oik., vii, 5.
[96] 92 Cuando la mujer joven entra en el
matrimonio es ya πεπαιδευμένη en el arte de
hilar la lana y de cocinar, Oik., vii, 6. Su madre no la ha enseñado
sino a mostrar un retraimiento pudoroso (swfronei=n).
[97] 93 Oik., vii, 14. La mujer no
espera llegar a ser la colaboradora (sumpra=cai) de su marido.
[98] 94
Cf. Ivo Bruns,
'"Frauenmanzipation in Athen", en
sus Vorträge und Aufsätze (Munich, 1905), que valora también lo
que el Oikonómikos de Jenofonte representa en este aspecto.
[99] 95
Cf. las ideas de Jenofonte
sobre la cooperación entre el hombre y
la mujer, aplicada al régimen doméstico
rural, en Oik., vii, 18 ss.
[100] 96 Oik., vii, 21-22. Cf. todo el pasaje siguiente.
[101] 97 Oik., vii, 23-25.
[102] 98 Oik., vii, 24.
[103] 99 Qik., vii, 23.
[104] 100 Oik.. vii. 32-37.
[105] 101 Oik., vii, 41.
[106] 102 Oik., vii.
[107] 103 Oik., ix.
[108] 104 Oik., X.
[109] 105 Oik., ix, 11-13.
[110] 106
Cf. Oik., xii, 4 ss. hasta
xiv, sobre la paideia del
inspector de la hacienda. Por παιδεύειν no debe
entenderse aquí tanto
el entrenamiento técnico como
la verdadera educación
del hombre que
posee por naturalza
las cualidades necesarias para
inspeccionar a los obreros. Uno
de los objetivos fundamentales
de esta educación consiste en capacitar al hombre para dirigir a otros (Cf. xiii, 4). Debe ser verdaderamente fiel a su señor,
procurar servir del mejor modo sus
intereses en el modo de dirigir a los obreros, y además conocer
concienzudamente su oficio (xv, 1).
[111] 107 Oik., xii,
17-18.
[112] 107a Oik., xi, 14.
[113] 108
Oik., xii, 20.
[114] 109 Oik., xv, 10; xvi, 1.
[115] 110 Oik., xxi, 10.
[116] 111 Esta obra se considera ahora casi por todo el mundo
como apócrifa. Claro está que esto no disminuiría en lo más mínimo el valor que
tiene para la historia de la paideia, el cual no obedece precisamente al
nombre del autor. Pero, de ser esto cierto, nos privaría de la exposición de
uno de los elementos esenciales del ideal jenofontiano de la cultura. Cf. las
razones que a mi juicio hablan en contra del carácter apócrito de esta obra, infra,
p. 979, n. 130.
[117] 112
La parte fundamental del Cinegético
(caps. Π-xi) tiene
un carácter puramente técnico. La
introducción de la obra (i) y el final
(xii-xiii) se consagran a
estudiar la importancia de la personalidad del hombre.
[118] 113
Const. de los laced., iv, 7; vi, 3-4.
[119] 114
Cirop., i, 2, 9-11. A
esto corresponde el modo de destacar
a través de toda la obra la importancia de la caza en la vida de Ciro el
Viejo y de los persas. Cf. también el relato del amor por la caza en la estampa
de Ciro el Joven en An., i, 9,
6.
[120] 115 platón, Leyes,
823 Β hasta el final
del libro séptimo.
[121] l16
Sobre la fecha del Cinegético, Cf. supra, pp. 954 s.
[122] 117 Cf. las palabras finales del libro séptimo de las
Leyes y 823 D.
[123] 118 Leyes, 823 B-C.
[124] 119
Cf. en general, sobre esta forma de enseñanza, Leyes, 823 A; en su
aplicación al caso de la caza,
823 C y D, donde se prevé también la
forma poética del elogio de la caza.
[125] 120 Leyes, 823
D-E.
[126] 121 Leyes, 824 A.
[127] 122 Cf. L. radermacher,
Rheinisches Museum, li (1896),
pp. 596 ss., y lii (1897), pp. 13 ss., donde se pretende probar que el Cinegético es una obra apócrifa.
[128] 123
Cineg., i, 1.
[129] 124
Cf. sobre la figura mítica de Quirón en la antigua tradición de la paideia,
supra, pp. 39 ss.
[130] 125
Sobre Quirón como educador de los
héroes en Píndaro, Cf. supra, pp. 39 y 208.
[131] 126 Cineg., 1, 2.
[132] 127 Cineg., i, 5 ss.
[133] 128 Cineg., ii-viii.
[134] 129 Cineg., ix,
caza mayor; x,
jabalí; XI,
fieras. Jenofonte
conocía por experiencia propia
brillantes detalles sobre la caza en el Asia.
[135] 130
Cineg., xii-xiii. Eduard
norden, Die antike
Kunstprosa, t. I,
p. 431, dedica un apéndice
especial al problema del
estilo del preámbulo
al Cinegético de Jenofonte.
Este autor se
halla influido, indudablemente, por
las investigaciones de
Radermacher (Cf. supra, p. 977, n. 122), quien había puesto de relieve,
con acierto, que
el preámbulo tenía
un estilo distinto
al del resto
de la obra. Caracterizaba el estilo del preámbulo
como "asiánico", por cuya
razón estilística entendía que la
obra no podía ser
anterior al siglo III a. c.
La obra aparece citada en la
relación de los escritos de
Jenofonte por Diógenes Laercio, la cual
se remonta a
los trabajos de
catalogación (πίνακες) de los filólogos
alejandrinos del siglo iii
a. c. Norden
subraya con razón
la inseguridad de las razones puramente estilísticas,
y aunque no se
atreve a considerar tampoco a
Jenofonte como el autor
de la obra,
pone de manifiesto
acertadamente que la
lucha por la verdadera paideia,
a que este escrito pretende ser una contribución, no cuadra mejor en
ningún siglo que en el
de Jenofonte. Por
otra parte, cree
que el estilo del
preámbulo sólo puede
ser atribuido a
la llamada segunda
sofística del Imperio romano,
por cuya razón
lo considera como
una adición posterior a la obra. Esta tesis
se estrella contra el hecho de
que el preámbulo es citado expresamente al comienzo de la parte final del Cineg., xii,
18, cosa que Norden no tuvo
en cuenta. La obra
forma una unidad
indivisible. El preámbulo
y el final sirven para encuadrar la parte fundamental,
puramente técnica, de la obra dentro de
la discusión del siglo IV
sobre la paideia y para analizar el valor de la caza para la
educación del hombre. Siente uno
repugnancia a contradecir a un especialista como
Norden en materia
de estilo, pero
es indudable que
el preámbulo no difiere
sustancialmente de otros
pasajes semejantes de
las obras de Jenofonte, estilizados de un modo retórico. Es éste un problema que me propongo
analizar más a fondo en otro lugar.
[136] 131
Cineg., xiii, 3 y 6.
[137] 132 Cineg., xii, 1.
[138] 133
Cineg., xii, 2-6: Cf. Anth. Pal, xiv, 17.
[139] 134
Cineg., xii, 7-8: to\ e)n
th=| a)lhqei/a| paideu/esqai se contrapone
a la pai-deia puramente verbal imperante en
la actualidad, tal
como se describe en xiii la educación de los sofistas. Allí donde la realidad de la vida (a)lh/qeia) se acerca al
hombre, le va formando a fuerza de trabajos y fatigas (πόνος).
[140] 135
Cineg., xii, 15, 16, 17, 18; xiii, 10, 13, 14, 22, etcétera. Las palabras πόνος y παίδευσις se emplean en xii, 18, como
sinónimos.
[141] 136
Cineg., xii, 18. Cf. i, 1
ss.
[142] 137 Cineg., xiii, 1-3.
[143] 138
Cineg., ΧΙΠ, 4. Es interesante
ver que también
en materia de paideia
existen ahora expertos
y profanos ( i)diw=tai), y también
que el profano
ejerce aquí su crítica con
mayor vigor que en
ningún otro campo. Jenofonte
subraya también su carácter
de profano al final
de la obra Sobre el arte de la
equitación, xii, 14.
[144] 139
La sencillez de
que se jacta
el autor, al
escribir i)/swj ou)=n toi=j me\n o)no/masin ou) sesofisme/nwj le/gw.
ou)de\ ga\r zhtw= tou=to no debe tomarse demasiado al pie de la letra. Los recursos estilísticos de que hace gala
en el preámbulo y en el final de su obra para aparecer como un escritor
completamente "sencillo" no son nada desdeñables.
[145] 140
Cineg., xiii, 5. Esto nos
recuerda a Teognis, 60, quien reprocha a la gente inculta de su tiempo el no
poseer ningunas gnw=mai (Cf. supra, p. 191).
[146] 141
Cineg., xiii, 6:
"Muchos otros censuran
también a los
actuales sofistas (tou\j nu=n sofista/j), es decir,
no a los
que aspiran a
una verdadera cultura
(tou\j filoso/fouj), el que su sabiduría consiste en palabras y no en pensamientos". La antítesis, que vuelve a presentarse en XIII, 1, 8, 9. Jenofonte, aunque hace constar que es un
profano, hace causa común con los
"filósofos".
[147] 142 Cineg., xii, 9, 10, 15; xiii, 11 s., 17.
[148] 143 Cineg., xiii, 15-18. Cf. otro epilogo piadoso semejante a éste en
el Hipparchicus.
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