miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Capítulo 5 Objetivos y recursos bélicos (432-431)

PARTE II

 

 

LA GUERRA DE PERICLES


Es costumbre referirse a los diez primeros años de la contienda como la «Guerra de Arquidamo» o «Guerra arquidámica»; esto se debe al nombre del monarca espartano que comandó las primeras invasiones del Ática. No obstante, en lo referente a la génesis de la contienda y a las estrategias que se adoptaron, Arquidamo no dejó de ser un actor de segunda fila. Una denominación más certera sería la de «Guerra de los Diez Años», aunque su primera parte también se podría bautizar como la «Guerra de Pericles», pues el líder ateniense fue la figura dominante en sus inicios y su primer protagonista. A pesar de que la diplomacia de Pericles aspiraba a evitar la guerra contra Esparta y sus aliados, el estallido del conflicto en el año 431 bien merecería llevar su nombre. El fracaso de su plan de moderación y disuasión desembocó en la guerra, mientras que las estrategias que él mismo había formulado y apoyado modelarían el curso de sus primeras campañas. Los atenienses no se apartarían de ellas ni buscarían alternativas hasta pasados varios años de la muerte de Pericles. Incluso tras su desaparición, su influyente sombra se proyectaría sobre su curso y sobre el comportamiento de muchas de sus figuras principales.



 Capítulo 5

 

 

Objetivos y recursos bélicos (432-431)


ESPARTA

El lema de Esparta para entrar en guerra era: «La libertad de los griegos» (II, 8, 4), lo que venía a significar la destrucción del imperio ateniense y la liberación de las ciudades-estado sobre las que gobernaba. Más allá del discurso propagandístico orientado hacia la opinión pública, Tucídides relata que el verdadero motivo de Esparta era su temor hacia el creciente poder de los atenienses; «así pues, los espartanos consideraron que debían intentar quebrar el poder de Atenas si les era posible y emprender la guerra» (I, 118, 2). Entre los espartanos, también había quienes buscaban la restauración de su anterior posición como único Estado hegemónico dentro del mundo griego, y el honor y la gloria que ello suponía.
Por lo tanto, la consecución de estas metas requería la destrucción de los recursos clave de Atenas: sus murallas, que hacían a la ciudad invulnerable frente al ejército de Esparta; su flota, que le otorgaba el control de los mares; y su imperio, que proporcionaba el dinero necesario para el mantenimiento de la armada. Una victoria que no consiguiera culminar estos objetivos tendría un valor limitado; así pues, Esparta debía optar por una estrategia ofensiva.
La Alianza espartana incluía a la gran mayoría de ciudades-estado del Peloponeso, así como a los megareos en la frontera nororiental, a los beocios, a los locros ozolos, a los focenses de la Grecia central y, en el oeste, a las colonias corintias de Ambracia, Léucade y Anactorio (Véase mapa[11a]). En Sicilia, los espartanos también se habían aliado con los habitantes de Siracusa y con los de todas las ciudades dorias, a excepción de Camarina; y en Italia, con Locros y su propia colonia de Taras. Sin embargo, el corazón de la Alianza lo formaba su esplendida infantería pesada, compuesta sobre todo por peloponesios y beocios, dos o tres veces mayor que la falange hoplita ateniense y considerada en muchos aspectos la mejor del mundo. La estrategia de los espartanos descansaba en su confianza, en la imbatibilidad de un ejército tan formidable.
Al principio de la guerra, Pericles llegó a admitir que en una única batalla el ejército peloponesio podía aplastar al resto de Grecia. En el año 446, tras la invasión perpetrada por el ejército espartano sobre el Ática, los atenienses habían elegido no combatir y sellar la paz mediante el abandono de las posesiones imperiales en la Grecia central y la concesión del dominio espartano sobre el territorio continental. Este precedente ayuda a explicar por qué la facción belicista espartana no quedó convencida con los argumentos planteados por el rey Arquidamo a favor de la cautela. Para ellos, el enfoque tradicional era el único sinónimo de éxito: sólo necesitaban invadir el Ática durante la estación de cultivo, y los atenienses, o bien se rendirían como en el año 446 o, si el coraje se lo permitía, saldrían a luchar y se les derrotaría. En cualquier caso, la guerra sería breve y la victoria de Esparta, segura.
No obstante, la presunción espartana se apoyaba en antiguas ideas y dejaba de lado el hecho de que la creación de un imperio por parte de Atenas y sus subsiguientes rentas, su vasta armada bien entrenada y la construcción de las murallas de la ciudad de Atenas y los Muros Largos, que la conectaban con el puerto fortificado del Pireo, equivalían a lo que hoy llamaríamos una revolución militar, lo que les permitía adoptar un nuevo estilo de hacer la guerra contra el cual los métodos tradicionales se mostrarían inútiles. Sin embargo, los espartanos no querían o no podían ajustarse a las nuevas realidades bélicas.
Algunos creían que Atenas, a diferencia de cualquier otra ciudad griega, no elegiría el enfrentamiento, aunque tampoco la rendición inmediata, pero la gran mayoría confiaba en que ni siquiera los atenienses podrían aguantar un asedio durante mucho tiempo. Cuando estalló la guerra, los espartanos esperaban que «destruirían la hegemonía ateniense en pocos años si arrasaban sus cultivos» (V, 14, 3). Muchos griegos se mostraron de acuerdo con este planteamiento: si los peloponesios invadían el Ática, «algunos pensaron que Atenas aguantaría un año; otros, dos; pero ninguno más de tres» (VII, 28, 3).
En cualquier caso, Arquidamo confiaba en que Atenas podía resistir indefinidamente sin presentar batalla ni rendirse, por lo que la superioridad de la infantería pesada peloponesa no era garantía de victoria. No obstante, la estrategia alternativa de incitar a la rebelión a lo largo y ancho del imperio necesitaba una flota capaz de derrotar a los atenienses en el mar, y eso requería la financiación suficiente. Sin embargo, Arquidamo señaló que los peloponesios no tenían «dinero en el tesoro público ni forma alguna de recaudarlo a través de impuestos» (I, 80, 4). Cuando comenzó la guerra, los peloponesios poseían un centenar de trirremes, pero carecían de remeros, de timoneles y de capitanes diestros en las técnicas de la guerra naval moderna, perfeccionadas por los atenienses. En cualquier combate marítimo, los peloponesios serían inferiores en naves, tácticas y efectivos.
Los corintios intentaron plantear argumentos para contrarrestar tales planteamientos, pero la mayoría de sus propuestas resultaban imposibles de llevar a la práctica. Éstas se redujeron a meras intenciones, ya que finalmente no hicieron sino confiar en que «existen otros medios que ahora no se pueden prever» (I, 122, 1) y en el carácter imprevisible de la guerra, «pues ella misma ingenia sus propios recursos de acuerdo con las circunstancias» (I, 122, 1).
ATENAS

En la historia de Grecia jamás había tenido lugar una guerra defensiva como la ideada por Pericles, sin duda porque no había habido ningún Estado anterior a la democracia imperial ateniense que dispusiera de los medios necesarios para llevarla a cabo. A pesar de todas las dificultades que planteaba, era mejor que el método tradicional de hacer la guerra. Cualquier plan de presentar al enemigo batalla por tierra habría sido una locura, debido a la gran ventaja numérica de los peloponesios. En los inicios de la guerra, los atenienses contaban con un ejército de trece mil hombres de infantería en edad de ser llamados a filas (de los veinte a los cuarenta y cinco años) y en condiciones de entrar en batalla, y otros dieciséis mil hombres por encima o por debajo de la edad requerida para servir en las falanges, y que podían encargarse de los fuertes fronterizos y de los muros que rodeaban Atenas y la conectaban al Pireo. Plutarco cuenta que el ejército espartano que invadió el Ática en el año 431 ascendía a sesenta mil hombres (Pericles, XXXIII, 4). Aunque esta cifra es a todas luces demasiado alta, las fuerzas espartanas debieron de superar a los hoplitas atenienses en proporción de dos o tres a uno.
Por parte de Atenas, su poder y sus esperanzas se basaban en su magnífica armada. En los muelles de los astilleros descansaban al menos trescientos barcos de guerra en condiciones de hacerse a la mar, así como otros muchos que podían ser reparados y utilizarse en caso de necesidad. Sus aliadas libres, Lesbos, Quíos y Corcira, podían también proporcionar naves, quizá más de un centenar en total. Contra una flota de tal tamaño, los peloponesios sólo tenían cien embarcaciones, y la pericia y la experiencia de sus tripulaciones no era rival en comparación con las de los atenienses, como quedaría probado una y otra vez durante la primera década de la contienda.
Pericles sabía que la clave de la guerra naval era contar con el dinero suficiente para construir y mantener la flota y pagar a la marinería. En esto, Atenas también disfrutaba de una amplia ventaja. Los ingresos anuales de la ciudad en el año 431 ascendían a unos mil talentos de plata, de los que cuatrocientos provenían de las rentas internas y seiscientos de los tributos y demás recursos imperiales [6]. Aunque se disponía de unos seiscientos talentos anuales para gastos bélicos, tal cantidad no sería suficiente para sostener el plan de Pericles. Atenas también tendría que echar mano de las reservas, y aquí, de nuevo, se hallaba excepcionalmente bien dotada. En los albores de la guerra, el tesoro de Atenas albergaba seis mil talentos en moneda acuñada en plata, alrededor de quinientos en oro y plata sin acuñar, y otros cuarenta en el pan de oro que recubría la estatua de Atenea en la Acrópolis, al cual se podía recurrir en caso necesario. Contra esta riqueza sin par, los peloponesios no podían competir. Pericles tenía razón al afirmar ante los atenienses que «los peloponesios carecen de dinero, ya sea público o privado» (I, 141, 3). Esta máxima también podía aplicarse a sus aliados; y aunque los corintios estaban mejor situados que los demás, tampoco poseían fondos de reserva.
Para poder evaluar la viabilidad financiera del plan de Pericles necesitamos conocer cuánto tiempo esperaba que aguantaran los espartanos. Pocos han sido los estudiosos que han investigado esta cuestión, suponiendo que una guerra de diez años entrara dentro de sus cálculos. Esta idea se basa parcialmente en el discurso de Pericles a los atenienses en vísperas de la guerra, en el que insistió en que los peloponesios «no tenían experiencia en una guerra naval o en un conflicto tan largo en el tiempo; sólo se atacan unos a otros durante cortos períodos de tiempo a causa de su pobreza» (I, 141, 3). Aunque tenía motivos para argumentar que carecían de los recursos necesarios para lanzar el tipo de campaña que podía poner en peligro al Imperio ateniense, tampoco se podía evitar que invadieran anualmente el Ática. Esas empresas no duraban más de un mes, y su único coste era el rancho de la soldadesca.
Podemos llegar a estimar el gasto anual medio de la estrategia de Pericles si examinamos el primer año de la contienda, cuando éste controlaba el gobierno de la ciudad y su plan se aplicaba minuciosamente. Fue un año con un gasto tan reducido como lo podía ser mientras Atenas estaba en forma. Cuando los peloponesios invadieron el Ática en el año 431, los atenienses enviaron cien naves a rodear el Peloponeso. Un escuadrón de treinta embarcaciones fue enviado a proteger la isla de Eubea, enclave vital para los planes de Atenas, junto con las setenta que ya se encontraban bloqueando Potidea. En total, ese año entraron en servicio doscientos nuevos trirremes atenienses. El mantenimiento mensual de una embarcación en activo equivalía a un talento, y solían hacerse a la mar por un período de ocho meses; aunque, por ejemplo, en el caso del bloqueo de Potidea, las naves tuvieron que permanecer en servicio posiblemente a lo largo de todo un año. Estas estimaciones sumarían un gasto bélico anual de la flota de mil seiscientos talentos. A esto se debería añadir el gasto militar, cuya mayor parte se destinó a Potidea. En su asedio, no se bajó nunca de los tres mil hombres en infantería, en algunos momentos incluso más; un cálculo conservador ofrece un total de unos tres mil quinientos efectivos. Los soldados recibían un dracma diario y otro para sus criados, por lo que el coste del ejército era de siete mil dracmas, es decir un talento y un sexto al día como mínimo. Si multiplicamos esta cantidad por trescientos sesenta, un número redondo anual, se alcanzan los cuatrocientos veinte talentos. Con toda seguridad, también había más gastos militares que no necesitan reseñarse aquí en detalle, pero si sólo incluyéramos los costes navales y los de las tropas de Potidea, llegaríamos a una cifra anual de dos mil talentos (otros dos cálculos basados en datos diferentes arrojan cifras similares).
Así pues, Pericles debió de calcular que, en una guerra de tres años de duración, la ciudad debería desembolsar unos seis mil talentos.
Durante el segundo año, los atenienses votaron por apartar mil talentos de los seis mil de sus reservas para usarlos sólo en caso de que «el enemigo realizase un ataque naval contra la ciudad y hubiera que defenderla» (11, 24, 1), con castigo de pena de muerte contra aquel que propusiera destinarlos a otro propósito. Esto nos deja con una reserva de fondos disponibles en el tesoro de cinco mil talentos; si incluimos los tres años de ingresos imperiales adicionales del período (unos mil ochocientos talentos), se alcanza un presupuesto militar potencial de seis mil ochocientos talentos. Así pues, la estrategia de Pericles podría mantenerse durante tres años, pero no durante cuatro.
Pericles conocía estas limitaciones, por lo que no pudo haber previsto una campaña que se extendiera durante diez años, ni mucho menos los veintisiete que finalmente llegó a durar. Su objetivo ulterior era empujar a Esparta, el Estado con auténtico poder de decisión dentro de la Liga del Peloponeso, a un cambio de estrategia. El persuadir a los espartanos de que consideraran la paz requería ganar para sí a tres de los cinco éforos. Para conseguir que éstos y la Asamblea espartana aceptaran la paz, los atenienses sólo necesitaban ayudar a restaurar la mayoría natural, conservadora y pacífica, que mantenía el equilibrio de Esparta dentro de la Liga del Peloponeso.
Bajo esta luz, el plan de Pericles parecía cobrar sentido. El monarca espartano, Arquidamo, ya había advertido a sus gentes sin éxito que las expectativas sobre el carácter de la guerra que se avecinaba estaban equivocadas: los atenienses no se enzarzarían en una batalla cuerpo a cuerpo y los espartanos no tenían otras opciones que les permitieran enfrentarse al nuevo desafío ateniense. La táctica de Pericles tenía como objetivo demostrar a los espartanos que su gobernante no se equivocaba.
El principal problema que Pericles tuvo que afrontar entre sus conciudadanos fue el de tenerlos que controlar para que no llevaran a cabo ataques en el Ática, pues cualquier acción ofensiva de envergadura habría entrado en conflicto con su estrategia: una agresión así no sólo habría alejado la posibilidad de la victoria, sino que también habría provocado al enemigo y habría impedido que Arquidamo impusiera su política frente a la de sus rivales. Sin embargo, una línea de contención en política interior y exterior posiblemente llevaría al poder antes o después a los partidarios de la paz en Esparta.

Pericles debió de esperar que el cambio de opinión en Esparta se produjera relativamente pronto, con toda seguridad no en más de tres campañas, ya que habría sido muy poco razonable que los espartanos hubieran continuado estrellándose infructuosamente contra los muros de piedra de las defensas atenienses. Pero rara vez predomina la razón cuando los Estados y sus gentes han entrado en guerra, por lo que los cálculos objetivos de sus recursos comparativos no suelen servir para predecir el curso de un conflicto que se extiende en el tiempo.

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