PROLOGO
373
Aparece el segundo tomo de esta obra diez años
después de ver la luz el primero.[1] El tercero lo seguirá
inmediatamente. Este prólogo es común a ambos volúmenes, sobre todo teniendo en
cuenta que los tomos segundo γ tercero
forman una unidad dentro de la obra en conjunto, pues ambos tratan de la
historia intelectual de la Grecia antigua en el siglo iv a. c., o sea en la
época de Platón, razón por la cual se complementan mutuamente. Estos dos
volúmenes dan cima a la historia del periodo clásico de la Hélade. Sería tentador
poder pensar en la continuación de la obra a lo largo de los últimos siglos de
la Antigüedad, ya que los ideales de la paideia plasmados en el periodo
clásico tuvieron un papel tan descollante en el desarrollo y expansión
ulteriores de la civilización grecorromana. Más abajo trazaré un breve esbozo
de este plan ampliado. Pero, llegue o no a realizar este ideal, debo dar
gracias a la suerte, que me ha permitido completar mi obra sobre el periodo más
grande de la vida de Grecia, la cual, después de haber perdido todos los bienes
de este mundo —el estado, el poder, la libertad y la vida cívica en el
sentido clásico de esta palabra—, pudo todavía decir con su último gran
poeta, Menandro: "Hay un bien que nadie puede arrebatarle al hombre, γ es la paideia." Fue el mismo poeta que escribió las palabras que
figuran como lema al frente de este volumen: "La paideia es un
puerto de refugio de toda la humanidad" (Monost., 2 y 312).
Quien crea que la esencia de la historia consiste en
la vida orgánica de las naciones individuales, deberá considerar el siglo iv
como una fase más avanzada en el declinar no sólo del poder político de Grecia,
sino también de la estructura interna de la sociedad griega. Desde este punto
de vista, no alcanzaríamos a comprender por qué este periodo es tan importante
como para justificar un estudio de la extensión de él. Este periodo es una era
de importancia única en la historia de la cultura. A través de las tinieblas
cada vez más espesas del desastre político, se revelan en su ámbito, como
conjurados por las exigencias de la época, los grandes genios de la educación,
con sus sistemas clásicos de filosofía y de retórica política. Sus ideales de
cultura, que sobrevivieron a la existencia política independiente de su nación,
fueron trasmitidos a otros pueblos de la Antigüedad y a sus sucesores como la
más alta expresión posible de la humanidad. Es corriente estudiarlos bajo esta
luz supratemporal, sustrayéndolos a las luchas tenaces y amargas de su tiempo
para asegurar la propia preservación política y espiritual; luchas que los
griegos 374 interpretaban de un modo característico como el esfuerzo para determinar
el carácter de la verdadera educación y la verdadera cultura. Sin embargo, mi
propósito ha sido desde el comienzo mismo de esta obra hacer algo completamente
distinto: explicar la estructura y la función social de los ideales griegos de
la cultura proyectándolos sobre su fondo histórico. Éste es el espíritu que me
ha guiado al tratar del periodo de Platón, en estos dos volúmenes; si de algo
sirven será, especialmente, para ayudar a comprender la filosofía platónica.
El propio Platón sabía tan bien que su filosofía nacía de un clima especial de
pensamiento y mantenía una posición histórica especial en el desarrollo de
conjunto del espíritu griego, que daba siempre a su dialéctica la forma
dramática de un diálogo, tomando como punto de partida una discusión entre
representantes de los diversos tipos de la opinión de su tiempo. De otra
parte, ningún otro gran escritor revela más claramente que éste la verdad de
que el único elemento permanente de la historia es el espíritu, no sólo porque
su propio pensamiento sobrevive a lo largo de miles de años, sino porque el
espíritu de la Grecia primitiva perdura en él. Su filosofía es una
reintegración de los periodos anteriores de la cultura helénica. En efecto,
Platón recoge, deliberada y sistemáticamente, los diversos problemas del
periodo preplatónico y los lleva a un plano filosófico más elevado. En este
sentido, todo el primer volumen (y no sólo los capítulos que tratan de los
pensadores presocráticos, sino, aún más, los que versan sobre los legisladores
y los poetas) debe considerarse como una introducción al estudio de Platón. En
el presente volumen y en el que le sigue se da por supuesto que el tomo primero
ha sido leído ya.
Otro punto de vista que indirectamente nos ayuda a
comprender a Platón (que debe ser considerado como la culminación de toda
historia de la paideia griega) es el contraste entre su obra y su carácter y de
los de otras grandes figuras de la misma era, que suelen ser estudiados como si
no guardasen la menor relación con la filosofía. Yo he intentado interpretar
el duelo entre las fuerzas filosóficas y las antifilosóficas en torno a la
primacía de la cultura en el siglo iv, como un drama histórico propio que no es
posible tergiversar sin oscurecer nuestra comprensión del conjunto del
problema y confundir los términos de esta antitesis, fundamental en la historia
del humanismo hasta nuestros días.
Cuando hablo del "siglo iv", no interpreto
este periodo en un sentido cronológico estricto. Históricamente, Sócrates
pertenece al siglo anterior, pero aquí se le considera como la figura que marca
el viraje intelectual de comienzos del periodo de Platón. La influencia real de
Sócrates empezó a revelarse de un modo postumo cuando los hombres del siglo iv
comenzaron a discutir en torno a su carácter e importancia; todo lo que
conocemos acerca de él (fuera de la caricatura de Aristófanes), es un reflejo
literario de esta influencia que 375 ejerció sobre sus contemporáneos más jóvenes y que se convirtió en
fama después de su muerte. Me sentía movido a estudiar la medicina, como
teoría de la naturaleza del hombre, en el volumen III, teniendo en cuenta la
gran influencia que llegó a ejercer sobre la estructura de la paideia de Sócrates y
Platón. Y abrigaba en un principio el propósito de llevar el segundo volumen
hasta el periodo en que la cultura griega logró la dominación del mundo (véase
prólogo al volumen 1). Este plan ha sido desechado ahora para sustituirlo por
un análisis más completo de las dos manifestaciones fundamentales de la paideia
en el siglo IV: la filosofía y la retórica, de las que habrían de derivarse
siglos más tarde las dos formas principales del humanismo. La era helenística
será tratada, pues, en un libro aparte. Aristóteles deberá ser estudiado, con
Teofrasto, Menandro y Epicuro, a comienzos del periodo helenístico, cuyas
raíces de vida se remontan hasta el siglo IV. Aristóteles es, como Sócrates,
una figura que marca la transición entre dos épocas. Sin embargo, en
Aristóteles, maestro de los entendidos, la concepción de la paideia sufre
un notable decrecimiento de intensidad que hace difícil situar esta figura al
lado de la de Platón, el verdadero filósofo de la paideia. Los problemas
que envuelve la relación entre cultura y ciencia, problemas característicos de
la Alejandría helenística, se perfilan claramente por vez primera en la
escuela de Aristóteles.
A la par con las discusiones culturales del siglo IV
que se describen en estos dos volúmenes y con el impacto de la civilización
humana sobre Roma, el tema histórico más importante de esta obra es la
trasformación de la paideia griega helenística en la paideia cristiana. Si
dependiese enteramente de la voluntad del autor, sus estudios acabarían con una
descripción del vasto proceso histórico a través del cual fue helenizada la
cristiandad y cristianizada la civilización helénica. Fue la paideia griega
la que puso los cimientos de aquel fogoso y secular pugilato reñido entre el
espíritu griego y la religión cristiana, cada uno de los cuales se esforzaba en
señorear o asimilar al otro, y de su síntesis final. Al mismo tiempo que tratan
de un periodo histórico propio y separado, el segundo y tercer volumen de esta
obra pretenden tender un puente sobre la sima que se abre entre la civilización
griega clásica y la cultura cristiana de la baja Antigüedad.
El método con que había de tratarse la materia tenía
que obedecer lógicamente a la naturaleza de los materiales estudiados, los
cuales no pueden entenderse plenamente a menos que se diferencien, describan y
analicen cuidadosamente todas las múltiples formas, contrastes, planos y
estratos en que se presenta la paideia griega, tanto en sus aspectos individuales como en sus
aspectos típicos. Lo que se necesita es una morfología de la cultura, en el
verdadero sentido histórico. Los "ideales de la cultura griega" no
pueden moverse por separado en el vacío de la abstracción sociológica ni tratarse
como tipos 376 uníversales. Cada forma de areté,
cada nuevo arquetipo moral creado por el espíritu griego deben estudiarse en
el tiempo γ en el sitio en que surgieron,
rodeados de las fuerzas históricas que les dieron vida y chocaron con ellos, y
plasmados en la obra del gran escritor creador que les infundió una forma
artística representativa. Con no menor objetividad que la del escritor al
relatar las acciones externas y retratar los caracteres, el artista, cuando
trate de los aspectos intelectuales de la realidad, debe registrar todos los
fenómenos de alguna importancia que caigan dentro de su campo visual, ya se
trate del ideal de carácter expresado en los príncipes de Homero o de la
sociedad aristocrática reflejada en los heroicos atletas juveniles de la poesía
de Píndaro, o de la democracia de la era de Pericles, con su ideal del
ciudadano libre. Cada una de las fases contribuyó a su modo al desarrollo de la
civilización griega, antes de ser suplantadas, cada una de ellas y todas en
conjunto, por el ideal del ciudadano filosófico del mundo y por la nueva
nobleza del hombre "espiritual" que caracteriza la era de los
imperios helenísticos en su apogeo, y forma una transición hacia la concepción
cristiana de la vida. En cada uno de estos periodos hubo elementos esenciales
que sobrevivieron y pasaron a otros periodos posteriores. Este libro subraya
frecuentemente que la cultura griega se desarrolló no destruyendo sus bases
previas, sino siempre tranformándolas. El cuño que había venido empleándose hasta
entonces no era arrojado como inservible, sino remozado. La regla de Filón metaxa/ratte to\ qei=on
no/misma dominó la cultura griega
desde Homero hasta el neoplatonismo y los Padres Cristianos de la baja
Antigüedad. El espíritu griego labora remontando las cumbres previamente
alcanzadas, pero la forma en que trabaja se rige siempre por la ley de la
estricta continuidad.
Cada una de las partes de este proceso histórico
constituye una fase, pero no hay en él ninguna parte que sea simplemente una
fase y nada más. Porque, como ha dicho un gran historiador, cada periodo se
halla "directamente en contacto con Dios". Cada edad tiene derecho a
ser valorada por si misma; su valor no reside simplemente en el hecho de ser un
instrumento en función de cualquier otro periodo. La posición que en definitiva
ocupe dentro del panorama general de la historia dependerá de su capacidad para
infundir forma espiritual e intelectual a su propia y suprema obra. Pues es a
través de esta forma como influirá de un modo más o menos fuerte y permanente
en las futuras generaciones. La función del historiador consiste en emplear su
imaginación para sumergirse profundamente en la vida, en las emociones, en el
color de otro mundo más vivido, olvidándose enteramente de sí mismo y de su
propia cultura y sociedad y pensando de este modo en función de vidas ajenas y
de sentimientos que no le son familiares, a la manera como el poeta infunde a
sus personajes el hálito de la vida. Y esto no se refiere solamente a los
hombres y a las mujeres, sino también a los ideales 377 del pasado. Platón nos ha prevenido contra la tendencia a confundir al
poeta con sus héroes y los ideales de aquél con los de éstos o de servirse de
sus ideas contradictorias para construir un sistema que luego asignamos al
poeta mismo. Del mismo modo, el historiador no debe intentar reconciliar las
ideas pugnantes que se abren paso en la batalla entre los grandes espíritus ni
erigirse en juez sobre ellas. Su misión no consiste en mejorar el mundo, sino
en comprenderlo. Que los personajes de quienes se ocupa pugnen entre sí,
delimitándose así los unos a los otros. El historiador debe dejar que el
filósofo resuelva sus antinomias. Esto no quiere decir, sin embargo, que la
historia del espíritu sea puro relativismo. Pero el historiador no debe,
indudablemente, aventurarse a decidir quién se halla en posesión de la verdad
absoluta. Mas sí está en condiciones de emplear el criterio de la objetividad
tucidideana en una escala amplia para poner de relieve las líneas generales de
un arquetipo histórico, una verdadera cosmogonía de valores, un mundo ideal
llamado a sobrevivir al nacimiento y a la muerte de estados y de naciones. Y
eso convierte su obra en un drama filosófico nacido del espíritu de la
contemplación histórica.
Al ponerse a escribir una historia de la paideia en el siglo IV, la
selección de los materiales por el historiador se halla determinada en una gran
medida por el tipo de testimonios que han llegado a nosotros. En la baja
Antigüedad, los documentos elegidos para ser preservados lo eran enteramente a
causa de su importancia para el ideal de la paideia, y prácticamente se
dejaba perecer todo libro que se consideraba carente de valor representativo
desde este punto de vista. La historia de la paideia griega se funde
completamente con la historia de la trasmisión y la conservación de los textos
clásicos por medio de manuscritos. Por eso son tan importantes para nuestros
fines el carácter y la cantidad de la literatura del siglo iv que ha llegado a
nuestros días. En esta obra se discute cada uno de los libros de aquella era
que se han conservado con el fin de demostrar cómo vive conscientemente en
todos ellos y preside su forma la idea de la paideia. La única excepción
a esta regla es la oratoria forense. Aunque ha llegado a nosotros una gran
cantidad de este tipo de literatura, no lo estudiamos aquí por separado. Y no
porque no guarde relación alguna con la paideia: Isócrates y Platón
dicen repetidas veces que Lisias y sus colegas pretendían ser representantes de
un tipo de educación superior. La razón de que prescindamos de ella es que la
oratoria política no tardó en hacer pasar a segundo plano la obra realizada por
los maestros de la retórica procesal. Sería irrealizable e indeseable, ante
materiales tan copiosos, tratar por extenso de las dos ramas de la oratoria. Y
realmente hay que reconocer que Isócrates y Demóstenes son figuras de oradores
mucho más importantes que los que se dedicaban a escribir discursos breves.
El estudio de Platón forma de por sí un libro aparte
dentro de 378 estos dos volúmenes. Esta figura ocupó durante muchos años el centro
de mi interés y, naturalmente, mi trabajo en torno a ella desempeñó un papel
decisivo en la concepción de la obra. Cuando, hace aproximadamente veinte años,
intenté llamar la atención de los estudiosos hacia el aspecto de la historia
helénica que los griegos llamaban paideia, pensaba principalmente en Platón. El
punto de vista desde el cual he estudiado aquí esta figura fue desarrollado por
mí en una serie de conferencias titulada Platos Stellung im Aufbau der
griechischen Bildung (Berlín, 1928), y ya antes, en mi ensayo Platos
Staatsethik (Berlín 1924), al que se hacen referencias en el texto. Mis
ideas han sido expuestas en gran número de artículos, monografías y
disertaciones sobre Platón, publicados por mis discípulos, y han llegado a
alcanzar cierta influencia en círculos más amplios, pero hasta ahora no había
tenido ocasión de presentarlas como un todo coherente. Al revisar el libro,
ahora que está terminado, echo de menos en él un capítulo sobre el Timeo de
Platón, dedicado a examinar las relaciones entre su concepción del cosmos y la
tendencia paidéutica fundamental de su filosofía. En vez de trazar por segunda
vez una descripción de la Academia, bastará con que remita a los lectores al
capítulo correspondiente de mi Aristóteles. En cuanto a la teología
filosófica griega, me he aventurado a remitirme a una obra que vera la luz en
un próximo futuro. Mis estudios preliminares para el capítulo sobre la medicina
griega rebasaron los límites de esta obra y fueron publicados como libro
aparte (Diokles von Karystos). Mis estudios sobre Isócrates y Demóstenes
se basan también en monografías anteriormente publicadas por mí.
Aprovecho la oportunidad que me brinda este prólogo
para expresar mi sincera gratitud al traductor de los volúmenes segundo y
tercero de mi obra, señor Wenceslao Roces, catedrático que fue de Derecho
Romano en Salamanca y residente en la actualidad en México. Su gran
experiencia como traductor y su conocimiento de la historia del mundo antiguo
le permitieron realizar la enorme tarea de verter al español los dos nuevos
volúmenes de la paideia con una rapidez casi increíble, lo que permite que el libro
impreso salga a la luz solamente un año después de haber comenzado la
traducción. La fidelidad con que ha interpretado mi pensamiento y la facilidad
y soltura con que ha traducido a su idioma la forma del texto original me ha
llenado de admiración al examinar la versión española, primero en el manuscrito
y luego en las pruebas de imprenta.
Debo expresar también mi gran reconocimiento al
señor Francisco Giner de los Ríos, escritor español residente en México, que
trabajó infatigablemente en la corrección de las pruebas de imprenta de esta
versión y la enriqueció con su valioso índice analítico. Doy las gracias,
finalmente, al Fondo de Cultura Económica y a su director, Lic. Daniel Cosío
Villegas, por haber acometido la empresa de publicar esta obra tan voluminosa
y haberle dado cima con tanto éxito, 379 bajo las difíciles condiciones de la guerra. A ello se debe que la
edición latinoamericana de la obra vea la luz a una distancia de muy pocos
meses de la publicación por la Oxford University Press, de Nueva York, de los
volúmenes II y III.
La versión española, al igual que la traducción
inglesa paralela a ella, ha sido hecha del texto original alemán, todavía
inédito.
Cambridge, Mass., julio de 1944.
werner jaeger
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