XI. DEMOSTENES:
LA AGONIA Y TRANSFORMACIÓN DEL
ESTADO-CIUDAD
l "partido
democrático",[1] es
decir, el rumbo que le convierte en el gran dirigente popular y que tiene su
expresión en las Filípicas. Indudablemente, en estos discursos se trasluce
poco de aquel arte consciente con que era usual prever y dominar las reacciones
interiores de la masa. La retórica ateniense del siglo IV disponía de una experiencia más que
secular, y como la dirección se hallaba con frecuencia en manos de hombres que
no procedían personalmente de la masa, se había ido formando para el trato con
ella un lenguaje propio, que procuraba acomodarse a sus instintos. Pero sólo
pecando de una ausencia completa de capacidad espiritual para distinguir se
podría confundir el don de Demóstenes de servirse en ocasiones de este lenguaje
con la demagogia al uso. Y del mismo modo que los móviles que le impulsaban a
dirigirse al pueblo diferían radicalmente de los que inspiraban a los
demagogos, pues nacían de un conocimiento político objetivo que le acuciaba
interiormente y le llevaba a vencer los obstáculos de su carácter delicado y de
su juventud para adoptar una actitud crítica,[2]
el valor de la afirmación política de su personalidad raya, asimismo, a una
altura gigantesca no sólo sobre el griterío de los demagogos, sino también
sobre el nivel cotidiano de los políticos prácticos, objetivos y honrados del
tipo de Eubulo. Es evidente que un estadista de plena madurez interior, como el
que se nos revela ya en los primeros discursos demostenianos sobre política
exterior, no puede cambiar repentinamente de carácter para convertirse en un
simple demagogo, como no han tenido reparo en afirmar eruditos muy serios.
Basta poseer un sentido mínimo 1095 capaz de
apreciar la grandeza y la novedad del lenguaje en que están redactadas las Filípicas
de Demóstenes para curarse de antemano de esta clase de recelos.
Si se quiere
comprender la actitud de estadista mantenida en estos discursos, no basta con
indagar las medidas prácticas que proponen. En ellos se revela una conciencia
de destino y una disposición de ánimo para afrontarla, de proporciones
verdaderamente históricas. Esto ya no es simple política, aunque sería más
acertado decir que es de nuevo política, tal como habían concebido la política
un Solón o un Pericles.[3]
Demóstenes toma al pueblo de la mano y le consuela en cuanto a su desfavorable
situación. Es cierto que la situación es bastante mala. Pero el pueblo hasta
ahora no ha hecho nada que le autorice a esperar otra cosa. Y esto precisamente
es lo único que hay de consolador en toda desgracia.[4]
La voz de Demóstenes dice a los atenienses lo que ya les había dicho Solón
cuando les exhortaba: no acuséis a los dioses de haber abandonado vuestra
causa. Vosotros mismos sois los culpables de que los macedonios os hayan ido
desplazando paso a paso y sean hoy una potencia a la cual muchos de vosotros
creéis inútil hacer frente.[5]
Y lo mismo que en Solón el problema de la participación de los dioses en el
infortunio del estado va aparejado a la idea de la tyché, esta idea
reaparece una vez y otra, bajo nuevas variantes, en las Filípicas demostenianas.[6]
Constituye uno de los temas fundamentales de este profundo análisis de los
destinos de Atenas. El avanzado proceso de individualización de esta época hace
que los hombres, en su afán de libertad, sientan con mayor fuerza su sumisión
efectiva a la marcha exterior del mundo. El siglo que comienza con las
tragedias de Eurípides se halla más penetrado que ningún otro de la idea de la tyché
y tiende cada vez más a entregarse a la resignación. Demóstenes asume
valerosamente la antigua lucha implacable de Solón contra este enemigo rabioso
de la actuación enérgica y decidida del hombre. Echa toda la responsabilidad
histórica por los destinos de Atenas sobre los hombros de la actual generación.
Identifica la misión de ésta con la de aquella época sombría que siguió a la
derrota del Peloponeso y que, enfrentándose a la resistencia de toda Grecia,
hizo que Atenas se recuperase y volviese a conquistar una posición de respeto
político ante el mundo.[7]
Para ello sólo necesitó poner en práctica un medio: movilizar de un modo
vigilante y tenso todas las energías del pueblo. En la actualidad, Atenas se
parece al púgil bárbaro cuyo puño no sabe hacer otra cosa que acariciar el
sitio en que el adversario le ha dejado el último 1096
cardenal, en vez de mirar de
frente y arrostrar valientemente una salida.[8]
Tales son las
ideas, simples y contundentes, con que Demóstenes inicia su labor de educación
del pueblo en la Primera Filípica. Las propuestas preliminares
encaminadas a un cambio radical de la estrategia que el autor hace aquí, y que
no van precedidas de un nuevo ataque directo contra Filipo de Macedonia, sitúan
este discurso, que generalmente se tiende a colocar mucho más tarde, en la
época en que la imprevista agresión de Filipo contra los Dardanelos abrió por
vez primera los ojos de Demóstenes al peligro.[9]
Las medidas militares y financieras que aconseja tomar para estar prevenidos
ante el próximo asalto no fueron aceptadas por el pueblo.[10]
Hubo de proponerlas de nuevo cuando Filipo, ya repuesto de su enfermedad,
atacó a Olinto, ofreciéndosele a Atenas una última coyuntura para oponer
resistencia a los ulteriores avances de la potencia macedonia mediante la
alianza con el poderoso estado comercial del norte de Grecia.[11]
Demóstenes vuelve a plantear con renovada fuerza el problema de la propia
responsabilidad del pueblo ateniense frente al fatalismo de la tyché y
se esfuerza en desencadenar sus energías.[12]
Ataca violentamente a los falsos educadores que procuran —demasiado tarde—
convencer al pueblo provocando en él sensaciones de miedo, cuando ha llegado
realmente la hora de actuar.[13]
Su análisis de la potencia enemiga no tiene nada de política realista, en el
sentido usual de la palabra. Es una crítica de los fundamentos morales sobre
que descansa aquella potencia.[14]
No debemos leer estos discursos como si se tratase de las reflexiones
formuladas por un estadista en una sesión secreta de gabinete. Se proponen por mira
orientar a un pueblo inteligente, pero indeciso y ambicioso. Su misión consiste
en modelar esta masa como materia prima para los objetivos del hombre de
estado.[15]
Esto infunde 1097 una importancia especial al
factor ético en los discursos de Demóstenes procedentes de esta época. No tiene
paralelo en los discursos de política exterior de otros autores que ha recogido
la literatura griega.[16]
Indudablemente, a Demóstenes no se le oculta la grandeza del adversario, todo
lo que hay de fascinador y demoniaco en su personalidad y que escapa a un
criterio puramente moral.[17]
Pero el discípulo de Solón no cree en la firmeza de un poder erigido sobre
estos fundamentos y, a pesar de admirar la misteriosa tyché de Filipo de
Macedonia, su fe opta por la tyché de Atenas sobre cuyas alas se posa el
esplendor de la misión histórica de este estado.[18]
Nadie que haya
seguido la imagen del estadista a través de las vicisitudes del espíritu griego
puede observar el rudo forcejeo de este debate con el pueblo ateniense y su
destino sin recordar aquellas primeras encarnaciones grandiosas del dirigente
político responsable que nos ha legado la tragedia ática.[19]
También ellas respiran el espíritu solónico, que aquí aparece incorporado al
dilema trágico de la decisión. En los discursos de Demóstenes el dilema trágico
se ha hecho realidad.[20]
Y es esta conciencia y no la simple emoción subjetiva la fuente de aquel pathos
arrebatador que sólo una posteridad inclinada a los goces estéticos y
movida por el afán de imitar a los maestros, ha sabido comprender como la
aurora de una nueva era en la historia de la expresión retórica.[21]
Es el estilo en que deja su huella el sentido trágico de esta época. Sus
profundas sombras patéticas reaparecen sobre los rostros las más grandiosas
obras de arte plástico del mismo periodo, modeladas por Escopas, y hay una
trayectoria directa que va desde estos dos grandes creadores del nuevo
sentimiento de la vida hasta el altar de Pérgamo, en cuya plenitud de
movimientos, poderosa y patética, alcanza las cumbres de lo sublime el lenguaje
de las formas de este espíritu. Demóstenes no habría podido llegar a ser el
mayor de los 1098 clásicos de la época
helenística, en la que tan mal cuadraba su ideal político, si no hubiera sabido
dar una expresión perfecta al color de sus emociones espirituales. Pero estas
emociones y su expresión no pueden separarse, ni en el propio Demóstenes, de la
lucha en torno al ideal político que había de hacer sonar la hora de su
nacimiento. En él se confunden y forman una unidad el orador y el estadista. La
pura forma oratoria no sería nada sin el peso específico del espíritu del
hombre de estado, que pugna por plasmarse en ella. Demóstenes infunde a sus
figuras animadas por la pasión esa firmeza férrea que pasa inadvertida a los
miles y miles de imitadores de su lenguaje y que las mantiene indisolublemente
arraigadas al lugar, a la época y a la decisión histórica que se perpetúan en
ellas.
No es nuestro
propósito hacer aquí una exposición completa de la política demosteniana, como
tal. Los discursos nos brindan, aunque con lagunas, un material espléndidamente
rico, desde el punto de vista de nuestros conceptos habituales de la tradición
histórica, para poder reconstruir la marcha efectiva de los acontecimientos, y
más todavía la evolución de Demóstenes como estadista. Lo que sí queremos
seguir hasta sus últimas consecuencias es el desarrollo y la coronación de su
figura de dirigente de su pueblo, hasta llegar a la época de la lucha final por
la existencia independiente de Atenas como estado.
La caída de
Olinto y la destrucción de las numerosas y florecientes ciudades de la península
calcídica que formaban la Hansa olíntica, obligaron a Atenas a concertar la paz
con Filipo de Macedonia. Esta paz se estableció en el año 346 y Demóstenes se
encontraba también entre los que la anhelaban por razones de principio.[22]
Fue contrario, sin embargo, a que se aceptasen las condiciones puestas por el
adversario, porque entregaban a éste, sin protección, los territorios de la
Grecia central y dejaban a Atenas a merced de un cerco cada vez más estrecho.
Pero no pudo impedir que la paz se concertase sobre estas bases y en su
discurso sobre la paz tuvo que manifestarse incluso en contra de la resistencia
armada, cuando ya era un hecho la ocupación por los macedonios del territorio
de Fócida y de las Termopilas, tan importantes para la dominación sobre la
Grecia central. Este discurso sobre la paz revela precisamente, como ya los
primeros discursos de Demóstenes procedentes de la época en que todavía no
consideraba como verdadera misión de su vida la lucha contra Filipo de
Macedonia, al político realista que había en él, que no se proponía lo
imposible y se atrevía a enfrentarse abiertamente con el imperio de las simples
pasiones en el campo de la política.[23]
No ataca al adversario en la situación más favorable para él.[24]
Estos 1099
discursos de espíritu extraordinariamente realista nos muestran a Demóstenes
bajo un aspecto decisivo para el enjuiciamiento de su personalidad. También en
ellos aparece desde el primer momento como el maestro que no aspira solamente a
convencer y dominar a la masa, sino que la obliga a situarse en una atalaya más
alta y a juzgar por sí misma, después de haberla conducido paso a paso a ella.
Un hermoso ejemplo de esto lo tenemos en el discurso a favor de los
megalopolitanos, con su análisis de la política de equilibrio de las fuerzas y
su aplicación a un caso concreto.[25]
El discurso sobre las simorías y el que aboga por la libertad de los rodios,
son testimonios clásicos de su continua tendencia vigilante a acallar la simple
fraseología de la embriaguez sentimental del chauvinista.[26]
En estos discursos se revela con plena claridad el concepto demosteniano de la
política como un arte perfectamente objetivo, y el discurso que sigue a la
desastrosa paz del año 346 demuestra que la lucha contra Filipo de Macedonia no
hizo cambiar en lo más mínimo esta actitud. No en vano la Primera Filípica y
los tres discursos en favor de Olinto confirman, con sus consejos, la imagen
de la previsión certera y de la oportunidad de decisión de este estadista, que
sabe cuánto significa el favor de la ocasión de un mundo como éste, dominado
por la tyché.[27]
La actuación del hombre presupone siempre, en él, la conciencia de su
sumisión a este poder, y ello es lo que explica su sorprendente retraimiento
después de la paz. Ni sus críticos ni los simples políticos sentimentales que
le siguen han sabido comprender esto hasta hoy, y ello es lo que explica que
hayan atribuido a vacilaciones del carácter lo que no es sino rigurosa
consecuencia de pensamiento manifiesta en una conducta elásticamente variable.[28]
Pero Demóstenes,
al pronunciar el discurso sobre la paz, conocía también su meta y no la perdía
de vista ni un punto. No creía en la duración de esta paz, que no era sino un
instrumento para dominar a Atenas, y prefería dejar la defensa de su aplicación
práctica por Filipo de Macedonia a los políticos que, como Esquines, se hacían
pasar por ciegos porque su voluntad de resistencia estaba ya rota, o que, como
Isócrates, estaban incluso dispuestos a llegar a la conclusión de que Filipo debía
ser proclamado como el caudillo de todos los griegos, y que convertían la
necesidad en una virtud.[29]
En realidad, este giro tan inesperado que tomaba la lucha espiritual contra el
peligro de la dominación extranjera bajo el yugo de los macedonios sólo puede
comprenderlo quien haya seguido toda la trayectoria de Isócrates hasta irse
convirtiendo gradualmente en el paladín de la unificación 1100 política de los griegos. La unificación de la Hélade
no podía llevarse a cabo bajo la forma de la absorción de los distintos estados
autónomos por un estado unitario nacional, aun cuando el proceso de
debilitación de los estados estuviese ya tan avanzado como ahora lo estaba.
Sólo podía venir de fuera. La resistencia contra un enemigo común era lo único
que podía fundir a todos los griegos, unificándolos como nación. El hecho de
que Isócrates considerase como el enemigo al imperio persa, cuyo ataque había
hecho olvidar a los griegos sus pleitos interiores hacía ciento cincuenta años
y no a Macedonia, que era al presente el único peligro serio y real, podía
explicarse por la fuerza de la inercia, pues Isócrates venía preconizando la
idea de esta cruzada desde hacía varias décadas.[30]
Lo que constituía ya un error político imperdonable era que creyese poder descartar
el peligro de Macedonia proclamando a Filipo, al enemigo de las libertades de
Atenas y de todos los griegos, como el caudillo predestinado de esta futura
guerra nacional, pues con ello entregaba de antemano a Grecia a merced del
enemigo y colocaba a éste en un puesto que aceptaría de muy buena gana, pues
sólo podía conducir a desarmar moralmente la resistencia de los griegos contra
sus planes de dominación. Desde este punto de vista panhelénico, Isócrates
podía tratar como simples instigadores de la guerra a cuantos no estaban
todavía dispuestos a resignarse ante los abusos del poder macedonio[31]
y entregaba a la agitación en favor de Filipo un tópico que podría
utilizar sistemáticamente y sin ningún esfuerzo en pro de sus designios. No
debemos perder nunca de vista la enorme importancia que en las campañas de
Filipo de Macedonia contra los griegos tenía la preparación política del
ataque militar, el cual procuraba disfrazarse siempre, como es natural, de
legítima defensa. Se procuraba que la verdadera decisión militar se produjese
con la mayor rapidez posible y pusiese fin a todo de golpe y porrazo. No había
que dejar a la democracia, militarmente desprevenida, tiempo a improvisar un
armamento más eficaz. El trabajo encaminado a minar por medio de la agitación
las posiciones del adversario debía ser tenaz y bien organizado. Filipo supo
comprender perspicazmente que era posible vencer a un pueblo como el griego
con sus propias armas, pues allí donde imperan la cultura y la libertad existen
siempre desunión y discrepancia en cuanto al camino que debe seguirse ante los
problemas más importantes. La masa es demasiado miope para descubrir de
antemano 1101 el camino certero. Demóstenes
habla mucho de la agitación desarrollada a favor de Macedonia en todas las
ciudades griegas. Esta propaganda, sistemáticamente mantenida, que en la
mayoría de los casos acababa haciendo que uno de los bandos de los griegos, desunidos
entre sí, anhelase la intervención del macedonio como salvador de la paz,
constituye algo nuevo y refinado en la estrategia de Filipo. Y si observamos
cómo Demóstenes elige en sus discursos el punto sobre el que concentra sus
ataques, llegamos a la clara conclusión de que esta agitación interior, celosa
y hábilmente atizada por el enemigo y que todo lo confundía y embrollaba, era
para él el verdadero problema. Demóstenes no se proponía convencer a ningún
consejo secreto de la corona, sino a un pueblo desinteresado y mal dirigido, al
que sus falsos líderes procuraban adormecer con la creencia engañosa de que la
lucha o la paz dependían exclusivamente del sincero pacifismo de los
atenienses.
Demóstenes no
era hombre para rehuir interiormente esta nueva batalla. Así como había
reaccionado apasionadamente contra los grandes personajes del partido de la no
intervención, abraza de nuevo sus viejas aspiraciones, encaminadas ante todo a
sacar a Atenas de su aislamiento.[32]
Cuando Filipo de Macedonia se presenta disfrazado bajo el manto de salvador de
los griegos en medio de su penuria, Demóstenes opone a este frente engañoso la
férrea voluntad de unir a los griegos contra el rey extranjero y de
ponerlos en pie para la defensa de su independencia nacional. Sus discursos
pronunciados en la época de la paz son una serie ininterrumpida de intentos
encaminados a oponer este panhelenismo suyo al panhelenismo promacedonio
de Isócrates, organizándolo como una fuerza política real.[33]
La lucha por el alma de Atenas va seguida de la lucha por el alma de toda
Grecia. Atenas sólo podrá salir del cerco en que se encuentra metida si
consigue que los aliados griegos de Filipo de Macedonia abandonen el frente
enemigo y se pongan a la cabeza de los griegos.[34]
No es menos ambicioso que todo esto el objetivo que Demóstenes se
propone; en su Segunda Filípica, él mismo relata sus esfuerzos por
apartar de Macedonia a los estados del Peloponeso.[35]
Antes habría sido posible atraérselos, cuando ellos mismos se acercaban a
Atenas deseosos de concertar una alianza. Por aquel entonces, años antes de que
llegase a su apogeo actual la lucha contra Filipo, Demóstenes había insistido
tenazmente en la necesidad de seguir esta política de 1102
alianzas y aconsejado que, por mantener la federación ya casi sin importancia
con Esparta, no se empujase al campo de enfrente a los demás estados del
Peloponeso, para los que Atenas constituía el respaldo obligado.[36]
Por no haber seguido este consejo, se habían echado en brazos de Filipo de
Macedonia, y ahora Tebas, que en aquel tiempo habría sido más importante para
Atenas que la propia Esparta, sentíase más estrechamente vinculada a Filipo de
lo que aconsejaba su propio interés, empujada a ello por la política de Atenas
y Esparta al apoyar a sus adversarios de la Fócida. Demóstenes consideró siempre
como una política falsa, según él mismo dice más tarde, aquel apoyo prestado a
los focenses simplemente por odio contra Tebas. Y he aquí que ahora el rey de
la Fócida brindaba a Filipo la ocasión de intervenir en la Grecia central. Los
focenses habían sido aplastados y el acercamiento de Atenas a Tebas estaba más
lejano que nunca.[37]
En medio de una Grecia como ésta, dividida y desintegrada, parecía un
trabajo de Sísifo el poner en pie un frente panhelénico contra Filipo. Y, sin
embargo, Demóstenes lo consiguió como remate de largos años de esfuerzo. Esta
evolución suya, hasta convertirse en el paladín de las libertades griegas, es
tanto más sorprendente cuanto que la realización política de la idea del
panhelenismo parecía un sueño, aun después de haberla proclamado la retórica.
El hombre que lo realizó fue aquel mismo Demóstenes que en su primer discurso
sobre política exterior había proclamado que el punto de partida de todo
pensamiento político era, para él, el interés de Atenas.[38]
Este político formado en la alta escuela de Calístrato, este particularista
por convicción y hombre curado de ilusiones, acabó convirtiéndose en el
estadista panhelénico de la Tercera Filípica para el que la gran misión
de Atenas consistía en encabezar la unión de los griegos contra Filipo de
Macedonia, manteniéndose fiel con ello a las grandes tradiciones nacionales de
su política anterior.[39]
El haber conseguido unir a la mayor parte de los griegos bajo esta bandera fue
un triunfo que ya los historiadores de la Antigüedad consideraban como una hazaña
de estadista de primer rango.
1103
En la gran
batalla espiritual de rompimiento que son el discurso de Quersoneso y la Tercera
Filípica, poco antes de que comenzara la guerra, Demóstenes reaparece ante
nosotros como el conductor del pueblo de los primeros discursos contra Filipo
anteriores a la paz del año 346. ¡Pero cómo había cambiado la situación! El que
entonces no era más que un guerrillero suelto aparece ahora como el espíritu
dirigente de un movimiento que abarca a toda Grecia y ya no llama solamente a
los atenienses, sino a todos los griegos a salir de su letargo y a luchar por
su existencia. Ante el despliegue anonanador de la potencia de Filipo, los
griegos permanecen todavía inactivos, como ante una tempestad o ante una
catástrofe elemental de la naturaleza que el hombre contempla pasivamente,
dominado por el sentimiento de su completa impotencia, esperando que el rayo
descargue tal vez sobre la casa del vecino.[40]
Era misión del dirigente lograr que la voluntad del pueblo saliese de aquel
abatimiento y arrancarla a las manos de sus falsos consejeros, que pretendían
entregarla resignada al enemigo, sirviendo exclusivamente los intereses del
macedonio. El pueblo los escuchaba de buen grado, porque no exigía nada de él.[41]
Demóstenes va enumerando los ejemplos de las ciudades en las que el bando
entregado a Filipo había ido poniendo el poder en sus manos. Olinto, Eretría,
Oreos se dicen hoy: si hubiésemos sabido comprender a tiempo lo que nos
aguardaba, no habríamos perecido; pero ya es tarde.[42]
Hay que salvar el barco antes de que se hunda. Cuando el oleaje puede más que
el timón, es en vano ya todo esfuerzo.[43]
Los atenienses deben obrar por su cuenta, y aunque todos los demás retroceden,
están obligados a luchar por la libertad. Deben aprontar dinero, barcos y
hombres y arrastrar con ellos a toda Grecia mediante el ejemplo de su espíritu
de sacrificio.[44] La
mentalidad de granjería de la masa y la corrupción de los oradores deben
rendirse y se rendirán ante el espíritu heroico de aquella Grecia que supo
librar en otro tiempo la batalla contra los persas y derrotarlos.[45]
Ya muchos años
antes se había planteado Demóstenes el problema, inevitable ante este paralelo
histórico, de si los atenienses de su tiempo no serían una raza degenerada,
distinta de la del pasado.[46]
Pero Demóstenes no es ningún historiador, ningún teórico de la cultura,
preocupado tan sólo de comprobar hechos. Es también en este terreno,
forzosamente, el educador que ve ante sí una misión que cumplir. No
cree, por desfavorables que los signos parezcan, en la degeneración del
carácter del pueblo. Un hombre como él jamás sería capaz de renunciar al estado
ateniense y de volverle la espalda como a un enfermo incurable. Es cierto que
los actos de este pueblo se 1101 han convertido
en actos mezquinos y de granjería, pero ¿cómo podía ser otra la mentalidad de
estos hombres? [47] ¿Qué
es lo que podía infundirles un sentido más elevado de la existencia, un
impulso más audaz? Isócrates sólo sabe sacar del paralelo histórico con el
pasado una conclusión: la de que este pasado se ha ido para siempre. Pero el
estadista ávido de acción no podía admitir esta conclusión mientras quedase un
baluarte de su fortaleza que defender.[48]
La grandeza de la Atenas del pasado es para él el acicate que debe mover al pueblo
a poner en tensión sus máximas energías.[49]
Sin embargo, este modo de concebir las relaciones del presente con el pasado no
es simplemente, desde su punto de vista, un problema de voluntad. Es, en
mayor medida aún, un problema de deber.[50]
Aun cuando el abismo entre el ayer y el hoy fuese todavía más profundo, Atenas
no podría separarse de su historia sin renunciar a sí misma. Cuanto mayor sea
la grandeza de la historia de un pueblo, más se impone a éste como destino en
las épocas de decadencia, más trágica es la imposibilidad de sustraerse a sus
deberes, aunque esto sea irrealizable.[51]
Es indudable que Demóstenes no se engañaba conscientemente ni empujaba con
ligereza a los atenienses a una aventura. No obstante, es obligado que nos
planteemos el problema de si aquella situación forzosa, que él reconocía con
mayor claridad que nadie, dejaba todavía margen para el arte técnico de
gobernar los estados que se ha llamado el arte de lo posible. El político
realista que había en Demóstenes y que era mucho más fuerte de lo que han
sabido comprender, en general, los modernos historiadores, tenía que chocar en
él, necesariamente, con aquel otro espíritu del estado consciente del derecho y
del deber de jugárselo todo a una carta ante el problema ideal de la existencia
y de exigir de las energías existentes lo sencillamente imposible. Pero 1105 no por ello debe considerarse este postulado como
una utopía. Descansaba sobre la conciencia de que el organismo físico y moral
de un individuo o de una nación, al llegar el momento de un peligro mortal, es
capaz de actos supremos cuyo grado de energía depende esencialmente de la
medida en que el propio combatiente comprenda la gravedad de la situación y de
la salud de su voluntad de vivir. Hasta el más sabio de los estadistas se ve
situado aquí ante un misterio de la naturaleza que la razón humana es incapaz
de resolver de antemano. Después que los hechos se producen, ocurre con harta
frecuencia que aparezcan como verdaderos estadistas gentes para quienes esto
no era más que un nuevo problema de cálculo y a quienes, por tanto, resultaba
fácil rehuir un riesgo que no se sentían obligados interiormente a afrontar ni
por la fe en su pueblo, ni por el sentimiento de su dignidad, ni por la
intuición de un destino ineluctable. Demóstenes fue, en este momento decisivo,
el hombre en quien encontró expresión imperativa el rasgo heroico del espíritu
de la polis griega. No tenemos más que mirar a su rostro empañado por
las sombrías preocupaciones, surcado de arrugas, tal como se ha conservado en
la obra del artista, para comprender que tampoco él era, por naturaleza, ningún
Aquiles ni ningún Diómedes, sino, como los demás, un hijo de su tiempo. Y esto
precisamente es lo que hace que su lucha aparezca tanto más noble cuanto más
sobrehumanos pareciesen los deberes predicados por él a una generación de
nervios tan refinados y de una vida interior tan individual.
Demóstenes no
podía menos de tomar sobre sí esta lucha con la más fuerte tensión de su
conciencia. Ya Tucídides había dicho que los atenienses sólo eran capaces de
afrontar un peligro con plena conciencia de él y no como otros, cuya valentía
nacía no pocas veces de la ignorancia del peligro.[52]
La conducta de Demóstenes se ajusta a este axioma. No está de acuerdo con
quienes piensan que la futura guerra será como la del Peloponeso, en la que
Pericles se limitó a dejar al enemigo entrar en el país y a encerrarse entre
las murallas de la ciudad. Después de los progresos modernos de la estrategia,
Atenas, a juicio de Demóstenes, estará perdida si aguarda a que el enemigo
penetre en el país.[53]
Es ésta una premisa esencial de la repulsa demosteniana contra la política de
la espera. Ya antes había luchado por atraerse, además de los griegos, a Persia
y, a la vista del hundimiento de este imperio inmediatamente después que Filipo
de Macedonia logró someter a los griegos, la neutralidad de Persia ante la
suerte de Atenas se revela como una ilusión engañosa. Demóstenes había creído
que la fuerza de su lógica de estadista conseguiría convencer al gran rey de
lo que aguardaba a Persia si Filipo triunfaba sobre los griegos.[54]
Acaso lo habría logrado si se hubiese presentado 1106
personalmente en Asia. Pero sus
consejeros no fueron capaces de sacar a Persia de su pasividad.
Otro problema
que Demóstenes abordó conscientemente en esta época fue el problema social, el
problema del antagonismo cada vez más agudo en aquel tiempo entre la clase
poseedora y la clase pobre de la población. Veía con claridad que esta escisión
no debía mezclarse en la lucha que se avecinaba, a menos de menoscabar de antemano
la movilización completa de las energías de todas las clases del pueblo. En la Cuarta
Filípica apremia para que se llegue a una transacción, a un compromiso por
lo menos, a una desintoxicación de la atmósfera. Exige que ambas partes se
impongan sacrificios.[55]Pone
de manifiesto cuán íntimamente enlazado se halla, para el pueblo, el problema
de la voluntad de afirmar la existencia nacional con la solución que se dé a
las dificultades sociales. Tal vez el mejor testimonio en favor de Demóstenes
sea el espíritu de sacrificio que se manifestará vigorosamente por todas partes
en la lucha inminente.
La guerra se
resolvió en contra de la alianza de los griegos. La existencia soberana del estado-ciudad
helénico había quedado destruida desde la batalla de Queronea. Los antiguos
estados, a pesar de haberse agrupado para librar la última batalla por la
libertad, no fueron ya capaces de hacer frente al poder guerrero organizado del
reino macedonio. Su historia desembocó en el gran imperio fundado por
Alejandro después de la repentina muerte violenta del rey Filipo, en su
arrolladora campaña de conquistas a través del Asia, sobre las ruinas del
imperio persa. Ante la colonización, la economía y la ciencia griegas se
abrieron nuevas perspectivas insospechadas de desarrollo aun después que el
imperio de Alejandro se desintegró, a raíz de la temprana muerte de su
fundador, en los estados de los diadocos. Pero políticamente la antigua Hélade
había muerto. Ya era realidad el sueño isocrático de la unificación de todos
los griegos bajo el mando de Macedonia para la guerra nacional contra el enemigo
tradicional, contra los persas. La muerte libró a Isócrates del dolor de tener
que reconocer demasiado tarde que la victoria sobre un enemigo imaginario, de
un pueblo que ha perdido su independencia, no representa nunca una verdadera
exaltación del sentimiento nacional y que la unidad impuesta desde fuera jamás
puede dar una solución al problema de la desintegración de los estados. Todos
los verdaderos griegos habrían preferido, durante la campaña de Alejandro,
recibir la noticia de la muerte del nuevo Aquiles antes que implorarle como un
dios, obedeciendo a órdenes supremas. La febril espera de esta noticia por
todos los patriotas, con sus alternativas de nuevos y nuevos desengaños y de
precipitadas intentonas de insurrección, constituye por sí sola una tragedia.
¿Qué habría sucedido si los griegos, después de la muerte de Alejandro,
hubiesen triunfado en su anhelo de sacudir el yugo extranjero, si las tropas
macedonias no hubiesen 1107 logrado ahogar en
sangre la revuelta y si Demóstenes no hubiese buscado en la muerte por
suicidio la libertad que en vida no podía esperar ya para su pueblo?
Aunque sus armas
hubiesen triunfado, los griegos ya no podían tener un porvenir político, ni al
margen de la dominación extranjera ni bajo su yugo. La forma histórica de vida
de su estado había caducado ya y ninguna nueva organización artificial podía
sustituirla. Es falso medir su evolución con la pauta del moderno estado
nacional. Queda en pie el hecho de que los griegos no llegaron a desarrollar
una conciencia nacional en sentido político que les capacitase para la creación
de este tipo de estado, aunque no careciesen de una conciencia nacional propia
en otros sentidos. Aristóteles dice en su Política que los griegos
podrían llegar a dominar el mundo si constituyesen un solo estado.[56]
Pero este pensamiento sólo se alzó en el horizonte del espíritu griego como
problema filosófico. Sólo una vez, en la batalla final de Demóstenes por
la independencia de su patria, se produjo en la historia de Grecia una oleada
de sentimiento nacional, traducida en realidad política con la resistencia
común frente al enemigo exterior. En este momento, puesto en tensión a la hora
postrera para defender su existencia y su ideal, el estado agonizante de la polis
alcanzó en los discursos de Demóstenes categoría de eternidad. La fuerza
tan admirada y tan corrompida de la elocuencia política pública, inseparable de
la idea de aquel estado, asciende una vez más en estos discursos a un grado
supremo de importancia y dignidad, para luego extinguirse. Su última batalla
grandiosa es el discurso de Demóstenes sobre la corona. En él ya no se trata de
realidades políticas, sino del juicio de la historia y de la figura del hombre
que gobernó en Atenas durante estos años. Es maravilloso ver cómo Demóstenes
sigue batallando por la idea hasta el último aliento. Podría considerarse esto
como un afán de porfía, después que la historia había pronunciado ya su férreo
veredicto. Pero si ahora sus antiguos adversarios se atrevían a salir de sus
madrigueras y se creían autorizados a juzgarle definitivamente en nombre de la
historia, era obligado que él se levantase también por última vez para hablar
al pueblo de lo que había querido y de lo que había hecho desde el primer
instante. Aparece aquí una vez más ante nosotros, como un destino ya sellado,
abarcando el desenlace, todo lo que en las Filípicas habíamos vivido
como una lucha actual: la carga de la herencia, la grandeza del peligro, la
gravedad de la decisión. Demóstenes profesa, con un espíritu verdaderamente
trágico, la verdad de sus actos y exhorta al pueblo a no desear haber tomado
otra decisión que aquella que el pasado le imponía.[57]
El brillo de este pasado vuelve a resplandecer y el desenlace se halla, pese a
toda su amargura, en armonía con él.
[1] 47 En mi obra Demóstenes, pp. 148-151, 163-174
y especialmente p. 169, he apuntado insistentemente a este designio de educación
del pueblo que informa los discursos sobre Filipo de Macedonia. Quien no lo
tenga en cuenta y sólo busque en ellos proposiciones concretas no podrá
comprender en modo alguno estos discursos, como les ocurre a muchos
especialistas modernos, que carecen de experiencia propia y que, por tanto, no
pueden formarse ni la menor idea acerca de lo que es la vida política en una
gran democracia. La decisión de luchar, en los pueblos gobernados
democráticamente, no obedece a las órdenes del "gobierno", sino que
debe salir del interior de cada ciudadano, pues todos ellos toman parte en la
decisión. Las Filípicas de Demóstenes se consagran todas a la
formidable misión de preparar al pueblo para tomar esta decisión, para la cual
le faltaba a la mayoría de él tanto capacidad de sacrificio como claridad de
visión. No habría ocurrido así si Filipo de Macedonia hubiese entrado en Ática
como nuevo Jerjes. La dificultad estribaba en hacer comprender al hombre de la
calle un peligro que no veía con sus propios ojos y cuyo alcance e inexorabilidad
no llegaba a comprender su inteligencia.
[2] 48 Cf. demóstenes,
Fil., I, 1, donde se enfrenta enérgicamente con los políticos
negociantes que habían sido hasta entonces los portavoces del estado. Demóstenes
tenía treinta y un años cuando se lanzó a la tribuna con su programa de acción.
[3] 49 supra, pp. 142 ss., 364 ss.
[4] 50 Fil, I, 2,
[5] 51
Sobre la tendencia de Solón a descargar a los dioses de toda responsabilidad en
las desdichas de Atenas, Cf. supra, pp.
143 ss. Cf. también
Pericles, en tucídides, i, 140, 1.
De modo parecido razona Demóstenes en Ol., I, 1 y 10: Fil., I, 42, etcétera.
[6] 52
Sobre la idea de la tyché en Demóstenes, Cf. jaeger, Demóstenes, pp. 165ss.
[7] 53 Fil., I,
3.
[8] 54 Fil., I, 40.
[9] 55
Tal es la situación que Demóstenes describe en Ol., III, 4.
Cf. especialmente Fil., I, 10-11.
Bastante más tarde, en la
época de la guerra de
Olinto (349-8) sitúa la Primera
Filípica Eduard schwartz, en Festschrift
für Theodor Mommsen (Marburgo, 1893), al que siguen muchos investigadores
modernos. Cf. mis razones en contrario,
en Demóstenes, p. 153. dionisio de halicarnaso, Ad. Ammi., 4,
sitúa este discurso, probablemente con razón, hacia los años 352-1.
[10] 56
Se contiene en los §§ 16-29 de la Primera Filípica.
[11] 57
Las medidas propuestas en Ol.,
i, 16-18, no son más que una
repetición de la propuesta formulada por Demóstenes en Fil., i, 16-29. Sobre la
relación entre este discurso y la Primera Filípica, Cf. mi obra Demóstenes,
p. 161.
[12] 58
Así se hace principalmente en la Primera
Olíntica. Su primera parte se ocupa
una vez más
del problema de
la tyché en
la política, la
cual brinda a Atenas una última posibilidad (καιρός). En la tercera
parte de este discurso se expone el
aspecto desfavorable de la situación
(a)kairi/a) para Filipo de
Macedonia. Cf. § 24.
[13] 59
Contra estos falsos educadores se pronuncia en Oí., II, 3.
[14] 60
Ol., II, 5s.
[15] 61
Cf. supra, p. 1093, n. 46, sobre el discurso Peri\ sunta/cewj y su programa de acción educativa
sobre la masa del pueblo.
[16] 62 El factor ético en los discursos
combativos de Demóstenes los distingue nítidamente de los discursos librescos
de la obra de historia de Tucídides, que se limitan a desarrollar las ideas de
los estadistas como tales, pero que no tienen nada que ver con el intento de
persuadir efectivamente al pueblo. Se dirigen exclusivamente a espíritus
pensantes y se consagran sólo al análisis objetivo de las situaciones políticas
individuales. Es aquí precisamente, en el modo como ahonda en la psicología y
en la moral del simple ciudadano, donde Demóstenes se revela como el verdadero
educador (Cf. supra, p. 1094, n. 47).
[17] 63
Οl., II, 22.
Cf. también pasajes como Fil, I, 5 y 10; Ol., i, 12-13; Cor.,
67-68.
[18] 64
Para valorar el paralelo entre la tyché de Filipo de Macedonia y
la tyché de Atenas, Cf. jaecer, Demóstenes,
pp. 165 s.
[19] 65 Cf. supra, pp. 234 ss. Un
análisis completo del ethos político de las figuras de gobernantes en
el drama ateniense de la primera época se contiene en la obra de Virginia
Woods, Types of Rulers in the Tragedies of Aeschylus (tesis doctoral de
la Universidad de Chicago, 1941). El estudio fue emprendido por sugerencia mía.
[20] 66 Cf. mi obra Demóstenes, pp.
164, 240.
[21] 67 Cf. sobre el estilo de las Filípicas
de Demóstenes mi obra citada, pp. 156 s., 216. Este estilo se
convirtió en un concepto fijo, que Cicerón, por ejemplo, tiene en cuenta al
dirigir sus Filípicas contra Antonio.
[22] 68 Frente a su crítica de las
condiciones de paz, esquines, ii,
14-15 y 56, opone que el propio Demóstenes ayudó a Filócrates a dar el primer
paso para concertar la paz con Filipo de Macedonia.
[23] 69 Cf. el análisis profundo de la
actitud política de Demóstenes en su discurso Sobre la paz, en mi Demóstenes,
pp. 197-202.
[24] 70 Sobre la paz, 12 y 25 (final).
[25] 70a Cf. supra, pp. 1088 s.
[26] 70b Cf. supra, pp. 1088, 1090.
[27] 71 Ol., II,
22.
[28] 72
Los antiguos intérpretes del discurso Sobre la paz (ad §
12) comparaban la flexible
adaptación de Demóstenes a las exigencias de la situación, es decir, su
capacidad para frenar o estimular al pueblo según las circunstancias, con Pericles;
Cf. tucídides, ii, 65, 9.
[29] 73
Sobre el Filipo de Isócrates Cf. mi Demóstenes, p. 189.
[30] 74
El ideal de la expedición panhelénica contra Persia presenta claramente el sello de su procedencia de la
época de la paz de Antálcidas (año 386).
Tiene como fondo la victoriosa
campaña de Agesilao en
el Asia Menor.
Encaja muy mal en el año 346.
Sin embargo, le vino muy bien a Filipo de Macedonia, que necesitaba una
ideología para justificar su ingerencia en la política helénica. Esto lo ha puesto en claro excelentemente U.
wilcken, "Philipp II von Makedonien un die panhellenische Idee",
en Ber. Berl. Akad., 1929.
[31] 75
isócrates, Carta II, 15. Con Isócrates coincide beloch en su Griechische Geschichte.
[32] 76
Cf. supra, pp. 1088 ss.
[33] 77
En Fil., iv,
33-34, Demóstenes enfrenta
el panhelenismo antimacedonio, defendido por
él, al panhelenismo
antipersa del bando
promacedonio y explica que el único peligro real contra el
que los griegos tienen que unirse no es Persia, sino Filipo de Macedonia.
[34] 78
La palabra griega περιστοιχίζεσθαι, que corresponde
a nuestro concepto de "cerco", está tomada,
al igual que éste, de la técnica de la caza. Cf. Fil., II, 27.
[35] 79 Fil., ii, 19 s.
[36] 80 Cf. supra, pp. 1088 s.
[37] 81 La prueba de que Demóstenes se
propuso como objetivo desde el primer momento la aproximación a Tebas la he
expuesto en mi obra Demóstenes, pp. 114, 201, 219 y 230. Pero la alianza
con Tebas sólo se llevó a efecto a última hora, antes de la batalla de
Queronea, Cf. Sobre la corona, 174-179. Fue, para Demóstenes, un
triunfo trágico.
[38] 82 Megal, 1-4.
[39] 83 Sobre la trayectoria de Demóstenes
hasta convertirse en el paladín de la causa del panhelenismo. Cf. jaeger, Demóstenes, pp. 213 ss.,
219, 301 y las citas de los discursos de Demóstenes desde la paz del año
346 en p. 302. Naturalmente, entre la actitud política realista de los primeros
discursos y el programa de lucha panhelénica de la última época de Demóstenes
no media ninguna contradicción irreductible, lo mismo que no mediaba
contradicción entre el Bismarck de la primera época, defensor de los intereses
puramente prusianos, y el fundador de la unidad política de los alemanes en
1870.
[40] 84 Fil., III, 33.
[41] 85 Fil, III, 53-55, 63 s.
[42] 86 Fil., III, 56-62, 63, 68.
[43] 87 Fil., III, 69.
[44] 88
Fil., III, 70.
[45] 89
Ejemplos tomados de la historia de Atenas en abono de la antigua inco-rruptibilidad y del
sentido de libertad del pueblo: Fil., III, 41.
[46] 90
Peri\ sunta/cewj, 25s.
[47] 91
Peri\ sunta/cewj, 25.
[48] 92
isócrates, De pace,
69: "No poseemos ya
las cualidades (h)/qh) con las que
conquistamos nuestra
dominación, sino aquellas con
las que la hemos
perdido." El paralelo
con los antepasados, con Isócrates,
conduce siempre a conclusiones desfavorables para el
presente. Cf. supra, pp. 899
ss., 906 ss.
[49] 93
Vuelve a presentarse
aquí, de un
modo grandioso, la
antigua y simple idea
educativa del modelo,
que iluminó los
orígenes del pueblo
griego. Una agrupación
sistemática de las citas en que esta idea se
presenta en Demóstenes, se encuentra en el libro, muy rico en
materiales, de K. jost, Das
Beispiel und Vorbild der Vorfahren
bei den attischen Rednern und
Geschichtschreibern bis
Demosthenes (Paderborn, 1936).
[50] 94
Este imperativo lo deduce Demóstenes del ejemplo de la época grande de
Atenas, sobre todo a posteriori en el discurso Sobre
la corona; pero se contenía
ya, indudablemente, en
la idea del
deber moral que
postulaba en las Filípicas
basándose en aquel ejemplo.
[51] 95
Cf. los formidables pasajes
del discurso Sobre
la corona, especialmente 66 ss. "¿Qué debía, pues, hacer la polis, ¡oh,
Esquines!, cuando vio cómo Filipo intentaba instaurar su dominación y su tiranía
sobre la Hélade? ¿O qué
debía decir o proponer el hombre
que como yo se sentía consejero del pueblo de Atenas
y que desde sus comienzos hasta el día en que subió a la tribuna de los oradores
no hizo otra cosa que luchar por su
patria y por los laureles supremos de su honor y de su fama?"
[52] 96
TUCIDIDES, II. 40, 3.
[53] 97 Fil.. III, 49-52. Cf. también Sobre la corona, 145 s.
[54] 98 Cf. Fil., iv, 52 y 31-34. Sobre el último
pasaje Cf. ahora el comentario de Dídimo, que arlara las alusiones que contiene
a las negociaciones con Persia.
[55] 99 Fil., iv, 35-45.
[56] 100 aristóteles,
Pol, vii, 7, 1327 b 32.
[57] 101 Sobre la corona, 206-208.
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