Desde el comienzo del conflicto en el 431, el pueblo
ateniense había demostrado una notable unidad a lo largo de veinte años tanto
de guerra abierta como de guerra fría. A pesar del terrible sufrimiento causado
por la pérdida del libre uso de sus granjas y casas en el campo —por la
necesidad de concentrarse en el centro urbano—, por la epidemia devastadora y,
finalmente, por las espantosas pérdidas en Sicilia, Atenas había conseguido
evitar golpes de Estado y enfrentamientos armados entre facciones, algo
realmente asombroso si tenemos en cuenta que había transcurrido un siglo desde
la expulsión de la tiranía de la ciudad. La sorprendente recuperación del
control ateniense del mar tras el desastre siciliano podía haber augurado la
reparación de los efectos de una campaña mal concebida y la reincorporación de
ciudades perdidas para el Imperio, así como un aumento de la esperanza de
conseguir la victoria en la guerra, pero la entrada de Persia en el conflicto
oscureció esas perspectivas. En el año 411, las fuerzas hostiles a la
democracia ateniense, durante largo tiempo dormidas, aprovecharon la inminente
amenaza persa y de las ambiciones de Alcibíades para atacar al régimen.
Irónicamente, en el año 411 se celebraba el centenario
de la liberación de Atenas de la tiranía, un hecho que sería seguido no mucho
después por el establecimiento de la primera democracia del mundo. En aquel
tiempo, Atenas se había desarrollado próspera y poderosa, y su gente había
llegado a considerar la democracia como la constitución natural y normal de la
ciudad. El modelo democrático todavía era raro entre las ciudades griegas, la
mayoría de las cuales estaban gobernadas por pequeñas o grandes oligarquías.
Los atenienses de clase alta aceptaban la democracia, y participaban en la
lucha por el liderazgo, o se mantenían al margen, aunque casi todos los más
destacados políticos atenienses hasta la Guerra del Peloponeso eran de origen
noble.
LA TRADICIÓN ARISTOCRÁTICA
Sin embargo, algunos aristócratas nunca abandonaron su
desprecio por el gobierno popular, un prejuicio que tenía hondas raíces en la
tradición griega. En la épica de Homero, eran los nobles quienes tomaban las
decisiones y daban órdenes, mientras los hombres del pueblo conocían su sitio y
les obedecían. En el siglo VI, el poeta Teognis de Megara escribió con amargura
como un aristócrata cuyo mundo había sido derribado por los cambios políticos y
sociales, manteniendo sus ideas una gran influencia sobre los enemigos de la
democracia hasta bien entrado el siglo IV. Teognis dividía la humanidad en dos
mitades en función del nacimiento: el bueno y noble, y el malo y vil. Debido a
que sólo el noble poseía criterio nome)
y reverencia (aidos), sólo él era
capaz de moderación, autocontrol y justicia. La masa del pueblo no poseía estas
virtudes y era, por consiguiente, desvergonzada y arrogante. Además, las buenas
cualidades no podían ser enseñadas: «Es más fácil engendrar y criar a un hombre
que poner buen sentido en él. Nadie ha descubierto nunca la manera de hacer
sabio a un loco o bueno a un mal hombre (…) Si algo así fuera posible, el hijo
de un hombre bueno nunca sería malo, ya que él obedecería al buen consejo. Pero
nunca conseguirás hacer al mal hombre bueno mediante la enseñanza» (Teognis,
429-438).
Las opiniones del poeta tebano Píndaro, que vivió
pasada la mitad del siglo V, fueron también muy estimadas por los atenienses de
clase alta. Su mensaje reflejaba el de Teognis: los nacidos nobles eran
inherentemente superiores a la masa del pueblo, tanto intelectual como
moralmente, y la diferencia no podía ser eliminada mediante la educación.
El esplendor que corre por la sangre tiene
mucho peso
Un hombre puede aprender
y, sin embargo,
ver oscuramente,
inclinarse hacia un lado
y luego hacia el otro,
caminar siempre
sobre pies inseguros, con
su mente inacabada y
alimentada con los restos
de mil virtudes.
(Nemeas, III, 40-4).
Sólo el sabio por nacimiento puede entender:
Hay muchas afiladas saetas
en la aljaba
debajo de mi codo.
Hablan para los que
entienden;
la mayoría de los hombres
necesitan intérpretes.
El sabio conoce muchas
cosas en su sangre;
el vulgar es enseñado.
Ellos dirán cualquier
cosa. Harán ruido como cuervos
contra la sagrada ave de
Zeus.
(Olímpicas, II, 83-88).
Para mentes educadas en ideas como éstas, la
democracia era insensata hacia el mejor de los casos y podía, también, derivar
en algo injusto e inmoral. La Constitución
de los atenienses —un panfleto escrito hacia el 420 por un autor
desconocido llamado a menudo «el viejo oligarca [10]»— revela el
descontento que algunos sintieron en Atenas durante la guerra. «En cuanto a la
Constitución de los atenienses, no los alabo por haberla elegido, porque al
escogerla han dado lo mejor al pueblo vulgar (poneroi) más que a los buenos (chrestoi).»
Ellos usan la suerte para cargos que son seguros y pagan un salario, pero dejan
los oficios peligrosos de generales y oficiales de caballería a la elección de
«los hombres mejor cualificados» (Constitución
de los atenienses I, 1-3).
Lo que hombres como «el viejo oligarca» querían para
su Estado era la eunomía, el nombre
que los espartanos daban a su constitución y que Píndaro había aplicado a la
oligarquía de Corinto. Bajo una constitución como ésa, los hombres mejores y
mejor cualificados hacen las leyes, y los buenos castigan al malo; los buenos
«no permitirán que los locos se sienten en el Consejo o hablen en la Asamblea.
Pero como resultado de estas buenas medidas el pueblo, desde luego, caerá en la
servidumbre» (I, 9). El autor está seguro de que las masas lucharán para
preservar la democracia, «un gobierno malo» (kakonomía), porque es ventajoso para ellos, «y cualquiera que sin
pertenecer al pueblo prefiera vivir en una ciudad bajo gobierno democrático a
vivir en una gobernada por la oligarquía se ha preparado a sí mismo para ser
inmoral, sabiendo bien que es más fácil para una mala persona pasar
desapercibida en una ciudad bajo gobierno democrático que en una bajo gobierno
oligárquico» (II, 19). Por consiguiente, no es sorprendente que hombres que
suscribieron tales pensamientos consideraran el derribo de la democracia nada
menos que como una obligación moral.
LA DEMOCRACIA Y LA GUERRA
Durante la Guerra del Peloponeso, las objeciones a la
democracia se habían convertido en algo de orden tanto práctico como
filosófico. El interminable conflicto, el sufrimiento y las privaciones, el
fracaso de cada uno de los planes emprendidos para alcanzar una victoria
definitiva, y, por encima de todo, el desastre ateniense en Sicilia, eran
asuntos de los que fácilmente se podía culpar al régimen y a los hombres que lo
dirigían. La falta de líderes políticos de origen noble, que fueran fuertes y
respetados, como Cimón y Pericles, también contribuyó a socavar una de las
barreras que actuaba como protección de la democracia frente a sus críticos. En
el año 411, el vacío de liderazgo pareció haber incrementado el poder de las hetairíai, las asociaciones de
ciudadanos, que tenían un papel muy importante en la política ateniense,
especialmente entre los enemigos de la democracia. Sus miembros, y otros
ciudadanos con propiedades, habían estado soportando cargas financieras sin
precedentes en apoyo de la guerra. Los contribuyentes se habían reducido, sin
embargo, durante su curso, cayendo desde quizá veinticinco mil varones adultos
antes del conflicto hasta unos nueve mil, aproximadamente, bien entrada la
guerra.
Hacia el año 411, muchos atenienses —y no sólo los
oligarcas— habían empezado a considerar algún tipo de restricción de la
práctica democrática, quizás incluso un cambio de régimen, en un intento por
contribuir al esfuerzo de guerra. El iniciador de esta conspiración, sin
embargo, fue el exiliado Alcibíades, que se movía motivado, como siempre, no
por cuestiones ideológicas, sino por su propio interés. Él había comprendido
sagazmente que la seguridad que le proporcionaba Tisafernes era transitoria, y
sólo era una cuestión de tiempo que sus intereses divergieran. Dado que el
regreso a la Esparta del rey Agis estaba fuera de cuestión, Alcibíades se
preparó para usar su momentánea influencia con Tisafernes para obtener un
regreso seguro a Atenas.
Su primer paso fue establecer comunicación con «los
más importantes hombres entre [los atenienses]» —presumiblemente los generales,
trierarcas y otras personas de influencia— en Samos, pidiéndoles que hablaran
de él «a los mejores ciudadanos» (VIII, 47, 2). Ellos debían informar a los
atenienses acerca del regreso de Alcibíades, así como de que traería con él el
apoyo del sátrapa, siempre que aceptaran reemplazar la democracia por una
oligarquía. El plan funcionó «porque los militares atenienses en Samos se
dieron cuenta de que él tenía influencia con Tisafernes» (VIII, 47, 2), y
empezaron las conversaciones con él a través de emisarios. En una importante
afirmación, raramente subrayada, Tucídides pone la iniciativa de la
conspiración oligárquica en manos de los líderes atenienses: «Pero incluso más
que la influencia y las promesas de Alcibíades, por su propio acuerdo, los
trierarcas y los hombres más destacados entre los atenienses que se encontraban
en Samos estaban ávidos por destruir la democracia» (VIII, 47, 2).
En este caso, Tucídides debe necesariamente estar
equivocado al atribuir tales motivos a todos los líderes atenienses que estaban
en Samos, ya que el único trierarca cuyo nombre nos es conocido, Trasibulo, el
hijo de Lico de Esteiria, nunca fue enemigo de la democracia. Desde el
comienzo, cuando el pueblo samio conoció la existencia de un complot
oligárquico para derrocar su democracia, llamaron a Trasibulo, entre otros, ya
«que parecía estar siempre en contra de los conspiradores» (VIII, 73, 4).
Trasibulo y sus colegas se unieron en la defensa de la democracia samia y
aplastaron el levantamiento oligárquico. Obligaron a todos los militares a
prestar juramento de lealtad a la democracia, y el ejército completamente
democrático depuso a sus generales y eligió a otros, democráticos y de
confianza, en su lugar, entre ellos Trasibulo. Pasó el resto de la guerra como
un leal líder democrático, y después del conflicto fue el héroe que resistió y
finalmente derrocó a la oligarquía de los Treinta Tiranos impuesta por Esparta,
y restauró la democracia en Atenas. Si Tucídides está equivocado o mal
informado sobre los motivos en este caso, puede estarlo igualmente para otros
asuntos, por lo que no deberíamos aceptar simplemente sus opiniones sin que
sean cuestionadas, sino examinar cada caso según sus propios méritos.
TRASIBULO Y LOS MODERADOS
Sorprendentemente, y a pesar de sus convicciones
democráticas, Trasibulo fue uno de los que, en Samos, favoreció el regreso de
Alcibíades al bando ateniense. Otros como él, sin embargo, podían también haber
dado la bienvenida a la reincorporación del renegado sin que por ello fueran
hostiles al régimen democrático. Desde el comienzo, los líderes de Samos se
dividieron al menos en dos grupos. Uno fue el de Trasibulo, de quien Tucídides
afirma: «Él siempre sostuvo la misma opinión, la de que deberían volver a
llamar a Alcibíades» (VIII, 81, 1). Esto significa, sin embargo, que a finales
del 412 este demócrata de toda la vida estaba deseando aceptar limitaciones a
la democracia, al menos temporalmente, ya que Alcibíades no podría ser
rehabilitado mientras el gobierno vigente en ese momento en Atenas estuviera en
el poder. Al principio, el propio Alcibíades habló abiertamente de su apoyo a
la oligarquía, pero Trasibulo y otros verdaderos demócratas probablemente le
obligaron a moderar lo que decía, ya que cuando se encontró con la delegación
de Samos era evidente que había cambiado su manera de hablar, prometiendo
acercar a Tisafernes a una alianza con Atenas «si los atenienses no estaban
gobernados por una democracia» (VIII, 48, 1). El cambio sutil en el lenguaje
fue, sin duda, una concesión a hombres como Trasibulo, que estaban dispuestos a
alterar la Constitución, como habían hecho antes con el sistema del probuloi, pero no a cambiar a un régimen
oligárquico.
Después de persuadir a las fuerzas atenienses con base
en Samos para que concedieran inmunidad a Alcibíades en cuanto a los cargos que
había sobre él y le nombraran general, el propio Trasibulo navegó hacia el
campamento de Tisafernes con el objeto de recoger a Alcibíades, ya que como
Tucídides explica: «Él trajo a Alcibíades de vuelta a Samos, convencido de que
la única seguridad para Atenas radicaba en apartar a Tisafernes de los
peloponesios y traerlo a su lado» (VIII, 81, 1). Trasibulo creía que, si la
alianza persa con Esparta permanecía intacta, Atenas estaba perdida. Para ganar
la guerra debía convencer a Persia, y sólo Alcibíades podía llevar a cabo esa
tarea.
Las restricciones a la democracia que eran aceptables
para Trasibulo pueden ser discernidas de aquellas propuestas que Alcibíades
hizo en Samos a los atenienses en el verano del año 411, después de que los
oligarcas más recalcitrantes hubieran rechazado al renegado como «inapropiado»
para participar en una oligarquía. Fue en ese momento cuando propuso la
disolución del Consejo de los Cuatrocientos, que se había hecho con el poder
oligárquico por la fuerza, así como la restauración del viejo Consejo
democrático de los Quinientos. También hizo una propuesta para que terminara la
remuneración por servicios públicos, lo que efectivamente excluiría a los
atenienses pobres del ejercicio de los cargos, y solicitó que se restaurara la
Constitución de los Cinco Mil, que restringía la plena y activa ciudadanía a
hombres de la clase hoplítica o superior.
En ese momento crucial, Trasibulo debía de haber
estado deseando aceptar esas condiciones, aunque no el reducido gobierno de los
Cuatrocientos. La categoría en que más cómodamente puede ser encajado es la
tradicional designación de «moderado», un término que en el año 411 era indicio
de un hombre que ponía la victoria como su más alta prioridad, incluso si ello
significaba renunciar a ciertos compromisos de la democracia popular de Atenas.
LOS VERDADEROS OLIGARCAS
Sin embargo, otros que participaron en las
conversaciones con Alcibíades eran verdaderos adversarios de cualquier tipo de
democracia, y pretendían reemplazarla permanentemente por alguna forma de
gobierno oligárquico. Dos miembros de esta conspiración eran Frínico y
Pisandro, que habían sido demagogos previamente. Pocos años después de la
guerra, un orador ateniense les acusaría de ayudar a establecer la oligarquía
porque temían un castigo tras los muchos agravios que habían cometido contra el
pueblo ateniense. Sin embargo, no podemos estar seguros de hasta qué punto las
consideraciones personales arrastraron a estos políticos democráticos populares
a una conspiración oligárquica.
En cualquier caso, ellos no pretendían traer de vuelta
a Alcibíades para ganar la guerra. Frínico se resistía totalmente a que
volviera y «se mostraba, mucho más que los otros, el más proclive a la
oligarquía…, Una vez que se puso a la tarea, se reveló a sí mismo como el más
capaz» (VIII, 68, 3). Pisandro se revolvió rápidamente contra Alcibíades,
convirtiéndose en un líder oligárquico de los más violentos y obcecados. Llegó
a promover la moción para el establecimiento de la oligarquía de los
Cuatrocientos, y mantuvo un papel destacado en el derrocamiento de regímenes
democráticos a lo largo del Imperio y en la propia Atenas; tras la caída de la
oligarquía, se pasó a los espartanos.
Cuando los «trierarcas y los hombres más importantes»
en Samos enviaron representantes a Alcibíades, Pisandro y Trasibulo fueron
probablemente miembros de la delegación. En su encuentro, Alcibíades les
prometió llevar a Tisafernes y al Gran Rey hacia el lado ateniense «si ellos no
mantenían la democracia, ya que al obrar así el Rey tendría una mayor confianza
en ellos» (VIII, 48, 1). Alcibíades utilizó sus palabras con habilidad para
satisfacer las dudas de los moderados: «No mantener la democracia» podía ser
interpretado de una manera que sería aceptable tanto para moderados como para
oligarcas, mientras que «reemplazar la democracia por una oligarquía» no
hubiera tenido la misma acogida.
El siguiente paso para los líderes políticos era
incluir a «los más adecuados» en un régimen político que funcionara, tras la
prestación de un juramento. Este grupo probablemente incluía hoplitas que
habían participado en la campaña de Mileto, pero la presencia de Trasibulo
entre ellos indicaba que no se trataba meramente de una conspiración
oligárquica. El nuevo grupo convocó a los atenienses que estaban en Samos «y
abiertamente les dijo que el Gran Rey sería su amigo y les proporcionaría
dinero si recibían de nuevo a Alcibíades y no se gobernaban por una democracia»
(VIII, 48, 2). Si el hombre corriente no comprendió que la verdadera intención
de algunos de aquellos hombres era establecer una oligarquía cerrada y
permanente, tampoco lo hicieron algunas de las personas comprometidas en los
cambios, tales como Trasibulo.
«La multitud —término que utiliza Tucídides para
referirse a la asamblea de soldados y marineros—, molesta al principio por lo
que había sido hecho, permaneció en silencio debido a las esperanzadoras
perspectivas de recibir una paga del Rey» (VIII, 48, 3). Sin embargo, ésta es
una injusta caracterización de los soldados y marineros atenienses. Al igual
que en su explicación del entusiasmo popular por la campaña siciliana del año
415, Tucídides introduce la simple avaricia como el único motivo, aunque
existían seguramente sentimientos y consideraciones mucho más complejos. En los
años 412 y 411, la verdadera supervivencia de estos hombres, como la de sus
familias y la de su ciudad, estaban en juego e incluso, más allá de eso, su
comportamiento en los años siguientes demostró repetidamente su patriotismo y
su devoción por la democracia ateniense.
FRÍNICO CONTRA ALCIBÍADES
Cuando llegó el momento de decidir formalmente el asunto,
en una reunión de líderes, todos estaban ya dispuestos a aceptar a Alcibíades…
todos excepto Frínico, que rechazaba la idea de que aquel o cualquier otro
pudiera traer a los persas al lado ateniense, al tiempo que se oponía a la
consideración de que el abandono de la democracia ayudaría a preservar el
Imperio. Argumentaba contra la primacía de la confrontación entre las clases, y
quería evitar a toda costa disputas internas sobre las formas constitucionales,
declarándose a favor de la abrumadora importancia del amor a la independencia.
Ninguno de los aliados, avisaba, «querría ser esclavizado ni por una oligarquía
ni por una democracia, sino seguir siendo libres bajo cualquiera de estos
sistemas» (VIII, 48, 5).
Más allá de estas consideraciones, Frínico insistió en
que Alcibíades no podía ser considerado como un hombre de confianza. Las
disposiciones constitucionales no significaban nada para él; todo lo que le
preocupaba era un regreso seguro a Atenas. Su regreso a la ciudad provocaría
una guerra civil y la ruina de Atenas, por lo que no debía ser aceptado.
Incluso frente a tales argumentos, los líderes atenienses estaban tan
completamente desesperados por encontrar alguna manera de cambiar la fortuna de
su ciudad, que acabaron aceptando las propuestas de Alcibíades.
Frínico se encontraba ahora en un gran peligro, porque
cuando las noticias de su oposición alcanzaran a su adversario, Alcibíades se
tomaría su revancha. Desesperado, Frínico concibió un plan para evitar el
regreso de Alcibíades y protegerse a sí mismo. Los estudiosos no han llegado a
entender bien los complicados acontecimientos que siguieron, y dado que no hay
certeza alguna acerca de ellos, lo que sigue es tan sólo un intento de
reconstrucción. El comportamiento de Frínico a lo largo de este episodio puede
entenderse mejor como la expresión de una fuerte y duradera enemistad; sólo
desde esta perspectiva su decisión de hablar contra la rehabilitación de
Alcibíades, incluso sin tener apoyos, adquiere consistencia. Cuando fracasó en
persuadir a los atenienses reunidos en Simios, escribió una carta al navarca
espartano Astíoco en Mileto, sin tener en cuenta las consecuencias si era
descubierto; en ella informaba del complot para traer de vuelta a Alcibíades,
así como de la promesa del renegado de conseguir el apoyo de Tisafernes y de
los persas para los atenienses. Desconociendo que Alcibíades no estaba ya en el
campamento espartano, asumió que Astíoco lo arrestaría inmediatamente, poniendo
así fin al complot. Aunque Astíoco ya no podía obrar así, tampoco podía ignorar
el aviso y permitir que el complot triunfase.
Su solución fue la de llevar la carta a Tisafernes, en
Magnesia, y exponerle el asunto del complot. El sátrapa debió de quedar
estupefacto, ya que seguramente no había llegado a ningún tipo de acuerdo con
Alcibíades. El traidor se encontró entonces en una situación muy comprometida:
su alianza con el sátrapa corría serio peligro.
Enfurecido, Alcibíades escribió a Samos informando a
sus amigos de la carta de Frínico y pidiendo que fuera ejecutado. Frínico, que
había confiado en que Astíoco acabara con Alcibíades y con el complot de un
solo golpe, y que no revelara el contenido de su carta, envió otra misiva al
navarca espartano, indicándole cómo podía derrotar a los atenienses en Samos. Los
estudiosos modernos encuentran difícil de creer que pudiera haber cometido la
locura de enviar una segunda carta después de que Astíoco hubiera traicionado
su confianza con la primera, pero las circunstancias en este último caso eran
diferentes. Sin darse cuenta, la primera misiva había incluido una petición
imposible de cumplir, ya que Alcibíades había partido y no podía ser arrestado.
La segunda carta, sin embargo, ofrecía al navarca una oportunidad que no sólo
era claramente posible, sino que prometía conducirle a una gran victoria; una
que podía poner fin a la guerra de un solo golpe. Al parecer, Alcibíades no era
el único político ateniense con grandes ambiciones personales y con notable
capacidad de adaptación, preparado para traicionar a su ciudad con tal de
asegurar su propia seguridad y promover su carrera.
No obstante, el siempre prudente Astíoco temía una
trampa, y con la intención de abortar la conspiración que pretendía convencer a
Persia para cambiar de bando, proporcionó la información de la segunda carta
tanto a Alcibíades como a Tisafernes. Mientras tanto, llegó a conocimiento de
Frínico que, una vez más, el contenido de su carta había sido revelado, y puso
en marcha la trampa que Astíoco más podía temer, al avisar a los atenienses
acerca de un inminente ataque, un ataque que él mismo había provocado. Cuando
el propio Alcibíades envió, a continuación, una carta a los atenienses que
estaban en Samos para avisarles de la traición de Frínico y para informarles
también del planeado asalto, no fue creído, «pues era un hombre que no
consideraban de confianza» (VIII, 51, 3). El ladino renegado ateniense había
sido superado por un impostor más inteligente. En lugar de hacer daño a
Frínico, la carta de Alcibíades confirmó la veracidad del aviso, de tal modo
que todo el asunto reforzó su posición, al menos en ese momento, al tiempo que
incrementaba la desconfianza hacia Alcibíades en la base ateniense. También
consiguió provocar una brecha entre Tisafernes y Alcibíades, y destruyó
cualquier oportunidad que tuviera de mantener sus promesas a los líderes
atenienses de Samos. El fracaso de sus negociaciones con Tisafernes acabó con
el interés de los conspiradores oligárquicos por Alcibíades, que decidieron
concentrar sus esfuerzos en el establecimiento de un nuevo tratado entre
Esparta y Persia. El primer intento para derrocar la democracia en Atenas había
fracasado.
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