EL CAMINO HACIA LA GUERRA
La gran Guerra del Peloponeso, emprendida, según se
dijo entonces, para llevar la libertad a todos los griegos, no se inició con
una declaración formal de guerra o con un asalto honorable y directo a los
territorios de la Atenas imperial, sino con una incursión furtiva y engañosa
perpetrada sobre un vecino menor en tiempos de paz por una gran ciudad-estado.
No hubo brillantes desfiles capitaneados por la grandiosa falange espartana,
con sus rojos mantos radiantes bajo el sol ateniense a la cabeza del potente
ejército lacedemonio, sino un ataque sorpresa contra la pequeña ciudad de
Platea llevado a cabo en la oscuridad de la noche por unos pocos cientos de
tebanos, que recibieron la ayuda de traidores desde el interior de la ciudad.
Su comienzo fue indicativo del tipo de ofensiva que se desarrollaría más
adelante: el abandono fundamental del modo tradicional griego de hacer la
guerra. Según las normas establecidas y bien entendidas que habían dominado el
combate griego durante dos siglos y medio, éste se basaba en el ciudadano-soldado
que servía como hoplita, un militar de infantería fuertemente armado dentro de
una formación compacta de hombres llamada falange. La única forma honorable de
lucha, así se creía, era el combate en campo abierto a plena luz del día,
falange contra falange. Por naturaleza, el ejército más fuerte y valiente
prevalecería, erigiría un trofeo a la victoria sobre el terreno ganado,
tornaría posesión de la tierra disputada y volvería a casa, como también
regresaría el enemigo derrotado a la suya. Así pues, la guerra típica se
decidía con una sola batalla y en un solo día.
Los acontecimientos que desembocaron en las
hostilidades tuvieron lugar en regiones remotas, alejadas de los centros de la
civilización griega, y representaron, como un ateniense o un espartano hubieran
podido decir, «un conflicto en un país lejano entre gentes de las que no
sabemos nada [3]». Entre aquellos griegos que leyeran el relato de
Tucídides, pocos sabrían dónde estaba la ciudad en la que se había iniciado el
conflicto o quiénes eran sus habitantes; desde luego, nadie hubiera podido
prever que las luchas internas en regiones tan distantes de la periferia del
mundo heleno conducirían a la terrible y devastadora Guerra del Peloponeso.[4]
Capítulo 1
La gran rivalidad
(479-439)
El mundo griego se extendía desde las ciudades
diseminadas por la costa meridional de la península Ibérica, en el confín
occidental del Mediterráneo, hasta las orillas orientales del mar Negro, en el
este. Una gran concentración de ciudades griegas dominaba el sur de la
península Itálica y la mayor parte de las costas de Sicilia; sin embargo, el
centro de este mundo lo constituía el mar Egeo. La mayoría de las ciudades
griegas, incluidas las principales, se encontraban en la parte meridional de la
península de los Balcanes, en el territorio que hoy forma la Grecia moderna, en
las orillas orientales del Egeo, en Anatolia (la actual Turquía), en las islas
egeas y en las costas septentrionales de este mar (Véase mapa[1a]).
En los inicios de la guerra, algunas de las ciudades
de esta región permanecieron neutrales, pero muchas, las más importantes,
estaban bajo la hegemonía de Esparta o de Atenas, dos Estados cuya forma de
entender el mundo era tan distinta, que sólo podía suscitar el recelo mutuo. Su
gran rivalidad acabaría dando forma al sistema de gobierno que los griegos
llevarían más allá de sus fronteras.
ESPARTA Y SU ALIANZA
Esparta tenía la organización social más antigua,
creada en el siglo VI. En Lacedemonia, su propio territorio, los espartanos
descendientes de los guerreros dorios disponían de dos tipos de subordinados:
los ilotas, situados en algún punto entre la servidumbre y la esclavitud,
campesinos que araban la tierra y proporcionaban alimento a Esparta, y los
periecos (habitantes de la periferia), que se dedicaban a la manufactura y al
comercio para cubrir las necesidades de la ciudad-estado. Los espartanos que
tenían la ciudadanía no necesitaban ganarse el sustento, y se dedicaban
exclusivamente al entrenamiento militar. Esto les permitió desarrollar el mejor
ejército del mundo heleno, una formación de ciudadanos-soldado con
entrenamiento y habilidad profesionales sin parangón alguno.
Pero la estructura social espartana era un peligro en
potencia. Los ilotas sobrepasaban a sus señores en proporción de siete a uno, y
como escribió un ateniense que conocía a fondo Esparta: «bien a gusto se
hubieran comido a los espartanos crudos» (Jenofonte, Helénicas, III, 3, 6). Para afrontar el peligro de revueltas
ocasionales, los espartanos crearon una Constitución y un modo de vida como
ningún otro: subordinaron al individuo y la familia a las necesidades del
Estado. Sólo permitían vivir a las criaturas físicamente perfectas, y a los
muchachos se les separaba del hogar a los siete años para que se entrenasen y se
endurecieran en la academia militar hasta alcanzar los veinte años de edad. De
los veinte a los treinta vivían en barracones y ayudaban a su vez a entrenar a
jóvenes reclutas. Se les permitía contraer matrimonio, pero sólo podían visitar
a sus esposas en contadas ocasiones. A los treinta años, el varón espartano
adquiría la plena ciudadanía y se convertía en uno de los «iguales» (homoioi). Tomaba sus comidas en la mesa
pública con otros catorce ciudadanos; alimentos frugales, a menudo una sopa
negruzca que horrorizaba a los demás griegos. De cualquier modo, el servicio
militar era obligatorio hasta los sesenta años. El objetivo de este sistema era
proveer de soldados a la ciudad, hoplitas cuya fuerza física, entrenamiento y
disciplina los convertiría en los mejores del mundo.
A pesar de su superioridad militar, por lo general los
espartanos eran reacios a entrar en guerra, sobre todo por miedo a que los
ilotas se aprovechasen de cualquier ausencia prolongada del ejército y se
rebelaran. Tucídides señaló que, «entre los espartanos, casi todas las
instituciones se han establecido con relación a su seguridad respecto a los
ilotas» (IV, 80, 3), y Aristóteles dijo de estos últimos que «eran como el que
aguarda sentado a que el desastre golpee a los de Esparta» (Política, 1269a).
Los espartanos desarrollaron en el siglo VI una red de
alianzas perpetuas para salvaguardar su peculiar comunidad. En la actualidad, a
la Alianza Espartana los historiadores la llaman la Liga del Peloponeso; pero
en realidad, más bien se trataba de una organización abierta que lideraba
Esparta sobre un grupo de aliados conectados a ella por separado mediante
diversos tratados. Cuando era convocada, los aliados servían bajo mando
espartano. Cada Estado juraba seguir el liderazgo de Esparta en política
exterior a cambio de su protección y del reconocimiento de su integridad y
autonomía.
Era el pragmatismo, no la simpatía mutua, lo que
guiaba el principio interpretativo de la asociación. Los espartanos ayudaban a
sus aliados cuando les era conveniente o inevitable, y obligaban a los demás a
unírseles ante cualquier conflicto siempre que fuera necesario y posible. La
alianza se reunía por entero sólo cuando los espartanos lo requerían, y tenemos
noticia de muy pocos encuentros de este tipo. Las normas que imperaban casi
siempre venían impuestas por circunstancias geográficas, políticas o militares,
y revelan tres categorías informales de aliados. La primera de ellas consistía
en aquellos Estados lo bastante pequeños y próximos a Esparta como para ser
fácilmente controlados, tales como Fliunte y Órneas. Los Estados de la segunda
categoría, que incluían Megara, Elide y Mantinea, eran más poderosos, se
encontraban más lejos o lo uno y lo otro; no obstante, no estaban tan alejados
ni eran tan poderosos como para evitar un correctivo espartano en caso de
merecerlo. Tebas y Corinto eran los únicos Estados pertenecientes a la última
categoría; distantes y poderosos por derecho propio, la dirección de su
política exterior raramente se plegaba a los intereses espartanos (Véase mapa[2a]).
Argos, gran ciudad-estado al noreste de Esparta, no
pertenecía a la Alianza y era por tradición un antiguo enemigo. Los espartanos
habían temido siempre la unión de los argivos con sus otros enemigos y, en
especial, que pudieran ofrecer su ayuda a las sublevaciones de los ilotas.
Cualquier cosa que pusiera en peligro la integridad de la Liga del Peloponeso o
la lealtad de sus miembros era considerada una amenaza potencialmente letal
para los espartanos.
Los teóricos designaban el ordenamiento político de
Esparta como «constitución mixta» por acoger una suma de elementos monárquicos,
oligárquicos y democráticos. La diarquía estaba constituida por dos monarcas,
cada uno perteneciente a una familia aristocrática distinta. La Gerusía, un
consejo de veintiocho hombres de más de sesenta años elegidos de entre un
pequeño número de familias privilegiadas, representaba el principio
oligárquico; mientras que la Asamblea (Apella), constituida por todos los
ciudadanos mayores de treinta, formaba el elemento democrático junto con los
cinco éforos, magistrados elegidos anualmente por los ciudadanos.
Los dos reyes servían a la ciudad de por vida,
comandaban los ejércitos de Esparta, cumplían funciones judiciales y religiosas
relevantes, y gozaban de un gran prestigio e influencia. Como rara vez estaban
de acuerdo, buscaban el apoyo de las distintas facciones para resolver los
asuntos. La Gerusía formaba junto con los monarcas la corte suprema del
territorio, la misma a la que los propios reyes eran sometidos a juicio. El
prestigio que ostentaban por lazos familiares, por edad y experiencia, en una
sociedad que veneraba tales cosas, y el honor que acompañaba su elección, les
otorgaba una gran autoridad que iba más allá de su poder real.
También los éforos disfrutaban de un gran poder, en
especial en lo referente a asuntos exteriores: recibían a los enviados
extranjeros, negociaban los tratados, y eran ellos los que ordenaban las
expediciones una vez declarada la guerra. Asimismo, convocaban y presidían la
Asamblea, se sentaban con los miembros de la Gerusía y eran sus oficiales
ejecutivos, a la vez que ostentaban el derecho de aportar cargos por traición
contra los monarcas.
Las decisiones formales referentes a los tratados, la
política exterior, la guerra y la paz pertenecían a la Asamblea, aunque sus
poderes eran en realidad limitados. Sus encuentros sólo se celebraban cuando
era convocada por los dirigentes, y poco era el debate que tenía lugar en
ellos, pues normalmente sus oradores eran los reyes, algunos miembros de la
Gerusía y los éforos. La votación se ejercitaba tradicionalmente por
aclamación, lo equivalente a una votación en voz alta; la división y el
recuento de votos raramente se utilizaban.
Durante tres siglos, no había habido ley, golpe de
Estado o revolución que modificase la Constitución. Sin embargo, a pesar de
tanta estabilidad constitucional, la política exterior espartana era a menudo
inestable. Los conflictos entre los dos monarcas, entre éstos y los éforos, y
también entre estos últimos, con el trastorno inevitable causado por la
rotación anual de representantes de la eforía, llegaron a debilitar el control
de Esparta sobre su Alianza. Los aliados podían entonces perseguir sus
intereses políticos a expensas de las divisiones intestinas de los espartanos.
La fuerza del ejército lacedemonio y su dominio de la Alianza otorgaban a los
espartanos un gran poder; sin embargo, si lo utilizaban contra un enemigo
potente fuera del Peloponeso, corrían el riesgo de una revuelta ilota o de la invasión
de Argos. Y, si no lo ejercían tras ser convocados por sus aliados más
importantes, se arriesgaban a que hubiera defecciones y a la disolución de la
Alianza, sobre la que descansaba su seguridad. En la crisis que conduciría a la
guerra, ambos factores tendrían un papel importante a la hora de modelar las
decisiones espartanas.
ATENAS Y SU IMPERIO
El Imperio ateniense emergió debido a la nueva alianza
(la Liga de Delos) formada tras la victoria griega en las Guerras Médicas.
Primero como su instigadora y más tarde como dueña y señora, Atenas poseía una
historia singular, que había ayudado a forjar su carácter mucho antes de llegar
a ser una democracia y alcanzar la supremacía. Era la población principal de la
región conocida como el Ática, una pequeña península triangular que se extendía
hacia el sureste desde Grecia central. Como la mayor parte de su extensión
(unos dos mil quinientos kilómetros cuadrados) era montañosa, escarpada e
inapropiada para el cultivo, el Ática primitiva era relativamente pobre,
incluso para los cánones griegos de la época. Sin embargo, su geografía acabó
siendo una bendición cuando los invasores del norte descendieron y ocuparon las
tierras más atractivas del Peloponeso, ya que ni se molestaron en conquistar
las del Ática. A diferencia de los espartanos, los atenienses reivindicaban
haber surgido de su propia tierra y haber habitado en el mismo suelo desde el
nacimiento de la Luna. Por eso no tenían que enfrentarse a la carga de una
clase sometida, descontenta y esclavizada.
En términos históricos, Atenas unificó bastante pronto
toda la región, por lo que no tuvo que preocuparse de luchar y guerrear con el
resto de poblaciones áticas. Éstas formaban parte de la ciudad-estado
ateniense, y todos sus habitantes nacidos libres eran considerados ciudadanos
de Atenas en igualdad de condiciones. La ausencia de grandes presiones, tanto
internas como externas, puede ayudar a explicar la historia, relativamente
apacible y sin sobresaltos, de la Atenas primitiva, así como su florecimiento
en el siglo V como la primera democracia de la historia mundial.
El poder y la prosperidad de la democracia ateniense
del siglo dependían en gran parte de su control sobre un gran imperio marítimo
con centro en el mar Egeo, sobre sus islas y las ciudades que se extendían a lo
largo de sus costas. Comenzó como una asociación entre «los atenienses y sus
aliados», llamada en la actualidad por los historiadores la Liga de Delos, una
alianza voluntaria entre los Estados griegos, en la que Atenas fue invitada a
asumir el liderazgo como continuación de la guerra de liberación y venganza
contra Persia. Gradualmente, la Alianza se convirtió en un imperio encabezado
por el poder ateniense, cuya función principal revertía en provecho de Atenas
(Véase mapa[3a]). Con el paso de los años, casi todos sus miembros
fueron abandonando sus propias flotas, y a cambio se decidieron a realizar
aportaciones al tesoro común en metálico. Los atenienses utilizaban estos
fondos para incrementar su número de barcos y para la paga de los remeros,
contratados durante ocho meses al año; así pues, la marina ateniense llegó a
tener la mayor y mejor flota griega jamás conocida. En las vísperas de la
Guerra del Peloponeso, de entre los ciento cincuenta miembros de la liga, sólo
dos islas, Lesbos y Quíos, tenían flota propia y disfrutaban de una cierta
autonomía. Aun así, tampoco era muy probable que desafiaran las órdenes de
Atenas.
Los atenienses obtenían grandes sumas de sus
propiedades imperiales y las utilizaban en su propio beneficio, en especial
para el gran programa de edificación que embellecía y daba gloria a la ciudad y
trabajo a sus habitantes, pero también para acumular una abultada reserva de
fondos. La marina protegía las embarcaciones de los mercaderes atenienses en su
próspero comercio a lo largo y ancho del Mediterráneo, e incluso más allá.
También garantizaba el acceso de los atenienses a los campos de trigo de
Ucrania y al pescado del mar Negro, con los que podían complementar su escaso
suministro doméstico de alimentos y, con el uso del dinero imperial, incluso
reponerlo en su totalidad en el caso de verse obligados a abandonar sus propios
campos en el transcurso de una guerra. Tras completar las murallas que rodeaban
la ciudad y conectarlas con el puerto fortificado del Pireo a través de los
llamados Muros Largos, cosa que hicieron a mitad de siglo, los atenienses
pasaron a ser virtualmente inexpugnables.
La Asamblea ateniense tomaba todas las decisiones
referentes a política interna y asuntos exteriores, tanto en materia militar
como civil. El Consejo de los Quinientos, elegidos por sorteo entre los
ciudadanos atenienses, preparaba los proyectos de ley para que fueran sometidos
a la consideración de la Asamblea. Aun así, el Consejo se encontraba totalmente
subordinado a la institución mayor. La Asamblea, que tenía lugar no menos de
unas cuarenta veces al año, se celebraba al aire libre en la colina de la Pnix,
junto a la Acrópolis, desde la que se divisa el Ágora, zona del mercado y gran
centro ciudadano. Todos los ciudadanos varones tenían derecho a tomar parte,
votar, realizar sus propuestas y debatirlas. En los albores de la guerra, unos
cuarenta mil atenienses podían ser elegidos, aunque la comparecencia rara vez
excedía de los seis mil. Por lo tanto, las decisiones estratégicas eran
debatidas ante miles de personas, de entre los que una gran mayoría debía
aprobar los detalles de cada gestión. La Asamblea votaba cada expedición, el
número y la naturaleza específica de las naves y los hombres, los fondos que se
gastarían, los comandantes que dirigirían las tropas y las instrucciones
precisas que les serían dadas a éstos.
Los cargos más importantes del Estado ateniense, entre
los pocos a los que se accedía por elección y no por sorteo, eran los de los
diez generales. Puesto que estaban al mando de las divisiones del ejército de
Atenas y de su flota de barcos durante la batalla, tenían que ser militares;
pero como sólo eran elegidos para el cargo durante un año, aun pudiendo ser
reelegidos una y otra vez, también tenían que hacer gala de cierto carácter
político. Estos oficiales podían instaurar la disciplina militar durante sus
campañas, pero no dentro de los muros de la ciudad. Estaban obligados a
presentar una defensa formal sobre cualquier queja relativa a su comportamiento
en el cargo como mínimo diez veces al año, y al término de su mandato tenían
que dar cuenta de su conducta militar y financiera. Si en alguna de estas
ocasiones se les acusaba, podían ser sometidos a juicio, y las condenas solían
ser especialmente duras en caso de ser hallados culpables.
La reunión de los diez generales no constituía un
consejo u órgano de gobierno; la que cumplía este papel era la Asamblea.
Algunas veces, sin embargo, un general de renombre podía recabar tanto apoyo
político e influencia como para convertirse, si no por ley sí de facto, en
caudillo de los atenienses. Ése fue el caso de Cimón durante los diecisiete
años que van desde el año 479 al 462, período durante el cual fue elegido como
general anualmente, encabezó todas las expediciones más importantes y persuadió
a la Asamblea para que apoyase su política, tanto en casa como en el
extranjero. Tras su partida, Pericles alcanzó un éxito similar incluso durante
un período mayor de tiempo.
Tucídides lo presenta en su narración como «Pericles,
hijo de Jantipo, por aquel tiempo el primero de los atenienses y el más
capacitado para la palabra y la acción» (I, 139, 4). No obstante, sus lectores
sabían mucho más del individuo más brillante y genial que jamás hubiera
liderado la democracia de Atenas: aristócrata de la más alta alcurnia, hijo de
un victorioso general y héroe de la guerra contra los persas. Uno de sus
antepasados por línea materna fue sobrino de Clístenes, fundador de la
democracia ateniense. Sin embargo, su familia era de tradición populista y
Pericles sobresalió como una gran figura del partido democrático ya en los
inicios de su carrera. A los treinta y cinco años, se convirtió en el jefe
político de este grupo, un cargo informal pero poderoso que mantendría el resto
de su vida.
A tal cometido Pericles aportó sus extraordinarias
dotes de comunicación y pensamiento. Fue el orador más destacado de su tiempo,
y con sus discursos persuadía a las mayorías para que apoyasen sus decisiones
políticas; sus frases, recordadas durante décadas por los atenienses, quedarían
para siempre en los anales de la Historia. Raramente ha habido un líder
político con tanta preparación intelectual, tan importantes relaciones y con
ideales tan elevados. Pericles, desde su juventud, se sintió identificado con la
cultura que transformaba a Atenas, lo que le valió la admiración de muchos y
las sospechas de tantos otros.
Se dice que Anaxágoras, su maestro, tuvo influencia
sobre sus formas y estilo oratorio. Uno de los estudios sobre su figura lo
representa como:
(…) de espíritu noble y modo de hablar elevado, libre
de los trucos vulgares y las bellaquerías propias de los oradores de masas, con
una compostura comedida que no movía a la risa, de porte digno y contenido en
la disposición de sus ropas, las cuales no dejaba agitar por ninguna emoción
mientras hablaba, con una voz siempre controlada, y otra serie de
características que tanto llegaron a impresionar a las audiencias (Plutarco, Pericles, 5).
Tales cualidades le hicieron atractivo a ojos de las
clases altas, mientras que su política democrática y sus habilidades retóricas
le granjearon el apoyo de las masas. Su extraordinario carácter le ayudó a
ganar elección tras elección durante tres décadas, y lo convirtió en el líder
político más importante de Atenas en el momento justo en que iba a empezar la
contienda.
Durante este período, parece ser que fue elegido
general cada año. Sin embargo, es importante tener en cuenta que nunca ostentó
más poderes formales que el resto de los generales, y que jamás intentó alterar
la Constitución democrática. Aun así, también se le sometía al escrutinio
establecido por la Constitución, y para emprender cualquier acción necesitaba
de los votos de la Asamblea pública, la cual no estaba sujeta a ningún control
previo. Pericles no siempre tuvo éxito en recabar apoyo para sus causas y, en
alguna ocasión, sus enemigos convencieron a la Asamblea para que actuase en
contra de sus deseos. A pesar de que puede describirse el gobierno de Atenas en
vísperas de la guerra como una democracia gobernada por su ciudadano más
prominente, nos equivocaríamos si llegáramos tan lejos como Tucídides al
argumentar que la democracia ateniense en tiempos de Pericles, si bien así
llamada, se estaba convirtiendo en el gobierno de su primer ciudadano, ya que Atenas
siempre siguió siendo una democracia en todos sus aspectos. Sea como sea,
durante la crisis que desembocó en la guerra, en la formulación de la
estrategia y a lo largo de los primeros años de su curso, los atenienses
siguieron invariablemente los consejos de su gran líder.
ATENAS CONTRA ESPARTA
Durante los primeros años de la Liga de Delos los
atenienses continuaron su lucha contra los persas en aras de la libertad de
todos los griegos, mientras que los espartanos no dejaban de enzarzarse en
disputas por el Peloponeso. La rivalidad entre las dos ciudades surgió en las
décadas posteriores a las Guerras Médicas, conforme la Liga aumentaba su
prestigio, poder y riqueza, a la vez que gradualmente ponía de manifiesto sus
ambiciones imperiales. Tras la contienda, una facción espartana hizo públicas
sus sospechas y su animosidad hacia los atenienses al oponerse a la
reconstrucción de las murallas de Atenas después de la retirada de los persas.
Los atenienses rechazaron de plano su propuesta, y los espartanos acabaron por
no interponer una queja formal, «aunque, sin dejarlo ver, el rencor hizo mella
en ellos» (I, 92, 1). En 475, la propuesta de ir a la guerra contra la nueva
Alianza ateniense para obtener el control de los mares fue rechazada en Esparta
tras un encendido debate; no obstante, la facción antiateniense no sólo no
desapareció, sino que llegaría a alcanzar el poder cuando los acontecimientos
favorecieron su causa.
En el año 465, los atenienses pusieron cerco a la isla
de Tasos, al norte del mar Egeo (Véase mapa[4a]), donde tropezaron
con una resistencia encarnizada. Los espartanos habían prometido en secreto
salir en defensa de los habitantes de Tasos por medio de la invasión del Ática
y, como afirma Tucídides, «tenían intención de cumplir su palabra» (I, 102,
1-2). Sólo llegó a impedírselo un terrible terremoto en el Peloponeso, el cual
trajo a continuación una gran revuelta de los ilotas. Los atenienses, que
todavía eran socios de los espartanos en la gran alianza griega contra Persia
jurada en el 481, salieron en su ayuda y enviaron un contingente bajo el mando
de Cimón. Sin embargo, sin haber tenido la oportunidad de hacer nada, de entre
el resto de aliados de Esparta, se pidió a los atenienses que volviesen a casa
con el argumento de que su ayuda no era necesaria. Tucídides relata el
verdadero motivo:
(…) los espartanos temían la valentía y el espíritu
democrático de los atenienses, y estaban convencidos de que… si se quedaban
[los atenienses], podían acabar apoyando la causa ilota (…). La primera vez que
los espartanos y los atenienses entraron en conflicto abierto fue debido a esta
expedición (I, 102, 3).
El incidente, que evidenció las sospechas y la
hostilidad que sentían muchos espartanos hacia Atenas, causó primero una
sublevación política en esta polis griega, y una revolución diplomática
posterior en toda Grecia. La humillante expulsión de la escuadra ateniense
arrastró la caída del régimen proespartano de Cimón. El grupo antiespartano,
que se había opuesto al envío de la flota al Peloponeso, consiguió expulsar de
Atenas a Cimón condenándolo al ostracismo, abandonó la antigua alianza con
Esparta e instauró una nueva con el enemigo más conocido y enconado de Esparta,
Argos.
Cuando los ilotas no pudieron aguantar más, los
espartanos les permitieron abandonar el Peloponeso durante una tregua, con la
condición de que no regresaran nunca. Los atenienses les facilitaron un
asentamiento en un enclave estratégico en la orilla norte del golfo de Corinto,
la ciudad de Naupacto, de la que Atenas se había apoderado hacía poco, «por el
odio que siempre sintieron hacia los espartanos» (I, 103, 3).
Poco después, dos ciudades-estado aliadas de Esparta,
Corinto y Megara, entraron en guerra por culpa de los límites de sus fronteras.
En el año 459, Megara pronto se vio perdedora, y cuando los espartanos
decidieron no involucrarse en el conflicto, los megarios propusieron separarse
de la alianza espartana y unirse a Atenas a cambio de que ésta les ayudara
contra Corinto. Así pues, la brecha abierta entre Atenas y Esparta dio pie a
una gran inestabilidad en el seno del mundo griego. Durante el tiempo en que
ambas fuerzas hegemónicas mantenían una buena relación, cada una fue libre de
tratar con sus aliadas como deseara; las quejas de los miembros insatisfechos
de las dos alianzas no tenían cabida entre ellas. En aquel momento, sin
embargo, las ciudades-estado disidentes comenzaron a buscar el apoyo del rival
de su líder.
Megara, en la frontera oeste del Ática, tenía un gran
valor estratégico (Véase mapa[5a]). Su puerto occidental, Pegas,
daba acceso al golfo de Corinto, al cual los atenienses sólo podían llegar tras
una larga y peligrosa ruta alrededor del Peloponeso. Nisea, su puerto oriental,
se encontraba en cambio a orillas del golfo Sarónico, desde donde el enemigo podía
lanzar un ataque sobre el puerto de Atenas; y lo que es aún más importante, el
control ateniense de los pasos montañosos de la Megáride, una situación sólo
posible con la cooperación de una Megara amiga, pondría difícil, por no decir
imposible, la invasión terrestre del Ática por parte del ejército peloponesio.
Aun así, aunque la alianza con Megara prometía enormes ventajas para Atenas,
también podía conducir a la confrontación con Corinto, probablemente apoyada
por Esparta y por toda la Liga del Peloponeso. A pesar de ello, los atenienses
aceptaron a Megara, «y esta acción fue en gran medida la que dio origen al gran
odio de Corinto hacia los atenienses» (I, 103, 4).
Aunque durante años los espartanos no se inmiscuyeron
oficialmente en el conflicto, este acontecimiento representó el inicio de lo
que los historiadores llaman en la actualidad la «Primera Guerra del
Peloponeso». Ésta tuvo una duración de más de quince años, con períodos de
tregua e interrupciones. Los atenienses se vieron envueltos, en uno u otro
momento, en un escenario militar que se extendía desde Egipto a Sicilia. El
conflicto terminó con la defección de los megarios de la alianza ateniense y
con su retorno a la Liga del Peloponeso, lo que allanó el camino para que el
monarca espartano, Plistoanacte, condujera el ejército peloponesio al Ática. El
enfrentamiento decisivo parecía cercano; pero, en el último momento, los
espartanos volvieron a casa sin presentar batalla. Los escritores de la
Antigüedad afirman que Pericles sobornó al rey y a su consejero para que
abortaran la ofensiva, lo que tuvo como resultado que los espartanos se
mostraran furiosos con sus comandantes y los castigaran duramente. Una
explicación mucho más plausible es que Pericles les ofreciera una paz en
términos aceptables, lo que pudo hacer innecesarias las hostilidades. De hecho,
a los pocos meses, espartanos y atenienses ratificaron un tratado.
LA PAZ DE LOS TREINTA AÑOS
De acuerdo con las disposiciones del Tratado de los
Treinta Años, en vigor desde el invierno del año 446-445, los atenienses
accedieron a devolver las tierras del Peloponeso obtenidas durante la guerra,
mientras que los espartanos prometieron lo que venía a ser el reconocimiento
del Imperio ateniense. Tanto Atenas como Esparta llevaron a cabo los juramentos
de ratificación en nombre de sus aliadas. Sin embargo, una cláusula clave
dividió formalmente el mundo griego en dos al prohibir que los miembros de
ambas alianzas cambiasen de bando, tal como Megara había hecho antes de que
empezara la guerra. No obstante, los estados neutrales podían unirse a
cualquiera de las partes, una condición en apariencia inocua y puramente
pragmática, pero que causaría muchos problemas en los años venideros. Otra de
las disposiciones requería que ambas partes sometieran sus quejas futuras a un
arbitraje vinculante. Éste parece ser el primer intento histórico por mantener
una paz duradera de este modo, lo que sugiere que ambos bandos se tomaron muy
en serio la tarea de evitar un conflicto armado en el futuro.
No todos los tratados de paz son idénticos. Algunos
ponen fin a hostilidades en las que una de las partes ha sido aniquilada o
derrotada a conciencia, tal fue el final de la guerra entre Roma y Cartago
(149-146 a. C.). Otros imponen condiciones durísimas a un enemigo vencido pero
todavía en armas, como la paz que Prusia impuso a Francia en 1871 o, como es
conocido por todos, la que los vencedores forzaron sobre Alemania en 1919 en
Versalles. Este tipo de tratados a menudo siembran las semillas de guerras
futuras, porque humillan y enfurecen a los perdedores sin acabar con su
capacidad de venganza. Un tercer tipo de tratado termina con un conflicto,
normalmente largo, en el que ambas partes se han dado cuenta de los costes y
los peligros de un enfrentamiento prolongado y de las virtudes de la paz, sin
que del campo de batalla haya salido un vencedor indiscutible. La Paz de
Westfalia, en 1648, que dirimió la Guerra de los Treinta Años, así como el
acuerdo con el que el Congreso de Viena concluyó las Guerras Napoleónicas, en 1815,
son claros ejemplos de ello. Un tratado así no persigue la destrucción o el
castigo, sino que busca una garantía de estabilidad en un intento de evitar un
posible recrudecimiento del conflicto. Para tener éxito, este tipo de paz debe
reflejar con precisión la verdadera situación política y militar, y está
obligada a descansar sobre el deseo sincero de ambas partes de que funcione.
El Tratado de los Treinta Años de 445 entra en esta
última categoría. Durante el transcurso de una dilatada guerra, los dos bandos
habían sufrido serias pérdidas y ninguno parecía poder alcanzar una victoria
decisiva; el poder marítimo había sido incapaz de preservar en tierra los
triunfos obtenidos y el poder terrestre no había logrado prevalecer en el mar.
La paz reflejaba un compromiso que contenía en sí elementos esenciales que
debían garantizar el éxito, puesto que representaba con rigor el equilibrio de
poderes de los dos contendientes y de sus aliados. Al reconocer la hegemonía de
Esparta sobre la Grecia continental, junto con la de Atenas sobre el Egeo,
admitía el dualismo en torno al cual se había dividido el mundo griego, lo que
daba esperanzas de una paz duradera.
Sin embargo, como en cualquier tratado de paz, también
éste contenía elementos de inestabilidad potenciales, y ciertas facciones
minoritarias de ambas ciudades-estado quedaron insatisfechas con ella. Algunos
atenienses se mostraban a favor de la expansión del imperio, mientras que
también entre los espartanos, frustrados por su fracaso a la hora de lograr una
victoria total, había algunos que se sentían ofendidos por compartir la
hegemonía con Atenas; otros, entre los que se incluían varios aliados de
Esparta, temían la ambición territorial de Atenas. Los atenienses eran
conscientes de las sospechas que despertaban, y por su parte se mostraron
preocupados de que Esparta y sus aliados sólo estuvieran esperando una
oportunidad favorable para reanudar la guerra. Los corintios aún estaban
furiosos por la intervención ateniense a favor de Megara; las hostilidades hacia
Atenas en la propia Megara, gobernada por oligarcas que habían masacrado el
destacamento ateniense que quería controlarla, habían aumentado amargamente, al
igual que la de los atenienses hacia ellos. Beocia y su ciudad principal,
Tebas, también se encontraban bajo el control de oligarcas, ofendidos a su vez
por el emplazamiento de regímenes democráticos en su territorio durante la
última guerra.
Cualquiera de estos factores o la suma de todos ellos
podían poner en peligro la paz en un futuro, pero los hombres que la habían
hecho posible, desgastados y cautelosos por la contienda, tenían intención de
mantenerla. Para lograrlo, cada bando necesitaba disipar las dudas y cimentar
la confianza; asegurarse de que, en tiempos de paz, eran los amigos los que se mantenían
en el poder, y no sus oponentes belicosos, y controlar cualquier tendencia
aliada de crear inestabilidad. Cuando se ratificó la paz, existían buenas
razones para creer que todo esto era posible.
AMENAZAS PARA LA PAZ: LOS TURIOS
Como siempre, el carácter imprevisible de los
acontecimientos puso pronto a prueba el Tratado del año 445 y a sus valedores.
En el 444-443 tanto Atenas como Esparta recibieron la llamada de algunos de los
prohombres de la colonia de Síbaris, establecida recientemente en el sur de
Italia. Los sibaritas, diezmados por las disputas y las guerras civiles,
solicitaron la ayuda de la Grecia continental para fundar una nueva colonia en
las cercanías, en un lugar llamado Turios (Véase mapa[6a]). Esparta
no estaba interesada, y los atenienses acordaron socorrerlos de un modo poco
habitual. Enviaron mensajeros por toda Grecia para anunciar la búsqueda de
pobladores para la nueva colonia; no obstante, ésta no iba a ser una colonia
ateniense más, sino un asentamiento panhelénico. Ésta era una idea
absolutamente novedosa y sin precedentes. ¿Cómo llegaron a concebirla Pericles
y los atenienses?
Algunos historiadores son de la opinión de que los
atenienses, expansionistas sin freno, contemplaban la fundación de Turios como
un mero episodio en el crecimiento imperial ininterrumpido de Atenas, tanto en
el este como en el oeste. Sin embargo, aparte del caso de Turios, los
atenienses no buscaron obtener otras colonias ni aliados en los años que van
desde el Tratado de los Treinta Años a la crisis que condujo a la Guerra del
Peloponeso; así pues, la confirmación de esa teoría sólo puede basarse en la
propia Turios. Los atenienses sólo eran una de las diez estirpes que poblaban
la pequeña ciudad y, dado que los peloponesios eran el grupo más numeroso,
Atenas no podía tener esperanzas de incrementar su influencia. Y lo que es más,
la historia temprana de Turios demuestra que Atenas nunca mostró interés por
controlarla. Poco después de su fundación, la ciudad de Turios se enzarzó en
una contienda contra una de las pocas colonias espartanas, Taras o Tarento.
Turios fue derrotada y los vencedores levantaron un trofeo a la victoria y una
inscripción en Olimpia para que todos los griegos reunidos allí la
contemplaran: «(…) los tarentinos hicieron ofrenda al Zeus Olímpico de una
décima parte del botín que lograron de los turios». Si los atenienses hubieran
querido que Turios fuera el centro de su imperio occidental, habrían llevado a
cabo alguna acción para protegerla. Y sin embargo, no hicieron nada en absoluto,
lo que permitió que la colonia espartana alardease de su triunfo en el lugar de
encuentro más público de toda Grecia.
Diez años después, en mitad de la crisis que
conduciría a la guerra, surgió una disputa por la posesión de Turios como
colonia. El oráculo de Delfos puso fin a la cuestión, y declaró a Apolo su
fundador, lo que vino a reafirmar su carácter panhelénico. Con ello se negaba
una vez más su conexión con Atenas, que de nuevo renunció a emprender ninguna
acción, aun cuando el Apolo Pítico había sido favorable a Esparta y la colonia
podía ser útil a los espartanos en caso de guerra. Esta actitud deja claro que
los atenienses veían en Turios una colonia panhelénica y, por consiguiente, así
la trataron.
Sin duda, los atenienses hubieran podido simplemente
haberse negado a tomar parte en la creación de Turios. Su negativa no habría
llamado mucho la atención y, sin embargo, al plantear la idea de una colonia
panhelénica y situarla fuera de su área de influencia, Pericles y los
atenienses parecían estar enviando señales diplomáticas. Turios permanecería
como prueba tangible de que Atenas, tras rechazar la oportunidad de crear su
propia colonia, carecía de ambiciones imperiales en el oeste y perseguía una
política de panhelenismo pacífico.
LA REBELIÓN DE SAMOS
En el verano del año 440 comenzó una guerra entre
Samos y Mileto por el control de una población limítrofe, Priene (Véase mapa[7a]).
La isla de Samos era territorio autónomo, miembro estatutario de la Liga de
Delos y la aliada más poderosa de entre las tres con flota propia que no
pagaban tributo. Mileto también había sido uno de los primeros miembros de la
Liga, pero se había sublevado dos veces y había sido sometida, privada de sus
naves y obligada a pagar tributo y a aceptar una constitución democrática. Por
tanto, cuando los milesios solicitaron su socorro, los atenienses no pudieron
mantenerse al margen y permitir que un poderoso miembro de la liga impusiera
sus deseos sobre un aliado indefenso. Sin embargo, los samios rechazaron el
arbitraje de los atenienses, quienes por su parte no pudieron ignorar este
desafío a su liderazgo y autoridad. El propio Pericles se puso a la cabeza de
una flota contra Samos, y con ella reemplazó la oligarquía en el poder por un
gobierno democrático e impuso una gran indemnización. Tomó rehenes entre sus
habitantes como garantía de un buen comportamiento, y dejó finalmente un
destacamento ateniense para vigilar la isla.
Los líderes de Samos respondieron pasando del desafío
a la revolución. Persuadieron a Pisutnes, un sátrapa persa del Asia Menor, para
que les ayudara en su revuelta contra Atenas. Pisutnes les permitió que
reclutaran un ejército de mercenarios en su territorio y rescató a los rehenes
de las islas donde los atenienses los mantenían en cautiverio. Ahora los
rebeldes eran libres para hacerse con el poder. Depusieron al gobierno
democrático y enviaron al destacamento y demás oficiales atenienses como
prisioneros al sátrapa de Persia.
Las noticias de la rebelión hicieron estallar un
levantamiento en Bizancio, importante localidad situada en un punto capital de
la ruta ateniense de grano desde el mar Negro. Mitilene, la ciudad principal de
la isla de Lesbos y otra de las aliadas autónomas con flota propia, sólo
esperaba la ayuda de Esparta para unirse a los insurgentes. Dos de los
elementos que más tarde acarrearían la denota de los atenienses en la gran
Guerra del Peloponeso entraron aquí en juego: las revueltas a lo largo del
Imperio y el apoyo de Persia. No obstante, sin la participación de Esparta, las
revueltas se verían acalladas y los persas serían expulsados. Por su parte, la
decisión espartana de entrar o no en el conflicto dependía de Corinto, ya que,
en caso de una guerra contra Atenas, sólo esta ciudad-estado podía aportar una
flota.
La respuesta de Esparta pondría a prueba por primera
vez el tratado de paz y la política de Atenas desde su firma. Si esa política,
especialmente en lo referente a los territorios del oeste, le parecía agresiva
y ambiciosa a Esparta y Corinto, ahora era el momento de atacar Atenas, cuando
su potencial marítimo estaba ocupado fuera de la ciudad. Los espartanos
convocaron un encuentro de la Liga del Peloponeso, prueba de que finalmente el
asunto iba a ser tratado con seriedad. Los corintios dirían después que con su
intervención habían intentado decantar la cuestión en favor de Atenas: «(…)
tampoco nosotros votamos en contra de vuestros intereses cuando los restantes
peloponesios dividían sus votos respecto a la necesidad de ayudar a los samios»
(I, 40, 5). Se tomó la decisión de no atacar Atenas, y ésta pudo aplastar la
rebelión samia y evitar un alzamiento general apoyado por los persas, el cual
hubiera ido seguido de una guerra que hubiera podido acabar con el Imperio
ateniense.
¿Por qué Corinto, cuyo odio por la ciudad de Atenas se
remontaba a dos décadas atrás y que se erigiría en el mayor agitador belicista
durante la crisis final, intervino en el año 440 para preservar la paz? La
explicación más plausible es que los corintios entendieron la señal expresada
por la actitud ateniense en Turios, cuando Atenas aceptó su condición de
colonia panhelénica para no poner en peligro el Tratado de los Treinta Años.
El resultado de la crisis samia sirvió para reforzar
las previsiones de la paz. Ambas partes habían dado muestras de control desde
el acuerdo del año 445, y habían evitado perseguir ventajas que pusieran en
peligro el tratado. La visión del futuro parecía prometedora, cuando un
conflicto originado en Epidamno trajo consigo nuevos e inesperados problemas.
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