La estrategia y los objetivos de Pericles continuaron
guiando la política ateniense incluso tras su muerte y forjaron el espíritu de
la primera parte de la Guerra de los Diez Años. Fueran cuales fueran sus
virtudes, los acontecimientos se encargarían de demostrar su ineficacia
ulterior: los gastos consumieron el tesoro, la rebelión estalló en el Imperio y
Esparta no dio signos de desear la paz. Si Pericles hubiera vivido,
probablemente habría cambiado sus planes bélicos para adaptarse a la nueva realidad.
Sin embargo, en el año 427 aparecieron nuevos líderes políticos y militares,
algunos con ideas muy diferentes a las del antiguo estratega. Los años
venideros serían testigos del abandono de la estrategia inicial, mientras los
atenienses buscaban la forma de sobrevivir y ganar la guerra.
Capítulo 11
Demóstenes y la nueva
estrategia (426)
En el año 426, el joven Agis subió al trono de Esparta
tras la muerte de su padre, Arquidamo, y Plistoanacte volvió del exilio, por lo
que la ciudad volvía a tener dos monarcas. En uno de sus primeros actos
oficiales, Agis se puso a la cabeza del ejército que salió del Peloponeso para
invadir el Ática; pero, una vez alcanzado el istmo de Corinto, unos temblores
de tierra les obligaron a regresar. Un pueblo tan religioso como el espartano
debió de interpretar este fenómeno como la señal divina de que su insistencia
en continuar la guerra no era correcta; no obstante, los espartanos
reaccionaron como cualquier ser humano al ver frustrados sus propósitos:
simplemente intensificaron su determinación por cumplir el plan original por
otros medios. Algunos espartanos, al igual que algunos atenienses, reconocían
que los planes iniciales habían fracasado y, por consiguiente, que la victoria
sólo podría lograrse a través de estrategias nuevas.
Así pues, en el verano de 426, Esparta comenzó a abrir
un nuevo frente en la Grecia central, donde los traquinios y la población
vecina de la Dóride —cuna de Esparta y de los demás dorios— solicitaron su
ayuda contra los eteos, en guerra con ellos (Véase mapa[24a]). A
raíz de esto, los espartanos establecieron en Traquinia una de las pocas
colonias de su historia, Heraclea, porque: «La ciudad les pareció estar bien
situada en caso de guerra contra los atenienses, ya que allí se podía equipar
una flota contra Eubea, de modo que la travesía sería corta, y les resultaría
útil para lanzar expediciones costeras a Tracia» (III, 92, 4).
Es tentador concluir que Brásidas fue el instigador de
esta decisión, ya que cuadra bien con su imaginación y temperamento; además,
unos años más tarde partiría para explotar la nueva colonia. Iniciar un ataque
a gran escala por mar contra Eubea era una idea demasiado audaz para muchos
espartanos, sobre todo teniendo en cuenta el resultado de los últimos encuentros
con la flota ateniense, pero la nueva colonia también podía utilizarse como
base desde donde perpetrar abordajes piratas contra las embarcaciones
atenienses e incursiones a Eubea. El plan de invadir las áreas norteñas del
Imperio ateniense aún era más osado. Para ganar la guerra, los espartanos
tenían que montar un ataque de gran envergadura sobre el Imperio y, sin una
flota más preparada y numerosa, sólo podrían hacer daño a las zonas a las que
podían llegar por tierra: Macedonia y Tracia, a lo largo de la costa
septentrional del Egeo. Si conseguían trasladar allí un ejército, podrían
alentar las defecciones, reducir los ingresos de los atenienses e incitar a la
rebelión. Y lo que es más, Tracia serviría como base desde donde atacar las
ciudades atenienses del Helesponto.
Hacerse con esa zona del Imperio ateniense no iba a
ser una empresa fácil o segura. Los espartanos primero tendrían que movilizar
al ejército a través de la Grecia central y del territorio hostil de Tesalia
para alcanzar su objetivo. Una vez allí, deberían cosechar apoyos mientras
intentaban convencer a los aliados locales de Atenas de que se sublevaran
contra el Imperio. En una campaña así, podían perderse tropas inestimables a
cada paso. Esparta no estaba dispuesta a correr esos riesgos en el año 426,
pero el establecimiento de la colonia de Heraclea era el primer escalón para
cualquier empresa futura.
Sin embargo, salvo como base de la ruta del norte,
Heraclea resultó ser decepcionante. Los espartanos construyeron una población
amurallada a unos ocho kilómetros de las Termópilas, con un muro hasta el mar a
través del paso que controlaba la ruta desde Grecia central hasta Tesalia, y
empezaron a construir astilleros para crear una base naval contra Eubea. No
obstante, los tesalios no iban a permitir que Esparta estableciera una colonia
en sus fronteras, y la atacaron repetidamente. Los magistrados espartanos en la
zona no hicieron más que poner al descubierto las deficiencias de los acuerdos
de Esparta con los otros griegos: «Ellos mismos arruinaron la operación y
causaron el descenso de la población. Aterrorizaban a las gentes con sus
severas medidas, no siempre acertadas, lo que hizo que sus enemigos los
derrotaran más fácilmente» (III, 93, 3).
LAS INICIATIVAS DE ATENAS
Mientras tanto, los atenienses siguieron intentando
tomar la ofensiva tibiamente, y enviaron a Nicias con sesenta naves y dos mil
hoplitas contra la isla de Melos. Tras fracasar en su tentativa por tomarla,
Nicias arribó a Beocia y se encontró en Tanagra con el resto del ejército, que
había partido de Atenas con Hiponico y Eurimedonte al mando. Tras saquear los
alrededores y derrotar a los tanagros y a algunos tebanos en campo abierto,
Hiponico y Eurimedonte volvieron a Atenas, mientras que los hombres de Nicias
regresaron a los trirremes, atacaron el territorio lócrido y volvieron también
a casa.
¿Qué intención tenían estas acciones? Melos era la
única isla del Egeo que no pertenecía a la Liga ateniense y, aunque en el año
426 había permanecido neutral, no dejaba de ser una colonia espartana.
Tucídides cuenta que los atenienses la atacaron porque «los de Melos, aun
siendo isleños, no estaban dispuestos a someterse ni a entrar en la Alianza, a
pesar de que los atenienses querían ganárselos para su causa» (III, 91, 2). No
están del todo claras las razones que llevaron a los atenienses a movilizarse
tan precipitadamente después de haber ignorado Melos durante cincuenta años. La
necesidad urgente y continuada de fondos puede ofrecer una respuesta parcial.
Como prueba, existe una inscripción de fecha incierta, en la que se cuenta que
los melios ayudaron a financiar la flota espartana en el año 427. En caso de
ser así, el ataque ateniense pudo haberse producido como castigo a los dorios
«neutrales» por ayudar al enemigo.
A los atenienses les habría encantado tomar Melos sin
grandes gastos, pero no se podían permitir el coste de un asedio. No tenían
intención de arriesgarse en una confrontación terrestre contra los hoplitas
tebanos, con el peligro asociado de que un ejército peloponesio les atacara por
la retaguardia. Toda la operación, incluidas las incursiones en la Lócride, se
había pensado de forma unitaria para que no supusiese un riesgo ni grandes
gastos. Estas acciones eran pasos provisorios de poca envergadura hacia una
estrategia de mayor corte agresivo.
Los atenienses también enviaron treinta trirremes a
las costas del Peloponeso con Demóstenes y Procles a la cabeza. Los navíos
atenienses llevaban solamente el habitual contingente de diez tripulantes, sin
hoplitas adicionales. Aunque les ayudaran algunos de sus aliados occidentales,
no tenían expectativas de conseguir nada decisivo. A pesar del nuevo espíritu
activo de Atenas, la escasez de dinero y de hombres seguía limitando el tamaño
y el alcance de las campañas.
Estas fuerzas saquearon la isla de Léucade, una parada
clave en la ruta a Corcira, Italia y Sicilia, y una leal colonia corintia, que
contribuía con sus barcos a la escuadra peloponesia. Su captura les habría dado
a los atenienses el control absoluto del mar Jónico, por lo que los aliados de
Acarnania se expresaron a favor de ponerle sitio y tomarla. Sin embargo, los
aliados mesenios de Atenas en Naupacto querían que Demóstenes atacara a los
etolios, que por aquel entonces andaban hostigando a su ciudad. Le aseguraron que
sería fácil derrotar a las tribus etolias, fieras pero primitivas, que vivían
en pueblos dispersos y desguarnecidos; no combatían como los hoplitas, sino con
armamento ligero, y algunos eran tan bárbaros como para llegar a comer carne
cruda. Estos pueblos sin civilizar bien podrían ser sometidos uno a uno antes
de que llegaran a unirse.
LA CAMPAÑA ETOLIA DE DEMÓSTENES
A Demóstenes, en la que era su primera temporada como
general, probablemente le habían dado órdenes imprecisas del tipo de «ayuda a
los aliados de Atenas en el oeste, y causa tanto daño como puedas entre las
filas enemigas». El curso de actuación más seguro y obvio era sitiar Léucade y
evitar el enfado de los acarnanios; con toda seguridad, sus instrucciones no
mencionaban emprender una campaña contra unos bárbaros tierra adentro, muy al
este del territorio aliado. Aunque acceder a la petición de los mesenios de
Naupacto representaba un riesgo para el comandante, tanto política como
militarmente, éste hizo lo que le pidieron. En parte, cuenta Tucídides,
Demóstenes deseaba complacer a los mesenios, aliados aun más decisivos para
Atenas que los acarnanios, ya que mantenían una posición crucial en el golfo de
Corinto, cuya pérdida habría significado un desastre. Pero su audaz imaginación
vio en la empresa mayores posibilidades que la simple defensa de Naupacto y,
con la bravura y estilo que marcarían toda su carrera, concibió un plan
ambicioso. Con la ayuda de las fuerzas de Acarnania y Naupacto, conquistaría
rápidamente Etolia y reclutaría a los vencidos para su ejército. Luego
atravesaría la Lócride Ozolia hasta Citinio, en la Dóride; desde allí, entraría
en Fócide, donde sus habitantes, antiguos aliados de Atenas, se les unirían.
Con un ejército tan numeroso, podría atacar Beocia desde la retaguardia.
Si era capaz de alcanzar la frontera occidental de
Beocia a la vez que los ejércitos unidos de Nicias, Hiponico y Eurimedonte
marchaban desde el este, juntos tendrían la oportunidad de lograr una gran
victoria en nombre de Atenas que dejaría a Beocia, la aliada más poderosa de
Esparta, fuera de combate. También podían contar con la ayuda de los demócratas
beocios, que ya habían cooperado con Atenas antes. Demóstenes esperaba
conseguir todo esto sin apoyo bélico adicional. Su idea era alcanzar grandes
logros con los mínimos riesgos para Atenas. Actuaba por su cuenta, sin
consultar ni esperar la aprobación de la Asamblea ateniense.
Demóstenes se metió en líos casi de inmediato. Los
acarnanios se negaron a acompañarle a Etolia, y las quince naves de Corcira
volvieron a casa, negándose a luchar fuera de sus aguas y por causa ajena. Fue
posiblemente al año siguiente cuando el personaje de una comedia de Hermipo
exclamó: «Que Poseidón destruya a los corcireos en sus barcos huecos por su
falsedad [7]». Aunque, a decir verdad, la decisión de abandonar
Léucade para combatir contra los etolios debió de sembrar serias dudas entre
los aliados.
La pérdida por abandono de una gran parte de su
ejército y un tercio de la armada habrían podido detener a un general menos
seguro de sí mismo, pero Demóstenes siguió adelante. Los aliados de Atenas en
Lócride eran vecinos de los etolios, utilizaban el mismo tipo de armas y
armaduras, y conocían al enemigo y el territorio. El plan era que todo su
ejército marchara hacia el interior y se encontrara con Demóstenes, quien en su
travesía por tierras etolias iba tomando pueblo tras pueblo. Entonces, el plan
comenzó a verse claro. Se suponía que los locros llegarían con refuerzos,
aunque éstos no aparecieron. Este tercer abandono preocupó a Demóstenes más que
los anteriores: en las abruptas montañas de Etolia, el éxito de la campaña y la
seguridad de sus tropas dependían de los lanzadores de jabalina de la
infantería ligera de Lócride. Sin embargo, los mesenios le aseguraron que la victoria
aún se podría conseguir fácilmente si se movía con agilidad, antes de que los
etolios pudieran reunir sus fuerzas dispersas.
En una época en que la inteligencia militar dependía
en gran parte de los informes obtenidos por boca de los mensajeros, el plan de
Demóstenes entrañaba más riesgos de lo que parece. El consejo de los mesenios
se había quedado anticuado, ya que los etolios habían aprendido de la primera
expedición y ahora se preparaban para ofrecer resistencia. Así mismo,
Demóstenes no era consciente de que un gran número de guerreros de las tribus
de Etolia estaba en camino para socorrer a los suyos. La ausencia de refuerzos
era motivo suficiente para retrasar toda la operación, pero la cautela no era
una característica natural del joven general, así que decidió salir al
encuentro de los etolios de inmediato.
Tomó rápidamente la población de Egitio, pero su
pronta capitulación fue una trampa: los habitantes, con refuerzos, se
emboscaron en las colinas circundantes y atacaron desde todas direcciones
cuando los atenienses y sus aliados entraron. Los atacantes, hábiles con las
jabalinas y pertrechados con armadura ligera, podían infligir serios daños y
batirse en retirada antes de que la falange, con sus pesadas armas
características, pudiera hacerles daño. Los atenienses se daban cuenta ahora de
lo mucho que necesitaban a los lanzadores de jabalina prometidos por los
locros. Los esfuerzos de sus arqueros podían haber compensado la situación,
pero cuando su capitán cayó muerto, se desbandaron rápidamente y dejaron a los
hoplitas, indefensos y agotados, a merced de las continuas incursiones de los
etolios, más rápidos gracias a su armamento ligero. Finalmente, cuando dieron
la vuelta para escapar, una última desgracia convirtió la huida en una masacre.
El guía mesenio, Cromón, que les debía haber conducido hacia algún lugar
seguro, encontró la muerte, y los atenienses y sus aliados quedaron atrapados
en un terreno desconocido, frondoso y agreste. Muchos se perdieron en la
espesura, y los etolios prendieron fuego a los bosques. Las bajas fueron
cuantiosas entre los aliados, y los atenienses perdieron ciento veinte marinos
de trescientos, así como a Procles. Vencidos, recuperaron a sus muertos
mediante una tregua y, tras retirarse a Naupacto, volvieron para reunirse con
la flota ateniense. Demóstenes se quedó en Naupacto, «temeroso de los
atenienses por lo sucedido» (III, 98, 5); de hecho, tenía razones de sobra para
ello. Había abandonado una campaña satisfactoria y prometedora por otra que no
había sido aprobada por los que le habían enviado. Su ambicioso plan quizás
hubiera tenido un brillante futuro, pero se había concebido deprisa, y su
ejecución había sido más bien torpe. Su éxito dependía de la rapidez, aunque
esa misma cualidad había evitado que se preparase con el cuidado y la
coordinación necesarios en una operación tan compleja. Demóstenes tampoco
estaba familiarizado con el terreno y las tácticas de la guerra ligera. Se le
puede culpar de haber proseguido en medio de tanta incertidumbre, e incluso
cuando las cosas comenzaron a salir mal a las claras. Pero las grandes hazañas
no las llevan a cabo generales timoratos, temerosos de correr riesgos, como
tampoco se ganan frecuentemente las grandes guerras sin la audacia de sus
líderes. Por último, no debemos olvidar que Demóstenes tampoco estaba
arriesgando tanto: Atenas sólo perdió ciento veinte tripulantes, un precio que,
aun siendo lamentable, no se antoja excesivo a la luz de las grandes
recompensas que habría conllevado la victoria. Por otro lado, Demóstenes era un
hombre capaz de sacar partido de sus errores y, en el futuro, utilizaría lo
aprendido en esta experiencia muy provechosamente.
EL ATAQUE ESPARTANO EN EL NOROESTE
Las noticias de la derrota de Demóstenes alentaron a
los espartanos a aceptar la invitación etolia para arrebatar el control de
Naupacto a los atenienses. Enviaron un ejército de tres mil hombres a Grecia
central, y forzaron a los locros a unirse a ellos. En las proximidades de
Naupacto, se les sumaron los etolios, y juntos saquearon los campos y ocuparon
los alrededores. Demóstenes, con la lección de la invasión del Peloponeso bien
sabida, se dirigió audazmente a los acarnanios, a los que había abandonado y
enojado, para pedirles ayuda. Sorprendentemente, les convenció de que le enviaran
mil hombres a bordo de sus propios navíos, y la flota arribó a tiempo de salvar
Naupacto. Los espartanos llegaron a la conclusión de que no podrían tomar la
ciudad por asalto y se retiraron a Etolia.
El general espartano Euríloco, persuadido por los
ambraciotas, accedió a utilizar el ejército peloponesio contra el enemigo local
de éstos, Argos de Anfiloquia, el resto de la zona y Acarnania. «Si conquistáis
estos lugares —dijeron los ambraciotas—, toda esta parte del continente se hará
aliada de los espartanos» (III, 102, 6). Así, Euríloco despachó a los etolios y
se dispuso a encontrarse con los ambraciotas en las inmediaciones de Argos.
En otoño, tres mil hoplitas ambraciotas invadieron
Anfiloquia y tomaron Olpas, un bastión cercano a la costa, a menos de ocho
kilómetros de Argos de Anfiloquia. Para atajar la amenaza, los acarnanios
ordenaron a sus tropas que interceptasen al ejército espartano de Euríloco, que
avanzaba desde el sur, antes de que pudiera unirse a los ambraciotas, que
llegaban desde el norte. También fueron a Naupacto a pedirle a Demóstenes que
capitanease el ejército. Ya no era general y, probablemente, continuaba en
desgracia con los atenienses, puesto que no había vuelto a la ciudad para
rendir cuentas al término de su mandato. Aun así, la petición de los acarnanios
es una prueba convincente de la gran estima en la que se le tenía.
Euríloco, entretanto, logró atravesar las líneas
enemigas y se sumó a los ambraciotas en Olpas. Reunidos los ejércitos, se
desplazaron tierra adentro, hacia el norte, y acamparon en un sitio llamado
Metrópolis. Poco después, llegaron veinte naves atenienses y bloquearon el
puerto de Olpas. Demóstenes hacía así su aparición, acompañado de doscientos de
sus leales mesenios y sesenta arqueros atenienses. Los acarnanios se retiraron
a Argos y pusieron a sus generales a las órdenes de Demóstenes, quien situó el
campamento entre Argos y Olpas, al abrigo de un cauce seco que lo separaba de
los espartanos. Allí, los dos ejércitos mantuvieron sus posiciones durante cinco
largos días.
Las tropas de Demóstenes estaban en inferioridad
numérica, pero el plan que había diseñado para superar esta desventaja da
muestras de su genio innato y de lo rápido que había aprendido de sus
anteriores errores. En un lado de lo que posiblemente sería el escenario de la
batalla —un barranco cubierto por la maleza—, emplazó una fuerza de
cuatrocientos hoplitas y algunas tropas de infantería ligera. Para
contrarrestar un movimiento lateral contra su falange, les ordenó que se
mantuvieran emboscados hasta que el enemigo entrara en contacto y, llegados a
este punto, atacaran su retaguardia. Esta estratagema no era previsible, porque
se alejaba de lo que era la norma en las batallas hoplíticas y resultaría
decisiva.
En el bando ateniense, la demora de cinco días antes
de comenzar la batalla puede explicarse por el deseo de que fueran los
espartanos los que tomasen la ofensiva y cayeran en la trampa de Demóstenes.
Por su parte, los espartanos estaban esperando la aparición de los aliados
ambraciotas, aunque Euríloco se decidió finalmente por el ataque. Se le ha
juzgado muy duramente por esta decisión, pero su tarea era tomar Argos y
tampoco podía esperar por tiempo indefinido; los refuerzos que se esperan no
siempre acaban por llegar; incluso sin ellos, seguía estando en superioridad
numérica. Además, un ejército, en particular uno integrado por gentes de las
más diversas procedencias, no puede contenerse durante mucho tiempo con el
enemigo a la vista. En cualquier caso, las tropas adicionales no habrían
supuesto una gran diferencia en el resultado: la batalla no se decidió por una
cuestión numérica, sino por la superioridad táctica.
Cuando los ejércitos entraron finalmente en combate,
el flanco izquierdo peloponesio, comandado por Euríloco, superó el extremo
derecho de Demóstenes y sus mesenios. Cuando ya iban a envolver el final de la
línea y obligarla a replegarse, la trampa de Demóstenes se cerró sobre ellos.
Los ambraciotas, a espaldas de Euríloco, saltaron
desde el escondite y empezaron a aniquilar su retaguardia. Cogidos
completamente por sorpresa, los soldados echaron a correr, y el pánico se fue
contagiando rápido. Los mesenios al mando de Demóstenes fueron los mejores en
el combate, y enseguida se lanzaron a dar caza a la mayor parte de las fuerzas
enemigas. No obstante, al otro lado del campo de batalla, los ambraciotas,
descritos por Tucídides como los combatientes más hábiles de aquellas tierras,
aplastaron a sus adversarios y les persiguieron hasta Argos. Sin embargo,
cuando volvieron la vista atrás desde las murallas y contemplaron la desbandada
del grueso de sus fuerzas, los acarnanios se les echaron encima con ánimo
victorioso. Finalmente, los ambraciotas consiguieron abrirse camino hasta
Olpas, no sin sufrir un gran número de bajas. Al caer la noche, Demóstenes ya
había triunfado en el campo de batalla, esta vez salpicado de cadáveres
enemigos, entre los que se encontraban dos generales espartanos, Euríloco y
Macario.
Al día siguiente, Menedayo, el nuevo comandante
espartano, se encontró cercado en Olpas por tropas enemigas en tierra y por la
flota ateniense desde el mar. No sabía cuándo vendría el segundo contingente
ambraciota o si llegaría a aparecer siquiera.
Al no haber escapatoria posible, solicitó una tregua
para hacerse cargo de los muertos y negociar una evacuación segura para su
ejército. Demóstenes recogió los despojos de los suyos y erigió un trofeo a la
victoria en el campo de batalla, pero después realizó una nueva maniobra muy
poco ortodoxa: a diferencia de los usos tradicionales, no permitió la retirada
segura del oponente derrotado, sino que hizo un pacto secreto para permitir que
Menedayo, las tropas de Mantinea, los demás jefes peloponesios y, en general,
«los más notables», partieran, si lo hacían pronto. Demóstenes dejó escapar a
estos soldados, comenta Tucídides, «para desacreditar a los espartanos y a los
peloponesios ante los griegos de la región, por traidores y por haber actuado
en aras de su interés» (III, 109, 2). Esta forma de hacer la guerra, tanto
política como psicológica, no se había conocido en anteriores conflictos
bélicos.
Este acuerdo tan poco agradable no era fácil de
cumplir. Los soldados del ejército sitiado en Olpas que se enteraron del trato
fingieron recoger leña y empezaron a huir del campamento. Entre los
peloponesios, los elegidos no mantuvieron el secreto con sus hombres, muchos de
los cuales parece que se les unieron en la fuga. Los que no eran peloponesios,
al ver lo que estaba sucediendo, también huyeron en desbandada. Cuando el
ejército acarnanio comenzó a perseguirles, los generales trataron de impedirlo
e intentaron explicar los delicados términos del acuerdo en medio del caos de
los acontecimientos, una misión casi imposible. Finalmente, a los espartanos se
les permitió huir, mientras que los acarnanios acabaron con todos los
ambraciotas que pudieron.
Mientras tanto, el segundo ejército de Ambracia
alcanzó Idómena, a pocos kilómetros de Olpas, y pasó la noche en la más pequeña
de las dos escarpadas colinas de los alrededores. Al ser advertido de su
llegada, Demóstenes envió una avanzadilla emboscada para hacerse con las
posiciones estratégicas; estos hombres tomaron la colina más elevada sin que
los ambraciotas se dieran cuenta. Ahora, Demóstenes estaba preparado para poner
en juego todo lo que había aprendido del combate en las montañas y las tácticas
poco convencionales.
Marchando de noche, guió a una parte de sus tropas por
el camino directo y envió al resto a través de las montañas. Logró llegar antes
de que rompiera el día, mientras los ambraciotas dormían, gracias a las
ventajas naturales y con algunas propias inventadas. Para culminar la sorpresa,
Demóstenes había emplazado en cabeza a los mesenios, que hablaban un dialecto
dorio similar al de los ambraciotas, porque así podrían superar las posiciones
avanzadas sin levantar la alarma. La artimaña tuvo tanto éxito que al
despertar, los ambraciotas creyeron que sus propios compañeros les estaban
atacando. Muchos encontraron la muerte de inmediato, y los que intentaron
escapar por las montañas fueron capturados por la avanzadilla de Demóstenes. En
medio del caos y en territorio extraño, el hecho de que se tratase de tropas de
infantería ligera contra hoplitas jugó en su contra. Algunos, aterrorizados,
corrieron hasta el mar y nadaron hacia las naves atenienses, pues preferían
morir a manos de los marineros áticos a que los mataran «los odiosos bárbaros
de Anfiloquia». La catástrofe ambraciota fue absoluta. Tucídides no llega a
ofrecer el número de bajas porque, teniendo en cuenta el tamaño de la ciudad,
la cifra era simplemente demasiado alta para resultar creíble; como cuenta el
historiador, «ésta fue la peor desgracia que azotó a una sola ciudad durante la
guerra en ese mismo número de días» (III, 113, 6).
Tras la matanza de ambraciotas, Demóstenes quería
capturar la ciudad, pero los acarnanios y los anfiloquios no, porque «ahora
temían que los atenienses resultarían ser unos vecinos más difíciles que los de
Ambracia» (III, 113, 6). Ofrecieron a los atenienses un tercio del botín, y a
Demóstenes se le dejó aparte la asombrosa cantidad de trescientas armaduras.
Con ellas y con la gloria que representaban, ahora estaba deseoso de volver a
casa; fue lo suficientemente hábil para dedicar sus premios a los dioses y las
colocó en los templos, sin guardarse ni una para él: una apropiada demostración
pública de piedad, humildad y desinterés. Para alivio de los aliados del
noroeste, los veinte navíos atenienses volvieron a Naupacto. Los acarnanios y
los anfiloquios permitieron que los espartanos atrapados regresaran a Esparta,
así como a los ambraciotas supervivientes, con quienes sellaron un acuerdo de
cien años para acabar con las viejas rencillas y mantener a la región
desvinculada del gran conflicto bélico. Corinto, la ciudad fundadora de
Ambracia, envió trescientos hoplitas para establecer un pequeño destacamento en
su defensa; la necesidad de una fuerza así ejemplifica lo indefensa que había
quedado esta ciudad, antaño tan poderosa.
Su llegada, no obstante, también revela que los
atenienses no se habían hecho con el control total del noroeste. Aunque con la
campaña se había evitado que los peloponesios obtuvieran el control de la
región, de manera que los barcos de Atenas pudieran navegar tranquilamente por
las costas occidentales de Grecia y el mar Jónico, el compromiso limitado de
los atenienses no dio lugar a mayores éxitos. Atenas no aportó hoplitas, sólo
veinte naves, sesenta arqueros y un gran general, civil, sin embargo. La lucha
en el noroeste fue un ejemplo de los esfuerzos atenienses de ese año, que se
caracterizaron por un espíritu más audaz y agresivo, aunque limitado por la
cautela y los recursos. Los gastos militares del período 427-426 eran una
nimiedad en comparación con lo que se había gastado en la primera etapa de la
contienda. Del tesoro sólo provenían doscientos sesenta y un talentos, un
quinto de la cantidad gastada en los dos primeros años de la guerra. Incluso
con una nueva estrategia, los atenienses no podían ganar la guerra, a no ser
que solucionaran sus problemas financieros o tropezasen con un golpe de suerte
imprevisto.
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