lunes, 25 de diciembre de 2017

Jenofonte .-La expedición de los diez mil Anábasis Libro séptimo.

LIBRO SÉPTIMO

I

[En los libros precedentes se ha referido todo lo que hicieron los griegos durante su marcha a los países altos, con Ciro, hasta la batalla; todo lo sucedido en la marcha desde la muerte de Ciro hasta la llegada al Ponto, y, finalmente, cuánto hicieron ya navegando, ya marchando por tierra, hasta salir de la boca de este mar y encontrarse en Crisópolis.]

Entonces Farnabazo, temiendo que el ejército llevase la guerra a su territorio, mandó un enviado a Anaxibio, que se encontraba en Bizancio, para suplicarle transportase aquellas tropas fuera de Asia, prometiéndole en cambio hacer todo lo que pidiera. Anaxibio convocó en Bizancio a los generales y a los capitanes y les prometió que si pasaban se les daría a las tropas soldada. Los otros jefes dijeron que después de haber deliberado le darían la respuesta; Jenofonte le dijo que quería ya separarse del ejército y embarcarse. Pero Anaxibio le persuadió de que no se marchase hasta después de haber pasado con los otros. Él accedió a ello.
Mientras tanto Seutes, el tracio, mandó a Medosales para suplicar a Jenofonte que pusiera su empeño en que pasase el ejército y que si así lo hacía no le pesaría. Jenofonte respondió: «El ejército pasará; pero que Seutes no pague nada ni a mí ni a ningún otro. Cuando las tropas hayan pasado yo me retiraré; que él se dirija a los que se quedan; ellos pueden mejor tratar con él como les parezca más seguro.»
Entonces pasaron todos los soldados a Bizancio. Anaxibio no les dio paga, sino que hizo publicar por un heraldo que saliesen con armas y bagajes, pues iba a pasarles revista y a despedirlos. Los soldados, molestos porque no tenían dinero para comprar víveres para el camino, hacían sus preparativos de mala gana. Jenofonte, que había establecido con Cleandro el harmosta relaciones de hospitalidad, fue a saludarlo como para embarcarse en seguida. Pero Cleandro le dijo: «No hagas eso; si te marchas te van a echar la culpa de lo que ocurra; ya algunos te hacen responsable de que el ejército no se retira.» Jenofonte respondió: «No soy yo el culpable de ello; pero los soldados carecen de víveres y por eso sienten repugnancia en partir.» «De todas maneras —replicó Cleandro—, yo te aconsejo que salgas como si fueses a seguir con ellos, y cuando ya esté fuera el ejército entonces te separes.» «Vamos, pues, a ver a Anaxibio y a tratar con él de esto», dijo Jenofonte. Fueron, pues, y hablaron del asunto.
Anaxibio dijo que eso debía hacerse, que los soldados preparasen sus cosas y saliesen cuanto antes. Y añadió que a todo el que faltase a la revista y al recuento lo consideraría culpable. Ya estaban todos fuera, excepto unos pocos, y Eteónico se encontraba junto a las puertas con intención de cerrarlas y echarles las barras en cuanto todo el mundo estuviese fuera. Y Anaxibio, llamando a los generales y a los capitanes, les dijo: «Los víveres tomadlos de las aldeas de los tracios; en ellas hay mucha cebada, mucho trigo y de todo lo demás. Así abastecidos, marchad a Quersoneso, donde Cinisco os tomará a sueldo.» Oyendo esto, algunos soldados, o acaso un capitán, se lo comunicaron al ejército. Los generales se informaron acerca de Seutes si era amigo o enemigo, si había que atravesar el Monte Sagrado o dar un rodeo atravesando la Tracia. Mientras se hablaba de esto, los soldados cogen sus armas y se lanzan corriendo hacia las puertas para entrar de nuevo en los navíos. Eteónico y los que con él estaban, al ver que los hoplitas venían corriendo, cierran las puertas y echan la barra. Los soldados se pusieron a golpear las puertas diciendo que era la mayor injusticia arrojarlos a los enemigos. Y decían que romperían las puertas si no se las abrían de buen grado. Otros corrieron al mar y por el rompeolas de la muralla entraron en la ciudad, mientras los soldados que aún se encontraban dentro, al ver lo que pasaba en las puertas, rompen los cerrojos a hachazos y las abren de par en par, y los soldados se precipitan en la ciudad.
Jenofonte, al ver lo ocurrido, temiendo se entregase el ejército al saqueo y de ello resultaran males irreparables para la ciudad, para él mismo y para los soldados, echó a correr y se precipitó dentro de las puertas con la masa. Los bizantinos, cuando vieron al ejército penetrar por la fuerza, huyeron del mercado, unos a sus barcos y otros a sus casas; los que se encontraban en las suyas se echaron fuera; otros echaban al mar los trirremes para salvarse en ellos; todos creían que, tomada la ciudad por el ejército, estaban perdidos. Eteónico huyó a la ciudadela, y Anaxibio corrió hacia el mar, se embarcó en un barco de pesca y se dirigió por la costa a la acrópolis. En seguida mandó a buscar tropas de la guarnición de Calcedonia, pues las que había en la acrópolis no parecían suficientes para contener a los amotinados.
Los soldados, al ver a Jenofonte, se precipitaron ha-cia él y le dicen: «Ahora, Jenofonte, puedes mostrarte un hombre. Tienes una ciudad, tienes trirremes, tienes dinero, tienes hombres en gran número. Ahora, si quisieras, podrías sernos útil y nosotros te haríamos grande.» Jenofonte responde: «Bien decís; así lo haré. Pero, si esto deseáis, poned en tierra las armas y formad en seguida.» Da esta orden y ruega a los demás recomienden lo mismo: que pusieran en tierra las armas. Los soldados se formaron ellos mismos en poco tiempo; los hoplitas quedaron de a ocho en fondo, y los peltastas se colocaron corriendo en las dos alas. El terreno era el más a propósito para una revista; el llamado campo tracio, sin casas y completamente llano. Cuando hubieron puesto las armas en tierra y estuvieron calmados, Jenofonte convoca el ejército y dice: «Que vosotros, soldados, estéis furiosos e irritados por el engaño de que se os ha hecho víctimas, es cosa que no me extraña. Pero si nos abandonamos a nuestra cólera; si castigamos a los lacedemonios aquí presentes por su engaño y entramos a saco en la ciudad, que no es culpable de nada, considerad lo que resultará de ello. Seremos enemigos de los lacedemonios y de sus aliados, y qué clase de guerra nos traerá esto lo podemos conjeturar por lo ocurrido no ha mucho. Nosotros los atenienses entramos en guerra con los lacedemonios teniendo no menos de trescientos trirremes, unos en el mar y otros en los astilleros; disponiendo de grandes tesoros en la ciudad y de un tributo anual, tanto del país mismo como de fuera, que no bajaba de mil talentos; dueños de todas las islas y de muchas ciudades de Asia, de otras muchas de Europa; entre ellas esta de Bizancio, donde ahora estamos, y, sin embargo, como todos sabéis, llevamos en esta guerra la peor parte. ¿Y cuál podremos pensar que sea nuestra suerte ahora, cuando los lacedemonios disponen no sólo de sus antiguos aliados, sino también de los atenienses y de todos los que entonces eran aliados de éstos; cuando Tisafernes y todos los demás bárbaros de la costa son enemigos nuestros, y más enemigo que todos el rey de Asia superior, contra el cual fuimos con intención de quitarle el reino y matarle si pudiéramos? Y si todo esto es así, ¿quién hay tan insensato que crea que nosotros podemos salir vencedores? ¡Por los dioses!, no perdamos el juicio y vayamos a perdernos miserablemente haciendo la guerra a nuestras patrias y a nuestros propios amigos y parientes. Porque ellos se encuentran todos en las ciudades, que se armarán contra nosotros, y con razón, si nosotros, que no hemos querido conservar ninguna ciudad bárbara, y eso cuando éramos los más fuertes; llegados a la primera ciudad griega la ponemos a saco. Yo, por mi parte, ruego a los dioses que antes de veros hacer tales cosas me hunda mil brazas bajo tierra. Y os aconsejo que, pues sois griegos, procuréis, obedeciendo a los principales de los griegos, conseguir se os haga justicia. Si no lo podéis, es preciso, aun a pesar de esta injusticia, que no nos veamos impedidos de volver a Grecia. Por el momento creo que debéis enviar emisarios a Anaxibio para decirle que no hemos entrado en la ciudad con intención de cometer en ella ninguna violencia. “Sólo deseamos obtener de vosotros, si podemos —dirán—, alguna condición favorable, si es posible, y si no, mostrar que salimos, no por engaños, sino por obediencia”.»
Se acordó esto, y enviaron a Hierónimo, de Elea, para hablar en nombre de todos y con él a Euríloco, de Arcadia, y a Filesio, de Acaya. Ellos partieron a cumplir su misión.
Estaban sentados los soldados cuando se presentó Ceratades, de Tebas, el cual no había salido de Grecia por destierro, sino buscando mandar tropas, y si alguna ciudad o pueblo necesitaba un general, él ofrecía sus servicios. Y entonces acercándose a los griegos, les dijo que estaba dispuesto a conducirlo al llamado Delta de Tracia, donde cogerían rico botín, y hasta que llegasen allí les prometió darles vino y víveres en abundancia.
Mientras los soldados oían esto llegó la respuesta de Anaxibio. Este contestaba que si eran obedientes no les pesaría; pero que él daría cuenta del asunto a las autoridades de su patria, y que, por su parte, procuraría favorecerles en lo que pudiese. Entonces los soldados aceptaron a Ceratades por general y salieron de las murallas. Ceratades convino con ellos que al día siguiente vendría al campamento con víctimas, un adivino, víveres y vino para el ejército. Cuando las tropas hubieron salido, Anaxibio cerró las puertas y pregonó que todo soldado que fuese cogido dentro sería vendido. Al día siguiente vino Ceratades con las víctimas y el adivino; le seguían veinte hombres cargados de harina de cebada, otros veinte que llevaban vino, tres con aceitunas; otro hombre traía una carga de ajos que apenas podía con ella, y otro con una de cebollas. Ceratades puso en tierra todo esto como para distribuirlo y comenzó los sacrificios.
Jenofonte, mientras tanto, mandó llamar a Cleandro y le rogó le consiguiese el permiso de entrar en la ciudad para embarcarse en el puerto de Bizancio. Cleandro volvió y le dijo que le había costado mucho trabajo conseguir el permiso, pues Anaxibio decía no ser cosa conveniente que los soldados estuviesen cerca de la muralla y Jenofonte dentro, que los bizantinos estaban divididos en facciones llenas de saña unas contra otras. «Sin embargo —dijo—, te permite entrar si piensas embarcarte con él.» Jenofonte se despidió entonces de los soldados y entró en la ciudad con Cleandro.
Ceratades no obtuvo el primer día presagios favorables y no distribuyó nada a los soldados. Al día siguiente las víctimas estaban cerca del altar, y Ceratades, coronado, se disponía a sacrificar, cuando Timasión el dardanio, Neón el asineo y Cleanor el orcomenio se acercaron a él y le dijeron que no sacrificase, porque no sería el jefe del ejército si no les daba víveres. Ceratades ordena el reparto. Pero como le faltaba mucho para aprovisionar para un día a cada soldado, se retiró llevándose las víctimas y renunciando al cargo de general.


II

Neón el asineo, Frinisco, Filesio y Janticles, aqueos los tres, y Timasión el dardanio, se habían quedado en el ejército, y avanzando con las tropas a las aldeas cercanas a Bizancio acamparon en ellas. Los generales no estaban de acuerdo. Cleanor y Frinisco querían que se juntasen con Seutes, pues éste los había ganado dándole al uno un caballo y al otro una mujer. Neón, por el contrario, quería ir a Quersoneso, esperando que allí se haría jefe de todo el ejército con el apoyo de los lacedemonios. Timasión, por su parte, ponía su empeño en que pasasen de nuevo a Asia con esperanza de que así volvería a su tierra. Esto mismo querían también los soldados. Mientras tanto iba pasando el tiempo y muchos soldados abandonaban el ejército; unos vendían sus armas en el campo y se embarcaban como podían, y otros se mezclaban con los habitantes de las ciudades. Anaxibio se alegraba de saber la disolución del ejército, pues creía que tales sucesos serían muy gratos a Farnabazo.
Partido de Bizancio en un buque, Anaxibio se encontró en Cícico con Aristarco, sucesor de Cleandro como harmosta de Bizancio. Decíase también que Polo, sucesor designado al puesto de almirante, estaba a punto de llegar al Helesponto. Anaxibio encargó a Aristarco que vendiera cuantos soldados del ejército de Ciro encontrara en Bizancio. Cleandro no sólo no había vendido ninguno, sino que por compasión había cuidado de los enfermos y obligado a recibirlos en la ciudad. Pero Aristarco, apenas llegado, vendió no menos de cuatrocientos. Anaxibio fue navegando hasta Pario y desde allí envió recado a Farnabazo recordándole sus compromisos. Pero Farnabazo, cuando supo que Aristarco había venido como harmosta de Bizancio y que Anaxibio no era ya almirante, no hizo caso de Anaxibio, y renovó con Aristarco, respecto del ejército de Ciro, los mismos pactos que había tenido con Anaxibio.
Entonces Anaxibio llamó a Jenofonte y le instó a que por todos los medios se embarcara para llegar al ejército; a que lo mantuviese unido y recogiera el mayor número de soldados dispersos, y a que, llevándolos a Perinto, pasaran al Asia cuanto antes. Le dio un tricontoro y una carta, y envió con él a un hombre encargado de decir a los perintios que diesen inmediatamente caballos a Jenofonte, a fin de que éste marchase al ejército. Jenofonte cruzó el mar y llegó al ejército. Los soldados le recibieron con gran alegría y le siguieron en seguida gustosos para pasar de la Tracia al Asia.
Seutes, al saber la vuelta de Jenofonte, le envió por mar a Medosades para pedirle que le llevase el ejército con las promesas que creyó más eficaces. Jenofonte contestó que no podía hacerse nada de esto, y Medosades se marchó con tal respuesta. Cuando los griegos llegaron a Perinto se separó y acampó aparte con unos ochocientos hombres. Todo el resto del ejército permaneció reunido y se puso bajo las murallas de Perinto.
Mientras tanto, Jenofonte estaba en tratos para conseguir barcos a fin de que pasasen cuanto antes. En esto llegó de Bizancio el harmosta Aristarco con dos trirremes y, ganado por Farnabazo, prohibió a los dueños de buques que transportasen al ejército; fue al campamento y prohibió igualmente a los soldados que pasaran al Asia. Jenofonte dijo que Anaxibio lo mandaba. «Y para eso —añadió— me ha mandado a mí aquí.» Aristarco replicó: «Anaxibio no es ya almirante, y yo soy el harmosta de esta tierra. Si encuentro a uno de vosotros en el mar lo echo al fondo.» Dicho esto, entróse por la muralla.
Al día siguiente mandó llamar a los generales y capitanes del ejército. Cuando éstos estaban junto a la muralla alguien advirtió a Jenofonte que si entraba lo cogerían y le harían allí mismo algo o lo entregarían a Farnabazo. Al oír esto, Jenofonte mandó a los otros por delante y dijo que él quería hacer cierto sacrificio. Y apartándose hi-zo un sacrificio para saber si los dioses le consentían que procurase conducir el ejército a Seutes. Veía, en efecto, que no era cosa segura pasar cuando quien pensaba impedirlo disponía de trirremes, y no quería tampoco ir a encerrarse con el ejército en Quersoneso, donde carecerían de todo y donde sería forzoso obedecer al harmosta de allí e imposible procurarse víveres.
Mientras Jenofonte estaba en esto volvieron los generales y capitanes de ver a Aristarco, diciendo que por el momento los había despedido con orden de volver por la tarde; en esto se veía más a las claras la traición. Y Jenofonte, creyendo por lo favorable de las víctimas que tanto para él como para el ejército no había peligro en juntarse con Seutes, tomó consigo al capitán Polícrates, de Atenas, pidió a cada uno de los generales, excepto a Neón, que le diesen un hombre de su confianza y marchó por la noche al campamento de Seutes, distante setenta estadios. Cuando ya había llegado cerca se encontraron con unas hogueras sin gente. Primero creyó Jenofonte que Seutes había levantado el campo. Pero, oyendo ruido y señales que se daban entre sí los soldados de Seutes, comprendió que éste había hecho encender las hogueras delante de los centinelas para que éstos, puestos en la oscuridad, no pudiesen ser vistos, ni dónde estaban, ni cuántos eran, y, en cambio, no quedasen ocultos los que se acercasen, delatados por la luz.
Advertido esto, mandó por delante al intérprete que llevaba consigo, con orden de decir a Seutes que Jenofonte se encontraba allí con deseo de conferenciar con él. Los bárbaros preguntaron si era el ateniense y venía del ejército. Al contestar el intérprete que era el mismo, los otros saltaron y echaron detrás del intérprete. Un momento después se presentaron como unos doscientos peltastas y, tomando consigo a Jenofonte y a los que con él iban, los llevaron a presencia de Seutes. Este se encontraba en una torre muy bien guardada, alrededor de la cual había en círculo caballos embridados; por temor a una sorpresa les dejaban pastar durante el día y los tenían preparados por la noche. Se decía que en otro tiempo Teres, antepasado de Seutes, en este mismo país y con un numeroso ejército, había perdido mucha gente a manos de los habitantes, que le habían quitado además los bagajes. Estas gentes eran los tinos, temibles sobre todo por sus ataques nocturnos.
Cuando llegaron cerca, Seutes mandó que entrase Jenofonte con los dos que quisiera. Ya dentro principiaron por saludarse mutuamente y, según la costumbre tracia bebieron en cuernos llenos de vino. Con Seutes se encontraba también Medosades, de quien se servía en todas sus embajadas. En seguida Jenofonte principió a decir: «Me enviaste, Seutes, a Medosades, aquí presente, primero a Calcedonia pidiéndome procurase que el ejército pasara de Asia a este lado, y prometiéndome que si esto hacía me recompensarías, según este Medosades.» Diciendo esto, preguntó a Medosades si era verdad. «El mismo Medosades, cuando yo me volví de nuevo al ejército des-de Pario, vino de nuevo, prometiéndome que si te traía el ejército me tratarías como a un amigo y a un hermano y me darías las tierras junto al mar de que eras dueño.» De nuevo preguntó a Medosades si era verdad esto que decía, y él convino también en ello. «Pues bien: expón a Seutes qué te respondí en Calcedonia primero.» «Me respondiste que el ejército iba a pasar a Bizancio, y que por esto no era menester darte nada ni a ningún otro; que tú, cuando pasases, te marcharías y resultó como tú dijiste.» «¿Y qué te dije cuando llegaste a Selimbria?» «Me dijiste que no era posible, que irías a Perinto y de allí pasarías al Asia.» «Ahora, pues —continuó Jenofonte—, aquí estoy yo; aquí está éste, Frinisco, uno de los generales, y éste, Polícrates, uno de los capitanes, y fuera están los hombres de más confianza de los generales, excepto Neón el laconio. Si quieres que nuestro trato sea más seguro, llama también a éstos. Tú, Polícrates, sal y diles que les mando dejar las armas, y tú mismo vuelve sin la espada.»
A estas palabras Seutes dijo que no desconfiaba de ningún ateniense, pues sabía que eran deudos suyos y los tenía por amigos afectuosos. Después que hubieron entrado los que faltaban, Jenofonte preguntó primero a Seutes en qué necesitaba utilizar el ejército. Seutes respondió: «Mi padre fue Mesades; le obedecían los melanditas, los tinos y los tranipsas. Obligado a abandonar el país por las discordias de los odrisios, mi padre murió de enfermedad; yo quedé huérfano y me crié con Méoco, el rey actual. Cuando yo fui muchacho no me era posible vivir mirando una mesa ajena, y sentado junto a él le supliqué me diese todos los hombres que pudiese para ha-cer todo el daño posible a los que nos habían arrojado y no viviesen mirando a su mesa como un perro. Entonces él me dio los hombres y los caballos que veréis cuando sea de día. Y ahora vivo con ellos saqueando la tierra que me pertenece por mis padres. Si vosotros os unís a mí, espero con la ayuda de los dioses, reconquistar fácilmente el reino. Esto es lo que necesito.»
«¿Y qué podrías dar —dijo Jenofonte—, si viniéramos, al ejército, a los generales y a los capitanes? Dilo para que éstos se lo comuniquen a los demás.» Él prometió a cada soldado un ciciceno, el doble a los capitanes, el cuádruple a los generales, todas las tierras que quisieran, yuntas y un lugar fortificado junto al mar. «Pero —dijo Jenofonte—, si tratando de hacer esto no lo consiguiéramos por miedo a los lacedemonios; ¿recibirás en tu campamento a los que quieran refugiarse en él?» Seutes respondió: «Y los trataré como a hermanos, los sentaré a mi mesa y con ellos partiré todo cuanto podamos coger. A ti, Jenofonte, te daré, además, mi hija; si tú tienes una hija, la compraré, según costumbre de los tracios, y te daré en ella la ciudad de Bisanta, que es la mejor de mis plazas marítimas.»


III

Oído esto, se dieron las manos mutuamente y se retiraron los griegos. Antes del día llegaron al campamento y cada uno dio cuenta a quien le había enviado. Ya de día, Aristarco volvió a llamar a los generales; pero éstos decidieron no ir a ver a Aristarco y convocar al ejército. Se reunieron todos, excepto Neón, que estaba aparte, como a unos diez estadios. Reunidos, pues, se levantó Jenofonte y dijo así: «Compañeros: Aristarco, con sus trirremes, nos impide pasar adonde queremos; de suerte que es peligroso embarcarnos. Este mismo Aristarco nos ordena que marchemos a Quersoneso y atravesando por la fuerza el Monte Sagrado. Si conseguimos salir en esto vencedores y llegamos a este punto, dice que no ha de vendernos, como hizo en Bizancio, ni engañarnos, sino que se os dará soldada y no se os dejará como ahora, carecer de víveres. Esto dice Aristarco. Seutes, por su parte, promete que si os vais con él os tratará bien. Ahora mirad si queréis deliberar sobre el asunto aquí mismo o cuando hayáis llegado adonde haya víveres. A mí me parece, puesto que aquí no tenemos dinero para comprar y no se nos deja tomar nada sin dinero, que debemos ir a las aldeas, cuyos habitantes, sintiéndose más débiles que nosotros, nos dejarán tomar lo que cada cual solicite de nosotros y elijamos lo que nos parezca más conveniente. El que esté conforme que levante la mano.» Todos la levantaron. «Marchemos, pues, y preparad vuestros bagajes para que en cuanto se dé orden sigáis al que guíe.»
Después de esto Jenofonte se puso a la cabeza y los demás le siguieron. Neón y los emisarios de Aristarco procuraron convencerles de que se volviesen; pero ellos no les prestaron oídos. Habrían avanzado como unos treinta estadios cuando se encontraron con Seutes. Jenofonte, al verlo, le rogó se acercase para poder hablarle de lo que le parecía conveniente delante del mayor número de testigos. Cuando Seutes se hubo acercado le dijo Jenofonte: «Vamos de camino hacia donde el ejército pueda encontrar alimentos. Una vez allí, oiremos tus proposiciones y las del laconio y optaremos por lo que más nos convenga. Si nos llevas donde haya víveres en abundancia consideraremos que nos concedes tu hospitalidad.» Seutes respondió: «Pues yo sé de muchas aldeas donde hay en abundancia toda clase de provisiones y que no distan de aquí más de lo suficiente para que comáis con gusto.» «Guíanos, pues», dijo Jenofonte. Llegados a ellas, por la tarde se reunieron los soldados, y Seutes les dijo: «Yo, soldados, os pido que os unáis conmigo para hacer guerra y os prometo que daré a cada soldado un ciciceno, y a los capitanes y generales según costumbre; aparte recompensaré a los que lo merezcan. Tendréis vino y víveres, como ahora, tomándolos del país. Pero cuanto se coja será de propiedad mía, de suerte que vendiéndolo pueda daros la soldada. Si nuestros enemigos huyen o pretenden escaparse, seremos suficientes para perseguirlos y buscarlos, y si hacen resistencia procuraremos con vosotros someterlos.» Jenofonte le preguntó: «¿Hasta qué distancia del mar quieres que te siga el ejército?» Seutes respondió: «Nunca a más de veinte estadios, y a menudo menos.»
Después de esto se permitió hablar al que quisiera, y muchos dijeron que lo propuesto por Seutes era muy conveniente; que estaban en invierno y quienes quisieran volver a su patria no podrían hacerlo; permanecer en un país sin tener con qué comprar víveres era imposible, y si habían de vivir y alimentarse en tierra enemiga, era más seguro juntarse con Seutes que estar solos. Si además de todas estas ventajas se les daba soldada, miel sobre ho-juelas. Jenofonte, entonces, dijo: «Si alguien opina otra cosa, que hable; si no pondré el asunto a votación.» Como nadie se levantase en contra, se puso a votación y fue aprobado. E inmediatamente le comunicó a Seutes que el ejército se iba con él.
Después de esto los soldados acamparon en tiendas según el orden de formación. Los generales y los capitanes fueron invitados a comer por Seutes, que se encontraba en una aldea cercana. Llegados a la puerta para entrar a comer, se encontraron con un tal Heraclides, de Maronea. Éste se fue acercando a todos aquellos que suponía en situación de poder dar algo a Seutes. Primero se dirigió a unos habitantes de Pario que habían venido a tratar negocios con Médoco, el rey de los odrisios, trayendo regalos para él y su mujer. Heraclides les dijo que Médoco se hallaba en el interior, a doce días de camino del mar, y en cambio Seutes, con aquel ejército que había tomado a su servicio, se haría dueño de la costa. «Lo tendréis, pues, por vecino, y tiene fuerzas sobradas lo mismo para favorecer vuestros intereses que para haceros daño. Si sois, pues, avisados, debéis darle lo que traéis. Y esto os resultaría mejor que si se lo dieseis a Médoco que habita lejos.» Estas razones les convencieron.
Después se acercó a Timasión, de Dardania, que, según había oído, era dueño de copas y de tapices bárbaros. A éste le dijo que cuando Seutes lo invitaba a comer era costumbre que los invitados le obsequiasen con regalos. «Si él se hace aquí poderoso, podrá volverte a tu tierra o darte aquí mismo riquezas.» De esta manera iba solicitando a cada uno. Y acercándose a Jenofonte, le dijo: «Tú eres de una gran ciudad y tienes gran renombre con Seutes: acaso deseas obtener en este país ciudades y tierras, como lo han hecho muchos de vosotros. Vale, pues, la pena que obsequies a Seutes espléndidamente. Te doy este consejo por amistad. Estoy seguro que mientras más le des tanto más ha de favorecerte.» Estas palabras pusieron confuso a Jenofonte, pues había venido de Pario tan sólo con un esclavo y lo indispensable para el viaje.
Entraron, pues, a comer. Estaban allí los principales jefes de las tropas tracias, los generales y capitanes de las griegas y alguno que otro embajador enviado por su ciudad. Sentáronse en círculo, y en seguida trajeron trípodes para todos; estos trípodes, unos veinte, estaban cubiertos de pedazos de carne y de grandes panes con levadura clavados en la carne. Colocaron las mesas preferentemente delante de los extranjeros, según era allí costumbre. Seutes sirvió el primero, y cogiendo los panes que tenía delante los partió en pedazos, que fue arrojando a quien le parecía; lo mismo hizo con la carne, quedándose tan sólo con lo suficiente para probarla. Los demás hicieron lo mismo, cogiendo de las mesas que cada uno tenía delante. Cierto arcadio llamado Aristas, muy comilón, no se preocupó de echarles a los otros, sino que, cogiendo un pan de tres quenizos, se puso carne sobre las rodillas y fue comiendo. Circularon cuernos llenos de vino y todos los recibieron. Pero cuando el copero le presentó el cuerno a Aristas, éste le dijo, mirando a Jenofonte, que ya no comía. «Dáselo a aquél; él ya ha terminado; yo todavía no.» Al oírle hablar, Seutes preguntó al copero qué decía, y el copero se lo refirió, pues sabía griego. Esto produjo gran risa.
Seguían bebiendo, y en esto entró un tracio que conducía un caballo blanco y, cogiendo un cuerno lleno, dijo: «A tu salud, Seutes; te regalo este caballo, con el cual cogerás al que quieras y podrás retirarte sin temor al enemigo.» Otro trajo un esclavo y se lo regaló brindando de la misma manera; otro, vestidos para su mujer. Timasión brindó también y le regaló una copa de plata y un tapiz que valía diez minas. Un tal Guesipo, de Atenas, se levantó y dijo que era antigua y bella costumbre que los que tuviesen dieran al rey, pero que el rey diese a los que no tuvieran. «De esta suerte —dijo— yo podría obsequiarte y honrarte.» Jenofonte no sabía qué hacer, tanto más cuanto se le había hecho el honor de darle el asiento más próximo a Seutes. Heraclides mandó al copero que le presentase el cuerno. Y Jenofonte, que había ya bebido un poco, se levantó y, tomando atrevidamente el cuerno, dijo: «Yo, Seutes, me doy a ti, con estos compañeros míos, para ser tus amigos fieles. Ninguno lo hace de mala gana; al contrario, más aún que yo desean ser amigos tuyos. Y aquí los tienes no para pedirte nada, sino deseosos de afrontar por ti fatigas y peligros. Con ellos, si quieren los dioses, podrás conquistar muchas tierras, unas que ya te corresponden de derecho por tus padres, otras también nuevas; con ellos adquirirás muchos caballos, muchos hombres y muchas mujeres bellas sin necesidad de despojarlos, pues ellos mismos te los ofrecerán como presentes.» Seutes se levantó y bebió también con Jenofonte, derramando después ambos el vino que quedaba en los cuernos. Después entraron unos tracios, que tocaron, unos con cuernos de los usados en el ejército y otros con trompetas de cuero crudo, unos aires rítmicos como si tocasen con el instrumento llamado magadis. El mismo Seutes se levantó y, dando gritos de guerra, saltó como si evitase un dardo. También entraron bufones.
Próximo a ponerse el sol levantáronse los griegos, diciendo que ya era hora de colocar centinelas y dar el santo y seña. También rogaron a Seutes diese orden de que ningún tracio entrase por la noche en el campamento de los griegos: «Pues los enemigos son también tracios como vosotros, que sois nuestros amigos.» Cuando salieron se levantó Seutes con los otros sin dar ninguna señal de estar embriagados. Y al salir llamó a los generales y les dijo: «Amigos, los enemigos no saben aún nuestra alianza; si marchásemos, pues, contra ellos antes de que se pusiesen en guardia contra una sorpresa o se preparasen a resistir, cogeríamos mucho más botín y prisioneros.» Los generales aprobaron la idea y le invitaron a que los guiase. Seutes respondió: «Aguardad preparados; yo, cuando llegue la ocasión, iré a buscaros. Os recogeré a vosotros y a los peltastas y os conduciré con la caballería.» Jenofonte le dijo: «Si es que vamos a marchar de noche, mira si no sería mejor adoptar la costumbre de los griegos. Durante el día marchan a la cabeza del ejército aquellas tropas que más convienen a la naturaleza del terreno, ya los hoplitas, ya los peltastas, ya la caballería; pero de noche es costumbre entre los griegos que marchen a la cabeza las tropas más lentas. De esta suerte se dispersa menos el ejército y es más difícil separarse sin notarlo. Ocurre a menudo que las tropas separadas caen las unas sobre las otras y se hacen daño mutuamente.» A esto dijo Seutes: «Decís bien; acepto vuestra costumbre. A vosotros os daré por guías a los ancianos, que conocen mejor el país, y yo seguiré a la cola con la caballería; si fuese preciso me presentaré en seguida en la vanguardia. Como santo y seña adoptar Atenea, por el parentesco.» Dicho esto se marcharon a descansar.
A eso de medianoche se presentó Seutes con sus jinetes cubiertos de coronas y con los peltastas armados. Después de dar a los griegos los guías se pusieron en marcha: los hoplitas a la cabeza, después los peltastas y, por último, la caballería. Al rayar el día Seutes se adelantó a la vanguardia y alabó la costumbre de los griegos. «Muchas veces —dijo— me ha sucedido que, marchando de noche y a pesar de ir con poca gente, me separaba con los jinetes de la infantería. Ahora, en cambio, al venir el guía nos hemos encontrado todos juntos, como es debido. Permaneced aquí descansando, mientras yo voy a reconocer el terreno; en seguida vuelvo.» Dicho esto se lanzó por un camino a través de la montaña. Llegando a un sitio cubierto de nieve en gran cantidad, miró si se veían huellas de hombres en la misma dirección que él traía o en la contraria. Y viendo que la nieve estaba intacta, volvió en seguida y dijo: «Amigos, la empresa nos saldrá bien, si Dios quiere; vamos a sorprender a nuestros hombres. Yo marcharé a la cabeza con los de a caballo para que si vemos a alguien no se escape y avise a los enemigos; vosotros seguidme, y si os quedáis rezagados seguir el rastro de los caballos. Cuando hayamos pasado las montañas llegaremos a muchas y muy ricas aldeas.».
Era eso de mediodía cuando llegado a lo alto de la montaña y viendo a sus pies las aldeas, Seutes se volvió galopando a los hoplitas y les dijo: «Voy a lanzar en seguida a los jinetes sobre la llanura; y a los peltastas contra las aldeas. Seguidlos vosotros lo más rápidamente posible para que prestéis ayuda si hay alguna resistencia.» Al oír esto, Jenofonte se bajó del caballo, y Seutes le preguntó: «¿Por qué te bajas, si es preciso ir de prisa?» «Sé —respondió Jenofonte— que no soy yo sólo de quien tú necesitas, y mis soldados correrán más de prisa y de mejor gana si yo los conduzco marchando a pie.» Después de esto marchóse Seutes y con él Timasión, llevando como unos cuarenta jinetes griegos. Jenofonte, por su parte, mandó que saliesen de las compañías los soldados menores de treinta años, que eran más ligeros, y con ellos partió corriendo mientras Cleanor conducía a los demás. Cuando llegaron a las aldeas, Seutes les salió al encuentro con unos treinta caballos y dijo: «Ha sucedido, Jenofonte, lo que tú dijiste: los habitantes están cogidos, pero los jinetes se han ido persiguiendo cada uno por su parte. Y temo se reúnan en alguna parte los enemigos y les hagan algún daño. Además es preciso que se queden algunos de nosotros en las aldeas, pues están llenas de gente.» «Pues bien —dijo Jenofonte—: yo tomaré las alturas con los hombres que tengo, y tú dile a Cleanor que tienda la falange por la llanura junto a las aldeas.» Así se hizo, y cogieron como unos mil prisioneros, mil vacas y diez mil cabezas de ganado menor. Y acamparon allí sobre el terreno.


IV

Al día siguiente Seutes quemó todas las aldeas, sin dejar una sola casa, para que los demás, al ver esto, tomasen miedo y no hicieran con ellos lo mismo si continuaban resistiendo. En seguida se marchó de allí y envió a Heraclides a Perinto para vender el botín y con ello pagar a los soldados. Él y los griegos establecieron su campamento en la llanura de los tinos; éstos abandonaron sus habitaciones y se refugiaron en las montañas.
Había mucha nieve, y el frío era tal que el agua que traían para la comida se helaba, lo mismo que el vino en las vasijas, y a muchos de los griegos se les quemaron las narices y las orejas. Entonces comprendieron por qué los tracios usan pieles de zorra para cubrirse la cabeza y las orejas; por qué se envuelven con los sayos no sólo el pecho, sino también los muslos, y por qué llevan a caballo no clámides, sino mantos largos que les llegan hasta los pies. Seutes dio libertad a algunos prisioneros y los envió a las montañas, diciéndoles que si los habitantes no bajaban a sus casas y se sometían les quemaría también sus aldeas y el trigo y morirían de hambre. Entonces bajaron las mujeres, los niños y los ancianos. Pero los jóvenes acamparon en las aldeas al pie de la montaña, y Seutes, al saberlo, mandó a Jenofonte que tomase los más jóvenes de los hoplitas y le siguiese con ellos. Se pusieron en marcha de noche, y al rayar el día se presentaron en las aldeas. La mayor parte de los habitantes huyeron; pero a cuantos pudo coger Seutes los hizo matar implacablemente, con dardos.
Había en el ejército un tal Epístenes que era pederasta. Este hombre, viendo a un muchacho muy joven y bello con un escudo en la mano y condenado a morir, corrió a Jenofonte y le suplicó acudiese en socorro de un bello muchacho. Jenofonte acercóse a Seutes y le rogó que no matase al muchacho, explicándose los gustos de Epístenes, que tiempo atrás había formado una compañía, eligiendo para componerla a muchachos guapos, y que con ellos se había portado valientemente. Seutes pre-guntó: «¿Querrías, Epístenes, morir en lugar de éste?» Y Epístenes, tendiendo el cuello, contestó: «Hiere, si este muchacho lo desea y puede serle agradable.» Preguntó Seutes al muchacho si quería que hiriese al otro en lugar suyo. Pero el muchacho no quiso consentirlo, sino que le suplicó no matase a ninguno de los dos. Entonces Epístenes se abrazó al muchacho y dijo: «Ahora, Seutes, puedes venir a luchar conmigo para quitármelo. Y no lo entregaré.» Y Seutes, riendo, pasó a otra cosa. Le pareció conveniente acampar en aquel sitio a fin de que los refugiados en las montañas no se alimentasen de aquellas aldeas. Él, descendiendo un poco, puso en el llano sus tiendas. Pero Jenofonte, con sus soldados escogidos, se alojó en la aldea más alta, y los demás griegos a poca distancia, en tierras de los tracios llamados montañeses.
Al cabo de no muchos días los tracios que estaban en la montaña bajaron a verse con Seutes, y concertaron con él una tregua mediante entrega de rehenes. Jenofonte se presentó también a Seutes y le dijo que estaban alojados en sitios muy desfavorables; que los enemigos se encontraban cerca; que sería preferible acampar en lugares fuertes en vez de permanecer en las casas de las aldeas con peligro de ser aniquilados. Seutes le dio seguridades y le mostró los rehenes que le habían entregado. También habían bajado algunos de la montaña para verse con Jenofonte y pedirle que hiciese igualmente treguas con ellos. Él se mostró conforme, y les dijo que estuvieran tranquilos, pues les daba seguridad de que no les había de ocurrir nada malo si se entregaban a Seutes. Pero ellos no habían ido con otro objeto que espiar.
Esto ocurrió durante el día. La noche inmediata bajaron los tinos de la montaña y atacaron a los griegos, guiados por el dueño de cada casa; de otro modo hubiese sido difícil reconocer en la oscuridad las casas de las aldeas; estas casas estaban, además, rodeadas de cercas hechas con grandes estacas a causa del ganado. Cuando llegaban a la puerta de cada casa, unos lanzaban sus dardos, otros golpeaban con sus mazas, que, según decían, llevaban para romper los astiles de las lanzas; otros prendían fuego. Y llamaban a Jenofonte por su nombre, diciéndole que saliese a morir o le quemarían allí vivo.
Ya aparecía el fuego por el techo; Jenofonte y los suyos estaban dentro revestidos de corazas y con sus escudos, espadas y cascos. En esto, Silano, de Macisto, de unos dieciocho años, dio la señal, e inmediatamente todos se precipitaron fuera con las espadas desenvainadas, al mismo tiempo que los de las otras casas. Los tracios huyeron, echándose a la espalda sus peltas, según tenían costumbre. Y al saltar las estacas algunos se quedaron colgados de ellas por los escudos y así fueron cogidos; otros perecieron también porque no acertaron a encontrar salida. Los griegos fueron persiguiéndoles fuera de la aldea.
Mientras tanto algunos tinos se volvieron en la oscuridad y desde allí dispararon sus dardos sobre unos griegos que corrían junto a una casa incendiada y que, al resplandor del fuego, se destacaban perfectamente. Hirieron a Hierónimo, al capitán Epitalico y al locrio Teógenes, también capitán; pero no murió nadie; sólo se quemaron la ropa y el bagaje de algunos. En esto Seutes vino en socorro con siete caballos y el trompeta tracio. Porque Seutes, apenas supo el ataque de los tinos, mandó tocar a cuerno, y el trompeta no dejó de tocar hasta que llegaron donde estaban los griegos. Esto también infundió miedo a los enemigos. Cuando llegó a la aldea tendió la mano a los griegos y dijo que había pensado encontrar muchos muertos.
Jenofonte le rogó que le entregase los rehenes; que marchase con él contra los de la montaña o, si no quería, que le dejase ir a él. Al día siguiente Seutes le entregó los rehenes, unos ancianos que, según decían, eran los más principales entre los montañeses, y al mismo tiempo trajo sus fuerzas.
Estas fuerzas de Seutes habían ya triplicado su número, pues muchos de los odrisios, al oír lo que Seutes estaba haciendo, habían bajado para ayudarle en la guerra. Los tinos, cuando vieron desde la montaña tantos hoplitas, tantos peltastas, tantos caballos, bajaron también pidiendo paz. Decían que estaban dispuestos a hacer todo y rogaban que se les admitiesen prendas; Seutes llamó a Jenofonte y le hizo saber lo que decían los tinos, añadiendo que no les concedería la paz si Jenofonte deseaba vengarse de su ataque. Jenofonte respondió: «Yo, por mi parte, pienso que ya están suficientemente castigados si de libres se convierten en esclavos.» Pero les aconsejó que en adelante tomasen en rehenes a los que pudiesen hacer más daño, dejando a los viejos en sus casas. Todos los habitantes del país consintieron en esto.


V

Después pasaron a tierras de los tracios que habitan encima de Bizancio, en el país llamado Delta. Esta comarca no pertenecía ya a Mésado, sino a Treres, hijo de Odrisio. Allí se les juntó Heraclides con el dinero de la venta del botín. Seutes sacó tres yuntas de mulas, las únicas que tenía, y otras, de bueyes, y llamando a Jenofonte le invitó a que tomase él una y repartiese las demás entre los generales y capitanes. Jenofonte le respondió: «Yo ya cogeré otra vez; pero dales a los generales que han venido conmigo y a los capitanes.». Timasión, de Dardania; Cleanor, de Orcómeno, y Frinisco, de Aquea, cogieron una yunta de mulas cada uno; las de bueyes se repartieron entre los capitanes. En cuanto a la soldada, aunque ya hubiese pasado un mes, no pagaron más que veinte días. Heraclides dijo que no había podido sacar más de la venta. Y Jenofonte, irritado, dijo jurando: «Me parece, Heraclides, que no cuidas como debes por los asuntos de Seutes. Si supieras hacerlo habrías traído dinero para pagar el sueldo completo, aunque hubiese sido pidiendo prestado o vendiendo tus propios vestidos.»
Heraclides, molesto por estas palabras y temeroso de perder el favor de Seutes, calumnió desde este momento a Jenofonte en cuanto podía delante de Seutes. Los soldados culparon a Jenofonte porque no se les daban sus pagas, y Seutes le veía con malos ojos porque le reclamaba con firmeza la parte de los soldados. Hasta entonces no había cesado de recordarle que en cuanto llegasen al mar les daría Bisantes, Ganon y Neon-Ticos. Pero a partir de entonces no volvió a hablarle de nada de esto. Era que Heraclides había intrigado también en esto, diciendo era peligroso entregar plazas a un hombre que tenía un ejército.
Mientras tanto Jenofonte pensaba en la manera de conducir las tropas más al interior; pero Heraclides llevó ante Seutes a los demás generales y les excitó a decir que ellos conducirían al ejército tan bien como Jenofonte, y prometiéndoles que dentro de pocos días se les daría la paga de dos meses les animó a que continuasen la campaña. Timasión respondió: «Yo, ni aunque me diesen el sueldo de cinco meses marcharía sin Jenofonte.» Frinisco y Cleanor se unieron a lo dicho por Timasión. Entonces Seutes increpó a Heraclides porque no había llamado a Jenofonte. Y en seguida le llamaron a éste solo. Pero Jenofonte, conociendo la malicia de Heraclides, que quería indisponerle con los demás generales, llevó consigo a todos los generales y capitanes.
Convencidos todos por Seutes, se pusieron en marcha, teniendo el Ponto a la derecha; atravesaron el país de los tracios llamados melinófagos y llegaron a Salmudeso. En este sitio muchos de los barcos que entran en el Ponto embarrancan y naufragan a causa de los muchos bajos que hay por aquellas aguas. Los tracios que habitan estos parajes tienen dividida la costa por medio de mojones, dentro de cuyos límites cada pueblo saquea los buques, que encallan en la costa. Antes de poner estos términos, según decían, muchos murieron disputándose entre sí las presas. Se encontraron allí muchos lechos, muchas arcas, muchos libros y muchos otros objetos que los navegantes llevan en cajas de madera. Sometida esta comarca, volviéronse atrás. Seutes tenía entonces un ejército más numeroso que el de los griegos. Muchos más de los odrisios habían bajado de sus montañas, y los que iban sometiéndose se unían a sus tropas. Acamparon en una llanura por encima de Selimbria, a unos treinta estadios del mar. De paga no se veía la menor señal. Los soldados estaban furiosos contra Jenofonte, y Seutes no le trataba con la misma intimidad. Cuantas veces Jenofonte se acercaba para verle resultaba que tenía muchas ocupaciones.


VI

Por entonces, ya habían pasado casi dos meses, llegaron Carmino y Polínico de parte de Tibrón. Dijeron que los lacedemonios habían decidido hacer guerra a Tisafernes; que Tibrón se había hecho a la vela para principiar las hostilidades, y que necesitando aquel ejército prometía un darico al mes a cada soldado, el doble a los capitanes y el cuádruple a los generales.
No bien llegaron los lacedemonios, Heraclides, sabedor de que venía en busca del ejército, dijo a Seutes que no podía ocurrir nada mejor. «Los lacedemonios tienen necesidad del ejército; tú, en cambio, no lo necesitas ya. Dándoles el ejército les serás agradable; los soldados no te reclamarán la paga sino que se marcharán del país.»
Oído esto, Seutes mandó entrar a los enviados, y como ellos le confirmasen que venían por el ejército, él les dijo que se lo daba, que quería ser amigo y aliado de los lacedemonios. Los invitó a una comida en señal de hospitalidad y los trató con magnificencia, sin invitar ni a Jenofonte ni a ninguno de los demás generales. Preguntándole los enviados qué clase de hombre era Jenofonte, respondió que en general no era mala persona, pero que tenía demasiadas complacencias con los soldados, y esto le hacía mucho daño. Y dijeron los lacedemonios: «¿Tiene, pues, mucho ascendiente sobre sus hombres?» «Sí, por cierto», respondió Heraclides. «¿No se opondrá, entonces, a que nos llevemos el ejército?» «Si vosotros convocáis a los soldados —dijo Heraclides— y les prometéis pagarles, no le harán caso y se irán con vosotros.» «¿Y cómo los reuniríamos?», dijeron ellos. «Mañana temprano os llevaremos a ellos —respondió Heraclides—; estoy seguro que en cuanto os vean correrán a vosotros de muy buena gana.» Así terminó aquel día.
Al día siguiente Seutes y Heraclides llevaron a los lacedemonios donde estaba el ejército. Este se reunió, y los enviados dijeron que los lacedemonios habían decidido hacer guerra a Tisafernes, «el que os ha hecho daño a vosotros; si os venís, pues, con nosotros os vengaréis de un enemigo, y cada uno de vosotros ganará un darico por mes, los capitanes el doble y los generales el cuádruple.» Los soldados oyeron esto con gusto, y en seguida uno de los arcadios se levantó para acusar a Jenofonte. Se hallaba también presente Seutes para ver lo que sucedía y en sitio donde pudiera oírlo todo, por medio del intérprete que le acompañaba, aunque él entendía bastante bien el griego. El arcadio habló, pues, de este modo: «Hace ya mucho tiempo, lacedemonios, que estaríamos con vosotros si Jenofonte, con sus palabras, no nos hubiese traído aquí, donde no tenemos un momento de descanso, marchando día y noche en un invierno tan duro, mientras él se aprovecha de nuestros trabajos. Seutes le ha enriquecido particularmente y, en cambio, nos priva a nosotros de nuestro sueldo. Por mi parte, si le viese lapidado, en castigo de los males a que nos ha traído, me consideraría bien pagado y no me importarían nada las fatigas sufridas.» Tras éste se levantó otro y luego otro, que dijeron lo mismo. Entonces Jenofonte habló así: «Verdaderamente, un hombre debe esperarlo todo, puesto que yo me veo acusado de vosotros por una cosa que considero en conciencia como la mejor prueba de mi buena voluntad hacia vosotros. Yo volví a vuestro lado cuando me había puesto en camino para mi patria, no ciertamente, ¡por Zeus!, noticioso de que vuestras cosas marchaban bien, sino sabiendo que estabais en trance apurado y con intención de seros útil en lo que pudiese. Y cuando hube llegado vinieron a mí numerosos mensajes de este Seutes con muchas promesa, para que procurase convenceros de ir a su lado. Pero yo no les di oídos sino que os llevé al punto desde donde pensaba que podríais pasar más rápidamente al Asia. Creía yo que esto era lo más conveniente para vosotros; y sabía que vosotros también lo queríais. Pero vino Aristarco con sus trirremes y se opuso a que pasásemos, y yo, como era justo, os reuní para deliberar acerca de lo que haríamos. Y vosotros, después de oír que Aristarco nos ordenaba ir al Quersoneso; después de oír que Seutes os invitaba a unirnos a él, ¿no estuvisteis todos conformes en marchar con Seutes, no votasteis todos esta resolución? ¿Cuál es mi culpa en traeros adon-de todos habíais decidido venir? Cuando Seutes comenzó a faltar en la cuestión de la paga, y yo le hubiese aprobado, tendríais razón en acusarme y en odiarme. Pero, después de haber sido su mejor amigo, resulta que ahora estoy lo más distanciado de él: ¿cómo puede ser justo acusarme a mí en lugar de a Seutes por cosas que me han puesto a mal con él? Acaso digáis que yo podía tomar de Seutes lo vuestro y engañaros. Pero de seguro es evidente que si Seutes me pagaba algo no era para perder lo que a mí me daba y pagaros además a vosotros, sino me parece, con el propósito de que dándome a mí menos no tuviese que daros a vosotros más. Si pensáis que esto es así, en vuestras manos está hacer inútil para los dos este manejo reclamándole vuestro dinero. Pues está claro que si yo tengo algo de Seutes éste me lo reclamará, y ciertamente me lo reclamará con razón si no le hago el servicio para el cual me había sobornado. Pero estoy muy lejos de tener nada de vosotros. Lo juro por todos los dioses y por todas las diosas, no tengo ni siquiera lo que él me prometió personalmente. Ahí está él mismo y sabe bien si juro en vano. Y para que más os maravilléis, juro, además, que no he recibido ni siquiera lo que han tomado los demás generales, ni siquiera lo que algunos de los capitanes. ¿Por qué he hecho esto? Creía, soldados, que, mientras ayudase a Seutes en su pobreza, tanto más lo tendría amigo cuando fuese poderoso. Ahora que le veo en la prosperidad conozco también su condición. Y acaso dirá alguno: ¿No te avergüenzas de haber sido tan tontamente burlado? Me avergonzaría por Zeus, si fuese un enemigo quien me hubiese engañado; pero con un amigo parece más vergonzoso engañar que ser engañado. Y si algunas precauciones han de tomarse con los amigos, sé que vosotros las habéis tomado todas para no dar a éste un pretexto justo de no daros lo que había prometido. Ningún daño le hemos hecho; nunca estuvimos descuidados ni cobardes en las cosas que nos encomendó. Pero, diréis, era preciso entonces exigir garantías, de suerte que aunque quisiera no pudiese engañarnos. Respecto a este punto oíd lo que yo nunca habría dicho en presencia de este hombre si no me hubieseis tratado con la mayor ingratitud e injusticia. Acordaos en qué situación os encontrabais cuando yo os conduje a Seutes. ¿No estabais junto a los muros de Perinto mientras Aristarco el lacedemonio no os dejaba entrar, cerrándoos las puertas? Acampabais fuera al aire libre; estábamos en la mitad del invierno; vivíais comprando los víveres, escasos los víveres y escaso el dinero para adquirirlos. Era forzoso permanecer en Tracia; allí estaban anclados los trirremes que impedían el paso. La tierra en que nos teníamos que quedar era tierra enemiga, donde teníamos enfrente mucha caballería, muchos peltastas. Nosotros disponíamos de hoplitas con los cuales podíamos caer todos juntos sobre las aldeas y acaso coger algún grano, aunque no mucho; pero perseguir al enemigo, coger prisioneros y ganado, era imposible, porque no hallé entre vosotros ni caballería ni peltastas organizados. Estando, pues, vosotros en situación semejante, si aun no reclamando paga alguna, yo os hubiera procurado la alianza de Seutes, y con ella la caballería y los peltastas que necesitabais, ¿os parece que mi resolución hubiese sido contraria a vuestros intereses? Unidos a sus tropas, habéis hallado en las aldeas grano en gran abundancia por la necesidad en que se vieron los tracios de huir precipitadamente, y habéis tenido vuestra parte de prisioneros y ganado. El enemigo no volvió a presentarse ante nosotros no bien tuvimos caballería con nosotros. Antes nos picaba audazmente la retaguardia con su caballería y sus tropas ligeras y nos impedía siempre dispersarnos en pequeños grupos para procurarnos víveres en más abundancia. Si el que nos ha proporcionado tal seguridad no os ha pagado muy exactamente encima, ¿es esto tan gran desgracia y por ello creéis que no me debéis dejar vivir de ninguna manera? Y ahora, ¿cómo os marcháis de aquí? ¿No es después de haber pasado el invierno en la abundancia y llevando por añadidura lo que hayáis recibido de Seutes? Habéis vivido a expensas del enemigo, y a pesar de esto no habéis visto morir o caer prisionero a uno de los vuestros. Y si habéis hecho algo glorioso en lucha con los bárbaros del Asia, ¿no habéis conservado esta gloria y le habéis añadido la de haber vencido a los tracios de Europa, contra los cuales habéis marchado? En verdad, os digo que de todo esto que os irrita contra mí deberíais dar gracias a los dioses como de un beneficio. Esta es vuestra situación actual. Ahora, en nombre de los dioses, considerad la mía. Yo, cuando me embarqué por primera vez para mi patria, llevaba conmigo todas vuestras alabanzas, y por vosotros la gloria entre los demás griegos. Los lacedemonios tenían en mí confianza; de otro modo no me hubieran mandado de nuevo a vosotros. Hoy me voy calumniado por vosotros con los lacedemonios; por vuestra causa, odio a Seutes, que yo pensaba que me había de proporcionar un retiro feliz para mí y mis hijos si los tuviera, en mérito a los servicios que yo con vosotros le hiciese. Y vosotros, por quienes me he hecho tantos ene-migos y mucho más poderosos que yo; vosotros, a quienes aún no ceso de hacer todo el bien que puedo, pensáis de mí de esta manera. Aquí me tenéis; no habéis necesitado cogerme, no he pretendido escapar. Pero, si hacéis lo que decís, sabed que mataréis a un hombre que por vosotros ha pasado en vela muchas noches, que ha compartido con vosotros muchos trabajos y peligros, unas veces cuando le correspondía y otras espontáneamente; que con el favor de los dioses ha erigido con vosotros muchos trofeos de los bárbaros y que con todas sus fuerzas ha luchado entre vosotros para que no hicieseis enemigos de ninguno de los griegos. Y así, ahora, podéis marchar sin temor adonde queráis; lo mismo por tierra que por mar. Y cuando tenéis todos los caminos libres, cuando vais a embarcaros para donde deseáis hace tiempo, cuando os solicitan los más poderosos y se os ofrece una soldada, y los lacedemonios, tenidos por los más fuertes, vienen a ser vuestros caudillos, ¿os parece es el momento de darme muerte lo antes posible? No ocurría lo mismo cuando estábamos en trabajos y apuros, ¡vosotros, los menos olvidadizos de los hombres! Entonces me llamabais padre y prometíais acordaros siempre de mí como de vuestro bienhechor. Estos mismos que ahora vienen a buscaros verán, sin duda, lo que hay de cierto en este asunto. Y no creáis que vuestra conducta conmigo os ha de favorecer a sus ojos.»
Carmino, de Lacedemonia, se levantó y dijo: «¡Por los dioses!, me parece que vuestra irritación contra este hombre es injusta. Yo mismo soy testigo en favor suyo. Preguntando Polínico y yo a Seutes acerca de qué clase de hombre era Jenofonte, no supo señalarme en él otro defecto que su excesivo afecto a los soldados; y añadía que esto le dañaba tanto con nosotros los lacedemonios como con él mismo.»
Euríloco, de Luisa, arcadio, se levantó en seguida y dijo: «Me parece, lacedemonios, que vuestro primer acto como jefes nuestros debe ser obligar a Seutes a que nos pague de grado o por fuerza antes de sacarnos de aquí.».
Polícrates, de Atenas, se levantó también y habló en favor de Jenofonte. «Veo, soldados, desde aquí a Heraclides que nos escucha. Éste fue el que se llevó el botín que cogimos a fuerza de fatigas, y después de venderlo no dio el dinero ni a Seutes ni a nosotros, sino que se ha quedado con él, robándolo. Lo mejor que podemos hacer es apoderarnos de él. Este hombre —añadió— no es tracio, sino que siendo griego ha perjudicado a otros griegos.»
Al oír esto Heraclides se llenó de espanto y, acercándose a Seutes, le dijo: «Lo mejor para nosotros será ponernos fuera del alcance de esta gente marchándonos.» Y en seguida montaron a caballo y se fueron para su campamento. Desde allí envió Seutes a Jenofonte a su intérprete Abrozelma exhortándole a que se quedase a su lado con mil hoplitas y prometiéndole que le daría las plazas de la costa y lo demás que le había prometido. También le dijo en secreto que había oído de Polínico que, cuando Jenofonte estuviese en manos de los lacedemonios, Tibrón le daría muerte. Otros muchos le mandaron dar este mismo aviso, que debía guardarse porque le habían calumniado. En vista de ello, Jenofonte cogió dos víctimas y las sacrificó a Zeus Rey, a fin de saber si sería para él mejor y más conveniente quedarse con Seutes, en las condiciones que Seutes le ofrecía, o marcharse con el ejército. El dios le decidió a la partida.


VII

Desde allí Seutes fue a poner su campamento más lejos. Los griegos acantonaron en unas aldeas desde donde debían bajar al mar una vez aprovisionados. Estas aldeas habían sido dadas por Seutes a Medosades. Viendo, pues, éste que los griegos consumían los bienes de sus dominios, no pudo sufrirlo. Y tomando consigo al más principal entre los odrisios que habían bajado de las montañas, partió al campamento de los griegos con unos treinta caballos. Llegado a él, invitó a Jenofonte a que saliese. Jenofonte se presentó acompañado de algunos capitanes y otros amigos. Y Medosades dijo: «Es injusto lo que hacéis con nosotros, Jenofonte, saqueando nuestras aldeas. Os advertimos, yo en nombre de Seutes y éste en el de Médoco, rey del interior, que debéis evacuar esta comarca; y si os quedáis no estamos dispuestos a consentiros que hagáis daño en ella, sino que os combatiremos como a enemigos.»
Oído esto, Jenofonte le dijo: «Preferiría no responder a tus palabras; pero hablaré para que este muchacho sepa quiénes sois vosotros y quiénes somos nosotros. Nosotros, antes de hacernos amigos vuestros, atravesábamos este país por donde nos parecía, saqueándolo si queríamos, quemándolo si queríamos. Y cuando tú viniste a nosotros en embajada, acampaste con nosotros sin temor a ningún enemigo. Vosotros no veníais por estas tierras, o si entrabais teníais que acampar como en país de enemigos más fuertes, con los caballos enfrenados. Y cuando después de haberos hecho amigos nuestros, tenéis esta comarca, gracias a nosotros y a la ayuda de los dioses, nos arrojáis de un país que hemos conquistado para vosotros. Como tú sabes bien, los enemigos no hubiesen podido echarnos de él. Y no es haciéndonos dádivas o tratándonos bien en pago de nuestros servicios como pretendes alejarnos, sino que cuando vamos a irnos no querrías permitirnos acampar si estuviese en tu mano. Y cuando así hablas no sientes vergüenza ante los dioses ni ante este hombre que ahora te ve enriquecido, mientras antes de ser amigo nuestro vivías del pillaje, según tú mismo confesabas. ¿Mas por qué me dices a mí estas cosas? No soy yo aquí el que manda, sino los lacedemonios, a los cuales entregasteis vosotros el ejército para que se lo llevaran sin haberme dado parte en la resolución; de suerte que, así como les ofendí cuando os lo traje, ahora les diese satisfacción devolviéndoselo. ¡Sois verdaderamente admirables!»
Cuando oyó estas palabras el odrisio, dijo: «Yo, Medosades, quisiera hundirme bajo tierra de la vergüenza que me da oír esto. Y si antes lo supiera no te hubiera acompañado; ahora mismo me marcho. Porque el rey Médoco tampoco me aprobaría si yo pretendiese echar a nuestros bienhechores.» Dicho esto, montó a caballo y se marchó acompañado de los demás jinetes, excepto cuatro o cinco. Medosades, contristado por ver las tierras devastadas, rogó a Jenofonte que llamase a los dos jefes lacedemonios. Jenofonte, llevando consigo a los más propios para el caso, se presentó a Carmino y Polínico y les dijo que Medosades los llamaba para decirles como a él que se marchasen del país. «Creo —añadió— que obtendréis para el ejército el sueldo que le deben si decís que los soldados piden de vosotros que le saquéis el sueldo a Seutes de grado o por fuerza, y cuando lo consigan están dispuestos a seguiros gustosos; que a vosotros os parece justa la demanda y que les habéis prometido no partir hasta que se les haya hecho justicia.»
Oídas estas razones, los lacedemonios declararon que las hacían suyas y que estaban decididos a hablar con la mayor energía; e inmediatamente partieron con la gente necesaria para el asunto. Cuando hubieron llegado, Carmino tomó la palabra y dijo: «Si tienes algo que decirnos, Medosades, dilo; si no, nosotros tenemos que ha-blarte.» Y Medosades contestó en tono humilde: «Seutes y yo os suplicamos que no nos hagáis daño, puesto que sois amigos; y si se lo hacéis a los de estas tierras es lo mismo que si nos lo hicieseis a nosotros, porque son nuestras.» «Pues bien —respondieron los lacedemonios—; nos marcharemos en cuanto reciban su paga los que os han ayudado a conquistar esto; y si no se hace así venimos a prestarles auxilio y a vengarles de quienes los han atropellado faltando a los juramentos. Si sois vosotros los que habéis hecho esto, en vosotros principiaremos a hacer justicia.» Y Jenofonte dijo: «¿Queréis, Medosades, puesto que tenéis al pueblo de este país por amigo vuestro, permitirle decidir la cuestión y declarar por votos quiénes han de abandonar el país, si vosotros o nosotros?» Medosades no aceptó esto, sino que propuso como el mejor partido que los lacedemonios fuesen a ver a Seutes para hablar con él de la paga, pues esperaba que habían de convencerle; y que, si no, enviasen con él a Jenofonte, prometiendo que él apoyaría en las negociaciones. Pero suplicaba que no quemasen las aldeas.
Entonces enviaron a Jenofonte acompañado de aquellos que parecieron más a propósito. Llegado Jenofonte, díjole a Seutes: «No vengo, Seutes, a pedirte nada, sino a mostrarte que sin razón te molestaste conmigo porque en nombre de los soldados te reclamaba con instancia lo que les había prometido. Es que pensaba que no te era a ti menos conveniente darlo que a ellos recibirlo. En primer lugar veo que después de los dioses son estos soldados los que te han hecho ilustre como rey de una vasta comarca y de numerosos hombres; de tal suerte que ninguna de tus acciones, ya sea bella, ya vergonzosa, puede pasar inadvertida. Y a un hombre colocado en este puesto me parece importarle mucho no parecer que despide con ingratitud a unos hombres que le han favorecido; me parece importarle mucho que hablen bien de él hasta seis mil hombres y, sobre todo, no quitar todo crédito a lo que digas. Porque, según veo, las palabras de los hombres falsos son vanas, sin fuerza, e incapaces de inspirar respeto; en cambio, las de aquellos cuya veracidad es reconocida no son menos eficaces para conseguir sus deseos que la fuerza de los otros. Y si quieren traer a razón a cualquiera, sus amenazas tienen más efecto que los continuos castigos de otros; y si otros hombres prometen algo, no consiguen menos que otros dando inmediatamente. Recuerda también qué nos diste de antemano para obtener nuestra alianza. Bien sabes que nada. Sólo con la confianza de que dirías verdad te siguió un ejército tan numeroso, para luchar contigo y conquistarte un imperio que vale no ya los treinta talentos que los soldados te piden, sino muchas veces esta suma. Y esta confianza, gracias a la cual te has formado un reino, vas a venderla por este dinero. Recuerda también qué importancia dabas entonces a la conquista del país que ahora tienes sometido. Estoy seguro que hubieras preferido conseguir lo que hoy posees a ganar riquezas muy superiores a este dinero. Me parece, además, que hay mayor daño y vergüenza en no conservar estas conquistas que en no haberlas he-cho antes, lo mismo que es más penoso llegar a pobre después de haber sido rico, y más triste descender de rey a simple particular que no haber reinado nunca. Sabes que estos pueblos que ahora te obedecen no se han sometido a tu dominio por el afecto, sino por la fuerza, y que procurarían hacerse libres de nuevo si algún temor no los contuviese. Siendo esto así, ¿cómo piensas que estarán más temerosos y quietos, si ven que los soldados se ha-llan dispuestos a quedarse contigo si tú lo deseas y a volver rápidamente si fuese preciso, seguidos por otros muchos que les hayan oído hablar bien de ti, o si piensan no conseguirás encontrar otros por desconfianza de lo ahora ocurrido y estos mismos le son a ellos más favorables que a ti? Y si se te han sometido no se debe ciertamente a que fuesen inferiores en número a nosotros, sino a que carecían de jefes. Corres también el peligro de que tomen por jefes a algunos de estos que se consideran por ti atropellados, o acaso otros más poderosos, los lacedemonios; porque los soldados estarán prontos a seguirles si ellos te obligan a pagarles, y los lacedemonios consentirían en ello por necesitar del ejército. Es, por otra parte, evidente que los tracios que ahora tienes sujetos irían con más gusto contra ti que contigo; si tú eres fuerte, ellos son esclavos; si eres vencido, libres. Y si has de velar por los intereses de una comarca que te pertenece, ¿cómo piensas que sufrirá menos daños, si estos soldados, después de recibir lo que reclaman, se marchan dejando todo en paz, o si permanecen aquí como en tierra enemiga y tú procuras reunirar a combatirles otro ejército más numeroso que necesitará también aprovisionarse? ¿Cómo crees que gastarás más dinero; dando a éstos lo que les debes o teniendo que pagar a otros en mayor número? Pero Heraclides, según me ha manifestado, piensa que este dinero es una cantidad enorme. Ciertamente ahora es para ti mucho más fácil conseguirla y darla que antes de venir con nosotros la décima parte de ella. Lo mucho o lo poco no se mide por una cifra, sino por la capacidad del que da y del que recibe; y ahora tú dispondrás de una renta anual superior a todo lo que poseías antes. Te digo esto, Seutes, como amigo, a fin de que te muestres digno de los beneficios que los dioses te han hecho y ya no me pierda con el ejército. Porque, sábelo bien, tan imposible me sería igualmente hacer daño a un enemigo o favorecerte a ti aunque lo quisiera; tal están ahora conmigo. Y tú eres testigo ante los dioses de que nada tengo de ti por los servicios de los soldados, ni te he pedido nada que les pertenezca, ni aun lo que a mí me habías prometido. Es más, te juro que no lo admitiría aunque me lo dieses si no habían de recibir los soldados al mismo tiempo lo que les corresponde. Sería vergonzoso que yo consiguiese lo mío y olvidara los daños de mis compañeros, sobre todo habiéndome colocado en un puesto de honor. A Heraclides le parece que nada vale la pena excepto tener dinero de cualquier modo; pero yo, Seutes, pienso que no hay para un hombre y, sobre todo, para un jefe, bien más hermoso y brillante que la virtud, la justicia y la generosidad. Quien tiene esto es rico y tendrá también muchos amigos, porque otros le querrán. En la próspera fortuna encuentran quienes compartan su alegría y en la adversa quienes les ayuden. Pero si no has comprendido por mis obras que yo era amigo tuyo de corazón, si mis palabras no te lo han hecho ver, considera lo que dicen los soldados; tú estabas presente y oíste lo que decían quienes querían censurarme. Me acusaban con los lacedemonios porque te prefería a éstos, y me echaban en cara porque favorecía más tus intereses que los suyos; y hasta decían que yo había recibido de ti presentes. ¿Crees que me habrían hecho este reproche si me hubiesen visto mal dispuesto hacia ti, o bien observando mi mucha benevolencia contigo? Según yo creo, todos los hombres piensan que quien ha recibido algo se ha de mostrar solícito con el que se lo ha dado. Tú, antes de que yo te hubiese prestado ningún servicio, me recibiste mostrándome amistad con las miradas, con la voz y con presentes, y no te cansabas de hacerme promesas. Y ahora que has conseguido lo que pretendías, ahora que en cuanto yo pude has subido al más alto estado, ¿tienes el atrevimiento de ver con indiferencia mi descrédito entre los soldados? Confío, sin embargo, en que te decidirás a entregarles el dinero y que el tiempo te enseñará la conveniencia de no verte culpado por aquellos que te han hecho bien. Te ruego, pues, que cuando les des a las tropas el sueldo procures ponerme con los soldados en el concepto que tenía cuando vine a tu servicio.»
Seutes, cuando hubo oído este discurso, maldijo al culpable de que la paga no estuviese entregada desde hacía tiempo; todos sospecharon que se refería a Heraclides. «Yo —añadió Seutes— no he pensado nunca en despojar de él a los griegos y voy a pagárselo.» Entonces dijo de nuevo Jenofonte: «Puesto que piensas darlo, te ruego lo hagas por mi mano y no dejes que me vea ahora respecto al ejército en situación diferente a como estaba cuando vinimos a ti.» Seutes respondió: «Por mi causa no sufrirá menoscabo tu reputación entre las tropas, y si te quedas a mi lado con sólo mil hoplitas te daré los lugares y todo lo demás que te prometí.» «Esto resulta imposible —replicó Jenofonte—; despídenos.» «Te advierto —dijo Seutes— que es más seguro para ti quedarte conmigo que marcharte.» «Te agradezco la intención, pero me es imposible quedarme —dijo Jenofonte—; créeme que donde yo me encuentre más honrado esto redundará en beneficio tuyo.» Entonces, dijo Seutes: «Dinero no tengo como no sea en pequeña cantidad, y esto te doy; un talento. Podéis llevaros además seiscientos bueyes, unas cuatro mil cabezas de ganado menor y hasta ciento veinte esclavos. Con esto y con los rehenes de los tracios que os atacaron podéis marcharos.» Y Jenofonte, riendo: «Y si todo esto —dijo— no basta para la paga, ¿a quién pertenecerá este talento? Puesto que es para mí peligroso volver al ejército, ¿no debo al menos tener cuidado con las piedras? Ya viste las amenazas.» Jenofonte pasó allí el resto del día.
Al día siguiente Seutes entregó a los emisarios lo que había prometido y envió con ellos algunos tracios que lo condujeran. Entre los soldados se decía que Jenofonte había marchado para vivir con Seutes y recibir de éste lo que le había prometido. Pero al verle de vuelta se alegraron y corrieron a su encuentro. Cuando Jenofonte llegó ante Carmino y Polínico: «Esto es —dijo— lo que vosotros habéis conseguido para el ejército; yo os lo entrego; vendedlo y distribuidlo entre los soldados.» Ellos lo recibieron, y por medio de unos agentes nombrados al efecto lo vendieron, no sin que se murmurase mucho de esta venta. Jenofonte se mantuvo aparte, dando a entender claramente que se preparaba para volver a su patria, pues aún no había sido desterrado de Atenas. Pero los que eran más amigos suyos le rogaron no se marchase hasta conducir el ejército al Asia y entregárselo a Tibrón.


VIII

Desde allí se embarcaron para Lámpsaco, donde el adivino Euclides, de Filasia, hijo de Cleágoras, el que ha pintado los Sueños en el Liseo, salió al encuentro de Jenofonte. Euclides le felicitó por haberse salvado y le preguntó cuánto dinero traía. Jenofonte le juró que ni siquiera el suficiente para volver a Atenas, como no vendiese el caballo y lo que llevaba encima. Euclides no quiso creerle. Pero habiendo enviado los lampsaquenos presentes de hospitalidad a Jenofonte, éste hizo sacrificios a Apolo poniendo a Euclides a su lado. El adivino, al ver las entrañas, dijo a Jenofonte: «Ahora te creo que no tienes nada. Y estoy también seguro de que, aunque debieras hacer fortuna en lo futuro, se te presentará un obstáculo, por lo menos tú mismo.» Jenofonte convino en ello. Euclides prosiguió: «Es Zeus Miliquio el que te es contrario.» Y le preguntó si le había seguido haciendo sacrificios, «como yo —dijo— solía hacérselos en caso por vosotros y ofrecía también holocaustos.» Jenofonte confesó que no había ofrecido sacrificios a este dios después de haber partido de Atenas. Euclides le aconsejó que se los hiciese y que le iría mejor.
Al día siguiente Jenofonte, llegado junto a Ofrinio, hizo sacrificios, según los ritos patrios, quemando puercos enteros, y las señales le resultaron favorables. Aquel mismo día llegaron Bión y Nausielides para dar dinero al ejército y entregaron a Jenofonte como presente de hospitalidad el caballo que había vendido en Lámpsaco por cincuenta daricos, pues sospechaban que se había deshecho de él por falta de recursos. Y sabiendo que le gustaba el caballo, ellos lo rescataron y se lo devolvieron sin querer recibir el precio.
Desde allí marcharon a través de la Tróade y pasando por el monte Ida llegaron primero a Antandro y después, por la orilla del mar, a la llanura de Teba. Desde allí, pasando por Adramitis y Citonio, alcanzaron la llanura del Caico y entraron en Pérgamo, ciudad de Misia.
Hospedóse allí Jenofonte en casa de Hélade, mujer de Gongilo, hijo de Eretrico, y madre de Gorgión y Gongilo. Esta Hélade le indicó a Jenofonte que cierto persa llamado Asidates se encontraba en la llanura, y que yendo de noche con trescientos hombres se podría apoderar de él, de su mujer, de sus hijos y de sus riquezas, que eran muchas.
Como guías para la expedición le dio a su sobrino y a Dafnágoras, persona a quien estimaba mucho. Acompañado de estos dos, Jenofonte ofreció un sacrificio, y el adivino Basias, de Elea, que se hallaba presente, le dijo que las señales eran muy propicias y que cogerían a Asidates. Después de haber comido, Jenofonte se puso en marcha llevando consigo a los capitanes más amigos y que se le habían mostrado más fieles en toda la expedición, para darles ocasión de ganar algo. Además, se le agregaron contra su voluntad como unos seiscientos hombres; pero los capitanes se adelantaron para no tener que partir con ellos la presa que ellos consideraban segura.
Llegados a eso de medianoche dejaron escapar los esclavos y la mayor parte del botín que estaba alrededor de la torre, con el fin de coger al mismo Asidates y lo que éste guardaba consigo. Atacaron, pues, la torre, pero no podían tomarla, pues era muy alta y grande, estaba revestida de almenas y la defendían muchos hombres aguerridos. En vista de esto se pusieron a minarla. Tenía el muro de anchura ocho ladrillos y al amanecer estaba ya minado. Pero, apenas se vio claro, uno de los sitiados hirió en la pierna con un asador grande al que se encontraba más cerca y después se pusieron a lanzar tal cantidad de flechas, que era peligroso acercarse. A los gritos de los bárbaros y a las señales que hacían con fuego, acudió en socorro Itames con sus fuerzas, y de la Comania vinieron hoplitas asirios, jinetes hircanios, mercenarios del rey en número de unos ochenta y hasta ochocientos peltastas. También se presentaron tropas de Partanio y de Apolonia y caballería de los lugares comarcanos.
Había llegado el momento de pensar cómo podrían retirarse. Cogieron, pues, todos los bueyes y el ganado menor que tenían y los condujeron con los esclavos en el interior de la columna formada en cuadro. Y no es que se preocupasen del botín, sino para evitar que, abandonándolo todo, la retirada se convirtiese en fuga, cosa que hu-biese envalentonado a los enemigos y abatido a los griegos. Se iban, pues, retirando como si combatiesen por el botín. Y Gongilo, viendo que los griegos eran pocos y muchos los que les atacaban, salió también contra la voluntad de su madre, llevando consigo las fuerzas que tenía para tomar parte en la acción. También acudió con refuerzos de Halisarna y Teutrania Procles, descendiente de Damarato. Los de Jenofonte, agobiados bajo la lluvia de flechas y piedras, iban marchando en círculo para oponer las armas a los tiros, y con gran trabajo consiguieron pasar el río Caico; casi la mitad iban heridos, entre ellos el capitán Agasias, de Estinfalia, que en todo tiempo había peleado con los enemigos. Por fin consiguieron salvar como unos doscientos esclavos y ganado menor suficiente para los sacrificios.
Al día siguiente, Jenofonte, después de haber hecho un sacrificio, sacó por la noche todo el ejército con el propósito de penetrar lo más lejos posible en el interior de Lidia y que, no teniéndole cerca, perdiesen los otros el temor y descuidasen la vigilancia. Pero Asidates, al saber que Jenofonte había hecho nuevos sacrificios y marchaba contra él con todo el ejército, fue a establecerse en unas aldeas situadas debajo de la ciudad de Partenio. Y allí se encontraron con él las tropas de Jenofonte, cogiéndole prisionero, con su mujer, sus hijos, sus caballos y todo lo que tenía. Así se cumplió la primera predicción de las víctimas. De allí los griegos se volvieron a Pérgamo y Jenofonte no tuvo motivo para quejarse del dios pues los lacedemonios, los capitanes, los demás generales y los soldados convinieron en darle una parte escogida del botín: caballos, yuntas y lo demás; de suerte que quedaba en situación hasta de favorecer a otros.
En esto presentóse Tibrón y tomó el mando del ejército. Y mezclándolo a las demás tropas griegas hizo guerra contra Tisafernes y Farnabazo.

[He aquí los gobernadores de los países del rey que atravesamos: de Libia, Artimas; de Frigia, Artacamas; de Licaonia y Capadacia, Mitrídates; de Cilicia, Siennesis; de Fenicia y Arabia, Dernes; de Siria y Asiria, Belesis; de Babilonia, Roparas; de Media, Arbacas; de los fasianos y hesperitas, Tiríbazo; los carducos, cálibes, caldeos, macrones, colcos, mesinecos, cetas y tebarenos son pueblos independientes; de Paflagonia, Corila; de los bitinios, Farnabazo, y de los tracios de Europa, Seutes.]
[Toda la marcha, entre la ida y la vuelta, se hizo en doscientas quince jornadas, con un recorrido de mil ciento cincuenta parasangas, o treinta y cuatro mil seiscientos cincuenta estadios; entre la ida y la vuelta duró la marcha un año y tres meses].[1]






[1] Interpolación.

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