lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro segundo :Culminación del espíritu ático: Los sofistas.

LA  SOFÍSTICA   COMO   FENÓMENO  DE  LA  HISTORIA DE   LA  EDUCACIÓN


(263) en tiempo de Sófocles se inicia un movimiento espiritual de incalcu­lable importancia para la posteridad. De él hemos tenido que hablar ya. Es el origen de la educación en el sentido estricto de la palabra: la paideia. Por primera vez esta palabra, que en el siglo IV y du­rante el helenismo y el imperio había de extender cada vez más su importancia y la amplitud de su significación, alcanzó la referencia a la más alta areté humana y a partir de la "crianza del niño" —en este sencillo sentido la hallamos por primera vez en Esquilo—,[1] llega a comprender en sí el conjunto de todas las exigencias ideales, cor­porales y espirituales que constituyen la kalokagathia en el sentido de una formación espiritual plenamente consciente. En tiempo de Isócrates y de Platón esta nueva y amplia concepción de la idea de la edu­cación se halla perfectamente establecida.
Verdad es que la idea de la areté se ha hallado desde un principio estrechamente vinculada a la cuestión de la educación. Pero con el desenvolvimiento histórico, el ideal de la areté humana experimentó los cambios de la evolución del todo social e influyó también en ellos. Y el pensamiento debió orientarse vigorosamente hacia el problema de saber cuál había de ser el camino de la educación para llegar a ella. La claridad fundamental con que se plantea esta cuestión, incon­cebible sin que se hubiera formado una idea unitaria de la forma­ción humana, presupone la gradual evolución que hemos perseguido desde la más antigua concepción aristocrática de la areté hasta el ideal político del hombre vinculado a un estado de derecho. La for­ma de fundamentación y de trasmisión de la areté debía de ser com­pletamente distinta para las clases aristocráticas que para los campe­sinos de Hesíodo o para los ciudadanos de la polis, en la medida en que existía para los últimos algo de este género. Ahora bien: si pres­cindimos de Esparta, donde desde los días de Tirteo se había estruc­turado una forma peculiar de educación ciudadana, la agogé, de la cual no hallamos nada parecido en el resto de Grecia, no había ni podía haber ninguna forma de educación estatal comparable a las que nos muestran la Odisea, Teognis y Píndaro, y las iniciativas pri­vadas se desarrollaban muy lentamente.
La nueva sociedad urbana y ciudadana tenía una gran desventaja frente a la aristocracia, puesto que, aunque poseía un ideal del hombre y del ciudadano y lo creía en principio muy superior al de la nobleza, no tenía un sistema consciente de educación para llegar (264) a la consecución de aquel fin. La educación profesional, que heredaba el hijo del padre si seguía su oficio o industria, no podía compararse con la educación total en espíritu y cuerpo, del aristo­crático kalo\j, ka)gaqo/j, fundada en una concepción de conjunto acer­ca del hombre. Pronto se hizo sentir la necesidad de una nueva educación que satisficiera a los ideales del hombre de la polis. En esto como en otras muchas cosas el nuevo estado no tuvo más reme­dio que imitar. Siguiendo las huellas de la antigua nobleza, que man­tenía rígidamente el principio aristocrático de la raza, trató de realizar la nueva areté considerando a todos los ciudadanos libres de! estado ateniense como descendientes de la estirpe ática y haciéndoles miem­bros conscientes de la sociedad estatal obligados a ponerse al servicio del bien de la comunidad. Era una simple extensión del concepto de la comunidad de sangre. Sólo que la pertenencia a una estirpe sustituiría al antiguo concepto aristocrático del estado familiar. No era posible pensar en otro fundamento. Por muy fuerte que fuera el sentimiento de la individualidad, no era posible pensar que la edu­cación se fundara en otra cosa que en la comunidad de la estirpe y del estado. El nacimiento de la paideia griega es el ejemplo y el modelo para este axioma capital de toda educación humana. Su fina­lidad era la superación de los privilegios de la antigua educación para la cual la areté sólo era accesible a los que poseían sangre divina. Cosa no difícil de alcanzar para el pensamiento racional que iba prevaleciendo. Sólo parecía haber un camino para llegar a la consecuencia de este fin: la formación consciente del espíritu en cuya fuerza ilimitada se hallaban inclinados a creer los nuevos tiempos. Poco podían perturbarla las burlas de Píndaro acerca de los "que han aprendido". La areté política no podía ni debía depender de la sangre noble, si la admisión de la masa en el estado, que parecía ser ya incontenible, no había de ser considerada como un falso ca­mino. Y si el moderno estado ciudadano se había apropiado la areté corporal de la nobleza mediante la institución del gimnasio ¿por qué no había de ser posible conseguir las innegables cualidades rectoras heredadas por aquella clase mediante una educación consciente por la vía espiritual?
Así el estado del siglo ν es el punto de partida histórico necesario del gran movimiento educador que da el sello a este siglo y al si­guiente y en el cual tiene su origen la idea occidental de la cultura. Como lo vieron los griegos, es íntegramente político-pedagógica. La idea de la educación nació de las necesidades más profundas de la vida del estado y consistía en la conveniencia de utilizar la fuerza formadora del saber, la nueva fuerza espiritual del tiempo, y poner­la al servicio de aquella tarea. No tiene ahora importancia para nosotros la estimación de la forma democrática de la organización del estado ático de la cual surgió en el siglo ν este problema. Sea de ello lo que fuese, no cabe duda que la entrada de la masa en la (265) actividad política, que es la causa originaria y la característica de la democracia, es una presuposición histórica necesaria para llegar al planteamiento consciente de los problemas eternos que con tanta pro­fundidad se propuso el pensamiento griego en aquella fase de su desarrollo y que ha legado a la posteridad. En nuestros tiempos han brotado de un desarrollo análogo y sólo por él han adquirido de nuevo actualidad. Problemas tales como el de la educación política del hombre y la formación de minorías directoras, de la libertad y la autoridad, sólo pueden suscitarse en este grado de la evolución espiritual y sólo en él pueden alcanzar su plena urgencia / su im­portancia para el destino. Nada tienen que ver con una forma primi­tiva de la existencia, con una vida social constituida por reyes y estirpes, que desconoce toda individualización del espíritu humano. Ninguno de los problemas que nacieron de la forma del estado del siglo ν limita su importancia a la esfera de la democracia ciudadana griega. Son los problemas del estado, sin más. Prueba de ello es que el pensamiento de los grandes educadores y filósofos nacidos de aquella experiencia llegó pronto a soluciones que trascienden osada­mente las formas del estado existente y cuya fecundidad es inagotable para cualquiera otra situación análoga.
El camino del movimiento educador, en cuya consideración en­tramos ahora, parte de la antigua cultura aristocrática y después de describir un amplio círculo se enlaza al fin nuevamente en Platón, Isócrates y Jenofonte con la antigua tradición aristocrática y con su idea de la areté, que cobran nueva vida sobre un fundamento mucho más espiritualizado. Pero este retorno se halla todavía muy lejos al comienzo y a mitad del siglo v. Era preciso ante todo romper la es­trechez de las antiguas concepciones: su mítico prejuicio de la pre­eminencia de la sangre, que sólo podía justificarse ya donde se afian­zaba en la preeminencia espiritual y en la fuerza moral, es decir, en la σοφία y en la δικαιοσύνη. Jenófanes muestra con qué fuerza se conectaban ya desde un principio la "fuerza espiritual" y la política en la idea de la areté y cómo se fundaban en el recto orden y el bienestar de la comunidad estatal. También en Heráclito, bien que en otro sentido, la ley se fundaba en el "saber", al cual debía su origen, y el posesor terrestre de esta sabiduría divina aspira a una posición especial en la polis o se pone en conflicto con ella. En este caso eminente se muestra con la mayor claridad el problema del es­tado y el espíritu que es la presuposición necesaria para la existen­cia de la sofística; muestra también cómo la superación de la antigua nobleza de sangre y su aspiración al espíritu crea un nuevo problema en lugar del antiguo. Es el problema de la relación de las grandes personalidades espirituales con la comunidad, que preocupó a todos los pensadores hasta el fin del estado-ciudad sin que llegaran a po­nerse de acuerdo. En el caso de Pericles halló una feliz solución para el individuo y para la sociedad.
(266) La aparición de grandes individualidades espirituales y el con­flicto de su aguda conciencia personal no hubiera acaso dado lugar a un movimiento educador tan poderoso como el de la sofística, que por primera vez extiende a amplios círculos y da plena publicidad a la exigencia de una areté fundada en el saber, si la comunidad misma no hubiera sentido ya la necesidad de extender el horizonte ciudadano mediante la educación espiritual del individuo. Esta nece­sidad se hizo cada vez más sensible desde la entrada de Atenas en el mundo internacional con la economía, el comercio y la política des­pués de la guerra con los persas. Atenas debió su salvación a un hombre individual y a su superioridad espiritual. Después de la vic­toria no pudo soportarlo largo tiempo porque su poder no era com­patible con el arcaico concepto de la "isonomía" y aparecía como un tirano disimulado. Así, por una evolución lógica se llegó a la convicción de que el mantenimiento del orden democrático del es­tado dependía cada vez de un modo más claro del problema de la justa elección de la personalidad rectora. Era el problema de los pro­blemas para la democracia, que debía reducirse a sí misma ad absurdum, desde el momento que quiso ser más que una forma rigurosa del poder político y se convirtió en el dominio real de la masa sobre el estado.
Desde un principio, el fin del movimiento educador que orienta­ron los sofistas no fue ya la educación del pueblo, sino la educación de los caudillos. En el fondo no era otra cosa que una nueva for­ma de la educación de los nobles. Verdad es que en parte alguna como en Atenas tuvieron todos, aun los simples ciudadanos, tantas posibilidades de adquirir los fundamentos de una cultura elemental, a pesar de que el estado no tenía la escuela en sus manos. Pero los sofistas se dirigían ante todo a una selección y a ella sola. A ellos iban los que querían formarse para la política y convertirse un día en directores del estado. Semejantes hombres, para satisfacer las exi­gencias del tiempo, no podían limitarse, como Arístides, a cumplir el antiguo ideal político de la justicia, tal como era exigible a un ciudadano cualquiera. No debían limitarse a cumplir las leyes, sino crear las leyes del estado, y para ellos era indispensable, además de la experiencia que se adquiere en la práctica de la vida política, una intelección universal sobre la esencia de las cosas humanas. Verdad es que las cualidades capitales de un hombre de estado no pueden ser adquiridas. El tacto, la presencia de espíritu y la previsión, las cua­lidades que celebra ante todo Tucídides en Temístocles,[2] son innatas. Pero las dotes para pronunciar discursos convincentes y oportunos pueden ser desarrolladas. Eran ya las virtudes señoriales de los nobles gerentes que formaban el consejo de estado en la epopeya homérica y mantuvieron este rango por toda la posteridad. Hesíodo ve en ellas (267) la fuerza que otorgan las musas al rey y mediante la cual puede orientar y constreñir suavemente las asambleas.[3] La facultad oratoria se sitúa en el mismo plano que la inspiración de las musas a los poetas. Reside ante todo en la aptitud juiciosa de pronunciar pala­bras decisivas y bien fundamentadas. En el estado democrático las asambleas públicas y la libertad de palabra hicieron las dotes orato­rias indispensables y aun se convirtieron en verdadero timón en las manos del hombre de estado. La edad clásica denomina al político puramente retórico, orador. La palabra no tenía el sentido puramente formal que obtuvo más tarde, sino que abrazaba al contenido mismo. Se comprende, sin más, que el único contenido de los discursos fuera el estado y sus negocios.
En este punto toda educación política de los caudillos debía fun­darse en la elocuencia. Se convirtió necesariamente en la formación del orador, bien que en la palabra griega logos vaya implícita una muy superior compenetración de lo formal y lo material. Desde este punto de vista se hace comprensible y adquiere sentido el hecho de que surgiera una clase entera de educadores que ofrecieran pública­mente enseñar la "virtud" —en el sentido antes indicado— a cambio de dinero. Una falsa modernización del concepto griego de areté es la que hace aparecer al hombre actual como una arrogancia ingenua y sin sentido la aspiración de los sofistas o maestros de sabiduría, como los llamaban sus contemporáneos y como pronto se designaron a sí mismos. Este absurdo malentendido se desvanece tan pronto como interpretamos la palabra areté en su sentido evidente para la época clásica, es decir, en el sentido de areté política considerada ante todo como aptitud intelectual y oratoria, que en las nuevas condiciones del siglo ν era lo decisivo. Es natural para nosotros considerar a los sofistas con mirada retrospectiva desde el punto de vista escéptico de Platón, para el cual la duda socrática sobre "la posibilidad de enseñar la virtud" es el comienzo de todo conocimiento filosófico. Pero es históricamente incorrecto, e impide toda real comprensión de aquella importante época de la historia de la educación humana, so­brecargarla con problemas que sólo se suscitan en una etapa posterior de la reflexión filosófica. Desde el punto de vista histórico la sofística constituye un fenómeno tan importante como Sócrates o Platón. Es más, no es posible concebir a éstos sin aquélla.
El empeño de enseñar la areté política es la expresión inmediata del cambio fundamental que se realiza en la esencia del estado. Tu­cídides ha descrito con penetración genial la enorme trasformación que sufre el estado ático a su entrada en la gran política. El tránsito de la estructura estática del antiguo estado a la forma dinámica del imperialismo de Pericles llevó todas las fuerzas al más alto grado de tensión y de compenetración, lo mismo en lo interior que en lo (268) exterior. La racionalización de la educación política no es más que un caso particular de la racionalización de la vida entera, que se funda más que nunca en la acción y en el éxito. Esto no podía dejar de tener un influjo en la estimación de las cualidades del hombre. Lo ético, que "se comprende por sí mismo", cede involuntariamente el lugar a lo intelectual, que se sitúa en primer término. La alta esti­mación del saber y de la inteligencia, que había introducido y pro­pugnado cincuenta años antes Jenófanes como un nuevo tipo de hu­manidad, se hizo general, especialmente en la vida social y política. Es el tiempo en que el ideal de la areté del hombre recoge en sí to­dos los valores que la ética de Aristóteles reúne más tarde en la pre­eminencia espiritual dianohtikai\ a)retai/. Los lleva, con todos los va­lores éticos, a una unidad más alta. Este problema se halla todavía muy lejos del tiempo de los sofistas. El aspecto intelectual del hom­bre se situaba, por primera vez, vigorosamente en el centro. De ahí surgió la tarea educadora que trataron de resolver los sofistas. Sólo así se explica el hecho de que creyeran poder enseñar la areté. En este sentido, sus presuposiciones pedagógicas eran tan justas como la duda racional de Sócrates. En realidad, se referían a algo funda­mentalmente distinto.
El fin de la educación sofista, la formación del espíritu, encierra una extraordinaria multiplicidad de procedimientos y métodos. Sin embargo, podemos tratar esta diversidad desde el punto unitario de la formación del espíritu. Basta para ello representarse el concepto de espíritu en la multiplicidad de sus posibles aspectos. De una parte es el espíritu el órgano mediante el cual el hombre aprehende el mundo de las cosas y se refiere a él. Pero si hacemos abstracción de todo contenido objetivo (y éste es un nuevo aspecto del espíritu en aquel tiempo), no es tampoco el espíritu algo vacío, sino que por primera vez revela su propia estructura interna. Éste es el espíritu como principio formal. De acuerdo con estos dos aspectos hallamos en los sofistas dos modalidades distintas de educación del espíritu; la trasmisión de un saber enciclopédico y la formación del espíritu en sus diversos campos. Se ve claro que el antagonismo espiritual de ambos métodos de educación sólo puede hallar su unidad en el con­cepto superior de educación espiritual. Ambas formas de enseñanza han sobrevivido hasta los días presentes, más en la forma de un compromiso que en su nuda unilateralidad. Lo mismo ocurría en gran parte en la época de los sofistas. Pero la unión de ambos métodos en la actividad de una misma persona no debe engañarnos; se trata de dos modos fundamentalmente distintos de educación del espíritu. Al lado de la formación puramente formal del entendimiento se dio también en los sofistas una educación formal en el más alto sentido de la palabra, que no consistía ya en una estructuración del entendi­miento y del lenguaje, sino que partía de la totalidad de las fuerzas espirituales. Se halla representada por Protágoras. Al lado de la gramática, (269) de la retórica y de la dialéctica, consideraba ante todo a la poesía y a la música como fuerzas formadoras del alma. Las raíces de esta tercera forma de educación sofística se hallan en la política y en la ética.[4] Se distingue de la formal y de la enciclopédica por­que no considera ya al hombre abstractamente, sino como miembro de la sociedad. Mediante ello pone a la educación en sólida relación con el mundo de los valores e inserta la formación espiritual en la totalidad de la areté humana. También en esta forma es educación es­piritual; sólo que el espíritu no es considerado desde el punto de vista puramente intelectual, formal o de contenido, sino en relación con sus condiciones sociales.
En todo caso, es una afirmación superficial la de que lo nuevo y lo único que une a todos los sofistas sea el ideal educador de la retórica, eu} le/gein: porque ello es común a todos los representantes de la sofística, mientras que difieren en la estimación del resto de las cosas, hasta el punto de que hubo sofistas que no fueron otra cosa que retóricos, ni enseñaron otra cosa alguna, como Gorgias.[5] Común es más bien a todos el hecho de ser maestros de areté polí­tica[6] y de aspirar a conseguir ésta mediante una incrementación de la formación espiritual, cualquiera que fuese su opinión sobre la ma­nera de realizarla. No podemos dejar nunca de maravillarnos ante la riqueza de nuevos y perennes conocimientos educadores que tra­jeron los sofistas al mundo. Fueron los creadores de la formación espiritual y del arte educador que conduce a ella. Claro es, en cam­bio, que la nueva educación, precisamente porque sobrepasaba lo puramente formal y material y atacaba los problemas más profundos de la moralidad y del estado, se exponía a caer en las mayores parcialidades, si no se fundaba en una seria investigación y en un pensamiento filosófico riguroso, que buscaran la verdad por sí mis­ma. Desde este punto de vista atacaron Platón y Aristóteles y la posteridad el sistema total de la educación sofística en su mismo quicio.
Esto nos conduce al problema de la posición de los sofistas en la historia de la filosofía y de la ciencia griegas. Es notable y cu­rioso el hecho de que tradicionalmente se haya aceptado como algo evidente que la sofística constituye un miembro orgánico del desarro­llo filosófico, como lo hacen las historias de la filosofía griega. No es posible invocar a Platón, porque siempre que los hace intervenir en sus diálogos es por su aspiración a ser maestros de la areté, es decir, en conexión con la vida y la práctica, no con la ciencia. La (270) única excepción a ello es la crítica de la teoría del conocimiento de Protágoras en el Teeteto.[7] Aquí existe, en efecto, una conexión de la sofística con la filosofía, pero se limita a un solo represen­tante, y el puente es bastante estrecho. La historia de la filosofía que nos ofrece Aristóteles en la Metafísica excluye a los sofistas. Las más modernas historias de la filosofía los consideran como fundado­res del subjetivismo y el relativismo filosóficos. El esbozo de una teoría por Protágoras no justifica semejantes generalizaciones y es evi­dentemente un error de perspectiva histórica colocar a los maestros de la areté al lado de pensadores del estilo de Anaximandro, Parménides o Heráclito.
La cosmología de los milesios nos muestra hasta qué punto el afán investigador de la "historia" jonia se hallaba originariamente alejado de todo lo humano y de toda acción educadora y práctica. Hemos mostrado, a partir de ella, cómo la consideración del cosmos se acercó paso a paso a los problemas del hombre, que se fueron colocando irresistiblemente en primer término. El atrevido intento de Jenófanes de fundar la areté humana en el conocimiento racio­nal de Dios, pone a éste en íntima conexión con el ideal educador; y parece un momento como si la filosofía natural, por su aceptación de la poesía, fuera a alcanzar el dominio sobre la formación y la vida de la nación. Pero Jenófanes es un fenómeno aislado, a pesar de que una vez planteado el problema de la esencia, el camino y el valor del hombre, la filosofía no los abandonó ya. Heráclito fue el único gran pensador capaz de articular al hombre en la construcción legal del cosmos regido por un principio unitario. Y Heráclito no es un físico. Los sucesores de la escuela milesia y en el siglo V, en cuyas manos la investigación de la naturaleza adquirió el carácter de una ciencia particular, omitieron al hombre de su pensamiento o, cuando alcanzaron suficiente profundidad filosófica, consideraron el problema cada cual a su modo. Con Anaxágoras de Clazomene entra en la cosmogonía la tendencia antropocéntrica del tiempo, sitúa en el origen del ser al espíritu, como fuerza ordenadora y rectora. Sin em­bargo, la concepción mecánica de la naturaleza sigue sin solución de continuidad. No se logra una compenetración de la naturaleza y el espíritu. Empédocles de Agrigento es un centauro filosófico. En su alma dual conviven en rara unión la física elemental jónica y la religión de salvación órfica. Conduce al hombre, esta criatura irredenta, juguete del eterno devenir y perecer físicos, por vía mística, a través del camino desdichado que atraviesa el círculo de los ele­mentos a que se halla vinculado por el destino, a la existencia pura, originaria y divina del alma. Así, el mundo del alma humana, que reclama sus derechos frente al dominio de las fuerzas cósmicas, halla su independencia en cada uno de estos pensadores por caminos distintos. (271) Incluso un pensador tan estrictamente naturalista como Demócrito, no puede dejar de lado el problema del hombre y de su propio mundo moral. Evita, sin embargo, los rodeos, en tantos pun­tos notables, que encontraron para este problema sus inmediatos an­tecesores, y prefiere trazar una línea divisoria entre la filosofía na­tural y la sabiduría ética y educadora, que deja de ser una ciencia teórica para adoptar de nuevo la forma tradicional de la parénesis. En ella se mezclan los bienes propios heredados de la antigua poesía sentenciosa con el espíritu racional científico y naturalista de los mo­dernos investigadores. Todo ello son síntomas evidentes de la cre­ciente importancia que daba la filosofía a los problemas del hombre y de su existencia. Pero las ideas educadoras de los sofistas no tie­nen en ellos su origen.
El creciente interés de la filosofía por los problemas del hombre, cuyo objeto determina de un modo cada vez más preciso, es una prueba más de la necesidad histórica del advenimiento de los sofis­tas. Pero la necesidad que vienen a satisfacer no es de orden teórico y científico, sino de orden estrictamente práctico. Ésta es la razón profunda por la cual ejercieron en Atenas una acción tan fuerte, mientras que la ciencia de los físicos jónicos no pudo echar allí raíz alguna. Sin comprensión alguna por esta investigación separada de la vida, se vinculan los sofistas con la tradición educadora de los poetas, con Homero y Hesíodo, Solón y Teognis, Simónides y Píndaro. Sólo es posible comprender claramente su posición histórica si los situamos en el desarrollo de la educación griega, cuya línea de­terminan aquellos nombres. Ya con Simónides, Teognis y Píndaro entra en la poesía el problema de la posibilidad de enseñar la areté. Hasta ese momento el ideal del hombre había sido simplemente es­tablecido y proclamado. Con ellos se convirtió la poesía en el lugar de una discusión apasionada sobre la educación. Simónides es ya, en el fondo, un sofista típico.[8] Los sofistas dieron el último paso. Traspusieron los distintos géneros de poesía parenética, en los cua­les el elemento pedagógico se revelaba con el mayor vigor, en la nue­va prosa artística en la cual son maestros, y entraron así en consciente competencia con la poesía, en la forma y en el contenido. Esta trasposición del contenido de la poesía en prosa es un signo de su definitiva racionalización. Herederos de la vocación educadora de la poesía, los sofistas dirigieron a la poesía misma su atención. Fueron los primeros intérpretes metódicos de los grandes poetas a los cuales vincularon con predilección sus enseñanzas. No hay que esperar, sin embargo, una interpretación en el sentido en que la entendemos nos­otros. Se colocaban ante los poetas de un modo inmediato e intem­poral y los situaban despreocupadamente en la actualidad, como lo muestra graciosamente el Protágoras de Platón.[9] En parte alguna se (272) manifiesta de un modo más vigoroso y menos adecuado la inteligente y fría persecución de una finalidad que en la comprensión escolar de la poesía. Homero es para los sofistas una enciclopedia de todos los conocimientos humanos, desde la construcción de carros hasta la estrategia, y una mina de reglas prudentes para la vida.[10] La educa­ción heroica de la epopeya y de la tragedia es interpretada desde un punto de vista francamente utilitario.
Sin embargo, no  son los sofistas  meros epígonos.   Plantean una infinidad de nuevos problemas.   Se hallan tan profundamente influi­dos por el pensamiento racional  de su tiempo, sobre los problemas morales y políticos y por las doctrinas de los físicos, que crean una atmósfera  de   vasta  educación,  que  por  su   clara  conciencia,  activa vivacidad y sensibilidad comunicativa, no conocieron los tiempos de Pisístrato.   No es posible separar del nuevo tipo el orgullo espiritual de  Jenófanes.   Platón  parodia y ridiculiza constantemente esta vani­dad y grotesca conciencia de sí mismo en todas sus múltiples formas. Todo ello recuerda a los literatos del Renacimiento.   En ellos renace la independencia, el cosmopolitismo y la despreocupación  que traje­ron los sofistas al mundo.   Hipias de Elis, que hablaba de todas las ramas del saber, enseñaba todas las artes y ostentaba en su cuerpo todas las vestimentas y todos los ornamentos hechos por sus propias manos, es el perfecto uomo universale.[11]   Por lo que respecta a otros, es imposible comprender en un concepto tradicional esta abigarrada mezcla de filólogo y retórico, pedagogo y literato.   No sólo por su enseñanza, sino también por la  atracción   entera   de  su  nuevo  tipo espiritual y psicológico, fueron los sofistas como las más altas cele­bridades del espíritu griego de cada ciudad, donde por largo tiempo dieron  el tono,  siendo huéspedes   predilectos de  los ricos y  de  los poderosos.   También en esto son los auténticos sucesores de los poe­tas parásitos que hallamos a fines del siglo VI en las cortes de los tiranos y en las casas de los nobles ricos.   Su existencia se fundaba exclusivamente en su significación intelectual.   Por su vida constan­temente viajera,  carecían de una ciudadanía fija.   El hecho de  que fuese  posible en  Grecia este  tipo  de vida tan   independiente,  es  el síntoma más evidente del advenimiento de un tipo de educación com­pletamente nuevo, que en su más íntima raíz era  individualista, por mucho que se hablara de la educación para la comunidad y  de las virtudes de los mejores ciudadanos.  Los sofistas son, en efecto, las in­dividualidades  más   representativas  de  una  época  que tiende  en  su totalidad al individualismo.   Sus contemporáneos estaban en lo cierto cuando los consideraban como los auténticos representantes del espí­ritu del tiempo.   El hecho de que vivieran de la educación es también un signo de los tiempos.   Ésta era "importada" como una mercancía y (273) expuesta al mercado. Esta maliciosa comparación de Platón[12] contie­ne algo perfectamente cierto. Pero no debemos tomarla como una crítica de los sofistas y de sus doctrinas, sino como un síntoma espi­ritual. Constituyen un capítulo inagotable y no suficientemente utili­zado de la "sociología del saber".
En todo caso, constituyen un fenómeno de la más alta importan­cia en la historia de la educación. Con ellos entra en el mundo, y recibe un fundamento racional, la paideia en el sentido de una idea y una teoría consciente de la educación. Podemos considerarlos, por tanto, como una etapa de la mayor importancia en el desarrollo del humanismo, aunque éste no haya hallado su verdadera y más alta forma hasta la lucha con los sofistas y su superación por Platón. Hay siempre en ellos algo de incompleto e imperfecto. La sofística no es un movimiento científico, sino la invasión del espíritu de la antigua física e "historia" de los jónicos por otros intereses de la vida y ante todo por los problemas pedagógicos y sociales que surgieron a con­secuencia de la trasformación del estado económico y social.
Sin embargo, su primer efecto fue suplantar la ciencia, del mismo modo que ha ocurrido en los tiempos modernos con el florecimiento de la pedagogía, la sociología y el periodismo. Pero en tanto que la sofística tradujo la antigua tradición educadora, incorporada ante todo en la poesía a partir de Homero en las fórmulas del lenguaje, y en las modalidades del pensamiento de la nueva edad racionalista, y formuló, desde el punto de vista teórico, un concepto de la educa­ción, condujo a una ampliación de los dominios de la ciencia jonia en los aspectos social y ético y abrió el camino de una verdadera filosofía política y ética al lado y aun por encima de la ciencia de la naturaleza.[13] La obra de los sofistas pertenece ante todo a la esfera formal. Pero la retórica halló en la ciencia, una vez que se separó de ella y reclamó sus propios derechos, una fecunda oposición y una vigorosa competencia. Así, la educación sofística encierra en su rica multiplicidad el germen de la lucha pedagógica de la siguiente cen­turia: la lucha entre la filosofía y la retórica.

EL ORIGEN DE LA PEDAGOGÍA Y DEL IDEAL DE LA CULTURA


Se ha considerado a los sofistas como los fundadores de la ciencia de la educación. En efecto, pusieron los fundamentos de la pedago­gía y la formación intelectual sigue en gran parte, todavía hoy, los mismos senderos. Pero todavía hoy es un problema sin resolver, si la pedagogía es una ciencia o un arte, y los sofistas no denominaron a su teoría y a su arte de la educación ciencia, sino techné. Platón (274) nos ha informado ampliamente sobre Protágoras. La exposición que nos ofrece de su conducta pública, a pesar de sus exageraciones irónicas, debe de ser, en lo esencial, cierta. El sofista, cuando enseña la areté política, denomina a su profesión techné política.[14] La conversión de la educación en una técnica es un caso particular de la tendencia general del tiempo a dividir la vida entera en una serie de compar­timientos separados concebidos en vista de un fin y teóricamente fun­dados, mediante un saber adecuado y trasmisible. Hallamos especia­listas y obras especializadas en matemáticas, medicina, gimnasia, teoría musical, arte dramático, etcétera. Incluso escultores como Policleto es­criben la teoría de su arte.
Por otra parte, los sofistas consideraban su arte como la corona de todas las artes. En el mito del nacimiento de la cultura,[15] que pone Platón en boca de Protágoras, para explicar la esencia y la posición de su techné, se distinguen dos grados de evolución. No se trata, evidentemente, de dos etapas históricas separadas en el tiempo. La sucesión es sólo la forma que toma el mito para representar la necesidad y la importancia de la alta educación sofística. El primer grado es la civilización técnica. Protágoras la denomina, siguiendo a Esquilo, el don de Prometeo que adquirió el hombre con el fuego. A pesar de esta posesión, se hubiera visto condenado a miserable ruina y se hubiera aniquilado en una lucha espantosa de todos con­tra todos, si Zeus no les hubiera otorgado el don del derecho que hizo posible la fundación del estado y de la sociedad. No resulta claro si Protágoras tomó esta idea de la parte perdida de la trilogía del Prometeo o de Hesíodo, que ensalza el derecho como el más alto don de Zeus porque mediante él se distinguen los hombres de los animales que se comen unos a otros.[16] En todo caso, la elabora­ción de Protágoras es original. Así como el don de Prometeo, el saber técnico, sólo pertenece a los especialistas, Zeus infundió el sen­tido del derecho y de la ley a todos los hombres, puesto que. sin él, el estado no podría subsistir. Pero existe todavía un estadio más alto de la intelección del derecho del estado. Es lo que enseña la techné política de los sofistas. Es para Protágoras la verdadera edu­cación y el vínculo espiritual que mantiene unida la comunidad y la civilización humanas.
No todos los sofistas alcanzaron una tan alta concepción de su profesión. El término medio se daba por satisfecho con trasmitir su sabiduría. Para estimar con justicia el movimiento en su totalidad es necesario considerar sus más vigorosos representantes. La posición central que atribuye Protágoras a la educación del hombre caracteriza al designio espiritual de su educación, en el sentido más explícito, de "humanismo". Esto consiste en la sobreordenación de la educación (275) humana sobre el reino entero de la técnica en el sentido moderno de la palabra, es decir, la civilización. Esta clara y fundamental sepa­ración entre el poder y el saber técnico y la cultura propiamente dicha se convierte en el fundamento del humanismo. Acaso conven­dría evitar la identificación de la techné con el concepto de "vocación" en el sentido moderno, cuyo origen cristiano lo distingue del concepto de la techné.[17] La obra del hombre de estado para la cual quiere educar Protágoras al hombre es también una vocación en nuestro sentido. Es, por lo tanto, un atrevimiento denominarla techné en el sentido de los griegos, y ello sólo se justifica por el hecho de que el lenguaje griego no posee otra palabra para expresar el saber y el poder que adquiere el político mediante la acción. Y es perfecta­mente claro que Protágoras se esfuerza en distinguir esta techné de las técnicas profesionales en el sentido estricto y en dar a aquélla un sentido de totalidad y de universalidad. Por la misma razón, tiene buen cuidado en distinguir la idea de educación "general" de la edu­cación de los demás sofistas en el sentido de una educación realista sobre objetos particulares. En su sentir, "arruinan con ello a la ju­ventud". Aunque los discípulos vayan a los sofistas para evitar una educación puramente técnica y profesional, son conducidos por ellos a un nuevo tipo de saber técnico.[18] Para Protágoras sólo es verda­deramente general la educación política.
Esta concepción de la esencia de la educación "general" nos da la suma del desarrollo histórico de la educación griega.[19] Esta edu­cación ética y política es un rasgo fundamental de la esencia de la verdadera paideia. Sólo en tiempos posteriores un nuevo tipo de humanismo puramente estético se le sobrepone o la sustituye, en el momento en que el estado deja de ocupar lugar supremo. En los tiem­pos clásicos es esencial la conexión entre la alta educación y la idea del estado y de la sociedad. Empleamos la voz humanismo para designar, con plena reflexión, la idea de la formación humana que penetra con la sofística en lo profundo de la evolución del espíritu griego y en su sentido más esencial; no como un ejemplo histórico, puramente aproximado. Para los tiempos modernos el concepto de humanismo se refiere de un modo expreso a la educación y la cul­tura de la Antigüedad. Pero esto se funda en el hecho de que nuestra idea de la educación "general" humana tiene también allí su origen. En este sentido el humanismo es una creación esencial de los griegos. Sólo por su importancia imperecedera para el espíritu humano es (276) esencial y necesaria la referencia histórica de nuestra educación a la de los antiguos.
Por lo demás, es necesario observar desde un comienzo que el hu­manismo, a pesar de la permanencia de sus rasgos fundamentales, se desarrolla de un modo vivo y que el tipo de Protágoras no es algo fijo y definitivo. Platón e Isócrates adoptan las ideas educadoras de los sofistas e introducen en ellas modificaciones diversas. Nada es tan característico de este cambio como el hecho de que Platón, al fin de su vida y de su conocimiento, en las Leyes, haya trasformado la célebre frase de Protágoras: "El hombre es la medida de todas las cosas", tan característica en su misma ambigüedad del tipo de su humanismo, en el axioma: "La medida de todas las cosas es Dios."[20] En relación con esto es preciso recordar que Protágoras decía de la Divinidad que no es posible decir si existe o no existe.[21] Ante esta crítica platónica de los fundamentos de la educación sofística es pre­ciso preguntarnos con toda precisión: el escepticismo, la indiferencia religiosa y el "relativismo" epistemológico, que combate Platón y lo convierte en el enemigo más rudo de los sofistas, ¿son esenciales al humanismo? La respuesta no puede ser dada desde un punto de vista individual. Es preciso resolverlas objetivamente desde un punto de vista histórico. En nuestra exposición ulterior deberemos tocar de nuevo este problema y la lucha de la educación y de la cultura para sostener la religión y la filosofía, que alcanza su punto culminante en la historia universal con la aceptación del cristianismo en el últi­mo periodo de la Antigüedad.
Aquí sólo podemos adelantar una respuesta sumaria. La educa­ción helénica antigua, anterior a los sofistas, desconoce la distinción moderna entre la cultura y la religión. Se halla profundamente en­raizada en lo religioso. La escisión tiene lugar en tiempo de los sofistas que es, al mismo tiempo, la época de la creación de la idea consciente de la educación. La relativización de las normas tradicio­nales de vida y la convicción resignada de la insolubilidad de los enigmas de la religión que hallamos en Protágoras, no se halla sólo casualmente vinculada a su alta idea de la educación del hombre. El humanismo consciente sólo podía probablemente originarse de las grandes tradiciones educadoras helénicas en un momento histórico en que se pusieron en crisis los más altos valores educativos. Resulta, en efecto, evidente que representa un retirarse a la mínima base de la "pura" existencia humana. La educación, que necesita una norma como punto de partida en este momento en que todas las normas válidas para el hombre se disuelven entre las manos, se fija en la forma humana, deviene formal. Semejantes situaciones se han repe­tido en la historia y el humanismo se halla siempre íntimamente vinculado a ellas. De otra parte, le es también esencial el hecho de (277) que, a partir de su actitud formal, tienda al mismo tiempo su mirada hacia atrás y hacia adelante: hacia atrás, a la plenitud de las fuer­zas religiosas y morales de la tradición religiosa y moral, considera­das como el verdadero "espíritu" por el cual alcanzan un contenido vital y concreto los conceptos abstractos del racionalismo; hacia ade­lante, al problema religioso y filosófico de un concepto del ser que envuelva y proteja al hombre como una tierna raíz, pero que le ofrezca también el fértil suelo donde poder enraizar. Y puesto que toda educación descansa sobre estos dos problemas, su consideración es decisiva para la estimación de la importancia de la sofística. Desde el punto de vista histórico es preciso determinar ante todo si Platón destruyó o completó el humanismo de los sofistas —el primero que conoce la historia. La adopción de una actitud ante este problema histórico significa nada menos que una confesión. Considerado de un modo puramente histórico parece, sin embargo, que ha sido desde largo tiempo decidido que la idea de la formación humana, que sos­tienen los sofistas, lleva consigo un gran futuro, pero no es una creación conclusa. Su clara conciencia de la forma ha sido de una efec­tividad práctica inestimable hasta los días actuales. Pero, precisamente por lo superlativo de sus aspiraciones, necesitaba un fundamento más profundo de orden filosófico y religioso. En lo fundamental, el espí­ritu religioso de la antigua educación helénica, desde Homero hasta la tragedia, es el que toma nueva forma en la filosofía de Platón. Platón va más allá de la idea de la educación de los sofistas, precisa­mente porque vuelve hacia atrás y remonta al origen.
Lo decisivo para los sofistas es la idea consciente de la educación como tal. Si volvemos la vista hacia el camino que ha recorrido el espíritu griego desde Homero hasta el periodo ático, no aparece esta idea como algo sorprendente, sino como el fruto histórico necesario y maduro de la evolución entera. Es la expresión del esfuerzo cons­tante de toda la poesía y el pensamiento griegos para llegar a una acuñación normativa de la forma del hombre. Este esfuerzo esencial­mente educador debía conducir, sobre todo a un pueblo de conciencia filosófica tan despierta, a la formación de la idea consciente de la educación, en el alto sentido en que la hallamos aquí. Resulta así naturalísimo que los sofistas vincularan la idea de la educación a las antiguas creaciones del espíritu griego y las consideraran como su con­tenido propio. La fuerza educadora de la obra de los poetas era para el pueblo griego algo que se daba por supuesto. Su íntima compe­netración con el contenido entero de la educación debía forzosamente realizarse en el momento en que la acción educadora (paideu/ein) no se limitó ya exclusivamente a la niñez (pai=j), fino que se aplicó con especial vigor al hombre adulto y no halló ya límite fijo en la vida del hombre. Entonces se dio por primera vez una paideia del hombre adulto. El concepto, que designaba originariamente sólo el pro­ceso de la educación como tal, extendió la esfera de su significación (278) al aspecto objetivo y de contenido, exactamente del mismo modo que nuestra palabra formación (Bildung) o la equivalente latina cultura pasó de significar el proceso de la formación a designar el ser for­mado y el contenido mismo de la cultura y abrazó en fin el mundo de la cultura espiritual en su totalidad; el mundo en que nace el hombre individual por el solo hecho de pertenecer a su pueblo o a un círculo social determinado. La construcción histórica de este mun­do de la cultura alcanza su culminación en el momento en que se llega a la idea consciente de la educación. Así, resulta claro y natural el hecho de que los griegos, a partir del siglo IV, en que este con­cepto halló su definitiva cristalización, denominaran paideia a todas las formas y creaciones espirituales y al tesoro entero de su tradi­ción, del mismo modo que nosotros lo denominamos Bildung o, con palabra latina, cultura.
Desde este punto de vista constituyen los sofistas un fenómeno central. Son los creadores de la conciencia cultural en que el espí­ritu griego alcanzó su telos y la íntima seguridad de su propia forma y orientación. El hecho de que hayan contribuido a la aparición de este concepto y esta conciencia es mucho más importante que la cir­cunstancia de que no hayan llegado a su acuñación definitiva. En un tiempo en que se disolvían todas las formas tradicionales de la exis­tencia, tomaron conciencia y se la dieron a su pueblo de que la educación humana era la gran tarea histórica que les había sido asignada. Con ello descubrieron el punto central en torno al cual se realiza toda evolución y del cual debe partir toda estructuración consciente de la vida. Adquirir conciencia es una grandeza, pero es la grandeza de la posteridad. Éste es otro aspecto del fenómeno de la sofística. Aunque no es necesario justificar la afirmación de que el periodo que media desde la sofística hasta Platón y Aristóteles alcanza una amplia y permanente elevación en la evolución del espí­ritu griego. Sin embargo, conserva toda su fuerza la frase de Hegel según la cual el búho de Atenea sólo en el ocaso emprende el vuelo. El espíritu griego sólo alcanzó el dominio del mundo, cuyos mensajeros son los sofistas, a costa de su juventud. Así se com­prende que Nietzsche y Bachofen vieran la culminación de los tiempos en la época de Homero o en la de la tragedia. Pero no es posible aceptar esta estimación absoluta y romántica de los tiempos primi­tivos. El desarrollo del espíritu de las naciones, como el de los indi­viduos, tiene una ley inexorable, y su impresión sobre la posteridad histórica ha de ser forzosamente divergente. Sentimos con dolor la pérdida que lleva consigo el desarrollo del espíritu. Pero no podemos despreciar ninguna de sus fuerzas, y sabemos muy bien que sólo me­diante ello somos capaces de admirar sin limitaciones lo primitivo. Ésta es necesariamente nuestra posición: nos hallamos en un estado avanzado de la cultura y en muchos respectos procedemos también de los sofistas. Se hallan mucho más "cerca" de nosotros que Píndaro (279) o Esquilo. De ahí que necesitemos tanto más de éstos. Preci­samente con los sofistas adquirimos íntima conciencia de que la "duración" de los estadios primitivos en la estructura histórica de la cultura no es una palabra vacía, puesto que no podemos afirmar y admirar los nuevos estadios sin que en ellos estén asumidos los primeros.
Sabemos poco de los sofistas en particular para poder ofrecer una imagen de los procedimientos de enseñanza y de los fines de cada uno de sus representantes capitales. Ellos ponen un especial acento en las diferencias que los separan, como lo muestra su sem­blanza comparativa en el Protágoras de Platón. Sin embargo, no difieren tanto unos de otros como su ambición se lo hacía creer. La razón de esta falta de noticias es que no dejaron escrito alguno que les sobreviviera largo tiempo. Los escritos de Protágoras, que en esto como en todo tenía un lugar preferente, fueron todavía leídos hacia el final de la Antigüedad, pero fueron también olvidados a partir de entonces.[22] Algunos trabajos científicos de los sofistas es­tuvieron en uso durante una serie de decenios. Pero, en general, no eran hombres de ciencia. Su propósito era ejercer un influjo en la actualidad. Su epideixis retórica, al decir de Tucídides, no era algo estable y permanente, sino fragmentos brillantes para auditorios circunstanciales. Como era natural, todos sus esfuerzos se concentra­ban en ejercer una acción sobre los hombres, no en la actividad literaria. En esto Sócrates los aventajó todavía a todos, puesto que no escribió nada. Es para nosotros una pérdida irreparable no poseer ninguna indicación de su práctica educadora. No la compensan los detalles que conocemos de su vida y sus opiniones, pues en el fondo no son de gran importancia. Sólo podemos emprender su estudio a partir de los fundamentos teóricos de su educación. Es de esencial importancia para nuestro objeto la íntima conexión en que se halla la elaboración consciente de la idea de la educación con el hacer consciente del proceso de la educación. Presupone la intelección de las realidades de la acción educadora y, especialmente, un análisis del hombre. Era todavía muy elemental. Comparado con la psicolo­gía moderna era aproximadamente tan elemental como las teorías físicas presocráticas comparadas con la química moderna. Pero sobre la esencia de las cosas no conoce más la psicología moderna que las doctrinas educadoras de los sofistas ni la química más que Empédocles o Anaxágoras. Podemos aprovechar todavía las intuiciones fundamentales de la pedagogía de los sofistas.
En relación con la antigua disputa, iniciada un siglo antes, entre la educación aristocrática y la democrática y política, tal como la hallamos en Teognis y Píndaro, investigan los sofistas las condicio­nes previas de toda educación, el problema de las relaciones entre (280) la "naturaleza" y el influjo educador ejercido conscientemente so­bre el ser del hombre. Carecería de sentido analizar las numerosas repercusiones de aquellas discusiones en la literatura contemporánea. En ellas se muestra que los sofistas extendieron a todos los círculos la preocupación por aquellas cuestiones. Cambian las palabras, pero las cosas son las mismas: se ha llegado al convencimiento de que la naturaleza (fu/sij) es el fundamento de toda posible educación. La obra educadora se realiza mediante la enseñanza (ma/qesij), el adoc­trinamiento (διδασκαλία) y el ejercicio (a)/skhsij), que hace de lo enseñado una segunda naturaleza.[23] Es un ensayo de síntesis del pun­to de vista de la paideia aristocrática y el racionalismo, realizado me­diante el abandono de la ética aristocrática de la sangre.
En lugar de la sangre divina aparece el concepto general de la naturaleza humana con todos sus accidentes y ambigüedades indivi­duales, pero también con toda la superior amplitud de su contorno. Es un paso de consecuencias incalculables que no hubiera sido posible sin el auxilio de la reciente ciencia médica. La medicina había per­manecido largo tiempo en el estadio de un arte de curar, mezclada de supersticiones populares y de exorcismos. El progreso en el cono­cimiento de la naturaleza entre los jonios y el establecimiento de una técnica empírica, influyó en el arte de curar y llevó a los médicos a realizar observaciones científicas sobre el cuerpo humano y sus fe­nómenos. El concepto de la naturaleza humana que hallamos con tanta frecuencia en los sofistas y sus contemporáneos, nació en las esferas de la medicina científica.[24] El concepto de la physis es tras­portado de la totalidad del universo a la individualidad humana y recibe así una matización peculiar. El hombre se halla sometido a ciertas reglas que le prescribe la naturaleza y cuyo conocimiento es necesario para vivir correctamente en estado de salud y para salir de la enfermedad. Del concepto médico de la physis humana, como or­ganismo corporal dotado de determinadas cualidades, se pasa pronto al concepto más amplio de la naturaleza humana tal como la halla­mos en las teorías pedagógicas de los sofistas. Significa ahora la totalidad del cuerpo y el alma y, en particular, los fenómenos inter­nos del hombre. En análogo sentido lo usa en aquel tiempo el his­toriador Tucídides. Pero lo modifica de acuerdo con su objeto dán­dole la significación de la naturaleza social y moral del hombre. La idea de la naturaleza humana, tal como es ahora concebida por pri­mer vez. no es algo natural y evidente por sí mismo. Es un descu­brimiento esencial del espíritu griego. Sólo mediante ella es posible una verdadera teoría de la educación.
Los sofistas  no desarrollaron  los profundos problemas  religiosos implícitos en la palabra "naturaleza".   Parten de una cierta creencia (281) optimista según la cual la naturaleza humana es ordinariamente apta para el bien. El hombre desventurado o inclinado al mal constituye una excepción. Éste es el punto en que se ha fundado, en todos los tiempos, la crítica religiosa cristiana del humanismo. Verdad es que el optimismo pedagógico de los sofistas no es la última palabra del espíritu griego en esta cuestión. Pero si los griegos hubieran partido de la conciencia general del pecado y no del ideal de la formación del hombre, jamás hubieran llegado a la creación de una pedagogía ni de un ideal de la cultura. No necesitamos sino recor­dar la escena de Fénix en la Ilíada, los himnos de Píndaro y los diálogos de Platón, para comprender la profunda conciencia que des­de un principio tuvieron los griegos del carácter problemático de toda educación. Estas dudas surgieron, naturalmente, ante todo, en­tre los aristócratas. Píndaro y Platón no compartieron jamás las ilu­siones democráticas de la educación de las masas por la ilustra­ción. El plebeyo Sócrates fue quien descubrió de nuevo estas dudas aristocráticas relativas a la educación. Recuérdense las resignadas palabras de Platón en la séptima carta sobre la estrechez de los lí­mites dentro de los cuales puede ejercerse el influjo del conocimiento sobre la masa de los hombres y las razones que da para dirigirse a un círculo cerrado antes que a la multitud innúmera como portador de un mensaje de salvación.[25] Pero es preciso, al mismo tiempo, recordar que estos mismos nobles del espíritu, a pesar de su punto de partida, fueron los creadores de la más alta y consciente educa­ción humana. Precisamente en esta íntima antinomia entre la severa duda sobre la posibilidad de la educación y la voluntad inquebran­table de realizarla, reside la grandeza y la fecundidad del espíritu griego. Entre ambos polos hallan su lugar la conciencia del pecado del cristianismo y su pesimismo cultural y el optimismo educador de los sofistas. Bueno es conocer las circunstancias de tiempo que con­dicionan sus proposiciones para hacer justicia a los servicios que prestaron. Su estimación no puede ir sin crítica, puesto que los pro­pósitos y las orientaciones de los sofistas han permanecido inmortales hasta nuestros tiempos.
Nadie ha comprendido y descrito de un modo tan adecuado las circunstancias políticas que condicionaron el optimismo educador de los sofistas como su gran crítico Platón. Su Protágoras sigue sien­do la fuente a la que es siempre preciso volver: en él aparecen la práctica educadora y el mundo de las ideas de los sofistas en una gran unidad histórica y se descubren de modo incontrovertible sus supuestos sociales y políticos. Son siempre los mismos dondequiera que se repite la situación histórica de la educación que hallaron los sofistas. Las diferencias individuales entre los métodos educadores de los sofistas, de los cuales tan orgullosos se muestran sus descubridores, (282) constituyen para Platón sólo un objeto de distracción. Pre­senta, a la vez, las personalidades de Protágoras de Abdera, Hipias de Elis y Pródico de Ceos, que se hallan al mismo tiempo cómo hués­pedes del rico ateniense Calías, cuya casa se ha convertido en hos­pedaje para celebridades espirituales. Así se pone de relieve que, a pesar de todas las diferencias, hay entre todos los sofistas un pa­rentesco espiritual.
Como el más importante entre todos, Protágoras, que se ha com­prometido a educar en la areté política a un joven ateniense de buena familia que le ha presentado Sócrates, desarrolla, ante las objeciones escépticas de Sócrates, su convicción de la posibilidad de educar socialmente al hombre.[26] Parte del estado social que le es dado. Nadie se avergüenza de confesar su incapacidad en un arte que exige habilidad especial. Por el contrario, nadie comete públi­camente delitos contra la ley, sino que trata, por lo menos, de guar­dar la apariencia de una acción legal. Si abandonara las apariencias y manifestara públicamente su injusticia, nadie creería que se trata de sinceridad, sino de locura. Pues todo el mundo da por supuesto que todos se interesan en la justicia y en la prudencia. La posibili­dad de adquirir la areté política se sigue también del sistema domi­nante de premios y castigos públicos. Nadie se enoja contra otro por faltas que dependen de su naturaleza innata y que no puede evitar, ni merece por ellas premio ni castigo. Premios y castigos son otorgados por la sociedad, donde se trata de bienes que pueden ser alcanzados por el esfuerzo consciente y el aprendizaje. Ahora bien, las faltas de los hombres que castiga la ley deben ser también evitables mediante la educación, a menos que el sistema entero sobre el cual descansa la sociedad haya de ser insostenible. Lo mismo concluye Protágoras del sentido de la pena. Contra la antigua con­cepción causal que imagina la pena como una retribución a la falta cometida, acepta una teoría enteramente moderna para la cual la pena es el medio para llegar al mejoramiento del malhechor y a la intimidación de los demás.[27] Esta concepción pedagógica de la pena descansa en la presuposición de la posibilidad de educar al hom­bre. La virtud ciudadana es el fundamento del estado. Ninguna sociedad podría subsistir sin ella. Quien no participe en ella debe ser educado, castigado y corregido, hasta que se haga mejor; si es incurable debe ser excluido de la sociedad o incluso muerto. Así, no sólo la justicia punitiva, sino el estado entero, es para Protágoras una fuerza educadora. En rigor, es el estado jurídico y legal, tal como se realiza en Atenas, cuyo espíritu político se manifiesta y halla su justificación en esta concepción de la pena rigurosamente peda­gógica.
(283) Esta concepción educadora del derecho y de la legislación del es­tado presupone la aceptación del influjo sistemático del estado sobre la educación de sus ciudadanos, tal como no se dio en Grecia en parte alguna salvo en Esparta. Es notable que los sofistas no propug­naran nunca la estatificación de la educación, aunque esta exigencia se halle realmente muy próxima del punto de vista de Protágoras. Suplieron esta falla ofreciendo la educación mediante arreglos priva­dos. Protágoras sabe que la vida del individuo, desde su nacimiento, se halla sujeta a influjos educadores. La nodriza, la madre, el padre, el pedagogo, rivalizan en formar al niño cuando le enseñan y le mues­tran lo que es justo e injusto, bello y feo. Como a un leño torcido, tratan de enderezarlo mediante amenazas y castigos. Después va a la escuela y aprende el orden, así como el conocimiento de la lectura y la escritura, y a manejar la lira.
Pasado este grado, el maestro le da a leer los poemas de los me­jores poetas y se los hace aprender de memoria. Éstos contienen muchas exhortaciones y narraciones en honor de hombres preeminen­tes, cuyo ejemplo debe mover al niño a la imitación. Mediante la enseñanza de la música es educado en la sofrosyne y apartado de las malas acciones. Sigue el estudio de los poetas líricos, cuyas obras se ofrecen en forma de composiciones musicales. Introducen en el alma del joven el ritmo y la armonía, para llegar a su dominio, pues­to que la vida del hombre necesita la euritmia y la justa armonía. Ella debe manifestarse en todas las palabras y las acciones de un hom­bre realmente educado. El joven es más tarde conducido a la escuela del Gimnasio, donde los paidotribés fortifican su cuerpo para que sea fiel servidor de un espíritu vigoroso y no falle jamás el hombre en la vida a causa de la debilidad del cuerpo. En esta exposición de las presuposiciones fundamentales y los grados de la educación pone Protágoras especial cuidado en acentuar, en atención al círculo preeminente a que se dirige, que es posible educar más ampliamente a los hijos de las familias burguesas que a los de las clases más po­bres. Los hijos de los ricos empiezan a aprender antes y terminan su educación más tarde. Con ello quiere demostrar que todo hombre as­pira a educar a sus hijos del modo más cuidadoso posible, lo cual significa que la posibilidad de educar al hombre pertenece a la communis opinio del mundo entero y que en la práctica cada cual trata de educar sin vacilación alguna.
Es característico del nuevo concepto de la educación el hecho de que Protágoras piense que la educación no termina con la salida de la escuela. En cierto sentido podría decirse que precisamente em­pieza entonces. La concepción del estado dominante en su tiempo se manifiesta una vez más en la teoría de Protágoras, al considerar a las leyes del estado como la fuerza educadora en la areté política. La educación ciudadana comienza propiamente cuando el joven, salido de la escuela, entra en la vida del estado y se halla constreñido a (284) conocer las leyes y a vivir de acuerdo con su modelo y ejemplar (παράδειγμα). Aquí aprehendemos del modo más claro la trasformación de la antigua paideia aristocrática en la moderna educación ciudadana. La idea del modelo y el ejemplo domina la educación aris­tocrática desde Homero. En el ejemplo personal se muestra viva­mente ante los ojos del educando la norma que debe seguir y la mi­rada atenta ante la encarnación de la figura ideal del hombre debe moverlo a la imitación. Este elemento personal de la imitación (μίμησις) desaparece con la ley. En el sistema gradual de educación que desarrolla Protágoras, no desaparece del todo, pero queda reser­vado a un grado inferior; se limita a la enseñanza elemental del contenido de la poesía que, como hemos visto, no se dirige a la for­ma, el ritmo y la armonía del espíritu, sino a la regla moral y al ejemplo histórico. Además, el elemento normativo es mantenido y reforzado en la concepción de la ley como el más alto elemento edu­cador del ciudadano. La ley es la expresión más general y concluyente de las normas válidas. Protágoras compara a la ley con la enseñanza elemental de la escritura, donde el niño debe aprender a no escribir fuera de las líneas. La ley es también una línea de escri­tura bella inventada por los antiguos legisladores preeminentes. Pro­tágoras ha comparado también el proceso de la educación con el del enderezamiento de un leño. En lenguaje jurídico, el castigo, que nos retorna a la línea cuando nos apartamos de ella, es designado como euthyne, "enderezamiento". En esto se manifiesta también la función educadora de la ley en el sentir de los sofistas.
En el estado ateniense la ley no era sólo el "rey", como dice el verso entonces tan citado de Píndaro; era también la escuela de la ciu­dadanía. Esta idea se halla muy apartada del sentimiento actual. La ley no es ya el descubrimiento de antiguos legisladores preemi­nentes, sino una creación del momento. Tampoco en Atenas debía tardar en serlo y ni aun los especialistas será posible que la abar­quen. En nuestros días no sería concebible que a Sócrates, en la prisión, en el momento en que se le abren las puertas para la libertad y la fuga, se le aparecieran las leyes como figuras vivientes que le exhortan a permanecer fiel aun en la hora de la tentación porque ellas son las que le han educado y protegido en su vida entera y constituyen el fundamento y el suelo materno de su existencia. Esta escena del Critón recuerda lo que dice Protágoras acerca de la ley.[28] Con ello formula simplemente el ideal del estado jurídico de su tiem­po. Hubiéramos conocido el parentesco de su pedagogía con el estado ático aun cuando no hubiese hecho referencias expresas a las condi­ciones de Atenas y afirmado que el estado ático y su constitución se fundan en esta concepción del hombre. No es posible determinar si Protágoras poseía realmente esta conciencia o si Platón se la atribuye (285) en el Protágoras en una reproducción genial pero libremente artística de su lección. De todos modos, resulta cierto que en tiempo de Platón se pensaba que la educación sofística era un arte íntima­mente conectado con las condiciones políticas de la época.
Todo lo que nos dice Platón de Protágoras se refiere a la posi­bilidad de la educación. Pero su solución no deriva para los sofistas tan sólo de las presuposiciones del estado y de la sociedad y del common sense político y moral, sino que se extendía a conexiones mucho más amplias. El problema de la posibilidad de educar la na­turaleza humana es un caso particular de las relaciones entre la natu­raleza y el arte en general. Muy instructivas son para este aspecto del problema las aportaciones de Plutarco en su libro sobre La edu­cación de la juventud, tan fundamental para el humanismo del Rena­cimiento, cuyas ediciones se repitieron entonces y cuyas ideas fueron decisivas para la nueva pedagogía. El autor declara en la introduc­ción que conoce y utiliza la literatura antigua relativa a la educación,[29] lo que habríamos advertido aunque no lo hubiera dicho. Esto no se refiere sólo a este tema concreto, sino también al capítulo siguiente, en que trata de los tres factores fundamentales de toda educación: naturaleza, enseñanza y hábito. Es evidente que todo ello se funda en teorías pedagógicas más antiguas.
Es para nosotros sumamente afortunado el hecho de que Plutarco nos haya trasmitido no sólo la conocida "trinidad pedagógica" de los sofistas, sino, además, una serie de ideas íntimamente conectadas con aquella doctrina y que manifiestan claramente su alcance histó­rico. Plutarco explica la relación entre los tres elementos de la edu­cación mediante el ejemplo de la agricultura, considerada como el caso fundamental del cultivo de la naturaleza por el arte humano. Una buena agricultura requiere en primer lugar una buena tierra, un cam­pesino competente y, finalmente, una buena simiente. El terreno para la educación es la naturaleza del hombre. Al campesino corresponde el educador. La simiente son las doctrinas y los preceptos trasmitidos por la palabra hablada. Cuando se cumplen con perfección las tres condiciones, el resultado es extraordinariamente bueno. Cuando una naturaleza escasamente dotada recibe los cuidados adecuados median­te el conocimiento y el hábito, pueden compensarse, en parte, sus de­ficiencias. Por el contrario, hasta una naturaleza exuberante, decae y se pierde si es abandonada. Este hecho hace indispensable el arte de la educación. Lo obtenido con esfuerzo de la naturaleza se hace infecundo si no es cultivado. Y aun llega a ser tanto peor cuanto mejor es por naturaleza. Una tierra menos buena, trabajada con inteligencia y perseverancia, produce al fin los mejores frutos. Lo mismo ocurre con el cultivo de los árboles, la otra mitad de la agri­cultura. El ejemplo del entrenamiento del cuerpo y de la cría de los (286) animales es también una prueba de la posibilidad de cultivar y edu­car la physis. Sólo es preciso emprender el trabajo en el momento adecuado, en aquel en que la naturaleza es blanda todavía y lo que se enseña es fácilmente asimilado y se graba en el alma.
Desgraciadamente no es fácil distinguir en esta serie de pensa­mientos lo primitivo de aquello que le ha sido ulteriormente añadido. Evidentemente Plutarco ha reunido doctrinas posteriores a la sofís­tica con las intuiciones sofísticas. Así el concepto de la plasticidad (eu}plaston) del alma juvenil procede acaso de Platón[30] y la bella idea de que el arte compensa las deficiencias de la naturaleza pro­cede de Aristóteles,[31] aunque ambas tengan sus antecedentes sofísticos. El sorprendente ejemplo de la agricultura se halla, por el contrario, tan orgánicamente unido a la doctrina de la trinidad pedagógica, que debe ser considerado como parte integrante de la doctrina sofística. Estuvo ya en uso antes de Plutarco y por esta razón debe ser con­siderado también como de fuente antigua. Traducida al latín, la com­paración de la educación humana con la agricultura ha penetrado en el pensamiento occidental y ha acertado a crear la nueva metáfora de la cultura animi: la educación humana es "cultura espiritual". En este concepto resuena todavía claramente su origen metafórico deri­vado de la cultura de la tierra. Las doctrinas educadoras del huma­nismo posterior han conservado esta idea y, en relación con ellas, ha llegado ulteriormente a adquirir su lugar central en la educación humana de los "pueblos de cultura".
Se adapta perfectamente a nuestra caracterización de los sofistas como humanistas, el hecho de que fueran los creadores del concepto de la cultura, aunque no podían sospechar que esta metáfora aplicada simplemente al concepto de la educación del hombre fuera tan rica en matices y llegara un día a convertirse en el más alto símbolo de la civilización. Pero este triunfo de la idea de cultura tiene su ínti­ma justificación. En aquella fecunda comparación halla su funda­mento universal la idea griega de la educación, considerada como la aplicación de leyes generales a la dignificación y el mejoramiento de la naturaleza por el espíritu humano. Esto demuestra que la unión de la pedagogía y la filosofía de la cultura, que la tradición atribuye a los sofistas y especialmente a Protágoras, respondía a una íntima necesidad. El ideal de la educación humana es para él la culminación de la cultura en su sentido más amplio. En ella se comprende todo, desde los primeros esfuerzos del hombre para dominar a la naturaleza elemental hasta lo más alto de la autoformación del espíritu humano. En esta profunda y amplia fundamentación del fenómeno de la edu­cación se manifiesta una vez más la naturaleza del espíritu griego orientado (287) hacia aquello que hay de universal y de total en el ser. Sin ellos, ni la idea de la cultura ni la de la educación humana hubieran aparecido a la luz de aquella forma plástica.
Por muy importante que sea esta profunda organización de la enseñanza, la comparación con la cultura del campo tiene sólo un valor limitado para el método de la educación. El conocimiento que penetra en el alma mediante la enseñanza no se halla en la misma relación con ella que la simiente con la tierra. La educación no es un simple proceso de crecimiento que el educador alimenta, favorece y guía deliberadamente. Hemos hablado ya del ejemplo de la edu­cación corporal del hombre mediante el entrenamiento gimnástico. Esta antigua experiencia ofrece un ejemplo más adecuado a la natu­raleza de la nueva formación espiritual. Así como el cultivo del cuerpo vivo fue considerado como un acto de formación análogo al de la escultura, aparece ahora la educación a Protágoras como una forma­ción del alma y los medios para la educación como fuerzas formadoras. No es posible decir con certeza si los sofistas emplearon ya el concepto de formación en relación con el fenómeno educador; en principio, su idea de la educación no es otra cosa. Es indiferente el hecho de que Platón haya sido acaso el primero en emplear la expresión "formar" (πλάττειν). La idea de formación se halla im­plícita en la aspiración de Protágoras a formar un alma rítmica y armónica mediante la impresión del ritmo y armonía musical. No describe Protágoras en aquel lugar la educación que él mismo da, sino aquella de que gozaba en mayor o menor grado todo ateniense y que ofrecían las escuelas privadas de Atenas. Es preciso admitir que la enseñanza de los sofistas se orientaba en análogo sentido y, ante todo, en las disciplinas formales que constituían la pieza capital de la educación sofística. Antes de la sofística no se habla de gramática, retórica ni dialéctica. Debieron ser sus creadores. La nueva técnica es evidentemente la expresión metódica del principio de for­mación espiritual que se desprende de la forma del lenguaje, del dis­curso y del pensamiento. Esta acción pedagógica es uno de los gran­des descubrimientos del espíritu humano. En estos tres dominios de su actividad adquiere por primera vez conciencia de las leyes innatas de su propia estructura.
Desgraciadamente, nuestro conocimiento de estas grandes realiza­ciones de los sofistas es extraordinariamente deficiente. Sus escritos gramaticales se han perdido. Pero los gramáticos posteriores, peri­patéticos y alejandrinos, los han reelaborado. Las parodias de Platón nos ofrecen algunos atisbos de la sinonimia de Pródico de Ceos, y sa­bemos algo de la clasificación de los diversos tipos de palabras de Protágoras y de la doctrina de Hipias sobre la significación de las letras y de las sílabas.[32] Las retóricas de los sofistas se han perdido (288) también; se trataba de manuales no destinados a la publicidad. Un resto de este tipo de libros es la retórica de Anaxímenes, elaborada en gran parte con conceptos recibidos. Ella puede darnos una cierta idea de la retórica de los sofistas. Mejor conocido nos es el arte de los sofistas. Verdad es que su obra capital, las Antilogías de Protágoras, se ha perdido. Pero el trabajo que se ha conservado de un sofista dórico desconocido del comienzo del siglo V, los Dobles dis­cursos (dissoi\ l/ogoi), nos proporcionan un bosquejo de este notable método de considerar las cosas "por ambos lados", ya para atacarlas, ya para sostenerlas. La lógica aparece por primera vez en la escuela de Platón, y los juegos erísticos de algunos sofistas de segunda cate­goría, contra cuyos excesos combate la filosofía seria, muestran en las caricaturas del Eutidemo platónico hasta qué punto el vigor del nuevo arte de disputar se empleó, desde un comienzo, como arma en las luchas oratorias. Se halla aquí mucho más próximo de la retórica que de la lógica teórica y científica.
En defecto de tradiciones directas, hemos de juzgar de la impor­tancia de la educación formal de los sofistas por su acción extraordi­naria sobre el mundo contemporáneo y sobre la posteridad. A esta educación deben los contemporáneos la inaudita conciencia y el arte con que construyen sus discursos y conducen la prueba, así como la forma perfecta con que desarrollan sus ideas desde la simple narra­ción de un lema hasta la promoción de las más vigorosas emociones: los oradores dominan los más diversos tonos como un teclado. Tal es la "gimnasia del espíritu" que con tanta frecuencia echamos de menos en los discursos y los escritos modernos. Al leer a los orado­res áticos de aquel tiempo tenemos la impresión de que el logos se ha desnudado para aparecer en la palestra. La tensión y la elasticidad de una prueba bien construida asemeja al musculoso cuerpo de un atleta bien entrenado, que se halla en forma. Los griegos denominaron agón a los debates judiciales, porque tenían siempre la impresión de que se trataba de la lucha entre dos rivales, sujeta a forma y a ley. Nuevas investigaciones han mostrado cómo en la oratoria jurídica del tiempo de los sofistas se iban sustituyendo las antiguas pruebas judiciales por testimonios, tormentos y juramentos, por la argumen­tación lógica de la prueba introducida por la retórica.[33] Pero un investigador tan severo para la verdad como el historiador Tucídides, se halla dominado por el arte formal de los sofistas en las particula­ridades de la técnica oratoria, en la construcción de frases, y aun en el uso gramatical de las palabras, la orthoepia. La retórica constitu­ye la forma predominante de la educación en los últimos tiempos de la Antigüedad. Se adaptaba de un modo tan perfecto a la predispo­sición formal del pueblo griego, que se convirtió en una fatalidad, al desarrollarse finalmente como una enredadera, sobre todo lo demás.
(289) Pero este hecho no debe influir en nuestra apreciación de la impor­tancia educadora del nuevo descubrimiento. En unión de la gramática y de la dialéctica, la retórica se convirtió en el fundamento de la formación formal del mundo occidental. Constituyeron juntas, desde los últimos tiempos de la Antigüedad, el llamado trivium, que junta­mente con el quadrivium constituían las siete artes liberales que sobre­vivieron en esta forma escolar a todo el esplendor del arte y de la cultura griegos. Las clases superiores de los liceos franceses conservan todavía hoy los nombres de estas disciplinas, heredados de las escue­las claustrales medievales, como signo de la tradición ininterrumpida de la educación sofística.
Los sofistas no juntaron todavía aquellas tres artes formales con la aritmética, la geometría, la música y la astronomía, que constitu­yeron posteriormente el sistema de las siete artes liberales. Pero el número siete es, en definitiva, lo menos original. Y la inclusión por los griegos de las denominadas mathemata, a las que pertenecían desde los pitagóricos la armonía y la astronomía, en la más alta cul­tura —que es precisamente lo esencial de la unión del trivium y el quadrivium—, fue realmente obra de los sofistas.[34] Antes de ellos la música constituía sólo una enseñanza práctica, como lo muestra la descripción que nos da Protágoras de la esencia de la educación dominante. La instrucción musical se hallaba en manos de los maes­tros de lira. Los sofistas unieron a ella la doctrina teórica de los pitagóricos sobre las armonías. Un hecho fundamental para todos los tiempos es la introducción de la enseñanza matemática. En los círculos de los denominados pitagóricos había sido objeto de inves­tigación científica. Por primera vez el sofista Hipias reconoció su valor pedagógico incalculable. Otros sofistas como Antifón y más tarde Brisón se ocuparon de problemas matemáticos en la investiga­ción y en la enseñanza. Desde entonces no han dejado de formar parte de la educación superior.
El sistema griego de educación superior, tal como lo constituyeron los sofistas, domina actualmente en la totalidad del mundo civilizado. Ha dominado de un modo universal, sobre todo porque para ello no es necesario ningún conocimiento del idioma griego. Es preciso no olvidar que no sólo la idea de la cultura general ética y política, en la cual reconocemos el origen de nuestra formación humanista, sino también la denominada formación realista, que en parte compite y en parte lucha con aquélla, ha sido creada por los griegos y pro­cede inmediatamente de ellos. Lo que denominamos actualmente cul­tura humanista en el sentido estricto de la palabra, imposible sin el conocimiento de las literaturas clásicas en su lengua original, sólo podía desarrollarse en un terreno no griego, pero influido en lo más profundo por el espíritu helénico, como fue el pueblo romano. La (290) educación fundada en las dos lenguas griega y latina es, en su con­cepción plenaria, una creación del humanismo del Renacimiento. Nos hemos de ocupar todavía de sus primeros pasos en la cultura de los últimos tiempos de la Antigüedad.
No sabemos en qué sentido orientaron los sofistas la enseñanza de la matemática. Una objeción capital de la crítica pública contra este aspecto de la educación sofística era la inutilidad de las mate­máticas para la vida práctica. Como es sabido, Platón, en su plan de enseñanza, considera a la matemática como una propedéutica para la filosofía.[35] Nada más alejado de los sofistas que esta concepción. Sin embargo, no tenemos la seguridad de estar en lo cierto conside­rándola con Isócrates, un discípulo de la retórica sofística que después de largos años de oposición acabó por conceder un valor a la mate­mática, como un simple medio de educación formal del entendi­miento, sin que pudiera aspirar a nada más.[36] Las mathemata repre­sentan el elemento real de la educación sofística; la gramática, la retórica y la dialéctica, el elemento formal. La ulterior división de las artes liberales en el trivium y el quadrivium habla también en favor de esa separación en dos grupos de disciplinas. La diferencia entre la función educadora de cada uno de ambos grupos se hizo permanente y notoria. El esfuerzo para unir ambas ramas descansa en la idea de la armonía o, como en Hipias, en el ideal de la uni­versalidad, pero no se trata nunca de lograrlo mediante la simple adición.[37] No es, en fin, por sí mismo verosímil que las mathemata, a las cuales pertenecía también la astronomía —todavía no muy ma-tematizada—, fueran consideradas como una mera gimnasia formal del espíritu. La falta de aplicación práctica de este saber en aquel tiempo no parece haber sido, a los ojos de los sofistas, una objeción de importancia contra su valor educativo. Estimaron la matemática y la astronomía por su valor teórico. Aunque en la mayoría de los casos no eran investigadores fecundos y originales, Hipias por lo menos lo fue. Por primera vez se reconoce el valor de lo pura­mente teórico para la formación del espíritu. Mediante estas ciencias se obtenían aptitudes completamente distintas de las técnicas y prác­ticas que derivaban de la gramática, la retórica y la dialéctica. Me­diante el conocimiento matemático se alcanzaba la capacidad cons­tructiva y ordenadora y en general la fuerza espiritual. Los sofistas no llegaron jamás a formular una teoría de esta acción. Por primera vez Platón y Aristóteles alcanzaron plena conciencia de la impor­tancia educadora de la ciencia pura. Pero la penetrante mirada con que los sofistas acertaron en lo justo basta para suscitar nuestra admiración, (291) del mismo modo que hizo la educación ulterior poniendo a contribución sus adquisiciones.
Con la introducción de la enseñanza científica y teórica debió plantearse el problema de saber hasta qué punto debían extenderse estos estudios. Dondequiera que en aquella época se habla de la edu­cación científica, en Tucídides, Platón, Isócrates, Aristóteles, halla­mos el reflejo de este problema. No lo suscitaron sólo los teóricos. Sentimos claramente en él el eco de la oposición que promovió en amplios círculos este nuevo e inusitado tipo de educación que reque­ría la pérdida de tiempo y esfuerzo para el estudio de problemas puramente espirituales y apartados de la vida. En los tiempos anti­guos esta actitud espiritual sólo aparecía por excepción en algunas personalidades excepcionales que por su separación de la vida ciu­dadana corriente y de sus intereses y por su originalidad, entre admi­rable y ridícula, gozaban de respeto, consideración y amable indul­gencia. Ahora las cosas eran muy otras. Este saber aspiraba a convertirse en la verdadera y "superior educación" y a suplantar o subordinar a la educación tradicional.
La oposición no podía proceder del pueblo trabajador que desde un principio se vio excluido de esta educación, porque era "inútil" y cara y se dirigía sólo a las esferas dirigentes. La crítica sólo era posible en las clases superiores que habían poseído siempre una alta educación y una medida segura, y que aun bajo la democracia man­tenían, en lo esencial, intacto su ideal del gentleman, la kalokagathía. Políticos eminentes como Pericles y altas personalidades sociales como Calías, el hombre más rico de Atenas, daban el ejemplo de un amor apasionado por el estudio y muchas personas preeminentes manda­ban a sus hijos a las conferencias de los sofistas. Pero no se podía desconocer el peligro que encerraba la σοφία para el hombre de tipo aristocrático. De ahí que no quisieran que sus hijos se convirtieran en sofistas. Algunos discípulos bien dotados de los sofistas seguían a sus maestros de ciudad en ciudad y aspiraban a convertir en pro­fesión las enseñanzas que recibían. En cambio, los jóvenes distingui­dos que asistían a sus conferencias no los consideraban precisamente como un modelo digno de imitar. Por el contrario, acentuaban la diferencia de clase que los separaba de los sofistas, todos los cuales procedían de familias burguesas, y establecían un límite más allá del cual no podía pasar su influjo.[38] En la oración fúnebre de Pericles formula Tucídides sus reservas frente a la nueva inteligencia: por alto que se halle el espíritu no olvida añadir al filosofou~men su ad­vertencia a)/neu malaki/aj: cultura espiritual sin relajación.[39]
Esta fórmula, expresión de un goce severo y vigilante de los es­tudios florecientes, expresa con magnífica claridad la actitud de la clase dominante en Atenas en la segunda mitad del siglo V. Recuerda (292) la disputa de ''Sócrates" —que en este caso se identifica con Pla­tón— y e! aristócrata ateniense Calicles en el Gorgias de Platón, sobre el valor de la investigación pura para la formación del hombre pre­eminente que aspira a actuar en la política.[40] Calicles rechaza vehe­mentemente la ciencia como vocación de la vida entera. Es buena y útil para preservar a los jóvenes en la edad peligrosa en que se hacen hombres de inclinaciones perniciosas y para ejercitar su enten­dimiento. Quien no haya conocido desde muy temprano estos intereses no llegará a ser nunca un verdadero hombre libre. En cambio, quien encierre su vida entera en esta estrecha atmósfera, no llegará a ser jamás un hombre completo y permanecerá siempre en un es­tadio inmaturo de su desarrollo. Calicles establece los límites de la edad en que es preciso ocuparse en este saber al decir que debe ser adquirido "con un propósito educador", es decir, durante una época que sirve de mero tránsito. Calicles es el tipo de su clase social. No debemos ocuparnos aquí de la actitud de Platón ante él. El mundo distinguido de Atenas y la sociedad burguesa entera participa en ma­yor o menor grado del escepticismo de Calicles ante el nuevo entu­siasmo espiritual de su juventud. El grado de reserva dependía de di­ferencias individuales. Hablaremos más adelante de la comedia. Es uno de nuestros testimonios más importantes.
Calicles pertenece también a la escuela sofística, como lo revelan todas sus palabras. Pero como político aprendió más tarde a subor­dinar este grado de su educación al curso entero de su carrera de hombre de estado. Cita a Eurípides, cuya obra es espejo de todos los problemas de su tiempo. En su Antíope pone en escena los dos tipos contrapuestos de hombres modernos: el hombre de acción y el teórico y soñador innato, y el hombre de acción habla a su hermano en la misma forma que Calicles a Sócrates. Es notable que este dra­ma sea el modelo del antiguo poeta romano Ennio, que pone en boca del joven héroe, Neoptolemo, hijo de Aquiles, las palabras: philosophari sed paucis.[41] Desde siempre se ha sentido que en este verso ha hallado su expresión lapidaria, como una ley histórica, la actitud del pueblo romano, en un todo práctica y política, frente a la filo­sofía y la ciencia griegas. Sólo que esta "sentencia romana" que conmueve a tantos de nuestros filohelenos, fue pronunciada origina­riamente por un griego. No es sino la tradición y adaptación de la actitud de la sociedad ática distinguida del tiempo de los sofistas y de Eurípides, ante la nueva ciencia y la nueva filosofía. No expresa menor apartamiento del espíritu puramente teórico que el que tuvie­ron y conservaron los romanos. Ocuparse en la investigación "sólo a causa de la educación" y en tanto que es necesario para ello, era la fórmula de la cultura del tiempo de Pericles, puesto que esta cultura (293) era en su totalidad práctica y política.[42] Su fundamento se hallaba en el imperio ático cuya finalidad era llegar al dominio del mundo helénico. Incluso cuando Platón tras la ruina del imperio pre­dicaba el ideal de la "vida filosófica", justificaba su propósito por el valor práctico que tenía para la edificación del estado.[43] No otra era la idea de la educación de Isócrates en relación con el problema del puro saber. Sólo en la época en que la grandeza ática había desaparecido, reapareció en Alejandría la ciencia jonia. Los sofistas trataron de salvar esta oposición entre el espíritu ático y el de sus parientes en estirpe, los jonios. Se hallaban predestinados a servir de mediadores, a proporcionar a Atenas los elementos indispensables para la realización de sus grandes destinos y poner la ciencia jónica al servicio de la educación ática.



LA   CRISIS  DEL   ESTADO   Y   LA   EDUCACIÓN


La idea de la educación de los sofistas representa un punto cul­minante en la historia interior del estado griego. Verdad es que ya desde siglos había determinado la forma de vida de sus ciudadanos y que la poesía en todas sus formas había ensalzado su cosmos divino. Pero la tarea educadora del estado no había sido jamás ex­puesta y defendida con tal amplitud. La educación de los sofistas no surgió únicamente de una necesidad política y práctica. Tomó al estado como término consciente y medida ideal de toda educación. En la teoría de Protágoras aparece el estado como la fuente de todas las energías educadoras. Es más, el estado es una gran orga­nización educadora que impregna de este espíritu todas sus leyes y todas sus instituciones sociales. La concepción del estado de Pericles, tal como la expone Tucídides en su oración fúnebre, culmina igual­mente en la declaración de que el estado es el educador supremo y halla ejemplarmente cumplida esta misión cultural del estado en la comunidad ateniense. Las ideas de los sofistas penetraron en la rea­lidad política y conquistaron el estado. No es posible interpretar de otro modo estos hechos. Pericles y Tucídides se hallan profundamente impregnados del espíritu de los sofistas. En este punto no fueron creadores, sino deudores. Su concepción educadora del estado alcanzó nueva importancia desde el momento en que Tucídides la combinó con otra nueva concepción: la de que pertenecía a la esencia del estado moderno la lucha por el poder. El estado de los tiempos clásicos se desarrolló en constante tensión entre estos dos polos: poder y educación. Esta tensión se produce en todos los casos en que el estado educa a los hombres exclusivamente para sí mismo. La exi­gencia de la consagración de la vida individual a los fines del estado (294) presupone que estos fines se hallan en concordancia con el bienestar bien entendido del todo y de cada una de sus partes. Este bien debe ser mensurable mediante normas objetivas. Como tal, vale para los griegos el derecho, la diké. En ella se funda la eunomía y, por tanto, la eudemonía de la polis. Para Protágoras la educación para el estado significa educación para la justicia. Precisamente en este punto se origina, en el tiempo de los sofistas, la crisis del estado, que se con­vierte al mismo tiempo en la más grave crisis de la educación. Es una sobrestimación del influjo de los sofistas querer considerarlos, y así ocurre con frecuencia, como responsables de esta evolución. Aparece en sus doctrinas del modo más sensible porque en ellas se reflejan con la mayor claridad los problemas de su tiempo y porque la edu­cación advierte con el mayor vigor cualquier perturbación de la auto­ridad legítima.
El pathos moral con que mantuvo Solón la idea de la justicia en el estado, se mantiene todavía vivo en el tiempo de Pericles. Su ma­yor orgullo era ser el defensor del derecho sobre la tierra y el sostén de todos los injustamente oprimidos. Pero aun después de la intro­ducción del dominio popular no había remitido la antigua lucha por la constitución y la ley. Los nuevos tiempos introdujeron nuevas ar­mas, cuyo peligro y fuerza destructora no habían sospechado sus probos y piadosos predecesores. Verdad es que la fuerza había sido superada mediante la nueva concepción: desde la feliz salida de la guerra de los persas adquiría cada día mayor vigor la idea demo­crática según la cual la mayoría numérica era la fuente de toda deci­sión y de todo derecho. Esta idea iba ganando camino entre luchas sangrientas y con la amenaza de una guerra civil. Y aun el largo dominio, casi no discutido, de un hombre de estado eminente como Pericles, descendiente de la noble casa de los Alcmeónidas, sólo pudo comprarse a costa de nuevas y crecientes ampliaciones de los dere­chos populares. Pero bajo la superficie de la democracia oficial de Atenas no estuvo nunca apagada la chispa de la revolución entre los aristócratas consagrados a la política o, como los llamaban sus adver­sarios, los oligarcas.
En tanto que la política exterior de la democracia, bajo la direc­ción de sus eminentes hombres de estado, iba de éxito en éxito, los aristócratas fueron en parte sinceramente leales, y en parte se vieron obligados a manifestar opiniones favorables al pueblo y a hablar con elogio de él; un arte que alcanzó pronto en Atenas un desarrollo sorprendente y tomó incluso formas grotescas. Pero la guerra del Peloponeso fue una prueba fatal para el creciente e irresistible poder de Atenas. Tras la muerte de Pericles, afectó gravemente a la auto­ridad del estado y aun al estado mismo y llevó apasionamiento a la lucha por el dominio en el interior. Ambos partidos usaron la retó­rica y el arte de disputar de los sofistas. Pero no es posible afirmar que los sofistas por sus concepciones políticas hubieran de pertenecer (295) necesariamente a uno de los bandos. Si para Protágoras resultaba evidente que la democracia existente era "el estado" a que se dirigían todos sus esfuerzos educadores, hallamos también en poder de los ene­migos del demos las armas cuyo uso habían aprendido mediante la educación de los sofistas. No habían sido originariamente forjadas para combatir al estado, pero resultaban peligrosas para él. Y no era sólo el arte retórico, sino, ante todo, las ideas de los sofistas sobre la naturaleza y sobre la ley. Así se convirtió de una simple lucha de partidos en una lucha espiritual que roía los principios fundamentales del orden existente.
Desde los tiempos más antiguos el estado de derecho había sido considerado como una gran conquista. Diké era una reina poderosa. Nadie podía tocar impunemente los fundamentos de su orden sagra­do. El derecho terrenal tiene sus raíces en el derecho divino. Esta era una concepción general de los griegos. Nada cambia en ello con la trasformación de la antigua forma autoritaria del estado en el nue­vo estado legal fundado en el orden de la razón. La divinidad ad­quiere las características humanas de la razón y la justicia. Pero la autoridad de la nueva ley descansa ahora, como siempre, en su concordancia con el orden divino o, como dice el nuevo pensamiento filosófico, en su concordancia con la naturaleza. La naturaleza es para él la suma de todo lo divino. Domina en ella la misma ley, la misma diké, que se considera como la norma más alta en el mundo del hombre. Tal fue el origen de la idea del cosmos.[44] Pero en el curso del siglo ν esta imagen del mundo cambia de nuevo. Ya en Heráclito aparece el cosmos como la lucha incesante de los contrarios. "La gue­rra es la madre de todas las cosas." Pero a poco no quedará más que la lucha: el mundo aparecerá como el producto accidental del choque y la violencia en el juego mecánico de las fuerzas.
Es difícil determinar a primera vista si esta concepción de la na­turaleza fue lo primero y su trasposición al mundo humano consti­tuyó sólo un segundo paso, o si lo que el hombre creyó reconocer como una ley eterna del universo no fue sino la proyección de su nueva concepción "naturalista" de la vida humana. En la época de los sofistas la antigua y la nueva concepción se hallan íntimamente imbricadas. Eurípides en Las fenicias hace descansar la igualdad, el principio capital de la democracia, en el dominio de una ley que se manifiesta constantemente en la naturaleza y a la cual el hombre mismo no puede escapar.[45] Pero al mismo tiempo otros criticaban enérgicamente el concepto de la igualdad, tal como la democracia lo entendía tratando de demostrar que la naturaleza no se halla, en rea­lidad, regida por la isonomía mecánica, sino que en ella domina el (296) más fuerte. En ambos casos aparece claro que la imagen del ser y de su orden permanente es considerada desde el punto de vista hu­mano e interpretada en sentido opuesto de acuerdo con la diversidad de las opiniones. Tenemos, por decirlo así, frente a frente, una con­cepción aristocrática y una concepción democrática de la naturaleza y del universo. La nueva concepción del mundo muestra que aumen­tan constantemente las voces que, en lugar de admirar la igualdad geométrica, mantienen la desigualdad fundamental de los hombres y toman este hecho como punto de partida para su concepción del dere­cho y del estado. Como sus predecesores, fundan su concepción en el orden del mundo y pueden lisonjearse de tener de su parte las más nuevas concepciones de la ciencia y de la filosofía.
El Calicles del Gorgias de Platón es la encarnación inolvidable de este principio. Se trata de un fiel discípulo de los sofistas.[46] El primer libro de la República, donde el derecho del más fuerte es mantenido por el sofista y retórico Trasímaco, demuestra que su con­cepción procede de los sofistas.[47] Toda generalización sería una fal­sificación de la verdad histórica. Fácil sería contraponerle otro tipo de sofista enemigo del naturalismo que Platón combate, representan­te de la moral tradicional, que no aspira a otra cosa que a traducir en prosa las normas de vida de la poesía gnómica. Pero el tipo de Calicles es mucho más interesante y, como lo muestra Platón, más vigoroso. Semejantes hombres de poder debieron darse con frecuen­cia entre los aristócratas atenienses. Muchos de ellos debieron de haber pertenecido al círculo de Platón en su juventud. Piénsese en Critias, el caudillo sin escrúpulos de la reacción, convertido más tarde en "tirano". Acaso haya en la pintura de Calicles, que es un nombre figurado, algunos rasgos de él o de alguno de sus compañeros de convicciones. A pesar de la repulsa fundamental con que se sitúa Platón frente a Calicles, fácil es notar en su exposición una capacidad de íntima simpatía que sólo es capaz de experimentar quien alguna vez ha tenido que dominar a este adversario en su propio pecho o se halla todavía en la necesidad de dominarlo. Refiere en su Carta sép­tima que la gente lo había considerado como camarada de lucha de Critias y no sólo a causa de su parentesco, y que durante largo tiempo había simpatizado con sus planes.
La educación según el espíritu de Protágoras, es decir, según el espíritu de los ideales tradicionales de la "justicia", es combatida por Calicles con un pathos que hace sentir apasionadamente una tras­mutación total de todos los valores. Lo que para el estado y los ciu­dadanos atenienses es el derecho supremo, aparece como la culmi­nación de la injusticia.[48] "Tratamos a los mejores y más poderosos entre nosotros, desde la niñez, como leones; los oprimimos, los engañamos (297) y los avasallamos cuando les decimos que deben contentarse con ser iguales a los demás y que esto es lo noble y lo justo. Pero cuando aparece un hombre de naturaleza realmente poderosa, sacu­de todo esto, rompe las cadenas y se libera, y poniendo bajo sus pies todo nuestro fárrago de letras, nuestros sortilegios, nuestras artes má­gicas y nuestras leyes contra la naturaleza, él, el esclavo, se yergue y aparece como nuestro señor; entonces brilla en todo su esplendor el derecho de la naturaleza." Para esta concepción es la ley una limi­tación artificial, una convención de los débiles organizados, para enca­denar a sus señores naturales, los más fuertes, y someterlos a su voluntad. El derecho de la naturaleza aparece en ruda oposición al derecho del hombre. Estimado desde el punto de vista de su norma. todo lo que el estado denomina igualdad ante el derecho y la ley, es pura arbitrariedad. Si debemos o no someternos a ello, es en defini­tiva, para Calicles, un problema de fuerza. En todo caso, el concepto del derecho en el sentido de la ley ha perdido su íntima autoridad moral. En boca de un aristócrata ateniense es el anuncio abierto de la revolución. El golpe de estado de 403, después de la derrota de Ate­nas, se hallaba en efecto animado por este espíritu.
Es necesario poner en claro el alcance de este acaecimiento espi­ritual cuyo testimonio hallamos ante nosotros. Ante todo no podemos apreciarlo desde el punto de vista de nuestros tiempos, pues aunque una abolición del estado como la que proclama Calicles debía con­ducir en cualesquiera circunstancias al derrumbamiento de la autori­dad, las consecuencias de una concepción para la cual la simple fuer­za es la que debe decidir en la vida política, en lo que actualmente consideramos como moral en las relaciones de la vida privada, no equivale a la producción de la anarquía. Para la conciencia actual, con razón o sin ella, la política y la moral pertenecen a dos reinos separados, y las normas de la acción no son en ambos dominios las mismas. Ningún intento teórico para salvar esta escisión puede cam­biar nada en el hecho histórico de que nuestra ética proceda de la religión cristiana y nuestra política del estado antiguo. Así, ambas se desarrollan sobre raíces morales completamente distintas. Ésta dis­paridad, sancionada por los siglos, y en relación con la cual la filo­sofía moderna ha intentado, a veces, hacer de la necesidad virtud, era desconocida para los griegos. Para nosotros la moral del estado se halla siempre en oposición con la ética individual y muchos de nos­otros quisiéramos mejor escribir la palabra, en el primer sentido, entre comillas. Para los griegos del periodo clásico o aun para los de todo el periodo de la cultura de la polis era, en cambio, casi una tautología, la convicción de que el estado era la única fuente de las normas morales y no era posible concebir que otra ética se pudiera dar fuera de la ética del estado, es decir, fuera de las leyes de la comunidad en que vive el hombre. Una moral privada diferente de ella, era para los griegos una idea inconcebible. Debemos hacer abstracción (298) aquí de nuestra idea de la conciencia personal. También ella procede de Grecia, pero se desarrolló en tiempos muy posteriores.[49] Para los griegos del siglo ν sólo había dos posibilidades: o la ley del estado es la más alta norma de la vida humana y se halla en con­cordancia con la ordenación divina de la existencia, de tal modo que el hombre y el ciudadano son uno y lo mismo; o las normas del estado se hallan en contradicción con las normas establecidas por la naturaleza o por la divinidad, en cuyo caso puede el hombre dejar de reconocer las leyes del estado; pero entonces su existencia se sepa­ra de la comunidad política y se hunde irremisiblemente, salvo que su pensamiento le ofrezca un nuevo asiento inconmovible en aquel orden superior y eterno de la naturaleza.
En el momento en que se abre el abismo entre las leyes del estado y las leyes cósmicas, se abre el camino que conduce al cosmopoli­tismo de los tiempos helenísticos. No falta entre los sofistas quien haya llevado, de un modo expreso, a sus últimas consecuencias esta su crítica del nomos. Son los primeros cosmopolitas. Por todas las apariencias era éste un tipo completamente distinto del de Protágoras. Platón se lo ha contrapuesto, por primera vez, en la figura del uni­versalista Hipias de Elis.[50] "Señores —dice—, todos los presentes sois, a mis ojos, semejantes, parientes y conciudadanos, no por la ley, sino por la naturaleza. Por la naturaleza, lo semejante es pariente de lo semejante, pero la ley, el tirano de los hombres, constriñe a muchas cosas contra la naturaleza." La contraposición entre la ley y la naturaleza, nomos y physis, es aquí la misma que en Calicles. Pero la orientación y el punto de partida para la crítica de la ley, son esencialmente distintos. Ambos parten de la misma destrucción del concepto dominante de igualdad, que es la suma de todas las con­cepciones tradicionales acerca de la justicia. Pero Calicles contrapone al ideal igualitario de la democracia el hecho de la desigualdad natu­ral de los hombres, mientras que el sofista y teórico Hipias halla, por el contrario, el concepto democrático de igualdad demasiado es­trechamente limitado, puesto que este ideal sólo es válido para los ciudadanos libres e iguales en derechos y estirpe de un mismo estado. Hipias quiere extender la igualdad y la fraternidad entre todos los seres que tienen faz humana. Del mismo modo se expresa el sofista ateniense Antifón en su libro La verdad, del cual se han hallado recientemente numerosos fragmentos.[51] "En todos los respectos, bár­baros y griegos, tenemos todos la misma naturaleza." Los funda­mentos de esta supresión de todas las diferencias nacionales e his­tóricas es, en su ingenuo racionalismo y naturalismo, una pieza interesante frente al apasionado entusiasmo de Calicles por la desigualdad. (299) "Podemos ver esto en las necesidades naturales de todos los hombres. Todos pueden satisfacerlas del mismo modo y en estas co­sas no hay ninguna diferencia entre bárbaros y griegos. Respiramos todos el mismo aire con la boca y la nariz y todos agarramos con las manos." Este ideal de igualdad internacional, tan alejado de la democracia griega, representa la más extrema contraposición a las críticas de Calicles. La doctrina de Antifón nivela no sólo las dife­rencias nacionales, sino también las diferencias sociales. "Respetamos y honramos a los hombres de familias ilustres, pero no a los que no lo son. Así, nos hallamos los unos frente a los otros como pueblos distintos.
Desde el punto de vista de la política realista, las teorías de An­tifón y de Hipias, con sus ideas de igualitarismo abstracto, no re­presentaban por el momento un gran peligro para el estado existente. No trataron de hallar ni hallaron resonancia alguna en la masa, pues­to que se dirigían sólo a pequeños círculos ilustrados, que en lo político pensaban en gran parte como Calicles. Pero había en el fran­co naturalismo de este pensamiento una amenaza indirecta contra el orden existente, puesto que con la aplicación sistemática de sus me­didas minaba la autoridad de las normas vigentes. Las huellas más antiguas de esta manera de pensar pueden hallarse ya en los poemas homéricos y se hallaba muy en concordancia con el espíritu griego. Su aptitud innata para considerar las cosas en su totalidad podía actuar de manera muy distinta sobre el pensamiento y la conducta del hombre. Según el punto de vista desde el cual lo consideraban podían ver en el todo cosas muy distintas. Los unos lo veían lleno de acaecimientos heroicos, que llevaban el vigor de los hombres no­bles a su más alta tensión. Para los otros, todo lo que ocurría en el mundo parecía "completamente natural". El uno moría heroica­mente antes que perder su escudo. El otro lo abandonaba y compraba otro nuevo, puesto que la vida le era más querida. El estado moderno establecía las más altas exigencias en orden a la disciplina y al do­minio de sí mismo, y la Divinidad bendecía al estado. Pero los mo­dernos análisis de la acción humana consideraban las cosas desde el punto de vista puramente causal y físico y ofrecían una contradic­ción constante entre aquello que el hombre por naturaleza desea y rechaza y aquello que la ley le prescribe que desee y evite. "La mul­tiplicidad de las prescripciones legales es contraria a la naturaleza", dice Antifón[52] en otro lugar, y considera a la ley como "la cadena de la naturaleza." Esta idea acaba por minar el concepto de la justi­cia, el ideal del antiguo estado de derecho. "La justicia consiste en no transgredir las leyes del estado del cual somos ciudadanos." En la formulación verbal de estas ideas percibimos ya la relativización de la validez de la norma legal. Para una ciudad es válida una ley, (300) para otra ciudad, otra. Si queremos vivir en un estado debemos ajus­tamos a sus normas. Pero lo mismo ocurre si queremos vivir en otro. La ley carece, por tanto, de fuerza obligatoria absoluta. Se la concibe como algo completamente exterior. No es un conocimiento impreso en lo íntimo del hombre, sino un límite que no puede ser transgredido. Pero si falta la constricción interna, si la justicia con­siste sólo en la legalidad externa de la costumbre de la conducta y en evitar el perjuicio de la pena, no hay ya razón alguna para con­formarse a la ley en los casos en que no hay ocasión ni peligro de faltar a las apariencias y en que no existe testigo alguno de nuestra acción. Éste es, en efecto, el punto en que se señala para Antifón la diferencia esencial de la norma legal y la norma de la naturaleza. La norma de la naturaleza no puede ser transgredida impunemente ni aun en ausencia de testigos. Aquí no se trata de apariencias , "sino de la verdad", como dice el sofista, con clara alusión al título de su libro. Su finalidad consiste en relativizar la norma artificial de la ley y en mostrar la norma de la naturaleza como la verdadera norma.
Piénsese ahora en la creciente legislación de la democracia griega contemporánea que trataba de ordenarlo todo legalmente, pero que se ponía constantemente en contradicción consigo misma al verse obli­gada a cambiar las leyes existentes o a suprimirlas para dar lugar a otras nuevas, y en las palabras de Aristóteles en la Política, según las cuales es mejor para el estado poseer leyes malas, pero permanentes que cambiarlas constantemente, por muy buenas que sean.[53] La penosa impresión de la fabricación de leyes por la masa y de la lucha de los partidos políticos con todos sus azares y debilidades humanas, debía abrir forzosamente el camino al relativismo. Pero la aversión a la ley de la doctrina de Antifón tiene su contrapartida en la opinión pública coetánea —recuérdese la figura del vendedor de novísimos decretos de la asamblea popular de la comedia aristofánica, golpea­do en la calle con franco y espontáneo aplauso del público; [54] y el na­turalismo concuerda también con las corrientes dominantes en la época. La mayoría de los demócratas convencidos concebían su ideal como un estado en el cual cada uno "puede vivir como quiera". Incluso Pericles, al tratar de definir la constitución de Atenas, participa en las mismas ideas al afirmar que el respeto más riguroso a la ley no es incompatible con el hecho de que cada cual goce de su propia vida sin perjudicar a los demás.[55] Pero este equilibrio perfecto entre la severidad en lo público y la tolerancia en la vida personal, por muy auténtico que suene en la boca de Pericles y por muy humano que sea, no correspondía evidentemente con la opinión de todos. Y la ruda sinceridad con que afirma Antifón que la única norma de conducta natural de la acción humana es la utilidad y, en último término, (301) la aspiración al goce o al placer, corresponde probablemente al sentir de la mayoría de sus conciudadanos.[56] En este punto se inserta más tarde la crítica de Platón cuando intenta reconstruir el estado sobre fundamentos más firmes. No todos los sofistas aceptaron de un modo tan abierto y fundamental el hedonismo y el naturalismo. No lo pudo haber aceptado Protágoras, pues cuando Sócrates trata de conducirlo a ello en el diálogo platónico, niega del modo más re­suelto haber compartido este punto de vista, y sólo la refinada dia­léctica de Sócrates logra conseguir que el honorable varón acabe por confesar que en su doctrina ha dejado un portillo abierto por el cual el hedonismo que rechaza pueda penetrar.[57]
Este compromiso debió de ser aceptado por los "mejores" entre los contemporáneos. Antifón no pertenece a ellos. Por lo mismo, su naturalismo tiene el mérito de la consecuencia. Su distinción entre los actos realizados "con o sin testigos" plantea, en efecto, el problema fundamental de la moral de su época. Los tiempos se hallaban ma­duros para una nueva fundamentación de la acción moral. Sólo ella podía dar nueva fuerza a la validez de la ley. El simple concepto de la "obediencia a la ley", que en los primeros tiempos de la cons­titución del nuevo estado jurídico fue un elemento de libertad y de grandeza, no era ya suficiente para dar expresión a las exigencias de la nueva y más profunda conciencia moral. Como toda ética de la ley, ofrecía el peligro de exteriorizar el sentido de la acción o aun de llegar a una educación orientada en la hipocresía social. Ya Es­quilo dice, al hablar del hombre verdaderamente sabio y justo —el público debía pensar en Arístides—, que "no quiere parecer bueno, sino serlo".[58] Los espíritus más profundos debieron de tener plena con­ciencia de lo que ocurría. Sin embargo, el concepto corriente de la justicia no podía ser otro que el de la conducta correcta y legal, y para la masa el motivo capital para la observancia de la ley era el miedo al castigo. El último pilar de su validez interna era la religión. Pero pronto el naturalismo la criticó sin reservas. Cridas, el futuro tirano, escribió un drama, Sísifo, en el cual se declara en plena escena que los dioses son astutas invenciones de los hombres de estado para obtener el respeto de la ley.[59] Para evitar que los hombres al obrar sin testigo conculquen la ley, han creado a los dioses como testigos invisibles, pero presentes y omniscientes, de las acciones humanas y así, por el miedo, han mantenido la obediencia del pueblo. Así, se comprende por qué imaginó Platón en la República la fábula del anillo de Giges que hace invisible, para sus semejantes, a aquel que lo lleva.[60] Mediante él nos será posible distinguir al hombre íntima­mente justo de aquel que se atiene sólo a la legalidad exterior y cuya (302) única motivación es la apariencia social. De este modo trata de re­solver el problema suscitado por Antifón y Critias. Lo mismo ocurre cuando Demócrito en su Ética trata de otorgar nueva significación al antiguo concepto del aidos, la íntima vergüenza, y contrapone al aidos de la ley, que han aniquilado las críticas de sofistas tales como Antifón, Critias y Cálleles, la maravillosa idea del aidos de sí mismo.[61] El pensamiento de Hipias y de Antifón, así como el de Calicles, se hallaba muy alejado de semejante empresa reconstructora. No ha­llamos en ellos un real esfuerzo para resolver los últimos problemas de la conciencia religiosa y moral. Las ideas de los sofistas sobre el hombre, el estado y el mundo carecían de la seriedad y la profundi­dad metafísica que poseyeron los tiempos que dieron forma al estado ático y que recobraron en la filosofía las generaciones posteriores. Sería, por tanto, erróneo buscar por ese lado la originalidad de sus realizaciones. Como dijimos antes, sólo es posible hallarla en la ge­nialidad con que desarrollaron su arte de una educación formal. Su debilidad procede de la inconsciencia del núcleo espiritual y ético en que se fundaba la estructura interna de su educación y esto lo com­partían con todos sus contemporáneos. No puede engañarnos sobre esta grave falla todo el resplandor del arte ni toda la fuerza del estado. Es perfectamente natural que en una generación tan individualista se promoviera con extraordinaria urgencia la exigencia de la educación y que llegara a realizarse con maestría inusitada. Pero era también necesario que, a pesar de que los mejores se consagraran a ella con toda la riqueza de sus dotes, ningún tiempo sintiera como éste la falta de la última fuerza educadora, la íntima seguridad de un fin a realizar.



[1] 1 Los siete contra Tebas, 18.
[2] 2 tucídides, i, 138, 3.
[3] 3 hesíodo. Teog., 96.
[4] 4 platón, Prot., 325 E ss. Platón hace formular a Protágoras mismo su oposición y la de su idea política y ética de la educación contra la polimatía matemática de Hipias de Elis, Prot., 318 E.
[5] 5  gomperz,  Sophistik   und   Rethorik.   Das   Bildungsideal   des   eu} le/gein in seinem Verhältnis zur Philosophie des S.   Jhrh.  (Leipzig, 1912).
[6] 6  platón, Prot., 318 E ss.  Men., 91 A ss. y otros.
[7] 7 platón, Teeteto, 152 A.
[8] 8 Lo dice ya platón, Prot., 339 A.
[9] 9 platón, Prot., 339 A ss.
[10] 10 platón, Rep., 598 E, muestra este tipo de interpretación sofística de Homero en un cuadro lleno de precisión.
[11] 11 platón, Hip. men., 368 B.
[12] 12  platón, Prot., 313 C.
[13] 13  platón,  en  el   Hipias   mayor   (281  C), destaca la oposición  entre la  tendencia práctica de los sofistas y la antigua filosofía apartada de la vida.
[14] 14 plat., Prot., 319 A.       
[15] 15 plat., Prot,, 320 D.       
[16] 16 hes., Erga, 276.
[17] 17 Cf. karl holl, Die Geschichte des  Worts Beruf, Sitz. Berl. Akad., 1924. XXIX.
[18] 18  platón, Prot., 318 E.   Protágoras incluye aquí en estas τέχναι, con especial referencia  a  Hipias,  la  aritmética,  la  astronomía,  la   geometría  y la  música,  en el sentido de la  teoría musical.
[19] 19  Ver supra, pp. 113 ss.
[20] 20  platón, Leyes, 716 C; cf. protágoras, frag. 1 Diels.
[21] 21   protágoras, frag. 4.
[22] 22 Un   importante   testimonio   sobre   el   ejemplar   conservado  en   Porfirio   del escrito de Protágoras sobre el ser, cf. protágoras, frag. 2 Diels.
[23] 23 Cf.  el  fragmento  del   "Gran  Logos"   de  protágoras,   Β  3  Diels.
[24] 24  El concepto de la  naturaleza humana  tal como lo hallamos en la literatura medirá del corpus hipocrático exige ser estudiado con urgencia.
[25] 25 platón, Carta séptima, 341 D.
[26] 26 platón, Prot., 323 A ss.
[27] 27 platón, Prot., 324 A-B.
[28] 28 platón, critón, 50 A; cf. Prot., 326 C.
[29] 29 plutarco, De liberis educandis, 2 A ss.
[30] 30  platón, Rep., 337 B.
[31] 31  La  parte  del   perdido  Protréptico, en   que  desarrolla  Aristóteles esta  idea, ha sido reconstruida, a partir del escrito del mismo nombre del neoplatónico Jámblico, en mi Aristóteles, pp. 76 ss.
[32] 32 Los pocos testimonios que restan han sido reunidos por diels, Vorsokratiker, pródigo, A 13 ss.; protácoras, A 24-28; hipias, A 11-12.
[33] 33 C.f. solmsen. .Antiphonstudien (Nette Philologische Untersuchunger., ed. jaeger, vol. viii, p. 7).
[34] 34 Cf. hipias, A 11-12 Diels.
[35] 35 platón, Rep., 536 D.
[36] 36 isócrates, Antid., 256, Panat., 26.
[37] 37 platón, Hipias mayor, 285 B, muestra sólo la enciclopédica multiplicidad de su saber; Hipias menor, 366 B, su consciente esfuerzo hacia la universalidad, puesto que tenía el orgullo de dominar todas las artes.
[38] 38 platón, Prot., 312 A, 315 A.
[39] 39 tucídides, ii, 40, 1.
[40] 40 platón, gorg., 484 C ss.
[41] 41  Ennianae poesis Reliquiae, ed. J. vahlen, 2a ed., p. 191.   Cito el verso en la forma  de sentencia  ciceroniana.
[42] 42  platón, Gorg., 485 A, Prot., 312 B.
[43] 43  Cf.  Ueber Ursprung und Kreislauf des  philosophischen  Lebensideals,  Sitz. Berl. Akad., 1928, pp. 394-397.
[44] 44 Ver supra, p. 158. Para lo siguiente, cf. mi conferencia "Die griechische Staatsethik im Zeitalter des Plato", en Humanistische Reden und Aufsätze (Berlín, 1937).
[45] 45 eurípides, Fen., 535 ss.; cf. Sup., 395-408.
[46] 46 platón, Gorg., 482 C ss., 483 D.
[47] 47 platón, rep., 338   C.
[48] 48 platón, Gorg., 483 E.
[49] 49   Cf. F. zucker, Syneidesis-Conscientia (Jena, 1928).
[50] 50  platón, Prot., 337 C.
[51] 51 Oxyrh. Pap. XI n. 1364 Hunt, publicado ya en diels, Vorsok., II (Nachtr. XXXIII), frag. B., col. 2, 10 ss.  (4a ed.).
[52] 52 Frag. A, col. 2, 26 y col. 4, 5. (Diels, 4a ed.)
[53] 53 aristóteles. Ροl. Β 8, 1268 b 27 ss.
[54] 54 aristófanes, Aves, 1038.
[55] 55 tucídides,   II,   37,   2.
[56] 56 Frag. A, col. 4, 9 ss.   (Diels, 4a ed.).               
[57] 57 platón, Prot., 358 A ss.
[58] 58  esquilo, Los siete, 592;  cf. la discusión   del  texto de wilamowitz, Aris­tóteles und Athen, I, 160.
[59] 59  critias, frag. 25 Diels.                                       
[60] 60 platón, Rep., 359 D.
[61] 61 demócrito, frag. 264 Diels.

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