REVOLUCIÓN EN ATENAS Y EN
EL IMPERIO
En el 413, al término de la campaña siciliana, se
extendió rápidamente entre los pueblos helenos la creencia de que el
desmoronamiento de Atenas estaba cerca; sin embargo, estas predicciones se
probaron demasiado prematuras. Aun así, había motivos para la expectación,
porque Atenas se enfrentaría durante los siguientes años a una serie de
alzamientos en el seno de su Imperio y a una agitación interna que bien podrían
haberla conducido al desastre. Sólo gracias a una determinación y esfuerzo
extraordinarios, Atenas pudo proseguir la lucha.
La inmensa influencia del Imperio persa se dejaría
sentir durante el resto de la contienda. Contrariamente a lo esperado, tras el
esfuerzo bélico el Imperio ateniense no se vino abajo, lo que dejó patente que
Esparta y sus aliados no podrían vencer sin construir una flota y derrotar a
Atenas en el mar. Y eso sólo podría conseguirse con la ayuda de los persas,
quienes por sí solos se bastaban para proporcionar la ayuda financiera y
militar necesaria. Aunque los espartanos y los persas compartían la ambición de
aniquilar la hegemonía ateniense, los objetivos del Gran Rey chocaban con la
visión y las metas de Esparta. Los atenienses también necesitaban fondos para
reconstruir su flota, que había quedado en un estado lamentable, y, sobre todo,
debían evitar que los persas asistieran al enemigo. Así pues, tras la guerra en
Sicilia, toda la atención se volcó hacia el este, hacia el Gran Rey de Persia y
los sátrapas de sus provincias occidentales.
Capítulo 26
Tras el desastre (414-413)
Las noticias del desastre en Sicilia alcanzaron Atenas
probablemente hacia el final del mes de septiembre del año 413, cuando, según
se dice, un extranjero le contó la historia a un barbero del Pireo, y éste se
apresuró a relatarla por toda Atenas, donde nadie quiso prestarle crédito. Las
gentes dudaron del alcance de la tragedia durante algún tiempo, incluso tras
haber oído los relatos de los soldados que habían podido escapar de la isla.
Cuando finalmente aceptaron la verdad, asustados y enfadados, dejaron caer su
ira sobre la clase política, a la que, junto a los oráculos que habían augurado
un gran éxito, responsabilizaron del destino de la expedición, «como si no la
hubieran votado ellos mismos» (VIII, 1, 1).
Se lloró a los compatriotas desaparecidos, y conforme
se fueron estimando las ganancias del enemigo frente a sus propias pérdidas,
comenzaron desesperadamente a temer por su propia seguridad. Se esperaban
alzamientos a lo largo del Imperio, acompañados de un ataque peloponesio sobre
Atenas, y todos eran conscientes de lo mal equipada que estaba la ciudad para
enfrentase a tales lides. Por otro lado, el escaso número de hombres en edad de
combatir era dramático. No sólo la peste había acabado con un tercio de la
población y dejado inválidos a muchos; además, la propia expedición se había
cobrado las vidas de unos tres mil hoplitas, unos nueve mil marineros y un
millar de metecos. Es posible que hacia el año 413 los atenienses contaran sólo
con unos nueve mil hoplitas de todas las edades, quizás unos once mil remeros y
tres mil metecos, menos de la mitad de efectivos de los que tenían al comienzo
de la guerra. También habían perdido doscientos dieciséis trirremes, de los
cuales ciento sesenta eran atenienses; sólo quedaban un centenar de
embarcaciones, y no todas estaban en condiciones de hacerse a la mar.
El tesoro de la ciudad se había reducido
drásticamente, y efectuar reparaciones y construir nuevas embarcaciones era muy
costoso. De los casi cinco mil talentos disponibles en el año 431, restaban
entonces en el tesoro únicamente unos quinientos. El contingente del fuerte
espartano en Decelia había ayudado a escapar a unos veinte mil esclavos, y el
permanente peligro que los espartanos representaban no permitía que los
atenienses trabajaran sus granjas en paz, mientras los asaltos beocios
esquilmaban las aldeas y el ganado. Muchos tuvieron que trasladarse del campo a
la ciudad, donde la demanda creciente de cualquier producto disparó los
precios. Era preciso llevar a cabo más exportaciones con urgencia, y los costes
se incrementaron al tener que cubrir mayores distancias. Los asuntos de
beneficencia hicieron disminuir aún más el tesoro, pues el Estado debió hacerse
cargo de las necesidades de las viudas y los huérfanos de guerra.
Las pérdidas sufridas por muchos particulares de
Atenas mermaron la capacidad de provisión de naves del Estado. En el pasado,
los ricos habían podido equipar navíos de guerra de forma independiente como
pago de su turno de servicios a la ciudad; sin embargo, ahora tuvieron que
introducir la figura de la «sintrierarquía», por la que se permitía que dos
hombres corrieran con la mitad de los gastos de una embarcación. Los atenienses
ricos tampoco podían hacerse cargo del pago de impuestos, ni siquiera en este
caso de extrema emergencia.
LOS «PROBULOI»
La expedición a Sicilia también había privado a los
atenienses de la flor y nata de sus generales con mejor y mayor experiencia:
Demóstenes, Lámaco, Nicias y Eurimedonte habían muerto, Alcibíades estaba en el
exilio y ninguno de los cuatro generales conocidos en el año 413 había
ostentado antes puestos de mando. Entre sus líderes políticos, no sólo habían
perdido a Nicias y a Alcibíades, sino que Hipérbolo también se hallaba en el destierro.
Para llenar este vacío de poder, los atenienses decidieron «elegir un Consejo
de ancianos que sirvieran como probuloi
para procurar consejo y sacar adelante la legislación concerniente a los
problemas actuales que pudiera requerir la situación» (VIII, 1, 3). Eligieron a
diez miembros, un varón mayor de cuarenta años por cada clan o tribu, y
posiblemente se les concedió el derecho a presentar proyectos de ley en la
Asamblea, con lo que reemplazaron al Consejo en su función primaria. Sus
poderes formales, sumados a los de su edad, la elección durante tiempo
ilimitado y la vaguedad y generalidad de sus cargos, les otorgaron una
influencia y autoridad sin precedentes.
Sólo nos han llegado los nombres de dos probuloi: Hagnón y Sófocles, el gran
poeta trágico. Hagnón había sido general con Pericles durante la campaña contra
Samos en el año 440, de modo que en el 413 debía de superar los sesenta años.
Fue defensor de Pericles y una figura pública de gran renombre. Sófocles, que
estaría en los ochenta años cuando fue elegido próbulo, también había sido
general y había sido elegido para el alto cargo de tesorero de la Liga
ateniense; aunque, en realidad, era más conocido por haber cosechado múltiples
premios por sus tragedias durante más de medio siglo, lo que le convirtió en
uno de los hombres más famosos y admirados de toda Grecia. Sófocles, al igual
que Hagnón, también había trabajado junto a Pericles. Ambos eran ricos,
acumulaban una larga experiencia y eran respetados por sus conciudadanos; en el
contexto del año 413, también eran conservadores, aunque sus vínculos con
Pericles garantizaban que no eran oligarcas ni enemigos de la democracia.
Tucídides no puede evitar ironizar sobre la democracia
pospericleana: «Ante el terror del momento, y como suele hacer el demos, estaban dispuestos a ejecutarlo
todo con gran disciplina» (VIII, 1, 4). De hecho, la Asamblea ateniense, que
actuó con una prudencia y una contención dignas del propio Pericles, limitó sus
poderes por un lado, mientras a su vez otorgaba poderes extraordinarios a un
Consejo de representantes moderados, respetados y merecedores de confianza por
su apego a la tradición. En una de sus primeras acciones, «decidieron, en la
medida que la situación lo permitiera, no ceder, sino armar una nueva flota, obteniendo
madera y dinero donde fuera posible, afianzar la situación de la alianza, en
especial en Eubea, y reducir el gasto público» (VIII, 1, 3).
Además de nuevos barcos, los atenienses levantaron una
fortificación en Sunio, en la punta sur del Ática, para proteger la ruta que
seguían las embarcaciones de grano, y abandonaron el fortín de Laconia por
resultar costoso e ineficaz: «Si pensaban que algún gasto era inútil, lo
reducían en nombre del interés económico» (VIII, 4). En lo referente a sus
aliados, se mantuvieron vigilantes «para que no pudieran alzarse contra ellos»
(VIII, 4), y también reemplazaron la recaudación de tributos basados en las
ganancias de cada territorio aliado por una tasa única del cinco por ciento
sobre todas las mercancías importadas o exportadas por mar. Esta medida se
llevó a cabo para aumentar los ingresos de la hacienda pública más allá de lo
que se podía esperar de un imperio al borde de la rebelión. El nuevo impuesto
también haría oscilar la presión fiscal de los terratenientes a los
comerciantes; ya que éstos extraían beneficios directos del Imperio, eran más
proclives a Atenas y, en consecuencia, se mostrarían menos remisos a
desembolsar los gravámenes. Sin embargo, «los súbditos de los atenienses se
mostraban dispuestos a rebelarse más allá de su propia fuerza» (VIII, 2, 2) y,
en el curso de un año, se produjeron alzamientos en algunas grandes regiones
como Eubea, Quíos, Lesbos, Rodas, Mileto y Éfeso; aun así, sin la ayuda de
Esparta y sus aliados, carecían de medios para conquistar su libertad.
LAS AMBICIONES ESPARTANAS
La derrota ateniense en Sicilia dio a los espartanos
una confianza renovada y despertó en ellos un abanico de objetivos bélicos más
ambicioso. Mientras en un principio decían haber entrado en guerra «para libertar
a los griegos», ahora creían que, si triunfaban sobre Atenas, «ellos mismos
obtendrían con toda seguridad la hegemonía sobre toda Grecia» (VIII, 2, 4).
Muchos espartanos habían engrosado las filas de los que pensaban que
«disfrutarían de una mayor riqueza, que Esparta sería más poderosa y grande, y
que las familias de algunos particulares verían su prosperidad acrecentada»
(Diodoro, XI, 50).
No sólo el éxito militar, sino también algunos cambios
sufridos por la sociedad espartana contribuyeron a aumentar esta facción en
particular. El número de ciudadanos espartanos que disfrutaba de plenos
derechos estaba en descenso: en Platea, en el 479, lucharon unos cinco mil
hoplitas; en Leuctra, en el 371, sólo lo harían mil; en el 418, en Mantinea,
estuvieron presentes unos tres mil quinientos. Algunas prácticas espartanas
como la separación forzosa de los esposos durante sus años más fértiles y la
pederastia continuaron disminuyendo el número de su progenie, factores que
habría que sumar al hecho de que algunos espartiatas acostumbraban a tener
pocos hijos deliberadamente, para no tener que repartir la herencia. También
intentaron adquirir tanta tierra de manera privada y otras riquezas como les
fue posible, cuando éstas podían disfrutar del subsidio público.
Más aún, conforme decrecía el número de espartiatas,
se incrementaba la proporción de hombres libres de Laconia que, en la práctica,
no lo eran. En el año 421, había unos mil neodamodes
en la región, flotas que habían combatido en la milicia espartana y a los que
se les había dado como recompensa la libertad y una porción de tierra; hacia el
396, eran unos dos mil. Probablemente ellos y sus hijos esperaban alcanzar la
condición de espartiatas, ya que este título implicaba algún grado de
ciudadanía. Otro de estos grupos consistía en los hipomeiones, o «inferiores», que por lo visto estaba formado
mayoritariamente por hombres nacidos en el seno de la clase espartiata y que
por lo tanto, eran posibles candidatos a ser elegidos como ciudadanos. No
obstante, su pobreza les impedía mantener los costes de la alimentación
comunal, así que, despojados de su honor e indignos de respeto, quedaban
excluidos de la ciudadanía.
Como hombres libres fuera del vínculo espartiata
todavía quedaban los llamados «motaces». Parece que algunos de ellos eran hijos
ilegítimos de varones espartiatas y mujeres ilotas, aunque es probable que
también hubieran sido considerados espartiatas por ambas partes pero fueran
demasiado pobres para contribuir al sustento de la comunidad. No obstante, debieron
de haber pasado algún período de instrucción y ser elegidos por ello como
integrantes de un comedor comunal, con su parte a cargo de algún mecenas de
buena posición. Tres hombres pertenecientes a esta última clase (Gilipo,
Calícrates y Lisandro) llegaron a ocupar cargos de importancia durante la
guerra. El hecho de que personas de origen inferior alcanzaran posiciones
preeminentes y honorables significaba que otros podían aspirar a hacer lo
mismo, al menos si llegaban a adquirir la riqueza suficiente para ser admitidos
en alguna de las mesas y lograban la ciudadanía plena. Aquellos que carecían de
medios para conseguirla podían obtenerla gracias a los frutos de la guerra, la
conquista y la hegemonía espartanas. Sin lugar a dudas, estos hombres se convertirían
con el tiempo en un grupo de presión a favor de unas políticas más agresivas de
lo que estaban acostumbrados los espartanos.
En el año 413, la ambiciosa facción bélica espartana
tropezaba con menos oposición que en cualquier otro momento. Agis, al que se
tenía en gran estima por la gloria obtenida en Mantinea, permanecía en Decelia
con más poder del que habitualmente disfrutaban los monarcas espartanos, y
estaba deseoso por aumentar su propia influencia, su reputación y la de su
ciudad. Los más conservadores, que se oponían a las aventuras fuera del
Peloponeso, carecían en su bando de una figura tan formidable. Sumido en el
desprestigio, el rey Plistoanacte no podía hacer más que quedarse fuera de la
lucha y rezar en silencio por la paz.
Por momentos, la empresa de acabar la contienda con
una victoria rápida era para Esparta más difícil de lo que podía parecer. Los
atenienses, como ya había ocurrido en el pasado, no podrían considerarse
vencidos a no ser que se los derrotara en el mar, pero los espartanos carecían
de navíos, de tripulantes capacitados y de fondos para construir los unos y
pagar a los otros. Esparta había dependido en gran medida de sus aliados para
cubrir esta serie de necesidades y, aunque sus economías habían resultado
seriamente dañadas a causa de la contienda, en el 413 se instauró una cuota por
la que cada uno tenía que contribuir con un número de barcos: veinticinco por
parte espartana y otros tantos de Beocia; quince naves de Corinto y otras
quince de Lócride y Fócide juntas; diez por parte del consorcio de Arcadia,
Pelene y Sición; y las mismas para la agrupación de Megara, Trecén, Epidauro y
Hermíone. Estos números son bajos si los comparamos con el potencial
inmediatamente anterior al conflicto; aparte de que, para derrotar a los
atenienses, un centenar de trirremes no serían suficientes. Por lo visto, ni
siquiera se llegó a cubrir la cuota; así que, en la primavera del 412, sólo
había treinta y nueve naves listas para el combate. Durante el resto de la
guerra en el mar, los aliados peninsulares no suministrarían muchas más
embarcaciones a Esparta y, aunque ésta esperaba grandes aportaciones de sus
aliados en Sicilia, hacia el año 412 sólo habían llegado veintidós naves de
Selinunte y Siracusa, y cinco más de esta última en el 409.
Si se tiene en cuenta la realidad económica de la
alianza peloponesa, Persia se perfilaba como la única posibilidad de obtener la
ayuda adecuada, pero no sería una tarea fácil conseguirla. Los espartanos, que
habían combatido con el lema de la «libertad para los griegos», estaban ahora
en la obligación de acabar con el Imperio ateniense y restaurar la autonomía de
sus súbditos, muchos de los cuales habían estado con anterioridad sometidos al
yugo persa en uno u otro momento.
Los persas deseaban recuperar el control sobre la
mayoría de los territorios, si no sobre todos ellos, por lo que un conflicto de
intereses era inevitable: la situación se complica si tenemos en cuenta el
hecho de que un gran número de espartanos ya estaba planeando conservar las ciudades
«liberadas» para explotarlas por sí mismos.
Aunque Esparta y Persia habían mantenido una
comunicación regular durante los primeros diez años de la contienda, la
relación entre ambas, al perseguir objetivos opuestos, nunca había sido muy
productiva. En el año 425, los atenienses habían interceptado un correo persa
con una carta del Gran Rey, en la que éste expresaba su confusión por los
mensajes tan variados que le llegaban de Esparta.
Al mismo tiempo, los atenienses habían tratado de
reabrir las negociaciones con los persas, pero el rey Artajerjes falleció antes
de poder alcanzar ningún acuerdo. Su desaparición desató una batalla sucesoria,
y el ganador tomó el nombre de Darío II. Darío, uno de los diecisiete hijos
bastardos del monarca difunto, se sentaba en un trono inseguro, ya que los
dieciséis vástagos restantes seguían vivos. En los años 424-423, los atenienses
y los persas establecieron el tratado de Epílico, cuya pretensión era conseguir
una «amistad duradera» entre ellos (Andócides, Sobre la paz, XXIX). Bajo la amenaza de la campaña de Brásidas en
Anfípolis, Atenas tenía la obligación de evitar que Persia socorriera a Esparta
a cualquier precio. Darío II, cuando vio peligrar su posición al sufrir
diversas revueltas en sus territorios durante los años siguientes, no dejó de
alegrarse por haber suscrito el tratado con Atenas.
La Paz de Nicias no alentó en Darío cambios políticos
de ningún tipo. Atenas controlaba los mares y el tesoro aumentaba con la
recaudación de tributos que transportaban sus naves, mientras ningún gasto
militar lo hacía mermar: no había razón alguna para alterar el statu quo. Sin embargo, la derrota de
Sicilia dio al traste con el equilibrio de poderes. Aun así, a la hora de
conseguir sus metas y recuperar sus anteriores posesiones griegas, a los persas
tampoco les sería fácil ponerse de acuerdo con los espartanos.
AGIS AL MANDO
Tras la campaña de Sicilia, «ambos bandos hicieron
preparativos como si la guerra volviera a sus inicios» (VIII, 5, 1). Los
espartanos retomaron la ofensiva, y esta vez los atenienses sólo podían
disponer su defensa. Antes de la guerra, Arquidamo había profetizado que, entre
los espartanos, el conflicto pasaría de padres a hijos; de hecho, Agis, su
propio hijo, se puso a la cabeza de los destacamentos espartanos de Decelia en
el año 413, donde ostentaría plenos poderes «para enviar un ejército donde
quisiera, para reclutar tropas y recaudar fondos. Durante este período, se
podría decir que los aliados le obedecieron más a él que a los de Esparta
porque, al estar al mando de un ejército, podía aparecer veloz en cualquier
parte y sembrar el terror» (VIII, 5, 3).
Agis, que luchaba tanto para aumentar el poderío
espartano como su propia gloria, se desplazó con un ejército a la Grecia
central para iniciar una campaña que desvelaría el alcance de su programa de
agresión y el de Esparta. A finales del otoño, en su esfuerzo por recobrar
Heraclea, en la región de Traquinia, junto al golfo de Málide, se dirigió a la
vecina Eta (Véase mapa[45a]). Heraclea había sido fundada por los
espartanos en 426, pero los beocios la habían ocupado en los años 420419 con el
pretexto de evitar que cayera bajo el control ateniense. Hacia el año 413, a
los espartanos podía servirles como base desde donde fomentar la rebelión a lo
largo y ancho del Egeo, y en el 409, ya se encontraba de nuevo en sus manos.
Sin embargo, Agis, que tenía planes más ambiciosos, comenzó a extorsionar a las
gentes locales y a tomar rehenes para forzarlos a pagar y a unirse a la Liga
espartana. Estas acciones supusieron la expansión de la dominación espartana en
la Grecia central, cuya política de agresión continuaría una vez acabada la
contienda hasta establecer lo que los historiadores modernos llaman «la
hegemonía espartana».
LAS INICIATIVAS PERSAS
Agis, al volver de Decelia, se mostró de acuerdo en
apoyar la rebelión de los eubeos contra Atenas, pero, antes de que pudiera
actuar, llegó una embajada de Lesbos para solicitar el apoyo espartano a favor
de su propio alzamiento. Agis decidió socorrer a Lesbos, y envió diez
embarcaciones y tres centenares de neodamodes;
los beocios colaboraron por su parte con diez trirremes adicionales. En esos
momentos, dos delegaciones más, ambas con apoyo persa, fueron directamente a
Esparta para solicitar ayuda en sus respectivas rebeliones. Una venía de Quíos
y de Eritras, acompañada por un enviado de Tisafernes, el sátrapa persa de
Sardes; la otra apareció en nombre de Farnabazo, sátrapa de la provincia
helespontina del Imperio persa. Los emisarios griegos que hablaron por los
persas rogaron a los espartanos que apoyasen a las ciudades griegas del
Helesponto. Los sátrapas tenían la autorización del Gran Rey, lo que anunciaba
que Persia estaba lista para unirse a la guerra contra Atenas.
Darío había estado presionando a los sátrapas para
recaudar los impuestos y atrasos de las ciudades griegas que Persia había
perdido en el año 479. Esta medida no sólo rompía el tratado acordado con
Atenas doce años antes, sino que socavaba la política que los persas habían
venido practicando desde mediados de ese siglo, y por la que mantenían buenas
relaciones con los atenienses. ¿Por qué quería el Gran Rey luchar contra Atenas
de nuevo? Algunos expertos hacen hincapié en el desagrado que le provocaba la
continuación de la dudosa alianza de Atenas con Amorges, hijo ilegítimo del
sátrapa Pisutnes, el cual se había rebelado contra el Gran Rey en Caria; sin
embargo, la explicación más plausible del cambio de postura de los persas y el
origen de los augurios de la ruina ateniense no deja de ser el más obvio: el
desastre en Sicilia. Para el Gran Rey, había llegado el momento de sumarse a
una guerra contra un oponente desesperadamente débil y recuperar, junto con su
honor y sus rentas, los territorios perdidos.
Los enviados de los sátrapas eran en realidad rivales,
y cada uno intentó ganarse el apoyo espartano instigando la rebelión contra
Atenas en su propia provincia para conseguir llevarse el mérito de haber ganado
la alianza en solitario ante los ojos del Gran Rey. En los asuntos diplomáticos
de este cariz, los espartanos aún estaban más divididos entre sí. En primer
lugar, en Decelia había divergencias de opinión entre Esparta y Agis. Aunque el
monarca había decidido ayudar a Lesbos, en Esparta «se había generado una gran
controversia, pues algunos habían intentado convencer a la Asamblea de que
enviara tropas de infantería y navíos primero a Jonia y Quíos, mientras otros
creían que era mejor dirigirse al Helesponto» (VIII, 6, 2). De hecho,
cualquiera de las cuatro propuestas contaba con buenos argumentos. Los
atenienses guardaban sus rebaños en Eubea, y contaban con ellos como fuente de
aprovisionamiento. Cuando ésta se rebeló en el 411, se asustaron aún más que
tras el desastre de Sicilia, porque «obtenían más beneficios de allí que del
Ática» (VIII, 96, 2). Lesbos era una gran isla, rica y populosa, emplazada
estratégicamente para situar una base desde donde cortar la arteria vital de
los atenienses al mar Negro. Así pues, la oferta de Farnabazo surtió un gran
efecto, ya que ofrecía acceso al mismísimo Helesponto, con la atracción
adicional del apoyo financiero persa.
QUÍOS: LA ELECCIÓN ESPARTANA
Finalmente, sin embargo, los espartanos se mostraron
dispuestos a favorecer la petición de los habitantes de Quíos y de Tisafernes,
porque las de Eubea y Lesbos no incluían ni una flota ni la promesa del apoyo
persa. A primera vista, la propuesta de Farnabazo podía parecer más atractiva,
ya que el éxito en el Helesponto prometía una victoria más rápida sobre Atenas,
además de que sus compromisarios portaban veinticinco talentos en moneda. Pero,
primero, a Tisafernes parecía atraerle más el oeste en la contienda contra
Atenas; y segundo, con su participación, los quiotas aportarían una flota
importante. La decisión espartana también se vio favorecida por Alcibíades, que
necesitaba probar su valor ante sus anfitriones, incrédulos a la sazón, y que
concebía la rebelión quiota que había dado origen a la campaña de Jonia como
una oportunidad única para hacerlo. Alcibíades disponía de un montón de amigos
de buena posición en la región jónica, y por ello esperaba presentarse ante los
espartanos como una figura indispensable dentro de la región.
Los espartanos optaron por comprobar si la ciudad de
Quíos y su armada eran tan grandes como aseguraban sus habitantes. Sólo entonces
votarían a favor de su entrada y la de Eritras, al otro lado de la bahía, en la
Alianza. Se decidió enviar cuarenta trirremes —diez de los cuales se harían a
la mar inmediatamente a las órdenes del almirante Meláncridas— para que se
unieran a la flota quiota, compuesta por sesenta embarcaciones. Sin embargo,
antes de partir, un temblor de tierra les indujo a reducir la primera misión a
cinco naves, con Calcideo al mando. Aunque la expedición había sido aprobada,
en la primavera de 412 todavía no había zarpado ningún barco.
Si bien es cierto que los espartanos se tomaban los
terremotos y los augurios muy en serio, los factores políticos y estratégicos
sin duda tuvieron un papel importante en el retraso. A Agis no debió de
gustarle que su plan fuera rechazado. La Liga del Peloponeso tenía que ser
llamada a consultas antes de emprender una expedición naval, porque la mayoría
de los barcos, anclados en el golfo de Corinto por motivos de seguridad,
pertenecían a los aliados. Cuando finalmente se reunió el Congreso en Corinto,
se decidió enviar una flota al mando de Calcideo a Quíos, pero también otra a
Lesbos, como Agis deseaba, ésta a las órdenes de Alcámenes, «el mismo que Agis
tenía en mente» (VIII, 8, 2). La tercera misión, que comenzaría después de la campaña
de Lesbos, se desplazaría al Helesponto con Clearco. Esta estrategia a tres
bandas tan intrincada es posiblemente un reflejo de la complicada situación
política que se vivía en Esparta.
El Congreso votó a favor de que las naves se hicieran
a la mar de forma inmediata sin ocultar sus movimientos, «pues así se
vanagloriaban ante la impotencia de los atenienses, ya que su flota no daba
señales» (VIII, 8, 4). Aunque, en realidad, se desplazaron con gran precaución,
ya que todavía se mantenía con fuerza la huella de las humillaciones sufridas a
manos de la armada de Atenas; sin embargo, justo entonces, los corintios se
negaron a partir hasta que los Juegos Ístmicos no hubieran terminado. A pesar
de que Agis se ofreció a comandar la expedición a Quíos y a dejar tranquilos a
los corintios mientras durase el acontecimiento, éstos consiguieron sumar los
suficientes votos aliados para hacerlo a su manera, y la propuesta quedó
denegada.
Como es lógico, la demora resultante dio a los
atenienses el tiempo necesario para descubrir el complot. Acusaron a los
quiotas, sus últimos aliados con flota propia, de rebelión, y exigieron que
donasen algunas embarcaciones a la armada imperial como prueba de su buena fe.
Como los oligarcas de Quíos temían que las gentes de la isla se opusieran a sus
planes con la ayuda de algunos mandatarios fieles a Atenas, y al ver que los
peloponesios parecían seguir pensándoselo, comenzaron a creer que la ayuda
prometida no llegaría nunca, y finalmente enviaron siete embarcaciones a los atenienses,
tal como les había sido ordenado.
El retraso también permitió que los atenienses tomaran
parte en los Juegos Ístmicos, donde tuvieron conocimiento de los detalles de la
conspiración quiota y de los planes de los peloponesios. Cuando Alcámenes se hizo
a la mar con los veintiún trirremes peloponesios en el mes de julio del año
412, una escuadra ateniense de igual tamaño les estaba aguardando, por lo que
aquél puso de nuevo rumbo al puerto. Los atenienses se retiraron al Pireo para
esperar refuerzos, y reunieron hasta un número de treinta y siete trirremes.
Mientras tanto, Alcámenes intentó colarse por el sur de la costa peloponesia,
pero los atenienses lograron darle caza. Al avistarlos, tuvo miedo y consiguió
huir al puerto abandonado del Espireo, justo al norte de la frontera de
Epidauro, con la pérdida de una sola embarcación rezagada. Las demás naves
alcanzaron la orilla, pero los hombres no pudieron ponerse a salvo porque los
atenienses les atacaron por tierra y por mar, destruyeron la mayoría de sus
barcos y dieron muerte a Alcámenes. Los atenienses instalaron un campamento en
las cercanías y reforzaron la flota para mantener el cerco sobre el enemigo,
con la determinación de no permitir que ningún barco peloponesio surcara el
Egeo.
En Esparta, los éforos esperaban la llegada de
noticias, ya que le habían ordenado a Alcámenes que tan pronto como zarpasen se
lo hiciera saber para poder enviar tras él a Calcideo con cinco naves más. La
moral estaba alta y los hombres, contentos de hacerse a la mar. Pero en cuanto
llegaron los informes de la derrota, de la muerte de Alcámenes y del bloqueo de
Espireo, los ánimos cambiaron enseguida. «Al haber fracasado en su primera
empresa en la guerra jónica, ya no sólo querían dejar de enviar barcos, sino
hacer volver a los que ya habían zarpado» (VIII, 11, 3).
LA INTERVENCIÓN DE ALCIBÍADES
Las noticias de las pérdidas peloponesias podrían
haber impedido por completo el alzamiento en Quíos pero, llegado este punto,
Alcibíades tuvo un papel decisivo para que Esparta volviera a la acción.
Convenció a los éforos para que enviaran las cinco embarcaciones de Calcideo
directamente a Jonia, antes de que los ecos de la derrota llegasen a sus
costas, y se embarcó en una de ellas. Alcibíades convencería a los jonios de
las flaquezas de Atenas y de las bondades de Esparta, y no dudarían de él
gracias a su amistad con los dirigentes jonios y a que conocía al detalle tanto
la una como la otra. Su mensaje privado al éforo Endio revela que la lucha por
la fama personal y las consideraciones partidistas todavía tenían un importante
papel en las decisiones políticas de Esparta. «Sería bueno, a través de la
influencia de Alcibíades, causar la revuelta en Jonia, convertir al rey en
aliado de los espartanos y no permitir que esto se torne en provecho de Agis».
Alcibíades tenía sus propias razones para asumir este papel, porque «daba la
casualidad de que él mismo estaba enfrentado con Agis» (VIII, 12, 2). Esta
observación hacía referencia al famoso escándalo sucedido en Esparta, donde se
rumoreaba que, durante un terremoto, Alcibíades había sido visto abandonando
las estancias de la mujer de Agis, probablemente en las postrimerías del mes de
febrero del año 412. En julio, Agis se había enterado del incidente y sin duda
estaba dispuesto a una rápida venganza. La mejor opción de Alcibíades era
alcanzar un éxito tan grande que lo convirtiera en intocable, incluso a manos
del rey; de otro modo, tendría que escapar hacia el último refugio posible que
le quedaba, el Imperio persa. Con su expedición a Jonia, se abrían para él
ambas posibilidades.
Para mantener a salvo el secreto de la misión, la
flotilla de Calcideo apresó a todos aquellos con los que se tropezó rumbo a
Quíos. Los oligarcas quiotas habían ideado que la llegada de los espartanos
coincidiera con una reunión del Consejo, conformado por una mezcla de
dirigentes y pueblo llano, donde «la mayoría se encontraba en un estado de
asombro y pánico» (VIII, 14, 2). Alcibíades, reforzado por los barcos y los
soldados espartanos, les dijo que una fuerza aún mayor estaba en camino. Las
recientes noticias prendieron la llama de la rebelión entre los quiotas,
arrastrando con ellos a Eritras. La estratagema, una práctica muy típica de
Alcibíades, fue un gran éxito: únicamente con la ayuda de una pequeña flota y
con sus brillantes argucias, se las arregló para hacerse con sesenta naves, una
base de operaciones segura y las primeras defecciones importantes en el seno
del Imperio ateniense. Posiblemente, con esta misión hizo más daño que nunca a
Atenas. Casi de forma teatral, Alcibíades recordaba de nuevo a sus antiguos
compatriotas que «todavía seguía vivo».
Alcibíades y Calcideo promovieron rápidamente la
rebelión de unas cuantas poblaciones vecinas y, en muy poco tiempo, el poderoso
ejemplo de Quíos sirvió de inspiración para los futuros alzamientos
peninsulares de Eritras, Clazómenas, Heras y Lébedo, mientras Teos se mantenía
neutral. Más lejos, en el sur, la gran ciudad de Éfeso se unió a los
levantamientos, como también Anea, un pequeño enclave estratégico frente a
Samos y cercano a Mileto. Tras todo ello, Alcibíades estaba por fin preparado
para ganar Mileto, la joya de Jonia. Reemplazó a las tripulaciones peloponesias
por otras quiotas, porque «quería convencer a los milesios antes de que
llegaran las naves peloponesias y atribuirse a él mismo y a los quiotas y (…),
como había prometido, a Endio, que les había enviado, el éxito exclusivo de
haber propiciado la rebelión en el mayor número de ciudades posibles» (VIII,
17, 2). Alcibíades y Calcideo llegaron justo a tiempo de lograr que Mileto se
uniese a la rebelión generalizada, antes de que los atenienses pudieran
evitarlo. Su abandono sirvió de plataforma para la expansión de las revueltas
en Jonia meridional, en Caria y en otras islas del litoral.
TISAFERNES Y EL BORRADOR DEL TRATADO
La captación de Mileto animó a Tisafernes a ir hasta
allí para negociar una alianza entre los espartanos y el Gran Rey. Este
documento unilateral devolvía a Darío los territorios y las ciudades que él y
los que le precedieron habían controlado en el pasado; a su vez, tanto persas
como espartanos acordaron trabajar conjuntamente para paralizar el pago de
tributos de estas regiones a Atenas. Los espartanos se comprometieron a asistir
al Gran Rey contra una posible sublevación en sus dominios y, por su parte, el
monarca se comprometió a ayudarles contra la rebelión de cualquier aliado.
Ambos bandos lucharían juntos contra Atenas, y lo que era más importante si
cabe, no harían la paz por separado. Como era de esperar, los espartanos no se
tenían que enfrentar a las deserciones de sus aliados, mientras que los persas,
que estaban en guerra contra Amorges, sí consideraban que las ciudades griegas
que habían ido perdiendo desde el año 480 estaban todavía en estado de
insurgencia. El acuerdo, si se tomaba al pie de la letra, devolvería a los
persas todos los territorios griegos que habían formado parte de su Imperio
antes de Salamina. En cambio, no se estipulaba nada sobre el apoyo, financiero
o de otro tipo, que los persas proporcionarían a los espartanos. Más adelante,
un distinguido espartano haría pública su indignación por las consecuencias de
la alianza: «Era una atrocidad —comentó— que el Rey pretendiera ejercer el
control sobre las tierras que él y sus ancestros gobernaron anteriormente,
porque eso traería consigo el retorno a la esclavitud de todas las islas, de
Tesalia y Lócride, y de todo el resto hasta Beocia. En lugar de la libertad,
los espartanos impondrían a todos los griegos la dominación persa» (VIII, 43,
3). Así pues, los lacedemonios decidieron mantener en secreto el acuerdo y no
comunicárselo a sus aliados.
Sin lugar a dudas, Alcibíades tuvo un papel crucial a
la hora de fomentar la disposición de los espartanos para que aceptasen un
acuerdo tan desigual. Veterano de muchas negociaciones, ocupaba un lugar de
autoridad en las discusiones, por lo que Calcideo siguió sus consejos.
Posiblemente debió de decirle que un acuerdo rápido para conseguir la alianza
con Persia también le favorecería a él; los detalles no tendrían importancia y
podrían cambiarse más adelante. El objetivo principal era obtener el compromiso
de los persas antes de que otros espartanos —quizás incluso partidarios del
propio Agis— lo consiguieran, y reclamaran los méritos para sí. Con toda
seguridad, esta explicación casaba con los propios deseos de Alcibíades, ya que
era él quien estaba necesitado de triunfos rápidos.
En última instancia, en el año 412, el tratado de
Calcideo fue considerado como todo un éxito, aunque el ateniense desterrado que
lo había ideado fuera sospechoso de habérsela jugado al rey de Esparta con su
mujer, y su vida pendiera de un hilo. Aun así, la rebelión en Jonia y el
tratado con el Gran Rey cumplirían las expectativas que Alcibíades había
prometido a Endio, a los éforos y a Esparta; aunque el tiempo se encargase de
sacar a flote los defectos de este acuerdo, Alcibíades había sacudido a Esparta
del letargo y la falta de acción que siempre la habían caracterizado, y con
ello había abierto su camino hacia la victoria.
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