Cuando los refuerzos atenienses de Trásilo llegaron
finalmente al Helesponto, a finales del año 409, sus tropas no fueron admitidas
de buena gana por las tropas atenienses allí instaladas. Alcibíades intentó
unificar ambas fuerzas, pero los veteranos de las batallas de los estrechos se
negaron a permitir que los hombres de Trásilo, que llegaban sin conocer la
derrota y la humillación, se integraran entre sus filas. No obstante, los dos
generales hicieron avanzar sus tropas hacia Lámpsaco, en la parte asiática del
Helesponto, una base bien situada para lanzar incursiones contra Farnabazo, así
como para atacar la principal base espartana en Abido. Contando con sus fuerzas
de tierra y con su incontestada marina, podían seguir la línea de la costa y
amenazar al enemigo por tierra y por mar. Durante el invierno del 409-408, los
atenienses fortificaron Lámpsaco, para más tarde lanzar un ataque contra Abido.
Trásilo tomó treinta barcos y desembarcó cerca de la
ciudad. Farnabazo llegó al rescate con su infantería y caballería, pero
Alcibíades ya estaba en camino por tierra con la caballería ateniense y ciento
veinte hoplitas. Este último había calculado su llegada para sorprender a
Farnabazo cuando el sátrapa estuviera enfrentándose con las tropas de Trásilo.
Los atenienses derrotaron por completo a los persas, erigieron un trofeo de la
victoria, y se dedicaron a saquear el territorio de Farnabazo, con lo que
consiguieron un abundante botín. La rápida reacción de Farnabazo, sin embargo,
había salvado Abido, que permaneció en manos espartanas, por lo que la victoria
puede considerarse como un fracaso estratégico. Aun así, el triunfo consiguió
cerrar las heridas y disensiones en el seno del ejército ateniense: «Las dos
partes estaban ahora unidas, y regresaron al campamento juntas con mutua buena
voluntad y alegría» (Plutarco, Alcibíades,
XXIX, 2).
En la primavera del 408, los atenienses partieron para
expulsar al enemigo del Bósforo y conseguir un acceso libre al mar Negro,
avanzando primero contra Calcedonia, en el lado asiático (Véase mapa[50a]),
cuyas defensas habían sido mejoradas por Clearco cerca de dos años antes. La
guarnición espartana en esa ciudad estaba bajo el mando de Hipócrates, el
harmoste o gobernador. Desde su base en Crisópolis, Terámenes inició la
devastación del territorio calcedonio, viendo reforzada su posición con la
llegada de Alcibíades y Trásilo con una flota de, quizá, ciento noventa barcos.
Para empezar su asedio de la ciudad amurallada de
Calcedonia, los atenienses construyeron su propia empalizada desde el Bósforo
al mar de Mármara. Esta acción dejó encerrados a los calcedonios en un
triángulo, con el ejército ateniense y la empalizada de madera entre ellos y
los persas. Con la flota ateniense controlando el mar, su envolvimiento fue
completo. El ejército espartano hizo una salida para luchar, ante lo cual
Trásilo marchó hacia ellos con sus hoplitas. La empalizada impidió que la
infantería y la caballería de Farnabazo pudieran intervenir en la lucha. En ese
momento, Alcibíades llevó su caballería y un pequeño contingente de hoplitas al
combate, tras permitir que éste se prolongara durante algún tiempo, y logró
romper finalmente la resistencia espartana. Hipócrates fue muerto, pero sus
tropas huyeron a la ciudad, cerraron sus puertas y se aprestaron a la defensa.
Una vez más, los atenienses fracasaron en la difícil tarea de tomar una ciudad
por un medio diferente al asedio. Alcibíades partió en busca de dinero por las
costas del Helesponto, dejando la campaña en manos de sus colegas.
Aunque estaban cercados por tierra y por mar, los
defensores de Calcedonia no habían perdido completamente la esperanza de
resistir, ya que Farnabazo disponía de una gran fuerza a una corta distancia de
allí, con la cual todavía podía abrirse paso a través de la empalizada y
desafiar a los atenienses desde la retaguardia. Esta situación pudo ser tenida
en cuenta en la negociación de un tratado entre los generales atenienses y Farnabazo,
que cerraron en los siguientes términos: los calcedonios pagarían a Atenas el
mismo tributo que pagaban anteriormente, junto con los atrasos que se habían
acumulado, mientras que Farnabazo pagaría a los atenienses veinte talentos y se
comprometería a llevar a los embajadores de Atenas ante el Gran Rey. Los
atenienses, a cambio, prometerían no atacar a los calcedonios y no realizar
incursiones en el territorio de Farnabazo hasta que los embajadores regresaran.
Este acuerdo, a diferencia de los establecidos con las
ciudades sometidas que eran recuperadas, dejaba a los atenienses fuera de
Calcedonia, pero les recompensaba con su tributo, los atrasos y una suma que
equivalía a una indemnización que pagaría Farnabazo en nombre de la ciudad.
Esto proveía a los atenienses de un dinero desesperadamente necesario, además
de que prometía más rentas en el futuro, los libraba del coste de un asedio y
los dejaba en libertad para ir contra Bizancio. Sin embargo, el acuerdo era
temporal; sólo se mantendría en vigor hasta que las negociaciones con el Gran
Rey acabaran. También permitía a Farnabazo quedarse con la ciudad sin tener que
enfrentarse a un asedio y a una batalla que él prefería evitar. Las
negociaciones podían hacer innecesaria una lucha posterior, y en todo caso
otros acontecimientos podían evitar una victoria ateniense. Mientras tanto, el
sátrapa mantenía Calcedonia, que era digna de la entrega de veinte talentos y
de la firma de un extraño compromiso.
Aunque este acuerdo especial dejaba a Calcedonia en
manos enemigas, la estrategia ateniense exigía la recuperación de todas las
ciudades costeras en los estrechos. Por consiguiente, Alcibíades se encargó de
reunir fondos y tropas tracias de la península de Gallípoli, para atacar
inmediatamente Selimbria, en la costa norte de la Propóntide. Para evitar un
asedio o un asalto, conspiró con un grupo proateniense del interior de la
ciudad, que le abrió las puertas de la misma por la noche. Ofreció a los
selimbrios condiciones favorables, al tiempo que imponía una estricta
disciplina para hacerles ver que estaban vigilados. Ningún daño fue hecho a la
ciudad o a sus habitantes; los atenienses se limitaron a colocar allí una
guarnición y a recaudar algún dinero. Fue una acción muy hábil por su parte,
que ahorró tiempo, recursos y vidas, y que, además, consiguió el objetivo que
se proponía. Ésta era la clase de guerra en la que Alcibíades destacaba.
Al este de Selimbria estaba Bizancio, la ciudad clave
que debía ser capturada para liberar el paso del Bósforo y la ruta al mar
Negro. Alcibíades avanzó rápidamente para reunirse con Terámenes y Trásilo, que
habían ido allí desde Calcedonia. A pesar del dominio ateniense del mar, de
disponer de considerables fuerzas terrestres, así como de fondos adecuados para
mantener a esas fuerzas, iban a descubrir de nuevo que tomar una poderosa
ciudad amurallada como Bizancio no era una tarea sencilla. Los atenienses
repitieron su estrategia de construir una empalizada para separar la ciudad del
área interior circundante, mientras que la flota se encargaba de prevenir
cualquier acceso a la ciudad desde el mar. Clearco, un duro harmoste espartano,
se encargaba de la defensa de la ciudad. Con él estaba un cuerpo de periecos y
unos pocos neodamodes, contingentes de Megara y Beocia, y un cuerpo de
mercenarios; él era el único espartano.
Cuando el asalto ateniense sobre la ciudad fracasó,
Clearco confió la defensa de Bizancio a sus subordinados y se dirigió a ver a
Farnabazo, en ese momento en la costa asiática del Bósforo, con objeto de recoger
la paga para sus tropas. También tenía la intención de reunir una flota que
mantuviera a los atenienses fuera de Bizancio, atacando a sus aliados en los
estrechos. Sin embargo, la situación en Bizancio era mucho peor de lo que
Clearco había supuesto. Sus habitantes estaban hambrientos, mientras que él
había demostrado claramente que era un gobernador acorde a lo que podía
esperarse del modelo de comportamiento espartano, duro y arrogante. Su actitud
había acabado por encolerizar a numerosos bizantinos influyentes que acabaron
por unirse a Alcibíades en una conspiración. Al prometerles la misma
benevolencia que había mostrado en Selimbria, les persuadió de que permitieran
a los atenienses entrar en la ciudad en una noche cuya fecha fue acordada.
Extendió, a continuación, un falso rumor acerca de una misión ateniense en
Jonia, y se alejó de la ciudad como si realmente fuera a partir en la tarde del
día prefijado.
Cuando cayó la noche, el ejército regresó
sigilosamente hacia los muros de Bizancio, mientras la flota entraba en el
puerto para atacar a los barcos peloponesios amarrados allí. Cuando los
defensores dejaron sus puestos para socorrerlos, dejando gran parte de la
ciudad desprotegida, los conspiradores bizantinos permitieron que las tropas de
Alcibíades y Terámenes, que esperaban el momento oportuno, entraran en la
ciudad, para lo cual habían dispuesto escalas sobre los muros, que en ese
momento ya no estaban vigilados. Sin embargo, los bizantinos leales a su ciudad
lucharon tan bravamente que Alcibíades promulgó una declaración en la que les
garantizaba su seguridad. Esta garantía convenció a los ciudadanos a revolverse
contra el ejército peloponesio, cuyos integrantes cayeron, en su mayoría,
luchando. Los atenienses cumplieron su palabra, restaurando a Bizancio como un
aliado ateniense, sin enviar al exilio ni matar a ninguno de sus habitantes. La
ciudad recuperó su autonomía, hasta el punto de que el gobernador y la
guarnición peloponesia no fueron sustituidos por ningún destacamento ateniense,
sino por bizantinos. Los prisioneros peloponesios tampoco fueron ejecutados,
sino que fueron desarmados y llevados a Atenas para ser juzgados. Todas estas
medidas significaban el comienzo de una nueva política de justicia y
conciliación, adoptadas como un medio de recuperar el Imperio.
LAS NEGOCIACIONES ATENIENSES CON PERSIA
La voluntad ateniense de hacer concesiones importantes
en Calcedonia sugiere un nuevo elemento en sus planes para ganar la guerra. Si
habían rechazado la oferta de paz espartana era, en parte, porque esperaban
separarla de Persia, y al regresar con fuerza al Helesponto tenían realmente
una oportunidad de conseguir ese objetivo. Había llegado el momento de
comprobar las intenciones persas y de hablar con el Gran Rey en persona. Las
constantes derrotas y la pérdida de un gran número de barcos sin resultados
positivos podían haberlo persuadido de lo caro y fútil de su política en ese
momento. Además, la oferta unilateral de paz espartana era una flagrante
trasgresión del tratado con Persia. Si las negociaciones tenían éxito, el Gran
Rey aceptaría retirar el apoyo a los espartanos, que serían incapaces de luchar
en el mar y se verían obligados a firmar la paz en condiciones nada favorables.
El punto débil de esta estrategia era que los
objetivos particulares de cada parte estaban en conflicto directo. Ambos
querían el control de las ciudades de Asia Menor y los ingresos que ellas
proporcionaban. El compromiso temporal al que se llegó en Calcedonia no podía
servir como modelo para un pacto permanente; y de hecho, se hace difícil
imaginar los contenidos que un acuerdo aceptable debería haber comprendido. No
obstante, los atenienses pensaban que valía la pena intentarlo. Por otra parte,
habían recibido informes sobre una embajada espartana liderada por Beocio hacia
Susa, y se habían propuesto frustrarla. En cualquier caso, tenían poco que
perder en el intento.
Tras la batalla de Calcedonia, Farnabazo invitó a los
atenienses a enviar embajadores, que él mismo escoltaría a Susa, para que
hablaran ante el Gran Rey. El sátrapa y la embajada hicieron lentamente su
camino, ya que a comienzos del invierno tan sólo habían alcanzado Gordio, en
Frigia, donde permanecerían hasta la primavera. Después reanudaron su viaje
hacia Susa, si bien pronto se encontraron con la embajada espartana guiada por
Beocio, que regresaba de un favorable encuentro con el rey Darío II. Los
espartanos les comunicaron que habían obtenido todo lo que querían y lo
probaron al presentar a Ciro, el hijo del Gran Rey, que había venido «a ponerse
al frente de todos los pueblos de la costa y a luchar junto a los espartanos»
(Jenofonte, Helénicas, I, 4, 3). Esto
puso fin a las esperanzas atenienses de llegar a un acuerdo con Persia, por lo
que tendría que ponerse en marcha un plan alternativo.
ALCIBÍADES REGRESA
En la primavera del 407, los victoriosos generales
atenienses ya habían partido del Helesponto hacia Atenas, pero aún desconocían
las decepcionantes noticias de la embajada a Persia. La captura de Bizancio
había liberado los estrechos de puertos enemigos, a excepción de Abido. Aunque
la mayoría de los soldados y marineros atenienses habían estado fuera de Atenas
durante años, ninguno estaba tan impaciente por regresar como Alcibíades, ya
que éste era el momento que había buscado durante tanto tiempo. Sus complicadas
maniobras desde que huyera a Esparta en el año 415 habían provocado que tanto
los territorios de Esparta y de sus aliados como el Imperio persa fueran
inseguros para él. Para preservar su propia seguridad y promover sus ambiciones,
tenía que regresar a Atenas y consolidar su carrera pública en lo militar y en
lo político.
Sin embargo, incluso su regreso a la cabeza de una
flota victoriosa no le garantizaba una completa seguridad. Había ido a Samos
como resultado de un golpe político, y había sido la flota estacionada allí la
que le había asignado su primer mando militar, y no una elección regular en
Atenas. Además, su regreso del exilio había sido acordado con los Cinco Mil,
por lo que podía ocurrir que su vuelta no fuera del agrado de la democracia
restaurada. Atenas todavía estaba llena de sus enemigos con diferentes
opiniones políticas: demócratas que no le perdonaban sus difamaciones contra el
gobierno popular y que estaban recelosos de su ambición, conservadores
religiosos, patriotas que no habían olvidado su traición, así como otros
políticos ambiciosos que temían competir con él. Alcibíades también necesitaba
estar en guardia contra ataques y acusaciones que podían llevarle a una condena
a muerte u obligarle a un peligroso exilio de nuevo. Su mejor defensa era sin
duda el éxito militar, que le proporcionaba popularidad política. Sin embargo,
después de la victoria de Abido y del gran triunfo de Cícico —que se le
atribuía a él principalmente—, no se había decidido a regresar inmediatamente a
Atenas. Quizá pretendía estar seguro de que ningún otro general le eclipsaría
en su ausencia, y, aunque las destacadas acciones en Selimbria y en Bizancio
sólo podían obrar en su favor, el acontecimiento decisivo que le dio confianza
para regresar fue probablemente la ceremonia que selló el acuerdo en
Calcedonia. Allí los generales y el sátrapa prestaron los usuales juramentos,
pero Farnabazo rehusó considerar este tratado válido sin el juramento de
Alcibíades, lo que proporcionó al ateniense la ocasión de presumir de la
consideración que aún le tenían los persas. Por consiguiente, hizo que el
sátrapa prestara el juramento de nuevo en iguales términos que él mismo, y al
obrar así elevó su posición en un momento en que los atenienses estaban buscando
el apoyo de Farnabazo para sus próximas negociaciones con Darío. En la
primavera del 407, Alcibíades tenía toda la apariencia de ser, no sólo un gran
general que había reavivado la fortuna de Atenas, sino también el único hombre
que disponía del poder de privar a Esparta de la ayuda persa y, por lo tanto,
de ganar la guerra. Ahora era el momento de regresar a Atenas.
Los atenienses dejaron una flota para vigilar los
estrechos, lo que permitió igualmente el regreso de Trásilo y Terámenes. En su
viaje de regreso, las fuerzas atenienses se aprovecharon de su dominio del mar
para recuperar el control de muchos de los territorios perdidos. Trasibulo se
hizo con la costa de Tracia, cuyas áreas más importantes eran la gran isla de
Tasos y la poderosa ciudad de Abdera. Mientras tanto, Alcibíades, que había
sido el primero en partir, se había dirigido hacia Samos y luego al sur hacia
Caria, donde consiguió reunir cien talentos antes de regresar a la isla. Desde
allí fue a Giteo, la principal base naval espartana en Laconia, donde pudo ver
a los espartanos construyendo barcos, pero no llevó a cabo acción alguna contra
ellos. ¿Por qué retrasaba de esa forma su regreso triunfal a Atenas?
El motivo estaba claro: quería averiguar «qué pensaba
la ciudad [Atenas] acerca de él y de su regreso» (Jenofonte, Helénicas, I, 4, 11). Y esta explicación
puede aplicarse igualmente a todo su comportamiento desde que partiera del
Helesponto. Básicamente, su intención era esperar a que se produjeran las
elecciones al generalato en el verano del 407. Los resultados sólo pudieron
haber sido alentadores para él, desde el momento en que entre los componentes
del nuevo cuerpo administrativo, cuyos nombres conocemos, se incluía el de su
más ferviente partidario, Trasibulo, así como los de otros de sus
simpatizantes, pero ninguno de sus enemigos. A pesar de todo, Alcibíades
actuaba con cautela. Legalmente, él debía ser condenado, y también maldecido
por las más solemnes ceremonias religiosas, hasta el punto de que una estela
que llevaba inscrita su condena y una maldición contra él permanecía erigida en
la Acrópolis. Incluso después de que echara anclas en el Pireo, insistió en
permanecer a bordo «por miedo a sus enemigos. Desde la cubierta de su barco,
comprobó si sus amigos estaban allí. Cuando vio a su primo Euripólemo, hijo de
Peisianax, y a otros familiares y amigos con él, accedió a desembarcar y subió
a la ciudad, acompañado por un grupo de hombres dispuestos a defenderlo contra
cualquier ataque que pudiera producirse» (Jenofonte, Helénicas, I, 4, 18-19). Sin embargo, no fue necesaria protección
alguna, ya que la gran multitud que se había reunido en la orilla saludaba y
voceaba sus felicitaciones. Cuando desembarcó, la multitud corrió a su lado
aclamándolo y coronándolo con guirnaldas en honor a su victoria. Hubo mucha
discusión acerca del alto coste de su ausencia, y muchos insistían en que se
habría ganado Sicilia si Alcibíades hubiera sido dejado a cargo de esa misión.
Había sacado a Atenas de una situación desesperada, y «no sólo había restaurado
su dominio del mar, sino que incluso había traído la victoria sobre el enemigo
en tierra en todas partes» (Plutarco, Alcibíades,
XXXII, 4-5).
Esta cálida recepción, sin embargo, no le evitó tener
que presentarse ante el Consejo y la Asamblea para ofrecer una defensa formal
contra las antiguas acusaciones que había contra él. Se declaró inocente del
cargo de sacrilegio por el que había sido acusado, y se quejó de sus
desgracias. Con mucho tacto, no culpó ni a individuos particulares ni al pueblo
en general por ellas, sino que las atribuyó sólo a su propia mala suerte y a
una especie de malvado demonio personal que lo angustiaba. Después pasó a
tratar las grandes perspectivas de futuro, minimizando las esperanzas del
enemigo, e hizo que los atenienses recuperaran su confianza como había hecho en
tiempos anteriores.
Alcibíades consiguió un éxito incondicional. Nadie
recordó sus problemas pasados o se opuso a nada de lo que él y sus partidarios
habían propuesto. Los atenienses le absolvieron de todos los cargos, le
devolvieron las propiedades que le habían sido confiscadas, ordenaron a los
sacerdotes que revocaran las maldiciones que habían invocado contra él, y
lanzaron finalmente la estela, que llevaba inscrita su sentencia y otras
acusaciones contra él, al mar.
El pueblo votó a favor de que se le concedieran
coronas doradas y le hicieron general en jefe (strategós autokrátor) con mando sobre tierra y mar.
Sin embargo, incluso en ese momento, en la cúspide de
su popularidad, no todo iría bien. Teodoro, gran sacerdote de los misterios,
obedeció la orden y revocó la maldición sólo a regañadientes, argumentando que:
«No invocaré mal alguno contra él, si nada malo hizo a la ciudad» (Plutarco, Alcibíades, XXXIII, 3). Sin duda, esta
reserva reflejaba la continua sospecha y la mala voluntad de algunos
atenienses. En el 407 representaban una pequeña minoría, pero actuaban como un
recordatorio de que Alcibíades tan sólo mantendría su posición mientras tuviera
éxito. Algunos incluso consideraron un portento nefasto el hecho de que hubiera
regresado a Atenas en el día de la ceremonia llamada Plinteria, en la que los
vestidos de la estatua de madera de Atenea Polias eran quitados y lavados, y su
imagen ocultada de la vista. Aquél era considerado como el día más desafortunado
del año para emprender grandes acciones. Plutarco nos dice que parecía como si
la diosa no hubiera deseado dar la bienvenida a Alcibíades de una manera
amistosa, sino más bien esconderse de él y rechazarlo. Jenofonte nos cuenta que
el hecho de que llegara en aquel día impresionó a algunos ciudadanos, que
consideraron el asunto como un mal presagio tanto para él como para la ciudad.
Aunque realmente sólo unos pocos atenienses se dieron cuenta de la
coincidencia, los enemigos de Alcibíades la memorizaron para usarlo en el
futuro. Nosotros constatamos la ironía del hecho de que, después de tomarse
tantas precauciones para su regreso, hubiera olvidado ese sagrado día. Su viejo
rival, Nicias, nunca hubiera cometido un error como ése. Alcibíades pudo haber
tomado su primer paso importante tras su regreso precisamente haciendo frente a
esta impresión negativa. El festival relacionado con los misterios eleusinos
era, quizás, el evento más solemne e impresionante del calendario religioso
ateniense. Tradicionalmente, cada año una procesión sagrada recorría los
veintidós kilómetros hasta Eleusis, en la frontera noroccidental del Ática,
cuando los iniciados en los misterios eleusinos llevaban los objetos sagrados
de Deméter, acompañados por la imagen de Iaco, bajo la forma de una joven
deidad masculina que llevaba una antorcha y asistía a las diosas Deméter y
Perséfone. Los iniciados llevaban coronas de mirto, los sacerdotes iban con
ropas engalanadas, y coros de flautistas, tañedores de liras y corifeos entonaban
el himno. Sin embargo, desde hacía algunos años, la presencia de un fuerte
espartano en Decelia había impedido la celebración de las procesiones y en el
413 los iniciados se vieron obligados a hacer el viaje por mar sin el esplendor
y pompa habituales.
Alcibíades, con su agudo sentido para los gestos
espectaculares, reconoció la oportunidad de poner un punto final a su problema
religioso con un sencillo y audaz golpe. Después de consultar a los sacerdotes
más destacados, se dispuso a tomar parte en la gran procesión a la manera
tradicional. Protegido por sus guardaespaldas y por una guardia armada, escoltó
a los celebrantes a lo largo de la ruta sagrada. Este espectáculo, entendido
como un acto de piedad, ayudó a desbaratar las sospechas religiosas contra él;
como una demostración de audacia y valor militar, contribuyó a justificar los
poderes extraordinarios que habían sido votados para él, al tiempo que elevaba
el espíritu del ejército ateniense; políticamente fue un golpe maestro. Ninguna
acción propagandística de las que llevaron a cabo Alcibíades y Nicias en el
pasado puede compararse a ésta, ni en oportunidad ni en el efecto conseguido.
Alcibíades había regresado, culminando su venganza.
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