LIBRO TERCERO
I
[Se ha referido en los
libros precedentes lo que hicieron los griegos en su expedición con Ciro hasta
la batalla y lo
ocurrido después de muerto Ciro, cuando los griegos, hechas treguas, se
retiraban acompañados por Tisafernes.]
Presos los generales y
muertos los capitanes y soldados que les acompañaban, los griegos se hallaban
en gran apuro, considerando que estaban a las puertas del rey y que por todas
partes les rodeaba multitud de pueblos y ciudades enemigos. Nadie les
proporcionaría víveres para comprar. Se hallaban separados de Grecia por no menos
de diez mil estadios y no contaban con un guía para el camino. Ríos
infranqueables les estorbaban el paso hacia la patria. Y los bárbaros que
subieron con Ciro les habían traicionado. Se hallaban solos, sin un jinete que
les ayudase. De suerte que, si vencían, era seguro que no podrían matar a
nadie, y si eran vencidos perecerían hasta el último. Considerando todo esto y
dominados por el desaliento, pocos de ellos probaron la comida por la tarde,
pocos encendieron fuego, y por la noche no acudieron al servicio del
campamento. Cada uno se acostó donde se encontraba. Y no podían dormir con la
congoja y tristeza de su patria, de sus padres, de sus mujeres, de sus hijos, a
los cuales pensaban que no volverían a ver. En tal estado de ánimo estaban
descansando.
Había en el ejército un
cierto Jenofonte, de Atenas, que no iba como general, ni como capitán, ni como
soldado. Próxeno, que era viejo amigo suyo, le había invitado a que abandonase
su patria, prometiéndole, si venía, que le procuraría la amistad de Ciro, la
cual para él mismo tenía más importancia que la patria. Jenofonte, leída la
carta, consultó a Sócrates, de Atenas, sobre este viaje. Y Sócrates, temiendo
se atrajese Jenofonte la enemiga de sus conciudadanos si entraba en amistad con
Ciro, que parecía haber ayudado con todas sus fuerzas a los lacedemonios contra
Atenas, le aconsejó fuese a Delfos y pidiese consejo al dios acerca del viaje.
Jenofonte fue, en
efecto, y preguntó a Apolo cuál era el dios a quien debía sacrificar y ofrecer
sus oraciones para con la mayor felicidad hacer el viaje que pensaba y volver
sano y salvo después de un resultado favorable. Y Apolo le respondió
indicándole los dioses a que debía sacrificar. Vuelto a Atenas, refirió el
oráculo a Sócrates, y éste al oírlo, le reprendió por no haber preguntado primero
si le convenía marchar o quedarse, sino que, ya decidido el viaje, sólo
preguntó sobre la mejor manera de hacerlo: «Ahora bien; ya que has hecho esta
pregunta —dijo—, es preciso cumplir lo que el dios ha mandado.» Y Jenofonte,
después de sacrificar a los dioses que le había indicado Apolo, se embarcó, y
en Sardes halló a Próxeno y a Ciro, que de un momento a otro iban a emprender
la marcha hacia el interior del Imperio. Presentado a Ciro, éste, compartiendo
los deseos de Próxeno, le instó a que se quedase, diciéndole que no bien
terminara la campaña le dejaría marchar. Según se decía, la expedición era contra
los pisidas.
Se incorporó, pues,
Jenofonte a la expedición, engañado sobre su objeto, aunque no por Próxeno, el
cual no sabía que iba encaminada contra el rey, así como tampoco ninguno de los
griegos, fuera de Clearco. Pero cuando llegaron a la Cilicia todos vieron
claramente que se les llevaba contra el rey. Entonces, aunque temerosos del
camino que debían recorrer y contra su voluntad, la mayor parte siguió por
respeto a Ciro y a ellos mismos entre sí. Y como uno de tantos marchó también
Jenofonte.
En la apurada situación
presente estaba, como los demás, triste y desvelado. Pero durante un breve
espacio en que pudo dormirse tuvo un sueño: le pareció oír truenos y que un
rayo caía en la casa de su padre y la incendiaba toda. Se despertó lleno de
miedo inmediatamente, y, por una parte, interpretó el sueño como favorable porque,
hallándose en peligros y trabajos, le había parecido ver una gran luz de Zeus;
pero, por otra, considerando que el sueño parecía enviado por Zeus rey y el
fuego brillar en torno suyo, temía que no fuese posible salir de los estados
del rey por impedírselo diversos obstáculos por todas partes.
Qué significación puede
atribuirse a este sueño es cosa que los acontecimientos después de él
sobrevenidos permiten juzgar. He aquí, en efecto, lo que sucedió. Apenas
despierto Jenofonte, acudieron a su mente estas reflexiones: «¿Por qué
permanezco acostado? La noche avanza, y lo más probable es que apenas raye el
día se presenten los enemigos. Y si caemos en manos del rey, ¿quién podrá
impedir que perezcamos entre ultrajes, y después de haber sufrido los suplicios
más terribles? Nadie piensa en defenderse, nadie busca los medios para rechazar
al enemigo; permanecemos acostados como si el ocio nos fuese permitido. Y yo,
¿a cuál general de otra ciudad espero para que haga esto? ¿A qué edad
aguardo? Ciertamente que nunca seré mayor si hoy me entrego a los enemigos.»
Entonces se levantó, llamó primero a los capitanes de Próxeno y, una vez
reunidos, les dijo: «Yo, capitanes, ni puedo dormir, como creo que tampoco vosotros,
ni continuar acostado viendo en qué situación nos encontramos. Bien claro se ve
que los enemigos no se declararon en guerra abierta contra nosotros hasta considerarse
suficientemente preparados; en cambio, ninguno de nosotros se preocupa de cómo
podremos sostener mejor la lucha. Considerémoslo bien; ¿qué será de nosotros si
cedemos y venimos a quedar a merced del rey? Hemos visto cómo a su hermano de
padre y madre le hizo crucificar, ya muerto, después de cortarle la cabeza y la
mano. ¿Qué tormentos, pues, nos reservará para nosotros, que no contamos con
nadie que nos defienda, y que hemos venido contra él para convertirlo de rey en
esclavo? ¿No es evidente que procurará por todos los medios infligirnos los más
atroces castigos para inspirar miedo a todos los demás hombres de tomar las
armas contra él? Es pues necesario hacer todo lo posible para no quedar a
merced suya. Yo, mientras las treguas fueron firmes, no podía menos de sentir
compasión de vosotros, en tanto que consideraba como muy ventajosa la situación
del rey y de los suyos. Veía, en efecto, la amplitud, la calidad de las tierras
que dominaban, la abundancia de los víveres, el número de servidores, la
cantidad de ganado, de oro, de vestiduras. Y cuando advertía la situación de
nuestros soldados, que carecíamos de todo como no fuese comprado, y bien sabía
que pocos disponían de recursos para ello; que los juramentos prestados nos
impedían procurarnos el alimento como no fuese por compra; cuando pensaba,
digo, en todo esto, muchas veces me ocurrió tener más miedo de las treguas que
ahora de la guerra. Puesto que ellos han roto las treguas, me parece que esto
nos libera también de su insolencia y de nuestras sospechas. Ahí están, pues,
ahora en medio todas esas cosas buenas para aquellos de nosotros que sean los
más bravos; los dioses presiden el certamen, y de fijo no dejarán de estar a
nuestro lado. Nuestros enemigos han violado los juramentos que hicieron ante
ellos; en cambio, nosotros, teniendo a nuestra vista muchas cosas buenas nos
apartamos de tomarlas por respeto a los juramentos de los dioses; podemos,
pues, me parece, marchar al combate con mucha más confianza que los bárbaros.
Además, tenemos los cuerpos mucho más hechos que ellos a soportar el frío, el
calor y los trabajos, y, con la ayuda de los dioses, almas también mejor
templadas. Si, como anteriormente, los dioses nos conceden la victoria, los soldados
enemigos serán más accesibles que nosotros a la muerte y a las heridas. Pero
acaso haya también otros que tengan este mismo pensamiento. Por los dioses, no
esperamos que otros vengan a invitarnos a estos hechos gloriosos; seamos
nosotros los primeros en empujar a los demás por la senda del valor. Mostraos
los más valientes de los capitanes, más dignos de ser generales que los generales
mismos. Yo, por mi parte, si vosotros queréis lanzaros a la empresa, estoy
dispuesto a seguiros, y si disponéis que yo os conduzca, no me excusaré pretextando
mi edad, pues pienso tener la fuerza suficiente para defenderme de los peligros
que me amenacen.»
Así habló Jenofonte.
Los capitanes, después de ha-berle oído, le invitaron a que los condujera,
excepto un cierto Apolonides, que hablaba con acento beocio; este individuo
dijo que era bien tonto quien hablase de poder encontrar la salvación de otro
modo que consiguiendo un arreglo con el rey. Y al mismo tiempo comenzó a enumerar
las dificultades; pero Jenofonte, interrumpiéndole, dijo: «Buen hombre, me
parece que tú no te das cuenta de las cosas aunque las hayas visto, ni te
acuerdas de ellas aunque las hayas escuchado. En el mismo sitio te encontrabas
que éstos cuando el rey, después de morir Ciro, envalentonado por este suceso,
envió mensajeros pidiendo que entregásemos las armas. Y cuando nosotros, lejos
de entregarlas, marchamos armados y acampamos junto a su ejército, ¿qué nos
hizo enviando diputados, pidiendo treguas y ofreciendo víveres hasta que las
treguas se concertaron? y cuando después los generales y capitanes, haciendo lo
que tú aconsejas, acudieron sin armas y confiados en las treguas a conferenciar
con ellos, ¿no es cierto que, golpeados, heridos, ultrajados, ni morir pueden
los infelices, aun deseándolo vivamente, según pienso? ¿Y sabiendo tú todas
estas cosas calificas de necios a quienes aconsejan que nos defendamos, y dices
que debemos volvernos a entablar tratos? Pienso que no debemos admitir en
adelante a este hombre entre nosotros, sino que, despojándolo de su grado,
podemos servirnos de él para transportar bagajes. Porque un griego que tiene
este carácter deshonra a su patria y a la Grecia toda.»
Entonces Agasias, de
Estinfalia, tomó la palabra y dijo: «Pero si éste no tiene nada que ver con la
Beocia ni con la Grecia en general; yo he visto que tiene las dos orejas
agujereadas como un lidio.» Y así era en efecto. Lo arrojaron, pues, de entre
ellos. Los demás se dispersaron por todo el campamento, y allí donde había
quedado el general llamaban al general; donde éste había desaparecido, a su
lugarteniente, y donde quedaba el capitán, al capitán. Una vez reunidos todos,
se sentaron frente a las armas, en número de unos ciento entre generales y capitanes.
La hora era como de medianoche.
Entonces Jerónimo de
Elea, el más viejo de los
capitanes de Próxeno, principió a hablar en estos términos: «Generales y
capitanes: al ver la situación presente creímos oportuno reunirnos y llamaros a
vosotros para ver si podemos tomar una resolución conveniente.» Y añadió: «Di
tú, Jenofonte, lo que nos dijiste.»
A esto repuso
Jenofonte: «Todos sabemos que el rey y Tisafernes se han apoderado de cuantos
pudieron de nosotros, y que su propósito es hacer la mismo con todos los demás
para, si es posible, darles muerte. Creo, pues, que debemos hacer cuanto esté
en nosotros para que, por el contrario, sean ellos quienes caigan en las
nuestras. Considerad, además, que vosotros todos, cuantos estáis aquí reunidos,
tenéis en vuestras manos una oportunidad magnífica. Todos estos soldados tienen
fijos los ojos en vosotros: si os ven desalentados, todos se conducirán como
unos cobardes; pero si os mostráis dispuestos a marchar contra los enemigos y
les exhortáis a que hagan lo mismo, estad seguros de que os seguirán y
procurarán imitaros. Justo es también, seguramente, que os diferenciéis en algo
de ellos; vosotros sois generales, comandantes y capitanes, y en tiempo de paz
teníais más riquezas y honores que ellos. Ahora, pues, que estamos en guerra,
preciso es que os tengáis por más bravos que la multitud, y que, llegado el
caso, seáis los primeros lo mismo en el consejo que en los actos. Creo ante
todo que haríais un gran bien al ejército, si procuraseis cuanto antes nombrar
generales y capitanes en lugar de los muertos. Sin jefes nada bueno puede
resultar en ningún asunto, y muy particularmente en la guerra. La disciplina es
el mejor medio de salvarse; la indisciplina ha sido la perdición de muchos. Una
vez elegidos los jefes que hacen falta, si reunís a los demás soldados y les
habláis animosamente, creo que haríais una obra muy necesaria. Sin duda habréis
notado con cuánto desaliento han venido a las armas, con cuánto desaliento se
han puesto de centinelas. En tal estado de ánimo no sé qué podrían hacer si se
presentase un caso apurado, ya de día, ya de noche. Pero si alguien les
apartase de pensar sólo en lo que tienen que sufrir y les hiciese pensar en lo
que han de hacer, de seguro se pondrán mucho más animosos. Bien sabéis, en
efecto, que en la guerra no es el número ni la fuerza lo que da la victoria:
aquellos que ayudados por los dioses marchan contra los enemigos con un corazón
más resuelto no encuentran, por lo común, enemigo que les resista. He observado
también, compañeros, que cuantos procuran por todos los medios escapar con vida
en la empresas guerreras suelen morir cobarde y vergonzosamente; en cambio, a
cuantos, convencidos de que la muerte es cosa común e inevitable para los
hombres, se esfuerzan por morir honrosamente, los veo llegar a la vejez y vivir
más felizmente mientras viven. Considerando, pues, todas estas cosas y el
trance en que nos hallamos, es menester que os portéis valientemente y animéis
a los otros para que hagan la mismo.» Dicho esto se calló.
Después de él dijo
Quirísofo: «Yo, Jenofonte, sólo sabía de ti que eras ateniense, según había
oído. Pero ahora te alabo lo que dices y lo que haces, y quisiera que los demás
fuesen como tú; todos ganaríamos con ello. Y ahora —dijo— no perdamos tiempo;
separémonos, y aquellos de vosotros que necesiten jefes elíjanlos; hecho esto,
venid al medio del campamento y traed a los elegidos; después llamaremos allí a
los demás soldados; que venga también con nosotros —añadió— Tolmides el he-raldo.»
Y diciendo esto se levantó para sin pérdida de tiempo hacer lo que se debía. En
seguida fueron elegidos jefes: en lugar de Clearco, Timasión, de Dardania; en lugar
de Sócrates, Janticles de Aquea; en lugar de Agias, Cleanor, de Orcómeno; en
lugar de Menón, Filesio, de Acaya, y en lugar de Próxeno, Jenofonte, de Atenas.
II
Terminada la elección,
cuando ya comenzaba a rayar el día, los jefes fueron al centro del campamento y
acordaron convocar a los soldados, poniendo centinelas en las avanzadas.
Reunidos los demás soldados, se levantó primero Quirísofo, de Lacedemonia, y
habló de este modo: «Soldados: no puede desconocerse que nuestra situación es
difícil. Nos vemos privados de unos generales como eran los nuestros, de capitanes,
de soldados, y, además de esto, Arieo y los suyos, que antes eran aliados
nuestros, nos han hecho traición. Pero, con todo, es preciso salir de este
apuro como hombres valientes y no abandonarse al desaliento; es preciso buscar
la manera de salvarnos, si es posible, y si no, morir valientemente; pero jamás
caer vivos en manos de nuestros enemigos. Creo sufriríamos las más terribles
torturas que podríamos desear a los que nos quieren mal.»
Después se levantó
Cleanor, de Orcómeno, y dijo: «Ya estáis viendo, compañeros, el perjurio del
rey y su impiedad; estáis viendo la perfidia de Tisafernes. Nos decía que era
vecino de Grecia, que tenía el más vivo interés en salvarnos, y después de
habernos prestado juramento sobre ello, después de habernos estrechado las
manos, nos ha engañado cogiendo a los generales. Sin respetar siquiera a Zeus
hospitalario y hasta sin tener en cuenta que Clearco se había sentado a su
mesa, lo engañó como a los demás y los hizo perecer a todos. Por su parte
Arieo, al cual queríamos hacer rey y con el cual cambiamos prendas de no
hacernos traición los unos a los otros, sin temor a los dioses, sin respeto a
Ciro muerto, que en vida le había honrado de un modo especial, se ha ido con
los más fieros enemigos de su antiguo señor y está procurando hacernos daño a
nosotros, los amigos de Ciro. Que los dioses le den su castigo. Nosotros,
después de haber visto esto no debemos dejarnos engañar otra vez por ellos;
combatamos como podamos, dispuestos a sufrir lo que los dioses quieran
enviarnos.»
Entonces se levantó
Jenofonte, vestido de punta en blanco con sus mejores arreos de guerra, pues
pensaba que, si los dioses concedían la victoria, las galas sentaban bien al
vencedor, y si había de morir, justo era que quien se sentía digno de llevarlas
fuese con ellas al encuentro de la muerte. Y principió a hablar de esta manera:
«Cleanor acaba de hablaros del perjurio y la perfidia de los bárbaros, que, por
lo demás conocéis también por vuestra parte. Si decidiéramos acercarnos de
nuevo a ellos con intenciones amistosas es inevitable que nos sintamos
desalentados al considerar lo ocurrido a los generales que se entregaron a
ellos confiados en su buena fe. En cambio, si nos resolvemos imponerles, con
las armas en la mano, el castigo que merecen sus crímenes y les hacemos la
guerra por todos los medios, tenemos muchas y muy fundadas esperanzas de
salvación.» Mientras ha-blaba de esta manera, estornudó uno de ellos. Los soldados,
al oírlo, adoraron todos al dios como por un solo impulso.[1]
Y Jenofonte dijo: «Compañeros: puesto que cuando hablábamos de salvación se ha
presentado un presagio de Zeus salvador, me parece que debemos hacer voto a
este dios de ofrecerle sacrificios en acción de gracias por nuestra salvación
no bien lleguemos a país amigo, y al mismo tiempo hacer también voto a los
demás dioses de que les ofrecemos sacrificios en la medida de nuestras fuerzas.
Quien esté conforme con esto que levante la mano». Todos se levantaron. En
seguida hicieron el voto y cantaron el peán. Una vez arreglado lo que
correspondía al culto de los dioses, siguió hablando de este modo: «Estaba
diciendo que tenemos muchas y muy fundadas esperanzas de salvación. En primer
lugar, nosotros hemos permanecido fieles a los juramentos hechos a los dioses,
mientras que nuestros enemigos son unos perjuros, pues han violado los
juramentos y las treguas. Y si esto es así, lo más probable es que los dioses
se muestren contrarios a los enemigos y favorables a nuestras armas: ellos
pueden rápidamente humillar a los poderosos y, cuando quieren, salvar con
facilidad a los pequeños por muy grande que sea el apuro en que se encuentren.
Os recordaré, además, los peligros que corrieron nuestros antepasados para que
veáis cómo os corresponde ser valientes y cómo los valientes logran, con la ayuda
de los dioses, salvarse de los mayores peligros. Cuando los persas y todos sus
aliados marcharon con un ejército formidable para destruir a Atenas, los
atenienses osaron resistirles y los vencieron. Y habiendo hecho voto a Ártemis
de sacrificarle tantas cabras como enemigos matasen, no pudieron reunirlas en
este número y acordaron sacrificarle quinientas todos los años, como aún
continúan haciéndolo. Más tarde, cuando Jerjes, reuniendo un ejército innumerable,
marchó contra Grecia, también vencieron nuestros antepasados a los de nuestros
enemigos, lo mis-mo por tierra que por mar. Los trofeos recuerdan a la vista
estos hechos; pero su mayor testimonio es la libertad de las ciudades en las
cuales habéis nacido y os habéis criado: en efecto, no reverenciáis como señor
a ningún hombre, sino tan sólo a los dioses. Tales son vuestros antepasados. No
diré yo, ciertamente, que vosotros les ha-gáis avergonzarse. Aún no hace muchos
días formados ante los descendientes de aquéllos, los vencíais con ayuda de los
dioses, a pesar de ser muchísimo más numerosos que vosotros. Y entonces
mostrasteis vuestro valor cuando se trataba de que reinase Ciro. Ahora que la
lucha tiene por objeto vuestra salvación propia, muy justo es que os mostréis
más bravos y animosos. Pero, además, ahora debéis sentiros más audaces frente a
los enemigos. Entonces no habíais aún experimentado quiénes eran y, a pesar de
ver ante vosotros una multitud inmensa, osasteis con vuestra nativa bravura
marchar contra ellos. Ahora, pues, que habéis visto cómo no tienen ánimo para
esperaros, aun siendo muy superiores en número, ¿cómo es posible que les podáis
tener miedo? No consideréis desventaja el que las tropas de Ciro, antes de
vuestra parte, se hayan pasado al enemigo. Son todavía más cobardes que los
vencidos por vosotros, pues huyeron al campo de éstos abandonándonos a
nosotros. Y a quienes están dispuestos a iniciar la fuga es mucho mejor
tenerlos enfrente como enemigos que a nuestro lado. Y si alguno de vosotros
está desalentado porque no disponemos de caballería y los enemigos la tienen
numerosa, considerad que diez mil jinetes no son nada más que diez mil hombres:
nadie murió jamás en una batalla a consecuencia de los mordiscos o de las coces
de un caballo; son los hombres quienes deciden la suerte de las batallas. ¿Y
puede negarse que nosotros marchamos sobre un vehículo mucho más seguro que los
jinetes? Ellos van suspendidos sobre sus caballos, temerosos no sólo de nuestros
ataques, sino también de caerse. Nosotros, en cambio, que marchamos por tierra,
golpearemos con mucha más fuerza si alguno se acerca, daremos con más facilidad
en el blanco que queremos. Sólo en una cosa nos llevan ventaja los jinetes:
pueden huir con más seguridad que nosotros. Acaso también tenéis confianza en
el resultado de los combates, pero estáis disgustados porque en adelante
Tisafernes no nos servirá de guía ni el rey nos proporcionará mercado. Mas
examinadlo bien: ¿es preferible llevar de guía a Tisafernes, cuyas
maquinaciones vemos, que no a hombres cogidos por nosotros, a los cuales
ordenaremos que nos guíen haciéndoles ver que si nos engañan se exponen a
perder la vida? Y en cuanto a los víveres, ¿es preferible comprarlos en el
mercado que nuestros enemigos nos proporcionasen, gastando en pequeñas
cantidades mucho dinero, que ya no tenemos, a cogerlos, si somos los más
fuertes, no usando de otra medida que la necesidad de cada uno? Reconoceréis,
tal vez, que esto es preferible; pero pensáis que los ríos son obstáculo
infranqueable y que hemos sido engañados grandemente al pasarlos; pero
considerad si los bárbaros han podido cometer tal disparate. Todos los ríos,
aunque fuesen invadeables lejos de las fuentes, se pueden pasar aun sin mojarse
la rodilla cuando se aproxima uno a su origen. Pero aunque ni podamos pasar los
ríos ni tengamos ningún guía, no por eso debemos desanimarnos. Sabemos que los
misios, a los cuales no creemos más bravos que nosotros, habitan dentro de los
estados del rey y contra la voluntad de éste, muchas ciudades prósperas y
grandes, y sabemos que otro tanto ocurre con los pisidas. Nosotros mismos he-mos
visto que los licaones, apoderándose de los sitios fuertes que dominan las
llanuras, recogen los frutos de estas tierras. Estaría casi por decir que no
debemos dar la impresión de que nos volvemos a nuestro país sino hacer
preparativos para quedarnos por aquí. Pues estoy seguro de que el rey daría a
los misios muchos guías, muchos rehenes en prenda de conducirlos sin engaño;
que les allanaría el camino aunque quisiesen retirarse en cuadrigas. Y estoy
seguro también a que muy gustoso haría lo mismo con nosotros si viese que hacíamos
preparativos para quedarnos. Sólo temo que, una vez acostumbrados a vivir en la
ociosidad y en la abundancia y a gustar el amor de las mujeres y doncellas de
los persas y los medos, que son tan hermosas y desarrolladas, nos olvidemos
como los lotófagos del camino de la patria. Me parece, pues, justo y razonable
que procuremos llegar primero a Grecia y al lado de nuestras familias para
mostrar a los griegos que si pasan trabajos es porque quieren, pues podrían
mandar aquí a los que viven mal en su patria y pronto los verían ricos. Pero
todos estos bienes, compañeros, sólo están evidentemente en manos del vencedor.
Y conviene hablar del modo como marcharíamos con la mayor seguridad posible, y
si es preciso luchar, cómo lucharíamos con la mayor eficacia. Me parece, pues,
que ante todo debemos quemar los carros que tenemos para que no sean nuestras
bestias las que dirijan nuestra marcha sin que podamos ir por donde convenga al
ejército. Después es preciso también quemar las tiendas. Su transporte nos
estorba mucho y no tienen utilidad ninguna ni para combatir ni para obtener
víveres. Desprendámonos, además, de todos los bagajes superfluos, quedándonos
sólo con aquello que es necesario para la guerra o para comer y beber; de esta
suerte, reducido el número de los dedicados a transportar los bagajes, podremos
disponer de mayor número de hombres sobre las armas. Bien sabéis que si somos vencidos todo caerá en manos ajenas, y si vencemos
podremos utilizar a nuestros mismos enemigos para llevar nuestras cosas. Me
queda por decir lo que considero más importante. Ya veis que los enemigos no osaron hacernos la guerra
hasta que cogieron a nuestros generales, pensando, sin duda, que mientras tuviéramos
jefes y mientras nosotros les obedeciésemos éramos capaces de vencerles en la
guerra, pero que una vez presos aquéllos la falta de mando y la indisciplina
darían al traste con nosotros. Es preciso, pues, que los jefes ahora elegidos
sean mucho más celosos que los anteriores, y los soldados mucho más disciplinados
y obedientes a los jefes actuales que a los anteriores. Y si alguno
desobedeciese, conviene acordar que quien se halle presente ayude al jefe para
castigarle: de este modo se verán los enemigos engañados en sus esperanzas,
pues hoy mismo verán diez mil Clearcos en lugar de uno solo, los cuales no
consentirán a nadie que se porte cobardemente. Pero ya es hora de hacer las
cosas; acaso los enemigos se presentarán en seguida; al que le parezca bien
esto, que preste su aprobación cuanto antes, y si a cualquiera se le ocurre
algo, que lo diga; se trata de la salvación de todos.»
Después
dijo Quirísofo: «Si algo hay que añadir a lo dicho por Jenofonte podremos
estudiarlo en seguida. En cuanto a lo que acaba de decir, me parece lo mejor
que lo votemos inmediatamente. El que esté conforme que levante la mano.» La levantaron todos.
Y
Jenofonte, alzándose de nuevo, dijo: «Escuchad, compañeros, lo que también me
parece necesario. Es evidente que debemos marchar adonde podamos conseguir
vituallas. Oigo decir que hay unas aldeas ricas que no distan más de veinte
estadios. No me extrañaría que los enemigos, como los perros cobardes que
persiguen y muerden si pueden a los transeúntes y huyen cuando éstos les
persiguen; que los enemigos, repito, nos fuesen siguiendo en nuestra retirada.
Por ese acaso sea lo más seguro formar un cuadrado con los hoplitas, a fin de que en medio de él
puedan ir con más seguridad los bagajes y la multitud que nos acompaña. Y si se
designase desde ahora quiénes deben guiar el frente del cuadro y poner en orden
la vanguardia, quiénes irán a los dos lados y quiénes marcharán a retaguardia,
no necesitaríamos deliberar nada cuando los enemigos se presentasen, sino que
nos bastaría con utilizar las
tropas tal como fuesen formadas. Si a alguno se le ocurre algo mejor, que se
haga de ese modo; pero a mí me parece que Quirísofo podría mandar la
vanguardia, puesto que es lacedemonio; de los lados se encargarían los dos
generales de más edad, y a retaguardia podríamos ir por ahora nosotros, los más
jóvenes, yo y Timasión. Y después, una vez que hayamos probado este orden,
decidiremos lo que nos parezca ser más conveniente. Si alguno ve algo mejor,
que lo diga.»
Como
nadie hablase, dijo: «El que esté conforme que levante la mano.» Se acordó lo propuesto.
«Ahora, pues —dijo—, separémonos y pongamos
en obra lo acordado. Y que todo aquel que desee volver a ver de
nuevo a su familia se acuerde de ser hombre valiente: es la única manera de
conseguirlo; que quien desee vivir se esfuerce por vencer; los vencedores son
los que matan y los vencidos los que mueren. Y si alguno siente deseos de riqueza,
esfuércese por obtener la ventaja, pues los vencedores pueden salvar sus bienes
y coger los de los vencidos.»
III
Terminados
estos discursos se levantaron y, separándose por el campamento, quemaron los
carros y las tiendas; en cuanto a lo superfluo de los bagajes, cambiaron entre
sí lo que cada uno necesitaba y el resto lo arrojaron al fuego. Hecho esto se
pusieron a almorzar, y mientras lo hacían llegó a ellos Mitrídates con unos treinta jinetes e, invitando a los
generales a que se acercaran al alcance de su voz les habló así: «Ya sabéis,
griegos, que Ciro tenía confianza en mí y que ahora siento simpatía por vosotros;
con grandísimo miedo he venido aquí. Si viese, pues, que habíais tomado una
resolución que pudiese salvaros me vendría con vosotros y conmigo todos mis
servidores. Decidme, pues, qué tenéis en proyecto, puesto que soy vuestro
amigo, os tengo buena voluntad y deseo ir en compañía de vosotros.» Los
generales deliberaron entre sí y decidieron contestar así, por boca de Quirísofo:
«Hemos decidido que, si se nos deja marchar a nuestra patria, atravesaremos el
país haciendo el menor daño posible; pero si alguien nos pone obstáculo le ha-remos
la guerra con todas nuestras fuerzas.» Entonces Mitrídates intentó mostrar que
era imposible salvarse contra la voluntad del rey. Esto puso de manifiesto que
le habían enviado bajo cuerda, y hasta le acompañaba uno de los familiares de
Tisafernes para mayor seguridad. Desde este momento decidieron los generales
que lo mejor sería declarar que mientras siguiesen en país enemigo se haría la
guerra sin admitir heraldos, porque estos mensajeros sonsacaban a los soldados;
y en esta ocasión consiguieron corromper a un capitán, Nicandro, de Arcadia,
que se escapó por la noche con unos veinte hombres.
Después de esto
almorzaron y, atravesando el río Zapata, marcharon formados, con las acémilas y
la multitud en el centro del cuadro. No habían avanzado aún mucho cuando
apareció de nuevo Mitrídates con unos doscientos jinetes y unos cuatrocientos
arqueros y honderos muy ágiles y buenos corredores. Se fue acercando a los griegos
con muestra de venir como amigo; pero, llegado cerca, sus jinetes y peones
comenzaron de repente a lanzar flechas y los honderos piedras que causaron
numerosos heridos. Los griegos que iban a retaguardia sufrieron mucho sin poder
contestar el ataque, porque las flechas de los arqueros cretenses no alcanzaban
a los persas, y como iban sin armaduras los habían encerrado en el centro; los
hombres armados de jabalinas tampoco podían alcanzar a los honderos. Entonces a
Jenofonte le pareció que era preciso perseguir al enemigo, y con los hoplitas y
peltastas que iban con él a retaguardia se lanzó a la persecución. Pero no
cogieron a ningún enemigo, porque los griegos no tenían caballería y los peones
no podían alcanzar a los peones persas en un pequeño espacio, pues no podían
apartarse mucho del grueso del ejército. En cambio, los jinetes bárbaros
mientras iban huyendo disparaban sus flechas volviéndose para atrás y hacían
daño. Y los griegos todo el terreno que avanzaban en la persecución tenían
después que retrocederlo combatiendo, de suerte que durante todo aquel día no
recorrieron mucho más de veinticinco estadios, y sólo ya caída la tarde llegaron
a las aldeas.
Otra vez se apoderó el
desaliento de los griegos. Quirísofo y lo generales de más edad reprochaban a
Jenofonte que se había separado de la falange para ir en persecución del
enemigo, poniéndose en peligro sin por eso ha-ber podido hacer ningún daño al
enemigo. Oyendo esto Jenofonte les daba la razón. «Pero —añadió— me vi forzado
a perseguir, porque veía que si nos estábamos quietos sufríamos el daño que nos
quisiera hacer el enemigo sin poder devolvérselo. Y cuando nos pusimos a perseguir
sucedió efectivamente lo que vosotros decís: no pudimos hacer más daño que
antes a los enemigos y la retirada la efectuamos con mucho trabajo. Debemos,
pues, dar gracias a los dioses porque no vinieron los enemigos con mucha
fuerza, sino sólo con un corto número de soldados, de suerte que no pudieron
causarnos muchas pérdidas y, en cambio, nos han hecho ver lo que nos falta.
Ahora los enemigos nos arrojan flechas y piedras desde una distancia a la cual
no pueden llegar ni los arqueros cretenses ni los que lanzan dardos con la
mano. Y si los perseguimos no podemos separarnos mucho del ejército, y en un
corto espacio, por muy rápido que sea un peón, no puede alcanzar a otro que le
lleva de ventaja un tiro de arco. Si queremos, pues, impedir que nuestros enemigos
puedan hacernos daño en nuestra marcha, necesitamos cuanto antes honderos y
jinetes. Oigo que en nuestro ejército hay rodios, muchos de los cuales, según
dicen, saben manejar la banda lanzando las piedras a doble distancia que los
honderos persas. Éstos no pueden llegar muy lejos, porque emplean piedras
gruesas; en cambio, los rodios saben usar balas de plomo. Si nos informásemos,
pues, de quiénes entre ellos tienen hondas y se las pagásemos; si diésemos
también dinero al que quisiera tejer otras y buscásemos alguna otra exención
para quien se prestase a manejarlas frente al enemigo, acaso se presentarían
honderos a propósito para este servicio. Por otra parte, veo que hay caballos
en el ejército, uno conmigo, otros que pertenecieron a Clearco, y otros muchos
cogidos por nosotros y que llevan los bagajes. Si escogemos entre éstos los
mejores, poniendo la carga en otras acémilas, y equipamos a los caballos de
suerte que puedan ser montados, esta caballería podrá molestar al enemigo en su
fuga.» Aceptaron este parecer, y aquella misma noche se reunieron hasta
doscientos honderos. Al día siguiente fueron elegidos hasta cincuenta caballos
y jinetes y se les dieron coletos y corazas. Fue nombrado jefe de este
destacamento Licio, de Atenas, hijo de Polistrato.
IV
Permanecieron en este
sitio un día y al siguiente partieron más temprano que de costumbre; en el
camino había un barranco, y se temía que los enemigos atacasen al pasarlo. Ya
lo habían pasado cuando apareció de nuevo Mitrídates con mil caballos y unos
cuatro mil arqueros y honderos. Le había pedido a Tisafernes tan gran número,
prometiéndole que si se los daba pondría en sus manos a los griegos, envanecido
porque en el ataque anterior, con un reducido cuerpo, no había sufrido ningún
daño, mientras, según él pensaba, lo había causado grande al enemigo; y
Tisafernes le concedió lo que pedía. Los griegos se hallaban ya a ocho estadios
del barranco cuando Mitrídates lo pasó con sus fuerzas. Estaban designados los
hoplitas y peltastas que debían atacar a los enemigos y se había dado orden a
los jinetes de que persiguiesen al enemigo sin miedo, pues detrás de ellos
marchaban tropas suficientes para sostenerlos. Ya Mitrídates los había
alcanzado y principiaban a llegar flechas y piedras, cuan-do sonó la trompeta
entre los griegos e inmediatamente echaron a correr los peones designados, al
mismo tiempo que la caballería se lanzaba sobre los bárbaros, los cuales, lejos
de esperarla huyeron hacia el barranco. En esta fuga perecieron muchos peones
enemigos, y en el barranco fueron cogidos vivos hasta dieciocho jinetes. Aunque
no habían recibido orden en este sentido, los griegos mutilaron a los muertos,
a fin de inspirar más terror a los enemigos.
Después de tal desastre
los enemigos se alejaron y los griegos continuaron tranquilamente su marcha
durante el resto del día hasta llegar al río Tigris. Allí había una ciudad
grande, aunque desierta, llamada Larisa.[2]
En tiempos antiguos la habitaban los medos. Sus murallas tenían veinticinco
pies de ancho y cien de alto, con dos parasangas de circuito. Estaban
construidas con ladrillos cocidos, pero su base, de veinte pies de altura, era
de piedra. Cuando los persas despojaron a los medos de su imperio, el rey de
Persia puso sitio a esta ciudad y no podía apoderarse de ella de ninguna
manera; pero una nube se puso delante del sol y lo hizo desaparecer, de suerte
que los sitiados se llenaron de miedo y los persas pudieron tomar la ciudad.
Cerca de esta ciudad se levantaba una pirámide de piedra que tenía un pletro de
ancho y dos de alto.
Sobre ella estaban gran número de bárbaros que habían huido de las aldeas
cercanas.
Desde allí recorrieron
seis parasangas en una etapa, hasta llegar a una gran muralla desierta; la
ciudad a que daba la vuelta esta muralla tenía por nombre Mespila; en tiempos
antiguos la habitaban los medos. La base de la muralla era de piedra
pulimentada y tenía cincuenta pies de alto por cincuenta de ancho. Sobre esta base
se alzaba una muralla de ladrillo de cincuenta pies de ancho y cien de alto. El
circuito del muro era de seis parasangas. Según se cuenta, a esta ciudad huyó
Medea, mujer del rey, cuando el imperio de los medos fue destruido por los
persas. El rey de éstos le puso cerco y
no podía tomarla ni por la fuerza ni por el tiempo. Pero Zeus
aterrorizó con sus rayos a los habitantes, y de este modo fue tomada la ciudad.
Desde allí recorrieron
cuatro parasangas en una etapa. Durante la marcha se presentó Tisafernes con su
caballería, las tropas de Orontes, el que estaba casado con la hija del rey,
los bárbaros que habían acompañado a Ciro, los que el hermano del rey había
llevado en socorro de éste y, además, todas las fuerzas que el rey le había
concedido; de suerte que el ejército presentaba una multitud imponente. Cuando
llegaron cerca colocó una parte de estas fuerzas detrás de los griegos y otra
parte la condujo de flanco. Pero no se atrevió a atacar ni a correr los riesgos
de una batalla, sino que se limitó a disponer que arqueros y honderos
disparasen sus armas. Mas cuando los rodios, diseminados por las filas, se
pusieron a manejar sus ondas y los
arqueros sus arcos sin que ninguno dejase de hacer blanco, pues no era tampoco
fácil aunque se lo hubieran propuesto, Tisafernes se apresuró a ponerse fuera
del alcance, y en
seguida se retiraron también las demás fuerzas enemigas.
El resto del día
continuaron los griegos su marcha y los persas fueron siguiéndolos. Los bárbaros no podían hacer daño en estas
escaramuzas, pues los rodios alcanzaban más lejos que los arqueros y honderos
enemigos. Los arcos de los persas son grandes, de suerte que cuantos los
griegos podían coger eran muy útiles a los cretenses, que continuaron
sirviéndose de los arcos enemigos y se ejercitaban disparando hacia arriba con
gran fuerza. También encontraron en abundancia por las aldeas cuerdas y plomo que utilizaron para
las hondas. Este día, cuando los griegos, llegados a unas aldeas, acamparon en
ellas, los bárbaros se fueron después de haber llevado la peor parte en estas
escaramuzas. El día siguiente los griegos permanecieron en las aldeas y se aprovisionaron, pues
había en ellas mucho trigo. Al otro día se pusieron en marcha a través de la
llanura, y Tisafernes los siguió, tirándoles de lejos.
Entonces reconocieron
los griegos que la formación en cuadro no es conveniente cuando los enemigos
van siguiendo. Pues si las alas del cuadro se estrechan, ya por la angostura
del camino, ya por exigirlo el paso de montañas o de puentes, es inevitable que
los hoplitas marchen con dificultad, apretados unos contra otros y desordenados,
de suerte que es difícil servirse de ellos en tal desbarajuste. Y cuando las
alas vuelven a su posición primera, forzoso es que al separarse los antes
apretados resulte un vacío, cosa que produce desaliento en los soldados cuando
se ven seguidos por los contrarios. Cuando era preciso atravesar un puente o
algún paso, todos se apresuraban queriendo ser los primeros, y los enemigos
tenían entonces una ocasión favorable para el ataque. Viendo esto, los
generales organizaron seis compañías, de cien hombres cada una, nombrando para
mandarlas a los correspondientes capitanes, pentecosteros y enomotarcos. Y en
las marchas, cuando las alas se reducían, estas tropas se paraban para no
estorbarles y quedándose atrás seguían por fuera de las alas. Cuando, al
contrario, se separaban los flancos del cuadrado, ellos llenaban el medio, si
era poco considerable, formados por compañías, si era mayor por pentecostías y
si era muy grande por enomotías;[3]
de suerte que siempre estaba lleno el medio. Si era preciso pasar un paso o un
puente o había desorden, pues las compañías pasaban por su orden, y si por
acaso había necesidad de formarse en falange, estas compañías estaban siempre
dispuestas. De este modo hicieron cuatro jornadas.
El quinto día, cuando
iban marchando, vieron un palacio, al amanecer, y a su alrededor muchas aldeas.
El camino que a él conducía pasaba entre unas colinas elevadas que descendían
de la montaña sobre la cual se encontraban las aldeas. Los griegos, como era
natural, vieron con gusto las colinas, puesto que sus enemigos eran jinetes. Al
salir de la llanura subieron la primera colina, y cuando bajaban para subir la
segunda sobrevinieron los bárbaros, y conducidos a latigazos se pusieron a
tirar flechas y piedras desde lo alto. Hirieron así a muchos griegos, y los
gimnetas[4]
tuvieron que refugiarse vencidos dentro de las filas de los hoplitas, de suerte
que este día los honderos y los arqueros, metidos entre los bagajes, no fueron
de ninguna utilidad. Y si los griegos, fatigados de esto, intentaban cargar al
enemigo, la pesada armadura de los hoplitas les hacía muy difícil alcanzar la
cumbre, mientras los enemigos escapaban velozmente. Otro tanto sufrieron al
reunirse con el resto del ejército, y en la segunda colina ocurrió lo mismo, de
suerte que al llegar a la tercera decidieron no mover los soldados y enviar a
la montaña un destacamento de peltastas sacado del flanco derecho. Cuando los
enemigos vieron que estos peltastas se encontraban encima de ellos dejaron de
atacar a los que bajaban, temerosos de verse cortados y envueltos. De esta
suerte marcharon el resto del día, los unos por el camino de las colinas y los
otros acompañándoles por la
montaña, hasta que llegaron a las aldeas, donde establecieron ocho médicos,
pues había muchos heridos.
Allí
permanecieron tres días a causa de los heridos y porque, además, tenían víveres
en abundancia, harina de trigo, vino y mucha cebada para los caballos. Todas
estas provisiones habían sido reunidas para el sátrapa del país. Al cuarto día
bajaron a la llanura. Tisafernes siguió picándoles la retirada, y ellos
acamparon en la primera aldea que vieron, pues la necesidad aconsejaba no continuar
la marcha en un continuo combate. Muchos, en efecto, no podían combatir, unos
por estar heridos y otros por tener que llevar a éstos o las armas de los portadores.
Una vez acampados, los bárbaros intentaron contra ellos una escaramuza
avanzando contra la aldea. Pero los griegos les llevaron ventaja; había mucha
diferencia entre rechazar al enemigo haciendo una salida y tener que resistir
los ataques estando en marcha.
Ya iba la tarde
avanzada y había llegado para los enemigos la hora de retirarse. Porque jamás
acamparon los bárbaros a menos de sesenta estadios de los griegos, temerosos de
que les atacasen por la noche. En efecto, un ejército persa resulta detestable
en caso semejante. Los caballos están atados y casi siempre con trabas para evitar
que huyan en caso de soltarse, y si ocurre una alarma es preciso que el soldado
persa ensille, embride y monte su caballo después de haberse puesto su
armadura, cosas todas difíciles de noche y en medio de un tumulto. Por eso
acampaban lejos de los griegos.
Cuando se vio que los
bárbaros querían retirarse y que se estaban transmitiendo las órdenes para
ello, los heraldos gritaron a los griegos que se prepararan de manera que los
oyesen los enemigos. Durante algún tiempo éstos difirieron su retirada, pero ya
caída la tarde se pusieron en marcha, pues no les parecía conveniente marchar a
su campamento de noche. Cuando los griegos estuvieron seguros de que se iban,
ellos también levantaron el campo y se pusieron en marcha, recorriendo unos setenta
estadios. La distancia entre los ejércitos era tal que ni al día siguiente ni
al otro se vieron enemigos. Pero al cuarto día los bárbaros, que habían
avanzado por la noche, ocuparon una posición elevada, ante la cual los griegos
debían pasar: la cresta de una montaña, bajo la cual estaba el camino que
conducía a la llanura.
Quirísofo, al ver que
los enemigos, adelantándose, habían ocupado esta altura, mandó llamar a
Jenofonte, que iba a retaguardia, ordenándole que pasase a la vanguardia con
los peltastas. Jenofonte no llevó a los peltastas, pues acababa de ver a
Tisafernes con todo su ejército; pero picó espuelas a su caballo y, llegado
junto a Quirísofo, le preguntó: «¿Por qué me llamas?» «Ya puedes verlo —le
contestó el otro—. El enemigo ha ocupado antes que nosotros la altura que
domina el camino. Pero, ¿por qué no has traído a los peltastas?» Jenofonte le
respondió que no le había parecido bien dejar desamparada la retaguardia cuando
los enemigos se presentaban. «Pero —continuó— es preciso ver el medio de
desalojar de la colina a esos hombres.» Entonces Jenofonte vio la cumbre de la
montaña, situada encima de donde se encontraba el ejército griego, y que desde
ella un camino conducía a la colina donde estaban los enemigos. «Lo principal,
Quirísofo —dijo—, es que nos lancemos lo antes posible sobre la cima. Si nos
apoderásemos de ella no podrán mantenerse los que nos cierran el camino. Si te
parece, tú puedes permanecer aquí con el ejército; yo estoy dispuesto a
marchar; pero, si lo prefieres, ve tú a la montaña y yo me quedaré aquí.» «Dejo
a tu elección lo que quieras», dijo Quirísofo. Jenofonte respondió que, puesto
que era él más joven, elegía marchar, y le rogó le diese algunos hombres del
frente, pues sería demasiado largo mandarlos venir de la retaguardia. Quirísofo
le concedió los peltastas del frente, sustituyéndolos por los que iban en el
centro del cuadro.
Pusiéronse, pues, en
marcha con toda la rapidez posible. Los enemigos que estaban sobre la colina,
al ver que se dirigían a la cumbre, se lanzaron inmediatamente para llegar
antes que ellos. Entonces se levantó un gran griterío entre el ejército griego,
animando a sus compañeros, mientras que los soldados de Tisafernes no gritaban
menos animando a los suyos. Jenofonte, galopando al lado de su tropa, la
animaba: «¡Soldado! —decía—, considerad que estáis ahora luchando por la
Grecia, por vuestros hijos y
por vuestras mujeres, y que con un pequeño esfuerzo marcharemos en lo sucesivo
sin combate.» Entonces, un tal Soteridas, de Sición, le dijo: «Jenofonte, no
estamos en las mismas condiciones. Tú vas a caballo; en cambio, yo marcho
difícilmente con mi escudo encima.» Al oír esto, Jenofonte saltó del caballo,
echó al soldado fuera de las filas y quitándole el escudo se puso a marchar con
la mayor rapidez posible, y como llevaba encima la armadura de jinete iba
aplastado con el peso. A los de adelante les exhortaba que avanzasen y a los de
atrás que se uniesen a los otros mientras él los seguía con trabajo. Los demás
soldados golpearon a Soteridas, le arrojaron piedras y le insultaron hasta
obligarle a coger su escudo y marchar. Jenofonte subió entonces a su caballo y
siguió en él mientras el camino lo permitió; después, apeándose del caballo,
continuó a pie a toda prisa. Por fin, llegaron a la cima antes que los
enemigos.
V
Entonces
los bárbaros dieron la vuelta y huyeron, cada cual por donde pudo, mientras los
griegos quedaban dueños de la cima. Tisafernes y Arieo cambiaron también de
dirección y se fueron por otro camino. Por su parte, Quirísofo bajó con sus
tropas a la llanura y acampó en una aldea muy abundante en toda clase de cosas.
Había también otras aldeas muy ricas en esta llanura al lado del río Tigris. Ya
por la tarde se presentaron repentinamente en la llanura los enemigos y pasaron
a cuchillo a algunos de los griegos que se habían dispersado saqueando. Habían
cogido, en efecto, muchos rebaños que pastaban al otro lado del Tigris.
Entonces Tisafernes y
sus tropas intentaron poner fuego a las aldeas, y esto causó desaliento en
algunos griegos, temerosos de no encontrar dónde aprovisionarse de víveres si
los enemigos lo quemaban todo. Volvió Quirísofo con los suyos de rechazar al
enemigo, cuando los encontró Jenofonte, que bajaba y, recorriendo a caballo las
filas les dijo: «Estáis viendo, griegos, que los ene-migos reconocen por
nuestra la comarca. Habían, en efecto, estipulado que nosotros no quemaríamos
las tierras del rey, y ahora son ellos quienes las queman como si fuese país
extraño. Pero dondequiera que dejen víveres para ellos mismos allá nos verán
marchar. Me parece, Quirísofo, que debemos ir contra los incendiarios como si
la tierra fuese nuestra.» Y Quirísofo respondió: «No soy de ese parecer; creo
que también nosotros debemos quemar, y así terminarán antes.»
Llegados a las tiendas,
mientras los demás se ocupaban en buscar víveres, los generales y capitanes se
reunieron. El apuro en que se hallaban era grande; por un lado tenían elevadas
montañas y por el otro un río tan profundo que las picas no alcanzaban el fondo
al intentar sondearlo. En esta perplejidad se presentó a ellos un rodio y les
dijo: «Yo estoy dispuesto, compañeros, a pasar cuatro mil hoplitas si me
proporcionáis lo que necesite y me dais un talento como recompensa.» Le
preguntaron qué necesitaba. «Necesito —dijo— dos mil odres: veo por aquí muchas
ovejas, cabras, bueyes y asnos. Si los desollamos e inflamos las pieles
podremos pasar fácilmente. También tendré necesidad de las correas que llevan
las acémilas. Con estas correas ataré los odres unos con otros y suspenderé de
ellos piedras que al caer al agua les servirán a manera de ancla; después
pasaré el río, tenderé una cuerda entre ambas orillas y, finalmente, cubriré
los odres así dispuestos con tierra y ramaje. Ya veréis cómo no nos hundimos.
Cada odre bastará para que no se hundan dos hombres, y el ramaje y la tierra
impedirán que se resbale.» Los generales, al oír esto, encontraron la idea
ingeniosa, pero de ejecución imposible. Al otro lado del río había gran número
de jinetes enemigos que no hubiesen dejado saltar a tierra a los primeros que
lo hubieran intentado.
Al día siguiente retrocedieron
a las aldeas que aún no habían sido quemadas, en dirección a Babilonia, y según
iban avanzando prendían fuego a cuanto dejaban atrás. Al ver esto los enemigos,
renunciando a todo ataque, se pusieron a contemplar lo que hacían los griegos,
intrigados, al parecer, por averiguar hacia dónde se volverían y qué pensaban
hacer. Entre los griegos, mientras los soldados se ocupaban en aprovisionarse
de víveres, los generales volvieron a reunirse, y mandando traer a los prisioneros
les interrogaron acerca del país que les rodeaba. Ellos dijeron que por el
Mediodía se iba a Babilonia y a Media, o sea, el país que habían cruzado; por
Oriente, a Susa y Ecbatana, donde, según se dice, pasa el verano el rey; que,
cruzado el río, el camino conducía a Lidia y a Jonia, y por el Norte y
atravesando las montañas se iba al país de los carducos. También dijeron que
éstos habitaban en las montañas y eran un pueblo belicoso que no reconocía la
autoridad del rey. Contaron, además, que en otro tiempo el rey había mandado contra
ellos un ejército de ciento veinte mil hombres y que ninguno de ellos había
vuelto a causa de la dificultad del terreno; pero que cuando estaban en paz con
el sátrapa de la llanura los habitantes de ambos países entraban en relaciones.
Al oír esto, los generales mandaron poner aparte a los prisioneros que decían
conocer cada una de las rutas, sin dejar traslucir por cuál de ellas pensaban
decidirse. Ya solos, parecióles que era necesario penetrar en el país de los
carducos, cruzando las montañas, pues les habían dicho que atravesando aquel
país llegarían a Armenia, comarca vasta y rica gobernada por Orontes, y que
desde allí podrían ir fácilmente adonde quisieran. Con este propósito hicieron
los sacrificios a fin de poder ponerse en marcha a la hora que les pareciese,
pues temían que se les adelantase el enemigo y ocupase las cimas de las
montañas. Dieron, pues, orden de que después de haber comido plegasen todos los
bagajes y se pusieran a descansar, en espera de la primera señal que se les
diese de romper la marcha.
[1] El estornudo era considerado como un augurio favorable.
[2] Nínive.
[3] La compañía de cien hombres (λόγος) mandada por un capitán (λοχαγος), se
dividía en dos pentecostías, mandadas por sendos pentecosteros, y en
cuatro enomotías, a las órdenes de los correspondientes enomotarcos. Por
diversas razones se ha conservado la denominación griega a estas divisiones de
la compañía, mientras el nombre de ella misma parece traducido.
[4] Soldados que iban sin armadura.
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