lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro cuarto: El conflicto de los ideales de cultura en el siglo IV: III Educación política e ideal panhelénico.

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la retórica es de suyo un medio de actuación política, pero para que pueda convertirse en factor de cultura política es necesario que acredite capacidad para señalar a la política fines. Isócrates llegó a este convencimiento en su debate con la filosofía. Lo que la crítica Platónica ataca con mayor dureza es, en efecto, la indiferencia moral de la retórica y su puro formalismo, que hace de ella un mero ins­trumento para la lucha sin escrúpulos de la vida pública. Por eso Platón sostiene que la única retórica verdadera es la filosofía. Isó­crates ve que la superioridad educativa de la filosofía radica en la posesión de una suprema meta moral, pero como él no cree ni en la legitimidad exclusiva de esta meta ni en la idoneidad de los medios con que los filósofos procuran alcanzarla, se propone como objetivo convertir la retórica en verdadera educación, dándole por contenido las "cosas supremas".[1] Que toda educación que pretenda ser algo más que la formación puramente especializada para el ejercicio de una profesión tiene que ser necesariamente una cultura política es cosa que a él le ofrece tan pocas dudas como a sus predecesores sofísticos y retóricos o a Platón y Aristóteles. Lo que ocurre es que el arte de la retórica no se ha propuesto aún la gran misión capaz de desatar las fuerzas educativas que yacen en su seno. La culpa de que hasta ahora toda la retórica parezca algo artificiosamente amanerado y vacuo la tiene en particular el falso punto de apoyo que se le ha dado. Los progresos del estilo y de la forma del lenguaje no son materia técnica pura y simplemente. La tendencia de l'art pour l'art en ninguna parte tiene menos razón de ser que en el arte de la ex­presión espiritual. Isócrates insiste constantemente en que todo de­pende de la grandeza de los problemas humanos a que se trate de dar expresión.

El tema de la retórica debía ser, mejor dicho, debía seguir siendo, la "política"; pero este término se hallaba precisamente por aquel entonces en trance de alterar su antiguo y sencillo sentido. Su signi­ficado etimológico era el de aquello que afecta, beneficia o daña a la polis. Y aunque ésta siguiese siendo el marco dentro del cual se desarrolla toda la vida pública, es indudable que la evolución histó­rica del siglo V había creado nuevas formas y sacado a luz nuevas necesidades. La bancarrota del estado de Pericles planteaba el pro­blema de saber si Atenas, después de su lenta recuperación, debía abrazar de nuevo el mismo camino de expansión imperialista que ya una vez la había llevado al borde del abismo o si entre la reina 858 vencida de los mares y el poder de Esparta, el único imperante en la actualidad, se ofrecía una posibilidad de arreglo que dejase a ambos estados margen para existir y les brindase una misión común por en­cima de sus particulares intereses. Mientras que la mentalidad de los políticos profesionales seguía moviéndose por los derroteros tradicio­nales del pugilato maquiavélico en torno al poder y la guerra de Corinto dejaba ya entrever, en la década del noventa, una naciente reagrupación de los estados-ciudades griegos, cuyo frente defensivo iba dirigido unánimemente contra Esparta, Isócrates esforzábase en buscar a las fuerzas rebosantes de los griegos una salida hacia el ex­terior. Esforzábase en encontrar una posibilidad de expansión política y económica que fuese, al mismo tiempo, capaz de superar las contra­dicciones existentes en el interior de Grecia. Hallábase muy lejos de comulgar en la fe en una paz eterna. Pero los efectos desastrosos de la guerra en la vida de todos los estados griegos, vencedores y vencidos, hacía que toda la gente culta considerase como un absurdo la continuación ilimitada de este desgarramiento interior de la noble nación y parecía imponer a su buena voluntad y a su esclarecida conciencia la necesidad de encontrar la solución que redimiese a Gre­cia de esta pesadilla. Que el imperialismo, caso de que fuera inevi­table, se dirigiese contra otros pueblos que ocupasen un nivel inferior de cultura y que eran enemigos naturales de los griegos; su perpetua­ción entre los griegos constituía un agobio insoportable para la sensi­bilidad moral de la época, pues a la larga amenazaba con destruir no sólo el estado vencido, sino la raza en su conjunto.

Mucho tiempo hacía ya que poetas y sofistas venían ensalzando la concordia como el supremo bien. Pero desde el día en que Esquilo, en Las euménides, proclamara la concordia entre los vecinos de una sola ciudad como la meta divina de toda la vida política, el círculo se había ampliado y el problema se había multiplicado.[2] Ahora sólo podía servir de algo una concordia cuyos vínculos enlazasen a todos los helenos. Agitábase además el sentimiento de que todas las estirpes que hablaban la misma lengua, aunque fuese con variantes distintas, eran miembros de una misma comunidad política invisible y se debían mutuamente respeto y ayuda.[3] No faltaban, ciertamente, las mentes ilustradas que no acertaban a comprender por qué este sentimiento de solidaridad había de detenerse en las fronteras de la raza helé­nica. Para ellas, el vínculo de la mera existencia humana era un vínculo general y más fuerte por naturaleza que el de la nación. Así  859 hace hablar Platón al sofista Hipias en el Protágoras, y Antifón ex­presa en La verdad puntos de vista semejantes a éstos.[4] Pero esta idea tenía que parecer necesariamente abstracta en una época como aquélla, en que los griegos sufrían mucho más los unos de los otros que los demás pueblos y en que el problema más inmediato era el de reconciliar a los hermanos enemigos. Durante la gran guerra se ha­bían escuchado reiteradamente las voces de los poetas trágicos y cómicos y al lado de las del odio pasional de la tribu no faltaban las de la sabia exhortación patriótica recordando la ascendencia común.[5] Esta idea debió de ganar mucho terreno después de la guerra. Aunque originariamente se hallase muy lejos del espíritu de los griegos encerrados mentalmente en el estrecho círculo de la polis, el antagonismo consciente une a los hombres más que una existencia paralela pacífica, pero aislada. En la República, Platón se muestra también influido por la nueva mentalidad, que se trasluce a través de los principios expuestos por él en cuanto a la ética de la guerra entre los griegos,[6] y en sus cartas el interés común de los griegos de Sicilia se considera como razón suficiente para justificar la concentración de todo el poder del estado en manos del tirano Dionisio, siempre y cuando que éste estuviese dispuesto a dar a su estado una constitución y a renunciar a la despótica arbitrariedad de su gobierno.[7] Por su parte, Aristóteles, a pesar de que su teoría política no rebasa los límites del antiguo estado-ciudad, sostiene que los griegos podrían llegar a domi­nar el mundo si estuviesen unidos.[8] Como vemos, la idea de una ac­ción común, si no de una federación estable de todos los griegos, fue un problema que llegó a preocupar seriamente al siglo IV. Es cierto que la creación de un estado nacional unitario no cabía dentro de su concepto del estado y que las condiciones de aquella existencia al mis­mo tiempo libre y activa al servicio de la colectividad, que los griegos llamaban política, se hallaban demasiado vinculadas a la estrecha co­munidad de vida de los ciudadanos dentro del estado-ciudad para poder transferirse sin más a la vida dispersa sobre un extenso territorio. Sin embargo, la creciente conciencia de una solidaridad nacional creaba al mismo en cierto modo una órbita de vínculos éticos que trascendía de las fronteras del estado-ciudad y oponía ciertos límites a la política egoísta de poder de estos estados sueltos. Las raíces de esta conciencia se hallaban profundamente adentradas en la comunidad de sangre, de religión, de costumbres y de historia. Pero estas fuerzas superraciona­les no habían actuado antes en el mismo sentido consciente. La nueva sensibilidad griega es un fruto de la educación y la cultura. A su 860 vez, la paideia griega recibió un impulso poderoso gracias a esta co­rriente panhelénica de la época.

El Panegírico de Isócrates es la forma clásica en que se manifiesta esta nueva e íntima vinculación de la cultura con el naciente pensa­miento nacional. Es simbólico el hecho de que ya en el comienzo mismo de la obra se establezca un paralelo entre el desdén por la cultura del espíritu y la tradicional glorificación de los torneos ago­nales gimnásticos.[9] Viene a interpolarse aquí de un modo natural el viejo tema de Jenófanes, pues Isócrates, ateniéndose a la ficción lite­raria, presenta este discurso como pieza de exhibición retórica en una de las grandes y solemnes asambleas panhelénicas.[10] El estilo epidíctico, solemne y ricamente adornado, es el género indicado para un orador como Isócrates que no sube, por razones de principio, a la tribuna política de la lucha de las asambleas populares y para quien, por tanto, la sede espiritual adecuada de actuación es la panegyris.[11] En las fiestas olímpicas y píticas se interrumpía el estrépito de las armas esgrimidas entre griegos, bajo la imposición de la paz divina: ¿qué mejor atmósfera podía apetecer Isócrates para lanzar sus pro­puestas sobre la concordia entre los griegos? Los juegos gimnásticos venían siendo desde tiempos inmemoriales la expresión más visible de la armonía ideal entre los helenos, pero ¿acaso los dones del espí­ritu no valen más para la comunidad que toda la atlética? Era la pregunta que se había formulado ya Jenófanes, planteando así el problema de la utilidad del saber y de la atlética para cada polis.[12] Isócrates repite la pregunta de su predecesor, pero pensando ya en la comunidad de todos los griegos.[13] Se propone instruir a quienes le escuchan acerca de la concordia de los estados griegos entre sí y de la guerra contra los bárbaros, tema igualmente grandioso por el estilo que reviste y por su interés práctico para la colectividad.[14] Como auténtico griego, no sale a la tribuna pidiendo excusa, sino retando a quienes crean poder hacerlo mejor, seguro de su causa, 861 convencido no de la novedad del tema, pero sí de la perfección con que lo trata.[15]

Isócrates aborda el tema allí  donde  radica  el problema práctico. En el momento en que él habla no parece que su requerimiento tenga la menor perspectiva de realización.   Hay que empezar por sentar las bases para ello.   Se trata de reconciliar a Esparta y Atenas, para que luego estos dos estados, los más fuertes, compartan la hegemonía so­bre Grecia.   Esto es lo que quiere lograr Isócrates con su discurso.[16] Pero, si esto  fuese imposible,  quiere  al  menos   poner en claro  me­diante él ante todo el  mundo  quién  es el que se interpone ante la dicha de los griegos y demostrar irrefutablemente el derecho de Ate­nas al dominio sobre los mares antes, ahora y siempre.[17]   Éste es, en efecto, el verdadero punto litigioso.   Isócrates se propone estudiar la dominación de Atenas en el pasado para demostrar su continuidad y ahogar en germen la objeción de que toda dominación cambia  con el transcurso del tiempo.[18]   Atenas conquistó la hegemonía antes que nadie y se hizo más  acreedora que nadie a ella por  los beneficios que confirió a Grecia.[19] Es un tema digno de un Tucídides, y sin el ejemplo de éste jamás habría podido tratarlo Isócrates como lo hace. Las obras de Atenas culminan aquí, lo mismo que en el historiador, en el papel de campeón de la unidad griega que le correspondió des­empeñar en las guerras contra los persas.   Pero Tucídides,  a la luz plena de los tiempos presentes,   ve crecer la  supremacía  de  Atenas en el periodo relativamente corto de la novísima evolución del mundo de los estados griegos después de la batalla de Salamina.[20]   Isócrates traza  en  vez  de  eso   un  cuadro  de  la  grandeza  de  Atenas  que  se remonta hasta la prehistoria mítica.   Se refleja en él la posición que asigna a la  Atenas  de los tiempos modernos: su misión como asilo de  fugitivos  políticos   injustamente  perseguidos  en  su  patria,   como baluarte contra las irrupciones de los bárbaros sedientos de conquistas y como auxiliares y protectores de los estados débiles avasallados por tiranos poderosos.   Este cuadro histórico se basa por entero sobre los principios con arreglo a los cuales se interpreta a sí misma la política 862 ateniense. Es una ideología intrínsecamente semejante, muy semejante, a la que inspira la política exterior inglesa de los tiempos modernos. Por otra parte, este proceso de interpretación retroactiva de la histo­ria antigua de Atenas a la luz de las pretensiones políticas actuales tiene un paralelo cercano en la interpretación que Treitschke da a la historia antigua de Brandeburgo-Prusia desde el punto de vista del papel nacional de dirección asumido más tarde por este estado. Los tiempos primitivos seudo-históricos son siempre más apropiados que cualesquiera otros posteriores y mejor conocidos para dejarse modelar en este tipo de construcciones. El tono maleable del mito se había plegado siempre a la mano modeladora del artista para expresar sus ideas, y la trasformación por la retórica de la antigua leyenda ática para ilustrar el papel nacional de campeona y liberadora desempe­ñado por Atenas desde los tiempos más remotos no era más que la última fase de esta metamorfosis política. Este mito del estado había tomado cuerpo ya durante el nacimiento de la hegemonía de Atenas, en el siglo v, en los discursos públicos sobre las tumbas de los héroes y en otras ocasiones semejantes. Se le ofrecía a Isócrates por sí mis­mo, al tratar de demostrar la necesidad de proceder a una restaura­ción de la supremacía de Atenas.[21]

Con esta interpretación consecuente de toda la historia y la leyen­da de Atenas como preparación gradual para la misión nacional de dirección de este estado, Isócrates no hacía más que proyectar retro­activamente sobre el pasado un tema auténticamente tucídico y ma­nejarlo a la manera de Tucídides. Y otro tanto hace con otra idea del gran historiador, que él enlaza estrechamente al tema de la direc­ción nacional: nos referimos a la misión de Atenas como creadora de cultura. En el discurso funerario a Pericles, cuando se hallaba en el apogeo de su poder exterior y de su magnificencia, Tucídides había presentado a Atenas como la paideusis de toda Grecia.[22] Este punto de vista añadía a los méritos políticos de Atenas para con Grecia el mérito espiritual. En Tucídides la dirección espiritual de Atenas es ya la verdadera razón que justifica el desarrollo de su poder en el exterior.[23] Pero Isócrates va también en este respecto más allá que su modelo, al proyectar sobre los tiempos primitivos de la leyenda ateniense esta misión cultural de la Atenas de la época de Pericles, que en tiempos de aquél se mantenían aún y se acentuaban de un modo constante. Surge así un cuadro histórico estático, armonizado 863 todo él sobre este tono. Teniendo presente sin duda el paralelo so­fistico entre la paideia y el cultivo de la tierra, considerando como la forma fundamental de toda cultura aquella en que por primera vez se supera el estado de salvajismo animal,[24] Isócrates arranca en su historia de la cultura del nacimiento de la agricultura y de la funda­ción de los misterios eleusinos.[25] El origen de todas las costumbres superiores del género humano, orientado ya hacia la vida sedentaria y pacífica, coincide así con los orígenes de una forma superior y más personal de religión, pues en el siglo iv se concedía una atención especial al culto de los misterios, considerado como tal.[26] Pero al mis­mo tiempo, este recuerdo legendario permitía situar los comienzos de toda cultura en el suelo de Atenas, donde más tarde, según la con­cepción de Isócrates, habría de escalar como paideia la fase suprema de su desarrollo y espiritualización. Todo mito nacional y cultural lleva consigo esta estrechez de horizontes y esta exaltación absolutista de su propia modalidad. Quiere ser aceptado más como artículo de fe que como fría verdad científica. Por eso no se pueden alegar ante él hechos históricos. Es perfectamente compatible con el conocimien­to de los pueblos extranjeros y sus méritos, y sería un error creer que Isócrates no sabía nada de Egipto, de Fenicia o de Babilonia. Lo que triunfa en su filosofía de la historia y sobre todo en su cons­trucción de la historia primitiva de Atenas es su fe en la misión pecu­liar de la cultura ateniense. Esta ideología nacional que atribuye a Atenas la creación de toda la cultura fue transferida más tarde a la concepción histórica del humanismo, en unión de todas las demás ideas que forman el arsenal de la paideia de Isócrates.

La idea de la cultura ateniense que traza el Panegírico es una variante del relato de Pericles en el discurso fúnebre. Las rígidas líneas de éste se disuelven allí en el juego ampuloso de formas de una exuberante fronda retórica, pero de tal modo que el tema funda­mental de Tucídides se trasluce por todas partes de un modo muy sugestivo. Isócrates desarrolla libremente algunos rasgos que consi­dera importantes o añade otros nuevos, que toma de los poetas áticos. Así, vemos que es en Atenas donde se crea el estado de derecho que habrá de servir de modelo a otros países, y la abolición de la ven­ganza privada de la sangre y su sustitución por la justicia del estado se presenta inspirándose visiblemente en Las euménides de Esquilo.[27] El auge de las artes (τέχναι) remontándose desde la fase primitiva de la invención de las cosas necesarias para la vida a la de las cosas que producen goce, de la técnica al arte, como hoy diríamos, es una idea favorita de los griegos, con la que nos encontramos repetidas veces en el siglo iv.[28] Isócrates desplaza a Atenas este proceso de 864 alta evolución del espíritu, decisivo para los orígenes de la paideia.[29] Por donde la ciudad que había sido siempre el asilo de todos los des­graciados se convierte al mismo tiempo en regazo preferido de quienes ¡buscan lo agradable de la  vida.   La cultura ateniense  se caracteriza por   oposición   al   carácter  exclusivista   de  Esparta  por  atraer  a  los extranjeros en vez de repudiarlos.[30]   El intercambio de bienes econó­micos por medio de la exportación y la importación no es más que la expresión material del mismo principio espiritual.   Éste convierte al Pireo  en centro  de todo el comercio y de los negocios.   Del mismo modo, las fiestas atenienses son las grandes reuniones del mundo helé­nico.    En   la  afluencia   inmensa  de extranjeros y   en  el  intercambio espiritual que en ellas se desarrolla se despliegan la riqueza y la re­presentación artística, armónicamente entrelazadas.[31]   A los pugilatos de fuerza física y destreza característicos de toda Grecia desde antiguo vienen a unirse, en Atenas, los torneos agonales de la oratoria y del espíritu.   Estos torneos han convertido las fugaces fiestas  nacionales olímpicas y pitias en una gran panegyris ininterrumpida.[32]   Tiene un interés profundo ver cómo en el pensamiento de Isócrates la esencia de la cultura es concebida como una función espiritual ajena a todo fin y se refleja constantemente en la imagen ideal de los torneos gim­násticos agonales.   La retórica no define, sino que expone por medio de comparaciones y de antítesis, por donde, pese a todo el  empeño en destacar la utilidad de esta cultura para la colectividad, la epideixis, es decir, la propia  representación espiritual, constituye su verdadero sentido y una necesidad interior que escapa a los bárbaros de todos los tiempos.

La "filosofía", o sea el amor por la cultura, es obra característica y peculiar de Atenas.[33] Esto no quiere decir que todas las creacio­nes del espíritu hayan surgido en esta ciudad, sino que se concentran en ella como en un punto focal, del que irradian con fuerza redo­blada. Va formándose un sentimiento cada vez más acentuado en favor de esta atmósfera, necesaria para que pueda florecer la rara y delicada planta de la cultura. El relato poético de esto lo tenemos en la Medea de Eurípides y su análisis filosófico en la República de Platón.[34] La imagen esplendorosa que Isócrates tiene ante sus ojos no deja margen para la problemática trágica en que Platón penetra con gran agudeza los peligros del medio. Fue esta aspiración general de lograr riqueza espiritual, saber y cultura, la que formó a los ate­nienses y les infundió aquel tono característico de suavidad y mode­ración en el que se reconoce la civilización. Esta fuerza supo eliminar 865 poco a poco del número de los dolores humanos aquellos que no nacen de la necesidad, sino simplemente de la ignorancia, enseñán­donos al mismo tiempo a sobrellevar dignamente los males inevitables. Esto es lo que Atenas ha "revelado" a la humanidad; Isócrates em­plea aquí una palabra (κατέδειξε) que suele usarse para hablar de los fundadores de misterios.[35] La capacidad que eleva a los hombres sobre las bestias es la de la palabra henchida de razón.[36] No es la valentía ni son la riqueza o la comodidad u otros bienes de esta clase, que son los que trazan de modo predominante la fisonomía de otros estados los que distinguen al hombre formado libremente desde su juventud del hombre informe, al hombre dotado de saber del hombre tosco e inconsciente, sino que es sólo la cultura del espíritu, que se manifiesta en el lenguaje. El logos, en su doble sentido de lenguaje y espíritu, se convierte para Isócrates en el symbolon de la paideusis. Este concepto felizmente acuñado garantiza a la retórica su rango y convierte al representante de este poder en verdadero representante de la cultura.[37]

La idea isocrática de la cultura es nacional y se basa de un modo auténticamente helénico en la existencia del hombre como un ser po­lítico libre dentro del conjunto de la comunidad civilizada. Pero en Isócrates el concepto de cultura toma un giro orientado hacia lo uni­versal: Atenas ha adquirido, gracias a su cultura espiritual, una su­perioridad tal sobre el resto de la humanidad, que sus discípulos se han convertido en los maestros del mundo entero.[38] Con esto, Isócra­tes se remonta muy por encima de la idea de su modelo, Tucídides. Éste había llamado a Atenas "la paideusis de toda Grecia". En cam­bio, según la tesis de Isócrates, la obra espiritual de Atenas ha traído como resultado que el nombre de los griegos no designe ya en lo sucesivo una raza, sino la suprema fase del espíritu. "Quien comparta nuestra paideia —dice— es griego en un sentido más elevado que quien sólo comparta con nosotros la ascendencia común."[39] No es que Isócrates niegue los lazos de sangre, que considera más impor­tantes que la mayoría de sus conciudadanos, puesto que erige sobre la conciencia de la comunidad de sangre una ética panhelénica que pone límites incluso al egoísmo de poder de los distintos estados griegos. Pero la conciencia nacional del espíritu representa para él una fase más alta que la de la sangre y proclama su tesis sintiendo plenamente lo que significa para la posición política del helenismo en el mundo. Los planes de expansión a que Isócrates anima a los griegos se basan mucho más en este sentimiento de superioridad espiritual sobre otros pueblos que en un poder material cualquiera de los estados helénicos. A primera vista, parece una inmensa para­doja que Isócrates proclame esta misión supernacional de cultura de 866 su pueblo movido precisamente por un sentimiento insuperable de or­gullo nacional, pero esta aparente contradicción se despeja tan pronto como ponemos en relación la idea supernacional del helenismo, su paideia de ámbito universal, con la meta política práctica de la con­quista y colonización de Asia por los griegos. Aquella idea encierra la alta legitimación de este nuevo imperialismo de base nacional, al equiparar lo específicamente griego a lo humano general. No se pronuncia la palabra a que podamos aferramos, pero el único sentido que puede tener la cruzada triunfal general de la paideia griega que llena el pensamiento de Isócrates es el de que los griegos, a través precisamente de ese logos cuya fuerza les es peculiar, han revelado al mismo tiempo a los demás hombres y pueblos un principio que también ellos tienen que reconocer y asumir, puesto que su vigencia es independiente de la raza: el ideal de la paideia, de la cultura. Hay una forma de sentimiento nacional que se manifiesta como exclusión de los demás pueblos; es un producto de la debilidad y el separatis­mo, pues nace de la conciencia de que sólo podrá afirmarse por medio del aislamiento artificial. El sentimiento nacional de Isócrates, por el contrario, es el de un pueblo culturalmente superior que com­prende que la aspiración a una norma universal en todas las mani­festaciones de su espíritu es la mayor ventaja de que puede disfrutar en su pugilato con las otras razas. Esto hace que las demás asuman la forma griega como expresión de la cultura por antonomasia. Ba­sándonos en analogías actuales podríamos sentirnos tentados a desig­nar esto con el nombre de propaganda cultural y a comparar la retórica con la prensa y la publicidad modernas, precursoras de la conquista económica y militar. Sin embargo, la fórmula de Isó­crates nace de una profunda visión de la estructura real del espíritu griego y de la paideia griega, y la historia demuestra que era algo más que simple propaganda política. En sus palabras sentimos flotar el aire del helenismo. El advenimiento de la nueva era se produjo precisamente en aquellas formas que Isócrates había presentido y pre­concebido. Sin la vigencia universal de la paideia griega que él pro­clama aquí por primera vez, no habría sido posible la existencia de un imperio universal greco-macedonio ni la de una cultura helenística universal.

Isócrates no toma como materia fundamental de su Panegírico las heroicas hazañas guerreras de Atenas, como era práctica usual ha­cerlo en los discursos de elogio pronunciados sobre las tumbas de los caldos, sino que coloca estos hechos a la sombra de la grandeza espiritual de la ciudad.[40] Lo coloca a continuación de la pintura de aquella grandeza espiritual, para mantener el equilibrio entre lo exterior 867 y lo interior.[41] Pero la tradición de las oraciones fúnebres le daba abundante materia para esta parte de su discurso. Se le ve aquí pendiente de estos modelos y no se eleva al mismo plano de libertad que en el elogio de la cultura ateniense, en que se expresa con un entusiasmo personal y una profunda convicción interior. Cla­ro está que de su imagen no podía faltar la nota de la gloria guerrera, entre otras razones porque sin ella no podía alcanzarse el ideal de Tucídides del filosofei=n a)/neu palaki/aj. Esta frase tenía que apare­cer ante los ojos de una época de sentido guerrero disminuido y de supremacía de los intereses espirituales como expresión concluyente de una armonía que la propia generación se hallaba en trance de perder. Esta conciencia se extiende como una queja a lo largo de to­das las obras de Isócrates, por cuya razón tenía que preocuparle el dotar también al verdadero espíritu de Atenas con las cualidades que se admiraban en los espartanos. Ya Tucídides veía la superioridad de Atenas no en la mera antítesis con Esparta, sino en la síntesis de los rasgos jónicos y espartanos.[42] Y para el fin perseguido en el Panegírico, el lado heroico del espíritu ateniense era tanto más indis­pensable cuanto que proponía a los atenienses como copartícipes con igualdad de derechos de los espartanos en la dirección de la guerra predicada por él contra los bárbaros.

Esta parte del discurso termina con una defensa contra la crítica de los métodos del imperialismo ateniense en la época de la primera liga marítima[43] que Esparta utilizó, después de perdida la guerra, para mantener en una sujeción permanente a Atenas y que constituyó un obstáculo moral en el camino de la restauración del poder marí­timo ateniense. Isócrates intenta demostrar con un ingenioso juego de palabras que la dominación marítima (a)rxh\ th=j qala/tthj) de Ate­nas fue más bien el principio (a)rxh/) de todo lo bueno para el resto de Grecia. Con su bancarrota comenzó también la decadencia del prestigio griego en el mundo y la era de los abusos de los bárbaros, que ahora empezaron a atreverse a intervenir en la Hélade como los fundadores de la paz y convirtieron a los espartanos en su policía.[44] La relación de los actos de violencia cometidos en los últimos años por los espartanos y que se conservaban aún vivos en el recuerdo de todos hacía que fuese muy dudoso el derecho de los espartanos a cri­ticar a Atenas.[45] De este modo, el retorno al estado de cosas ante­rior, basado como premisa en la existencia de una Atenas fuerte, convertíase directamente en un postulado. Se ha caracterizado el Panegírico 868 como el programa de la segunda liga marítima de Atenas.[46] Esta concepción exagera las relaciones existentes entre esta obra y la política real y no valora con exactitud el elemento ideológico con­tenido en ella.[47] Sin embargo, es exacta en el sentido de que Isócrates postula la restauración del poder de Atenas como medio indispensable para la consecución de su fin, que es el sometimiento del reino de Persia, lo que lo convierte en vocero del derecho de una segunda liga marítima. Ésta debía recibir incluso, en sus orígenes, a la luz del sueño nacional bajo la que la colocaba Isócrates, una especie de consagración superior, aunque en realidad no llegó a colmar las espe­ranzas que pusieron en ella.[48]

Pero aunque la ejecución política realista de la idea obedeciese más al antagonismo común contra Esparta que a los ideales naciona­les de Isócrates, lo cierto es que esto no menoscababa en lo más mínimo la nueva dignidad de que había revestido la retórica en el Panegírico. Isócrates se había erigido de golpe en portavoz de un nuevo tipo de crítica de la situación y de las aspiraciones políticas de Grecia. Es cierto que la plataforma desde la que hablaba a los griegos de todas las ciudades y estirpes no descansaba en ningún po­der real. Pero basábase en normas que estaban seguras de ser acatadas en amplios círculos de su pueblo y que tenían que atraer a su escuela los mejores elementos del campo de los idealistas prác­ticos. El postulado de la sumisión de la política a valores eternos, que formulaba la educación filosófica, tenía que parecerles a algunos exagerado, pero la exigencia de que estuviese informada por un prin­cipio superior era general y la ética nacional de Isócrates tenía que parecerles a muchos de sus discípulos una salida feliz y oportuna entre los dos extremos del escepticismo moral y del retraimiento filo­sófico a lo absoluto. Es un signo importante el que el antiguo estado de policía, al que hasta un Sócrates se había sacrificado íntegramente, no tenga ya en la generación siguiente la fuerza necesaria para hacer brotar por su propio impulso esta nueva ética política.[49] Por donde 869 la paideia de la retórica, concebida en un sentido isocrático, tiene de común con la educación filosófica de Platón la característica de que su meta trasciende de la forma históricamente dada del estado para entrar en el reino de lo ideal. Esto entrañaba, a la par, la confesión de su desdoblamiento de la realidad política circundante. Pero, con­sideradas como paideia, ambas sacaban de esta falta de adaptación al sistema imperante una nueva fuerza de tensión desconocida de la antigua paideia griega. De una cultura basada en el conjunto de la colectividad surge un ideal de cultura sostenido por importantes personalidades individuales. Detrás de él no está ya una alta clase noble o todo un pueblo, sino un círculo selecto de un movimiento espiritual o una escuela cerrada, que sólo puede confiar en adquirir una influencia directa sobre la vida de la colectividad, formando algunos individuos dirigentes que sean capaces o a quienes otros con­sideren capaces de transformarla.




[1] 1 Paneg., 4.   Cf. Elena, 12-13; Antíd., 3.

[2] 2  esquilo, Euménides, 980-987.

[3] 3  Responde  a una necesidad  el exponer  de un  modo  sintético  las tendencias panhelénieas  manifestadas   antes  de  Isócrates;   las  investigaciones   de  detalle   no escasean.    El   estudio   de   J.   kessler,   "Isokrates  und   die   panhellenische   Idee", en  Studien zur Geschichte und Kultur des Altertums, t.  IV, cuad.  3, Paderborn, 1911. se limita a Isócrates.   Más a fondo trata este  punto G. mathieu, Les idées politiques d'lsocrate (París, 1925).

[4] 4 Cf. supra, pp. 298 ss.

[5] 5 Cf. ahora H. dunkel, Panhellenism in Greek Tragedy (tesis doctoral de la Universidad de Chicago, 1937).
[6] 6 Cf. supra, pp. 648 y 651.

[7] 7  Cf. infra, cap. IX.

[8] 8  aristóteles, Pol., vii, 7, 1327 b 29-33.

[9] 9 Paneg., 1.

[10] 10  Cf. sobre la elegía en que Jenófanes compara la areté de los vencedores de los agones olímpicos con los méritos espirituales del sabio, que él mismo repre­senta, supra, pp. 170 s.

[11] 11  La  concepción  que Isócrates tiene de su misión y que se expresa en  la elección de este marco espiritual para sus propuestas se enlaza, naturalmente, con el precedente de Gorgias y de su Olímpico: el representante de la areté espiri­tual tiene que rivalizar públicamente con los representantes de la areté física, con los atletas y los corredores, ante el foro de toda la Hélade.   El cambio profundo sufrido por Isócrates en cuanto al concepto que tiene de sí mismo se trasluce en Antíd., 1 y Fil., 12, donde se desvía de su antigua elocuencia panegírica, porque en la Grecia de aquel entonces ya no  daría  resultado alguno.   En el Filipo ya sólo habla a un individuo, en el que ve el futuro dominador de todos los griegos.

[12] 12  jenófa.nes, frag. 2, 15-22.

[13] 13  Paneg., 2.
[14] 14 Paneg., 3.

[15] 15  Paneg., 10-14.

[16] 16  Cf.  Paneg.,  17,   donde  usa ίσομοιρήσαι  τάς  ηγεμονίας  διελεσθαι  con referencia   al   reparto   de   la   hegemonía   entre   Esparta   y   Atenas.    Expresiones como  άμφισβητεϊν της ηγεμονίας y την ήγεμονίαν  άπολαβείν deben ser inter­pretadas en  este sentido.   Estas expresiones tienden   a  la  restauración  de  la  do­minación marítima de Atenas.   kessler, ob. cit., p. 9, intenta en vano demostrar que Isócrates, en el Panegírico, establece como meta la domipación exclusiva  de Atenas sobre Grecia.

[17] 17 Paneg., 20.
[18] 18 Paneg., 22.
[19] 19  Esto  no  quiere  decir  que   Atenas  reclame  la   dominación   exclusiva  sobre Grecia.    Pero   si   alguien   intentase   basar   la   pretensión    de   hegemonía   en   un derecho de prioridad histórica o en  los beneficios conferidos  a los priegos, como lo hacen ahora los espartanos, habría que darle preferencia a  Atenas.   Cf. Paneg., 23 ss.

[20] 20  tucídides, i, 73-76.

[21] 21   Éste  es el  tono   regularmente  adoptado  en  los  epitafios  o  discursos  fune­rales.   Un  ejemplo  mas antiguo  todavía  de  este  cambio  de  interpretación   de  los mitos  prehistóricos   en   el   sentido   de   las   tendencias   de   unidad   y   de   poder   de los tiempos presentes lo  tenemos  en   el  renacimiento  de  las legendarias  tradicio­nes áticas del  rey Teseo como  unificador de  Ática,  con  que por vez  primera nos encontramos en  la  época de la tiranía de Pisistrato. expresadas  plásticamente en los  vasos   del siglo iv  y   que   luego   pasan   a   la   poesía.    Cf.   el   completo   estudio de Hans Herter, en Rheinisches Museum, 1939, pp. 244 s. y 289 s.

[22] 22  Tucídides. II. 41, 1. 
[23] 23 Cf. supra, pp. 367 ss.

[24] 24   Cf. supra, pp.  285 s.
[25] 25 Paneg., 28.
[26] 26 Cf., mi obra Aristóteles, pp.  186-7.
[27] 27 Paneg., 40.
[28] 28   Paneg., 40.   Cf. aristóteles, Metaf., A 1, 981 b 17.

[29] 29   aristóteles, loc. cit., sitúa en Egipto los orígenes de la cultura científica.

[30] 30  Paneg., 42.
[31]   31 Paneg., 42-45.    
[32] 32 Paneg., 46.
[33] 33 Paneg., 47. El amor por la cultura o "filosofía" fue, según Isócrates, el gran auxiliar en la invención de todas las artes y en la estructuración de la vida humana, en la forma descrita más arriba.

[34] 34 Cf. supra, pp. 320 s. y 622.

[35] 35 Paneg., 47.  Cf. mi obra Aristóteles, pp. 130, nota 11.
[36] 36 Paneg., 48.

[37] 37 Paneg., 49: σύμβολον th=j παιδεύσεως. 
[38] 38 Paneg., 50.

[39] 39 Paneg., 51.

[40] 40 Ya Tucídides, en la oración fúnebre de Pericles (ii, 36, 4), trataba este punto con bastante mayor brevedad de lo que solían hacerlo los oradores en esta ocasión, destacando en primer plano la importancia cultural de Atenas.

[41] 41   Paneg., 51 ss.

[42] 42   Cf. supra, pp. 367 ss., sobre este ideal de síntesis en  la descripción  de Ate­nas, según Tucídides.

[43] 43  El capítulo sobre los méritos guerreros de Atenas abarca Paneg., 51-99. Con él se  relaciona, 100 ss., la defensa de  la  primera dominación marítima ateniense

[44] 44  Paneg., 119.  
[45]  45 Paneg., 122 ss.

[46] 46 Así piensan Wilamowitz y Drerup. Cf. también G. mathieu, Les idees politiques d' Isocrate (París, 1925).

[47] 47 El mismo Isócrates dice más tarde, en Filipo, 12, en que pretende des­arrollar una política realista, aludiendo claramente a su propia posición anterior, que los "discursos panegíricos" no guardan más relación con la política real que "las Repúblicas y las Leyes" de los teóricos del estado. Entre éstos debe incluirse, evidentemente, a Platón.

[48] 48  Ya en el Plataico de Isócrates vemos que la dominación marítima ateniense presenta   un   aspecto   mucho   menos   panhelenístico  y   mucho   más   particularista. Acerca de la fecha de que data este opúsculo, Cf. mi obra Demóstenes (Berkeley, 1938;   trad.   esp.   FCE,   México,   1945;   citamos  de   acuerdo   con   esta   edición), pp. 247-252.

[49] 49   Es digno de notarse que en la última lucha sostenida por el estado-polis con­tra su opresión por los enemigos de fuera, lucha que se libró bajo la dirección de Demóstenes, fue también la idea panhelénica la que sirvió cada vez más marcada­mente de base ideológica.   Cf. mi obra Demóstenes, pp. 211-4.

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