Darío y Parisátile
tuvieron dos hijos: el mayor, Artajerjes; el menor, Ciro. Enfermó Darío, y
sospechando que se acercaba el fin de su vida quiso que los dos hijos estuviesen
a su lado. El mayor se encontraba ya presente, y a Ciro lo mandó a llamar del
gobierno de que le había hecho sátrapa, nombrándole al mismo tiempo general de
las tropas que se estaban reuniendo en la llanura de Castolo. Acudió, pues,
Ciro, llevando consigo a Tisafernes, a quien tenía por amigo, y escoltado por
trescientos hoplitas[1]
griegos a las órdenes de Jenias de Parrasia.
Muerto Darío y
proclamado rey Artajerjes, Tisafernes acusa a Ciro ante su hermano diciéndole
que conspiraba contra él. Créelo el rey y prende a Ciro con intención de darle
muerte. Pero la madre consiguió con súplicas que lo enviase de nuevo al
gobierno. Y Ciro, de vuelta, después de haber corrido tal peligro y con el
dolor de la afrenta, se puso a pensar en la manera de no hallarse en adelante a
merced de su hermano y aun, si fuese posible, ser rey en su lugar. Su madre,
Parisátile, le era favorable porque le quería más que al rey Artajerjes, y él,
por su parte, trataba de tal suerte a los que a él venían de la corte, que
retornaban más amigos suyos que del rey. Procuraba al mismo tiempo que los
bárbaros a su servicio estuviesen bien preparados para la guerra, y se
esforzaba por ganar sus simpatías. Con el mayor sigilo fue reuniendo tropas
griegas a fin de coger al rey todo lo más desprevenido posible.
La manera que tuvo de
reunirlas fue la siguiente: en todas las ciudades donde tenía guarnición ordenó
a los jefes que alistasen el mayor número de soldados peloponenses, y los
mejores posibles, pretextando que Tisafernes pensaba atacar las ciudades. Pues
las ciudades jamás habían sido antes de Tisafernes, dadas por el rey, pero
entonces se habían pasado a Ciro; todas, excepto Mileto. En Mileto, Tisafernes,
presintiendo que pensaban hacer lo mismo —pasarse a Ciro—, mató a unos, y a
otros los expulsó. Y Ciro, tomando bajo su protección a los desterrados, reunió
un ejército y puso sitio a Mileto por tierra y por mar, con el propósito de que
los expulsados volvieran a sus hogares. Esta empresa le servía también de pretexto
para reunir tropas. Y al mismo tiempo envió mensajeros al rey pidiéndole le
concediese a él, que era su hermano, el gobierno de las ciudades con preferencia
a Tisafernes. La madre le apoyó en esta súplica; de suerte que el rey no
advertía las maquinaciones de Ciro y pensaba que, en guerra contra Tisafernes,
el sostenimiento de las tropas le obligaría a grandes gastos. Por eso no veía
con disgusto que los dos estuviesen en guerra. Ciro, además, tenía cuidado de
enviarle los tributos de las ciudades que estaban bajo la jurisdicción de
Tisafernes.
Mientras tanto iba
reuniendo otro ejército en Quersoneso, enfrente de Abidos, por el siguiente
procedimiento: Clearco era un desterrado lacedemonio. Ciro tuvo ocasión de
tratarlo y, lleno de admiración por él, entrególe diez mil daricos. Clearco
aceptó el dinero, levantó con él un ejército y tomando el Quersoneso como base
de operaciones entró en guerra con los tracios que habitaban por encima del
Helesponto. Y como en estas luchas resultaban favorecidos los griegos, las
ciudades helespontinas proporcionaban voluntariamente recursos para sostener
las tropas. De este modo mantenía ocultamente aquel ejército sin suscitar
sospechas.
Sucedió
también que un amigo suyo, Aristipo, de Tesalia, apretado en su ciudad por un
partido contrario, acudió a Ciro pidiéndole dinero para alistar durante tres
meses a dos mil mercenarios, con los cuales pensaba vencer a sus enemigos. Ciro
le dio para cuatro mil durante seis meses, pero bajo la condición de no llegar
a un acuerdo con los adversarios sin antes consultárselo. Y también de este
modo mantenía el ejército de Tesalia sin suscitar sospechas.
A
Próxeno, de Beocia, otro amigo suyo, le ordenó se le juntase reuniendo el mayor
número de soldados. Ponía como pretexto una expedición que proyectaba contra
los pisidas, porque, según decía, este pueblo estaba molestando a las comarcas
de su gobierno. También ordenó a sus amigos Soféneto, de Estinfalia, y
Sócrates, de Acaya, que se le presentasen con el mayor número posible de
soldados, pues pensaba, con los desterrados de Mileto, mover guerra a
Tisafernes. Y así lo hicieron ellos.
II
Cuando pareció llegado
el momento oportuno para la expedición, hizo correr la voz de que pensaba
expulsar por completo a los pisidas de su territorio, y con este pretexto fue
reuniendo las tropas bárbaras y griegas. Ordenó a Clearco que acudiese con todo
el ejército a sus órdenes, y a Aristipo que, haciendo paces con la facción
contraria, le enviase las tropas de que disponía, y a Jenias, de Arcadia, jefe
de los mercenarios puestos de guarnición en las ciudades, que se presentase con
el mayor número posible de soldados, dejando solamente los indispensables para guarnecer
las ciudades. Llamó también a las tropas que estaban sitiando a Mileto y ordenó
a los desterrados que le acompañasen en la expedición, prometiéndoles que, si
le salían bien sus proyectos, no descansaría hasta conseguir que entrasen de
nuevo en su ciudad. Ellos obedecieron gustosos, pues tenían confianza en Ciro;
y, tomando sus armas, se presentaron en Sardes.
También
vinieron a Sardes: Jenias, con las guarniciones de las ciudades, hasta cuatro
mil hoplitas; Próxeno, con unos mil quinientos hoplitas y quinientos peltastas;[2]
Soféneto, de Estinfalia, con mil hoplitas; Sócrates, de Acaya, con quinientos
hoplitas, y Pasion, de Mégara, con trescientos hoplitas y trescientos
peltastas. Este Sócrates era uno de los que habían estado cercando a Mileto.
Tales fueron los que se reunieron con él en Sardes.
Tisafernes,
noticioso de esto y pensando que tales preparativos eran mayores que los que
podía exigir una expedición contra los pisidas, marchó con la mayor celeridad
para prevenir al rey, llevando consigo unos quinientos caballos. Y el rey,
informado por Tisafernes de la expedición, se preparó para la lucha.
Ciro
partió de Sardes con las tropas que he dicho y a través de la Lidia llegó al
río Meandro, recorriendo veintidós parasangas[3]
en tres etapas. El ancho de este río es de dos pletros[4]
y había en él un puente de barcas. Pasado el Meandro, atravesó la Frigia en una
etapa de ocho parasangas y llegó a Colosas, ciudad poblada, rica y grande. Allí
permaneció siete días y se le juntaron Menón el Tesalo, con mil hoplitas y
quinientos peltastas, dólopes, enianos y olintios. Partiendo de allí recorrió
veinte parasangas en tres etapas, hasta llegar a Celenas, ciudad poblada,
grande y rica. En ella tenía Ciro un palacio, con un gran parque lleno de
bestias montaraces que solía cazar a caballo cuando quería hacer ejercicio con
sus caballos. A través del bosque corre el río Meandro, cuyas fuentes están en
el palacio; también corre a través de la ciudad de Celenas. Se halla en esta
ciudad un palacio fortificado del gran rey sobre las fuentes del río Marsias y
por debajo de la ciudadela; este río atraviesa también la ciudad y desemboca en
el Meandro; tiene una anchura de veintiocho pies. Dícese que allí fue donde
Apolo desolló a Marsias después de vencerle en su desafío sobre la música y que
colgó la piel en el antro donde salen las fuentes;[5]
por esto se le ha dado al río el nombre de Marsias. También se dice que Jerjes,
cuando se retiró vencido de Grecia, construyó este palacio y la ciudadela de
Celenas. Allí permaneció Ciro treinta días, y se le juntó Clearco, el
desterrado lacedemonio, con mil hoplitas, ochocientos peltastas tracios y
doscientos arqueros cretenses. También se presentó Sóside el siracusano, con
trescientos hoplitas, y Soféneto el arcadio, con mil. Y en el parque de esta
ciudad hizo Ciro revista y recuento de los griegos; resultaron en total once
mil hoplitas y unos dos mil peltastas.
Desde allí recorrió
diez parasangas en dos jornadas, hasta llegar a Peltas, ciudad poblada. En ella
permaneció tres días, durante los cuales Jenias, de Arcadia, celebró las
fiestas Liceas[6] con
sacrificios y organizó unos juegos; los premios fueron unas estrígiles[7]
de oro; y también Ciro presenció los juegos. Partiendo de allí recorrió doce
parasangas en dos jornadas, hasta Ceramonágora,[8]
ciudad poblada, lindando ya con la Misia. Desde allí recorrió treinta
parasangas en tres etapas, hasta llegar a Caistropedio,[9]
ciudad poblada. Allí permaneció cinco días. Debía a los soldados más de tres
meses de sueldo, y ellos iban a menudo a pedírselo a su puerta. Él procuraba contentarlos
con esperanzas, y fácil era observar cuánto le contrariaba este asunto, porque
no estaba en el carácter de Ciro negar algo cuando lo tenía. En esto vino a
Ciro Epiaxa, mujer de Siennesis, rey de Cilicia, y se decía que había dado a
Ciro mucho dinero. Entonces entregó Ciro al ejército el sueldo de cuatro meses.
Traía la reina una guardia de cilicios y aspendios. Y se decía que Ciro había
estado en relaciones íntimas con la reina.
Desde allí recorrió
diez parasangas en dos etapas, hasta Timbrio, ciudad poblada. Allí se encontró
junto al camino una fuente llamada de Midas, el rey de los frigios, en la cual
se dice que Midas cazó al Sátiro echando vino en ella. Partiendo de allí
recorrió diez parasangas en dos etapas, hasta llegar a Tirieo, ciudad poblada.
Allí permaneció tres días. Y dícese que la reina de Cilicia pidió a Ciro le
mostráse el ejército; él accedió y dispuso en la llanura una revista de las
tropas griegas y bárbaras. Ordenó a los griegos que formasen en su orden acostumbrado
de batalla, poniéndose cada jefe al frente de los suyos. Formaron en cuatro
filas: Menón con sus tropas ocupaba el ala derecha; Clearco con las suyas la
izquierda, y en el medio estaban los otros generales. Ciro pasó revista primero
a los bárbaros, que desfilaron ante él formados en escuadrones los de
caballería y en batallones
los de infantería; y después
recorrió la línea de los griegos montado en un carro; la reina de Cilicia iba
en un coche. Los soldados griegos tenían todos cascos de bronce, túnicas de
púrpura y grebas y escudos descubiertos.[10]
Después de recorrer
toda la línea, Ciro paró su carro ante la falange, y con Pigres, el intérprete,
ordenó a los generales griegos que mandasen avanzar las tropas con las armas en
posición de combate. Los generales dieron la orden a los soldados, y al sonar la trompeta avanzaron
todos con las armas por delante. Según avanzaban, dando gritos y con paso cada vez más rápido, los
soldados, por impulso espontáneo se pusieron a correr hacia sus tiendas. Esto
llenó de espanto a los bárbaros; la misma reina de Cilicia huyó abandonando la
litera, y los vendedores que
estaban en el campo huyeron sin cuidarse de sus mercancías. Mientras tanto los
griegos llegaron riéndose a sus tiendas, la reina de Cilicia, al ver el
lucimiento y buen orden
del ejército, quedó asombrada. Y Ciro se alegró al
ver el miedo que infundían los griegos a los bárbaros.
Desde allí recorrió veinte parasangas en tres etapas, hasta llegar a
Iconio, última ciudad de la Frigia. Allí permaneció tres días. Desde allí
caminó treinta parasangas en cinco etapas a través de la Licaonia, y permitió a los griegos que
pillasen esta comarca como tierra enemiga. Desde allí envió a Epiaxa a Cilicia, dándole como escolta las tropas de
Menón, bajo el mando de Menón mis-mo. Ciro,
con el resto, atravesó la Capadocia, recorriendo veintidós parasangas en cuatro
etapas, hasta Dana, ciudad poblada, grande y rica. En ella
permanecieron tres días. Ciro mandó matar allí a
un noble purpurado,[11]
llamado Megafernes, y a uno de sus oficiales
superiores, acusándolos de conspirar contra él.
Desde allí intentaron
penetrar en la Cilicia: la entrada era por un camino practicable para carros, pero en pendiente muy áspera,
imposible de atravesar para un ejército si alguien lo impedía. Se decía también
que Siennesis estaba sobre las alturas vigilando la entrada. Esto retuvo a Ciro durante un
día en la llanura. Pero al día siguiente llegó un mensajero diciendo que
Siennesis había abandonado las alturas al saber que el ejército de Menón,
atravesando las montañas, se encontraba ya
dentro de Cilicia, y al
oír que de Jonia se dirigía a las costas de su país una escuadra mandada por
Tamón y compuesta por trirremes,
de los lacedemonios y del
mismo Ciro. Libre, pues, el paso, Ciro subió las montañas y pudo ver las tiendas del
campamento cilicio. De allí descendió a una llanura grande, fértil y bien regada, llena de
árboles de todas clases y de
viñas; en ella se produce mucho sésamo, mijo, panizo, trigo y cebada. La rodean y defienden elevadas montañas
que se extienden desde el mar hasta el mar.
Descendiendo a esta
llanura recorrió veinticinco parasangas en cuatro etapas, hasta llegar a Tarso,
ciudad de Cilicia, grande y rica. En
ella estaba el palacio de Siennesis, el rey de los cilicios;
atraviesa la ciudad el río llamado Cidno, que tiene dos pletros de ancho. La
ciudad había sido abandonada por sus habitantes, que huyeron con el rey
Siennesis a un lugar fortificado sobre las montañas; sólo quedaron los
mercaderes. También permanecieron en sus casas los que vivían a orillas del mar
en Solos y en Iso. Apiaxa había llegado a Tarso cinco días antes que Ciro. En
el paso por las montañas
a la llanura perecieron dos compañías del ejército de Menón; unos decían que
habían muerto a manos de los cilicios por ha-berse entregado al pillaje; otros
que, rezagados y no pudiendo encontrar el grueso del ejército ni dar con los caminos,
habían perecido después de andar errantes; en total eran cien hoplitas. Los
demás, no bien llegados, furiosos con la pérdida de sus compañeros, entraron a
saco en la ciudad de Tarso y en el palacio real. Ciro, cuando llegó a la
ciudad, mandó recado a Siennesis que viniese a verlo; el rey le contestó que
nunca se había puesto en manos de otro más poderoso que él, y entonces no accedió
a la invitación de Ciro, sino después de que su mujer consiguió persuadirlo y
le fueron dadas seguridades. Después de esto, puestos ya en amistosas
relaciones, Siennesis dio a Ciro grandes sumas para el ejército, y Ciro le hizo
regalos que en la corte del rey son tenidos por honrosos: un caballo con freno
de oro, un collar y unos brazaletes del mismo metal, una cimitarra con puño de
oro, y una vestidura persa. Prometiéndole también que no pillarían más su reino
y permitió recoger los esclavos que le habían sido quitados dondequiera pudiese
hallarlos.
III
Ciro y su ejército
permanecieron allí veinte días, porque los soldados se negaron a marchar
adelante; sospechaban ya que se les conducía contra el rey y decían que ellos
no se habían alistado para esto. Clearco intentó primero ha-cer fuerza a sus
soldados para que marchasen, pero ellos le tiraron piedras a él y a sus
acémilas no bien principió a ponerse en marcha. Clearco escapó entonces con
trabajo al peligro de ser lapidado; pero después, reconociendo que era preciso
renunciar a la violencia, reunió a sus soldados y, primero, puesto en pie,
lloró largo tiempo. Los soldados, viendo esto, estaban maravillados y permanecían
silenciosos. Después les habló en estos términos:
«Soldados: no os maraville
mi aflicción en las presentes circunstancias. Ciro es amigo mío, y desterrado
yo de mi patria, tuvo conmigo diversas atenciones honrosas y me dio diez mil
daricos. Y yo, tomándolos, no los empleé en negocio particular mío ni me
abandoné a una vida agradable, sino que los gasté con vosotros. Primero luché
con los tracios y con vosotros vengué a Grecia expulsándolos del Quersoneso
cuando querían arrebatar esta tierra a los griegos que la habitaban. Y al ser
llamado por Ciro acudí con vosotros, a fin de, si fuese preciso, resultarle de
algún provecho en pago de sus beneficios. Si ahora vosotros no queréis marchar,
forzoso me es, o traicionaros a vosotros, siendo fiel a la amistad de Ciro, o
quedar con éste como un falso amigo, marchando con vosotros. No sé si hago lo
debido; pero de cualquier modo me quedo con vosotros y con vosotros estoy
pronto a sufrir lo que sobrevenga. Nunca dirá nadie que yo, después de conducir
a griegos en medio de los bárbaros, traicionando a los griegos, preferí la
amistad de los bárbaros; así, puesto que vosotros no queréis obedecer y seguirme,
yo os seguiré y sufriré lo que sobrevenga. Porque para mí sois vosotros patria,
amigos y compañeros, y con vosotros pienso que seré respetado dondequiera me
halle; separado de vosotros, bien veo que no tendría fuerza ni para favorecer a
un amigo ni para defenderme de un enemigo. Seguros, pues, de que os seguiré
donde vayáis, podéis tomar la resolución que os agrade.»
Así habló; los
soldados, tanto los suyos como los otros que no marcharían contra el rey, al
oírle decir esto, le aplaudieron. Y más de dos mil que iban a las órdenes de
Jenias y de Pasion, cogiendo sus armas y bagajes, acamparon junto a Clearco.
Ciro, apurado y triste por todo esto, mandó a buscar a Clearco; éste se negó a
ir, pero a escondidas de sus soldados le mandó un mensajero diciéndole que
tuviese confianza, pues todo acabaría por arreglarse; también le indicó que lo
mandase a llamar otra vez, y de nuevo se negó a ir. Después de esto, reuniendo
a sus soldados, a los que se le habían reunido y a todo el que quiso les habló
en estos términos:
«Soldados: es evidente
que Ciro se encuentra con respecto a vosotros en la misma situación que
nosotros con respecto a él; ni nosotros somos ya soldados suyos, puesto que no
le seguimos, ni él es ya quien nos paga, ni considera, estoy seguro, que
nosotros le hemos hecho un perjuicio; por eso cuando me manda a llamar no
quiero ir, en primer lugar lleno de vergüenza por haber quedado mal con él en
todo y, además, temeroso, no sea que me coja y me haga pagar los daños que él
piensa haberle yo inferido. Me parece que no es éste momento de echarnos a
dormir y descuidar nuestros asuntos, sino de decidir lo que debemos hacer en
tales circunstancias. Mientras per-manezcamos aquí conviene ver el modo de
estar lo más seguros posible, y, si nos decidimos por marchar, ver los medios
de hacerlo con la mayor seguridad y de procurarnos vituallas; sin esto ni el
general ni el simple soldado sirven de nada. Porque este hombre es el mejor
amigo para el que tiene por amigo, pero también el peor adversario para quien
se le hace enemigo. Cuenta, además, con infantería, con caballería, con buques,
como todos vemos y sabemos bien. Y me parece que no estamos acampados lejos de
él. Ha llegado, pues, el momento de que cada uno diga lo mejor que se le
ocurra.»
Dicho esto, calló.
Entonces levantándose varios, unos espontáneamente para decir lo que pensaban;
otros, aleccionados por el mismo Clearco, mostrando las dificultades que había
tanto para permanecer como para marcharse sin contar con el asentimiento de
Ciro. Uno de ellos, fingiendo apresurar todo lo posible la vuelta a Grecia, dijo
que era preciso elegir cuanto antes otros generales, si es que Clearco no
quería conducirlos, comprar vituallas (el mercado estaba en el ejército
bárbaro) y preparar los bagajes; que debían acudir a Ciro pidiéndole barcos
para la vuelta, y si no los daba, pedirle un guía que los condujese por países
amigos; pero, si no diese un guía siquiera, era preciso formarse cuanto antes
en orden de batalla y enviar un destacamento que se apoderase de las cimas, no
fuese que se adelantasen a tomarlas. Ciro o los cilicios, «a los cuales hemos
hecho muchos prisioneros y cogido muchas cosas».
Así habló éste; después
Clearco dijo estas pocas palabras:
«No hable ninguno de
que yo vaya a dirigir como general esta marcha; por muchas razones no debo hacerlo:
pero estad seguros de que obedeceré al hombre que elijáis; así veréis cómo sé
obedecer tan bien como el primero.»
Entonces se levantó
otro mostrando la ingenuidad del que aconsejaba se pidiesen barcos, como si
Ciro no tuviese también que volverse; mostró asimismo lo ingenuo que sería
pedir un guía al hombre «cuyo negocio hemos estropeado. Si tenemos confianza en
el guía que Ciro nos proporcione, ¿por qué no pedirle que ocupe las alturas
para nosotros? yo, por mi parte, dudaría antes de entrar en los barcos que nos
diera, no fuese que echara a pique los trirremes con nosotros dentro; y tampoco
querría seguir al guía que nos diera, temeroso de que nos llevara a sitio de
donde no pudiéramos salir. De irme contra la voluntad de Ciro, preferiría que
él no lo supiese, cosa que es imposible. En fin, creo que todo esto no son más
que vanas habladurías: me parece lo mejor que elijamos de entre nosotros los
más capaces y los enviemos con Clear-co a Ciro, a fin de que le pregunten con
qué intención piensa utilizar nuestros servicios. Y si la empresa fuese análoga
a las otras en que se ha servido de los mercenarios, seguirle también nosotros
y no mostrarnos menos valerosos que los que le acompañaron antes. Pero, si la
empresa fuese más importante y de más trabajo y peligro que la anterior,
decirle que, o nos persuada y nos lleve consigo, o que, persuadido por
nosotros, nos separemos amistosamente. De este modo, si le seguimos, le seguiremos
amigos y de todo corazón, y si nos marchamos, podremos hacerlo con seguridad. Y
lo que conteste, referirlo aquí, y nosotros reunidos deliberaremos sobre el
asunto.»
Pareció bien esto, y
eligiendo unos cuantos los enviaron con Clearco. Ellos hicieron a Ciro las
preguntas acor-dadas en la asamblea, y él les respondió que tenía noticias de
que Abrócomas, enemigo suyo, se hallaba en las riberas del río Éufrates, a doce
jornadas de distancia; contra éste dijo que pensaba marchar y, si lo encontraba
allí, castigarle; «pero, si se escapase, allí resolveríamos sobre lo que sea
preciso hacer». Oído esto, los embajadores lo comunicaron a los soldados, y
ellos, aunque ya sospechaban que se les conducía contra el rey, con todo
decidieron seguir a Ciro. Pero pidieron que se les aumentara el sueldo. Y Ciro
prometió darles una mitad más de lo que antes ganaban, es decir, en vez de un
darico, tres semidaricos por mes y por soldado. Que marchase contra el rey
nadie lo oyó tampoco allí, por lo menos dicho públicamente.
IV
Desde allí recorrió
diez parasangas en dos etapas, hasta el río Psaro, que tenía tres pletros de
ancho. Desde allí recorrió cinco parasangas en una etapa, hasta el río Piramo,
que tiene de ancho un estadio.[12]
Desde allí recorrió quince parasangas en dos etapas, hasta Iso, última ciudad
de la Cilicia, a orillas del mar, poblada, grande y rica. Allí permanecieron
tres días. Y se reunieron a Ciro treinta y cinco naves peloponesas; en ellas
iba el almirante Pitágoras, lacedemonio. Les había conducido desde Éfeso el
egipcio Tamón, que mandaba además veinticinco de Ciro, con las cuales estuvo
sitiando a Mileto cuando esta ciudad era amiga de Tisafernes y él ayudaba a
Ciro en la guerra contra este sátrapa. También venía en las naves Quirísofo de Lacedemonia,
llamado por Ciro, llevando consigo setecientos hoplitas que mandaba al servicio
de Ciro. Las naves atracaron junto a la tienda de Ciro. Allí también se pasaron
a éste los mercenarios griegos al servicio de Abrócomas —cuatrocientos
hoplitas— y le siguieron contra el rey.
Desde allí recorrió
cinco parasangas en una etapa, hasta las llamadas Puertas de Cilicia y de
Siria. Estas Puertas eran dos murallas, y la de este lado, la de Cilicia,
estaba ocupada por Siennesis y una guarnición de cilicios; la del otro lado, la
de Siria, decíase estar guardada por tropas del rey. Entre las dos corre un río
llamado Carso, que tiene un pletro de ancho, y están separados por una
distancia de tres estadios. No era posible pasar por la fuerza. El paso es
estrecho; las murallas descienden hasta el mar y están coronadas por rocas a
pico, y en una y otra hay puertas. Para este paso había mandado buscar Ciro las
naves con intención de que desembarcasen hoplitas a uno y otro lado de las
puertas y pasaran venciendo a los enemigos, como pensara Ciro. Abrócomas, que
tenía un numeroso ejército, defendía la puertas sirias; pero Abrócomas no lo
hizo así, sino que, apenas supo que Ciro se hallaba en Cilicia, se retiró de
Fenicia y marchó a juntarse con el rey, llevando un ejército, según se decía,
de trescientos mil hombres
Desde allí recorrió
cinco parasangas en una etapa, a través de la Siria, hasta llegar a Miriandro,
ciudad habitada por los fenicios a orillas del mar. Es plaza de comercio y en
su puerto anclan numerosos barcos. Allí permanecieron siete días, durante los
cuales los generales Jenias, de Arcadia, y Pasion, de Mégara, embarcaron con lo
mejor que tenían y se dieron a la vela resentidos, según pareció a la mayoría,
porque Ciro dejó a Clearco los soldados de ambos, que se habían pasado al campo
del lacedemonio con intención de volver a Grecia y no marchar contra el rey.
Apenas desaparecidos circuló el rumor de que Ciro iba a enviar trirremes en su
persecución. Y unos hacían votos porque los cogiese como a traidores; otros los compadecían si fuesen cogidos.
Ciro reunió a los
generales y les dijo: «Nos han dejado Jenias y Pasion: mas sepan que si escapan
no es porque yo ignore
adonde van ni porque me falten trirremes para alcanzar la nave que los conduce.
Pero, lo juro por los dioses, no los perseguiré; nadie podrá decir que mientras
un hombre está a mi lado yo me sirvo de él, y cuando quiere marcharse le cojo,
le castigo y le quito sus bienes. Marchen, pues, en buena hora, y sepan que
nosotros nos hemos portado con ellos mejor que ellos con nosotros. Y aunque
tengo en mi poder a sus hijos y mujeres guardados en Tralles, no les privaré de
ellos, sino que se los devolveré teniendo en cuenta los servicios que antes me
han prestado.» Esto dijo, y los griegos, si es que alguno iba a disgusto en la
expedición, le siguieron con más entusiasmo y afición.
Después de esto
recorrió Ciro veinte parasangas en cuatro etapas, hasta el río Calo, que tiene
un pletro de ancho y está lleno de peces grandes domesticados, a los cuales los
sirios tenían por dioses y no permitían que se les hiciese daño, lo mismo que a
las palomas. Las aldeas en que levantaron las tiendas pertenecían a Parisátide,
a las que habían sido concedidas para su cinturón. Desde allí recorrió treinta
parasangas en cinco etapas, hasta las fuentes del río Dares, que tiene de ancho
un pletro. Allí se encuentra el palacio de Belesis, gobernador de Siria, y un
parque muy grande y bello con toda clase de frutos. Ciro taló el parque y quemó
el palacio. Desde allí recorrió quince parasangas en tres etapas, hasta el río
Éufrates, que tiene de ancho cuatro estadios, y a su orilla se levantaba una
ciudad grande y rica llamada Tapsaco. Allí permanecieron cinco días; y Ciro,
convocando a los generales de los griegos, les dijo que la expedición iba dirigida
contra el gran rey hacia
Babilonia, y les ordenó dijesen esto a los soldados y les persuadiesen a que le
siguieran. Los generales
los reunieron y les participaron la noticia; los soldados se pusieron furiosos contra ellos, pues decían que
sabiendo esto hacía tiempo lo habían ocultado. Decían que no estaban dispuestos
a marchar si no se les
daba tanto dinero como a los que la primera vez habían subido con Ciro, y esto no yendo en son de combate,
sino por llamamiento de su padre. Los generales comunicaron a Ciro esta
resolución, y él entonces prometió que daría a cada soldado cinco minas[13]
de plata una vez que llegasen a Babilonia, y el sueldo completo hasta que volviesen
los griegos a Jonia.
La mayoría del ejército
griego quedó persuadida con estas promesas. Menón, por su parte, antes de estar
en claro lo que harían los otros soldados, si seguían o no a Ciro, reunió sus tropas aparte y les habló de este
modo: «Soldados: si me escucháis, seréis preferidos por Ciro a todos los demás
sin necesidad de correr ningún peligro ni pasar ningún trabajo. ¿Qué os
aconsejo hacer? Ciro está ahora solicitando a los griegos para que le sigan
contra el rey, y yo digo que es preciso que vosotros paséis el Éufrates antes
de que esté claro lo que van a responder a Ciro los demás griegos. Si acuerdan
seguirle, parecerá que vosotros le habéis obligado a ello principiando a pasar,
y Ciro os guardará reconocimiento y os recompensará por haberos mostrado tan
dispuesto; nadie como él sabe agradecer los servicios que se le prestan. Y si
los otros acuerdan retirarse, todos nos volveremos; pero por haber sido los
únicos que le obedecisteis, siempre os considerará como los más seguros para
las guarniciones y para el mando de las tropas, y en cualquier cosa que
necesitéis Ciro será para vosotros un amigo.»
Oído esto, le
obedecieron y pasaron el río antes de que los otros dieran su respuesta. Ciro,
cuando supo que habían pasado, alegróse y les mandó a decir por medio de Glun:
«Yo, soldados, alabo vuestra conducta y procuraré que vosotros tengáis también
más tarde ocasión de alabarme, o no sería yo Ciro.» Los soldados, llenos de
grandes esperanzas, le desearon feliz éxito. A Menón se dijo que le había
enviado magníficos presentes. Hecho esto, atravesó el río, siguiéndole el resto
del ejército. Ninguno de los que pasaron se mojó más arriba del pecho. Los
habitantes de Tapsaco decían que nunca como entonces se había podido pasar este
río a pie, sino con barcas. Abrócomas, que iba por delante, las había quemado
para impedir a Ciro que pasara. Se creyó ver en esta circunstancia algo divino;
el río parecía ceder ante Ciro como predestinado a reinar. Desde allí recorrió
cincuenta parasangas en nueve etapas, y llegaron al río Araxes, donde había
numerosas aldeas llenas de trigo y vino. Permanecieron allí tres días y se
aprovisionaron.
V
Desde allí recorrió
treinta y cinco parasangas en cinco etapas por el desierto de Arabia, teniendo
el río Éufrates a la derecha. En esta región la tierra es una llanura completamente
lisa como el mar y llena de ajenjo. Además, todas las plantas o cañas que allí
crecen son aromáticas; pero no se encuentra árbol alguno. Hay animales de todas
clases, sobre todo asnos salvajes; también hay numerosos avestruces de gran
tamaño, avutardas y gacelas. Los soldados de caballería se pusieron a cazar
estos animales. Y los asnos, cuando alguien los perseguía, echaban a correr y
se paraban, pues corrían mucho más que los caballos; después, cuando los
caballos se acercaban, volvían a hacer lo mismo, de suerte que no era posible
cogerlos, como no fuese repartiéndose a trechos los jinetes y esperándoles unos
mientras otros los perseguían. La carne de los que fueron cogidos era parecida
a la de los ciervos, aunque más tierna. Nadie, en cambio, pudo coger un
avestruz, y los jinetes que intentaron perseguirlos desistieron pronto de su
empeño. En seguida se ponían a gran distancia corriendo con las patas y
utilizando sus alas desplegadas como velas de navío. En cuanto a las avutardas,
si alguien las levanta rápidamente es posible cogerlas, pues tienen el vuelo
corto, como las perdices, y no tardan en cansarse; su carne era sabrosísima.
Después de atravesar
esta comarca llegaron al río Masca, que tiene de ancho un pletro. Había allí
una ciudad desierta, grande, llamada Corzota, a la que da la vuelta el río
Masca. Permanecieron allí tres días y se aprovisionaron. Desde allí recorrieron
noventa parasangas en trece etapas a través de un país desierto, teniendo el
río Éufrates a la derecha, y llegaron a Pilas. En estas etapas perecieron de
hambre muchas de las acémilas; no se encontraba follaje ni árbol alguno; todo
el país estaba pelado. Los habitantes desentierran a lo largo del río piedras
de molino, que, después de trabajadas, llevan a Babilonia: allí las venden y
con el producto compran el trigo necesario. El ejército se vio falto de trigo,
y no había dónde comprarlo como no fuese en el mercado libio, en el campamento
bárbaro de Ciro, al precio de cuatro siglos la capita[14]
de harina de trigo o de cebada. El siglo equivale a siete óbolos y medio, y la
capita contiene dos quenices áticas. Así es que los soldados se mantuvieron
durante estos días sólo de carne. Algunas de estas etapas fueron de longitud
extraordinaria cuando era preciso llegar pronto a un sitio donde hubiera agua o
hierba. Cierta vez se había llegado a un paso angosto y lleno de barro, difícil
para los carros. Ciro se paró en él con los más distinguidos y opulentos de su
séquito, y mandó a Glun y a Pigres que tomasen un destacamento de bárbaros para
hacer pasar los carros. Y pareciéndole que trabajaban con poco brío, mandó,
como si estuviese encolerizado, a los magnates persas que le rodeaban que se
aplicasen también a los carros. Pudo verse entonces un hermoso ejemplo de
disciplina. En seguida abandonaron sus gabanes de púrpura en el sitio donde
cada uno se encontraba y echaron a correr como si se tratase de conquistar un
premio, bajando por una colina de mucha pendiente a pesar de las ricas túnicas
y de los calzones bordados; algunos llevaban collares al cuello y anillos en
las manos. Pero con todo esto se metieron inmediatamente en el barro y sacaron
del atasco a los carros con rapidez que no puede imaginarse.
Veíase, en general,
claramente que Ciro procuraba apresurar la marcha y no detenerse, como no fuera
para tomar provisiones o por cualquier otro motivo ineludible, pues pensaba que
cuanto más rápidamente llegase menos apercibido para el combate estaría el rey,
y cuanto mayor fuese el retraso tanto más fácil le era a su hermano reunir un
gran ejército. Cualquiera que se fijase podía ver que el imperio del rey era
poderoso por la amplitud del territorio y el número de los hombres; pero con
las grandes distancias y la dispersión de las fuerzas resultaba débil contra
quien le hiciese la guerra con rapidez.
Durante estas etapas
por el desierto apareció al otro lado del Éufrates una ciudad opulenta y grande
denominada Carmanda, y los soldados compraron en ella víveres, atravesando el
río con balsas confeccionadas de la siguiente manera: llenaron de heno ligero
las pieles que les servían de tienda, juntándolas y cosiéndolas tan apretadas
que el agua no pudiera tocar la paja, y pasando sobre ellas el río compraron
vituallas, vino hecho con el fruto de la palmera y grano de mijo, cosas que
produce el país en abundancia. En este lugar se produjo una riña entre dos
soldados, uno de Menón y otro de Clearco, y Clearco, juzgando culpable al de
Menón, le golpeó. El soldado, de vuelta a su campamento, contó a sus compañeros
lo que había pasado, y ellos al oírlo se irritaron llenos de cólera contra
Clearco. Aquel mismo día Clearco, después de haber ido al paso del río para
vigilar el mercado, volvía a caballo hacia su tienda acompañado sólo por
algunos de los suyos. Uno de los soldados de Menón, que se encontraba cortando
leña, al ver pasar a Clearco le arrojó el hacha y erró el golpe. Pero en
seguida principiaron de aquí y de allí a tirarle piedras, y atraídos por los
gritos acudieron otros en gran número. Clearco consiguió escapar a su
campamento e inmediatamente dio a su gente orden de armarse, y mandando que los
hoplitas permaneciesen quietos con los escudos delante de la rodilla, tomó
consigo a los tracios y a los jinetes, que eran más de cuarenta, tracios
también en su mayor parte, y marchó contra los soldados de Menón. Estos, y también
Menón mismo, desconcertados por el acontecimiento, corrieron a las armas; otros
permanecieron inmóviles sin saber qué partido tomar. Entonces Próxeno, que
llegaba en aquel momento con una compañía de hoplitas, se puso rápidamente en
medio de ambos bandos y, mandando poner las armas en tierra, suplicó a Clearco
que no hiciese aquello. Clearco se puso muy irritado porque, habiendo estado él
a punto de ser lapidado, hablaba con mucho sosiego de la injuria y le mandó que
se quitase del medio. Pero en esto, llegó Ciro y se enteró del asunto; en
seguida tomó en sus manos las flechas y, seguido por aquellos de sus más fieles
servidores que se encontraban presentes, se lanzó en medio de los dos campos y
les dijo estas palabras: «Clearco y Próxeno y vosotros los demás griegos presentes,
no sabéis lo que estáis haciendo. Si os ponéis a combatir los unos contra los
otros, tened presente que en este mismo día yo quedo aniquilado y vosotros no
mucho después de mí; en cuanto nuestros asuntos marchen mal, todos estos bárbaros
que estáis viendo serán para nosotros enemigos más temibles que los que están
al lado del rey.» Al oír estas palabras Clearco volvió en sí, y apaciguándose
unos y otros pusieron en tierra sus armas.
VI
Según avanzaban desde
este punto principiaron a verse huellas de caballos y estiércol, y por estas
señales se pudo conjeturar que habían pasado como unos dos mil caballos. Este
destacamento iba delante quemando el forraje y cualquier otra cosa que pudiera
ser de utilidad. Entonces Orontes, persa emparentado con el rey y tenido entre
los suyos como uno de los más entendidos en cuestiones militares, concibió la
idea de traicionar a Ciro, con el cual ya había estado antes en guerra,
reconciliándose después. Con tal propósito le dijo a Ciro que si le daba mil
caballos tendería una emboscada a los enemigos que iban quemando por delante, y
o los mataría o cogería vivos a muchos de ellos, impidiéndoles que continuaran
la guerra y que llevasen aviso al rey de haber visto el ejército de Ciro. Ciro,
al escuchar esto, le pareció bien y le mandó que formase una columna tomando
soldados de los jefes.
Orontes, pensando que
estaban preparados los jinetes, escribió una carta al rey diciéndole que se
juntaría con el mayor número de caballería posible y suplicándole que avisase a
sus tropas para que le recibiesen como amigo. En la carta le recordaba también
su afecto y su fidelidad de antes. Entregó esta carta a un hombre en cuya
lealtad tenía confianza. Pero éste, no bien cogió la carta, entregósela a Ciro.
Ciro, leída la carta, prendió a Orontes, llamó a su tienda a siete de los
persas más distinguidos que le acompañaban y ordenó a los generales de los
griegos que acudiesen con hoplitas a fin de que éstos hiciesen la guardia
alrededor de su tienda. Ellos obedecieron, llevando unos tres mil hoplitas.
También invitó a tomar parte en el consejo a Clearco, que era quien, a su
parecer, lo mismo que al de los demás, gozaba de mayor consideración entre los
griegos. Y Clearco, al salir, contó a sus amigos lo que había pasado en el
juicio de Orontes, pues no se había hecho secreto de ello.
Dijo, pues, que Ciro
había principiado con estas palabras: «Os he invitado, amigos míos, para que,
decidiendo con vosotros lo que es justo ante los dioses y ante los hombres
acerca de Orontes, aquí presente, lo ponga yo en ejecución. Primeramente, mi
padre me dio a este hombre para que sirviese a mis órdenes; pero después,
obligado, según dice, por las órdenes de mi hermano, tomó las armas contra mí,
reteniendo en su poder la ciudadela de Sardes. Entonces yo le hice la guerra,
de tal suerte que hubo de parecerle mejor cesar en sus hostilidades contra mí,
y tomé su mano dándole la mía. Después de esto, ¿te he hecho daño en algo,
Orontes?» Este respondió que no, y de nuevo preguntó Ciro: «Y más tarde, sin
haber recibido de mí agravio alguno, ¿no te pasaste a los míos e hiciste a las
tierras de mi gobierno todo el daño que te fue posible?» Orontes convino en
ello. «¿Y no es también cierto —prosiguió Ciro—, que cuando viste tu poca
fuerza viniste al altar de Ártemis diciendo que estabas arrepentido y, después
de persuadirme, nos dimos recíprocamente señales de amistad?» Orontes reconoció
también esto. «¿Qué daño, pues, te he hecho para que ahora por tercera vez
aparezcas conspirando contra mí?» Y como dijese Orontes que no había recibido
ningún daño, preguntóle Ciro: «¿Reconoces, pues, que has sido injusto conmigo?»
«Forzoso es reconocerlo», dijo Orontes. Preguntóle Ciro de nuevo: «¿Sería posible
que volvieses a ser enemigo de mi hermano y amigo fiel mío?» Y Orontes
respondió: «Aunque lo fuese, tú no lo creerías.»
Entonces
dijo Ciro a los que se hallaban presentes: «Esto es lo que este hombre ha hecho
y esto es lo que confiesa. Tú, Clearco, di el primero lo que te parece.» Y
Clearco dijo: «Mi opinión es que debemos deshacernos de este hombre lo antes
posible; así nos quitaremos el cuidado de tener que vigilarlo y podremos
favorecer con más libertad a los que quieran ser nuestros amigos.» Después dijo
que a esta opinión se habían adherido los otros. A una orden de Ciro todos se
levantaron, hasta los mismos parientes de Orontes, y lo cogieron por el cinturón,
señal de que lo condenaban a muerte; inmediatamente lo sacaron algunos que
estaban prevenidos al efecto. Cuando se lo llevaron, aquellos que antes se habían
prosternado ante él se prosternaron también entonces, aun sabiendo que lo
conducían a la muerte. Lo introdujeron en la tienda de Arpates, que era entre
los portacetros[15] aquel
en quien más confiaba Ciro. Después nadie vio a Orontes ni vivo ni muerto; nadie
pudo decir con fundamento cómo había perecido; las conjeturas variaron mucho,
pero jamás apareció su tumba.
VII
De allí recorrió Ciro
doce parasangas en tres etapas, a través de las tierras de Babilonia. En la
tercera etapa, hacia medianoche, pasó Ciro revista en la llanura a las tropas
griegas y bárbaras, pues parecía que a la mañana siguiente se habría de
presentar el rey con su ejército a ofrecer combate. Encargó a Clearco el mando
del ala derecha; a Menón, el de la izquierda, y él mismo formó sus propias
tropas. Después de la revista, cuando ya rayaba el día, unos tránsfugas
informaron a Ciro sobre la situación del ejército del gran rey. Y Ciro,
convocando a los generales y capitanes, deliberó con ellos acerca de la manera
como se daría la batalla, y les exhortó animándoles con estas palabras:
«Griegos: si os he traído a vosotros para que me ayudaseis no es porque me
faltasen bárbaros, sino porque pensaba que valíais más y erais más fuertes que
un crecido número de bárbaros; por eso os tomé. Mostraos, pues, dignos de la
libertad que poseéis y por la cual os envidio. Estad seguros de que yo
cambiaría la libertad por todos los bienes que poseo y por otros muchos más. Y
para que sepáis cuál es el combate que os aguarda, voy a decíroslo, pues lo conozco
perfectamente. Nuestros enemigos se presentarán en gran número y avanzarán
contra nosotros dando grandes gritos, pero si no os dejáis intimidar veréis en
seguida qué hombres produce esta comarca; vergüenza me da a mí mismo. Pero si
vosotros os portáis como hombres, y la suerte me favorece, yo licenciaré al que
lo quiera, de tal modo que sea envidiado por sus compatriotas cuando vuelva a
su casa; aunque espero que muchos preferirán lo que yo les daré si siguen a mi
lado a lo que puedan tener en su tierra».
Entonces Gaulita,
desterrado de Samos, que se hallaba presente y que disfrutaba de la confianza
de Ciro, dijo: «Sin embargo, Ciro, algunos pretenden que prometes muchas cosas
ahora porque te amenaza un peligro próximo, pero que si las cosas resultaran bien
no te acordarías de ello; y otros que, aunque te acordaras y quisieras cumplir
tu palabra, no podrías dar todas las cosas que prometes.» A esto respondió
Ciro: «Pero, amigos míos, el imperio de mis padres se extiende por el Mediodía
hasta países en que los hombres no pueden habitar a causa del calor, y por el
Norte hasta donde es irresistible el frío, y todo lo comprendido entre estos
dos extremos lo gobiernan como sátrapas los amigos de mi hermano. Si nosotros
salimos vencedores, debemos hacer a nuestros amigos dueños de todo esto. Lo que
temo, pues, no es que me falte qué dar a cada uno de los amigos si las cosas
salen bien, sino que no tenga suficientes amigos a quienes dar. Además, a cada
uno de vosotros los griegos le daré una corona de oro.»
Ellos, al oír esto, se
sintieron más animados y repitieron a los demás las palabras de Ciro. Algunos
de los griegos se presentaron también a él deseando saber lo que se les daría,
caso de salir vencedores. Y Ciro los despidió colmando los deseos de todos.
Cuantos hablaban con él le aconsejaban que no combatiera en persona, sino que se pusiese detrás de
ellos. En tal coyuntura interrogó Clearco a Ciro en términos parecidos a éstos:
«¿Crees, Ciro, que tu hermano combatirá contigo?» «No hay duda —respondió
Ciro—; si verdaderamente es hijo de Darío y de Parisátide y hermano mío, no
tomaré el imperio sin combate.» En la revista allí verificada vióse que la
infantería pesada de los griegos, los hoplitas, ascendía a diez mil
cuatrocientos hombres, y la ligera, o sea, los peltastas, a dos mil quinientos;
los bárbaros que iban con Ciro sumaban cien mil hombres, y los carros armados
de hoces eran unos veinte. Los enemigos, según se decía, contaban con un millón
doscientos mil hombres y con doscientos carros armados de hoces. Disponían,
además, de seis mil caballos mandados por Artajerjes y que formaban delante de
la persona misma del rey. El ejército de Artajerjes estaba mandado por cuatro
generales, cada uno de los cuales tenía a sus órdenes un cuerpo de trescientos
mil hombres: Abrócomas, Tisafernes, Gobrias y Arbaces. De todas estas tropas
asistieron a la batalla novecientos mil hombres con ciento cincuenta carros
armados de hoces. Abrócomas, que venía de Fenicia, llegó cinco días después de
la batalla. Tales fueron los informes que le dieron a Ciro, antes de la
batalla, los tránsfugas del ejército del gran rey, y los enemigos que fueron
hechos prisioneros más tarde los confirmaron después de la batalla.
Desde allí recorrió
Ciro tres parasangas en una etapa, llevando formados en orden de batalla tanto
el ejército de los griegos como el de los bárbaros; pensaba que aquel mismo día
le presentaría el rey batalla, pues hacia la mitad de esta etapa había un foso
hondamente excavado de cinco brazas de anchura y tres de profundidad. Este foso
subía por la llanura hasta la muralla de Media, en una longitud de doce
parasangas. (Allí se encuentran los canales que salen del río Tigris; son
cuatro, de un pletro de anchura y tan profundos que por ellos navegan barcazas
cargadas de trigo. Desembocan en el Éufrates y hay puentes sobre ellos.) A
orillas del Éufrates había un paso angosto entre el río y el foso como de unos
veinte pies de ancho; el gran rey había mandado excavar este foso como defensa
al saber que su hermano marchaba contra él. Ciro lo atravesó con todo su
ejército y se pusieron al otro lado del foso. Durante todo este día no presentó
el rey batalla; pero las numerosas huellas de caballos y de hombres delataban
que sus tropas se iban retirando. Entonces Ciro mandó llamar a Silano, adivino
natural de Ambracia, y le dio tres mil daricos porque diez días antes le había
predicho, mientras sacrificaba, que el rey no combatiría en los diez días
próximos. Ciro le había dicho: «Si no combate dentro de estos días no combatirá
ya. Como resulte verdad lo que anuncias, te prometo diez talentos.» Y entonces
le entregó este dinero, puesto que ya habían pasado los diez días. Al ver que
el rey no estorbaba el paso del foso por el ejército, Ciro y los demás creyeron
que había desistido de combatir; de suerte que al día siguiente marchaba Ciro
con menos precauciones. Al día tercero iba sentado en su carro precedido por un
número muy escaso de soldados; la mayor parte de las tropas marchaba en
desorden, y muchos de los soldados habían dejado sus armas en los carros y las
acémilas.
VIII
Ya iba muy avanzada la
mañana, y estaba cerca el sitio en que se debía descansar, cuando Pategias,
persa de los más íntimos de Ciro, aparece corriendo a rienda suelta con el caballo cubierto de sudor,
gritando a todos los que se encontraban, ya en griego, ya en bárbaro que el rey
se acercaba con un numeroso ejército como dispuesto a presentar batalla. Esto
produjo un gran tumulto, pues los griegos y todos los demás creían que iban a
caer sobre ellos antes de haberse formado. Ciro saltó del carro, se puso la
coraza, montando a caballo, tomó en la mano los dardos y dio orden a todos los
demás que se armasen y acudiesen cada uno a su puesto.
Las tropas se fueron
formando a toda prisa. Clearco ocupaba el ala derecha, tocando con el río
Éufrates; a su lado estaba Próxeno, y después los demás generales. Menón, con
su cuerpo, era de los griegos el que tenía el ala izquierda. De los bárbaros se
colocaron a la derecha, al lado de Clearco y de la infantería ligera griega,
unos mil caballos paflagones, y en la izquierda se puso Arieo, lugarteniente de
Ciro, con el resto del ejército bárbaro. Ciro y la caballería que le
acompañaba, unos seiscientos jinetes, iban armados con corazas, quijotes y
cascos; pero Ciro se dispuso al combate dejándose descubierta la cabeza.
(Dícese, en efecto, que es costumbre de los persas entrar en batalla con la
cabeza descubierta.) También los caballos que iban con Ciro estaban todos
protegidos con armaduras en la cabeza y en el pecho, y los jinetes tenían
espadas griegas.
Ya mediaba el día y aún
no se habían presentado los enemigos; pero al comenzar la tarde se vio una
polvareda como una nube blanca, y poco después una especie de mancha negra que
cubría la llanura en una gran extensión. Según se acercaban fuése apercibiendo
el resplandor del bronce, y pronto aparecieron claramente las lanzas y las
filas de soldados. A la izquierda de los enemigos venían escuadrones de
caballería armados con corazas blancas, de los cuales se decía ser jefe
Tisafernes; junto a éstos los guerróforos[16]
e inmediatamente la infantería pesada con escudos de madera que les llegaban hasta
los pies; decíase que eran egipcios. Después seguían otros cuerpos de
caballería y arqueros. Todas estas tropas iban agrupadas por naciones, y cada nación
formaba una columna profunda. Delante marchaban los carros armados de hoces, a
gran distancia uno de otro; las hoces iban sujetas a los ejes oblicuamente, y
otras debajo de los asientos dirigidas hacia la tierra, de suerte que cortaran
todo lo que encontrasen al paso. Había el plan de dirigir estos carros contra
los batallones griegos y romperlos. Cuanto a lo que dijo Ciro al reunir a los
griegos recomendándoles oyesen sin miedo la gritería de los bárbaros, el
anuncio quedó fallido, porque no avanzaron dando gritos, sino con todo el
silencio posible y con el mayor sosiego, a un paso igual y reposado. Mientras
tanto, Ciro, recorriendo la línea acompañado por el intérprete Pigres y otros
tres o cuatro, gritaba a Clearco que condujese sus tropas contra el centro de
los enemigos, porque allí se encontraba el rey. «Y si venciéramos en este lado
—decía— lo tendríamos ganado todo.» Clearco, viendo el cuerpo colocado en el
centro y oyendo decir a Ciro que el rey se encontraba fuera de la izquierda de
los griegos (el ejército del rey era tan superior en número que su centro
rebasaba la izquierda de Ciro); viendo esto, Clearco no quería separarse del
río, temeroso de que lo envolviesen por los dos lados, y respondió a Ciro que
él vería lo que conviniese más.
Entretanto, el ejército
bárbaro iba avanzando, mientras el de los griegos, quieto en el mismo sitio,
acababa de formarse según acudían los soldados. Ciro, al pasar por delante y a
muy corta distancia de las tropas, miraba a uno y otro lado contemplando ya a
los enemigos, ya a los suyos. Entonces Jenofonte, de Atenas, viéndole desde las
filas griegas en que se hallaba formado, dio espuelas a su caballo y,
saliéndole al encuentro, le preguntó si tenía alguna orden que dar. Ciro se
detuvo y le dijo, encargándole que lo comunicase a los demás, que los sacrificios
se mostraban favorables. Mientras decía esto oyó un rumor que corría por las
filas, y preguntó de qué se trataba. Y Jenofonte le contestó que era el santo y
seña que pasaba por segunda vez. Se maravilló de quién podía haberlo dado, y
preguntó cuál era el santo y seña. Jenofonte le respondió que «Zeus salvador y
victoria.» Oyendo esto Ciro: «Pues bien: lo acepto —dijo—, y así sea.» Dicho
esto se encaminó al sitio que había escogido.
Y
apenas distaban ya los frentes de ambos ejércitos tres o cuatro estadios,
cuando los griegos principiaron a cantar el peán y se pusieron en movimiento
para ir al encuentro de los enemigos.
Según
avanzaban, una parte de la falange se adelantó algo en un movimiento impetuoso,
y el resto se vio obligado a seguirla corriendo para alcanzarla, y al mismo
tiempo que corría todos daban gritos a la manera como se festeja a Enialo.[17]
También dicen algunos que golpeaban con las lanzas los escudos para infundir
miedo a los caballos. Pero antes de que llegasen a tiro de arco los bárbaros
volvieron la espalda y huyeron. Entonces los griegos los fueron persiguiendo
con todas sus fuerzas, gritándose los unos a los otros que no corriesen atropelladamente,
sino que les siguiesen bien formados. Mientras tanto, los carros eran
arrastrados, unos a través de los enemigos mismos y otros a través de los
griegos; iban sin conductores. Y los griegos, al verlos venir, se separaban,
aunque hubo también alguno que, desconcertado como si estuviese en un hipódromo,
se dejó coger. Pero, según dijeron, ni este mismo sufrió ningún daño, como tampoco
ningún otro griego en esta batalla; sólo se dijo que en el ala izquierda uno
había sido alcanzado por una flecha.
Ciro, viendo a los
griegos vencedores por su lado y persiguiendo al enemigo, lleno de satisfacción
y saludado como rey por los que le rodeaban, no por eso se dejó arrastrar a la
persecución, sino que, manteniendo recogida la fuerza de seiscientos caballos
que le acompañaban, se mantuvo en observación de lo que haría el rey. Sabía que
éste se hallaba en el centro del ejército persa; todos los jefes bárbaros se
colocan en el centro de los ejércitos que mandan, pues piensan que así están
más seguros, teniendo fuerzas a uno y otro lado, y que si necesitan mandar algo
tardará el ejército en saberlo la mitad de tiempo. Siguiendo esta costumbre, el
rey se mantenía en el centro de su ejército, pero aun así quedaba fuera del ala
izquierda de Ciro. Y cuando vio que nadie le presentaba combate ni a las tropas
formadas delante de él, les mandó dar vuelta con intención de envolver a su
contrario. Ciro, entonces, temeroso de que, atacando por detrás, desbaratase el
ejército griego, se lanzó a su encuentro y cargando con los seiscientos de su
guardia derrotó a las fuerzas puestas delante del rey, puso en fuga a los seis
mil y hasta se dice que mató con su propia mano al jefe Artajerjes que los
mandaba. Al ver que los enemigos huían, los seiscientos de Ciro se dispersaron
también, lanzándose en su persecución, excepto unos pocos que permanecieron al
lado de su jefe, casi todos de los llamados compañeros de mesa. Estando,
pues, con éstos descubrió el rey al escuadrón que le rodeaba, y sin poderse
contener exclamó «Veo al hombre», y se lanzó contra él y le dio en el pecho, hi-riéndole a través de la coraza,
según se supo más tarde por Ctesias, el médico que dijo haberle curado la
herida. Mientras hería al rey, uno le lanzó con gran fuerza un dardo que le
penetró por debajo del ojo. Pueden verse en Ctesias, que se hallaba entonces al
servicio de Artajerjes, los que cayeron por el lado del rey en este combate
entre el rey y Ciro y entre los soldados de ambos en favor de cada uno. En el
lado contrario murió el mismo Ciro, y los ocho más distinguidos de su guardia
cayeron sobre su cadáver. Dícese que Arpates, servidor en quien él tenía puesta
la mayor confianza entre los portacetros, al ver a Ciro por tierra saltó del
caballo y se dejó caer sobre su amo. Según algunos, el rey mandó que alguien le
degollase sobre el cuerpo de Ciro, y, según otros, él mismo se mató
desenvainando su sable; tenía uno de oro, y llevaba collar, brazaletes y las
demás cosas que suelen llevar los nobles persas, pues Ciro le distinguía mucho
por el amor y fidelidad que le mostraba.
IX
Así murió Ciro, varón
que entre los persas, después de Ciro el antiguo, fue quien tuvo más
condiciones de rey y el más digno de gobernar, según convienen todos los que
parece le han conocido de cerca. Ya siendo niño, cuando se educaba con su
hermano y con los otros niños, se le tenía por el más aventajado. Porque todos
los hijos de los nobles persas se educan en las puertas del palacio real, donde
pueden aprenderse mucha cordura y no hay peligro de que se oiga o vea nada feo.
Allí conocen, unas veces viéndolos y otras de oídas, a los que son honrados por
el rey y a los que incurren en su desgracia, de suerte que desde niños aprenden
a mandar y a obedecer.
Educado de esta forma,
Ciro se mostró como el más juicioso de los de su edad y hasta el más dispuesto
a obedecer a los ancianos que sus compañeros de condición inferior. También era
muy aficionado a montar a caballo y llegó a ser jinete consumado; en todos los
ejercicios militares, en manejar el arco y lanzar el dardo, mostraba un ardor
infatigable. Llegado a la edad conveniente, se aficionó mucho a la caza y
gustaba correr en ella toda suerte de riesgos, hasta el punto de que cierta
vez, atacado por una osa, como no consiguiese herirla, fue embestido por la
fiera y derribado del caballo, sufriendo diversas heridas, cuyas cicatrices
conservaba, hasta que consiguió matarla. Y al primero que acudió en su auxilio
le colmó de presentes.
Cuando su padre lo
envió como sátrapa de la Lidia, la Gran Frigia y la Capadocia, nombrándole
general de todas las fuerzas que debían reunirse en la llanura de Castolo, Ciro
mostró ante todo que para él lo primero era cumplir con el mayor escrúpulo la
palabra dada, ya fuese un tratado, ya un acuerdo, ya una simple promesa. Así es
que tenían confianza en él las ciudades que le habían sido entregadas y la
tenían también los particulares. Y hasta si tenía algún enemigo, una vez hechas
las paces con Ciro, estaba seguro de no sufrir nada contra lo pactado. Esto
explica que, cuando entró en guerra con Tisafernes, todas las ciudades se
declarasen por él; a excepción de los milesios, que le temían porque él no
quería abandonar a los desterrados. Había dicho, en efecto, y los he-chos
confirmaron sus palabras, que no los abandonaría aunque fuesen menores en
número y sus cosas marchasen peor.
Si alguno se portaba
bien o mal con él, veíasele afanoso por sobrepujarle, y según algunos referían,
a veces expresaba el deseo de vivir el tiempo suficiente para vencer en los
beneficios a los que le habían favorecido, y en la venganza a los que le
ofendieron. Por eso, entre los hombres de nuestro tiempo nadie ha tenido mayor
número de gentes dispuestas a sacrificarle gustosas dinero, ciudades y las
propias vidas. Y no podría decirse que se dejase burlar por los malvados y
criminales, pues los castigaba sin contemplación alguna. Con frecuencia podían
verse por los caminos reales hombres privados de pies, de manos y de ojos; de
tal suerte que bajo el gobierno de Ciro fue posible a cualquier hombre
pacífico, lo mismo griego que bárbaro, ir a donde quisiese llevando consigo lo
que le conviniera. Era un hecho reconocido que honraba de una manera especial a
los que se distinguían en la guerra. Y en la primera que sostuvo, que fue
contra los pisidas y los misios, dirigiendo él en persona la campaña en estas
comarcas, a los que veía afrontar espontáneamente los peligros nombróles
gobernadores de las tierras conquistadas y además les obsequió con otros
regalos. Parecía, pues, su intención que los bravos fuesen los que gozaran de
mejor fortuna y que los cobardes debían ser esclavos de éstos. Así resultaba
que siempre eran muchos los dispuestos a correr un peligro donde se pensaba que
Ciro podía saberlo.
En cuanto a la
justicia, si veía a alguno con intención de destacarse en este sentido,
procuraba por todos los medios hacerlo más rico que los que se valían de la
injusticia para sus provechos. Por eso, a más de que la justicia dominaba en
todas las cosas, su ejército era un verdadero ejército. Los generales y los
capitanes no acudían a él por el dinero, sino porque sabían que obedecer
puntualmente a Ciro representaba más provecho que la simple soldada mensual.
Jamás quien ejecutó con esmero las órdenes de Ciro dejó de ver recompensado su
celo. De ahí que, según se decía, Ciro tuviera los mejores servidores en todos
los asuntos.
Si veía que alguien era
un administrador justo y hábil y que mejoraba la provincia puesta bajo su
mando, aumentando su tributación, lejos de quitarle nada, dábale más todavía.
De suerte que trabajaban con gusto, aumentaban sus bienes con seguridad y no
ocultaban de Ciro lo que habían adquirido. Nadie supo descubrir en él envidia a
los que disfrutaban públicamente de sus riquezas; al contrario, procuraba
despojar a los que las ocultaban. A todos los amigos que se había hecho, amigos
cuyo afecto conocía y a quienes consideraba como colaboradores eficaces de lo
que se proponía hacer, sabía como nadie colmarlos de atenciones, según todos
convienen. Y por lo mismo que él pensaba necesitar de amigos para tener quien
le ayudase, él por su parte procuraba ayudar con todas sus fuerzas a sus
amigos, según lo que veía necesitar cada uno de ellos.
Ningún hombre, según
pienso, ha recibido tantos regalos y, por muchas razones, nadie tampoco ha
sabido distribuirlos mejor entre sus amigos, teniendo presentes las
inclinaciones y necesidades de cada uno. Si alguien le enviaba galas, ya para
la guerra, ya para el boato, decía, según contaban, que su persona no podría
adornarse con todas ellas, pero que el mejor adorno de un hombre consistía para
él en tener amigos bien engalanados. Que venciese a sus amigos en munificencia
nada tiene de extraño, puesto que su poder era mucho mayor; pero que los
superase en atenciones y en el deseo de agradar es cosa que me parece mucho más
digna de estimación. A menudo les enviaba Ciro jarros medio llenos de vino,
cuando lo recibía bueno, diciendo no haber encontrado otro tan agradable desde
hacía mucho tiempo. «Te envío, pues, suplicándote que lo bebas hoy con los que
te sean más caros.» A menudo enviaba trozos de ánade, de pan o de otras cosas,
encargando al portador que dijese: «Esto le ha gustado a Ciro y desea que tú
también lo pruebes.» Cuando el forraje escaseaba, él, que podía obtenerlo por
el número y el celo de sus servidores, mandaba decir a sus amigos que tomasen
de este forraje para sus caballos a fin de que éstos no sufriesen hambre y
pudiesen llevarlos bien.
Si pasaba por algún
sitio donde debía mirarle mucha gente, llamaba junto a sí a sus amigos y
hablaba con ellos gravemente para mostrar a quienes estimaba; por eso, de
cuantos han llegado a mis oídos, pienso que nadie ha sido objeto de una pasión
tal ni entre los griegos ni entre los bárbaros. Y lo prueba esto: a pesar de no
ser Ciro más que un súbdito, ninguno se le marchó al campo del rey. Sólo
Orontes lo intentó, y éste mismo hubo de encontrar que aquel en cuya fidelidad
confiaba era más afecto a Ciro que a él mismo. En cambio, fueron muchos los que
del campo del rey se pasaron a Ciro una vez rotas las hostilidades entre ambos,
y precisamente aquellos que el rey distinguía más con su afecto, pues creían que
si se mostraban valerosos serían mejor recompensados por Ciro que por el rey.
También lo ocurrido en su muerte prueba el valor de Ciro y su acierto en
escoger a los que eran fieles, leales y seguros. Cuando Ciro fue muerto, todos
los amigos y compañeros de mesa que se encontraban a su lado perecieron
combatiendo por su cadáver, excepto Arieo, que se hallaba en el ala izquierda
al frente de la caballería. Cuando supo que Ciro había caído se puso en fuga
con todo el cuerpo que mandaba.
X
Sobre el terreno mismo
cortaron a Ciro la cabeza y la mano derecha. El rey, persiguiendo a los
fugitivos, cayó sobre los reales de Ciro. Las tropas de Arieo, lejos de
presentar resistencia alguna, huyeron a través de sus reales a la etapa de
donde habían salido por la mañana, y que se hallaba, según decían, a cuatro
parasangas de distancia. El rey y los suyos entraron a saco en todo y cogieron
a la Focense, una manceba de Ciro, a quien llamaban la sabia y la bella. Pero
la Milesia, más joven que la otra, cogida por los del rey, logró escaparse
desnuda adonde estaban unos griegos que guardaban armados los bagajes. Estos
salieron y perdieron también algunos de los suyos; pero no huyeron y salvaron
valerosamente no sólo a la muchacha, sino todas las cosas y personas que se pusieron
bajo su defensa.
Se hallaban entonces el
rey y los griegos a una distancia como de treinta estadios; unos persiguiendo a
cuantos encontraban por delante como si los hubiesen vencido a todos, y los
otros pillando, como si ellos fuesen los vencedores. Pero cuando los griegos
advirtieron que el rey con su ejército había caído sobre los bagajes, cuando el
rey supo por Tisafernes que los griegos habían vencido por su lado y que
avanzaban persiguiendo a los fugitivos, entonces el rey recogió sus tropas y las
colocó en orden; y Clearco, llamando a Próxeno, que era quien se encontraba más
cerca, se puso a deliberar si enviarían un destacamento o irían todos a
defender los reales.
En
esto vióse claramente que el rey avanzaba para atacarlos por la espalda. Entonces
los griegos, dando la vuelta, se aprestaron a recibirle si atacaba por este
lado; pero el rey no fue por allí, sino que se volvió por donde había rebasado
el ala izquierda, recogiendo a los tránsfugas que se habían pasado a los
griegos durante la batalla y a Tisafernes con sus tropas. Porque Tisafernes no
huyó al primer encuentro, sino que, siguiendo la orilla del río, atravesó con
su caballería por entre los peltastas griegos, aunque sin matar a ninguno, pues
los griegos, abriendo sus filas, herían con espadas y dardos a los jinetes enemigos.
Mandaba a los peltastas Epístenes de Anfípolis, quien, según contaban, se había
conducido con gran sagacidad. Tisafernes, como vio que llevaba la peor parte se
alejó de los peltastas y renunciando a otro ataque llegó a los reales de los
griegos, donde se encontró con el rey. Allí reunieron ambos sus tropas y se
volvieron juntos.
Cuando ya se hallaban a
la altura del ala izquierda de los griegos, éstos temieron que les atacasen de
flanco y envolviéndolos por uno y otro lado los hiciesen pedazos. Y les pareció
que lo mejor sería replegar el ala y hacer que el río les quedase a la espalda.
Mientras decidían esto, el rey, cambiando en este mismo sentido la formación de
sus tropas, puso enfrente la falange como cuando avanzó por vez primera en
orden de combate. Los griegos, al ver a sus enemigos ya cerca y formados, entonaron
de nuevo el peán y se lanzaron al ataque con mucho más brío que la vez pasada.
Pero los bárbaros no los esperaron, sino que, a una distancia mayor que la vez
primera, se dieron a la fuga.
Los griegos fueron
persiguiéndoles hasta una aldea, donde se detuvieron. Dominando a esta aldea se
alzaba una colina, y en ella se había recogido la escolta del rey; no había
soldados de infantería, pero todo el altozano estaba lleno de jinetes, de
suerte que no era posible saber lo que hacían. Y según dijeron, habían visto la
insignia del rey: un águila de oro con las alas desplegadas sobre un escudo.
Mas cuando los griegos avanzaron también sobre este punto, los jinetes
abandonaron la colina, dispersándose cada uno por su lado; no quedó en la
colina un solo jinete, y por fin todos desaparecieron.
Clearco entonces no
hizo subir a los tropas la colina, sino que, manteniéndolas a su pie, envió a
Licio el siracusano y a otro que subieran y después de reconocer la colina
viniesen a decirle lo que vieran. Licio picó espuelas a su caballo y,
examinando el terreno, informó que el enemigo huía con todas sus fuerzas, y en
esto el sol iba ya poniéndose. Los griegos entonces se pararon y, puestas las armas en tierra, descansaron.
Maravillávales al mismo tiempo que no se les hubiese presentado Ciro ni nadie
que viniese de su parte; no sabían que había muerto y pensaban que seguía
persiguiendo al enemigo o se había adelantado para tomar alguna posición.
Mientras tanto deliberaron si permanecerían en aquel sitio llevando a él los
bagajes o si volverían a los reales. Decidieron volver y llegaron a las tiendas
hacia la hora de cenar.
Tal
fue el fin que tuvo esta jornada. Los griegos encontraron saqueadas la mayor
parte de sus cosas, lo mismo que las provisiones de comer y beber. Los carros
llenos de harina y de vino que Ciro tenía preparados para distribuirlos entre
los griegos en caso de que sorprendiese una extrema necesidad al ejército
también habían sido saqueados. De manera que se quedaron sin cenar la mayor
parte de los griegos. Y tampoco habían podido almorzar por la mañana, pues el
rey se presentó antes de que rompiesen filas para el almuerzo. Así, pues,
pasaron la noche.
[1] Soldados de infantería pesada.
[2] Soldados de infantería ligera.
[3] Parasanga, equivalente a 5 250 metros.
[4] Pletro, equivalente a unos 31 metros.
[5] Heródoto, Historia, viii, 26.
[6] Fiestas en honor de Pan, también conocido por Liceo (Lycaios).
[7] Instrumento que usaban los atletas para limpiarse el sudor.
[8] Literalmente: mercado de los ceramios.
[9] Literalmente: llanura de Caistro.
[10] Es decir, preparados para el combate.
[11] Dignidad en la corte persa.
[12] El estadio equivale a 185 metros.
[13] La mina valía cien dracmas y la dracma equivale a una peseta.
[14] El siglo corresponde próximamente a una peseta, y la capita a poco más
de dos litros.
[15] Estos portacetros (δxηπτόνχοι) formaban la guardia personal de Ciro,
según costumbre de los reyes de Persia.
[16] Infantería persa armada de escudos de mimbre (γέρροι).
[17] Ares, dios de la guerra.
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