miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Capítulo 7 La peste (430-429)

A principios de mayo del año 430, Arquidamo condujo otra vez el ejército invasor peloponesio hacia el Ática para continuar con la destrucción iniciada el primer año de la guerra. Esta vez sí que arrasaron la gran llanura que se extiende frente a la ciudad de Atenas, para desplazarse luego hacia las regiones costeras áticas del este y el oeste. No valía la pena mantener las zonas ocupadas, porque los atenienses, a todas luces, ni se iban a rendir ni se expondrían a una lucha cuerpo a cuerpo. El ejército permaneció durante cuarenta días en tierras áticas, la estancia más larga de toda la guerra, y no la abandonaron hasta que sus provisiones se agotaron.
EPIDAURO

A finales de ese mismo mes, el propio Pericles se puso al mando de una flota de cien trirremes atenienses, asistidos por cincuenta barcos de Quíos y Lesbos. La expedición contaba con cuatro mil hoplitas y trescientos jinetes, una infantería tan numerosa como la empleada en la gran campaña de Sicilia en el año 415, y una de las mayores fuerzas jamás embarcadas en las naves de Atenas. Algunos historiadores opinan que el tamaño de esta armada revela un cambio de la estrategia defensiva a la ofensiva. Su objetivo, según se cree, era la captura de la ciudad de Epidauro, para emplazar allí un destacamento y mantenerla ocupada. Esto daría a Atenas un bastión en el Peloponeso, con una buena situación desde donde hostigar y amenazar a Corinto por un lado, y animar a Argos a unírseles en la guerra contra Esparta por otro.
Aunque una campaña de este tipo habría equivalido a una profunda transformación en la estrategia de Pericles, existen poderosas razones para rechazarlo como motivo de la expedición. En primer lugar, Tucídides no menciona ningún cambio de estrategia, sino que continúa describiéndola en los mismos términos hasta la muerte de Pericles: «permaneced tranquilos, cuidad de la marina y guardaos de extender el Imperio en tiempos de guerra o de poner la ciudad en peligro» (II, 65, 7). Además, si lo que querían los atenienses era capturar y mantener Epidauro, no obraron correctamente porque el saqueo del territorio sirvió de aviso anticipado de su llegada.
La expedición puede entenderse como la ejecución más destacada de la política que se hallaba tras los asaltos costeros atenienses de los dos primeros años de la contienda, que incluyeron Metone, Fía de Élide, Trecén, Hermíone, Halias y Prasias (Véase mapa[18a]). En cada uno de estos lugares, los atenienses comenzaron por destruir los territorios y, sólo de vez en cuando, si la población estaba escasamente defendida, intentaron llevar a cabo el ataque. El asalto a Epidauro era meramente una intensificación del mismo plan, tal vez motivado por la presión interna que exigía hacerle al enemigo el mayor daño posible.
El saqueo a la ciudad habría levantado la moral de los atenienses y habría ayudado a que Pericles continuase con su batalla política. También hubiera servido para disuadir a las ciudades peloponesias vecinas a la hora de enviar sus tropas a unirse al ejército que invadía el Ática. Y también podría haber propiciado el abandono de la Alianza espartana por parte de algunas ciudades costeras, aunque esto no llegó a suceder.
Así pues, el hecho de emprender la segunda expedición naval ateniense sugiere la idea de que Pericles comenzaba a ser consciente de que su estrategia no estaba funcionando. Los espartanos continuaron con el saqueo del Ática, y el tesoro ateniense siguió viéndose mermado por la rebeldía de los potideos. Se dio cuenta de que debía tomar medidas de corte más agresivo para convencer al enemigo de que hiciera la paz, aunque tampoco abandonó su estrategia fundamental de una guerra defensiva.
En el año 430, las fuerzas atenienses no llegaron más allá de Prasias, situada en la orilla oriental de la gran península, y desde allí dieron la vuelta. Sin lugar a dudas, debió de ser entonces cuando tuvieron noticia del retomo de los peloponesios desde el Ática, lo que obligó a los atenienses a abandonar el Peloponeso, donde sus incursiones podrían tropezarse ahora con fuerzas considerables. Aun así, cabía la posibilidad de que se dirigieran hasta el noroeste, como ya hicieron el año anterior, donde un ejército de tal tamaño habría causado un gran daño a Corinto y a sus colonias en el oeste. ¿Por qué dio marcha atrás una flota tan poderosa, tras haber conseguido tan poco?
LA PESTE (EN ATENAS)

Pericles posiblemente interrumpió la expedición porque tuvo conocimiento de los efectos de la peste que se había iniciado en Atenas a comienzos de la temporada bélica. Se dice que se originó en Etiopía, y que atravesó Egipto, Libia y parte del Imperio persa antes de rebrotar en Atenas. Afectado por la epidemia en sus propias carnes, Tucídides describe detalladamente los síntomas, similares a los de la peste pneumónica, al sarampión, a la fiebre tifoidea o a otras enfermedades, pero sin cuadrar exactamente con ninguna de las conocidas. Antes de que se extinguiera su curso en el año 427, habían muerto más de cuatro millares de hoplitas, trescientos jinetes y un número indeterminado de individuos de las clases bajas, quizás un tercio de la población de la ciudad.
La expedición llegó a la ciudad transcurrida la primera mitad de junio, cuando la peste ya llevaba más de un mes en Atenas. Los atenienses, hacinados en la ciudad por la política de Pericles, eran particularmente vulnerables al contagio, mortal para algunos y desmoralizante para todos. El pánico, el miedo y el colapso de los lazos de la civilización más sagrados fueron tan grandes, que muchos dejaron de dar sepultura a los muertos, el rito más solemne en el seno de la religión helénica. Habían aguantado las penurias del primer año con dificultad, pero «los atenienses, tras la segunda invasión peloponesia, como su territorio había sido saqueado por segunda vez y la peste, unida a la guerra, se cebaba en ellos, cambiaron de opinión e hicieron responsable a Pericles por convencerles de ir a la guerra y por las desgracias acaecidas» (II, 59, 1).
En este contexto, los atenienses enviaron a las fuerzas que acababan de volver del Peloponeso a una nueva campaña al mando de Hagnón y Cleopompo, fieles a Pericles, con el objetivo de acabar con la tenacidad de Potidea y suprimir las revueltas calcídicas en general. Potidea siguió resistiendo, y las tropas de Hagnón contagiaron al primer destacamento, que hasta entonces se había librado de la peste. Pasados cuarenta días, Hagnón regresó a Atenas con lo que quedaba del ejército. Había perdido mil cincuenta hombres de los cuatro mil originales.
Pericles, atacado por dos frentes, había optado por esta desastrosa expedición a causa de las presiones políticas de Atenas.
Cualquier etiqueta utilizada para describir las formaciones políticas de las ciudades griegas es una mera fórmula de conveniencia y no hace referencia a nada que se parezca a los partidos políticos actuales. La política ateniense se estructuraba tradicionalmente en grupos cambiantes, que a menudo se asociaban alrededor de la figura de un hombre, otras veces por algún asunto en concreto y, ocasionalmente, por ambos motivos. Aunque la disciplina de partido en el sentido moderno del término era más bien poca o nula y las formaciones sólo contaban con una continuidad relativa, en los primeros tiempos de la Guerra de los Diez Años la opinión popular parece haber caído en tres categorías distinguibles: los que querían la paz inmediata con Esparta (a sus defensores los llamaremos la facción pacifista), aquellos que estaban determinados a librar una guerra ofensiva y correr riesgos en el intento de derrotar a Esparta en vez de agotarla (a este grupo los llamaremos la facción belicista), y los deseosos de apoyar la política de Pericles, evitar riesgos, desgastar a los espartanos y trabajar por una paz negociada a partir del statu quo anterior a la contienda (a éstos nos referiremos como la facción moderada). Latentes desde la primera invasión espartana, la facción pacifista renovó su esperanza de llegar a acuerdos con el enemigo. Los defensores de la guerra de agresión podían señalar el daño causado al territorio ático y los escasos resultados de los ataques al Peloponeso. El enfrentamiento no podía continuar con el ritmo de gastos que se llevaba hasta la fecha, a la vez que el cerco de Potidea seguía figurando como un asunto de primer orden en los presupuestos. Atenas necesitaba de una gran victoria para ahorrar dinero y levantar la moral. En vez de eso, acababa de sufrir una dolorosa derrota.
PERICLES BAJO EL VOLCÁN

A finales del verano del año 430, mientras la peste hacía estragos, los atenienses se sublevaron contra su líder. Jamás habían experimentado algo semejante a una epidemia como aquélla, y su efecto devastador sobre la ciudad había minado seriamente tanto la posición de Pericles, como la confianza popular en su estrategia; además, la continuación de la guerra se atribuyó a su intransigencia.
La religión tradicional también desempeñó un papel decisivo en el cambio de opinión. Los griegos siempre habían albergado la creencia de que las plagas eran castigos divinos por acciones humanas que encolerizaban a los dioses. El ejemplo celebérrimo es la descrita en el comienzo de la Ilíada de Homero, enviada por Apolo para vengarse de los insultos de Agamenón a sus sacerdotes, pero a menudo se vinculaban a faltas de atención a los oráculos divinos y a actos de corrupción religiosa. Cuando la peste llegó a Atenas, los ancianos recordaron un augurio del pasado que profetizaba: «Llegará una guerra doria; y con ella, las epidemias». Implícitamente se culpaba a Pericles, defensor incondicional de la guerra contra los dorios peloponesios y persona conocida por su racionalismo y por su asociación con el escepticismo religioso. Los más piadosos no dejaban pasar la ocasión de poner de manifiesto que la epidemia que había arrasado el Ática ni siquiera había penetrado en el Peloponeso.
Otros simplemente le hacían responsable de causar la guerra e imponer una estrategia que agravó más terriblemente aún los efectos de la peste, ya que si los ciudadanos hubieran estado diseminados por todo el territorio ático, como era costumbre, sus consecuencias no habrían sido las mismas. Plutarco explica cómo los enemigos de Pericles convencieron a la gente de que el hacinamiento de los refugiados del campo había traído la epidemia a la ciudad: «Culparon a Pericles por ello; a causa de la guerra, había hecho cobijarse dentro de los muros a las masas campesinas para dejarlas inactivas después» (Pericles, XXXIV, 3-4). Tras la retirada de los espartanos y el retorno del Peloponeso de la fuerza comandada por Pericles, el estratega no pudo evitar un debate público, puesto que la Asamblea tenía que reunirse para votar los gastos y los mandos de la expedición a Potidea. La marcha del ejército con sus generales debilitó el apoyo político de Pericles y, posiblemente debido a su ausencia, los ataques en su contra dieron finalmente su fruto.
LAS NEGOCIACIONES DE PAZ

En contra de los deseos y el consejo de Pericles, la Asamblea ateniense votó a favor de enviar embajadores a Esparta con el objetivo de pactar la paz; decisión esta que, más claramente que cualquier otro incidente del período, contradice la alegación de Tucídides de que la Atenas de entonces era una democracia meramente nominal por estar convirtiéndose de hecho en el gobierno de su primer ciudadano. La naturaleza de estas negociaciones es vital para la comprensión del curso futuro de la contienda, pero como los escritores de la Antigüedad no dicen nada sobre los términos que propusieron los atenienses y cómo respondieron los espartanos, debemos intentar reconstruirlos de la mejor manera posible.
Probablemente los espartanos solicitaron de los atenienses lo que ya habían pedido en su penúltima propuesta anterior a la guerra: la retirada de Potidea, la restauración de la soberanía de Egina y la rescisión del decreto de Megara. Como en el año 430 la situación se presentaba favorable, es posible que añadieran la condición de su última embajada: la restauración de la autonomía de Grecia, lo que llevaba implícito el abandono de una Atenas imperial.
Unos términos tan inaceptables habrían dejado a Atenas indefensa frente a sus enemigos, y que Esparta insistiera en ellos equivalía a un rechazo de la misión de paz ateniense. El resultado final serviría para probar que Pericles tenía razón a la hora de defender que los atenienses no conseguirían una paz satisfactoria hasta que no hubieran convencido a los espartanos de que Atenas no se rendiría ni resultaría derrotada. No obstante, la facción pacifista continuó viendo a su estratega como el mayor obstáculo para la pacificación, y su determinación por deponerlo no dejó de ir en aumento.
El rechazo de los acercamientos de Atenas por parte de los espartanos también viene a demostrar que Arquidamo y aquellos que pensaban como él no habían ganado terreno entre sus compatriotas. La negativa de los atenienses a combatir por sus hogares y cosechas sólo sirvió para convencer a los espartanos de que eran un pueblo cobarde, y que se rendirían si la presión se mantenía o se hacía mayor. Aunque los ataques al Peloponeso no habían causado daños graves, sí habían provocado un gran malestar al inflamar aún más el ánimo de venganza de los peloponesios. La peste en Atenas se mostró entonces como un incentivo adicional, pues debilitaba al enemigo y prometía triunfos fáciles y rápidos.
Sin embargo, la facción espartana partidaria de la agresión se había equivocado en sus cálculos, porque la epidemia, si bien debilitó a los atenienses, no llegó a hacer mella en su pericia a la hora de continuar la lucha. Los espartanos, con un examen más detallado del transcurso de los acontecimientos hasta la fecha, habrían tenido poco con lo que justificar la esperada victoria en un conflicto a largo plazo. Una vez recuperados de la peste, los atenienses continuarían siendo imbatibles tras su armada y sus muros; mientras, los espartanos ni siquiera habían ideado un plan que les condujera al triunfo. Un acercamiento de cariz más moderado podía haber sido el convencer a los atenienses de que liberaran Megara, abandonaran Corcira e incluso Egina y Potidea. Como mínimo, habría servido para dividir a la opinión pública ateniense; pero, como la mayoría de los espartanos creía que el enemigo carecía de recursos, plantearon unas condiciones que Atenas no podía aceptar, ni siquiera a pesar de lo desesperado de su situación.
Entretanto, los enemigos de Pericles en Atenas aumentaron los ataques a su persona, hasta que finalmente tuvo que salir a escena para defender su política.
Sin duda fue un líder fuera de lo común en un estado democrático; defendía la verdad, aunque ésta le llevara a perseguir la consecución de medidas polémicas e impopulares. La constante franqueza del líder dejaba a sus opositores sin réplicas, ya que no podían quejarse de que se les había mantenido en la ignorancia o engañado. La responsabilidad, como demostró en su defensa, era de los demás tanto como suya. «Si os persuadí para que fuerais a la guerra porque pensasteis que reunía las condiciones necesarias para el liderazgo, al menos en mayor medida que otros hombres, no obráis con justicia si me culpáis ahora por mis equivocaciones» (II, 60, 7).
Con ocasión de este discurso, Pericles presentó también un nuevo argumento a favor de la resistencia. Ensalzó con vigor la grandeza y el poder del Imperio ateniense y la fuerza naval en la que descansaba: gracias a ella se habían convertido en dueños del mar entero. Comparado con esto, argumentó que la pérdida de tierras y hogares no era nada, «meros jardines y demás adornos frente a una gran fortuna. Esas cosas se podrán recuperar fácilmente si Atenas conserva su libertad; en caso de perderla, todo se perdería también» (II, 62, 3).
Aunque en el pasado había advertido a los atenienses contra la ampliación del Imperio, en esta alocución parece alentar los sentimientos expansionistas. También cabe reconocer que, en ese momento, su discurso se dirigía a una nueva situación: mientras los anteriores ataques venían de aquellos que, como Cleón, querían combatir con más brío, el peligro actual tenía su origen en los que no querían luchar de ningún modo, lo que requería un énfasis distinto. Los atenienses, con el extraordinario poder que ostentaban, no debían tener miedo de perder la guerra, sino de pactar una mala paz y perder el imperio. Atenas tenía cogido el tigre por la cola: «Vuestro Imperio es ya una tiranía, cuya formación puede parecer injusta, pero su abandono será indudablemente peligroso [ya que] os odian los mismos a los que habéis gobernado» (II, 63, 1-2).
Los comentarios de Pericles indican que la oposición había reavivado los argumentos morales contrarios al Imperio y a la guerra, pero en vez de rechazar la acusación de inmoralidad inherente al hecho imperial, la utilizó como un arma para defender su línea política. El tiempo de la ética había concluido; ahora era una cuestión de supervivencia. Pidió a los atenienses que miraran más allá de sus padecimientos actuales, hacia el futuro, puesto que «el esplendor presente y la gloria futura permanecen siempre en el recuerdo. Y sabiendo que os espera un futuro de nobleza y un presente libre de toda culpa, conquistad ambos con fervor. No enviéis heraldos a Esparta, y no dejéis que sepan de vuestros sufrimientos presentes» (II, 64, 6).
LA CONDENA DE PERICLES

A pesar de que Pericles ganó el debate en el terreno político y de que los atenienses decidieron no enviar más embajadas a Esparta, sus enemigos no desaparecieron. Incapaces de batirlo en la arena pública, dirigieron sus esfuerzos a los tribunales. Los políticos solían atacar a figuras concretas o a sus idearios por medio de la acusación de corrupción; el mismo Pericles había empezado su carrera acusando de ello a Cimón. Probablemente en septiembre del año 430, en la reunión donde se votaba la confirmación de los magistrados, Pericles fue depuesto y procesado con los cargos de malversación.
La facción pacifista no tenía la fuerza suficiente para actuar en solitario, aunque los acontecimientos jugaron en su favor. Con el fracaso de las negociaciones, Hagnón y lo que quedaba de su diezmado ejército regresaron tras el infructuoso ataque a Potidea. Su derrota ayudó a extender el malestar del que habla Tucídides: los atenienses «se mostraban molestos en privado por sus penurias; la gente común, porque, habiendo empezado con poco, se habían visto privados de todo; los ricos, por haber perdido sus propiedades en el campo, las casas, el mobiliario más lujoso, y lo que es aún peor, porque habían perdido la paz y ganado una guerra» (II, 65, 2).
Pericles fue encontrado culpable y castigado con una gran multa. Obviamente, el jurado no quedó del todo convencido de su culpabilidad o no quiso tomar medidas extremas contra un hombre que había sido su líder durante tantos años, pues el delito de apropiación de fondos públicos podría haber acarreado la pena de muerte. Pagó pronto la sanción con el apoyo de sus amigos, aunque probablemente se le apartó del cargo desde septiembre del año 430 hasta el inicio del siguiente año oficial a mediados del verano de 429.
ESPARTA SE HACE A LA MAR

Mientras tanto, la frustración de los espartanos había ido en aumento por culpa de la tenacidad de los atenienses y la ineficacia de su propia estrategia. Los ataques a las ciudades costeras del Peloponeso ponían en tela de juicio la capacidad de protección de los aliados frente al gran poder naval de Atenas. Así pues, en las postrimerías del verano del año 430 atacaron Zacinto, una isla aliada de Atenas situada en la costa de la Élide, con un centenar de trirremes y un millar hoplitas, capitaneados por el almirante de las fuerzas navales espartanas, el navarca Cnemo (Véase mapa[19a]). Su propósito era proteger la costa occidental del Peloponeso y a sus aliados del noroeste, y privar a Atenas de las bases que necesitaba en la región. Sin embargo, los espartanos no fueron capaces de tomar la ciudad y sólo pudieron saquear el territorio antes de poner proa a Esparta.
Poco a poco, quedaba patente que los espartanos iban a necesitar una nueva estrategia ofensiva si querían obtener una victoria decisiva. Para ello, debían hacerse a la mar con una flota mayor de la que poseían o de la que se podían permitir y armar; así pues, enviaron una embajada a Artajerjes I, el Gran Rey de Persia, para lograr una alianza. Ya de camino, el grupo hizo una parada en la corte de Sitalces en Tracia para solicitar que abandonara la alianza con los atenienses y se uniera a los peloponesios, con la esperanza de que enviaría un ejército para aliviar el cerco de Potidea. No obstante, dos embajadores atenienses que estaban presentes convencieron a Sádoco, hijo de Sitalces, para que arrestara a los peloponesios y los enviara a Atenas. Tan pronto como llegaron a la ciudad se les ejecutó sin juicio previo, lanzaron sus cuerpos a una fosa y se les negó una sepultura adecuada. Este acto, una combinación de terror y represalias, tuvo lugar mientras Pericles estaba suspendido en funciones, y probablemente fue un trabajo de la facción belicista, en el poder desde el otoño del año 430, puesto que los moderados habían caído en desgracia y el partido de la paz había perdido crédito. Tucídides cree que los atenienses cometieron esta atrocidad por temor a uno de los enviados peloponesios, Aristeo, el corintio más activo en la defensa de Potidea, no fuera que un hombre tan brillante y valiente escapase y les hiciese más daño. La explicación oficial de la ejecución sumaria fue que se llevó a cabo como venganza por la brutalidad de los espartanos. Desde el inicio de la guerra, se había convertido en una práctica usual entre los espartanos el asesinar a los prisioneros hechos en el mar, fueran éstos atenienses, aliados o neutrales. Por parte de los dos bandos, tales comportamientos presagiaban crímenes aún peores que se cometerían en los años venideros, y que ilustran el comentario de Tucídides de que la «guerra es maestra de la violencia» (III, 82, 2).
La facción belicista, probablemente con Cleón al mando, entre otros, reaccionó al ataque de Esparta a Zacinto, y al subsiguiente ataque de los ambraciotas sobre Argos de Anfiloquia, con el envío de Formión a Naupacto al mando de veinte naves, para salvaguardar el puerto de un posible ataque repentino y sellar el golfo de Corinto. También intentaron elevar los ingresos fiscales con el refuerzo del conjunto de tributos imperiales, pero su mayor logro fue la captura de Potidea en 430429. Tras un cerco de dos años y medio, la reserva de alimentos de Potidea se había agotado, y sus gentes se habían visto reducidas al canibalismo. El frío y la enfermedad se cebaban en el ejército ateniense desplazado allí, y algunos de sus hombres no habían vuelto a casa desde la llegada de las tropas en el invierno de 433-432. Los atenienses ya habían invertido en la empresa alrededor de dos mil talentos, y cada día no hacía sino reducir un nuevo talento del tesoro. Los generales atenienses —Jenofonte, Hestiodoro y Fanómaco— ofrecieron unos términos relativamente aceptables, aunque no demasiado generosos, para los potideatas: «partirían con sus mujeres, hijos y mercenarios con un manto cada uno, dos las mujeres, y una suma de dinero acordada para el viaje» (II, 70, 3).
En tales circunstancias, éste era un acuerdo razonable, al que los atenienses darían la bienvenida con toda seguridad. Sin embargo, la facción belicista se quejó de que los generales no debieron haber aceptado nada que no fuese la rendición incondicional, y los obligó a ir a juicio. La queja parece ser que se basó en el hecho de que habían sobrepasado los límites de su autoridad al alcanzar la paz sin consultar al Consejo y a la Asamblea ateniense. Sin lugar a dudas, la política también desempeñó un papel importante; no en vano los generales habían sido elegidos junto con Pericles en el invierno anterior, en el momento en que éste tenía una gran influencia. Las acusaciones vertidas contra ellos iban también en contra de Pericles y de la facción moderada, pero el intento resultó fallido. Los atenienses se sentían aliviados de poner fin a un sitio largo y costoso, y no tenían ganas de poner objeciones técnicas. La absolución de los generales también sugiere que el sentimiento popular contra Pericles estaba disminuyendo. Con el tiempo, se envió un grupo de colonos para que ocuparan la desierta ciudad, que se convertiría a partir de entonces en un bastión ateniense en las regiones tracias.
Transcurrido el segundo año de la guerra, los atenienses se hallaban mucho más debilitados de lo que lo habían estado en los doce meses anteriores. Habían dado muestras de contención en las dos invasiones previas, y habían permitido que destruyeran sus hogares y cosechas sin presentar batalla. Sin embargo, tras la devastación de toda el Ática, había pocas razones para creer que las incursiones futuras traerían mejores resultados para Esparta y sus aliados. Y lo que es más, la flota ateniense había demostrado que podía acosar los Estados costeros del Peloponeso con relativa impunidad. Según los planes de Pericles, ahora era el momento de que el partido belicista de Esparta, caído en el descrédito, se rindiera ante Arquidamo y sus compatriotas moderados y establecieran unos términos razonables para lograr la paz.
La determinación espartana, por el contrario, se mostró más fiera que nunca. Al verse privados de una batalla terrestre, optaron por presentar una ofensiva naval que amenazara el control ateniense de los mares occidentales e incluso la seguridad de Naupacto. Sus éxitos tiraban por tierra la predicción de Pericles de que «el mar quedaría fuera del alcance» de los peloponesios. Aunque se había conseguido interceptar la embajada espartana a Persia, no había garantías de que otras misiones no lograrían pasar y convencer al Gran Rey de la debilidad ateniense. Si ocurría algo así, todos los cálculos basados en la superioridad ateniense en lo tocante a barcos y fondos quedarían invalidados. Animados por esta posibilidad, los espartanos dejaron claro que no estaban dispuestos a hacer la paz si no era con sus propias condiciones.

Entretanto, la peste seguía haciendo mella en la moral y la mano de obra ateniense, con lo que la situación económica de la ciudad empezaba a ser también un serio problema. De los cinco mil talentos de fondos disponibles (sin incluir los mil destinados a las emergencias) al principio de la guerra, casi dos mil setecientos —más de la mitad— se habían gastado. Aunque el cerco de Potidea había concluido y con él una gran parte del gasto del tesoro, la actividad marítima de los espartanos significaba que las inversiones para armar más barcos y proteger a sus aliados continuarían siendo necesarias. Al ritmo del gasto de las dos campañas anteriores, no podrían luchar más que otros dos años. Incluso la facción belicista tenía que ser consciente de que la ciudad no podía permitirse una expedición de gran envergadura durante el año siguiente y, sin embargo, una política de inacción también podía resultar peligrosa. A pesar de que la intransigencia espartana había reanimado la disposición de lucha de los atenienses, y aunque sus muros, la flota y el Imperio habían quedado intactos, el futuro se presentaba lleno de dificultades.

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