A principios de mayo del año 430, Arquidamo condujo
otra vez el ejército invasor peloponesio hacia el Ática para continuar con la
destrucción iniciada el primer año de la guerra. Esta vez sí que arrasaron la
gran llanura que se extiende frente a la ciudad de Atenas, para desplazarse
luego hacia las regiones costeras áticas del este y el oeste. No valía la pena
mantener las zonas ocupadas, porque los atenienses, a todas luces, ni se iban a
rendir ni se expondrían a una lucha cuerpo a cuerpo. El ejército permaneció
durante cuarenta días en tierras áticas, la estancia más larga de toda la
guerra, y no la abandonaron hasta que sus provisiones se agotaron.
EPIDAURO
A finales de ese mismo mes, el propio Pericles se puso
al mando de una flota de cien trirremes atenienses, asistidos por cincuenta
barcos de Quíos y Lesbos. La expedición contaba con cuatro mil hoplitas y
trescientos jinetes, una infantería tan numerosa como la empleada en la gran
campaña de Sicilia en el año 415, y una de las mayores fuerzas jamás embarcadas
en las naves de Atenas. Algunos historiadores opinan que el tamaño de esta
armada revela un cambio de la estrategia defensiva a la ofensiva. Su objetivo,
según se cree, era la captura de la ciudad de Epidauro, para emplazar allí un
destacamento y mantenerla ocupada. Esto daría a Atenas un bastión en el Peloponeso,
con una buena situación desde donde hostigar y amenazar a Corinto por un lado,
y animar a Argos a unírseles en la guerra contra Esparta por otro.
Aunque una campaña de este tipo habría equivalido a
una profunda transformación en la estrategia de Pericles, existen poderosas
razones para rechazarlo como motivo de la expedición. En primer lugar,
Tucídides no menciona ningún cambio de estrategia, sino que continúa
describiéndola en los mismos términos hasta la muerte de Pericles: «permaneced
tranquilos, cuidad de la marina y guardaos de extender el Imperio en tiempos de
guerra o de poner la ciudad en peligro» (II, 65, 7). Además, si lo que querían
los atenienses era capturar y mantener Epidauro, no obraron correctamente
porque el saqueo del territorio sirvió de aviso anticipado de su llegada.
La expedición puede entenderse como la ejecución más
destacada de la política que se hallaba tras los asaltos costeros atenienses de
los dos primeros años de la contienda, que incluyeron Metone, Fía de Élide,
Trecén, Hermíone, Halias y Prasias (Véase mapa[18a]). En cada uno de
estos lugares, los atenienses comenzaron por destruir los territorios y, sólo
de vez en cuando, si la población estaba escasamente defendida, intentaron
llevar a cabo el ataque. El asalto a Epidauro era meramente una intensificación
del mismo plan, tal vez motivado por la presión interna que exigía hacerle al
enemigo el mayor daño posible.
El saqueo a la ciudad habría levantado la moral de los
atenienses y habría ayudado a que Pericles continuase con su batalla política.
También hubiera servido para disuadir a las ciudades peloponesias vecinas a la
hora de enviar sus tropas a unirse al ejército que invadía el Ática. Y también
podría haber propiciado el abandono de la Alianza espartana por parte de
algunas ciudades costeras, aunque esto no llegó a suceder.
Así pues, el hecho de emprender la segunda expedición
naval ateniense sugiere la idea de que Pericles comenzaba a ser consciente de
que su estrategia no estaba funcionando. Los espartanos continuaron con el
saqueo del Ática, y el tesoro ateniense siguió viéndose mermado por la rebeldía
de los potideos. Se dio cuenta de que debía tomar medidas de corte más agresivo
para convencer al enemigo de que hiciera la paz, aunque tampoco abandonó su
estrategia fundamental de una guerra defensiva.
En el año 430, las fuerzas atenienses no llegaron más
allá de Prasias, situada en la orilla oriental de la gran península, y desde
allí dieron la vuelta. Sin lugar a dudas, debió de ser entonces cuando tuvieron
noticia del retomo de los peloponesios desde el Ática, lo que obligó a los
atenienses a abandonar el Peloponeso, donde sus incursiones podrían tropezarse
ahora con fuerzas considerables. Aun así, cabía la posibilidad de que se
dirigieran hasta el noroeste, como ya hicieron el año anterior, donde un
ejército de tal tamaño habría causado un gran daño a Corinto y a sus colonias
en el oeste. ¿Por qué dio marcha atrás una flota tan poderosa, tras haber
conseguido tan poco?
LA PESTE (EN ATENAS)
Pericles posiblemente interrumpió la expedición porque
tuvo conocimiento de los efectos de la peste que se había iniciado en Atenas a
comienzos de la temporada bélica. Se dice que se originó en Etiopía, y que
atravesó Egipto, Libia y parte del Imperio persa antes de rebrotar en Atenas.
Afectado por la epidemia en sus propias carnes, Tucídides describe
detalladamente los síntomas, similares a los de la peste pneumónica, al
sarampión, a la fiebre tifoidea o a otras enfermedades, pero sin cuadrar
exactamente con ninguna de las conocidas. Antes de que se extinguiera su curso
en el año 427, habían muerto más de cuatro millares de hoplitas, trescientos
jinetes y un número indeterminado de individuos de las clases bajas, quizás un
tercio de la población de la ciudad.
La expedición llegó a la ciudad transcurrida la
primera mitad de junio, cuando la peste ya llevaba más de un mes en Atenas. Los
atenienses, hacinados en la ciudad por la política de Pericles, eran
particularmente vulnerables al contagio, mortal para algunos y desmoralizante para
todos. El pánico, el miedo y el colapso de los lazos de la civilización más
sagrados fueron tan grandes, que muchos dejaron de dar sepultura a los muertos,
el rito más solemne en el seno de la religión helénica. Habían aguantado las
penurias del primer año con dificultad, pero «los atenienses, tras la segunda
invasión peloponesia, como su territorio había sido saqueado por segunda vez y
la peste, unida a la guerra, se cebaba en ellos, cambiaron de opinión e
hicieron responsable a Pericles por convencerles de ir a la guerra y por las
desgracias acaecidas» (II, 59, 1).
En este contexto, los atenienses enviaron a las
fuerzas que acababan de volver del Peloponeso a una nueva campaña al mando de
Hagnón y Cleopompo, fieles a Pericles, con el objetivo de acabar con la
tenacidad de Potidea y suprimir las revueltas calcídicas en general. Potidea
siguió resistiendo, y las tropas de Hagnón contagiaron al primer destacamento,
que hasta entonces se había librado de la peste. Pasados cuarenta días, Hagnón
regresó a Atenas con lo que quedaba del ejército. Había perdido mil cincuenta
hombres de los cuatro mil originales.
Pericles, atacado por dos frentes, había optado por
esta desastrosa expedición a causa de las presiones políticas de Atenas.
Cualquier etiqueta utilizada para describir las
formaciones políticas de las ciudades griegas es una mera fórmula de
conveniencia y no hace referencia a nada que se parezca a los partidos
políticos actuales. La política ateniense se estructuraba tradicionalmente en
grupos cambiantes, que a menudo se asociaban alrededor de la figura de un
hombre, otras veces por algún asunto en concreto y, ocasionalmente, por ambos
motivos. Aunque la disciplina de partido en el sentido moderno del término era
más bien poca o nula y las formaciones sólo contaban con una continuidad
relativa, en los primeros tiempos de la Guerra de los Diez Años la opinión
popular parece haber caído en tres categorías distinguibles: los que querían la
paz inmediata con Esparta (a sus defensores los llamaremos la facción pacifista),
aquellos que estaban determinados a librar una guerra ofensiva y correr riesgos
en el intento de derrotar a Esparta en vez de agotarla (a este grupo los
llamaremos la facción belicista), y los deseosos de apoyar la política de
Pericles, evitar riesgos, desgastar a los espartanos y trabajar por una paz
negociada a partir del statu quo anterior a la contienda (a éstos nos
referiremos como la facción moderada). Latentes desde la primera invasión
espartana, la facción pacifista renovó su esperanza de llegar a acuerdos con el
enemigo. Los defensores de la guerra de agresión podían señalar el daño causado
al territorio ático y los escasos resultados de los ataques al Peloponeso. El
enfrentamiento no podía continuar con el ritmo de gastos que se llevaba hasta
la fecha, a la vez que el cerco de Potidea seguía figurando como un asunto de
primer orden en los presupuestos. Atenas necesitaba de una gran victoria para
ahorrar dinero y levantar la moral. En vez de eso, acababa de sufrir una
dolorosa derrota.
PERICLES BAJO EL VOLCÁN
A finales del verano del año 430, mientras la peste
hacía estragos, los atenienses se sublevaron contra su líder. Jamás habían
experimentado algo semejante a una epidemia como aquélla, y su efecto
devastador sobre la ciudad había minado seriamente tanto la posición de
Pericles, como la confianza popular en su estrategia; además, la continuación
de la guerra se atribuyó a su intransigencia.
La religión tradicional también desempeñó un papel
decisivo en el cambio de opinión. Los griegos siempre habían albergado la
creencia de que las plagas eran castigos divinos por acciones humanas que
encolerizaban a los dioses. El ejemplo celebérrimo es la descrita en el
comienzo de la Ilíada de Homero,
enviada por Apolo para vengarse de los insultos de Agamenón a sus sacerdotes,
pero a menudo se vinculaban a faltas de atención a los oráculos divinos y a
actos de corrupción religiosa. Cuando la peste llegó a Atenas, los ancianos
recordaron un augurio del pasado que profetizaba: «Llegará una guerra doria; y
con ella, las epidemias». Implícitamente se culpaba a Pericles, defensor
incondicional de la guerra contra los dorios peloponesios y persona conocida
por su racionalismo y por su asociación con el escepticismo religioso. Los más
piadosos no dejaban pasar la ocasión de poner de manifiesto que la epidemia que
había arrasado el Ática ni siquiera había penetrado en el Peloponeso.
Otros simplemente le hacían responsable de causar la
guerra e imponer una estrategia que agravó más terriblemente aún los efectos de
la peste, ya que si los ciudadanos hubieran estado diseminados por todo el
territorio ático, como era costumbre, sus consecuencias no habrían sido las
mismas. Plutarco explica cómo los enemigos de Pericles convencieron a la gente
de que el hacinamiento de los refugiados del campo había traído la epidemia a
la ciudad: «Culparon a Pericles por ello; a causa de la guerra, había hecho
cobijarse dentro de los muros a las masas campesinas para dejarlas inactivas
después» (Pericles, XXXIV, 3-4). Tras
la retirada de los espartanos y el retorno del Peloponeso de la fuerza
comandada por Pericles, el estratega no pudo evitar un debate público, puesto
que la Asamblea tenía que reunirse para votar los gastos y los mandos de la
expedición a Potidea. La marcha del ejército con sus generales debilitó el
apoyo político de Pericles y, posiblemente debido a su ausencia, los ataques en
su contra dieron finalmente su fruto.
LAS NEGOCIACIONES DE PAZ
En contra de los deseos y el consejo de Pericles, la
Asamblea ateniense votó a favor de enviar embajadores a Esparta con el objetivo
de pactar la paz; decisión esta que, más claramente que cualquier otro
incidente del período, contradice la alegación de Tucídides de que la Atenas de
entonces era una democracia meramente nominal por estar convirtiéndose de hecho
en el gobierno de su primer ciudadano. La naturaleza de estas negociaciones es
vital para la comprensión del curso futuro de la contienda, pero como los
escritores de la Antigüedad no dicen nada sobre los términos que propusieron
los atenienses y cómo respondieron los espartanos, debemos intentar
reconstruirlos de la mejor manera posible.
Probablemente los espartanos solicitaron de los
atenienses lo que ya habían pedido en su penúltima propuesta anterior a la
guerra: la retirada de Potidea, la restauración de la soberanía de Egina y la
rescisión del decreto de Megara. Como en el año 430 la situación se presentaba
favorable, es posible que añadieran la condición de su última embajada: la
restauración de la autonomía de Grecia, lo que llevaba implícito el abandono de
una Atenas imperial.
Unos términos tan inaceptables habrían dejado a Atenas
indefensa frente a sus enemigos, y que Esparta insistiera en ellos equivalía a
un rechazo de la misión de paz ateniense. El resultado final serviría para
probar que Pericles tenía razón a la hora de defender que los atenienses no
conseguirían una paz satisfactoria hasta que no hubieran convencido a los
espartanos de que Atenas no se rendiría ni resultaría derrotada. No obstante,
la facción pacifista continuó viendo a su estratega como el mayor obstáculo
para la pacificación, y su determinación por deponerlo no dejó de ir en
aumento.
El rechazo de los acercamientos de Atenas por parte de
los espartanos también viene a demostrar que Arquidamo y aquellos que pensaban
como él no habían ganado terreno entre sus compatriotas. La negativa de los
atenienses a combatir por sus hogares y cosechas sólo sirvió para convencer a
los espartanos de que eran un pueblo cobarde, y que se rendirían si la presión
se mantenía o se hacía mayor. Aunque los ataques al Peloponeso no habían
causado daños graves, sí habían provocado un gran malestar al inflamar aún más
el ánimo de venganza de los peloponesios. La peste en Atenas se mostró entonces
como un incentivo adicional, pues debilitaba al enemigo y prometía triunfos
fáciles y rápidos.
Sin embargo, la facción espartana partidaria de la
agresión se había equivocado en sus cálculos, porque la epidemia, si bien
debilitó a los atenienses, no llegó a hacer mella en su pericia a la hora de
continuar la lucha. Los espartanos, con un examen más detallado del transcurso
de los acontecimientos hasta la fecha, habrían tenido poco con lo que
justificar la esperada victoria en un conflicto a largo plazo. Una vez
recuperados de la peste, los atenienses continuarían siendo imbatibles tras su
armada y sus muros; mientras, los espartanos ni siquiera habían ideado un plan
que les condujera al triunfo. Un acercamiento de cariz más moderado podía haber
sido el convencer a los atenienses de que liberaran Megara, abandonaran Corcira
e incluso Egina y Potidea. Como mínimo, habría servido para dividir a la
opinión pública ateniense; pero, como la mayoría de los espartanos creía que el
enemigo carecía de recursos, plantearon unas condiciones que Atenas no podía
aceptar, ni siquiera a pesar de lo desesperado de su situación.
Entretanto, los enemigos de Pericles en Atenas
aumentaron los ataques a su persona, hasta que finalmente tuvo que salir a
escena para defender su política.
Sin duda fue un líder fuera de lo común en un estado
democrático; defendía la verdad, aunque ésta le llevara a perseguir la
consecución de medidas polémicas e impopulares. La constante franqueza del
líder dejaba a sus opositores sin réplicas, ya que no podían quejarse de que se
les había mantenido en la ignorancia o engañado. La responsabilidad, como
demostró en su defensa, era de los demás tanto como suya. «Si os persuadí para
que fuerais a la guerra porque pensasteis que reunía las condiciones necesarias
para el liderazgo, al menos en mayor medida que otros hombres, no obráis con
justicia si me culpáis ahora por mis equivocaciones» (II, 60, 7).
Con ocasión de este discurso, Pericles presentó
también un nuevo argumento a favor de la resistencia. Ensalzó con vigor la
grandeza y el poder del Imperio ateniense y la fuerza naval en la que
descansaba: gracias a ella se habían convertido en dueños del mar entero.
Comparado con esto, argumentó que la pérdida de tierras y hogares no era nada,
«meros jardines y demás adornos frente a una gran fortuna. Esas cosas se podrán
recuperar fácilmente si Atenas conserva su libertad; en caso de perderla, todo
se perdería también» (II, 62, 3).
Aunque en el pasado había advertido a los atenienses
contra la ampliación del Imperio, en esta alocución parece alentar los
sentimientos expansionistas. También cabe reconocer que, en ese momento, su
discurso se dirigía a una nueva situación: mientras los anteriores ataques
venían de aquellos que, como Cleón, querían combatir con más brío, el peligro
actual tenía su origen en los que no querían luchar de ningún modo, lo que
requería un énfasis distinto. Los atenienses, con el extraordinario poder que
ostentaban, no debían tener miedo de perder la guerra, sino de pactar una mala
paz y perder el imperio. Atenas tenía cogido el tigre por la cola: «Vuestro
Imperio es ya una tiranía, cuya formación puede parecer injusta, pero su
abandono será indudablemente peligroso [ya que] os odian los mismos a los que
habéis gobernado» (II, 63, 1-2).
Los comentarios de Pericles indican que la oposición
había reavivado los argumentos morales contrarios al Imperio y a la guerra,
pero en vez de rechazar la acusación de inmoralidad inherente al hecho
imperial, la utilizó como un arma para defender su línea política. El tiempo de
la ética había concluido; ahora era una cuestión de supervivencia. Pidió a los
atenienses que miraran más allá de sus padecimientos actuales, hacia el futuro,
puesto que «el esplendor presente y la gloria futura permanecen siempre en el
recuerdo. Y sabiendo que os espera un futuro de nobleza y un presente libre de
toda culpa, conquistad ambos con fervor. No enviéis heraldos a Esparta, y no
dejéis que sepan de vuestros sufrimientos presentes» (II, 64, 6).
LA CONDENA DE PERICLES
A pesar de que Pericles ganó el debate en el terreno
político y de que los atenienses decidieron no enviar más embajadas a Esparta,
sus enemigos no desaparecieron. Incapaces de batirlo en la arena pública,
dirigieron sus esfuerzos a los tribunales. Los políticos solían atacar a
figuras concretas o a sus idearios por medio de la acusación de corrupción; el
mismo Pericles había empezado su carrera acusando de ello a Cimón.
Probablemente en septiembre del año 430, en la reunión donde se votaba la
confirmación de los magistrados, Pericles fue depuesto y procesado con los
cargos de malversación.
La facción pacifista no tenía la fuerza suficiente
para actuar en solitario, aunque los acontecimientos jugaron en su favor. Con
el fracaso de las negociaciones, Hagnón y lo que quedaba de su diezmado ejército
regresaron tras el infructuoso ataque a Potidea. Su derrota ayudó a extender el
malestar del que habla Tucídides: los atenienses «se mostraban molestos en
privado por sus penurias; la gente común, porque, habiendo empezado con poco,
se habían visto privados de todo; los ricos, por haber perdido sus propiedades
en el campo, las casas, el mobiliario más lujoso, y lo que es aún peor, porque
habían perdido la paz y ganado una guerra» (II, 65, 2).
Pericles fue encontrado culpable y castigado con una
gran multa. Obviamente, el jurado no quedó del todo convencido de su
culpabilidad o no quiso tomar medidas extremas contra un hombre que había sido
su líder durante tantos años, pues el delito de apropiación de fondos públicos
podría haber acarreado la pena de muerte. Pagó pronto la sanción con el apoyo
de sus amigos, aunque probablemente se le apartó del cargo desde septiembre del
año 430 hasta el inicio del siguiente año oficial a mediados del verano de 429.
ESPARTA SE HACE A LA MAR
Mientras tanto, la frustración de los espartanos había
ido en aumento por culpa de la tenacidad de los atenienses y la ineficacia de
su propia estrategia. Los ataques a las ciudades costeras del Peloponeso ponían
en tela de juicio la capacidad de protección de los aliados frente al gran
poder naval de Atenas. Así pues, en las postrimerías del verano del año 430
atacaron Zacinto, una isla aliada de Atenas situada en la costa de la Élide,
con un centenar de trirremes y un millar hoplitas, capitaneados por el
almirante de las fuerzas navales espartanas, el navarca Cnemo (Véase mapa[19a]).
Su propósito era proteger la costa occidental del Peloponeso y a sus aliados
del noroeste, y privar a Atenas de las bases que necesitaba en la región. Sin
embargo, los espartanos no fueron capaces de tomar la ciudad y sólo pudieron
saquear el territorio antes de poner proa a Esparta.
Poco a poco, quedaba patente que los espartanos iban a
necesitar una nueva estrategia ofensiva si querían obtener una victoria
decisiva. Para ello, debían hacerse a la mar con una flota mayor de la que
poseían o de la que se podían permitir y armar; así pues, enviaron una embajada
a Artajerjes I, el Gran Rey de Persia, para lograr una alianza. Ya de camino,
el grupo hizo una parada en la corte de Sitalces en Tracia para solicitar que
abandonara la alianza con los atenienses y se uniera a los peloponesios, con la
esperanza de que enviaría un ejército para aliviar el cerco de Potidea. No
obstante, dos embajadores atenienses que estaban presentes convencieron a
Sádoco, hijo de Sitalces, para que arrestara a los peloponesios y los enviara a
Atenas. Tan pronto como llegaron a la ciudad se les ejecutó sin juicio previo,
lanzaron sus cuerpos a una fosa y se les negó una sepultura adecuada. Este
acto, una combinación de terror y represalias, tuvo lugar mientras Pericles
estaba suspendido en funciones, y probablemente fue un trabajo de la facción
belicista, en el poder desde el otoño del año 430, puesto que los moderados
habían caído en desgracia y el partido de la paz había perdido crédito.
Tucídides cree que los atenienses cometieron esta atrocidad por temor a uno de
los enviados peloponesios, Aristeo, el corintio más activo en la defensa de
Potidea, no fuera que un hombre tan brillante y valiente escapase y les hiciese
más daño. La explicación oficial de la ejecución sumaria fue que se llevó a
cabo como venganza por la brutalidad de los espartanos. Desde el inicio de la
guerra, se había convertido en una práctica usual entre los espartanos el
asesinar a los prisioneros hechos en el mar, fueran éstos atenienses, aliados o
neutrales. Por parte de los dos bandos, tales comportamientos presagiaban
crímenes aún peores que se cometerían en los años venideros, y que ilustran el
comentario de Tucídides de que la «guerra es maestra de la violencia» (III, 82,
2).
La facción belicista, probablemente con Cleón al
mando, entre otros, reaccionó al ataque de Esparta a Zacinto, y al subsiguiente
ataque de los ambraciotas sobre Argos de Anfiloquia, con el envío de Formión a
Naupacto al mando de veinte naves, para salvaguardar el puerto de un posible
ataque repentino y sellar el golfo de Corinto. También intentaron elevar los
ingresos fiscales con el refuerzo del conjunto de tributos imperiales, pero su
mayor logro fue la captura de Potidea en 430429. Tras un cerco de dos años y
medio, la reserva de alimentos de Potidea se había agotado, y sus gentes se
habían visto reducidas al canibalismo. El frío y la enfermedad se cebaban en el
ejército ateniense desplazado allí, y algunos de sus hombres no habían vuelto a
casa desde la llegada de las tropas en el invierno de 433-432. Los atenienses
ya habían invertido en la empresa alrededor de dos mil talentos, y cada día no
hacía sino reducir un nuevo talento del tesoro. Los generales atenienses
—Jenofonte, Hestiodoro y Fanómaco— ofrecieron unos términos relativamente
aceptables, aunque no demasiado generosos, para los potideatas: «partirían con
sus mujeres, hijos y mercenarios con un manto cada uno, dos las mujeres, y una
suma de dinero acordada para el viaje» (II, 70, 3).
En tales circunstancias, éste era un acuerdo
razonable, al que los atenienses darían la bienvenida con toda seguridad. Sin
embargo, la facción belicista se quejó de que los generales no debieron haber
aceptado nada que no fuese la rendición incondicional, y los obligó a ir a
juicio. La queja parece ser que se basó en el hecho de que habían sobrepasado
los límites de su autoridad al alcanzar la paz sin consultar al Consejo y a la
Asamblea ateniense. Sin lugar a dudas, la política también desempeñó un papel
importante; no en vano los generales habían sido elegidos junto con Pericles en
el invierno anterior, en el momento en que éste tenía una gran influencia. Las
acusaciones vertidas contra ellos iban también en contra de Pericles y de la
facción moderada, pero el intento resultó fallido. Los atenienses se sentían
aliviados de poner fin a un sitio largo y costoso, y no tenían ganas de poner
objeciones técnicas. La absolución de los generales también sugiere que el
sentimiento popular contra Pericles estaba disminuyendo. Con el tiempo, se
envió un grupo de colonos para que ocuparan la desierta ciudad, que se
convertiría a partir de entonces en un bastión ateniense en las regiones
tracias.
Transcurrido el segundo año de la guerra, los
atenienses se hallaban mucho más debilitados de lo que lo habían estado en los
doce meses anteriores. Habían dado muestras de contención en las dos invasiones
previas, y habían permitido que destruyeran sus hogares y cosechas sin
presentar batalla. Sin embargo, tras la devastación de toda el Ática, había
pocas razones para creer que las incursiones futuras traerían mejores
resultados para Esparta y sus aliados. Y lo que es más, la flota ateniense
había demostrado que podía acosar los Estados costeros del Peloponeso con
relativa impunidad. Según los planes de Pericles, ahora era el momento de que
el partido belicista de Esparta, caído en el descrédito, se rindiera ante
Arquidamo y sus compatriotas moderados y establecieran unos términos razonables
para lograr la paz.
La determinación espartana, por el contrario, se
mostró más fiera que nunca. Al verse privados de una batalla terrestre, optaron
por presentar una ofensiva naval que amenazara el control ateniense de los
mares occidentales e incluso la seguridad de Naupacto. Sus éxitos tiraban por
tierra la predicción de Pericles de que «el mar quedaría fuera del alcance» de
los peloponesios. Aunque se había conseguido interceptar la embajada espartana
a Persia, no había garantías de que otras misiones no lograrían pasar y
convencer al Gran Rey de la debilidad ateniense. Si ocurría algo así, todos los
cálculos basados en la superioridad ateniense en lo tocante a barcos y fondos
quedarían invalidados. Animados por esta posibilidad, los espartanos dejaron
claro que no estaban dispuestos a hacer la paz si no era con sus propias
condiciones.
Entretanto, la peste seguía haciendo mella en la moral
y la mano de obra ateniense, con lo que la situación económica de la ciudad
empezaba a ser también un serio problema. De los cinco mil talentos de fondos
disponibles (sin incluir los mil destinados a las emergencias) al principio de
la guerra, casi dos mil setecientos —más de la mitad— se habían gastado. Aunque
el cerco de Potidea había concluido y con él una gran parte del gasto del
tesoro, la actividad marítima de los espartanos significaba que las inversiones
para armar más barcos y proteger a sus aliados continuarían siendo necesarias.
Al ritmo del gasto de las dos campañas anteriores, no podrían luchar más que
otros dos años. Incluso la facción belicista tenía que ser consciente de que la
ciudad no podía permitirse una expedición de gran envergadura durante el año
siguiente y, sin embargo, una política de inacción también podía resultar
peligrosa. A pesar de que la intransigencia espartana había reanimado la
disposición de lucha de los atenienses, y aunque sus muros, la flota y el
Imperio habían quedado intactos, el futuro se presentaba lleno de dificultades.
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