LOS «NUEVOS POLÍTICOS» DE ATENAS
La muerte de Pericles trajo consigo un gran cambio en
la vida política ateniense. «Aquellos que le sucedieron —comenta Tucídides—
eran más homoioi entre sí» (II, 65,
10). Como resultado, no fueron capaces de proporcionar un liderazgo consistente
y unido, imprescindible para la guerra. Antiguamente, los generales habían sido
casi siempre aristócratas, pero poco a poco había hecho su entrada una nueva
casta de políticos, individuos cuyas familias se habían enriquecido gracias al
comercio y la industria. Estos hombres eran al menos tan ricos como la nobleza
terrateniente, a menudo igual de cultos y educados, y ejercieron el poder con
la misma habilidad que sus predecesores.
Los dos competidores que se habían distinguido como
líderes de las facciones rivales eran Nicias, hijo de Nicérato, y Cleón, hijo
de Cleéneto. Tucídides, y desde entonces muchos historiadores, han opinado que
ambos estaban cortados por un patrón muy diferente: Nicias, religioso, recto y
reservado, era la imagen perfecta de un caballero; Cleón, durante mucho tiempo
rival de Pericles, defensor de la guerra, era vulgar y con una acusada
tendencia a la demagogia. De hecho, ambos provenían de la misma clase de
«hombres nuevos» sin linaje nobiliario. Nicias había hecho fortuna mediante el
arrendamiento de mano de obra esclava para las minas de plata áticas; el padre
de Cleón regentaba con éxito una curtiduría. En ambos casos, el progenitor es
el primer miembro de la familia del que se tiene noticia.
Aunque pocos hombres podrían haber sido más dispares
en personalidad, carácter y estilo, en sus posturas hacia la guerra tampoco
eran tan diferentes como a menudo se les ha retratado. Ninguno se mostró
favorable a la paz con Esparta, y ambos intentaron encontrar un modo de ganar
la guerra durante los años que siguieron a la desaparición de Pericles. No hay
indicios que demuestren ningún desacuerdo entre ellos hasta el año 425. En el
428, sus intereses eran prácticamente idénticos: el Imperio debía mantenerse
intacto en beneficio de Atenas, sus ciudadanos tenían que dejarse contagiar por
el espíritu bélico, los recursos, dosificarse, y habría que hacerse con otros
nuevos. Por último, si Atenas quería acabar la contienda con éxito, precisaba
una nueva estrategia para retomar las operaciones de carácter ofensivo. Los dos
hombres tenían motivos de sobra para cooperar, y no hay razones que indiquen
que hicieran lo contrario.
CONSPIRACIÓN EN LESBOS
En el año 428, los espartanos reanudaron la invasión
del Ática aproximadamente a mediados de mayo, y durante todo un mes devastaron
el territorio antes de emprender la retirada. Sin embargo, la tranquilidad
duraría poco, porque en la isla de Lesbos, comenzaba a tomar cuerpo una
conspiración que podía poner en peligro el Imperio y, con ello, la propia
supervivencia de Atenas. Junto con Quíos, Lesbos era una de las dos únicas
islas importantes que habían conservado su autonomía cuando la Liga de Delos se
transformó en el Imperio. Su principal ciudad, Mitilene, estaba gobernada por
una oligarquía, lo que constituía una rara excepción entre las ciudades aliadas
de Atenas. Las poblaciones de Lesbos también eran la excepción, puesto que
seguían contribuyendo al imperio con naves, en vez de tributos. No obstante, a pesar
de esta posición privilegiada, Mitilene había considerado abandonar la Alianza
ateniense incluso antes de la guerra, pero finalmente había desistido por el
rechazo de los peloponesios a aceptar esa ciudad como aliada. La negativa había
tenido lugar en tiempos de paz, pero ahora, durante la guerra, la rebelión de
Lesbos no dejaría de ser bien recibida entre los enemigos de Atenas.
El complot se urdió en Mitilene, cuyas ambiciones por
dominar la isla subyacían tras el origen de la revuelta. El momento para un
levantamiento no habría podido ser mejor. Era por todos conocido que Atenas
estaba debilitada por la peste y andaba mal de hombres y fondos; una
insurrección bien podría acarrear defecciones que la debilitarían aún más. El
éxito de la conspiración dependía de la ayuda de los rivales de Atenas, lo que
en el 428 parecía ser una realidad, puesto que tanto los beocios como los
espartanos tomaron parte en el plan. Los mitileneos solicitaron su ayuda en un
discurso pronunciado en Olimpia ante una asamblea de peloponesios. La principal
causa de la insurgencia, alegaron, era el temor a que los atenienses les
redujeran a la condición de súbditos en cualquier momento, al igual que al
resto de aliados, con excepción de Quíos. Su verdadero motivo, la unificación de
todas las ciudades de Lesbos bajo el mandato de Mitilene, quedó encubierto,
pues Atenas jamás lo hubiera permitido. En general, tanto los espartanos como
los atenienses se mostraban contrarios a la creación de grandes unidades
administrativas en el seno de sus dominios; de hecho, solían intentar
fragmentarlas en núcleos más pequeños. Por otro lado, la presencia de Metimna
en la isla, ciudad democrática y hostil a Mitilene, casi hacía segura la
intervención de los atenienses en caso de revuelta.
Sin embargo, los mitileneos iniciaron la construcción
de muros defensivos, cerraron sus puertos, aumentaron el tamaño de su flota y
enviaron misiones a regiones remotas del mar Negro para hacer acopio de
cereales y remeros. Antes de completar los preparativos, no obstante, en Atenas
se tuvo noticia de sus intenciones a través de algunos vecinos hostiles, que se
dieron prisa en anunciarlas colaborando estrechamente con los mitileneos que
eran proxenoi, representantes de los
atenienses. Probablemente fueran demócratas, y por tanto opositores al
gobierno, que se movían llevados por sus propios intereses políticos. El
descubrimiento de sus planes obligaría a los mitileneos a actuar antes de estar
preparados.
LA REACCIÓN DE ATENAS
En junio, los atenienses enviaron una flota en su
campaña anual por el Peloponeso —por cuestiones económicas, sólo llegaron a
reunir cuarenta barcos, en vez de los cien que se habían hecho a la mar en el
año 431—; sin embargo, al recibir noticias de que los mitileneos estaban
unificando la isla, pusieron proa a Lesbos. Esperaban sorprender a los rebeldes
durante las festividades religiosas; pero, como el secreto era impensable en la
democracia ateniense, donde cada decisión de Estado tenía que tomarse en la
Pnix ante toda la Asamblea, un mensajero avisó de su llegada a los mitileneos.
Tras rechazar la ciudad la orden de la flota de rendir las naves y destruir los
muros, los atenienses atacaron.
Aunque los mitileneos se habían visto sorprendidos
antes de que llegaran los suministros y los arqueros, sin acabar de montar las
defensas ni concluir formalmente sus alianzas con beocios y peloponesios, los
atenienses reconocieron la relativa debilidad de sus propias fuerzas y reservas
y temieron que «no fueran lo bastante fuertes para luchar contra toda Lesbos»
(III, 4, 3). Los mitileneos «querían, si les era posible, librarse de los
barcos atenienses de momento» (III, 4, 2) mientras esperaban a sus aliados, por
lo que solicitaron un armisticio. Como parte de sus tácticas de dilación,
enviaron una misión a Atenas con la promesa de permanecer leales a la Alianza
si los atenienses retiraban su flota. Sobre la unificación forzosa de la isla
no dijeron nada, aunque ésta ya llevaba camino de completarse. De hecho, los
mitileneos reclamaban el dominio de Lesbos a cambio de su lealtad futura. Los
atenienses, por supuesto, no podían dejar Metimna en manos de Mitilene, y negar
con ello la protección que garantizaba y justificaba su posición a la cabeza
del Imperio. Sabedores de que los atenienses se negarían, los mitileneos habían
dado órdenes secretas de enviar una embajada a Esparta para solicitar la ayuda
de los aliados peloponesios.
MITILENE RECURRE A ESPARTA
Dos misiones mitileneas llegaron en julio a Esparta
con una semana de diferencia, pero ninguna tuvo éxito; los espartanos
simplemente aconsejaron a los mitileneos que expusieran sus alegaciones a la
Liga del Peloponeso en la reunión de la festividad olímpica. El rechazo de
Esparta a comprometerse en mayor profundidad con el conflicto se debía en parte
al hecho de que la idea de la rebelión había partido de Beocia, no de los
lacedemonios, y en parte a la certeza de que ayudar a Mitilene habría requerido
luchar en el mar y organizar una flota grande y costosa. El recuerdo de la
humillante derrota a manos de Formión sin duda ofrecía una perspectiva nada
alentadora.
En agosto, tras la conclusión de los Juegos, la Liga
del Peloponeso se reunió en el recinto sagrado de Zeus, en Olimpia. El portavoz
mitileneo tenía que convencer a los aliados de que la intervención servía a una
causa mayor, la libertad de todos los griegos, y a los objetivos comunes, no
meramente al interés exclusivo de Mitilene. Habló del hostigamiento ateniense
contra la autonomía de sus aliados, lo que conduciría invariablemente a la
esclavitud de Mitilene, a no ser que la rebelión triunfase. Ofreció como
argumento que el momento de la insurrección era perfecto: «Es una ocasión como
ninguna: la peste y los gastos tienen arruinados a los atenienses. Parte de su
flota se halla surcando vuestras aguas [la expedición de Asopio, hijo de
Formión, había zarpado en julio], y el resto se alinea contra nosotros. Así que
no es probable que dispongan de barcos en reserva, si lanzáis un segundo ataque
sobre ellos por mar y tierra. O bien no podrán defenderse, o se retirarán de
nuestros territorios y de los vuestros» (III, 13, 3-4). El último argumento de
los mitileneos fue que la guerra no se decidiría en el Ática, sino en los
dominios del Imperio, de donde provenían los fondos para financiarla.
Si nos prestáis ayuda con decisión, entre vuestros
aliados se contará una ciudad que es dueña de una gran flota, algo de lo que
andáis muy necesitados. Además, os será más fácil vencer a los atenienses si
los priváis de sus aliados (pues los demás se atreverán a proceder igual
después de ver que nos habéis ayudado). También así os libraréis de la
acusación, que ahora pesa sobre vosotros, de no socorrer a aquellos que se
rebelan contra Atenas. Si, no obstante, os mostráis como libertadores a las
claras, con toda probabilidad os aseguraréis la victoria. (III, 13, 7)
La Alianza aceptó a los mitileneos de inmediato, y
Esparta ordenó a sus aliados que se reunieran en el istmo de Corinto para
invadir una vez más el Ática. Los espartanos comenzaron los preparativos del
transporte de sus naves a través del istmo hasta el golfo Sarónico para atacar
a los atenienses por mar y por tierra. Sin embargo, los aliados «tardaron en
reunirse, por encontrarse en plena cosecha y mostrarse reacios a entrar en
batalla» (III, 15, 2).
Durante la crisis, los atenienses hicieron gala de la
misma determinación y resistencia que habían salvaguardado su libertad y les
habían hecho construir un imperio. Aunque seguían bloqueando Lesbos con
cuarenta navíos, botaron una flota de cien trirremes con el objetivo de saquear
el Peloponeso, como ya hicieran el primer año de guerra. Este audaz despliegue
de confianza y capacidad apuró los recursos atenienses al máximo. Además de los
remeros habituales de las clases bajas, esta vez también contaron con guerreros
hoplitas, que normalmente sólo combatían fuertemente armados dentro de los
cuerpos de infantería; los residentes extranjeros también fueron llamados a los
remos por tratarse de una situación de emergencia. Los hombres de estas
tripulaciones no eran tan buenos como los comandados por Formión, pero los
espartanos continuaban acobardados por las derrotas de 429.
Los atenienses alcanzaron el Peloponeso y
desembarcaron donde quisieron, una demostración de fuerza que hizo pensar a los
espartanos que los mitileneos habían juzgado mal la debilidad de Atenas, de
modo que decidieron abandonar el ataque y regresaron a casa. Una vez más, los
mitileneos y sus partidarios se veían abocados a enfrentarse contra Atenas en
solitario.
Sin la ayuda de la Liga no podían tomar Metimna, y
tuvieron que contentarse con fortalecer sus posiciones en Antisa, Pirra y
Éreso, ciudades subordinadas, mientras que la situación en Lesbos quedó
prácticamente inalterada. No obstante, la aparente retirada de Esparta alentó a
los atenienses a ejercer más presión, y se enviaron mil hoplitas a Lesbos al
mando del general Pagues, que construyó un muro alrededor de Mitilene,
cercándola por mar y tierra. El sitio y el bloqueo no sólo protegerían a
Metimna, sino que ayudarían a forzar la rendición de Mitilene.
EL ASEDIO DE MITILENE
El sitio de Mitilene, que se hizo efectivo con la
llegada de la estación invernal, obligó a los atenienses a llevar sus recursos
más allá de lo que las predicciones de Pericles habían contemplado en los
albores de la guerra. En el invierno de 428-427, la reserva disponible había
caído por debajo de los mil talentos. La crisis financiera no se perfilaba ya
para dentro de unos años. El colapso era inmediato.
Por lo tanto, los atenienses tomaron dos medidas
extraordinarias que no habían formado parte del plan anunciado públicamente por
Pericles. A finales del verano de 428, se anunció un aumento del tributo al que
estaban sujetos los aliados. Meses antes de que se extinguiera el plazo,
zarparon doce barcos para cobrar los nuevos impuestos. No sabemos a cuánto
ascendió la cifra recaudada, pero encontraron resistencia en Caria, y el
general Lisicles pereció en su afán por recolectar fondos.
Aunque la subida de los tributos y una recaudación más
efectiva hubieran tenido más éxito, tampoco habrían sido capaces de hacer
frente a las necesidades económicas de Atenas, que habían aumentado en
intensidad debido al cerco de Mitilene. Así pues, los atenienses optaron por
una solución desesperada: «Había urgencia de dinero a causa del asedio, y se introdujo
entre ellos mismos por primera vez una contribución directa (eisphorá) de doscientos talentos» (III,
19, 1). Aunque desconocemos lo que Tucídides entiende por «primera vez», bien
desde siempre o desde que comenzara la guerra, los impuestos directos no se
habían utilizado en mucho tiempo. Por extraño que pueda parecernos a los
contribuyentes modernos —incluso a la mayoría de la gente, de hecho, desde los
orígenes de la civilización—, los ciudadanos de los Estados griegos detestaban
la idea de la imposición directa por entenderla como una violación de su
autonomía personal y un ataque a la propiedad sobre la que descansaba su
libertad. La nueva tasa era especialmente dolorosa para las clases adineradas,
las únicas que soportaba la eisphorá
y entre las que se incluían los pequeños propietarios, a su vez integrantes de
las falanges hoplitas.
Si la subida de demandas fiscales a los aliados era
una táctica peligrosa porque podía acarrear rebeliones y menguar las fuentes
del poder ateniense, la imposición de un tributo directo amenazaba con socavar
el entusiasmo bélico del populacho. No es de extrañar que Pericles nunca
hiciera mención a estas medidas en las discusiones sobre los recursos
atenienses, pero tampoco hay motivos para pensar que sólo fueron obra de Cleón
y su facción en el año 428. Los hombres que lograron aglutinar a los atenienses
para que hiciesen frente a un esfuerzo tan extraordinario, en contra del
peligro de una rebelión en el Imperio y un posible ataque a Atenas por mar y
tierra, debieron de ser sobre todo sus generales: Nicias y Pagues, entre otros.
Ellos, no menos que Cleón y sus seguidores, se dieron cuenta de que la
seguridad de Atenas dependía de sofocar la revuelta de Mitilene antes de que se
extendiera por el Imperio y sangrase el tesoro. No actuaron movidos por
políticas partisanas o luchas de clase, sino por prudencia y patriotismo ante
una emergencia.
Durante todo este período, los espartanos estaban
informados de la evolución de los acontecimientos de Lesbos. Avanzado el
invierno, enviaron en secreto a un espartano, Saleto, a Mitilene para que diera
noticia a los insurgentes de que la ofensiva por tierra y mar planeada para el
428 tendría lugar en el 427. Invadirían el Ática y enviarían cuarenta naves a
Mitilene a las órdenes del comandante espartano Álcidas. La llegada de unas
noticias tan esperadas animó a los rebeldes a resistir contra Atenas, y el
propio Saleto se quedó en Mitilene para coordinar las acciones de la isla.
Conforme la estación tocaba a su fin, los atenienses
tuvieron que enfrentarse al mayor desafío bélico que había tenido lugar hasta
el momento: sofocar la rebelión de un poderoso miembro de la Alianza, a la par
que su propio territorio corría el riesgo de ser invadido. Además, debían
actuar con rapidez, porque un asedio prolongado como el de Potidea acabaría
agotando las reservas y su capacidad ofensiva.
La invasión espartana del Ática en el año 427 estaba
pensada para presionar a los atenienses y evitar que enviaran una armada mayor
a Mitilene. Los peloponesios estaban representados entre las tropas, pero era
la primera vez que Arquidamo, cuya muerte debía de hallarse próxima, no
lideraba la campaña. Como posiblemente se consideró que su hijo Agis carecía de
experiencia para encabezar la campaña, asumió el mando Cleómenes, hermano del
monarca exiliado, Plistoanacte. Los espartanos enviaron al navarca Álcidas a
Lesbos con una flota de cuarenta y dos trirremes, con la esperanza de que los
atenienses estuvieran demasiado ocupados con la invasión de su territorio como
para interceptarla.
Durante mucho tiempo, la facción más agresiva de
Esparta había creído que una invasión del Ática combinada con un ataque naval
en el Egeo conduciría al levantamiento generalizado de los aliados y a la
destrucción del Imperio ateniense; pero la ocasión adecuada no había llegado a
presentarse. La rebelión de Samos en el año 440 habría sido una buena
oportunidad; pero, en esa ocasión, la negativa de los corintios la había
malogrado por completo. Ahora, por fin, había llegado el momento.
En duración y daño infligido, esta invasión sólo fue
superada por la perpetrada en el año 430. Todo lo que había quedado intacto en
los ataques anteriores y los cultivos que habían crecido desde entonces fueron
arrasados. En el mar, como las fuerzas peloponesias no aspiraban a abrirse
camino luchando a través de la armada ateniense, el éxito dependía de su
velocidad. Sin embargo, Álcidas «perdió tiempo navegando en torno al Peloponeso
y siguió avanzando despacio el resto de la travesía» (III, 29, 1). Todavía se las
arregló para eludir a la flota ateniense hasta Delos, pero el retraso
resultaría fatal, pues al llegar a Ícaro y Miconos, supo que Mitilene había
caído ya.
Los peloponesios celebraron un Consejo para decidir su
siguiente paso; aun llegados a este punto, la bravura y el empuje hubieran
podido proporcionar buenos resultados. El valeroso comandante eleo Teutíaplo
propuso el ataque inmediato a Mitilene, seguro de que los peloponesios podían
coger a los atenienses por sorpresa tras la victoria, pero Álcidas, más
cauteloso, rechazó la idea. Una sugerencia mejor partió de los refugiados de
Jonia, que apremiaron a los espartanos a utilizar la flota para acudir en ayuda
de las ciudades jonias súbditas de Atenas. Su plan era que Álcidas se adueñara
de una de las poblaciones costeras de Asia Menor y la utilizase como base desde
donde fomentar la rebelión general de Jonia. Pisutnes, el sátrapa persa que
había ayudado a los rebeldes samios en el 440, posiblemente apoyaría de nuevo a
los enemigos de Atenas. Si el alzamiento tenía éxito, los atenienses perderían
los ingresos de la zona, en un momento en que se mostraban especialmente
vulnerables. Incluso un triunfo parcial les obligaría a dividir sus fuerzas
para poner freno a las ciudades jonias rebeldes. Los resultados más optimistas
pondrían en funcionamiento la triple conjunción: la alianza espartana, los
súbditos sediciosos de Atenas y el Imperio persa; precisamente, el mismo
alineamiento por el que, en un futuro, Atenas sería derrotada.
Los jonios querían aprovechar la presencia espartana
para dar alas a su rebelión, y su consejo era excelente. Tucídides relata que
cuando los lugareños vieron los barcos, «no huían, sino que se les acercaban
por creerlas atenienses; y es que no tenían la menor esperanza de que la flota
peloponesia arribara a Jonia mientras Atenas fuera dueña de los mares» (III,
32, 3). Con toda seguridad, la ayuda de una escuadra así habría podido
convencer a alguna ciudad jonia para que se rebelase. Una vez que esta acción
disipara el aura de invencibilidad de Atenas, se le unirían otras, y el sátrapa
persa podría aprovechar la oportunidad para expulsar de Asia a los atenienses.
Álcidas, sin embargo, no quiso prestar oídos a
semejante acción. «Tras llegar tarde para salvar Mitilene, su única idea era volver
al Peloponeso lo antes posible» (III, 31, 2). Asustado ante la perspectiva de
ser capturado por la flota ateniense, se apresuró a volver a casa. Con la
preocupación de que los prisioneros de Asia Menor resultasen un freno para la
huida, hizo matar a la mayoría. En Éfeso, los samios le advirtieron
amistosamente de que un comportamiento así no serviría para liberar a los
griegos, sino para alejar a aquellos que ya estaban a favor de Esparta. Álcidas
cedió y liberó a los que aún no habían ejecutado, pero la reputación de Esparta
quedó severamente ensombrecida por el incidente. Cuando Pagues descubrió la
posición de los espartanos, los persiguió hasta Patmos, desde donde les dejó
marchar. Así pues, Álcidas logró alcanzar el Peloponeso a salvo. Los lacedemonios,
como apunta Tucídides en una ocasión posterior, «eran los enemigos más
convenientes que Atenas hubiera podido tener» (VIII, 96, 5).
EL DESTINO DE MITILENE
El hecho de que la flota peloponesia no consiguiese
llegar a tiempo condenó a los rebeldes de Mitilene. Como el bloqueo había
mermado velozmente el suministro de alimentos de la ciudad, Saleto, el
espartano enviado para levantar la moral de los insurrectos, había ideado a la
desesperada un ataque, con el que esperaba romper el cerco del ejército ateniense.
Para que tuviera éxito, necesitaba más hoplitas de los que disponía Mitilene;
así pues, dio el extraordinario paso de armar a las clases bajas como hoplitas.
El régimen oligárquico de Mitilene se mostró de acuerdo con sus planes, lo que
demuestra su fe en que las gentes del pueblo eran responsables y dignas de
confianza. No obstante, los nuevos reclutas, una vez armados, solicitaron la
distribución de los alimentos disponibles entre todos los habitantes; a no ser
que los oligarcas aceptasen, amenazaban con entregar la ciudad a Atenas y
sellar una paz que excluyera a las clases altas.
No hay pruebas que revelen hasta qué punto el gobierno
hubiera podido hacer frente a sus demandas o, de haberlo hecho, si los rebeldes
se hubieran mantenido leales. Tal vez las reservas de víveres eran tan
reducidas que la distribución general habría resultado imposible. En cualquier
caso, tras estos hechos el gobierno oligárquico se rindió ante Pagues, en
términos equivalentes a los de una rendición incondicional: los atenienses
«harían de los mitileneos lo que quisieran» (III, 28, 1). Sin embargo, Pagues
se comprometió a no encarcelar, esclavizar o asesinar a ningún mitileneo hasta
que volviera la embajada, a la que permitía ir de Mitilene a Atenas para
negociar un acuerdo permanente.
La llegada del ejército ateniense a la ciudad había
aterrorizado a las familias oligárquicas, amigas de Esparta, y sus miembros
huyeron a los recintos sagrados en busca de refugio. Tras sus súplicas, Pagues
prometió que no les haría daño y los trasladó a la isla vecina de Ténedos por
motivos de seguridad. Entonces procedió a tomar el control de otros pueblos
isleños opuestos a Atenas, y tras capturar a Saleto, que se había escondido, lo
envió a Atenas, junto con los mitileneos proespartanos de Ténedos y «cualquier
otro que le pareciera culpable de la rebelión» (III, 35, 1).
Si queremos entender el sentimiento de los atenienses
en la Asamblea reunida aquel verano del año 427 para deliberar sobre el destino
de Mitilene, debemos recordar la situación en la que se encontraban. Alcanzado
el cuarto año de guerra, habían sufrido enormemente a causa de las invasiones y
la peste, su estrategia inicial había fracasado y en el horizonte no había
signos de poder reemplazarla. La insurrección de Mitilene y la entrada de la
flota espartana en Jonia eran terribles presagios de los desastres que les
aguardaban. Los hombres que tomaron asiento en la Pnix estaban dominados por el
miedo y la ira contra aquellos que habían puesto en peligro su propia
supervivencia.
La fuerza de estas emociones queda manifiesta en la
rápida decisión de condenar a muerte, sin juicio previo, a Saleto, incluso
aunque éste se ofreció a convencer a los espartanos para que abandonasen el
sitio de Platea a cambio de su vida. El destino de la propia Mitilene, sin
embargo, fue objeto de un polémico debate. Tucídides no nos da detalles del
encuentro, ni recoge los discursos que allí se hicieron, pero sí nos cuenta lo
bastante para reconstruir el curso de lo acontecido. La embajada de Mitilene, integrada
por oligarcas y demócratas, debió de tomar la palabra y, con toda seguridad,
ambas facciones se acusaron mutuamente de ser responsables de la rebelión. Los
oligarcas explicaron que todos los mitileneos eran culpables, con la esperanza
de que los atenienses no se decantarían por destruir a todo un pueblo; por su
parte, los demócratas acusaron exclusivamente a los oligarcas de obligar al
pueblo a unírseles.
La propuesta de Cleón de matar a todos los hombres de
Mitilene y vender a sus mujeres y niños como esclavos se convirtió en el foco
del debate. Su máximo oponente era Diódoto, hijo de Éucrates, un hombre del
que, aparte de esto, no se tiene mayor constancia. Mientras la Asamblea se
dividía en facciones en torno a la cuestión —los moderados, a los que Diódoto
representaba, seguidores de la prudente línea política de Pericles, y los más
belicosos, dirigidos por Cleón—, todos los atenienses mostraban su furia: los
mitileneos se habían rebelado a pesar de sus privilegios, la insurrección había
sido larga y cuidadosamente preparada y, más aun, la flota peloponesia había
alcanzado las mismísimas orillas de Jonia por su culpa. Bajo esta atmósfera, la
proposición de Cleón se hizo ley, y un trirreme zarpó con órdenes de que Pagues
ejecutase la sentencia de inmediato.
EL DEBATE DE MITILENE: CLEÓN CONTRA DIÓDOTO
Sin embargo, no transcurrió mucho tiempo antes de que
los atenienses reconsideraran su decisión. Tras haber expresado su ira, algunos
reconocieron lo espantoso de la resolución. Los embajadores de Mitilene y sus
amigos de Atenas —incluyendo indudablemente a Diódoto y otros moderados—
aprovecharon este cambio de actitud y convencieron a los generales, por lo que
sabemos, todos ellos moderados, para que la Asamblea se reuniera de forma
extraordinaria al día siguiente con la intención de revisar el caso.
En el relato que Tucídides hace de esta sesión,
aparece Cleón por primera vez en la historia, presentado como «el más violento
de todos los ciudadanos y el que, por aquel entonces, gozaba del favor del pueblo»
(III, 36, 6). Cleón alegó que la rebelión de los mitileneos carecía de
justificación y era fruto de una fortuna imprevisible, la cual había derivado,
como era habitual, en un estallido de violencia gratuita (hybris); así pues, se requería un castigo severo y rápido en nombre
de la justicia. No había que hacer distinciones entre el pueblo y los
oligarcas, pues ambos habían tomado parte en la insurrección. Más aún, Cleón
sostenía que la indulgencia sólo lograría fomentar más rebeliones, mientras que
la crueldad las atajaría: «No deberíamos haber tratado a los mitileneos de
forma diferente a los demás, pues su insolencia no habría llegado hasta este
punto. Por lo general, está en la naturaleza humana despreciar los halagos y
admirar la firmeza» (III, 39, 5). La insinuación era que hacía tiempo que los
atenienses deberían haber suprimido la autonomía de Mitilene; no haberlo hecho
era sólo uno de los muchos errores cometidos en el pasado. «Pensad en los demás
aliados: si imponéis el mismo castigo a los que desertan voluntariamente y a
los que se ven obligados a hacerlo por el enemigo, contestadme, ¿quién no se
rebelará ante el menor pretexto, si obtiene por ello la libertad como
recompensa, sin ser el fracaso castigado con un daño irreparable?» (III, 39,
7).
Si los atenienses proseguían con una política de
compasión equivocada, mezcla de clemencia y blandura, «pondremos en peligro
nuestras haciendas y nuestras vidas. Y, con suerte, recobraremos ciudades
arruinadas, lo que nos privará de los ingresos que son nuestra fuerza. Si
fracasamos, tendremos oponentes que añadir a los actuales, y el tiempo que hoy
se requiere para combatir al enemigo lo emplearemos contra los aliados» (III,
39, 8). El discurso de Cleón equivalía a un ataque absoluto a la política
imperial de Pericles y los moderados. Por el contrario, recomendaba una
política de terror calculado para frenar las rebeliones; al menos, en tiempo de
guerra.
Cleón y Diódoto, que representaban posturas
antagónicas, sólo fueron dos de los muchos oradores que intervinieron. Aquellos
que «expresaron opiniones varias» (III, 36, 6) hablaron seguramente de
humanidad y justicia, ya que Cleón refutó tales consideraciones en estilo
indirecto, además de que la segunda Asamblea se había convocado para apelar al
sentimiento de los atenienses de que la pena escogida era «cruel y excesiva»
(III, 36, 4).
Puesto que Cleón había dejado implícito que el rechazo
de su castigo en favor de otro menos severo equivaldría a un signo de debilidad
como poco, e incluso a corrupción y traición, Diódoto instó sagazmente a los
atenienses a que votaran su propuesta, no por magnanimidad, sino en aras de su
interés. Diódoto deseaba realmente un castigo menos duro para Mitilene, pero su
intención más profunda era defender la continuación de una línea política
imperial moderada. Su argumentación era que los rebeldes siempre esperaban
tener éxito, por lo que la amenaza del castigo no los iba a disuadir. La
política actual, en cambio, animaba a los insurrectos a «alcanzar un acuerdo,
cuando aún podían compensarnos los costes de la guerra y pagar los siguientes
tributos» (III, 46, 2). Seguir las severas directrices de Cleón sólo alentaría
a los rebeldes a «resistir los asedios hasta el final», lo que haría que Atenas
«gastara fondos en sitiar a un enemigo que no se rendiría y nos privaría de sus
aportaciones futuras,… fuente de nuestra fuerza contra los enemigos» (III, 46,
2-3).
Diódoto también alegó que «el demos de todas las ciudades se halla a nuestro favor en este
momento y, o bien no se subleva con los oligarcas o, si es forzado a ello, se
hará de inmediato enemigo de los sediciosos, con lo que entraríais en guerra
con el apoyo de la mayor parte de la población» (III, 47, 2). Las pruebas
sugieren que Diódoto se equivocaba sobre el grado de popularidad del Imperio,
incluso entre las clases menos privilegiadas, pero su interés estaba más
orientado a hacer valer su propuesta que a establecer hechos contrastados. Los
atenienses debían condenar a los insurgentes lo menos posible, prosiguió,
porque matar a simples ciudadanos igual que a los insurrectos de noble cuna
sólo incitaría a los primeros a alinearse en contra de Atenas en levantamientos
futuros. «Incluso si fueran culpables, deberíais fingir que no lo son, para que
el único grupo que todavía nos es propicio no se convierta en nuestro enemigo»
(III, 47, 4).
En opinión de Diódoto, Mitilene era un caso aislado,
lo que convertía la política de terror calculado de Cleón no sólo en una ofensa
sino, a la larga, en una vía para la propia derrota. Su contrapropuesta era
condenar únicamente a aquellos que Pagues había enviado a Atenas como
culpables. Esta sugerencia es menos humanitaria de lo que puede parecer, porque
los arrestados por Pagues como «principales responsables» eran cerca de mil, y
constituían no menos de una décima parte de la población total de hombres
adultos de las ciudades rebeldes de Lesbos.
El número de manos alzadas en la Asamblea fue casi
parejo, pero la proposición de Diódoto fue la que finalmente se impuso. Cleón
aconsejó de inmediato la pena de muerte para los mil «responsables», y su
moción fue aprobada. Los habitantes de Lesbos no tuvieron un juicio justo, ni
conjunta ni individualmente; la Asamblea simplemente asumió su culpabilidad
basándose en la opinión de Pagues, y esta vez no hay indicios de que la
votación quedara ajustada. Era la acción más terrible tomada hasta la fecha por
los atenienses contra sus súbditos sediciosos y, sin embargo, por mucho que el
miedo, la frustración y el sufrimiento los hubiera vuelto crueles y terribles, el
plan de Cleón, mucho más brutal, había sido rechazado.
El barco que había partido a Lesbos tras la primera
Asamblea con instrucciones de sentenciar a muerte a todos los hombres llevaba
un día de ventaja, pero enseguida se envió un segundo trirreme para rescindir
la primera orden. Los enviados mitileneos en Atenas suministraron comida y
bebida a los remeros, y les prometieron una recompensa si llegaban los
primeros. Conmovidos por la posibilidad de realizar una buena acción y con
buenas ganancias a la vista, los marineros marcaron un buen ritmo e incluso
rechazaron las paradas habituales para comer y descansar. La tripulación del
primer navío, sin embargo, incluso sin prisa alguna por cumplir una misión tan
espantosa, llegó antes a Mitilene. Tucídides cuenta el resto de forma
dramática. «Pagues leyó el decreto, y ya se disponía a ejecutar sus órdenes,
cuando arribó el segundo barco y se logró evitar la matanza. Tan cerca del
peligro llegó a estar Mitilene» (III, 49, 4).
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