lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro primero: VI El estado jurídico y su ideal ciudadano.

(103) la contribución del resto de las ciudades griegas a la formación del hombre político se halla delimitada de un modo menos preciso que la de Esparta. No es posible mencionar estado alguno que haya dado, en este sentido, pasos tan decisivos. Por primera vez, en la Atenas del siglo VI, nos hallamos de nuevo ante una tradición segura. En­tonces y allí, halló su expresión el nuevo espíritu que se apoderó del estado en las creaciones de Solón. Pero el estado jurídico ático pre­supone una larga evolución, puesto que Atenas es la última de las grandes ciudades griegas que aparece en la historia. La dependencia en que se halla Solón en relación con la cultura jónica no deja lugar a dudas. Del mismo modo es preciso buscar en Jonia, el país del más intenso movimiento espiritual y crítico de Grecia, el origen de las nuevas ideas políticas. Desgraciadamente nos hallamos muy mal informados sobre las relaciones políticas de las colonias. Nos vemos obligados a sacar conclusiones retrospectivas a partir de estadios posteriores y de acaecimientos análogos, ocurridos en otros lugares.
Con la excepción de Calinos, que hemos mencionado antes, no parece que Jonia nos ofrezca una poesía política análoga a la de Tirteo y Solón. No es legítimo atribuir esta falta de una poesía política a la pura casualidad. Tiene evidentemente su fundamento profundo en la naturaleza de la raza jonia. Los jonios, como todos los griegos del Asia Menor, carecen de energía política constructiva y en parte alguna han dejado una formación estatal permanente y activa. Verdad es que en los tiempos de sus invasiones vivieron una época heroica, cuya memoria perpetuó la epopeya homérica, y sería un error representárnoslos como el pueblo sensual y muelle que conocemos en la época inmediatamente anterior a las guerras persas. Su historia se halla llena de guerras sangrientas y sus poetas Calinos, Arquíloco, Alceo y Mimnermo pertenecen evidentemente a una estirpe guerrera. Pero el estado no es nunca para ellos el último fin, como en Esparta y Atenas. El papel de los jonios en el desarrollo de la historia del espíritu griego ha sido el de libertar las fuerzas individua­les, aun en el campo político. Pero los estados coloniales de Jonia no poseyeron la aptitud de organizar estas nuevas fuerzas y de refor­zarse mediante ellas. Sin embargo, allí penetraron por primera vez las ideas políticas cuyo impulso fructífero dio lugar a la nueva orga­nización del estado en las ciudades de la metrópoli.
Los primeros reflejos de la vida de la polis jonia se hallan en los poemas homéricos. La guerra de los griegos contra Troya no ofrecía ocasión alguna para la descripción de la ciudad helénica, puesto que los troyanos eran considerados por Homero como bárbaros. Pero (104) cuando el poeta nos refiere la defensa de Troya aparecen involunta­riamente rasgos de una polis jónica y Héctor, el libertador de la pa­tria, se convierte en el modelo de Calinos y de Tirteo.  Aquí, y especial­mente en Calinos (ver supra, p. 100), nos parece hallarnos ya muy cer­ca del ideal espartano.   Sólo que la ciudad estado jónica tomó pronto otra  dirección y  ésta se manifiesta   también  en  la epopeya.   En   el único lugar en que la Ilíada nos  ofrece una  ciudad   en  estado de paz,   en la  descripción   del  escudo   de Aquiles, nos hallamos en el centro de la ciudad, en la plaza del mercado, donde se desarrolla un juicio: los ancianos, sentados en pulidas piedras y en círculo sagrado, discuten una sentencia.[1]   Las estirpes nobles toman una parte impor­tante en la administración de la justicia, antes reservada al rey.   Las famosas palabras contra la división del gobierno demuestran que to­davía existía el rey, pero que su posición era, a menudo, ya precaria. La   descripción   del escudo nos habla también de los bienes  de la corona y de la complacencia del rey al contemplar el cultivo de los campos.[2]   Pero se trata, probablemente, de un propietario noble, ya que  la epopeya  otorga también a  los señores  el título de  basileus. La forma de vida agraria propia de la metrópoli, en la cual se fun­daba la posesión del poder, subsistió en las colonias sin modificación alguna.   Otro ejemplo nos ofrece el rey feacio Alcinoo.   A pesar de ser el   rey legítimo,  por herencia, sólo   tiene en   el consejo  de los ancianos la presidencia de honor.   No nos hallamos lejos del tránsito de la monarquía a la aristocracia.   La función del rey queda redu­cida a la de sacerdote supremo o funcionario epónimo, sin que este título  lleve  consigo  ningún  derecho particular.   Este desarrollo nos es mejor  conocido en Atenas.   Pero se manifiesta también en otros lugares.   En Atenas, la monarquía de los Códridas se desvanece gra­dualmente en la sombra y deja lugar a la aristocracia, tal como la hallamos en tiempos de Solón.   Escapa a nuestro conocimiento deter­minar cuánto tiempo   después de las inmigraciones tuvo lugar esta típica evolución en Jonia.
La estrechez de la costa en la cual tuvo lugar la repetida serie de las invasiones y la imposibilidad de penetrar de un modo profundo en el interior del país, ocupado por pueblos políticamente desorga­nizados y bárbaros, tal como los lidios, los frigios y los carianos, condujo a las ciudades de la costa, con el progreso de la seguridad de la navegación, cada vez más, al comercio marítimo. Esto convirtió pronto a la nobleza poseedora en empresaria. Los griegos colonia­les, desde que se separaron de la metrópoli, se convirtieron pronto en un pueblo menos sedentario y menos apegado a la tierra. La Odisea refleja ya la enorme amplitud de los horizontes que alcanza­ron sobre el mar y el nuevo tipo humano creado por los navegantes de Jonia. Odiseo no es ya tanto el tipo del caballero luchador como (105) la encarnación del aventurero y explorador y de la ágil y astuta des­treza de los jonios, habituados a moverse en todos los países y de salir airosos en todas partes. La perspectiva de la Odisea alcanza, por el este, hasta Fenicia y Colcis; por el sur, hasta Egipto; por el oeste, hasta Sicilia y la Etiopía occidental, y por el norte, sobre el Mar Negro, hasta el país de los cimerios. Es completamente habitual la narración del encuentro del navegante con un tropel de naves y mer­caderes fenicios, cuyo comercio abrazaba el Mediterráneo entero y hacía la más peligrosa competencia a los griegos. Es también una verdadera epopeya del mar el viaje de los argonautas con sus mara­villosas narraciones sobre países y pueblos lejanos. El comercio jóni­co creció con el rápido desarrollo industrial de las ciudades del Asia Menor a compás del cual fue desapareciendo el tipo de vida agraria. Realizó un progreso decisivo mediante la introducción de la acuñación del oro por los vecinos de Lidia y la sustitución del trueque por el cambio monetario. Signo seguro de la sobrepoblación de las ciuda­des marítimas de Jonia, pequeñas en relación con nuestros hábitos, es que, desde el siglo VIII al siglo VI, participaron de un modo prepon­derante, junto con la metrópoli, en la colonización de las costas del Mediterráneo, del Proponto y del Ponto. A falta de otras tradiciones históricas, el extraordinario número de colonias fundadas por la sola ciudad de Mileto es testimonio de la fuerza expansiva, el espíritu de empresa y la vida palpitante que dominaron en aquella época en las ciudades griegas del Asia Menor.
Pronta vivacidad, libre perspicacia e iniciativa personal son las características predominantes en el nuevo tipo humano que allí nació. Con el cambio de las formas de existencia debió de nacer también un nuevo espíritu. La ampliación de los horizontes y el sentimiento de la propia energía abrió el camino a una multitud de osadas ideas. El espíritu de crítica independiente que hallamos en la poesía individual de Arquíloco y en la filosofía milesia, debió de penetrar también en la vida pública. No poseemos información alguna sobre las luchas interiores que debieron de tener lugar allí como en cualquier otro lugar del mundo griego. Pero la serie de testimonios que ensalzan la justicia como fundamento de la sociedad humana, se extiende en la literatura jonia, desde los tiempos primitivos de la epopeya a través de Arquíloco y Anaximandro, hasta Heráclito. Esta alta estimación del derecho por los poetas y los filósofos no precede a la realidad tal como es posible pensarla. Es, por el contrario, tan sólo el reflejo de la importancia fundamental que debieron de tener aquellos estímu­los en la vida pública de aquellos tiempos, es decir, desde el siglo VIII hasta comienzos del siglo v. Desde Hesíodo, concuerda el coro de los poetas continentales. Y entre todos resuena la voz de Solón de Atenas.
Toda manifestación del derecho estuvo, hasta entonces, de un modo indiscutible, en manos de los nobles, que administraban justi­cia sin leyes escritas, de acuerdo con la tradición. Pero la agudización (106) creciente de la oposición entre los nobles y los ciudadanos libres, que debió de surgir como consecuencia del enriquecimiento de los ciu­dadanos ajenos a la nobleza, condujo fácilmente al abuso político de la magistratura y a la exigencia de leyes escritas por el pueblo. El reproche de Hesíodo contra los caballeros venales que en su función de jueces conculcan el derecho, era el antecedente necesario de esta demanda general. Mediante él, la palabra derecho, diké, se convierte en el lema de la lucha de clases. La historia de la codificación del derecho en las diversas ciudades se desarrolla a través de siglos y sabemos muy poco acerca de ella. Pero aquí hallamos el principio que la inspiraba. El derecho escrito equivalía al derecho igual para todos, altos y bajos. Ahora, como antes, pueden seguir siendo jueces los nobles y no los hombres del pueblo. Pero en lo futuro se hallan sujetos, en sus juicios, a las normas fijas de la diké.
Homero nos muestra el antiguo estado de cosas.   Por lo general, designa el derecho con  otra palabra: themis.   Zeus daba a los reyes de Homero "el cetro y themis".   Themis es el compendio de la alteza caballeresca   de los primitivos reyes  y señores  nobles.    Etimológica­mente significa "ley".   Los caballeros de los tiempos patriarcales de­cían  el derecho de acuerdo con la  ley   proveniente de  Zeus, cuyas normas creaban libremente según la tradición  del derecho consuetu­dinario  y su propio entender y  saber.   El  concepto   de diké no es etimológicamente claro.   Procede del lenguaje procesal y no es menos antiguo que themis.[3]   Se decía de las partes contendientes que "dan y toman diké".  Se comprendía así en una misma palabra la decisión y el cumplimiento de la pena.   El culpable "da diké", lo cual equivale originariamente a indemnización o compensación.  El perjudicado, cuyo derecho  restablece el juicio, "toma diké".   El juez "adjudica diké". La significación  fundamental  de diké equivale así aproximadamente a dar a cada cual lo  debido.   Significa, al mismo tiempo, concreta­mente, el proceso, el juicio y la pena.   Sólo que en este caso, la sig­nificación intuitiva no es,  como de ordinario,  la originaria, sino la derivada.   El alto sentido que toma la palabra en la vida de la polis posterior a los tiempos homéricos, no se desarrolla a partir de esta significación exterior y más bien técnica, sino como el elemento nor­mativo que se halla en el fondo  de aquellas antiguas fórmulas jurí­dicas conocidas de todos.   Significa que a cada cual es debido y que cada cual puede exigir y, por tanto, el principio mismo que garantiza esta exigencia, en el cual es posible  apoyarse cuando hybris —cuya significación originaria corresponde a la acción contraria al derecho— (107) perjudica a alguien. Así como themis se refiere más bien a la autori­dad del derecho, a su legalidad y validez, diké significa el cumpli­miento de la justicia. Así se comprende que en un tiempo de lucha por la aspiración al derecho de una clase, que hasta entonces había recibido el derecho sólo como themis. es decir, como una ley autori­taria, la palabra diké se convirtiera necesariamente en bandera. La apelación a la diké se hizo cada día más frecuente, más apasionada y más apremiante.
En el origen tenía, empero, esta palabra una acepción más am­plia que la hacía más adecuada para aquellas luchas: la significación de igualdad. Ambas significaciones debieron de hallarse comprendi­das en el mismo germen. Para llegar a su mejor comprensión, es preciso pensar en la idea popular originaria según la cual es nece­sario pagar lo mismo con lo mismo, devolver lo mismo que se ha recibido y dar una compensación igual al perjuicio causado. Es evi­dente que esta intuición fundamental deriva de la esfera de los de­rechos reales, y ello coincide con lo que sabemos de la historia del derecho en otros pueblos. Este aspecto de la igualdad en la palabra diké es mantenido en el pensamiento griego a través de todos los tiempos. Incluso la doctrina del estado de los siglos posteriores de­pende de él y sólo trata de obtener una nueva elaboración del con­cepto de igualdad que, en el sentido mecanizado a que llegó en el estado jurídico de la democracia, se oponía bruscamente a la doctrina aristocrática de Platón y Aristóteles sobre la desigualdad de los hom­bres.
Para los tiempos antiguos, la exigencia de un derecho igual consti­tuyó el fin más alto.[4] Proporcionó una medida para juzgar en las pequeñas disputas sobre lo mío y lo tuyo y atribuir a cada cual lo suyo. Aquí se repite, en la esfera jurídica, el mismo problema que hallamos, en el mismo tiempo, en la esfera económica y que con­dujo a la fijación de normas de peso y medida para el intercambio de bienes. Se buscaba una "medida" justa para la atribución del de­recho y se halló en la exigencia de igualdad implícita en el concepto de la diké.
La multiplicidad de sentidos de esta norma puede conducir fácil­mente a error. Pero esto la hacía, desde el punto de vista práctico, más adecuada para servir de palabra de combate en las luchas políticas. (108) Podía entenderse por ella la simple igualdad de los que no tenían derechos iguales, es decir, de los ajenos a la nobleza, ante el juez o ante la ley, cuando existía. Podía significar también la activa participación de todos en la administración de la justicia o la igual­dad constitucional de los votos de todos los individuos en los asuntos del estado o, finalmente, la igual participación de todos los ciudada­nos en los puestos dirigentes, actualmente en poder de la aristocracia. Nos hallamos aquí en el comienzo de una evolución que debía con­ducir, a través de la sucesiva mecanización y extensión de la idea de la igualdad, al establecimiento de la democracia. Esto no deriva, sin embargo, de un modo necesario, de la exigencia de la igualdad de derechos para todos ni de la demanda de leyes escritas. Ambas cosas se hallan también en los estados oligárquicos y monárquicos. Lo característico de la democracia extrema no es que el estado se halle bajo el dominio de la ley, sino de la masa. Debían pasar todavía largos siglos antes que esta forma de estado se desarrollara y se ex­tendiera en Grecia.
Antes de llegar a ella asistimos al desarrollo de una serie de gra­dos intermedios.   El más antiguo de ellos es una especie de aristo­cracia.   Pero no es ya la misma de antes.   La diké se ha constituido en una plataforma de la vida pública, ante la cual son considerados como "iguales",  altos y bajos.   Incluso los nobles debían  someterse al nuevo ideal político   que   surgió  de la  conciencia  jurídica  y  se constituyó en medida para todos.   En los tiempos venideros de luchas sociales y violentas revoluciones, los nobles mismos se vieron obliga­dos  a buscar amparo en ella.   En el lenguaje mismo se   revela la formación del nuevo ideal.   Desde los tiempos más antiguos hallamos una serie  de palabras  que designan determinadas clases de delitos, como adulterio, asesinato, robo, hurto.   Pero nos falta un concepto general para designar la propiedad mediante la cual evitamos estas transgresiones y nos mantenemos en los límites justos.   Para ello acu­ñó  el nuevo tiempo  el término  abstracto  "justicia",  dikaiosyne,   al mismo tiempo que creó, en los tiempos de la más alta estimación de las virtudes agonales, sustantivos correspondientes a la destreza en la lucha, al valor en las luchas pugilísticas, etcétera, de los cuales carecen las lenguas   modernas.[5]    La nueva palabra surgió  de la progresiva intensificación del sentimiento de derecho y de su representación en un determinado tipo de hombre, en una determinada areté.   Original­mente, las aretai eran tipos de excelencias que se poseían o no.   En los tiempos  en que la areté de un  hombre equivalía a  su valor se situaba este momento ético en el centro, y todo el resto de las exce­lencias que podía poseer un hombre se subordinaban a ella y debían (109) ponerse a su servicio. La nueva dikaiosyne era más objetiva. Se cons­tituyó en la areté por excelencia, desde el momento en que se creyó poseer, en la ley escrita, el criterio infalible de lo justo y lo injusto. Mediante la fijación escrita de nomos, es decir, del derecho usualmente válido, el concepto de la justicia alcanzó un contenido palpable. Consistió en la obediencia a las leyes del estado, del mismo modo que más tarde la "virtud cristiana" consistió en la obediencia a los man­datos divinos.
Así, la voluntad de justicia que se desarrolló en la comunidad de vida de la polis, se convirtió en una nueva fuerza educadora, análoga al ideal caballeresco del valor guerrero en los primeros es­tadios de la cultura aristocrática. En las elegías de Tirteo, este viejo ideal fue aceptado para el estado espartano y elevado a la categoría de virtud general ciudadana.[6] En el nuevo estado, legal y jurídico, nacido de graves luchas internas por la constitución, este tipo espar­tano, puramente guerrero, no podía valer como la única y universal realización del hombre político. Pero, como lo muestra el llamamiento de Calinos a sus conciudadanos no guerreros, para la defensa del país contra la invasión de los bárbaros, el valor viril era también nece­sario en el estado jónico, en ciertos momentos decisivos. Cambió no sólo su lugar en el dominio total de la areté. El valor ante el ene­migo, hasta la entrega de la vida por la patria, es una exigencia que impone la ley a los ciudadanos y cuyo incumplimiento lleva consigo graves penas. Pero es sólo una exigencia entre otras. El hombre justo, en el sentido concreto que esta palabra tomó desde entonces en el pensamiento griego, es decir, el que obedece a las leyes y se rige por sus mandatos, cumple también su deber en la guerra.[7] El antiguo, libre ideal de la areté heroica de los héroes homéricos se convierte en un riguroso deber hacia el estado al cual se hallan sometidos todos los ciudadanos sin excepción, del mismo modo que se hallan obligados a respetar los límites entre lo mío y lo tuyo. Entre las famosas sen­tencias poéticas del siglo VI se halla el verso, con frecuencia citado por los filósofos posteriores, que resume todas las virtudes en la jus­ticia. Así queda definida de un modo riguroso y completo la esen­cia del nuevo estado legal.[8]
El concepto de la justicia, considerada como la forma de la areté que comprende y cumple todas las exigencias del ciudadano perfecto, supera naturalmente a todas las anteriores. Pero los grados anteriores de la areté no son por ello suprimidos, sino elevados a una nueva forma más alta. Éste es el sentido de la demanda de Platón en las Leyes, cuando afirma que en el estado ideal debiera ser "reelaborado" (110) el poema  de Tirteo que estima el  valor como la más alta areté, de tal modo que se pusiera a la justicia en lugar del valor.[9]   Platón no intenta excluir la virtud espartana, sino sólo ponerla en su lugar y subordinarla a la justicia.   Es preciso estimar de otro modo el valor en la guerra civil que el valor frente al enemigo de la patria.[10]   Para mostrar que toda areté se halla comprendida en el ideal del hombre justo nos   ofrece  Platón  un  ejemplo luminoso.   Ordinariamente  distingue cuatro "virtudes": el valor, la piedad, la justicia y la pruden­cia.   Prescindimos aquí de que en la República y aun en otros lugares aparezca  en lugar de  la  piedad  la sabiduría filosófica.   Este canon de  las  denominadas   cuatro  virtudes  platónicas,  lo  hallamos  ya  en Esquilo como la suma de la verdadera virtud ciudadana.   Platón  lo ha tomado simplemente de la ética de las antiguas polis helénicas.[11] Pero la multiplicidad de este canon no le impide reconocer  que en la  justicia está contenida  toda la  areté.[12]   Lo  mismo   ocurre  en  la Ética   nicomaquea de  Aristóteles.   Distingue un número mucho   ma­yor  de aretai que  Platón, pero al  hablar  de la justicia  afirma  un doble concepto de esta virtud: existe una justicia, en el sentido estric­to, el jurídico, y en un sentido más general, que incluye la totalidad de las normas morales y políticas.   En ésta reconocemos sin dificultad el concepto de justicia del antiguo estado legal helénico.   Aristóteles invoca expresamente el verso antes mencionado que incluye todas las virtudes en la justicia.[13]   La ley regula con sus preceptos las relacio­nes de los ciudadanos con los dioses del estado, con sus conciudadanos y con los enemigos de la patria.
El origen de la ética filosófica de Platón y de Aristóteles en la ética de la vieja polis, no fue conocido por los tiempos posteriores habituados a considerarla como la ética absoluta e intemporal. Cuan­do la iglesia cristiana empezó a considerarla, halló sorprendente que Platón y Aristóteles mencionara el valor y la justicia como virtudes morales. Y tuvo que habérselas con este hecho originario de la con­ciencia moral de los griegos. Para una generación ajena a la comu­nidad política y al estado, en el sentido antiguo de la palabra, y desde el punto de vista de una ética puramente individual y religiosa, no era comprensible más que como una paradoja. Así compusieron disertaciones doctorales sinfín sobre el problema de si el valor es una virtud y cómo es posible que lo sea. Para nosotros, la aceptación consciente de la antigua ética de la polis por la ética filosófica pos­terior y el influjo que a través de ella ejerció sobre la posteridad, es (111) un proceso perfectamente natural de la historia del espíritu. Ninguna filosofía vive de la pura razón. Es sólo la forma conceptual y subli­mada de la cultura y la civilización, tal como se desarrolla en la his­toria. En todo caso, esto es cierto para la filosofía de Platón y Aris­tóteles. No es posible comprenderlas sin la cultura griega ni la cultura griega sin ellas.
El tránsito histórico que acabamos de avanzar, mediante el cual la filosofía del siglo IV a. c. acepta la ética de la polis antigua y su ideal humano, halla su exacta analogía en el tiempo del nacimiento de la cultura de la polis. También ésta ha aceptado para sí los estadios precedentes de la moralidad. No sólo se apropió la areté heroica de Homero, sino también las virtudes agonales, la herencia entera de los tiempos aristocráticos, tal como lo hizo en su tiempo la educación espartana del estado, dentro de lo que nos es dable cono­cer. La polis animaba a sus ciudadanos a competir en los juegos olímpicos y en otras luchas y premiaba con los más altos honores a los que volvían vencedores. Al principio, la victoria hacía honor sólo al linaje del vencedor. Con el crecimiento del sentimiento de solida­ridad de la población entera, sirvió ad maiorem patriae gloriam. Del mismo modo que en las luchas gimnásticas, participaba la polis, me­diante sus hijos, en las tradiciones musicales antiguas y en el cultivo del arte. Creó la isonomia, no sólo en la esfera del derecho, sino también en los más altos bienes de la vida que había creado la cultura noble y se convertía ahora en patrimonio común de los ciu­dadanos.
La enorme fuerza de la polis sobre la vida de los individuos se fundaba en la idealidad del pensamiento de la polis. El estado se con­virtió en un ser propiamente espiritual que recogía en sí los más altos aspectos de la existencia humana y los repartía como dones propios. En este respecto, pensamos hoy ante todo en la aspiración del estado a conferir la educación a sus ciudadanos en la edad ju­venil. Pero la educación pública de los jóvenes es una demanda que formula por primera vez la filosofía del siglo IV. Entre los estados más antiguos, sólo Esparta ejerce un influjo inmediato sobre la for­mación de la juventud. No obstante, aun fuera de Esparta, fue el estado, en los tiempos del desarrollo de la cultura de la polis, el edu­cador de sus ciudadanos, puesto que consideró los concursos gimnás­ticos y musicales que se celebraban en honor de los dioses, como una especie de auto-representación ideal y se puso a su servicio. Tales son las más altas representaciones de la cultura espiritual y corporal de aquellos tiempos. Con razón denomina Platón a la gimnasia y a la música la "antigua educación" (αρχαία παιδεία). El cuidado de esta cultura, originariamente aristocrática, por las ciudades, en forma de grandes y costosos concursos, no se limitaba a desarrollar el espíritu de lucha y el interés musical. En la competencia se formaba el verdadero espíritu de la comunidad. Así, resulta fácilmente comprensible (112) el orgullo de los ciudadanos griegos por ser miembros de su polis. Para la plena designación de un heleno no sólo es necesa­rio su nombre y el de su padre, sino también el de su ciudad natal. La pertenencia a una ciudad tenía para los griegos un valor ideal análogo al sentimiento nacional para los modernos.
La polis, como suma de la comunidad ciudadana, da mucho. Pue­de exigir, en cambio, lo más alto. Se impone a los individuos de un modo vigoroso e implacable e imprime en ellos su sello. Es la fuente de todas las normas de vida válidas para los individuos. El valor del hombre y de su conducta se mide exclusivamente en relación con el bien o el mal que le proporciona. Tal es el resultado paradójico de la lucha inauditamente apasionada por la obtención del derecho y de la igualdad de los individuos. Con la ley se forja el hombre una nueva y estrecha cadena que mantiene unidas las fuerzas y los impul­sos divergentes y los centraliza como nunca lo hubiera podido hacer el antiguo orden social. El estado se expresa objetivamente en la ley, la ley se convierte en rey, como dijeron los griegos posteriores,[14] y este señor invisible no sólo somete a los transgresores del derecho e impide las usurpaciones de los más fuertes, sino que introduce sus normas en todas las esferas de la vida, antes reservadas al arbitrio in­dividual. Traza límites y caminos, incluso en los asuntos más íntimos de la vida privada y de la conducta moral de sus ciudadanos. El desarrollo del estado conduce, así, a través de la lucha por la ley al desenvolvimiento de nuevas y más diferenciadas normas de vida.
Tal es la significación del nuevo estado para la formación del hombre. Dice Platón, con razón, que cada forma de estado lleva consigo la formación de un determinado tipo de hombre, y lo mismo él que Aristóteles exigen de la educación del estado perfecto que im­prima en todos el sello de su espíritu.[15] "Educado en el ethos de la ley" dice la fórmula, constantemente repetida, del estado del siglo IV.[16] De ella se desprende claramente la inmediata significación educado­ra de la erección de una norma jurídica, universalmente válida me­diante la ley escrita. La ley representa el estadio más importante en el camino que conduce desde la educación griega, de acuerdo con el puro ideal aristocrático, hasta la idea del hombre formulada y de­fendida sistemáticamente por los filósofos. Y la ética y la educación filosófica se enlazan, por el contenido y por la forma, con las legis­laciones más antiguas. No se desarrollan en el espacio vacío del pensa­miento puro, sino mediante la elaboración conceptual de la sustancia histórica de la nación —como lo ha reconocido ya la filosofía misma de la Antigüedad. En la ley halló la herencia de las normas jurídicas (113) y morales del pueblo griego su forma más general y más permanente. La obra de filosofía pedagógica de Platón culmina en el hecho de que en su última y mayor obra se convierte en legislador, y Aristó­teles termina su Ética mediante apelación a un legislador que realice su ideal. La ley es también un antecedente de la filosofía, en tanto que su creación entre los griegos era obra de una personalidad pre­eminente. Con razón eran considerados como los educadores de su pueblo, y es característico del pensamiento griego el hecho de que el legislador es, con frecuencia, colocado al lado del poeta, y las deter­minaciones de la ley al lado de las sentencias de la sabiduría poética. Ambas actividades se hallan estrechamente emparentadas.[17]
Las críticas posteriores de la ley, tal como se dieron en los tiem­pos de la democracia corrompida, contra un legalismo del estado, oprimente y despótico, no afectan a lo que acabamos de decir. En opo­sición a este escepticismo, todos los pensadores antiguos están de acuerdo en el elogio de la ley. Es para ellos el alma de la polis. "El pueblo debe luchar por su ley como por sus murallas", dice Heráclito.[18] Aquí aparece, tras la imagen de la ciudad visible, defendida por su cerco de murallas, la ciudad invisible, cuyo firme baluarte es la ley. Pero hallamos todavía un reflejo más primitivo de la idea de la ley en la filosofía natural de Anaximandro de Mileto a mi­tad del siglo VI. Transfiere la representación de la diké, de la vida social de la polis, al reino de la naturaleza y explica la conexión ca­sual del devenir y el perecer de las cosas como una contienda jurí­dica en la cual, por la sentencia del tiempo, aquéllas tendrán que expiar e indemnizar de acuerdo con las injusticias cometidas.[19] Tal es el origen de la idea filosófica del cosmos, puesto que esta palabra designa, originariamente, el recto orden del estado y de toda comu­nidad. La atrevida proyección del cosmos estatal en el Universo, la exigencia de que, no sólo en la vida humana, sino también en la na­turaleza del ser, domine el principio de la isonomia y no el de pleonexia, es testimonio de que en aquella época la nueva experiencia política de la ley y del derecho se hallaba en el centro de todo pen­samiento, constituía el fundamento de la existencia y era la fuente auténtica de toda creencia relativa al sentido del mundo. Este pro­ceso espiritual de transferencia debe ser considerado y estimado de un modo cuidadoso en su significación para la interpretación filosó­fica del mundo. Aquí sólo debemos mostrar brevemente la luz que proyecta sobre la esfera del estado y sobre el nuevo ideal del hombre político. Pero se ve, al mismo tiempo, claramente, cuán profunda es la conexión entre el nacimiento de la conciencia filosófica entre (114) los jonios y el origen del estado legal. Su raíz común es el pensa­miento universal que funda y explica el mundo en su configuración esencial. Desde este momento, esta idea se extiende y penetra, de un modo cada día más completo, la totalidad de la cultura griega.
En conclusión, debemos mostrar la transformación del nuevo es­tado-ciudad, que se abre camino en Jonia, en su significación decisiva para la evolución que nos lleva desde la antigua cultura aristocrática hasta la idea de una "educación universal y humana". Es preciso advertir que lo que vamos a decir no es aplicable en toda su ampli­tud a los primeros comienzos de la historia de la polis. Es el balance de la evolución entera, cuyos fundamentos acabamos de analizar. Pero será bueno dirigir la mirada sobre el alcance fundamental de este mo­vimiento histórico y no perderlo de vista.
En tanto que el estado incluye al hombre en su cosmos político, le da, al lado de su vida privada, una especie de segunda existen­cia, el βίος πολιτικός. Cada cual pertenece a dos órdenes de exis­tencia y hay una estricta distinción, en la vida del ciudadano, entre lo que es propio (i)/dion) y lo común (κοινόν). El hombre no es puramente "idiota", sino también "político". Necesita poseer, al lado de su destreza profesional, una virtud general ciudadana, la πολιτική αρετή, mediante la cual se pone en relación de cooperación e inteli­gencia con los demás, en el espacio vital de la polis. Así, resulta claro que la nueva imagen política del hombre no puede hallarse vinculada, como la educación popular de Hesíodo, a la idea del tra­bajo humano. La concepción de la areté de Hesíodo se hallaba im­pregnada del contenido de la vida real y del ethos profesional de la clase trabajadora, a la cual se dirigía. Si contemplamos el proceso de la evolución de la educación griega desde el punto de vista actual, nos sentiremos inclinados a pensar que el nuevo movimiento tuvo que aceptar el programa de Hesíodo: sustituiría la educación, formación general de la personalidad, propia de los nobles, por un nuevo con­cepto de la educación del pueblo, dentro del cual se estimaría a cada hombre de acuerdo con la eficacia de su trabajo especial y el bien de la comunidad resultaría del hecho de que cada cual realizara su trabajo particular con toda la perfección posible, tal como lo exige el aristócrata Platón en el estado autoritario de su República, dirigido por unos pocos espiritualmente superiores. Se hallaría en armonía con el tipo de vida popular y la diversidad de sus oficios; el tra­bajo no sería una vergüenza, sino el único fundamento de la estima­ción ciudadana. Sin embargo, y sin perjuicio de reconocer este im­portante hecho social, la evolución real siguió un curso completamente distinto.
Lo realmente nuevo y lo que, en definitiva, trajo consigo la pro­gresiva y general urbanización del hombre, fue la exigencia de que todos los individuos participaran activamente en el estado ν en la vida pública y adquirieran conciencia de sus deberes ciudadanos, (115) completamente distintos de los relativos a la esfera de su profesión privada. Esta aptitud "general", política, sólo pertenecía, hasta en­tonces, a los nobles. Éstos ejercían el poder desde tiempos inme­moriales y poseían una escuela superior e indispensable. El nuevo estado no podía desconocer esta areté si entendía rectamente sus pro­pios intereses. Debió sólo evitar su abuso en provecho del interés personal y de la injusticia. En todo caso, éste era el ideal tal como lo expresa Feríeles en Tucídides. Así, lo mismo en la libre Jonia que en la severa Esparta, la formación política se halla en íntima conexión con la antigua educación aristocrática, es decir, con el ideal de la areté que abraza al hombre entero y todas sus facultades. No rechazó los derechos de la ética del trabajo de Hesíodo. Pero el ideal del ciudadano, como tal. fue el que ya Fénix enseñó a Aquiles: ser apto para pronunciar bellas palabras y realizar acciones. Los hom­bres dirigentes de la creciente burguesía debían alcanzar este ideal, y aun los individuos de la gran masa debían participar, en una cierta medida, en la idea de esta areté.
Esta evolución fue extraordinariamente rica en consecuencias. Re­cuérdese que, más tarde, Sócrates, en su crítica de la democracia, planteó el problema de la relación entre la destreza profesional y la educación política. Para Sócrates, hijo de un picapedrero, de un sim­ple trabajador, era una sorprendente paradoja el hecho de que un zapatero, un sastre o un carpintero, necesitaran para su honrado ofi­cio un determinado saber real, mientras que el político debiera poseer sólo una educación general, de contenido bastante indeterminado, a pesar de que su "oficio" se refiere a cosas mucho más importantes. Claro es que el problema sólo podía ser planteado así en una época para la cual resultaba evidente que la areté política debía ser un sa­ber y un saber hacer. La falta de aquella destreza especial aparecía clara, considerada como algo que forma parte de la esencia de la democracia. Pero en verdad, para el estado-ciudad más antiguo la vir­tud política no era un problema predominantemente intelectual. He­mos mostrado ya qué es lo que entendieron por virtud ciudadana. Cuando apareció el nuevo estado jurídico, la virtud de los ciudadanos consistió en la libre sumisión de todos, sin distinción de rango ni de na­cimiento, a la nueva autoridad de la ley. Para esta concepción de la virtud política, el ethos era mucho más importante que el logos. La fidelidad a la ley y la disciplina importaban, para él, mucho más que el problema de saber hasta qué punto el hombre ordinario era apto para entender en los negocios y en los fines del estado. No exis­tía, en este sentido, el problema de la cooperación.
El estado-ciudad más antiguo era para sus ciudadanos la garan­tía de todos los principios ideales de su vida; πολιτεύεσθαι significa participar en la existencia común. Tiene también simplemente la significación de "vivir". Y es que ambas cosas eran uno y lo mismo. En tiempo alguno ha sido el estado, en tan alta medida, idéntico con (116) la dignidad y el valor del hombre. Aristóteles designa al hombre como un ser político y lo distingue, así, del animal, por su ciudada­nía. Esta identificación de la humanitas, del ser hombre, con el es­tado, sólo es comprensible en la estructura vital de la antigua cultura de la polis griega, para la cual la existencia en común es la suma de la vida más alta y adquiere incluso una calidad divina. Un cosmos legal, de acuerdo con este antiguo modelo helénico, en el cual el es­tado es el espíritu mismo y la cultura espiritual se refiere al estado como a su último fin, es el que bosqueja Platón en las Leyes. Allí determina la esencia de toda verdadera educación o paideia,[20] en opo­sición al saber especial de los hombres de oficio, tales como los co­merciantes, los tenderos y los armadores, como la "educación para la areté que impregna al hombre del deseo y el anhelo de convertirse en un ciudadano perfecto y le enseña a mandar y a obedecer, sobre el fundamento de la justicia".
Platón nos da aquí una fiel transcripción del sentido originario de la "cultura general" según el espíritu de la primitiva polis griega. Verdad es que acepta, en su contenido de la educación, la exigencia socrática de una técnica política, pero no entiende por ello un saber especial análogo al de los artesanos. La verdadera educación es, para Platón, una formación "general", porque el sentido de lo político es el sentido de lo general. La contraposición entre el conocimiento real necesario para los oficios y la educación ideal política, que afecta al hombre entero, tiene su último origen, como vimos antes, en el tipo de la antigua nobleza griega. Pero su sentido más profundo se halla en la cultura de la ciudad, puesto que en ella esa forma espiri­tual es transferida a todos los ciudadanos y la educación aristocrática se convierte en la formación general del hombre político. El estado-ciudad antiguo es el primer estadio, después de la educación noble, en el desarrollo del ideal "humanista" hacia una educación ético-po­lítica, general y humana. Es más: podemos decir que ésta ha sido su verdadera misión histórica. La evolución posterior de la ciudad primitiva hacia el dominio de las masas, condicionado por fuerzas completamente distintas, no afecta de un modo decisivo a la esencia de aquella educación, puesto que a través de todos los cambios polí­ticos que hubo que sufrir, conservó su carácter aristocrático origi­nario. No es posible estimar su valor ni por el genio de los caudillos individuales, cuya aparición depende de condiciones excepcionales, ni por su utilidad para la masa, a la cual no puede ser transferida sin un efecto allanador sobre las dos partes. El buen sentido de los griegos se mantuvo siempre alejado de semejantes intentos. El ideal de una areté política general es indispensable por la necesidad de la continua formación de una capa de dirigentes sin la cual ningún pue­blo ni estado, sea cual fuere su constitución, puede subsistir.



[1] 1 Σ 504.
[2] 2 Σ 556.
[3] 3 El libro de R. hirzel, Themis, Diké und Verwandtes (Leipzig, 1907), muy útil para su época, aunque poco histórico, es en muchos respectos anticuado, pero contiene, sin embargo, un tesoro de materiales. El libro de ehrenberg, Die Rechtsidee im frühen Griechentum (Leipzig, 1921), nos ofrece un esquema valioso del desarrollo histórico de la idea. El intento de derivar di/kh de dikei~n ( = arrojar, lanzar) y atribuir, por tanto, su significación originaria a una es­pecie de juicio de los dioses, decisión, proyección, me parece equivocado.
[4] 4 Cf. solón, frag. 24, 18-19. La misma acepción hallamos en la diké de Hesíodo. Solón se inspira, sin duda alguna, en el pensamiento jónico. El origen primitivo de la exigencia de la igualdad de derecho ante la ley o ante el juez podría llevarnos a la presunción de que la idea de la isonomia, que encontramos Por primera vez en el siglo ν y significa siempre la igualdad democrática, es más antigua que nuestros escasos testimonios y tuvo originariamente aquel otro sentido (no opina lo mismo ehrenberg, p. 124: la derivación de hirzel, op. cit., p. 240, de que significa la "igual distribución de los bienes", no me parece histórica y no corresponde ni a los puntos de vista de la extrema democracia griega).
[5] 5 El adjetivo δίκαιος, que es un estadio previo para llegar a esta abstrac­ción, aparece ya en la Odisea y en algunos pasajes más recientes de la Ilíada. El sustantivo no aparece en Homero, παλαισμοσύνη ο παλαιμοσύνη es empleado por Homero, Tirteo y Jenófanes; πυκτοσύνη parece ser una invención de Jenófanes.
[6] 6 Ver supra, pp. 94 ss.
[7] 7 La concepción de la justicia como obediencia a las leyes en general en los siglos V y IV; cf. el pasaje descubierto de Antifón, Oxyrh. Pap. XI  n. 1364, col. I (1-33) Hunt; diels, Vorsokr., vol. II, p. XXXII; así como los lugares señalados por hirzel, ob. cit., 199 A I, especialmente platón, critón, 54 B.
[8] 8 Focílides, frag. 10 = teognis, 147.
[9] 9 platón, Leyes, 660 E.                             
[10] 10 platón, Leyes, 629 C ss.
[11] 11 esquilo, Los siete, 610. wilamowitz sostiene que este verso es apócrifo y lo suprime en su edición de Esquilo, pues cree que el canon de las virtudes procede de Platón. Más tarde lo incluye. Cf. mi "Platos Stellung im Aufbau der griechischen Bildung", Die Antike, vol. 4 (1928), p. 163, y "Die griechische Staatsethik im Zeitalter des Plato", Rede zur Reichsgriindugsfeier der Universitat (Berlín, 1924), p. 5.
[12] 12 platón, Rep. 433 B.           
[13] 13 aristóteles, Et. nic., E 2, 1129 b 27.
[14] 14  La  frase  fue  acuñada por  Píndaro   (frag.  169,  Schröder)   y  tiene en  la literatura griega una larga historia que persigue E. stier, Nomos Basileus. Berl. Diss., 1927.
[15] 15  platón, Rep. 544 D; aristóteles., Pol, Γ I, 1275 b 3.
[16] 16  platón, Leyes, 625 A, 751 C; Epin., 335 D; isócr., Paneg., 82; De pace, 102; cf. arist., Pol., θ I, 1337 a 14.
[17] 17  Cf.   mi  trabajo  Solons  Eunomie,  Sitz.  Berl.  Alead.,   1926,  70.    El   legislador como "escritor" en el Fedro  de platón, 257  D ss. y su  paralelo  con el Poeta, 278 C ss.
[18] 18  heráclito, frag. 44 Diels.
[19] 19 anaximandro, frag. (ver infra, pp. 159ss.).
[20] 20 platón, Leyes, 643 E.

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