(103) la contribución del
resto de las ciudades griegas a la formación del hombre político se halla
delimitada de un modo menos preciso que la de Esparta. No es posible mencionar
estado alguno que haya dado, en este sentido, pasos tan decisivos. Por primera
vez, en la Atenas del siglo VI, nos hallamos de nuevo ante una tradición
segura. Entonces y allí, halló su expresión el nuevo espíritu que se apoderó
del estado en las creaciones de Solón. Pero el estado jurídico ático presupone
una larga evolución, puesto que Atenas es la última de las grandes ciudades
griegas que aparece en la historia. La dependencia en que se halla Solón en
relación con la cultura jónica no deja lugar a dudas. Del mismo modo es preciso
buscar en Jonia, el país del más intenso movimiento espiritual y crítico de
Grecia, el origen de las nuevas ideas políticas. Desgraciadamente nos hallamos
muy mal informados sobre las relaciones políticas de las colonias. Nos vemos
obligados a sacar conclusiones retrospectivas a partir de estadios posteriores
y de acaecimientos análogos, ocurridos en otros lugares.
Con la excepción de Calinos, que hemos mencionado antes, no parece que
Jonia nos ofrezca una poesía política análoga a la de Tirteo y Solón. No es
legítimo atribuir esta falta de una poesía política a la pura casualidad. Tiene
evidentemente su fundamento profundo en la naturaleza de la raza jonia. Los
jonios, como todos los griegos del Asia Menor, carecen de energía política
constructiva y en parte alguna han dejado una formación estatal permanente y
activa. Verdad es que en los tiempos de sus invasiones vivieron una época
heroica, cuya memoria perpetuó la epopeya homérica, y sería un error
representárnoslos como el pueblo sensual y muelle que conocemos en la época
inmediatamente anterior a las guerras persas. Su historia se halla llena de
guerras sangrientas y sus poetas Calinos, Arquíloco, Alceo y Mimnermo pertenecen
evidentemente a una estirpe guerrera. Pero el estado no es nunca para ellos el
último fin, como en Esparta y Atenas. El papel de los jonios en el desarrollo
de la historia del espíritu griego ha sido el de libertar las fuerzas individuales,
aun en el campo político. Pero los estados coloniales de Jonia no poseyeron la
aptitud de organizar estas nuevas fuerzas y de reforzarse mediante ellas. Sin
embargo, allí penetraron por primera vez las ideas políticas cuyo impulso
fructífero dio lugar a la nueva organización del estado en las ciudades de la
metrópoli.
Los primeros reflejos de la vida de la polis jonia se hallan en
los poemas homéricos. La guerra de los griegos contra Troya no ofrecía ocasión
alguna para la descripción de la ciudad helénica, puesto que los troyanos eran
considerados por Homero como bárbaros. Pero (104) cuando el poeta nos
refiere la defensa de Troya aparecen involuntariamente rasgos de una polis jónica
y Héctor, el libertador de la patria, se convierte en el modelo de Calinos y
de Tirteo. Aquí, y especialmente en
Calinos (ver supra, p. 100), nos parece hallarnos ya muy cerca del
ideal espartano. Sólo que la ciudad
estado jónica tomó pronto otra dirección
y ésta se manifiesta también
en la epopeya. En
el único lugar en que la Ilíada nos ofrece una
ciudad en estado de paz, en la
descripción del escudo
de Aquiles, nos hallamos en el centro de la ciudad, en la plaza del mercado,
donde se desarrolla un juicio: los ancianos, sentados en pulidas piedras y en
círculo sagrado, discuten una sentencia.[1] Las estirpes nobles toman una parte importante
en la administración de la justicia, antes reservada al rey. Las famosas palabras contra la división del
gobierno demuestran que todavía existía el rey, pero que su posición era, a
menudo, ya precaria. La
descripción del escudo nos habla
también de los bienes de la corona y de
la complacencia del rey al contemplar el cultivo de los campos.[2] Pero se trata, probablemente, de un
propietario noble, ya que la
epopeya otorga también a los señores
el título de basileus. La
forma de vida agraria propia de la metrópoli, en la cual se fundaba la
posesión del poder, subsistió en las colonias sin modificación alguna. Otro ejemplo nos ofrece el rey feacio
Alcinoo. A pesar de ser el rey legítimo, por herencia, sólo tiene en
el consejo de los ancianos la
presidencia de honor. No nos hallamos
lejos del tránsito de la monarquía a la aristocracia. La función del rey queda reducida a la de
sacerdote supremo o funcionario epónimo, sin que este título lleve
consigo ningún derecho particular. Este desarrollo nos es mejor conocido en Atenas. Pero se manifiesta también en otros
lugares. En Atenas, la monarquía de los
Códridas se desvanece gradualmente en la sombra y deja lugar a la
aristocracia, tal como la hallamos en tiempos de Solón. Escapa a nuestro conocimiento determinar
cuánto tiempo después de las
inmigraciones tuvo lugar esta típica evolución en Jonia.
La estrechez de la costa en la cual tuvo lugar la repetida serie de
las invasiones y la imposibilidad de penetrar de un modo profundo en el
interior del país, ocupado por pueblos políticamente desorganizados y
bárbaros, tal como los lidios, los frigios y los carianos, condujo a las
ciudades de la costa, con el progreso de la seguridad de la navegación, cada
vez más, al comercio marítimo. Esto convirtió pronto a la nobleza poseedora en
empresaria. Los griegos coloniales, desde que se separaron de la metrópoli, se
convirtieron pronto en un pueblo menos sedentario y menos apegado a la tierra.
La Odisea refleja ya la enorme amplitud de los horizontes que alcanzaron
sobre el mar y el nuevo tipo humano creado por los navegantes de Jonia. Odiseo
no es ya tanto el tipo del caballero luchador como (105) la
encarnación del aventurero y explorador y de la ágil y astuta destreza de los
jonios, habituados a moverse en todos los países y de salir airosos en todas
partes. La perspectiva de la Odisea alcanza, por el este, hasta Fenicia
y Colcis; por el sur, hasta Egipto; por el oeste, hasta Sicilia y la Etiopía
occidental, y por el norte, sobre el Mar Negro, hasta el país de los cimerios.
Es completamente habitual la narración del encuentro del navegante con un
tropel de naves y mercaderes fenicios, cuyo comercio abrazaba el Mediterráneo
entero y hacía la más peligrosa competencia a los griegos. Es también una
verdadera epopeya del mar el viaje de los argonautas con sus maravillosas
narraciones sobre países y pueblos lejanos. El comercio jónico creció con el
rápido desarrollo industrial de las ciudades del Asia Menor a compás del cual
fue desapareciendo el tipo de vida agraria. Realizó un progreso decisivo
mediante la introducción de la acuñación del oro por los vecinos de Lidia y la
sustitución del trueque por el cambio monetario. Signo seguro de la
sobrepoblación de las ciudades marítimas de Jonia, pequeñas en relación con
nuestros hábitos, es que, desde el siglo VIII al siglo VI, participaron de un modo preponderante, junto con la
metrópoli, en la colonización de las costas del Mediterráneo, del Proponto y
del Ponto. A falta de otras tradiciones históricas, el extraordinario número de
colonias fundadas por la sola ciudad de Mileto es testimonio de la fuerza
expansiva, el espíritu de empresa y la vida palpitante que dominaron en aquella
época en las ciudades griegas del Asia Menor.
Pronta vivacidad, libre perspicacia e iniciativa personal son las
características predominantes en el nuevo tipo humano que allí nació. Con el
cambio de las formas de existencia debió de nacer también un nuevo espíritu. La
ampliación de los horizontes y el sentimiento de la propia energía abrió el
camino a una multitud de osadas ideas. El espíritu de crítica independiente que
hallamos en la poesía individual de Arquíloco y en la filosofía milesia, debió
de penetrar también en la vida pública. No poseemos información alguna sobre
las luchas interiores que debieron de tener lugar allí como en cualquier otro
lugar del mundo griego. Pero la serie de testimonios que ensalzan la justicia como
fundamento de la sociedad humana, se extiende en la literatura jonia, desde los
tiempos primitivos de la epopeya a través de Arquíloco y Anaximandro, hasta
Heráclito. Esta alta estimación del derecho por los poetas y los filósofos no
precede a la realidad tal como es posible pensarla. Es, por el contrario, tan
sólo el reflejo de la importancia fundamental que debieron de tener aquellos
estímulos en la vida pública de aquellos tiempos, es decir, desde el siglo
VIII hasta comienzos del siglo v. Desde Hesíodo, concuerda el coro de los
poetas continentales. Y entre todos resuena la voz de Solón de Atenas.
Toda manifestación del derecho estuvo, hasta entonces, de un modo
indiscutible, en manos de los nobles, que administraban justicia sin leyes
escritas, de acuerdo con la tradición. Pero la agudización (106) creciente de la oposición
entre los nobles y los ciudadanos libres, que debió de surgir como consecuencia
del enriquecimiento de los ciudadanos ajenos a la nobleza, condujo fácilmente
al abuso político de la magistratura y a la exigencia de leyes escritas por el
pueblo. El reproche de Hesíodo contra los caballeros venales que en su función
de jueces conculcan el derecho, era el antecedente necesario de esta demanda
general. Mediante él, la palabra derecho, diké, se convierte en el lema
de la lucha de clases. La historia de la codificación del derecho en las
diversas ciudades se desarrolla a través de siglos y sabemos muy poco acerca de
ella. Pero aquí hallamos el principio que la inspiraba. El derecho escrito
equivalía al derecho igual para todos, altos y bajos. Ahora, como antes, pueden
seguir siendo jueces los nobles y no los hombres del pueblo. Pero en lo futuro
se hallan sujetos, en sus juicios, a las normas fijas de la diké.
Homero nos muestra el antiguo estado de cosas. Por lo general, designa el derecho con otra palabra: themis. Zeus daba a los reyes de Homero "el
cetro y themis". Themis es
el compendio de la alteza caballeresca
de los primitivos reyes y
señores nobles. Etimológicamente significa
"ley". Los caballeros de los
tiempos patriarcales decían el derecho
de acuerdo con la ley proveniente de Zeus, cuyas normas creaban libremente según la
tradición del derecho consuetudinario y su propio entender y saber.
El concepto de diké no es etimológicamente
claro. Procede del lenguaje procesal y
no es menos antiguo que themis.[3] Se decía de las partes contendientes que
"dan y toman diké". Se
comprendía así en una misma palabra la decisión y el cumplimiento de la
pena. El culpable "da diké",
lo cual equivale originariamente a indemnización o compensación. El perjudicado, cuyo
derecho
restablece el juicio, "toma diké". El juez "adjudica diké". La
significación fundamental de diké equivale así aproximadamente a
dar a cada cual lo debido. Significa, al mismo tiempo, concretamente,
el proceso, el juicio y la pena. Sólo
que en este caso, la significación intuitiva no es, como de ordinario, la originaria, sino la derivada. El alto sentido que toma la palabra en la
vida de la polis posterior a los tiempos homéricos, no se desarrolla a
partir de esta significación exterior y más bien técnica, sino como el elemento
normativo que se halla en el fondo de
aquellas antiguas fórmulas jurídicas conocidas de todos. Significa que a cada cual es debido y que
cada cual puede exigir y, por tanto, el principio mismo que garantiza esta
exigencia, en el cual es posible
apoyarse cuando hybris —cuya significación originaria corresponde
a la acción contraria al derecho— (107) perjudica
a alguien. Así como themis se refiere más bien a la autoridad del
derecho, a su legalidad y validez, diké significa el cumplimiento de la
justicia. Así se comprende que en un tiempo de lucha por la aspiración al
derecho de una clase, que hasta entonces había recibido el derecho sólo como themis.
es decir, como una ley autoritaria, la palabra diké se convirtiera
necesariamente en bandera. La apelación a la diké se hizo cada día más
frecuente, más apasionada y más apremiante.
En el origen tenía, empero, esta palabra una acepción más amplia que
la hacía más adecuada para aquellas luchas: la significación de igualdad. Ambas
significaciones debieron de hallarse comprendidas en el mismo germen. Para
llegar a su mejor comprensión, es preciso pensar en la idea popular originaria
según la cual es necesario pagar lo mismo con lo mismo, devolver lo mismo que
se ha recibido y dar una compensación igual al perjuicio causado. Es evidente
que esta intuición fundamental deriva de la esfera de los derechos reales, y
ello coincide con lo que sabemos de la historia del derecho en otros pueblos.
Este aspecto de la igualdad en la palabra diké es mantenido en el
pensamiento griego a través de todos los tiempos. Incluso la doctrina del
estado de los siglos posteriores depende de él y sólo trata de obtener una
nueva elaboración del concepto de igualdad que, en el sentido mecanizado a que
llegó en el estado jurídico de la democracia, se oponía bruscamente a la
doctrina aristocrática de Platón y Aristóteles sobre la desigualdad de los hombres.
Para los tiempos antiguos, la exigencia de un derecho igual constituyó
el fin más alto.[4]
Proporcionó una medida para juzgar en las pequeñas disputas sobre lo mío y lo
tuyo y atribuir a cada cual lo suyo. Aquí se repite, en la esfera jurídica, el
mismo problema que hallamos, en el mismo tiempo, en la esfera económica y que
condujo a la fijación de normas de peso y medida para el intercambio de
bienes. Se buscaba una "medida" justa para la atribución del derecho
y se halló en la exigencia de igualdad implícita en el concepto de la diké.
La multiplicidad de sentidos de esta norma puede conducir fácilmente
a error. Pero esto la hacía, desde el punto de vista práctico, más adecuada
para servir de palabra de combate en las luchas políticas.
(108) Podía entenderse por ella la simple
igualdad de los que no tenían derechos iguales, es decir, de los ajenos a la
nobleza, ante el juez o ante la ley, cuando existía. Podía significar también
la activa participación de todos en la administración de la justicia o la igualdad
constitucional de los votos de todos los individuos en los asuntos del estado
o, finalmente, la igual participación de todos los ciudadanos en los puestos
dirigentes, actualmente en poder de la aristocracia. Nos hallamos aquí en el
comienzo de una evolución que debía conducir, a través de la sucesiva
mecanización y extensión de la idea de la igualdad, al establecimiento de la
democracia. Esto no deriva, sin embargo, de un modo necesario, de la exigencia
de la igualdad de derechos para todos ni de la demanda de leyes escritas. Ambas
cosas se hallan también en los estados oligárquicos y monárquicos. Lo
característico de la democracia extrema no es que el estado se halle bajo el
dominio de la ley, sino de la masa. Debían pasar todavía largos siglos antes
que esta forma de estado se desarrollara y se extendiera en Grecia.
Antes de llegar a ella asistimos al desarrollo de una serie de grados
intermedios. El más antiguo de ellos es
una especie de aristocracia. Pero no
es ya la misma de antes. La diké se
ha constituido en una plataforma de la vida pública, ante la cual son
considerados como "iguales",
altos y bajos. Incluso los
nobles debían someterse al nuevo ideal
político que surgió
de la conciencia jurídica y se
constituyó en medida para todos. En los
tiempos venideros de luchas sociales y violentas revoluciones, los nobles
mismos se vieron obligados a buscar
amparo en ella. En el lenguaje mismo
se revela la formación del nuevo
ideal. Desde los tiempos más antiguos
hallamos una serie de palabras que designan determinadas clases de delitos,
como adulterio, asesinato, robo, hurto.
Pero nos falta un concepto general para designar la propiedad mediante
la cual evitamos estas transgresiones y nos mantenemos en los límites
justos. Para ello acuñó el nuevo tiempo el término
abstracto
"justicia", dikaiosyne, al mismo tiempo que creó, en los tiempos
de la más alta estimación de las virtudes agonales, sustantivos
correspondientes a la destreza en la lucha, al valor en las luchas
pugilísticas, etcétera, de los cuales carecen las lenguas modernas.[5] La nueva palabra surgió de la progresiva intensificación del
sentimiento de derecho y de su representación en un determinado tipo de hombre,
en una determinada areté. Originalmente,
las aretai eran tipos de excelencias que se poseían o no. En los tiempos en que la areté de un hombre equivalía a su valor se situaba este momento ético en el
centro, y todo el resto de las excelencias que podía poseer un hombre se
subordinaban a ella y debían (109) ponerse a su servicio. La nueva dikaiosyne
era más objetiva. Se constituyó en la areté por excelencia, desde
el momento en que se creyó poseer, en la ley escrita, el criterio infalible de
lo justo y lo injusto. Mediante la fijación escrita de nomos, es decir,
del derecho usualmente válido, el concepto de la justicia alcanzó un contenido
palpable. Consistió en la obediencia a las leyes del estado, del mismo modo que
más tarde la "virtud cristiana" consistió en la obediencia a los mandatos
divinos.
Así, la voluntad de justicia que se desarrolló en la comunidad de vida
de la polis, se convirtió en una nueva fuerza educadora, análoga al
ideal caballeresco del valor guerrero en los primeros estadios de la cultura
aristocrática. En las elegías de Tirteo, este viejo ideal fue aceptado para el
estado espartano y elevado a la categoría de virtud general ciudadana.[6] En el nuevo estado, legal
y jurídico, nacido de graves luchas internas por la constitución, este tipo
espartano, puramente guerrero, no podía valer como la única y universal
realización del hombre político. Pero, como lo muestra el llamamiento de
Calinos a sus conciudadanos no guerreros, para la defensa del país contra la
invasión de los bárbaros, el valor viril era también necesario en el estado
jónico, en ciertos momentos decisivos. Cambió no sólo su lugar en el dominio
total de la areté. El valor ante el enemigo, hasta la entrega de la
vida por la patria, es una exigencia que impone la ley a los ciudadanos y cuyo
incumplimiento lleva consigo graves penas. Pero es sólo una exigencia entre
otras. El hombre justo, en el sentido concreto que esta palabra tomó desde
entonces en el pensamiento griego, es decir, el que obedece a las leyes y se
rige por sus mandatos, cumple también su deber en la guerra.[7] El antiguo, libre ideal de
la areté heroica de los héroes homéricos se convierte en un riguroso
deber hacia el estado al cual se hallan sometidos todos los ciudadanos sin
excepción, del mismo modo que se hallan obligados a respetar los límites entre
lo mío y lo tuyo. Entre las famosas sentencias poéticas del siglo VI se halla
el verso, con frecuencia citado por los filósofos posteriores, que resume todas
las virtudes en la justicia. Así queda definida de un modo riguroso y completo
la esencia del nuevo estado legal.[8]
El concepto de la justicia, considerada como la forma de la areté que
comprende y cumple todas las exigencias del ciudadano perfecto, supera
naturalmente a todas las anteriores. Pero los grados anteriores de la areté no
son por ello suprimidos, sino elevados a una nueva forma más alta. Éste es el
sentido de la demanda de Platón en las Leyes, cuando afirma que en el
estado ideal debiera ser "reelaborado" (110) el
poema de Tirteo que estima el valor como la más alta areté, de tal
modo que se pusiera a la justicia en lugar del valor.[9] Platón no intenta excluir la virtud
espartana, sino sólo ponerla en su lugar y subordinarla a la justicia. Es preciso estimar de otro modo el valor en
la guerra civil que el valor frente al enemigo de la patria.[10] Para mostrar que toda areté se halla
comprendida en el ideal del hombre justo nos
ofrece Platón un
ejemplo luminoso.
Ordinariamente distingue cuatro
"virtudes": el valor, la piedad, la justicia y la prudencia. Prescindimos aquí de que en la República y
aun en otros lugares aparezca en lugar
de la
piedad la sabiduría filosófica. Este canon de las
denominadas cuatro virtudes
platónicas, lo hallamos
ya en Esquilo como la suma de la
verdadera virtud ciudadana. Platón lo ha tomado simplemente de la ética de las
antiguas polis helénicas.[11] Pero la
multiplicidad de este canon no le impide reconocer que en la
justicia está contenida toda
la areté.[12] Lo
mismo ocurre en la Ética nicomaquea de Aristóteles.
Distingue un número mucho mayor de aretai que Platón, pero al hablar
de la justicia afirma un doble concepto de esta virtud: existe una
justicia, en el sentido estricto, el jurídico, y en un sentido más general,
que incluye la totalidad de las normas morales y políticas. En ésta reconocemos sin dificultad el
concepto de justicia del antiguo estado legal helénico. Aristóteles invoca expresamente el verso
antes mencionado que incluye todas las virtudes en la justicia.[13] La ley regula con sus preceptos las relaciones
de los ciudadanos con los dioses del estado, con sus conciudadanos y con los
enemigos de la patria.
El origen de la ética filosófica de Platón y de Aristóteles en la
ética de la vieja polis, no fue conocido por los tiempos posteriores
habituados a considerarla como la ética absoluta e intemporal. Cuando la
iglesia cristiana empezó a considerarla, halló sorprendente que Platón y
Aristóteles mencionara el valor y la justicia como virtudes morales. Y tuvo que
habérselas con este hecho originario de la conciencia moral de los griegos.
Para una generación ajena a la comunidad política y al estado, en el sentido
antiguo de la palabra, y desde el punto de vista de una ética puramente
individual y religiosa, no era comprensible más que como una paradoja. Así
compusieron disertaciones doctorales sinfín sobre el problema de si el valor es
una virtud y cómo es posible que lo sea. Para nosotros, la aceptación
consciente de la antigua ética de la polis por la ética filosófica posterior
y el influjo que a través de ella ejerció sobre la posteridad, es (111) un proceso perfectamente natural de la
historia del espíritu. Ninguna filosofía vive de la pura razón. Es sólo la
forma conceptual y sublimada de la cultura y la civilización, tal como se
desarrolla en la historia. En todo caso, esto es cierto para la filosofía de
Platón y Aristóteles. No es posible comprenderlas sin la cultura griega ni la
cultura griega sin ellas.
El tránsito histórico que acabamos de avanzar, mediante el cual la
filosofía del siglo IV a. c. acepta la ética de la polis antigua y su
ideal humano, halla su exacta analogía en el tiempo del nacimiento de la
cultura de la polis. También ésta ha aceptado para sí los estadios
precedentes de la moralidad. No sólo se apropió la areté heroica de
Homero, sino también las virtudes agonales, la herencia entera de los tiempos
aristocráticos, tal como lo hizo en su tiempo la educación espartana del
estado, dentro de lo que nos es dable conocer. La polis animaba a sus
ciudadanos a competir en los juegos olímpicos y en otras luchas y premiaba con
los más altos honores a los que volvían vencedores. Al principio, la victoria
hacía honor sólo al linaje del vencedor. Con el crecimiento del sentimiento de
solidaridad de la población entera, sirvió ad maiorem patriae gloriam. Del
mismo modo que en las luchas gimnásticas, participaba la polis, mediante
sus hijos, en las tradiciones musicales antiguas y en el cultivo del arte. Creó
la isonomia, no sólo en la esfera del derecho, sino también en los más
altos bienes de la vida que había creado la cultura noble y se convertía ahora
en patrimonio común de los ciudadanos.
La enorme fuerza de la polis sobre la vida de los individuos se
fundaba en la idealidad del pensamiento de la polis. El estado se convirtió
en un ser propiamente espiritual que recogía en sí los más altos aspectos de la
existencia humana y los repartía como dones propios. En este respecto, pensamos
hoy ante todo en la aspiración del estado a conferir la educación a sus
ciudadanos en la edad juvenil. Pero la educación pública de los jóvenes es una
demanda que formula por primera vez la filosofía del siglo IV. Entre los
estados más antiguos, sólo Esparta ejerce un influjo inmediato sobre la formación
de la juventud. No obstante, aun fuera de Esparta, fue el estado, en los
tiempos del desarrollo de la cultura de la polis, el educador de sus
ciudadanos, puesto que consideró los concursos gimnásticos y musicales que se
celebraban en honor de los dioses, como una especie de auto-representación
ideal y se puso a su servicio. Tales son las más altas representaciones de la
cultura espiritual y corporal de aquellos tiempos. Con razón denomina Platón a
la gimnasia y a la música la "antigua educación" (αρχαία παιδεία). El cuidado de esta
cultura, originariamente aristocrática, por las ciudades, en forma de grandes y costosos concursos, no se
limitaba a desarrollar el espíritu de lucha y el interés musical. En la
competencia se formaba el verdadero espíritu de la comunidad. Así, resulta
fácilmente comprensible (112) el orgullo de los
ciudadanos griegos por ser miembros de su polis. Para la plena
designación de un heleno no sólo es necesario su nombre y el de su padre, sino
también el de su ciudad natal. La pertenencia a una ciudad tenía para los
griegos un valor ideal análogo al sentimiento nacional para los modernos.
La polis, como suma de la comunidad ciudadana, da mucho. Puede
exigir, en cambio, lo más alto. Se impone a los individuos de un modo vigoroso
e implacable e imprime en ellos su sello. Es la fuente de todas las normas de
vida válidas para los individuos. El valor del hombre y de su conducta se mide
exclusivamente en relación con el bien o el mal que le proporciona. Tal es el
resultado paradójico de la lucha inauditamente apasionada por la obtención del
derecho y de la igualdad de los individuos. Con la ley se forja el hombre una
nueva y estrecha cadena que mantiene unidas las fuerzas y los impulsos
divergentes y los centraliza como nunca lo hubiera podido hacer el antiguo
orden social. El estado se expresa objetivamente en la ley, la ley se convierte
en rey, como dijeron los griegos posteriores,[14] y este señor invisible no
sólo somete a los transgresores del derecho e impide las usurpaciones de los más
fuertes, sino que introduce sus normas en todas las esferas de la vida, antes
reservadas al arbitrio individual. Traza límites y caminos, incluso en los
asuntos más íntimos de la vida privada y de la conducta moral de sus
ciudadanos. El desarrollo del estado conduce, así, a través de la lucha por la
ley al desenvolvimiento de nuevas y más diferenciadas normas de vida.
Tal es la significación del nuevo estado para la formación del hombre.
Dice Platón, con razón, que cada forma de estado lleva consigo la formación de
un determinado tipo de hombre, y lo mismo él que Aristóteles exigen de la
educación del estado perfecto que imprima en todos el sello de su espíritu.[15] "Educado en el ethos
de la ley" dice la fórmula, constantemente repetida, del estado del siglo
IV.[16] De ella se
desprende claramente la inmediata significación educadora de la erección de
una norma jurídica, universalmente válida mediante la ley escrita. La ley
representa el estadio más importante en el camino que conduce desde la
educación griega, de acuerdo con el puro ideal aristocrático, hasta la idea del
hombre formulada y defendida sistemáticamente por los filósofos. Y la ética y
la educación filosófica se enlazan, por el contenido y por la forma, con las
legislaciones más antiguas. No se desarrollan en el espacio vacío del pensamiento
puro, sino mediante la elaboración conceptual de la sustancia histórica de la
nación —como lo ha reconocido ya la filosofía misma de la Antigüedad. En la ley
halló la herencia de las normas jurídicas (113) y morales del
pueblo griego su forma más general y más permanente. La obra de filosofía
pedagógica de Platón culmina en el hecho de que en su última y mayor obra se
convierte en legislador, y Aristóteles termina su Ética mediante
apelación a un legislador que realice su ideal. La ley es también un
antecedente de la filosofía, en tanto que su creación entre los griegos era
obra de una personalidad preeminente. Con razón eran considerados como los
educadores de su pueblo, y es característico del pensamiento griego el hecho de
que el legislador es, con frecuencia, colocado al lado del poeta, y las determinaciones
de la ley al lado de las sentencias de la sabiduría poética. Ambas actividades
se hallan estrechamente emparentadas.[17]
Las críticas posteriores de la ley, tal como se dieron en los tiempos
de la democracia corrompida, contra un legalismo del estado, oprimente y
despótico, no afectan a lo que acabamos de decir. En oposición a este
escepticismo, todos los pensadores antiguos están de acuerdo en el elogio de la
ley. Es para ellos el alma de la polis. "El pueblo debe luchar por
su ley como por sus murallas", dice Heráclito.[18] Aquí aparece, tras la
imagen de la ciudad visible, defendida por su cerco de murallas, la ciudad
invisible, cuyo firme baluarte es la ley. Pero hallamos todavía un reflejo más
primitivo de la idea de la ley en la filosofía natural de Anaximandro de Mileto
a mitad del siglo VI. Transfiere la representación de la diké, de la
vida social de la polis, al reino de la naturaleza y explica la conexión
casual del devenir y el perecer de las cosas como una contienda jurídica en
la cual, por la sentencia del tiempo, aquéllas tendrán que expiar e indemnizar
de acuerdo con las injusticias cometidas.[19] Tal es el origen de la
idea filosófica del cosmos, puesto que esta palabra designa, originariamente,
el recto orden del estado y de toda comunidad. La atrevida proyección del
cosmos estatal en el Universo, la exigencia de que, no sólo en la vida humana,
sino también en la naturaleza del ser, domine el principio de la isonomia y
no el de pleonexia, es testimonio de que en aquella época la nueva
experiencia política de la ley y del derecho se hallaba en el centro de todo
pensamiento, constituía el fundamento de la existencia y era la fuente auténtica
de toda creencia relativa al sentido del mundo. Este proceso espiritual de
transferencia debe ser considerado y estimado de un modo cuidadoso en su
significación para la interpretación filosófica del mundo. Aquí sólo debemos
mostrar brevemente la luz que proyecta sobre la esfera del estado y sobre el
nuevo ideal del hombre político. Pero se ve, al mismo tiempo, claramente, cuán
profunda es la conexión entre el nacimiento de la conciencia filosófica entre (114) los jonios y el origen del estado legal. Su raíz
común es el pensamiento universal que funda y explica el mundo en su
configuración esencial. Desde este momento, esta idea se extiende y penetra, de
un modo cada día más completo, la totalidad de la cultura griega.
En conclusión, debemos mostrar la transformación del nuevo estado-ciudad,
que se abre camino en Jonia, en su significación decisiva para la evolución que
nos lleva desde la antigua cultura aristocrática hasta la idea de una
"educación universal y humana". Es preciso advertir que lo que vamos
a decir no es aplicable en toda su amplitud a los primeros comienzos de la
historia de la polis. Es el balance de la evolución entera, cuyos
fundamentos acabamos de analizar. Pero será bueno dirigir la mirada sobre el
alcance fundamental de este movimiento histórico y no perderlo de vista.
En tanto que el estado incluye al hombre en su cosmos político, le da,
al lado de su vida privada, una especie de segunda existencia, el βίος πολιτικός. Cada cual pertenece a dos
órdenes de existencia y hay una estricta distinción, en la vida del ciudadano,
entre lo que es propio (i)/dion) y
lo común (κοινόν). El hombre no es
puramente "idiota", sino también "político". Necesita
poseer, al lado de su destreza profesional, una virtud general ciudadana, la πολιτική αρετή, mediante la cual se pone
en relación de cooperación e inteligencia con los demás, en el espacio vital
de la polis. Así, resulta claro que la nueva imagen política del hombre
no puede hallarse vinculada, como la educación popular de Hesíodo, a la idea
del trabajo humano. La concepción de la areté de Hesíodo se hallaba impregnada
del contenido de la vida real y del ethos profesional de la clase
trabajadora, a la cual se dirigía. Si contemplamos el proceso de la evolución
de la educación griega desde el punto de vista actual, nos sentiremos
inclinados a pensar que el nuevo movimiento tuvo que aceptar el programa de
Hesíodo: sustituiría la educación, formación general de la personalidad, propia
de los nobles, por un nuevo concepto de la educación del pueblo, dentro del
cual se estimaría a cada hombre de acuerdo con la eficacia de su trabajo
especial y el bien de la comunidad resultaría del hecho de que cada cual
realizara su trabajo particular con toda la perfección posible, tal como lo
exige el aristócrata Platón en el estado autoritario de su República, dirigido
por unos pocos espiritualmente superiores. Se hallaría en armonía con el tipo
de vida popular y la diversidad de sus oficios; el trabajo no sería una
vergüenza, sino el único fundamento de la estimación ciudadana. Sin embargo, y
sin perjuicio de reconocer este importante hecho social, la evolución real
siguió un curso completamente distinto.
Lo realmente nuevo y lo que, en definitiva, trajo consigo la progresiva
y general urbanización del hombre, fue la exigencia de que todos los individuos
participaran activamente en el estado ν en la vida pública y adquirieran conciencia de sus deberes ciudadanos, (115) completamente distintos
de los relativos a la esfera de su profesión privada. Esta aptitud
"general", política, sólo pertenecía, hasta entonces, a los nobles.
Éstos ejercían el poder desde tiempos inmemoriales y poseían una escuela
superior e indispensable. El nuevo estado no podía desconocer esta areté si
entendía rectamente sus propios intereses. Debió sólo evitar su abuso en
provecho del interés personal y de la injusticia. En todo caso, éste era el
ideal tal como lo expresa Feríeles en Tucídides. Así, lo mismo en la libre
Jonia que en la severa Esparta, la formación política se halla en íntima
conexión con la antigua educación aristocrática, es decir, con el ideal
de la areté que abraza al hombre entero y todas sus facultades. No
rechazó los derechos de la ética del trabajo de Hesíodo. Pero el ideal del
ciudadano, como tal. fue el que ya Fénix enseñó a Aquiles: ser apto para
pronunciar bellas palabras y realizar acciones. Los hombres dirigentes de la
creciente burguesía debían alcanzar este ideal, y aun los individuos de la gran
masa debían participar, en una cierta medida, en la idea de esta areté.
Esta evolución fue extraordinariamente rica en consecuencias. Recuérdese
que, más tarde, Sócrates, en su crítica de la democracia, planteó el problema
de la relación entre la destreza profesional y la educación política. Para
Sócrates, hijo de un picapedrero, de un simple trabajador, era una
sorprendente paradoja el hecho de que un zapatero, un sastre o un carpintero,
necesitaran para su honrado oficio un determinado saber real, mientras que el
político debiera poseer sólo una educación general, de contenido bastante
indeterminado, a pesar de que su "oficio" se refiere a cosas mucho
más importantes. Claro es que el problema sólo podía ser planteado así en una
época para la cual resultaba evidente que la areté política debía ser un
saber y un saber hacer. La falta de aquella destreza especial aparecía clara,
considerada como algo que forma parte de la esencia de la democracia. Pero en
verdad, para el estado-ciudad más antiguo la virtud política no era un
problema predominantemente intelectual. Hemos mostrado ya qué es lo que
entendieron por virtud ciudadana. Cuando apareció el nuevo estado jurídico, la
virtud de los ciudadanos consistió en la libre sumisión de todos, sin
distinción de rango ni de nacimiento, a la nueva autoridad de la ley. Para
esta concepción de la virtud política, el ethos era mucho más importante
que el logos. La fidelidad a la ley y la disciplina importaban, para él,
mucho más que el problema de saber hasta qué punto el hombre ordinario era apto
para entender en los negocios y en los fines del estado. No existía, en este
sentido, el problema de la cooperación.
El estado-ciudad más antiguo era para sus ciudadanos la garantía de
todos los principios ideales de su vida; πολιτεύεσθαι significa participar en la existencia común. Tiene también simplemente
la significación de "vivir". Y es que ambas cosas eran uno y lo
mismo. En tiempo alguno ha sido el estado, en tan alta medida, idéntico con (116) la dignidad y el valor del hombre. Aristóteles designa al hombre como
un ser político y lo distingue, así, del animal, por su ciudadanía. Esta
identificación de la humanitas, del ser hombre, con el estado, sólo es
comprensible en la estructura vital de la antigua cultura de la polis griega,
para la cual la existencia en común es la suma de la vida más alta y adquiere
incluso una calidad divina. Un cosmos legal, de acuerdo con este antiguo modelo
helénico, en el cual el estado es el espíritu mismo y la cultura espiritual se
refiere al estado como a su último fin, es el que bosqueja Platón en las Leyes.
Allí determina la esencia de toda verdadera educación o paideia,[20]
en oposición al saber especial de los hombres de oficio, tales como los comerciantes,
los tenderos y los armadores, como la "educación para la areté que
impregna al hombre del deseo y el anhelo de convertirse en un ciudadano
perfecto y le enseña a mandar y a obedecer, sobre el fundamento de la
justicia".
Platón nos da aquí una fiel transcripción del sentido originario de la
"cultura general" según el espíritu de la primitiva polis griega.
Verdad es que acepta, en su contenido de la educación, la exigencia socrática
de una técnica política, pero no entiende por ello un saber especial análogo al
de los artesanos. La verdadera educación es, para Platón, una formación
"general", porque el sentido de lo político es el sentido de lo
general. La contraposición entre el conocimiento real necesario para los
oficios y la educación ideal política, que afecta al hombre entero, tiene su
último origen, como vimos antes, en el tipo de la antigua nobleza griega. Pero
su sentido más profundo se halla en la cultura de la ciudad, puesto que en ella
esa forma espiritual es transferida a todos los ciudadanos y la educación
aristocrática se convierte en la formación general del hombre político. El
estado-ciudad antiguo es el primer estadio, después de la educación noble, en
el desarrollo del ideal "humanista" hacia una educación ético-política,
general y humana. Es más: podemos decir que ésta ha sido su verdadera misión
histórica. La evolución posterior de la ciudad primitiva hacia el dominio de
las masas, condicionado por fuerzas completamente distintas, no afecta de un
modo decisivo a la esencia de aquella educación, puesto que a través de todos
los cambios políticos que hubo que sufrir, conservó su carácter aristocrático
originario. No es posible estimar su valor ni por el genio de los caudillos
individuales, cuya aparición depende de condiciones excepcionales, ni por su
utilidad para la masa, a la cual no puede ser transferida sin un efecto
allanador sobre las dos partes. El buen sentido de los griegos se mantuvo
siempre alejado de semejantes intentos. El ideal de una areté política
general es indispensable por la necesidad de la continua formación de una capa
de dirigentes sin la cual ningún pueblo ni estado, sea cual fuere su
constitución, puede subsistir.
[1] 1 Σ 504.
[2] 2 Σ 556.
[3] 3 El libro de R. hirzel, Themis, Diké und Verwandtes (Leipzig, 1907),
muy útil para su época, aunque poco histórico, es en muchos respectos
anticuado, pero contiene, sin embargo, un tesoro de materiales. El libro de ehrenberg, Die Rechtsidee im frühen
Griechentum (Leipzig, 1921), nos ofrece un esquema valioso del desarrollo
histórico de la idea. El intento de derivar di/kh de dikei~n (
= arrojar,
lanzar) y atribuir, por tanto, su significación originaria a una especie de
juicio de los dioses, decisión, proyección, me parece equivocado.
[4] 4 Cf. solón,
frag. 24, 18-19. La misma acepción hallamos en la diké de
Hesíodo. Solón se inspira, sin duda alguna, en el pensamiento jónico. El origen
primitivo de la exigencia de la igualdad de derecho ante la ley o ante el juez
podría llevarnos a la presunción de que la idea de la isonomia, que
encontramos Por primera vez en el siglo ν y significa siempre la igualdad democrática, es más antigua que
nuestros escasos testimonios y tuvo originariamente aquel otro sentido (no
opina lo mismo ehrenberg, p. 124:
la derivación de hirzel, op.
cit., p. 240, de que significa la "igual distribución de los
bienes", no me parece histórica y no corresponde ni a los puntos de vista
de la extrema democracia griega).
[5] 5 El adjetivo δίκαιος,
que es un estadio previo para llegar a esta abstracción,
aparece ya en la Odisea y en algunos pasajes más recientes de la Ilíada.
El sustantivo no aparece en Homero, παλαισμοσύνη ο
παλαιμοσύνη es empleado por Homero, Tirteo y Jenófanes; πυκτοσύνη parece ser una invención de Jenófanes.
[6] 6 Ver supra, pp. 94 ss.
[7] 7 La concepción de la justicia como obediencia
a las leyes en general en los siglos V y IV; cf. el pasaje descubierto de Antifón, Oxyrh. Pap. XI n. 1364,
col. I (1-33) Hunt; diels, Vorsokr.,
vol. II, p. XXXII; así como los lugares señalados
por hirzel, ob. cit., 199 A
I, especialmente platón, critón,
54 B.
[8] 8 Focílides, frag. 10 =
teognis, 147.
[9] 9 platón,
Leyes, 660 E.
[10] 10 platón,
Leyes, 629 C ss.
[11] 11 esquilo,
Los siete, 610. wilamowitz sostiene
que este verso es apócrifo y lo suprime en su edición de Esquilo, pues cree que
el canon de las virtudes procede de Platón. Más tarde lo incluye. Cf. mi
"Platos Stellung im Aufbau der griechischen Bildung", Die Antike, vol.
4 (1928), p. 163, y "Die griechische Staatsethik im Zeitalter des
Plato", Rede zur Reichsgriindugsfeier der Universitat (Berlín,
1924), p. 5.
[12] 12 platón,
Rep. 433 B.
[13] 13 aristóteles,
Et. nic., E 2, 1129 b 27.
[14] 14
La frase fue acuñada
por Píndaro (frag.
169, Schröder) y tiene en
la literatura griega una larga historia que persigue E. stier, Nomos Basileus. Berl. Diss., 1927.
[15] 15 platón,
Rep. 544 D; aristóteles., Pol,
Γ I, 1275 b 3.
[16] 16 platón, Leyes, 625 A, 751 C; Epin.,
335 D; isócr., Paneg., 82;
De pace, 102; cf. arist., Pol.,
θ I, 1337 a 14.
[17] 17
Cf. mi trabajo
Solons Eunomie, Sitz.
Berl. Alead., 1926,
70. El legislador como "escritor" en el Fedro de platón,
257 D ss. y su paralelo
con el Poeta, 278 C ss.
[18] 18 heráclito, frag. 44 Diels.
[19] 19 anaximandro,
frag. (ver infra, pp. 159ss.).
[20] 20 platón,
Leyes, 643 E.
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