lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro tercero: En busca del centro divino:II La herencia de Sócrates.

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SÓCRATES es una de esas figuras imperecederas de la historia que se han convertido en símbolos. Del hombre de carne y hueso y del ciu­dadano ateniense nacido en el año 469 a. c. y condenado a muerte y ejecutado en el año 399 han quedado grabados pocos rasgos en la historia de la humanidad, al ser elevado por ésta al rango de uno de sus pocos "representantes". A formar esta imagen no contribuyó tanto su vida ni su doctrina, en la medida en que realmente profesaba alguna, como la muerte sufrida por él en virtud de sus convicciones. La posteridad cristiana le discernió la corona de mártir precristiano y el gran humanista de la época de la Reforma, Erasmo de Rotter­dam, le incluía audazmente entre sus santos y le rezaba: Sancte So­crates, ora pro nobis [1]! En esta oración se revela ya, sin embargo, aunque vestido aún con un ropaje eclesiástico-medieval, el espíritu de los nuevos tiempos, que había empezado a alborear con el Rena­cimiento. En la Edad Media Sócrates no había pasado de ser un nombre famoso trasmitido a la posteridad por Aristóteles y Cicerón. A partir de ahora su estrella empieza a subir, al paso que la de Aris­tóteles, el príncipe del escolasticismo, comienza a declinar. Sócrates se convierte en guía de toda la Ilustración y la filosofía modernas; en el apóstol de la libertad moral, sustraído a todo dogma y a toda tradición, sin más gobierno que el de su propia persona y obediente sólo a los dictados de la voz interior de su conciencia; es el evan­gelista de la nueva religión terrenal y de un concepto de la bienaven­turanza asequible en esta vida por obra de la fuerza interior del hombre y no basada en la gracia, sino en la tendencia incesante ha­cia el perfeccionamiento de nuestro propio ser. No es posible, sin embargo, reducir a estas fórmulas todo lo que Sócrates significó para los siglos que siguieron al fin de la Edad Media. Todas las nuevas ideas éticas o religiosas que surgían, todos los movimientos espiritua­les que se desarrollaban, invocaban su nombre. Y este resurgimiento de Sócrates no respondía a un interés puramente erudito; nacía de un entusiasmo directo por la personalidad espiritual de aquel hombre, re­velada a través de las fuentes griegas recién descubiertas y principal­mente a través de las obras de Jenofonte.[2]

390   Sería de todo punto falso, sin embargo, creer que todos estos em­peños por erigir bajo la égida de Sócrates una nueva "humanidad" terrenal fueran dirigidos contra el cristianismo, a la inversa de lo que se había hecho durante la Edad Media, al convertir a Aristóteles en fundamento de toda la filosofía cristiana. Por el contrario, al fi­lósofo pagano se le encomendaba ahora la misión de contribuir a crear una religión moderna en la que el contenido imperecedero de la religión de Jesús se fundiese con ciertos rasgos esenciales del ideal helénico del hombre. Así lo reclamaban las fuerzas de una concep­ción radicalmente nueva de la vida que pugnaban por imponerse, la confianza cada vez mayor en la razón humana y el respeto a las leyes naturales recién descubiertas. Los principios normativos del helenis­mo habían sido la razón y la naturaleza. En su empeño por impreg­narse de aquellos principios, la fe cristiana no hizo otra cosa que lo que había hecho desde los primeros siglos de su difusión. Toda nueva época cristiana se debate a su modo con la idea clásica del hombre y de Dios. En este proceso interminable correspondió a la filosofía griega la misión de defender en un plano espiritual, con su mente esclarecida por la agudeza conceptual, el punto de vista de la "razón" y de la "naturaleza" y sus derechos, actuando por tanto como una "teología racional" o "natural". Y cuando vino la Reforma y se es­forzó en tomar en serio por vez primera el retorno a la forma "pura" del Evangelio, surgió como reacción y contrapartida el culto socrático de la época "ilustrada". Pero este culto no pretendía desplazar al cristianismo, sino que infundía a éste fuerzas que en aquella época se reputaban indispensables. Hasta el pietismo, producto del senti­miento cristiano puro reaccionando contra una religión cerebral y teológica ya estancada, se acogía a Sócrates y creía encontrar en él cierta afinidad espiritual. Las figuras de Sócrates y de Cristo se han comparado frecuentemente. Hoy podemos apreciar lo que significaba aquella posibilidad de llegar a una conciliación entre la religión cris­tiana y el "hombre natural" a través de la filosofía antigua y vemos claro cuánto ha podido contribuir precisamente a ella una imagen de la Antigüedad construida en torno de Sócrates.

El poder ilimitado que el sabio ático llegó a ejercer desde el co­mienzo de la Época Moderna como prototipo del anima naturaliter christiana[3] hubo de expiarlo en nuestros días a partir del momento en que Friedrich Nietzsche se desligó del cristianismo y proclamó el ad­venimiento del superhombre. Sócrates se hallaba tan indisolublemente unido, al parecer, a fuerza de aparecer vinculado a él a lo largo de los siglos, a aquel ideal cristiano de vida dualista, desdoblado en cuerpo y alma, que parecía obligado que sucumbiese con él. En la tendencia antisocrática de Nietzsche revivía al mismo tiempo, bajo una forma nueva, el viejo odio del humanismo erasmista contra el hu­manismo conceptual de los escolásticos. Para él no era Aristóteles precisamente, sino Sócrates, la personificación verdadera de aquella 391 petrificación intelectualista de la filosofía escolástica que había tenido encadenado por medio milenio al espíritu europeo y cuyos últimos brotes creía descubrir el discípulo de Schopenhauer en los sistemas teologizantes del llamado idealismo alemán.[4]

Este juicio obedecía sustancialmente a la imagen que Eduard Zeller trazaba de Sócrates en su Historia de la filosofía griega, obra que precisamente por aquel entonces acababa de abrir una época y que descansaba a su vez sobre la construcción dialéctica hegeliana de la evolución clasico-cristiana del espíritu en el Occidente. El nuevo hu­manismo, para enfrentarse a este poder formidable de la tradición, apeló al helenismo "presocrático", que debe en realidad su verdadero descubrimiento a este viraje espiritual. Presocrático, que valía tanto como decir prefilosófico, pues los pensadores del mundo arcaico se fundían ahora con la gran poesía y la gran música de su época para formar el cuadro de la "era trágica" de los griegos.[5] Las fuerzas de lo "apolíneo" y de lo "dionisiaco", que Nietzsche pugnaba por unificar, aparecían todavía maravillosamente equilibradas en aquella era y sus creaciones. El alma y el cuerpo eran todavía entonces uno y lo mismo. La famosísima armonía helénica, que los epígonos inter­pretaban, sin embargo, en un sentido demasiado vulgar, era todavía, en aquella época temprana, el espejo sereno de las aguas bajo el que acecha la hondura inescrutable y peligrosa. Sócrates, al otorgar la hegemonía al elemento apolíneo-racional, destruyó la tensión entre este elemento y el dionisiaco-irracional, rompiendo así la armonía misma. Lo que hizo con ello fue moralizar, escolastizar, intelectualizar la concepción trágica del mundo de la antigua Grecia.[6] Es a él
392 a quien hay que imputar todo el idealismo, el moralismo, el espiritualismo en que va a refugiarse espiritualmente la Grecia de tiempos posteriores. Según el nuevo punto de vista de Nietzsche, aunque Só­crates representaba la mayor cantidad de "naturaleza" compatible con el cristianismo, con él la naturaleza quedaba eliminada en realidad de la vida helénica, suplantada por lo contrario de ella. Por donde Sócrates descendía del pedestal seguro, aunque no de primer rango, en que le había colocado la filosofía idealista del siglo XIX, dentro de su imagen propia de la historia, para verse arrastrado de nuevo al torbellino de las luchas de los tiempos presentes. Convertíase una vez más en símbolo, como tantas veces lo fuera en los siglos XVII y XVIII, pero ahora en un símbolo negativo, como signo y medida de decadencia.

El honor de esta gran hostilidad conferido a Sócrates hizo que creciese enormemente en intensidad la pugna en torno a su verdadera significación. Prescindiendo del problema de la solidez de estos jui­cios apasionados y rebeldes, la lucha reñida por Nietzsche es, al cabo de mucho tiempo, el primer indicio de que la antigua fuerza atlética de Sócrates permanece indemne y de que por ninguna otra se siente tan amenazado en su seguridad interior el superhombre moderno. Por lo demás, apenas si puede decirse que nos encontramos ante una nue­va imagen de Sócrates, ya que por tal entendemos, en esta época de conciencia histórica, lo contrario precisamente de esta tendencia sim­plista a desenmarcar una gran figura del medio y del tiempo con­cretos en que vivió. Nadie tendría más derecho a ser comprendido a base de su propia "situación" que el propio Sócrates, un hombre que no quiso dejar a la posteridad ni una sola palabra escrita de su mano porque vivió entregado por entero a la misión que su presente le planteaba. Esta situación de su época, que Nietzsche, en su lucha implacable contra los excesos de la extrema racionalización de la vida moderna, no tenía interés ni paciencia para comprender minuciosa­mente, ha sido expuesta con todo rigor por nosotros como la "crisis del espíritu ático" (ver supra, pp. 223 ss.). La historia colocó a Só­crates ante este fondo, en esta encrucijada del tiempo. Sin embargo, el hecho de adoptar una actitud histórica de principio no excluye, ni mucho menos, el equívoco, como lo demuestra el gran número de imágenes de Sócrates que sobre este terreno han brotado en los tiempos modernos. No hay ningún sector de la historia del espíritu en la An­tigüedad en que se adviertan tantas vacilaciones. Por eso es impres­cindible que comencemos por los hechos y los sucesos más elemen­tales.


EL PROBLEMA  SOCRÁTICO


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Y lo más elemental a que podemos remontarnos no es el propio Sócrates, que no dejó nada escrito, sino una serie de obras acerca de él, procedentes todas de la misma época y que tienen como autores a discípulos inmediatos suyos. No es posible saber si estas obras o una parte de ellas fueron escritas ya en vida del mismo Sócrates, aunque lo más probable es que no.[7] La semejanza que presentan las condiciones en que nace la literatura socrática con aquellas de que datan los relatos cristianos más antiguos sobre la vida y la doctrina de Jesús ha sido puesta de relieve con frecuencia y salta a la vista, ciertamente. Tampoco la influencia directa de Sócrates empezó a plasmarse en una imagen armónica en sus discípulos hasta después de muerto el maestro, evidentemente. La conmoción de este aconte­cimiento dejó en la vida de aquéllos una huella profunda y poderosa. Y todo parece indicar que fue precisamente esta catástrofe la que les movió a representar por escrito a su maestro.[8] Con esto empieza a encauzarse entre los contemporáneos suyos el proceso de cristalización histórica de la imagen de Sócrates, que hasta entonces flotaba en el aire. Platón le hace predecir ya en su discurso de defensa ante los jueces que sus partidarios y amigos no dejarían en paz a los atenien­ses después de morir él, sino que proseguirían la acción desplegada por Sócrates, preguntando y exhortando sin dejarles un punto de reposo.[9] En estas palabras se encierra el programa del movimiento socrático,[10] dentro del cual se halla encuadrada también la literatu­ra socrática, que empieza a florecer rápidamente a partir de ahora. Este movimiento respondía al propósito de sus discípulos de perpe­tuar en su imperecedera peculiaridad al hombre al que la justicia terrenal había matado para que su figura y su palabra se borrasen de la memoria del pueblo ateniense, de tal modo que el eco de su voz exhortadora no se extinga jamás en los oídos de los hombres ni en el presente ni en el porvenir. La inquietud moral, que hasta en­tonces se hallaba circunscrita al pequeño círculo de los secuaces de Sócrates, se difunde así y trasciende a la más amplia publicidad. La socrática se convierte en eje literario y espiritual del nuevo siglo y el movimiento que brota de ella pasa a ser, después de la caída de 394 poder secular de Atenas, la fuente más importante de su poder espi­ritual ante el universo.

Los restos que se han conservado de aquellas obras —los diálogos de Platón y Jenofonte, los recuerdos sobre Sócrates de este último y finalmente, los diálogos de Antístenes y de Esquines de Esfeto— re­velan con absoluta claridad una cosa por lo menos, a pesar de lo mucho que difieren entre sí, y es que lo que sobre todo preocupaba a los discípulos era exponer la personalidad imperecedera del maes­tro cuyo profundo influjo habían advertido en sus propias personas. El diálogo y los recuerdos son las formas literarias que brotan en los medios socráticos para satisfacer esta necesidad.[11] Ambas responden a la conciencia de que la herencia espiritual del maestro es insepa­rable de la personalidad humana de Sócrates. Por muy difícil que fuese trasmitir a quienes no le habían conocido una impresión de lo que había sido aquel hombre, era necesario intentarlo a todo tran­ce. Este empeño representaba para la sensibilidad griega algo extra­ordinario, cuya importancia no es posible exagerar. La mirada enfo­cada sobre los hombres y las cualidades humanas, al igual que la vida misma, se hallaba sometida enteramente al imperio de lo típico. Una creación literaria paralela de la primera mitad del siglo iv, el enkomion, nos indica cómo se habrían escrito los panegíricos de Sócrates con arreglo a la concepción del hombre predominante en la primera mitad del siglo iv. Este género literario debe también su origen a la valoración exaltada del individuo descollante; pero sólo alcanza a comprender su valor presentando a la personalidad ensalzada como encarnación de todas las virtudes que forman el ideal típico del ciu­dadano o del caudillo. No era así, ciertamente, como podía captarse la personalidad de Sócrates. El estudio de la personalidad humana de Sócrates condujo por vez primera en la Antigüedad a la psicología individual, que tiene su maestro más eminente en Platón. El retrato literario de Sócrates es la única pintura fiel, trazada sobre la reali­dad de una individualidad grande y original, que nos ha trasmitido la época griega clásica. Y el móvil a que respondía este esfuerzo no era la fría curiosidad psicológica ni el afán de proceder a una disec­ción moral, sino el deseo de vivir lo que llamamos la personalidad, aun cuando faltasen al lenguaje la idea y la expresión necesarias para este valor. Es el cambio, provocado por el ejemplo de Sócrates, del concepto de areté, cuya conciencia se expresa en el interés inagota­ble consagrado a su persona.

En cambio, la personalidad humana de Sócrates se manifiesta fun­damentalmente a través de su influjo sobre otros. Su órgano era la palabra hablada. Nunca plasmó por sí mismo esta palabra median­te la escritura, lo cual indica cuan importante, fundamental, era para él la relación de lo hablado con el ser viviente a quien en aquel (395) momento dado se dirigía. Esto representaba un obstáculo casi insu­perable para un intento de exposición, sobre todo si se tiene en cuenta que su forma de charla por medio de preguntas y respuestas no en­cajaba en ninguno de los géneros literarios tradicionales, aun supo­niendo que existiesen versiones por escrito de aquellas conversaciones y que, por tanto, el contenido de éstas pudiera reconstruirse en parte con cierta libertad, como nos lo revela el ejemplo del Fedón platónico. Esta dificultad sirvió de estímulo a la creación del diálogo platóni­co, imitado después por los diálogos de los demás socráticos.[12] Sin em­bargo, aunque en las obras de Platón la personalidad de Sócrates se nos aparezca tan próxima y tan tangible, cuando se trata de exponer el contenido de sus charlas se manifiesta entre sus discípulos una dis­crepancia tan radical de concepción que pronto se traduce en un con­flicto abierto y en un distanciamiento constante. Isócrates revela en sus primeros escritos cuan grato se hacía este espectáculo a la mirada maliciosa del mundo exterior y cómo facilitaba la labor de la "competencia" a los ojos de los incapaces de discernir. Pocos años después se había deshecho el círculo socrático. Cada uno de los dis­cípulos se aferraba apasionadamente a su concepción y hasta sur­gieron distintas escuelas socráticas. Por donde nos encontramos ante la situación paradójica de que, a pesar de ser ésta la personalidad de pensador de la Antigüedad que ha llegado a nosotros con una tra­dición más rica, no hemos sido capaces hasta hoy de ponernos de acuerdo acerca de la verdadera significación de su figura. Es cierto que la mayor capacidad de comprensión histórica y de interpretación psicológica que hoy tenemos parece dar a nuestros esfuerzos una base más segura. Sin embargo, los discípulos de Sócrates cuyos tes­timonios han llegado a nosotros trasfunden hasta tal punto su propio ser al del maestro, porque ya no acertaban a separarlo de la influen­cia de éste, que cabe preguntarse si al cabo de los milenios seremos ya capaces de eliminar este elemento de la médula genuinamente so­crática.

El diálogo socrático de Platón es una obra literaria basada indu­dablemente en un suceso histórico: en el hecho de que Sócrates ad­ministraba sus enseñanzas en forma de preguntas y respuestas. Consi­deraba el diálogo como la forma primitiva del pensamiento filosófico y como el único camino por el que podemos llegar a entendernos con otros. Y éste era el fin práctico que perseguía. Platón, dramaturgo innato, había escrito ya tragedias antes de entrar en contacto con Sócrates. La tradición asegura que las había quemado todas cuando, bajo la impresión de las enseñanzas de este maestro, se entregó a la investigación filosófica de la verdad. Pero cuando, después de morir Sócrates, se decidió a mantener viva a su modo la imagen del 396 maestro, descubrió en la imitación artística del diálogo socrático la mi­sión que le permitiría poner al servicio de la filosofía su genio dra­mático. Sin embargo, no sólo es el diálogo lo que hay de socrático en esta obra. La reiteración estereotipada de ciertas tesis paradójicas características en los diálogos del Sócrates platónico y su coincidencia con los informes de Jenofonte evidencian que los diálogos platónicos tienen también sus raíces, por lo que al contenido se refiere, en el pensamiento socrático. ¿Hasta dónde llega lo socrático en estos diá­logos? He aquí el problema. El informe de Jenofonte sólo coincide con el de Platón en un corto trecho, tras el cual nos deja en la esta­cada, con la sensación de que Jenofonte se queda corto y de que Platón peca, en cambio, por exceso. Ya Aristóteles se inclinaba a pensar que la mayor parte de los pensamientos filosóficos del Só­crates de Platón deben ser considerados como doctrinas de éste y no de aquél. Aristóteles hace a este propósito algunas observaciones cuyo valor habremos de examinar. El diálogo de Platón representa, según él, un nuevo género artístico, una manifestación intermedia entre la poesía y la prosa.[13] Esto se refiere, en primer lugar, indudablemente, a la forma, que es la de un drama espiritual en lenguaje libre. Pero según la opinión de Aristóteles acerca de las libertades que Platón se toma en el modo de tratar al Sócrates histórico debemos suponer que Aristóteles consideraba también el diálogo platónico, en lo referente al contenido, como una mezcla de poesía y prosa, de ficción y rea­lidad.[14]

El diálogo socrático de Jenofonte y los de los otros discípulos de Sócrates se hallan expuestos, naturalmente, a los mismos reparos si se los considera como fuentes históricas. La Apología de Jenofonte, cuya autenticidad se ha discutido mucho, aunque recientemente se vuelva a reconocer por algunos autores, presenta de antemano el sello de su tendencia a la justificación.[15] En cambio, las Memorables so­bre Sócrates se consideraron durante mucho tiempo como una obra histórica. Y de serlo, nos librarían de golpe de esa inseguridad que entorpece continuamente nuestros pasos en cuanto a la utilización de los diálogos como fuente. Sin embargo, las investigaciones más re­cientes han revelado que también esta fuente se halla teñida por un fuerte matiz subjetivo.[16] Jenofonte conoció y veneró a Sócrates en su juventud, pero sin haber llegado a contarse nunca entre sus ver­daderos discípulos. Y no tardó en abandonarle para enrolarse como aventurero en la campaña emprendida por el príncipe y pretendiente persa Ciro contra su hermano Artajerjes. Jenofonte no volvió a ver 397   a Sócrates. Sus obras socráticas fueron escritas algunos decenios más tarde. La única que parece anterior es la que ahora se conoce con el nombre de "Defensa".[17] Trátase de un alegato en defensa de Só­crates contra una "acusación", puramente literaria y ficticia según todas las apariencias, en la que se ha creído descubrir un folleto del sofista Polícrates, publicado durante la década del noventa del si­glo iv.[18] Este folleto fue contestado principalmente por Lisias e Isócrates, y por las Memorables de Jenofonte llegamos a la conclusión de que también él tomó la palabra con aquel motivo. Fue, eviden­temente, la obra con que este hombre ya medio olvidado en el círculo de los discípulos de Sócrates se abrió paso en la literatura socrática, para luego volver a enmudecer durante largos años. Esta obra, que se destaca claramente como un todo, entre cuantas hoy la rodean, por su unidad y armonía de composición y por el motivo de actua­lidad a que responde, fue colocada más tarde por Jenofonte a la ca­beza de sus Memorables.[19]

La intención perseguida por esta obra, al igual que por las Me­morables en su conjunto, es, según confiesa el propio autor, probar que Sócrates fue un ciudadano altamente patriótico, piadoso y justo del estado ateniense, que tributaba sus sacrificios a los dioses, con­sultaba a los adivinos, era amigo leal de sus amigos y cumplía pun­tualmente sus deberes de ciudadano. Lo único que cabe objetar contra la imagen que de él traza Jenofonte es que "un hombre honorable" y cumplidor de sus deberes como éste difícilmente podía haber ins­pirado sospechas a sus conciudadanos, ni mucho menos ser condenado a muerte como hombre peligroso para el estado. Últimamente, los juicios de Jenofonte resultan dudosos todavía ante los esfuerzos de algunos autores modernos por demostrar que el largo espacio de tiem­po que le separaba de los acontecimientos sobre los que escribe y su escasa capacitación filosófica le obligaban necesariamente a recu­rrir a ciertas fuentes escritas, habiendo utilizado como tales, especial­mente, las obras de Antístenes. Esto, que sería interesante para la 398 reconstrucción de la obra, sustancialmente perdida, de este discípulo de Sócrates y adversario de Platón, convertiría el Sócrates de Jeno­fonte en un simple reflejo de la filosofía moral de Antístenes. Y aunque la hipótesis se ha llevado indudablemente hasta la exagera­ción, lo cierto es que estas investigaciones han venido a llamar la atención hacia el hecho de que Jenofonte, pese a su simplismo filo­sófico, o precisamente a causa de él, no hizo más que plegarse en ciertos aspectos a una concepción ya existente de Sócrates en la que esta figura se interpreta en un sentido propio, ni más ni menos que como se le ha achacado a Platón.[20]

¿Cabe sustraerse al dilema que nos plantea este carácter de nues­tras fuentes? Schleiermacher fue el primero que formuló ingeniosa­mente la complejidad de este problema histórico. Había llegado tam­bién a la conclusión de que no debemos confiarnos de modo exclusivo a Jenofonte ni a Platón, sino movernos diplomáticamente, por decirlo así, entre estos dos personajes principales. Schleiermacher expresa el problema así: "¿Qué puede haber sido Sócrates además de lo que Jenofonte nos dice de él, aunque sin contradecir los rasgos de carác­ter y las máximas de vida que Jenofonte proclama terminantemente como socráticos, y qué debió haber sido para permitir y autorizar a Platón a presentarlo como lo presenta en sus diálogos?"[21] Estas palabras no encierran, ciertamente, ninguna fórmula mágica para el historiador; se limitan a deslindar con la mayor precisión posible el campo dentro del cual debemos movernos con cierto tacto crítico. Claro está que si no existiese además algún criterio que nos indicase hasta dónde podemos atenernos a cada una de nuestras fuentes, esas palabras nos entregarían a nuestros sentimientos puramente subjeti­vos y nos dejarían en el más completo desamparo. Aquel criterio creyó tenerse durante mucho tiempo en los informes de Aristóteles. Veíase en él al sabio e investigador objetivo que sin hallarse tan apasionadamente interesado como los discípulos inmediatos de Sócra­tes en el problema de quién era éste y cuáles habían sido sus aspi­raciones; se hallaba, sin embargo, lo suficientemente cerca de él en el tiempo para poder averiguar acerca de su personalidad más de lo que nos es posible averiguar hoy.[22]

Los datos históricos de Aristóteles acerca de Sócrates son tanto más valiosos para nosotros cuanto que se refieren todos ellos a la 399 llamada teoría de las ideas de Platón y a su relación con Sócrates. Era éste un problema central, muy discutido en la academia plató­nica, y durante los dos decenios que Aristóteles pasó en la escuela de Platón tuvo que haberse debatido también frecuentemente el pro­blema de los orígenes de aquella teoría. En los diálogos de Platón, Sócrates aparece como el filósofo que expone la teoría de las ideas, dándola expresamente por supuesta, como algo familiar para el círcu­lo de sus discípulos. El problema de la historicidad de la exposición platónica de Sócrates en este punto tiene una importancia decisiva para la reconstrucción del proceso espiritual que hizo brotar de la socrática la filosofía platónica. Aristóteles, que no atribuye a los con­ceptos generales, como Platón en su teoría de las ideas, una exis­tencia objetiva aparte de la existencia de los fenómenos concretos percibidos por los sentidos, hace tres indicaciones importantes acerca de la relación que en este punto existe entre Platón y Sócrates:

1)   Platón había seguido en la primera época de sus estudios las enseñanzas   del  discípulo  de  Heráclito,   Cratilo,  quien  profesaba   el principio de que en la naturaleza todo fluye y nada tiene una con­sistencia firme y estable.   Al conocer a Sócrates, se abrió ante Platón otro  mundo.   Sócrates se  circunscribía  por entero a los problemas éticos y procuraba investigar conceptualmente la esencia permanente de lo justo, lo bueno, lo bello, etcétera.   La idea del fluir eterno de todas las cosas y el supuesto de una verdad permanente parecen contra­decirse a   primera vista.   Sin embargo,  Platón se hallaba   tan   con­vencido a través de Cratilo del fluir de las cosas, que esta convicción no salió quebrantada  en lo  más mínimo por la impresión  tan pro­funda que hubo de causarle aquella búsqueda tenaz de Sócrates para encontrar el punto firme y estable en el mundo moral del hombre. Por donde Platón llegó a persuadirse de que ambos, Cratilo y Sócra­tes, tenían razón, puesto que se referían a dos mundos completamente distintos.   El principio de Cratilo según el cual todo fluye referíase a la única realidad que conocía aquel filósofo, a la realidad de los fe­nómenos sensibles, y Platón siguió convencido durante toda su vida de que la teoría cratiliana del fluir era acertada en lo  referente al mundo material.   Sócrates, en cambio, apuntaba  con su problema a la esencia conceptual de aquellos predicados tales como lo bueno, lo bello, lo justo, etcétera, sobre los que descansa nuestra existencia de seres mortales, a otra realidad que no fluye, sino que verdaderamente "es", es decir, que permanece invariable.

2)   Platón  veía desde ahora en estos  conceptos generales  apren­didos de Sócrates el verdadero  ser, arrancado al mundo  del eterno fluir.   Estas  esencias que sólo   captamos en   nuestro pensamiento  y sobre las que descansa el mundo del verdadero ser, son las que Pla­tón llama "ideas".   Con esto   Platón se remontaba,  indudablemente, según Aristóteles, por encima de Sócrates, el cual no hablaba de las ideas ni establecía una separación entre éstas y las cosas materiales.

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3) Dos cosas son, según Aristóteles, las que deben atribuirse en justicia a Sócrates y las que en modo alguno se le pueden negar: la determinación de los conceptos generales y el método inductivo de investigación.[23]

Suponiendo que este punto de vista fuese exacto, nos permitiría deslindar en una medida muy considerable lo socrático y lo platónico en la figura de Sócrates tal como aparece en los diálogos de Platón. En este caso, la fórmula metódica de Schleiermacher sería algo más que un postulado puramente ideal. En aquellos de sus diálogos que, según las investigaciones del siglo pasado, deben ser considerados como las primeras obras de Platón, las investigaciones de Sócrates revisten todas ellas en realidad la forma de preguntas en torno a con­ceptos generales: ¿Qué es la valentía? ¿Qué es la piedad? ¿Qué es el dominio de sí mismo? Y hasta el mismo Jenofonte hace notar expresamente, aunque sólo de pasada, que Sócrates desarrollaba in­cesantemente investigaciones de esta clase, esforzándose por llegar a una determinación de los conceptos.[24] Esto abriría una salida a nues­tro dilema, Platón o Jenofonte, y nos permitiría reconocer a Sócrates como el fundador de la filosofía conceptual. Es lo que hace, en efec­to, Eduard Zeller, en su historia de la filosofía griega, aplicando el plan de investigación trazado por Schleiermacher.[25] Según esta concepción, Sócrates sería algo así como el umbral más sobrio de la filosofía de Platón, en el cual se evitan las audacias metafísicas de éste, y rehuyendo la naturaleza para limitarse al campo de lo moral, se intenta en cierto modo fundamentar teóricamente una nueva sabi duría de la vida orientada hacia lo práctico.

Esta solución fue tenida durante mucho tiempo por definitiva., respaldada por la gran autoridad de Aristóteles y basada sobre el firme fundamento metódico en que se apoya. Pero a la larga no podía satisfacer, porque el Sócrates que nos presenta parece ser una medianía y su filosofía conceptual una trivialidad. Contra este pe­dantesco hombre conceptual era precisamente contra el que se diri­gían los ataques de Nietzsche. Por tanto estos ataques, a quienes no sintieron vacilar por ellos su fe en la grandeza de Sócrates y en su fuerza revolucionadora universal, sólo les mermó su confianza en  401  Aristóteles como testimonio histórico. ¿Se hallaba éste realmente tan desinteresado ante el problema de los orígenes de la teoría platónica de las ideas, que él mismo combate tan violentamente? ¿Acaso no se había equivocado también en su modo de concebir otros hechos históricos? Y, sobre todo, ¿no se dejaba arrastrar por completo en sus opiniones sobre la historia de la filosofía por sus propios puntos de vista filosóficos? Era comprensible que frente a Platón se remon­tase a Sócrates y se representase a este pensador de un modo más sobrio, es decir, más aristotélico. Pero ¿acaso sabía más de él real­mente de lo que creía poder deducir de los diálogos de Platón? Tales son las dudas de que partían las modernas investigaciones sobre Só­crates.[26] Con ellas se abandonaba, indudablemente, el terreno firme que antes se creía pisar, y la antítesis diametral de las concepciones sobre Sócrates que se han manifestado desde entonces es la mejor ilustración de la situación vacilante en que nos encontramos cuando partimos de esta premisa. Esta situación vacilante aparece claramente caracterizada por los dos intentos más impresionantes y más científi­camente sistematizados que se han hecho en estos últimos años para penetrar en el Sócrates histórico: la gran obra sobre Sócrates del filó­sofo berlinés H. Maier y los trabajos de la escuela escocesa, represen­tada por el filólogo J. Burnet y el filósofo A. E. Taylor.[27]

Ambas opiniones coinciden en cuanto al punto de partida: la eli­minación de Aristóteles como testimonio histórico. Están de acuerdo en considerar a Sócrates como una de las figuras más grandes que han existido. La polémica entre ellas se agudiza hasta desembocar en el problema de si Sócrates era en realidad un filósofo. Ambas corrientes coinciden en que no merece tal nombre, siempre y cuando sea exacta la imagen que de él se trazaba anteriormente y que lo convertía en una figura puramente secundaria del pórtico de la filo­sofía platónica. Pero, en cuanto a sus resultados, existe una discre­pancia completa entre estas dos corrientes. Según Heinrich Maier, la grandeza peculiar de un Sócrates no puede medirse con la pauta de un pensador teórico. Hay que considerarlo como el creador de una actitud humana que señala el apogeo de una larga y laboriosa trayectoria de liberación moral del hombre por sí mismo y que nada podría superar: Sócrates proclama el evangelio del dominio del hom­bre sobre sí mismo y de la "autarquía" de la personalidad moral. Esto le convierte en la contrafigura occidental de Cristo y de la reli­gión oriental de la redención. La lucha entre ambos principios 402 comienza apenas. Platón es el fundador del idealismo filosófico y crea­dor de la lógica y del concepto. Era una figura de talla propia, un genio inconmensurable con la esencia peculiar de un Sócrates, el pen­sador que forja teorías. Teorías que en sus diálogos transfiere a Só­crates con libertad de artista.
Sus escritos de la primera época son los únicos que trazan una imagen real del verdadero Sócrates.[28]

Los eruditos de la escuela escocesa ven también en Platón, pero en todos sus diálogos socráticos, el único expositor congenial de su maestro. Jenofonte es la encarnación del filisteo incapaz de compren­der nada de la importancia de un Sócrates. En el fondo, no aspira tampoco más que a complementar, tal como él lo interpreta, lo que los demás han dicho acerca del maestro. Allí donde roza el verdadero problema filosófico, se limita a unas cuantas alusiones breves des­tinadas a hacer comprender al lector que Sócrates era en realidad más que aquello que Jenofonte dice de él. Según esta corriente, el mayor error de la concepción imperante consiste en creer que Platón no quiere pintar a Sócrates tal y como éste realmente era, sino que pretende presentarlo como el creador de sus propias ideas, extrañas al Sócrates histórico. Nada más lejos del ánimo de Platón, se nos dice, que el deseo de mixtificar así a sus lectores. Carece de toda verosimilitud interna la pretensión de distinguir artificiosamente en­tre el Platón de la primera y de la última época, para llegar a la conclusión de que sólo el primero se propone ofrecer un retrato de Sócrates, mientras que el segundo lo toma simplemente como máscara para exponer su propia filosofía tal y como se ha desarrollado a lo largo del tiempo. Además, los primeros diálogos de Platón adelan­tan ya la doctrina contenida en los posteriores, de carácter más cons­tructivo (el Fedón, la República). En realidad, desde el momento en que ya no se propone exponer la doctrina de Sócrates, sino sus propios pensamientos, Platón deja a un lado la figura de Sócrates como figura capital de sus diálogos y la sustituye por otros perso­najes extraños o anónimos. Sócrates era realmente tal y como lo pinta Platón: el creador de la teoría de las ideas, de la teoría del retorno del saber como recuerdo del alma de su preexistencia y de la teoría de la inmortalidad y del estado ideal. Era, en una palabra, el padre de la metafísica occidental.[29]

Llegamos así a los dos puntos extremos de la concepción moderna de Sócrates. De un lado aparece como lo opuesto a un pensador filosófico, como un animador y héroe moral, mientras que de otro 403  lado se presenta como el fundador de la filosofía especulativa, como la encarnación de ésta, según Platón. Esto quiere decir, a su vez, que los antiguos móviles que ya a raíz de la muerte de Sócrates ha­bían conducido a la escisión del movimiento socrático en dos escuelas contrapuestas han revivido y laboran cada cual por su parte, empe­ñados en la obra de crear cada cual su propio Sócrates. El ideal de Antístenes, que negaba el saber y veía en la "fuerza socrática", en la voluntad moral inquebrantable, lo esencial, y la doctrina de Platón, para quien el "no saber" de Sócrates no es sino una simple fase de transición hacia el descubrimiento de un saber más profundo e in­conmovible, latente.en el propio espíritu: ambos tienen la pretensión de ser el verdadero Sócrates, es decir, el Sócrates captado hasta su última raíz. Este antagonismo primitivo de las interpretaciones con el que volvemos a encontrarnos en nuestros días, no puede responder a un simple azar. No es posible explicar su reiteración diciendo que nuestras fuentes siguen estas dos direcciones contrapuestas. No; la anfibología tiene que residir necesariamente en la propia personali­dad de Sócrates, que le hace susceptible de esta doble interpretación. Y, partiendo de aquí, es necesario esforzarse en superar el carácter unilateral de las dos concepciones, aunque ambas sean en cierto sen­tido legítimas, tanto lógica como históricamente. Además, una acti­tud fundamentalmente histórica se halla también teñida por la posi­ción personal del observador ante los problemas y por su propia concepción de los hechos. Al parecer, los representantes de ambas interpretaciones han considerado imposible contentarse con un Sócra­tes de actitud indecisa ante el problema que ellos reputan decisivo. La conclusión a que tiene que llegar el historiador es la de que Sócrates albergaba todavía dentro de sí contradicciones que por aquel entonces pugnaban, o que habrían de pugnar poco después de su épo­ca, por desdoblarse. Esto hace que sea más interesante y más com­plejo para nosotros, pero también es más difícil de comprender. ¿Acaso su grandeza, sentida por los hombres espiritualmente más descollantes de su época, tendría algo que ver precisamente con esta sensación de lo que podríamos llamar "todavía no"? ¿Acaso se en­carnaría en él por última vez una armonía expuesta ya en su tiempo a las corrientes de la descomposición? Es desde luego una figura que parece estar situada de un modo u otro en la línea divisoria entre la antigua forma griega de la existencia y un reino desconocido que no había de pisar, a pesar de haber dado el paso más importante hacia él.

SÓCRATES,  EDUCADOR


Toda la exposición anterior nos da el marco dentro del cual estu­diaremos a Sócrates en las páginas siguientes: su figura se con­vierte en eje de la historia de la formación del hombre griego por su propio esfuerzo. Sócrates es el fenómeno pedagógico más 404 formidable en la historia del Occidente. Quien pretenda descubrir su gran­deza en el campo de la teoría y del pensamiento sistemático tendrá que atribuirle demasiado a costa de Platón, o dudar radicalmente de su importancia propia. Aristóteles tiene razón cuando considera sus-tancialmente obra de Platón, en su estructura teórica, la filosofía que éste pone en boca de su Sócrates. Pero Sócrates es algo más que lo que queda en pie como "tesis" filosófica después de descontar de la imagen de Sócrates trazada por Platón la teoría de las ideas y el resto del contenido dogmático. La importancia de esta figura estriba en una dimensión completamente distinta. No viene a continuar nin­guna tradición científica ni puede derivarse de ninguna constelación sistemática en la historia de la filosofía. Sócrates es el hombre de la hora, en un sentido absolutamente elemental. En torno a él sopla un aire auténticamente histórico. Asciende a las cumbres de la forma­ción espiritual desde las capas medias de la burguesía ática, de aque­lla capa del pueblo inmutable en lo más íntimo de su ser, de con­ciencia vigorosa y animada por el temor de Dios, a cuyo recio sentir habían apelado en otro tiempo sus aristocráticos caudillos, Solón y Esquilo. Pero ahora esta capa social habla por boca de uno de sus propios hijos, del vastago del cantero y la comadrona del demos de Alopeké. Solón y Esquilo habían aparecido en el momento oportuno para asimilarse los gérmenes del pensamiento de acción disolvente importado del extranjero, y llegaron a dominarlo en toda su profun­didad interior, de tal modo que, en vez de descomponerlas, contri­buyó a robustecer las fuerzas más vigorosas del carácter ático. La situación espiritual en que aparece Sócrates presenta cierta analogía con ésta. La Atenas de Péneles, que, como dominadora de un pode­roso imperio, se ve inundada por influencias de toda clase y proce­dencia, se halla, a pesar de su brillante dominio en todos los campos del arte y de la vida, en peligro de perder el terreno firme bajo sus pies. Todos los valores heredados se esfuman en un abrir y cerrar de ojos al soplo de una superafañosa locuacidad. Es entonces cuando apa­rece Sócrates, como el Solón del mundo moral. Pues es en el campo de la moral donde se ven socavados en estos instantes el estado y la sociedad. Por segunda vez en la historia de Grecia, el espíritu ático in­voca las fuerzas centrípetas del alma helénica contra las fuerzas cen­trífugas, contraponiendo al cosmos físico de las fuerzas naturales en lucha, creación del espíritu investigador jónico, un orden de los valo­res humanos. Solón había descubierto las leyes naturales de la comu­nidad social y política. Sócrates se adentra en el alma misma para penetrar en el cosmos moral.

La juventud de Sócrates coincidió con el periodo de rápido auge después de la gran victoria sobre los persas, que condujo en el exterior a la instauración del imperio de Pericles y en el interior a la estruc­turación de la más completa democracia. Las palabras pronunciadas por Pericles en la oración fúnebre ante los caídos en la guerra, y según 405  las cuales en el estado ateniense ningún mérito auténtico, ningún talento personal tenía cerrado el camino a la actuación pública,[30] encuentran en Sócrates su confirmación. Ni su linaje ni su clase social ni su aspec­to exterior predestinaban a este hombre para congregar en torno suyo a los hijos de la aristocracia ateniense que aspiraban a seguir la carrera de gobernantes o a formar en las filas selectas de los kaloi kagathói áticos. Nuestras primeras noticias lo presentan en el círculo de aquel Arquelao, discípulo de Anaxágoras, como cuyo acompañante figura Sócrates a los treinta años, en la isla de Samos, según contaba en su libro de viajes el poeta trágico Ión de Quío.[31] Ión conocía bien Atenas y era amigo de Sófocles y Cimón. También Plutarco presenta a Arque­lao en íntimas relaciones con el círculo de Cimón. Es probable que fuese también Arquelao quien introdujo a Sócrates, en edad temprana, en la casa principesca del vencedor de los persas y caudillo de la nobleza ática partidaria de Esparta.[32] No sabemos si sus ideas polí­ticas fueron determinadas o no por semejantes impresiones. Sócrates vivió en su edad madura el apogeo del poder ateniense y el floreci­miento clásico de la poesía y el arte de Atenas, y visitaba la casa de Pericles y Aspasia.[33] Fueron discípulos suyos gobernantes tan dis­cutidos como Alcibíades y Critias.

El estado ateniense que por aquel entonces hubo de poner en la más extrema tensión su poder para afirmar en Grecia la posición do­minante que acababa de conquistar, exigía de sus ciudadanos grandes sacrificios. Sócrates luchó repetidas veces y se distinguió en el campo de batalla. En el proceso que se le formó se destacó en primer plano su ejemplar conducta militar para compensar los defectos de su ca­rrera política.[34] Sócrates era un gran amigo del pueblo,[35] pero se le tenía por un mal demócrata. No le agradaba la intervención polí­tica activa de los atenienses en las asambleas populares o como jurados en los tribunales de justicia.[36] Sólo una vez actuó en público como miembro del senado y presidente de la asamblea popular en que la
406 multitud condenó a muerte en bloque, sin fallo previo, a los jefes de la batalla victoriosa de las Arginusas, por no haber salvado, a causa de la tempestad, a los náufragos que luchaban contra las olas. Só­crates fue el único de los pritanos que se negó a autorizar la votación puesto que era ilegal.[37] Este acto podría invocarse más tarde incluso como una hazaña patriótica, pero era indudable que había declarado defectuoso como norma fundamental el principio democrático domi­nante en Atenas por el que el gobierno incumbía a la mayoría del pueblo mismo, proclamando en vez de esto como norma para la di­rección del estado la del conocimiento superior de las cosas.[38] Cabe pensar que este punto de vista se había ido formando en él ante la creciente degeneración de la democracia ática durante la guerra del Peloponeso. Para quien, como él, se había educado bajo el espíritu imperante en la época de la guerra de los persas y había asistido al auge del estado, era aquél un contraste demasiado fuerte para no provocar toda una serie de dudas críticas.[39] Estos puntos de vista le valieron a Sócrates la simpatía de muchos conciudadanos de ideas oligárquicas, cuya amistad habría de reprochársele más tarde al verse procesado. La muchedumbre no comprendía que la actitud personal de un Sócrates era radicalmente distinta de la ambición de poder de conspiradores como Alcibíades y Critias, y que tenía sus raíces en razones espirituales superiores a las causas puramente políticas. Sin embargo, es importante comprender que en la Atenas de aquellos tiempos se consideraba también como una actuación política el hecho de permanecer al margen de los manejos políticos del momento y que los problemas del estado determinaban de un modo decisivo los pen­samientos y la conducta de todo hombre sin excepción.

Sócrates se desarrolló en una época en que Atenas veía por vez primera filósofos y estudios filosóficos. Aunque no hubiese llegado a nosotros la noticia referente a sus relaciones con Arquelao, tendría­mos que dar por supuesto que, como contemporáneo de Eurípides y Pericles, estableció contacto desde muy pronto con la filosofía natural de Anaxágoras y Diógenes de Apolonia. No hay razones para dudar de que los datos que acerca de su desarrollo apunta Sócrates en el Fedón de Platón[40] tenían un carácter histórico, por lo menos en la parte en que habla de sus antiguos contactos con las teorías de los físicos. Es cierto que en la Apología platónica Sócrates rechaza re­sueltamente[41] la pretensión de poseer conocimientos especiales en esta materia, pero sin duda habría leído, como todos los atenienses cultos, el libro de Anaxágoras, el cual, como él mismo nos dice en este 407 pasaje, podía adquirirse por una dracma en las librerías ambulantes del teatro.[42] Jenofonte nos dice que aún más tarde Sócrates repasaba en su casa, reunido con sus jóvenes amigos, las obras de los "antiguos sabios", es decir, de los poetas y los pensadores, para sacar de ellas algunas tesis importantes.[43] La escena de la comedia aristofánica en que Sócrates aparece exponiendo las doctrinas físicas de Diógenes sobre el aire como el principio primario y sobre el torbellino cosmo­gónico, no se halla acaso tan alejada de la realidad como suele pensar hoy la mayoría de los autores. Pero ¿hasta qué punto se había asi­milado Sócrates estas enseñanzas de los filósofos de la naturaleza?

Según los datos del Fedón, se entregó con grandes esperanzas a la lectura del libro de Anaxágoras.[44] Alguien se lo había facilitado, dándole a entender seguramente que encontraría en él lo que buscaba. Ya antes se había mantenido escéptico frente a la explicación de la naturaleza por los físicos. Anaxágoras le decepcionó igualmente a pesar de que el comienzo de su obra suscitó en él ciertas esperanzas. Después de hablar del espíritu como el principio sobre el que descansa la formación del mundo, Anaxágoras no recurre para nada en el transcurso del libro a este método de explicación, sino que lo reduce todo a causas materiales, lo mismo que los demás físicos. Sócrates esperaba una explicación de los fenómenos y de su estructura a base de la razón de que "era mejor así". Consideraba lo saludable y lo conveniente como lo característico en la acción de la naturaleza. En el informe del Fedón, Sócrates llega, a través de esta crítica de la filosofía de la naturaleza, a la teoría de las ideas, la cual, sin embargo, no puede atribuirse aún al Sócrates histórico, según los datos con­vincentes de Aristóteles.[45]

Platón se creería seguramente tanto más autorizado a poner en labios de su Sócrates la teoría de las ideas como causa final cuanto que para él esta teoría se derivaba en línea recta de la investigación socrática sobre lo bueno (αγαθόν) en todas las cosas.

Indudablemente, Sócrates abordaba también la naturaleza con este punto de vista, como lo demuestra su diálogo sobre la conveniencia de la institución del cosmos en las Memorables de Jenofonte, en el que sigue el rastro de lo bueno y de lo conveniente en la naturale­za con la mira de demostrar la existencia de un principio espiritual 408 constructivo en el universo.[46] Al parecer, las disquisiciones acerca de la estructura técnicamente perfecta de los órganos del cuerpo hu­mano en estos diálogos están tomadas de la obra de filosofía de la naturaleza de Diógenes de Apolonia.[47] Sócrates difícilmente podría jactarse de la originalidad de las observaciones concretas empleadas por él a título de prueba; sin embargo, no hay razón para no con­siderar este diálogo, en lo sustancial, como histórico. Y si hay en él cosas tomadas de otros, serán todas ellas cosas que encajan especial­mente dentro de los puntos de vista de Sócrates. En el libro de Diógenes encontró aplicado el principio de Anaxágoras a los detalles de la naturaleza, como él exige en el Fedón platónico.[48] Pero este diálogo no convierte a Sócrates, por ese solo hecho, en un filósofo de la naturaleza. No hace más que indicar desde qué punto de vista aborda nuestro pensador la cosmología. Para los griegos fue siempre evidente que lo que consideraban como principio del orden humano debían buscarlo también en el cosmos y derivarlo de él. Ya hemos comprobado repetidas veces esto y lo encontramos confirmado una vez más en el caso de Sócrates.[49] La crítica de los filósofos de la naturaleza viene a demostrar, pues, indirectamente que la mirada de Sócrates se proyectaba desde el primer momento sobre el problema moral y religioso. En su vida no nos encontramos con ningún periodo que podamos considerar como específico


de un filósofo de la natu­raleza. La filosofía de la naturaleza no daba respuesta al problema que Sócrates llevaba dentro y del que, según él, dependía todo. Por eso podía dejarla a un lado. Ya la seguridad inquebrantable con que sigue su camino desde el primer momento es el signo de su grandeza.

No obstante, la actitud negativa de Sócrates ante la naturaleza —aspecto que se destaca constantemente desde Platón y Aristóteles— nos lleva fácilmente a perder de vista otra cosa. Ya en la prueba acerca de la adecuación del cosmos a un fin, expuesta por Jenofonte, se revela que Sócrates, al revés de la antigua filosofía de la natura­leza, adopta en la consideración de ésta un punto de vista antropo-céntrico: el punto de partida de sus conclusiones es el hombre y la estructura del cuerpo humano. Y si las observaciones que pone a contribución para ello fueron tomadas de la obra de Diógenes, tienen el interés de que este filósofo de la naturaleza era precisamente, ade­más, un médico famoso. Por eso, al igual que en algunos otros 409venes filósofos de la naturaleza —baste recordar el nombre de Empédocles—, la fisiología humana ocupa en él un lugar mayor que en ninguna de las antiguas teorías presocráticas de la naturaleza. Esto respondía, naturalmente, al interés de Sócrates y a su modo de plan­tear el problema. Aquí nos encontramos con el lado positivo que hay en su actitud ante la "ciencia natural" de su tiempo y que fre­cuentemente se desconoce. No debe olvidarse que esta ciencia no incluye solamente la cosmología y la meteorología, las únicas en que suele pensarse, sino también el arte de la medicina, que precisamente tomaba por aquel entonces, tanto teórica como prácticamente, el auge que describiremos en el libro siguiente. Para un médico como aquel famoso autor contemporáneo del Corpus Hippocraticum, que escribió sobre la medicina antigua, el arte médico era hasta entonces la única parte de la ciencia de la naturaleza basada en una experiencia real y en la observación exacta. Su punto de vista es que los filósofos de la naturaleza, con sus hipótesis, no pueden enseñarle nada a él, sino que es él, por el contrario, quien puede enseñarles a ellos.[50] Este giro antropocéntrico es muy característico, en términos generales, de la época de la última etapa de la tragedia ática y de los sofistas; se halla asociado a él, como revelan también Heródoto y Tucídides, el mismo rasgo empírico que se manifiesta en la emancipación de la medicina con respecto a las hipótesis universales de los filósofos de la natu­raleza.

Tenemos aquí el paralelo más palmario con la repudiación por el pensamiento de Sócrates de las altas especulaciones de la cosmolo­gía, la misma sobria preocupación por los hechos de la vida humana.[51]Al igual que la medicina de su tiempo, encuentra en la naturaleza del hombre, como la parte del mundo mejor conocida de nosotros, la base firme para su análisis de la realidad y la clave para la com­prensión de ésta. Como dice Cicerón, Sócrates baja la filosofía del cielo y la instala en las ciudades y moradas de los hombres.[52] Lo cual no representa solamente un cambio de temas y de interés, como ahora se ve, sino que envuelve también un concepto más riguroso del saber, suponiendo que éste exista. Lo que los antiguos físicos llamaban conocimiento era una concepción del mundo, es decir, a los ojos de Sócrates, una grandiosa fantasmagoría, una sublime charla­tanería.[53] Las reverencias que de vez en cuando hace a aquella sabi­duría inasequible para él son completamente irónicas.[54] El procede, como acertadamente observa Aristóteles, de un modo exclusivamente inductivo.[55] Su método tiene algo de la sobriedad del método 410 empírico de los médicos. Su ideal del saber es la τέχνη, tal como la encarna prototípicamente la medicina, aun en su supeditación del saber a un fin práctico.[56] Aún no existía por aquel entonces una ciencia natural exacta. La filosofía de la naturaleza de aquel periodo era la suma y compendio de lo inexacto. Ni existía tampoco un em­pirismo filosófico. Toda referencia de principio a la experiencia, como base de toda ciencia exacta de la realidad, iba asociada siempre en la Antigüedad a la medicina, la cual ocupaba por tanto una posi­ción más filosófica dentro del conjunto de la vida espiritual. Fue también ella la que trasmitió estas ideas a la moderna filosofía. El empirismo filosófico de los tiempos modernos es hijo de la medicina griega, no de la filosofía griega.

Para conocer la posición que Sócrates ocupaba en la filosofía antigua y su giro antropocéntrico, es importante que no perdamos de vista su relación con aquel gran poder espiritual de sus días. Las referencias al ejemplo de la medicina abundan sorprendentemente en él. Y no son casuales, sino que guardan relación con la estructura esencial de su pensamiento, más aún, con la conciencia de sí mismo y el ethos de toda su actuación. Sócrates es un verdadero médico. Hasta el punto de que, según Jenofonte, no se preocupaba menos de la salud física de sus amigos que de su bienestar espiritual.[57] Pero es sobre todo el médico del hombre interior. La prueba de la adecua­ción del cosmos a un fin da entender claramente, por el modo como Sócrates enfoca aquí la naturaleza física del hombre, que el giro te-leológico coincide también en él, íntimamente, con aquella actitud empírico-médica. Actitud explicable a la vista de la concepción teleo-lógica de la naturaleza y del hombre que por primera vez se abría paso conscientemente en la medicina de la época, ganando cada vez mayor precisión a partir de entonces, hasta que encuentra su expre­sión filosófica definitiva en la concepción biológica del mundo de Aristóteles. Es cierto que la búsqueda socrática de la esencia de lo bueno nace de un planteamiento del problema absolutamente peculiar suyo, no aprendido en parte alguna y, desde el punto de vista de la filosofía profesional de la naturaleza de su tiempo, deberíamos decir que es un problema de diletante, que el escepticismo heroico del in­vestigador físico no sabe contestar. Sin embargo, este diletantismo encierra una indagación creadora y no deja de ser importante el lle­gar, partiendo del ejemplo de la medicina de un Hipócrates y un Dió-genes, a la conclusión de que en su problema encontraba su formula­ción oportuna la más profunda búsqueda de todo su tiempo.

No se sabe a qué edad comenzó Sócrates en su ciudad natal la actividad con que nos lo presentan plásticamente los diálogos de sus discípulos. Platón sitúa el escenario de sus charlas, en parte, hasta en la época de los comienzos de la guerra del Peloponeso, como ocurre, 411 por ejemplo, en el Cármídes, en el que Sócrates aparece como si acabase de regresar de las duras batallas libradas delante de Potidea. Por aquel entonces, tenía ya cerca de treinta y ocho años; sin em­bargo, los comienzos de su actuación eran seguramente muy ante­riores. Platón consideraba tan esencial el fondo vivo de sus diálogos, que hubo de pintarlo repetidas veces con las tintas más amables. Su medio no es el vacío abstracto y sustraído al tiempo de los locales escolásticos. Sócrates se mueve entre el trajín afanoso de la escuela atlética ateniense, del gimnasio, donde pronto se convierte en una figura nueva e indispensable, al lado del gimnasta y del médico.[58]Lo cual no quiere decir que los copartícipes se enfrentasen en aque­llos diálogos famosos en la ciudad con una desnudez espartana, usual, por lo demás, en los ejercicios atléticos (aunque también sucedería con frecuencia así). Sin embargo, no era el gimnasio la única escena indiferente de aquellos torneos dramáticos del pensamiento que llena­ron la vida de Sócrates. Existe cierta analogía interna entre el diálogo socrático y el acto de desnudarse para ser examinado por el médico o el gimnasta antes de lanzarse a la arena para el com­bate. Platón pone esta comparación en boca del mismo Sócrates.[59]El ateniense de aquellos tiempos sentíase más en su medio en el gimnasio que entre las cuatro paredes de su casa, donde dormía y comía. Allí, bajo la luz diáfana del cielo griego, se reunían diaria­mente jóvenes y viejos para dedicarse al cultivo de su cuerpo.[60] Los ratos de ocio en los descansos se dedicaban a la conversación. No sabemos si el nivel medio de aquellas conversaciones sería trivial o elevado; lo cierto es que las más famosas escuelas filosóficas del mundo, Academia y Liceo, llevan los nombres de dos famosos gim­nasios de Atenas. Quien tenía algo que decir o algo que preguntar que consideraba de alcance general, y para lo que ni la asamblea popular ni el tribunal eran lugares adecuados, acudía a decírselo o a preguntárselo a sus amigos y conocidos en el gimnasio. La tensión de espíritu que se estaba seguro de encontrar allí era un encanto constante. El hecho de frecuentar diversos establecimientos de esta clase procuraba la variación, y en Atenas había muchos gimnasios grandes y pequeños, públicos y privados.[61] Un visitante asiduo de ellos como Sócrates, para quien lo interesante era el hombre en cuan­to tal, conocía a todo el mundo, y entre los jóvenes sobre todo era difícil apareciese una cara nueva que no le llamase en seguida la atención y acerca de la cual no se informase. Nadie le igualaba en agudeza de observación para seguir los pasos a la juventud que se 412 iba desarrollando. Era el gran conocedor de hombres cuyas certeras preguntas servían de piedra de toque para pulsar todos los talentos y todas las fuerzas latentes y cuyo consejo buscaban para la educa­ción de sus hijos los ciudadanos más respetables.

Sólo los simposios pueden compararse, por su importancia espi­ritual y en virtud de una antigua tradición, con los gimnasios. Por eso Platón y Jenofonte sitúan los diálogos de Sócrates en ambos sitios.[62]Todas las demás situaciones que se mencionan en ellos eran más o menos fortuitas, como cuando Sócrates aparece manteniendo una ingeniosa conversación en los salones de Aspasia, charlando junto a los puestos del mercado, donde solían reunirse los amigos a conversar, o interviniendo en la conferencia de un famoso sofista en la casa de un rico mecenas. Los gimnasios eran lugares más importantes que cualesquiera otros, pues en ellos se reunía la gente de un modo regu­lar. Aparte de su finalidad peculiar, la intensidad del comercio espiritual que fomentaban entre la gente hacía que se desarrollasen en ellos ciertas cualidades que constituían el terreno más abonado para cualquier siembra de nuevos pensamientos y aspiraciones. En estos sitios reinaba el ocio y el descanso. No podía florecer en ellos, a la larga, nada especial, ni era posible tampoco dedicarse allí a los nego­cios. En cambio, la atención se abría a los problemas humanos de carácter general. Pero no era el contenido solamente lo que interesaba: el espíritu, con toda su fuerza flexible y su suave elasticidad, podía desplegarse allí y encontraba el interés de un círculo de oyentes en tensión crítica. Surgió así una gimnasia del pensamiento que pronto tuvo tantos partidarios y admiradores como la del cuerpo y que no tardó en ser reconocida como lo que ésta venía siendo ya desde antiguo: como una nueva forma de la paideia. La "dialéctica" socráti­ca era una planta indígena peculiar, la antítesis más completa del méto­do educativo de los sofistas, que había aparecido simultáneamente con aquélla. Los sofistas son maestros peregrinantes venidos de fuera, nimbados por un halo de celebridad inaccesible y rodeados de un estrecho círculo de discípulos. Administran sus enseñanzas por dine­ro. Éstas recaen sobre disciplinas o artes específicas y se dirigen a un público selecto de hijos de ciudadanos acomodados deseosos de instruirse. La escena en que brillan los sofistas, en largo soliloquio, es la casa particular o el aula improvisada. Sócrates, en cambio, es un ciudadano sencillo, al que todo el mundo conoce. Su acción pasa casi inadvertida; la conversación con él se anuda casi espontáneamen­te, y como sin querer, a cualquier tema del momento. No se dedica a la enseñanza ni tiene discípulos; por lo menos así lo asegura. Sólo tiene amigos, camaradas. La juventud se siente fascinada por el filo tajante de aquel espíritu, al que no hay nada que se resista. Es para ella un auténtico espectáculo ateniense constantemente renovado, al 413 que se asiste con entusiasmo, cuyo triunfo se celebra y que se procura imitar, intentando examinar a la gente del mismo modo en su propia casa que en el círculo de sus amigos y conocidos. Lo más escogido espiritualmente de la juventud ática se agrupa en torno a Sócrates. Nadie que se haya acercado a él puede sustraerse ya a la fuerza de atracción de su espíritu.

Y quien crea poder retraerse, huraño, ante él, o alzarse de hom­bros, indiferente, ante la forma pedantesca de sus preguntas o la tri­vialidad intencionada de sus ejemplos, no tarda en descender de la pretendida altura de su pedestal.

No es fácil reducir este fenómeno a un solo denominador concep­tual. Platón parece apuntar con su pintura amorosamente detallada y minuciosa todos estos rasgos, que no es posible definir, sino solamente vivir de un modo plástico. Por otra parte, es explicable que nuestras historias gremiales de filosofía dejen a un lado todo esto, por consi­derarlo como simples adornos poéticos en la imagen de Sócrates tra­zada por Platón. Les parece que todo esto queda por debajo del "nivel" de la abstracción en que debe moverse un filósofo. Son rasgos puramente indirectos de carácter para pintar el poder espiritual de Sócrates mediante la representación plástica de su acción superinte-lectual sobre los hombres de carne y hueso. Pero sin tener en cuenta su preocupación por el bienestar del hombre concreto sobre el que en cada caso actúa no sería posible exponer lo que Sócrates dice. Aunque para la filosofía concebida al modo académico esto no sea esencial, Platón entiende que sí lo es para Sócrates. Y esto suscita en nosotros la sospecha de que corremos constantemente el peligro de enfocar su figura a través del medio de lo que nosotros llamamos filosofía. Es cierto que el propio Sócrates designa su "acción" —¡qué palabra tan significativa!— con los nombres de "filosofía" y "filo­sofar". Y asegura ante sus jueces, en la Apología platónica, que no se apartará de ella mientras viva y respire.[63] Pero no debemos dar a esas palabras el significado que llegaron a adquirir en siglos poste­riores, a la vuelta de una larga evolución: el de un método del pensar conceptual o el de un cuerpo o doctrina formado por tesis teóricas y susceptible de ser separado de la persona que lo ha construido. Contra esta posibilidad de separar la doctrina de la persona se manifiesta unánime toda la literatura de los socráticos.

¿Qué es, pues, esa filosofía de que Sócrates era el prototipo según Platón y que este mismo abraza en su defensa? Platón expone en muchos de sus diálogos la esencia de esta "filosofía". En ellos tiende a destacarse cada vez más en primer plano, poco a poco, el resultado de las investigaciones que Sócrates desarrolla con sus interlocutores; pero Platón debía de tener la conciencia de mantenerse siempre fiel en su exposición a la esencia del espíritu socrático. Esta esencia 414 debía de mantenerse fecunda constantemente a través de todas estas in­vestigaciones. Sin embargo, como para nosotros resulta difícil deter­minar a partir de dónde el Sócrates de Platón tiene más de Platón que de Sócrates, debemos intentar partir de las fórmulas más conclu-yentes y más simples de Platón, que no faltan en sus obras. En la Apología, escrita aún bajo la impresión fresca de la enorme injusticia cometida con la ejecución de Sócrates y con la esperanza de ganar adeptos para el maestro, se exponen en la forma más breve y más sencilla la suma y el sentido de su actuación. El arte con que está compuesta la obra no permite, ciertamente, considerarla como inspi­rada en la defensa improvisada por Sócrates ante sus jueces,[64] pero es indudable que lo que allí se dice acerca de él está maravillosamente tomado de su vida real. Después que Sócrates se despoja de la ima­gen desfigurada con que lo han revestido la comedia y la opinión pública, viene aquella emocionante profesión de fe en la filosofía que Platón modela como un paralelo consciente de la famosa profesión de fe de Eurípides en la consagración del poeta al servicio de las musas.[65] Lo que ocurre es que la profesión de fe de Sócrates se pro­nuncia ante la inminencia de una pena de muerte. El poder al que sirve el filósofo no vale tan sólo para embellecer la vida y mitigar el dolor, sino también para sobreponerse al mundo. Inmediatamente des­pués de la confesión: "¡Jamás, mientras viva, dejaré de filosofar!", vie­ne un ejemplo típico de su modo de hablar y de enseñar. Y para com­prender el contenido, también nosotros debemos partir de la forma que Platón nos presenta en este pasaje y en muchos otros, como un modelo. Platón reduce aquí el modo peculiarmente socrático a dos formas fundamentales: la exhortación (protreptikós) y la indagación (elenchos). Las dos se desarrollan en forma de preguntas. Éstas se em­palman con la forma más antigua de la parénesis, que podemos seguir a través de la tragedia hasta la epopeya. En la conversación sostenida en el patio de la casa de Sócrates con que comienza el Protágoras de Platón, nos encontramos una vez más con la yuxtaposición de aquellas dos formas socráticas de platicar.[66] Este diálogo, que enfrenta a Sócrates con los grandes sofistas, hace desfilar ante nosotros en toda 415 su variedad las formas fijas a través de las cuales se desarrollaba la actividad doctrinal sofística: el mito, la prueba, la explicación de los poetas, el método de la pregunta y la respuesta. Y asimismo se tras­criben, con el mismo humorismo y la misma fuerza plástica, con toda su pedantería y su irónica insolencia, las peculiares formas socráticas de hablar. Platón expone en dos diálogos, la Apología y el Protágoras, cómo se hallan esencialmente entrelazadas aquellas dos formas fundamentales de la conversación socrática, la protréptica y la elénc-tica. No son, en realidad, más que dos fases distintas del mismo proceso educativo. Aquí sólo pondremos un ejemplo tomado de la Apología, el pasaje en que Sócrates describe su modo de actuar en las siguientes palabras: [67]

"Jamás, mientras viva, dejaré de filosofar, de exhortaros a vos­otros y de instruir a todo el que encuentre, diciéndole según mi modo habitual: Querido amigo, eres un ateniense, un ciudadano de la ma­yor y más famosa ciudad del mundo por su sabiduría y su poder, y ¿no te avergüenzas de velar por tu fortuna y por tu constante incre­mento, por tu prestigio y tu honor, sin que en cambio te preocupes para nada por conocer el bien y la verdad ni de hacer que tu alma sea lo mejor posible? Y si alguno de vosotros lo pone en duda y sostiene que sí se preocupa de eso, no le dejaré en paz ni seguiré tranquila­mente mi camino, sino que le interrogaré, le examinaré y le refutaré, y si me parece que no tiene areté alguna, sino que simplemente la aparenta, le increparé diciéndole que siente el menor de los respetos por lo más respetable y el respeto más alto por lo que menos respeto merece. Y esto lo haré con los jóvenes y los viejos, con todos los que encuentre, con los de fuera y los de dentro; pero sobre todo con los hombres de esta ciudad, puesto que son por su origen los más cercanos a mí. Pues sabed que así me lo ha ordenado Dios, y creo que en nuestra ciudad no ha habido hasta ahora ningún bien mayor para vosotros que este servicio que yo rindo a Dios. Pues todos mis manejos se reducen a moverme por ahí, persuadiendo a jóvenes y viejos de que no se preocupen tanto ni en primer término por su cuerpo y por su fortuna como por la perfección de su alma."

La "filosofía" que Sócrates profesa aquí no es un simple proceso teórico de pensamiento, sino que es al mismo tiempo una exhortación y una educación. Al servicio de estos fines se hallan asimismo el examen y la refutación socráticos de todo saber aparente y de toda excelencia (areté) puramente imaginaria. Este examen no es más que una parte de todo el proceso, tal como Sócrates lo expone. Una parte que parece ser, ciertamente, el aspecto más original de él. Pero antes de entrar en la esencia de este dialéctico "examen del hombre", que suele considerarse como lo esencial de la filosofía socrática, pues­to que contiene el elemento teórico más vigoroso de ella, debemos  416 fijarnos más detenidamente en las palabras preliminares de exhorta­ción. La comparación que se establece entre el contenido material de vida del hombre de negocios ávido de dinero y el postulado supe­rior de vida proclamado por Sócrates descansa en la idea de la preocupación o del cuidado consciente del hombre para los bienes más apreciados por él. Sócrates exige que en vez de preocuparse de los ingresos, el hombre se preocupe del alma (yuxh=j qerapei/a). Este concepto, que aparece al comienzo del diálogo, se presenta de nuevo al final de él.[68] Por lo demás, no se dice nada para demostrar el valor superior del alma en comparación con los bienes materiales o con el cuerpo. Se considera como algo evidente, de por sí y que se da por supuesto, por mucho que los hombres lo posterguen en su conducta práctica. Para el hombre de hoy esto no tiene nada de sorprendente, por lo menos en teoría; más bien constituye para él algo trivial. Pero este postulado ¿sería tan evidente para los griegos de aquella época como para nosotros, herederos de una tradición de dos mil años de cristianismo? En el diálogo preliminar del Protá-goras platónico, diálogo sostenido en el patio de la casa de Sócrates, la exhortación de éste parte también del "alma en peligro".[69] El móvil del "peligro" es típico de Sócrates en relación con estas otras ideas y se halla íntimamente vinculado con el llamamiento al "cuidado del alma". Sócrates habla como un médico cuyo paciente fuese no el hombre físico, sino el hombre interior. En los socráticos abundan extraordinariamente los pasajes en que se habla del cuidado del alma, o de la preocupación por el alma, como la misión suprema del hom­bre. Hemos dado aquí con la médula de la propia conciencia que Sócrates tenía de su contenido y de su misión: es una misión educa­tiva, que se interpreta a sí misma como "servicio de Dios".[70] Este carácter religioso de su misión se basa en el hecho de que se trata precisamente de la "cura del alma",[71] pues el alma es para él lo que hay de divino en el hombre. Sócrates caracteriza más concretamente el cuidado del alma como el cuidado por el conocimiento del valor y de la verdad, frónesis y alétheia.[72] El alma se separa del cuerpo con la misma nitidez que de los bienes materiales. La separación entre el  417 alma y el cuerpo traza directamente la jerarquía socrática de los valores y una nueva teoría, claramente graduada, de los bienes, teo­ría que coloca en el plano más alto los bienes del alma, en segundo lugar los bienes del cuerpo y en último término los bienes materiales como fortuna y poder.

Un abismo inmenso separa esta escala de valores que Sócrates proclama con tanta evidencia y la escala popular imperante que se expresa en la hermosa canción báquica antigua[73] de los griegos:

El bien supremo del mortal es la salud;
el segundo, la hermosura de su cuerpo;
el tercero, una fortuna adquirida sin mácula;
el cuarto, disfrutar entre amigos el esplendor de su juventud.

En el pensamiento de Sócrates aparece como algo nuevo el mundo interior. La areté de que él nos habla es un valor espiritual.

Pero ¿qué es el "alma", o la psyché, para decirlo con la palabra griega empleada por Sócrates? Permítasenos que ante todo plan­teemos este problema en un sentido puramente filológico. Haciéndolo así, nos damos cuenta de que Sócrates, lo mismo en Platón que en los demás socráticos, pone siempre en la palabra "alma" un acento sor­prendente, una pasión insinuante y como un juramento. Ninguna boca griega había pronunciado antes así esta palabra. Tenemos la sensa­ción de que nos sale al paso aquí, por vez primera en el mundo occidental, algo que aún hoy designamos en ciertas conexiones con la misma palabra, aunque los psicólogos modernos no asocien a ella la idea de una "sustancia real". La palabra "alma" tiene siempre para nosotros, por sus orígenes en la historia del espíritu, un acento de valor ético o religioso. Nos suena a cristiano, como las frases "servicio de Dios" y "cura del alma". Pues bien, este alto signi­ficado lo adquiere por vez primera la palabra "alma" en las prédicas protrépticas de Sócrates. Prescindiremos aquí, por el momento, del problema de saber hasta qué punto la idea socrática del alma ha determinado las distintas fases del cristianismo directamente o a tra­vés del medio de la filosofía posterior y hasta qué punto coincide realmente con la idea cristiana. Lo que aquí nos interesa ante todo es llegar a captar lo que hay de decisivo en el concepto socrático del alma dentro de la misma evolución griega.

Si consultamos la obra maestra de Erwin Rohde, Psique, llegare­mos a la conclusión de que Sócrates no tiene ninguna significación especial dentro de este proceso histórico. Este autor lo pasa por alto.[74] Contribuye a ello el prejuicio contra Sócrates "el nacionalista", 418 que Rohde compartía con Nietzsche ya desde su juventud, pero lo que sobre todo se interpone ante él es el plantamiento especial del problema en su propio libro, pues Rohde, influido contra su voluntad por el cristianismo, pone el "culto" del alma y la fe en la inmortali­dad en el centro de una historia del alma que bucea en todas las simas y profundidades de ésta. Hay que reconocer que Sócrates no contribuyó esencialmente a ninguna de las dos cosas. Además, es curioso que Rohde no vea dónde, cuándo y a través de quién cobra la palabra "alma", psyché, esa fisonomía que la convierte en el ver­dadero vehículo conceptual del valor espiritual-ético de la "persona­lidad" del hombre occidental. Es a través de la exhortación educativa de Sócrates, cosa que nadie podrá discutir si ello se expone claramente. Ya los sabios de la escuela escocesa lo habían señalado insistentemente. Sus observaciones no estaban influidas en lo más mínimo por la obra de Rohde. Burnet ha investigado en un hermoso ensayo la evolución del concepto del alma a través de la historia del espíritu griego, de­mostrando que el nuevo sentido que da Sócrates a esta palabra no puede explicarse partiendo del eidolon épico de Homero, de la sombra del Hades, ni del alma aérea de la filosofía jónica, ni del demonio-alma de los órficos, ni de la psyché de la tragedia antigua.[75] Yo mismo, partiendo del análisis de la forma característica del modo so­crático de expresarse, como lo hacía más arriba, hube de llegar pronto al mismo resultado. Una forma como la de la exhortación socrática sólo podía brotar de aquel peculiar pathos valorativo que lleva im­plícita en Sócrates la palabra "alma". Sus discursos protrépticos son la forma primitiva de la diatriba filosófico-popular de la época hele­nística, que a su vez contribuyó a modelar la "prédica" cristiana.[76]Sin embargo, aquí no se trata solamente de la trasferencia y la con­tinuidad de la forma literaria externa. Estas conexiones han sido ya frecuentemente estudiadas en este sentido por la filología anterior, siguiendo a través de toda la evolución la incorporación al discurso exhortativo de los diferentes motivos concretos. No; lo que sirve de base a las tres fases de las llamadas formas discursivas es la fe: ¿de qué le serviría al hombre ganar el mundo entero, si ello va en detrimento de su alma? En su Wesen des Christentums (Esencia del cristianismo), Adolf Harnack caracteriza con razón esta fe en el valor infinito del alma de cada hombre como uno de los tres pilares 419 fundamentales de la religión cristiana.[77] Pero antes de serlo de esta religión era ya un pilar fundamental de la "filosofía" y la educación socrática. Sócrates predica y convierte. Viene a "salvar la vida".[78]

Tenemos que hacer un pequeño alto en este intento nuestro de destacar con la mayor sencillez y claridad posibles los hechos funda­mentales de la conciencia socrática, pues estos hechos exigen una valoración y nos obligan a tomar una actitud, ya que encierran toda­vía una importancia directa para nuestro propio ser. ¿Era la socrá­tica un anticipo del cristianismo, o puede incluso afirmarse que con Sócrates irrumpe en la evolución del helenismo un espíritu extraño, oriental, que, gracias a la posición de gran potencia educadora de la filosofía griega, se traduce luego en efectos de envergadura histórico-universal, empujando hacia la unión con el Oriente? Podríamos re­mitirnos en apoyo de esto al movimiento órfico que se manifiesta en la religión griega y que a través de ciertos rastros podemos seguir desde el siglo vi. Este movimiento separa el alma del cuerpo y admite que aquélla mora como un demonio caído en la cárcel del cuerpo, para retornar, después de la muerte de éste y a través de una larga peregrinación de reencarnaciones, a su patria divina. Pero, aun prescindiendo de la oscuridad de los orígenes de esta religión, que muchos consideran orientales o "mediterráneos", el concepto socrá­tico del alma carece de todos estos rasgos escatológicos o demonológicos. Fue Platón quien más tarde los entretejió en su adorno mítico del alma y de su destino. Ha querido atribuirse a Sócrates la teoría de la inmortalidad del Fedón platónico, e incluso la teoría de la preexistencia del Menón,[79] pero estas dos ideas complementarias tienen un origen claramente platónico. La posición socrática ante el pro­blema de la perduración del alma aparece seguramente bien definida en la Apología, donde en presencia de la muerte no se nos dice cuál será su suerte después de ésta.[80] Esta posición cuadra mejor con el espíritu críticamente sobrio y ajeno al dogmatismo de Sócrates que las pruebas de la inmortalidad mantenidas en el Fedón; por otra parte, es natural que quien, como él, asigna al alma un rango se hubiese planteado aquel problema como lo hace Sócrates en la Apo­logía, aunque no tuviera ninguna respuesta que darle.[81] Pero este 420 problema no encerraba para él, en modo alguno, una importancia decisiva. Por la misma razón no nos encontramos en él con afirma­ción alguna acerca de la modalidad real del alma: ésta no es para él, como para Platón, una "sustancia", puesto que no decide si es separable del cuerpo o no. Servir al alma es servir a Dios, porque el alma es espíritu pensante y razón moral, y éstos los bienes supremos del mundo, no porque sea un huésped demoniaco cargado de culpas y procedente de remotas regiones celestiales.

No hay, pues, salida posible; todos los rasgos llamativos de la prédica socrática que nos parecen cristianos tienen un origen pura­mente helénico. Proceden de la filosofía griega. Y sólo una idea completamente falsa de la esencia de ésta puede llevarnos a desconocer este hecho. La evolución religiosa superior del espíritu griego se desarrolla fundamentalmente en la poesía y en la filosofía, no en el culto de los dioses, que solemos considerar casi siempre como el contenido principal de la historia de la religión helénica. Es cierto que la filosofía constituye una fase relativamente posterior de la con­ciencia y que el mito es anterior a ella, pero para quien esté acostum­brado a captar las conexiones estructurales del espíritu no cabe la me­nor duda de que tampoco en el caso de Sócrates niega la filosofía de los griegos la ley histórico-orgánica que preside su formación. La filosofía no es sino la expresión racional consciente de la estructura fundamental interna del hombre griego, tal y como podemos seguirla a través de los siglos en los supremos representantes de este género. La religión dionisiaca y órfica de los griegos y la de los misterios presentan, indudablemente, ciertas "fases preliminares" y ciertas ana­logías, pero este fenómeno no puede explicarse diciendo que las for­mas socráticas de hablar y de concebir se deriven de una secta reli­giosa que puede uno desplazar a su antojo como ajena a los griegos o adorar como oriental. Tratándose de Sócrates, el más sobrio de los hombres, el dar por supuesta la existencia de una influencia eficaz de estas sectas orgiásticas en las capas irracionales de su alma, sería una empresa verdaderamente desatentada. Por el contrario, aquellas sectas o aquellos cultos son en los griegos las únicas formas de una antigua devoción popular, que denotan ciertos atisbos importantes de una experiencia interior individual, con la actitud individualizada de vida y la forma de propaganda que a ella corresponden.[82] En la 421 filosofía, que es el campo de acción del espíritu pensante, se crean formas paralelas, en parte por sí mismas, como fruto de situaciones análogas, y en parte apoyándose simplemente en cuanto a la expresión en las formas religiosas corrientes, que en el lenguaje de la filosofía aparecen plasmadas en metáforas y que precisamente por ello son for­mas desnaturalizadas.[83]

En Sócrates, aquellas expresiones de apariencia religiosa brotan frecuentemente de la analogía entre su actuación y la del médico (ver supra, p. 410). Es esto lo que da a su concepto del alma el tinte específicamente griego. En la representación socrática del mundo inte­rior como parte de la "naturaleza" del hombre confluyen dos factores: el hábito multisecular del pensamiento y las dotes más íntimas del espíritu helénico. Y aquí es donde nos sale al paso lo que distingue a la filosofía socrática del concepto cristiano del alma. El alma de que habla Sócrates sólo puede comprenderse con acierto si se la con­cibe juntamente con el cuerpo, pero ambos como dos aspectos distin­tos de la misma naturaleza humana. En el pensamiento de Sócrates lo psíquico no se halla contrapuesto a lo físico. El concepto de la physis de la antigua filosofía de la naturaleza incluye en Sócrates lo espiritual, con lo cual se trasforma esencialmente. Sócrates no puede creer que sólo tenga espíritu el hombre, que éste lo haya arre­atado como un monopolio suyo, por decirlo así.[84] Una naturaleza en la que lo espiritual ocupa su lugar donde sea, tiene que ser capaz por principio de desarrollar una fuerza espiritual. Pero así como, por la existencia del cuerpo y del alma como distintas partes de una sola na­turaleza humana, esta naturaleza física se espiritualiza, sobre el alma re­fluye al mismo tiempo algo de la existencia física misma. El alma aparece ante el ojo espiritual en su propio ser, como algo plástico por decirlo así y, por tanto, asequible a la forma y al orden. Al igual que el cuerpo, forma parte del cosmos; más aún: es un cosmos de suyo, aunque para la sensibilidad griega no podía caber la menor duda de que el principio que se revela en estos distintos campos del orden es siempre, en esencia, uno y el mismo. Por eso la analogía del alma con el cuerpo tiene que hacerse extensiva también a lo que los griegos llaman la areté. Las aretai o "virtudes" que la polis griega asocia casi siempre a esta palabra, la valentía, la ponderación, la jus­ticia, la piedad, son excelencia del alma en el mismo sentido que la salud, la fuerza y la belleza son virtudes del cuerpo, es decir, son las fuerzas peculiares de las partes respectivas en la forma más alta de cultura de que el hombre es capaz y a la que está destinado por su naturaleza. La virtud física y la espiritual no son, por su esencia 422 cósmica, sino la "simetría de las partes" en cuya cooperación descan­san el cuerpo y el alma. Partiendo de aquí es como el concepto socrático de lo "bueno", que es el más intraducibie de todos sus conceptos y el más expuesto a equívocos, se deslinda del concepto análogo de la ética moderna. Su sentido griego será más inteligible para nosotros si en vez de decir "lo bueno" decimos "el bien", acep­ción que envuelve a la par su relación con quien lo posee y con aquel para quien es bueno. Para Sócrates lo bueno es también, indudable­mente, aquello que hacemos o queremos hacer en gracia a sí mismo, pero al mismo tiempo Sócrates reconoce en ello lo verdaderamente útil, lo saludable y, por tanto, a la par, lo gozoso y lo venturoso, puesto que es lo que lleva a la naturaleza del hombre a la realización de su ser.

A base de esta convicción, nos sale al paso la premisa evidente de que la ética es la expresión de la naturaleza humana bien enten­dida. Ésta se distingue radicalmente de la simple existencia animal por las dotes racionales del hombre, que son las que hacen posible el ethos. Y la formación del alma para este ethos es precisamente el camino natural del hombre, el camino por el que éste puede llegar a una venturosa armonía con la naturaleza del universo o, para de­cirlo en griego, a la eudemonía. En el sentimiento profundo de la armonía entre la existencia moral del hombre y el orden natural del universo, Sócrates coincide plena e inquebrantablemente con la con­ciencia griega de todos los tiempos anteriores y posteriores a él. La nota nueva que trae Sócrates es la de que el hombre no puede alcanzar esta armonía con el ser por medio del desarrollo y la satisfacción de su naturaleza física, por mucho que se la restrinja mediante vínculos y postulados sociales, sino por medio del dominio completo sobre sí mismo con arreglo a la ley que descubra indagando en su propia alma. El eudemonismo auténticamente griego de Sócrates deriva de esta remisión del hombre al alma como a su dominio más genuino y peculiar, una nueva fuerza de afirmación de sí mismo frente a las crecientes amenazas que la naturaleza exterior y el destino hacen pesar sobre su libertad. Sócrates no habría encontrado "desaforada", como se la ha tildado por esa profunda desarmonía moderna que existe entre la realidad y la moralidad, la frase de Goethe cuando dice que todo el derroche de sol y de plantas en este cosmos no tendría objeto si estas maravillosas máquinas no sirviesen en último término para hacer posible la existencia de un solo hombre feliz. Y la serenidad perfecta con que Sócrates supo apurar al final de su vida el cáliz de la cicuta demuestra que el "racionalista" Sócrates sabía combinar esta eudemonía moral con los hechos de la realidad que empujan al ánimo moderno al abismo de su disensión moral con el mundo.

La experiencia socrática del alma como fuente de los supremos valores humanos dio a la existencia aquel giro hacia el interior que es característico de los últimos tiempos de la Antigüedad. De este 423 modo, la virtud y la dicha se desplazaron al interior del hombre. Un rasgo significativo de la conciencia con que Sócrates daba este paso lo tenemos en el hecho de que insistiese en que las artes plásticas no se contentasen tampoco con reproducir la belleza física, sino que aspi­rasen a reproducir también la expresión del ser moral (a)pomimei=sqai to\ eh=j yuxh=j h)=qoj). Este postulado aparece como algo completa­mente nuevo en el diálogo con el pintor Parrasio, que reproduce Jenofonte, y el gran artista expresa la duda de que la pintura sea capaz de penetrar en el mundo de lo invisible y lo asimétrico.[85]Jenofonte presenta la cosa como si la preocupación de Sócrates por el alma fuese la que abre por vez primera este campo al arte de la época. El ser físico, sobre todo la cara del hombre, es para Sócrates el espejo de su interior y sus cualidades, y sólo de un modo vacilante y paso a paso se va acercando el artista a esta gran verdad. La historia tiene un valor simbólico. Cualquiera que sea el modo como concibamos las relaciones entre el arte y la filosofía en aquel periodo, correspon­día sin duda a la filosofía, según el criterio de nuestro autor, guiar los pasos por el camino hacia el continente recién descubierto del alma.

No es fácil para nosotros medir en todas sus proporciones histó­ricas el alcance de esta trasformación. Su consecuencia inmediata es la nueva ordenación creadora de los valores que encuentra su fun-damentación dialéctica en los sistemas filosóficos de Platón y Aris­tóteles. Bajo esta forma, es la fuente de todas las culturas posteriores que la filosofía griega ha alumbrado. Pero por muy alta que se va­lore la arquitectónica conceptual de estos dos grandes pensadores, que reducen a una imagen armónica del mundo el fenómeno socrático para hacerlo más claramente visible al ojo del espíritu y que agrupan todo lo demás en torno a este centro, queda en pie la realidad de que en el principio fue la acción. El llamamiento de Sócrates al "cuidado del alma" fue lo que realmente hizo que el espíritu griego se abriese paso hacia la nueva forma de vida. Si el concepto de la vida, del bíos, que designa la existencia humana, no como un simple proceso temporal, sino como una unidad plástica y llena de sentido, como una forma consciente de vida, ocupa en adelante una posición tan domi­nante en la filosofía y en la ética, ello se debe, en una parte muy considerable, a la vida real del propio Sócrates. Su vida fue un anticipo del nuevo bíos, basado por entero en el valor interior del hombre.

Y sus discípulos supieron comprender certeramente que era en esta renovación de la antigua idea del arquetipo —del filósofo como encar­nación de un nuevo ideal de vida— donde residía la fuerza más im­portante de la paideia socrática.

Intentemos ahora ver un poco más de cerca cuál era el carácter de esta educación. El hecho de que este cuidado del alma se califi­que de "servicio de Dios", según las palabras que Platón pone en 424 labios de Sócrates en la Apología,[86] no quiere decir que tenga ningún contenido religioso, en el sentido usual de esta palabra. Por el con­trario, el camino seguido por él es un camino excesivamente secular y natural desde el punto de vista cristiano. Ante todo, este cuidado del alma no se traduce, ni mucho menos, en el descuido del cuerpo. Esto no sería posible tratándose de un hombre que había aprendido del médico del cuerpo la necesidad de someter a un "tratamiento" especial al alma, lo mismo la sana que la enferma. Su descubrimiento del alma no significa la separación de ésta del cuerpo, como con tanta frecuencia se afirma faltando a la verdad, sino del dominio de la pri­mera sobre el segundo. Mens sana in corpore sano es una frase que responde a un auténtico sentido socrático. Sócrates no descuidaba su propio cuerpo ni alababa a quienes lo hacían.[87] Enseñaba a sus ami­gos a mantener su cuerpo sano por el endurecimiento y hablaba dete­nidamente con ellos acerca de la dieta más conveniente para lograrlo. Rechazaba la hartura, por entender que era perjudicial para el cuidado del alma. Él, por su parte, llevaba una vida de espartana sencillez. Más adelante hablaremos del postulado moral del "ascetismo" físico y del sentido de este concepto socrático.

Tanto Platón como Jenofonte explican la acción educativa de Só­crates, como es natural, partiendo de su antagonismo con los sofistas. Los sofistas eran los maestros de este arte que, presentado bajo esta forma, constituía algo nuevo. Sócrates parece enlazarse plenamente a ellos, para seguir luego su camino. Aunque la meta a que él aspira es más alta, parte del mismo valle en que ellos se mueven. La paideia de los sofistas era una mezcla abigarrada de materias de diverso origen. Su meta era la disciplina del espíritu, pero no existía una­nimidad entre ellos en cuanto al saber más indicado para conseguir ese objeto, pues cada uno de ellos seguía estudios especiales y, natu­ralmente, consideraba su disciplina propia como la más conveniente de todas. Sócrates no negaba el valor de ocuparse de todas aquellas cosas que ellos enseñaban, pero su llamamiento al cuidado del alma encierra ya potencialmente un criterio de limitación de los conoci­mientos recomendados por aquellos educadores.[88] Algunos de ellos reconocían como muy valiosas para la educación las enseñanzas de los filósofos de la naturaleza. Por su parte, los antiguos pensadores no habían formulado esta pretensión pedagógica inmediata, aunque también se habían sentido maestros en el alto sentido de la palabra. El problema de la formación de la juventud por medio de estudios científicos constituía algo nuevo. El escaso interés de Sócrates por la filosofía de la naturaleza no se debía tanto, como sabemos, al desconocimiento de los problemas de los físicos como a la imposibili­dad de reducir a un criterio común su modo de plantear el problema 425 y el de aquéllos. Si disuadía a otros de ocuparse demasiado a fondo de las teorías cosmológicas, lo hacía por entender que este gasto de energías espirituales estaría mejor empleado en el conocimiento de las "cosas humanas".[89] Además, los griegos consideraban en general el mundo de lo cósmico como algo demoniaco e inescrutable para los simples mortales. Y Sócrates compartía este temor popular, con­tra el que aún tenía que manifestarse Aristóteles al comienzo de su Metafísica.[90] Reservas parecidas a éstas eran las que hacía también Sócrates con respecto a los estudios matemáticos y astronómicos de los sofistas de orientación más realista por el estilo de Hipias de Elis. Sócrates había cultivado personalmente esta ciencia con gran entu­siasmo. Consideraba necesario hasta cierto punto conocerla, pero cir­cunscribía aquella necesidad dentro de límites bastante estrechos.[91] Este utilitarismo ha querido imputarse a Jenofonte, a quien debemos es­tos informes, y a su orientación unilateral y restringida hacia lo prác­tico. Y se le ha enfrentado el Sócrates de Platón, que en la Re­pública preconiza la educación matemática como el único camino verdadero de la filosofía.[92] Sin embargo, este punto de vista se halla condicionado por la propia evolución platónica hacia la dialéctica y la teoría del conocimiento; el viejo Platón adopta en las Leyes, en que no habla de la cultura superior, sino de la educación elemental, la misma actitud que el Sócrates de Jenofonte.[93] Así, pues, la atención redoblada que Sócrates consagra a las "cosas humanas" actúa como principio de selección en el reino de los valores culturales vigentes hasta allí. Detrás de la pregunta de hasta dónde debe llevarse un es­tudio, se alza esta otra, más importante: ¿para qué sirve ese estudio y cuál es la meta de la vida? Sin dar una contestación a esta pregunta no sería posible una educación.

Por tanto, lo ético vuelve a situarse en el centro del problema, de donde había sido desplazado por el movimiento educativo de los sofistas. Este movimiento había surgido de la necesidad de dar una cultura superior a la alta capa gobernante y de la elevada valoración de los méritos de la inteligencia humana.[94] La finalidad práctica de los sofistas, la formación de hombres de estado y dirigentes de la vida pública, había favorecido esta nueva orientación en una época como aquélla, preocupada fundamentalmente por el éxito. Es 426 Sócrates quien restaura la trabazón entre la cultura espiritual y la cultura moral. Sin embargo, no se crea que opone a la finalidad política de la cultura tal como la concebían los sofistas el ideal apolítico de la pura formación del carácter. A la meta como tal no había por qué tocarla. Esta meta, en una polis griega, tenía que ser siempre la misma necesariamente. Platón y Jenofonte coinciden en que Sócrates era un maestro de política.[95] Sólo así se comprenden su choque con el estado y su proceso. Las "cosas humanas" a que dirigía su aten­ción culminaban siempre, para los griegos, en el bien del conjunto social, del que dependía la vida del individuo.[96] Un Sócrates cuya educación no hubiese sido "política" no habría encontrado discípulos en la Atenas de su tiempo. La gran novedad que Sócrates aportaba era el buscar en la personalidad, en el carácter moral, la médula de la existencia humana en general, y en particular la de la vida colectiva. Pero no fue esto precisamente lo que atrajo a su lado a hombres como Alcibíades y Critias y los convirtió en discípulos suyos, sino la am­bición de desempeñar un papel dirigente dentro del estado y la es­peranza de que encontrarían en él los medios necesarios para satis­facer esa ambición.[97] De lo que se acusaba precisamente a Sócrates era del empleo que aquellos hombres hicieron de su cultura en la vida política. Pero, según Jenofonte, este reproche debía servirle más bien de excusa, puesto que aquel empleo de sus enseñanzas era algo contrario a las intenciones del maestro.[98] En todo caso, sabe­mos que estos discípulos se sintieron sorprendidos y consternados al descubrir en Sócrates, conforme iban conociéndole más a fondo, el gran hombre que pugnaba apasionadamente por el imperio del bien.[99]

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Pero ¿cuál era la educación política de Sócrates? No podemos atribuirle la utopía política que aparece proclamando en la República de Platón, utopía basada ya por entero en la teoría platónica de las ideas, ni es verosímil tampoco que Sócrates se considerase en su obra educativa como lo presenta el Gorgias platónico, como el único ver­dadero estadista de su tiempo, como un estadista al lado de cuyas aspiraciones todas las empresas de los políticos profesionales, enca­minadas exclusivamente hacia el logro del poder exterior, era vanidosa obra de artificio.[100] Son éstos acentos patéticos que presta a Sócrates a posteriori la oposición de Platón contra toda la evolución política que condujo a la ejecución de Sócrates. Sin embargo, el problema radica en la contradicción que envuelve el hecho de que Sócrates no participe personalmente en la vida política y, sin embargo, eduque políticamente a otros en el espíritu de sus postulados.[101] A través de Jenofonte conocemos bien la abundante temática de sus diálogos políticos. Su sentido profundo sólo podemos deducirlo de los diálo­gos socráticos de Platón sobre la esencia de la areté. Jenofonte nos informa de que Sócrates discutía con sus discípulos cuestiones de técnica política de todas clases: la diferencia entre los tipos de cons­tituciones,[102] la formación de instituciones y leyes políticas,[103] los obje­tivos de la actividad de un estadista y la mejor preparación para ella,[104] el valor de la concordia política[105] y el ideal de la legalidad como la más alta virtud del ciudadano.[106] Sócrates trata con sus ami­gos de la administración de la polis y de la de la casa, la οικία. Los griegos consideraban siempre estrechamente relacionadas la po­lítica y la economía. Al igual que los sofistas, en cuya enseñanza aparecen también estos temas, Sócrates partía muchas veces de ciertos pasajes de los poetas, especialmente de Homero, para desarrollar o ilustrar a base de ellos los conocimientos políticos. En aquella época se decía de un buen profesor y conocedor de Homero Όμηρου επαινετής, porque su actividad educativa consistía en alabar deter­minadas fórmulas del poeta.[107] A Sócrates se le reprochaban ciertas 428 tendencias antidemocráticas en la selección de los pasajes de Homero, especialmente ensalzados por él, puesto que trataban de reyes y no­bles.[108]   Ya hemos hecho  referencia a  su crítica de la  mecanización del procedimiento político electoral a través del sorteo por medio de habas y del principio democrático de las mayorías en las leyes de la asamblea  del pueblo.[109]    Esta   crítica,  sin   embargo, no  obedecía a consideraciones de partido.   La mejor prueba de esto la tenemos en la inolvidable escena que figura al principio de las Memorables de Jenofonte, en la que Sócrates, bajo la tiranía de los Treinta, es citado a los locales del gobierno por su antiguo discípulo Critias, actual go­bernante supremo de Atenas, para notificarle la prohibición de que siga dedicándose a la enseñanza, bajo amenaza velada de muerte, a pesar de que sus actividades no caían de por sí bajo el veto general de la enseñanza retórica, que se invocaba para perseguirle.[110]   Lo que ocurre es que los tiranos comprendían claramente que aquel hombre hablaría de sus abusos con la misma dureza con que antes flagelaba los excesos del imperio de las masas.

Los principales testimonios que poseemos están concordes en que Sócrates  gustaba también de tratar asuntos militares  cuando entra­ban en el marco de los problemas político-éticos.   Claro está que ya no nos es posible determinar en detalle hasta qué punto los informes de nuestras fuentes se aproximan a la realidad histórica.   Sin embar­go, no es, ni mucho menos, incompatible en principio con el Sócrates histórico el hecho de que Platón le presente en la República mante­niendo doctrinas detalladas acerca de la ética y la educación guerre­ras   de  los  ciudadanos.[111]    En   el   Laques  de  Platón  aparecen  dos respetables ciudadanos pidiendo consejo a Sócrates acerca de si de­berán instruir a  sus hijos en el nuevo  arte de  la esgrima, y   dos famosos  generales atenienses, Nicias y Laques,  arden  en deseos de conocer  su criterio acerca  de este  punto.   Pero la conversación no tarda en subir de tono, convirtiéndose en una disquisición filosófica sobre la esencia de la valentía.   En Jenofonte nos encontramos con toda una serie de diálogos sobre la educación del futuro estratega.[112]Esta parte   de  la  pedagogía   política  era tanto más  importante   en Atenas cuanto que no existía una escuela de guerra del estado y el nivel  de preparación de los ciudadanos   que eran  reelegidos   todos los años como estrategas era, en parte, muy bajo.   No obstante, por aquel tiempo había  profesores  privados  de  estrategia  que ofrecían sus servicios, lo  que era indudablemente un  fenómeno  de la larga época de guerra.   El concepto tan riguroso que tenía de la prepara­ción especial hacía que Sócrates se abstuviese de administrar por sí 429 mismo enseñanzas técnicas sobre materias que no dominaba. En estos casos le vemos inquirir repetidamente por el maestro adecuado para quienes acudían a él ávidos de instruirse en tales conocimientos. Ve­mos, por ejemplo, cómo envía a uno de sus discípulos a Dionisodoro, un profesor ambulante del arte de la guerra, que acababa de llegar a Atenas.[113] Es cierto que más tarde le critica severamente, al enterarse de que se limitaba a trasmitir al joven ciertos preceptos tácticos sin enseñarle cómo había de aplicarlos, y de que le daba reglas sobre la colocación de las mejores y las peores unidades de tropa, pero sin decirle cuáles eran las mejores y cuáles las peores unidades. En otra ocasión se apoyó en el epíteto "el pastor de pueblos", dado a Aga-memnón por Homero, para poner de manifiesto cuál era la verdadera virtud del caudillo. Y aquí le vemos combatir también la concepción puramente externa y técnica de la profesión de general. Así, por ejemplo, pregunta a un oficial de caballería recién elegido por la asamblea del pueblo si cuenta entre sus deberes el de mejorar los caballos de su tropa y, en caso afirmativo, si se considera también obligado a mejorar a sus jinetes y, en este caso, a sí mismo tam­bién, puesto que los jinetes se mostrarán propicios a seguir al mejor.[114]Es característico del ateniense el valor que Sócrates atribuye a la elocuencia del general, como vemos confirmado en los discursos que los generales pronuncian en las obras de Tucídides y Jenofonte.[115] El paralelo entre el general, el buen dirigente de la economía y el buen administrador sirve para reducir los méritos de los tres al mismo prin­cipio: las cualidades que un buen dirigente debe reunir.[116]

El diálogo con el hijo de Pericles, en cuyo talento militar cifraba Sócrates esperanzas durante los últimos años de la guerra del Pelo-poneso, trasciende de los límites de lo general.[117] Es una época de decadencia incontenible para Atenas, y Sócrates, que había vivido en su juventud el auge que siguiera a las guerras contra los persas, vuelve su mirada hacia atrás, hacia los años de la grandeza ya esfu­mada. Y traza una imagen ideal de la virtud antigua (αρχαία αρετή) de los antepasados, como nunca llegará a trazarla más resplande­ciente ni con mayor fuerza de amonestación la retórica posterior de un Isócrates o de un Démostenos.[118] ¿Esta imagen es sólo un reflejo de la filosofía de la historia contenida en sus oraciones en la obra posterior de Jenofonte, en la que aparece trazada, o este contraste entre el presente degenerado y la fuerza victoriosa de los antepasados surgió realmente en el espíritu del Sócrates de los años tardíos? No cabe desconocer que la pintura que Jenofonte traza de 430 la situación histórica recuerda notablemente los hechos imperantes de la época en que aquél escribió sus Memorables. Todo el diálogo de Sócrates con el joven Pericles tiene para Jenofonte una significación actual. Pero esto por sí solo no demuestra que el verdadero Sócrates no pudiese albergar pensamientos semejantes. El Menexeno de Pla­tón pone en boca de Sócrates, ya mucho tiempo antes de los sueños idealizadores del pasado de un Isócrates, un elogio análogo de la paideia de los antepasados, en forma de un discurso en honor de los guerreros áticos caídos en la lucha, discurso que dice haber escu­chado a Aspasia y que en parte se inspira en pensamientos semejan­tes a aquéllos.[119]

Sócrates invoca, precisamente, lo que hay de "espartano" en el espíritu del pueblo de Atenas, frente a aquel desesperado pesimismo tan comprensible tratándose del hijo de Pericles.[120] No cree en una enfermedad incurable de la patria, sacudida por las discordias. Se remite a la rígida disciplina voluntaria de los atenienses en los coros musicales, en los torneos gimnásticos y en la navegación, y ve en la autoridad que sigue ejerciendo el Areópago un signo de esperanza para el porvenir, por mucho que imperen en el seno del ejército la decadencia de la disciplina y la impotente improvisación. A la vuel­ta de una generación, la restauración de la autoridad del Areópago será un punto esencial del programa de Isócrates para sanear la de­mocracia radicalizada, y la referencia a la disciplina de los coros como modelo para el indisciplinado ejército reaparece en la Primera Filípica de Demóstenes.[121] Suponiendo que Sócrates exteriorizase real­mente aquellas propuestas e ideas u otras semejantes, ello querrá decir que los orígenes del desarrollo de aquel movimiento de oposición con­tra la decadencia política progresiva se remontan en parte hasta el círculo socrático.[122]

El problema de la educación de los gobernantes, que Jenofonte sitúa en primer plano, constituye el tema de un largo diálogo con el filósofo posterior del hedonismo Aristipo de Cirene.[123] En este diá­logo se manifiesta con colores regocijantes la antítesis espiritual entre maestro y discípulo, que debía destacarse claramente desde el primer 431 momento. La premisa fundamental de que arranca aquí Sócrates es la de que toda educación debe ser política. Tiene que educar al hombre, necesariamente, para una de dos cosas: para gobernar o para ser gobernado. La diferencia entre estos dos tipos de educación comienza ya a marcarse en la alimentación. El hombre que haya de ser educado para gobernar tiene que aprender a anteponer el cum­plimiento de los deberes más apremiantes a la satisfacción de las necesidades físicas. Tiene que sobreponerse al hambre y a la sed. Tiene que acostumbrarse a dormir poco, a acostarse tarde y a levantarse temprano. Ningún trabajo, por gravoso que sea, debe asustarle. No debe sentirse atraído por el cebo de los goces de los sentidos. Tiene que endurecerse contra el frío y el calor. No debe preocuparse de tener que acampar a cielo raso. Quien no sea capaz de todo esto está condenado a figurar entre las masas gobernadas. Sócrates desig­na esta educación para la abstinencia y el dominio de sí mismo con la palabra griega ascesis equivalente a la inglesa training.[124] Volve­mos a encontrarnos, como cuando se trataba del concepto del cuidado del alma, junto a la fuente de una de las ideas helénicas primitivas de la educación, que, más tarde, fundida con ideas religiosas de origen oriental, influirá enormemente en la cultura del mundo poste­rior. El ascetismo socrático no es la virtud monacal, sino la virtud del hombre destinado a mandar. No vale, naturalmente, para un Aris­tipo, que no quiere ser señor ni esclavo, sino sencillamente un hom­bre libre, un hombre que sólo desea una cosa: llevar una vida lo más libre y lo más agradable que sea posible.[125] Y no cree que esta li­bertad pueda alcanzarse dentro de ninguna forma de estado, sino sólo al margen de toda existencia política, en la vida de un extranjero y un meteco permanente, que no obliga a nada.[126] Frente a este indi­vidualismo modernista y refinado, Sócrates preconiza la ciudadanía clásica del hombre apegado a su suelo y que concibe su misión polí­tica como la educación para llegar a ser un gobernante, haciéndose digno de ello mediante el ascetismo voluntario.[127] Los dioses no con­ceden nunca a los mortales ningún verdadero bien sin esfuerzo y sin una pugna seria por conseguirlo. Sócrates presenta como ejemplo simbólico de esta concepción de la paideia, al modo pindárico, el relato de la educación de Heracles por la señora areté, la famosa fábula del sofista Pródico sobre "Heracles en la encrucijada".[128]
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El concepto del dominio sobre nosotros mismos se ha convertido, gracias a Sócrates, en una idea central de nuestra cultura ética. Esta idea concibe la conducta moral como algo que brota del interior del individuo mismo, y no como el simple hecho de someterse exterior-mente a la ley, como lo exigía el concepto tradicional de la justicia. Pero como el concepto ético de los griegos parte de la vida colectiva y del concepto político de la dominación, concibe el proceso interior mediante la transferencia de la imagen de una polis bien gobernada al alma del hombre. Para apreciar en su verdadero valor esta trans­ferencia del ideal político al interior del hombre, debemos tener pre­sente la disolución de la autoridad exterior de la ley en la época de los sofistas. Fue ella la que abrió paso a la ley interior.[129] En el momento en que Sócrates dirige la vista a la naturaleza del proble­ma moral aparece en el idioma griego de Atenas la nueva palabra εγκράτεια, que significa dominio moral de sí mismo, firmeza y mo­deración. Como esta palabra se presenta simultáneamente en dos discípulos de Sócrates, Jenofonte y Platón, quienes la emplean fre­cuentemente, y además, de vez en cuando, en Isócrates, autor fuerte­mente influido por la socrática, es irrefutable la conclusión de que se trata de un nuevo concepto que tiene sus raíces en el pensamiento ético de Sócrates.[130] Es una palabra derivada del adjetivo εγκρατής, que designa a quien tiene poder o derecho de disposición sobre algo. Y como el sustantivo sólo aparece en la acepción del dominio moral sobre sí mismo y no se encuentra nunca antes de aquella época, es evidente que fue creado expresamente para esta nueva idea, sin que antes existiese como concepto puramente jurídico. La enkratia no constituye una virtud especial, sino, como acertadamente dice Jeno­fonte,[131] la "base de todas las virtudes", pues, equivale a emancipar a la razón de la tiranía de la naturaleza animal del hombre y a estabilizar el imperio legal del espíritu sobre los instintos.[132] Y como lo espiritual es para Sócrates el verdadero yo del hombre, podemos traducir el concepto de enkratia, sin poner en él ninguna nota nueva, 433 por el giro inspirado en él de "dominio de sí mismo". En el fondo, ese concepto encierra ya el germen del estado ideal de Platón y el concepto puramente interior de la justicia en que ese estado se basa, como la coincidencia entre el hombre y la ley que se alberga dentro de él mismo.[133]

El principio socrático del dominio interior del hombre por sí mis­mo lleva implícito un nuevo concepto de la libertad. Es notable que el ideal de la libertad, que impera como ningún otro en la época moderna desde la Revolución francesa para acá, no desempeñe nin­gún papel importante en el periodo clásico del helenismo, a pesar de que la idea de la libertad como tal no está ausente de esta época. La democracia griega aspira fundamentalmente a la igualdad (to\ i)/son) en sentido político y jurídico. La "libertad" es para este postulado un concepto demasiado multívoco. Puede indicar tanto la indepen­dencia del individuo como la de todo el estado o la nación. Se habla de vez en cuando, indudablemente, de una constitución libre o se califica de libres a los ciudadanos del estado en que esta constitución rige, pero con ello quiere expresarse simplemente que no son esclavos de nadie. En efecto, la palabra "libre" (e)leu/qeroj) es en esta época, primordialmente, lo opuesto a la palabra esclavo (dou=loj). No tiene ese sentido universal, indefinible, ético y metafísico, del concepto moderno de libertad, que nutre e informa todo el arte, la poesía y la filosofía del siglo xix.[134] La idea moderna de la libertad tuvo sus orígenes en el derecho natural. Condujo en todas partes a la aboli­ción de la esclavitud. El concepto griego de la libertad en el sentido de la época clásica es un concepto positivo del derecho político. Se basa en la premisa de la esclavitud como institución consolidada, más aún, como la base sobre que descansa la libertad de la población ciudadana. La palabra ελευθέριος, "liberal", derivada de aquel con­cepto, designa la actitud propia del ciudadano libre, tanto en el modo de gastar el dinero como en el modo de expresarse o en cuanto al decoro externo de su modo de vivir, actitudes todas ellas que no cuadrarían a un esclavo. Artes liberales son aquellas que forman parte de la cultura liberal, que es la paideia del ciudadano libre, por oposición a la incultura y a la mezquindad del hombre no libre y del esclavo. Es Sócrates quien convierte la libertad en un problema ético, problema que luego las escuelas socráticas desarrollan con diversa intensidad. Sócrates no procede tampoco, ciertamente, a una crítica demoledora de la división social de los hombres de la polis en libres y esclavos. Pero aunque no se toque a esta división, pierde mucho de su valor profundo por el hecho de que Sócrates la transfiera a la órbita del interior moral del hombre. A tono con el desarrollo del concepto del "dominio sobre sí mismo" tal como lo exponíamos más 434 arriba, como el imperio de la razón sobre los instintos, se va for­mando ahora un nuevo concepto de la libertad interior.[135] Se consi­dera libre al hombre que representa la antítesis de aquel que vive esclavo de sus propios apetitos.[136] Este aspecto sólo es interesante con respecto a la libertad política en cuanto que envuelve la posibi­lidad de que un ciudadano libre o un gobernante sea, a pesar de ello, un esclavo en el sentido socrático de la palabra. Lo que lleva con­sigo, además, el corolario de que semejante hombre no puede ser un hombre verdaderamente libre ni un verdadero gobernante. Es interesante ver cómo el concepto de la "autonomía" empleado en este sentido por los filósofos modernos, que tenía una importancia tan grande en el pensamiento político de los griegos y que expresaba la independencia de una polis con respecto al poder de otros estados, no llegó a transferirse nunca a la órbita moral como los conceptos a que acabamos de referirnos. Lo que a Sócrates le interesaba no era, visiblemente, la simple independencia con respecto a cualesquiera normas vigentes al margen del individuo, sino la eficacia del imperio ejercido por el hombre sobre sí mismo. La autonomía moral en el sentido socrático significaría, por tanto, fundamentalmente, la inde­pendencia del hombre con respecto a la parte animal de su natura­leza. Esta autonomía no se halla en contradicción con la existencia de una alta ley cósmica en que se encuadre este fenómeno moral del dominio del hombre sobre sí mismo. Otro concepto relacionado con éste es el de la autarquía y carencia de necesidades. Este concepto rige, sobre todo, con gran fuerza, en Jenofonte, tal vez bajo la im­presión de las obras de Antístenes.[137] En cambio, en Platón este 435 rasgo es mucho más acusado, a pesar de lo cual no puede dudarse de su autenticidad histórica. Más tarde se desarrolló más bien en la dirección cínica de la ética postsocrática, donde se erige en criterio decisivo del verdadero filósofo; sin embargo, tampoco en Platón ni en Aristóteles deja de aparecer este rasgo en la imagen de la ende­monia filosófica.[138] La autarquía del sabio hace revivir en el plano espiritual uno de los rasgos fundamentales del antiguo héroe del mito heleno, encarnado para los griegos, principalmente, en la figura gue­rrera de Heracles y en sus "trabajos" (πόνοι), en el hecho de "ayu­darse a sí mismo". La forma heroica primitiva de este ideal descan­saba en la fuerza del héroe para salir vencedor en la lucha contra los poderes enemigos, contra los monstruos y espíritus malignos de todas clases.[139] Ahora esta fuerza se convierte en fuerza interior. La cual sólo es posible a condición de que el hombre se circunscriba en sus deseos y aspiraciones a lo que se halla realmente al alcance de su poder. Sólo el sabio, que sabe domeñar los monstruos salvajes de los instintos dentro de su propio pecho, es verdaderamente autárquico. Es el que más se acerca a la divinidad, que carece de necesidades.

Este ideal "cínico" lo expresa Sócrates con toda precisión en su diálogo con el sofista Antifón, quien trata de apartar de él a sus discípulos señalándoles irónicamente la situación de penuria econó­mica en que vive su maestro.[140] Parece, sin embargo, que Sócrates no perfila todavía la idea de la autarquía en el sentido radicalmente individualista que los cínicos habían de darle más tarde. Su autar­quía carece en absoluto del giro apolítico, del retraimiento y la mar­cada indiferencia ante todo lo que venga del exterior. Sócrates vive todavía de lleno dentro de la polis. Y en el concepto de lo político se engloba al mismo tiempo, para él, toda forma de comunidad hu­mana. Sitúa al hombre dentro de la vida de la familia y en el círculo de sus parientes y amigos. Son éstas las formas naturales y más estrechas de comunidad de la vida humana, sin las cuales no podría­mos existir. Por tanto, Sócrates hace extensivo el ideal de la 436 concordia del campo de la vida política, para el que ese concepto se empezó creando, al terreno de la familia y señala la necesidad de la cooperación en el seno de la familia y del estado tomando como ejemplo la cooperación de los órganos del cuerpo humano, las ma­nos, los pies y las demás partes del hombre, ninguna de las cuales puede existir por separado.[141] Por otra parte, el reproche que se le hacía de minar como educador la autoridad de la familia demues­tra la crisis que la influencia de Sócrates sobre sus discípulos podía acarrear en ciertos casos sobre la vida familiar concebida a la anti­gua.[142] Sócrates se esforzaba por encontrar la pauta moral fija de la conducta humana, la cual no podía suplirse siquiera, en aquella época en que vacilaban todas las tradiciones antiguas, por la apli­cación rígida de la autoridad paterna. En sus diálogos se someten a crítica los prejuicios imperantes. Como argumentos en contra tene­mos el gran número de padres que iba a pedirle a Sócrates consejo para la educación de sus hijos. El diálogo con su propio hijo Lam-procles, que se rebelaba contra el mal humor de su madre, Jantipa, atestigua cuan lejos estaba Sócrates de dar la razón a quienes conde­naban precipitadamente a sus padres o mostraban una impaciencia poco piadosa con el temperamento y hasta con los defectos evidentes de éstos.[143] A un Querécrates, que no acierta a vivir en paz con su hermano Querefón, le hace comprender que la relación entre her­manos es una especie de amistad para la cual llevamos ya en nos­otros mismos el don natural, puesto que se da ya entre los animales.[144]Para desarrollarla y convertirla en un valor para nosotros necesita­mos cierto saber, cierta comprensión, ni más ni menos que para montar un caballo.

Este saber no es nada nuevo ni complicado: quien desee que otros le hagan bien tiene que empezar por hacerlo él a los otros. El prin­cipio de anticiparse rige para la amistad lo mismo que para la enemis­tad y para la lucha.[145]

Es éste el lugar indicado para hablar del concepto socrático de la amistad. Este concepto no es una simple teoría, sino que tiene sus raíces en la forma de vida socrática. La filosofía y las aspira­ciones espirituales van unidas en ella al trato amistoso con los hom­bres. Nuestras fuentes coinciden en destacar este hecho y en la abun­dancia de nuevos y profundos pensamientos, que ponen en boca de Sócrates, sobre las relaciones de unos hombres con otros. En Platón, el concepto socrático de la philía aparece exaltado al plano de lo metafísico en Lisis, el Simposio y Fedro. A esta especulación, que habremos de examinar más adelante, podemos enfrentar aquí la 437 imagen de Jenofonte, en la que el problema ocupa una posición no menos descollante.

Un buen amigo constituye un bien del más alto valor en todas las situaciones de la vida. Pero el valor de los amigos difiere tanto como el precio de los esclavos. Quien sabe esto se plantea también, a su vez, el problema de lo que él representará para sus amigos y procurará hacer subir todo lo posible este valor.[146] La nueva coti­zación de la amistad es sintomática de la época de la gran guerra. Se halla en alza continua y desde Sócrates surge en las escuelas filosó­ficas toda una literatura sobre la amistad. El elogio de la amistad figura ya en la poesía antigua. En Homero la amistad es la cama­radería del soldado y en la educación de la nobleza de Teognis se presenta como protección y baluarte contra los peligros de la vida pública en los tiempos de conmociones políticas.[147] Sócrates destaca también considerablemente este aspecto de la amistad. Aconseja a Critón que se busque un amigo que ronde junto a él como un perro fiel y le proteja.[148] La descomposición interior de la sociedad y de todas las relaciones humanas, incluso de la familia, a consecuencia de la disgregación política cada vez más profunda y la acción de los sicofantes acentúa hasta lo insoportable la inseguridad del individuo aislado. Pero lo que convierte a Sócrates en maestro de un nuevo arte de la amistad es la conciencia de que la base de toda amistad verdadera no debe buscarse en la utilidad externa de unos hombres para otros, sino en el valor interior del hombre. Es cierto que la experiencia enseña que hasta entre los hombres buenos y que aspi­ran a fines altos no imperan siempre la amistad y la benevolencia, sino que reina con harta frecuencia un antagonismo más violento que entre las criaturas poco dignas.[149] Es ésta una experiencia es­pecialmente descorazonadora. Los hombres están dotados por natu­raleza para los sentimientos amistosos y para los hostiles. Se nece­sitan unos a otros y necesitan de su cooperación mutua; tienen el don de la compasión; saben lo que son la beneficencia y la gratitud. Pero al mismo tiempo aspiran a gozar de los mismos bienes, y esto les arrastra a la pelea, ya se trate de bienes nobles o simplemente de bienes placenteros; la discrepancia de opiniones siembra entre ellos la discordia; las disputas y la cólera conducen a la guerra; la hos­tilidad engendra la codicia de poseer más y la envidia es odiosa. Y, sin embargo, la amistad se abre paso por entre todos estos obstácu­los y relaciona entre sí a los mejores hombres, los cuales prefieren esta fortuna interior a una suma mayor de dinero o de prestigio y ponen a disposición de sus amigos, desinteresadamente, sus bienes y sus servicios, a la par que disfrutan y se alegran de la propiedad y los servicios de sus amigos. ¿Por qué la aspiración de un hombre 438 hacia fines políticos elevados, hacia el honor de su ciudad natal o hacia la defensa más lograda de sus intereses, ha de impedirle unirse a otro hombre que obre movido por iguales sentimientos, en vez de conside­rarlo como un enemigo?

La amistad comienza por el perfeccionamiento de la propia per­sonalidad. Pero, además, necesita de las dotes del "erótico" que Sócrates gusta de asignarse irónicamente, del hombre que necesita de otros y corre tras ellos, que ha recibido de la naturaleza la gracia, convertida luego por él en el arte, de agradar a quien a él le agrada.[150]No es como la Escila de Homero, que se aferraba inmediatamente a los hombres, los cuales huían de ella al verla de lejos. Semeja más bien a la sirena, que con su canto suave atrae al hombre desde la lejanía. Sócrates pone su genio para la amistad al servicio de sus amigos, cuando éstos necesitan de él, para conquistar nuevas amis­tades. No conoce la amistad solamente como el aglutinante indispen­sable de la cooperación política, sino que la amistad es para él la verdadera forma de toda asociación productiva entre los hombres. Por eso no habla nunca, como los sofistas, de sus discípulos, sino siempre de sus amigos.[151] Más tarde, esta expresión, tomada del círculo socrático, se incorpora incluso a la terminología de las es­cuelas filosóficas de la Academia y el Liceo, en las que perdura, en un sentido casi petrificado, en giros como el de los "amigos ma­triculados".[152] Para Sócrates, esta palabra tiene un significado ple­no. El discípulo está en él constantemente como un hombre completo y el mejoramiento de la juventud, del que se jactaban los sofistas, era para él, que repugnaba todo lo que fuese elogiarse a sí mis­mo, el sentido profundo y real de todo su trato amistoso con los hombres.

Constituye una de las grandes paradojas el que este hombre, el mayor educador conocido, no quisiese hablar de paideia con referen­cia a su propia actividad, a pesar de que todo el mundo veía en él la encarnación más perfecta de este concepto. Claro está que la pa­labra no podía rehuirse a la larga, y Platón y Jenofonte la emplean con frecuencia para designar las aspiraciones de Sócrates y para ca­racterizar su filosofía. Sócrates encontraba esta palabra tarada por 439 la práctica y la teoría "pedagógicas" de su tiempo.[153] Quería decir demasiado o decía demasiado poco. Por eso, ante la acusación de que corrompía a la juventud, replicaba que él jamás había afirmado la pretensión de "educar a los hombres".[154] Al decir esto, alude a la actividad técnica de la enseñanza profesional de los sofistas. Sócrates no es un "profesor", pero le vemos incesantemente afanado "en la búsqueda" del verdadero maestro, sin encontrarlo nunca. Lo que des­cubre siempre es un buen especialista para tal o cual materia, que puede recomendar para su especialidad.[155] Lo que no encuentra nun­ca es el maestro en el sentido pleno de la palabra. Es un bicho raro. Mientras todo el mundo, los sofistas, los retóricos y los filóso­fos, pretenden cooperar en las grandes obras de la paideia: en la poe­sía, en las ciencias, en las artes, en las leyes, en el estado; mientras todo ciudadano ateniense un poco despierto y preocupado por la ob­servancia del derecho y del orden en su ciudad se figura contribuir en algo al mejoramiento de la juventud,[156] Sócrates cree que no com­prende siquiera este arte. Le choca, simplemente, que sea él el único que corrompa a los hombres. Mide las grandes pretensiones de los demás por un concepto nuevo de la paideia que le hace dudar de la legitimidad de aquéllas, pero se da cuenta de que tampoco este con­cepto nuevo corresponde a su ideal. Y a través de esta ironía ge-nuinamente socrática se descubre la conciencia de la misión que tiene la verdadera educación y de la grandeza de su dificultad, de la que el resto del mundo no tiene la menor idea.

La actitud irónica de Sócrates ante el problema de su propia obra de educador explica la aparente contradicción de que, a la vez que afirma la necesidad de la paideia, niegue los más serios esfuerzos realizados por los demás en torno de ella.[157] Su eros educativo rige sobre todo para con las naturalezas escogidas, dotadas para la más alta cultura espiritual y moral, para la areté. Su gran capacidad de asimilación, su buena memoria y su afán de saber claman por la paideia. Sócrates está convencido de que estos hombres, si se les diese la educación adecuada, alcanzarían por sí mismos las cumbres más altas y al mismo tiempo harían felices a otros hombres.[158] A quienes desprecian el saber y todo lo fían a sus dotes naturales les hace comprender que son éstos los que más necesitan de cultivarse, del 440 mismo modo que los caballos y los perros de mejor calidad, dotados por la naturaleza con la mejor raza y el mejor temperamento, nece­sitan ser amaestrados y disciplinados desde que nacen con el mayor rigor, pues, si no se les amaestrase y disciplinase, acabarían siendo peores que los demás. Las naturalezas mejor dotadas son precisamen­te las que necesitan desarrollar su discernimiento y su juicio crítico, para que puedan dar los frutos que corresponden a su talento.[159] Y a los ricos que creen poder desdeñar la cultura les abre los ojos ha­ciéndoles ver la inutilidad de una riqueza que no sabe emplearse o se emplea en malos fines.[160]

Pero con la misma severidad combate las quimeras culturales de quienes, envaneciéndose de sus conocimientos literarios y de sus afa­nes espirituales, se creen superiores a los de su misma edad y seguros de antemano de lograr el mayor éxito en la vida pública. Eutidemo, el joven hastiado, es un representante nada antipático de este tipo de hombres. [161] La crítica socrática de su "cultura general" arranca de su punto más débil: cuando se pasa revista a las distintas ramas sobre las que recaen los afanes literarios de este joven se ve que en su biblioteca están representadas todas las artes y todas las disciplinas, desde la poesía hasta la medicina, las matemáticas y la arquitectura; pero se advierte una laguna: la falta de un buen manual de virtud política. Para un joven ateniense, ésta es la meta natural de toda la formación general del espíritu. ¿Es acaso éste el único arte en que el autodidacto puede alzar la voz,[162] mientras que en medicina se le daría de lado pura y simplemente como un intruso? ¿Acaso en política, en vez de probar los maestros que se han tenido y aportar las pruebas de nuestra capacidad anterior, basta con probar nuestra falta de saber para inspirar confianza a cualquiera? Sócrates con­vence a Eutidemo de que la profesión hacia la que se orienta es el arte real[163] y de que nadie puede llegar a ser grande en él sin ser justo. Del mismo modo que aquellos que descuidan su cultura son espoleados a hacer algo por sí mismos, a quienes se imaginan que son cultos hay que convencerles de que les falta lo esencial. Eutidemo se ve envuelto en un diálogo sobre la esencia de la justicia y de la injusticia, hasta que se da cuenta de que no ha comprendido nada de una ni de otra. Y en vez del estudio de los libros se abre otro camino para iniciarse en la "virtud política", camino que arranca de la con­ciencia de la propia ignorancia y del conocimiento de sí mismo, es decir, de sus propias fuerzas.

Nuestras fuentes no dejan la menor duda de que éste era el ver­dadero camino socrático, y la meta a la que se entregaba la pasión de Sócrates, esta virtud política precisamente. Nuestros testimonios están concordes en un todo acerca de esto. Los primeros diálogos 441 socráticos de Platón son los que con mayor claridad nos indican qué debe entenderse por esa virtud. Es cierto que estos valores se califican la mayoría de las veces con el predicado aristotélico de valores "éti­cos".[164] Pero esta expresión se expone fácilmente a equívoco para nosotros, gente moderna, ya que nosotros no consideramos lo ético sin más —lo que para Aristóteles era aún evidente por sí mismo—,[165]como la expresión parcial de la existencia de la comunidad, sino que muchas veces reputamos esencial precisamente la separación entre lo ético y lo político. Esta separación entre el campo interior del in­dividuo y el campo general no solamente es una abstracción de la filosofía moderna, sino que está profundamente arraigado en nos­otros. Responde a la secular tradición de la contabilidad por partida doble de nuestro mundo "cristiano" moderno, que mientras reconocía para la vida moral del individuo los severos postulados del Evangelio, medía el estado y sus actos por otros raseros "naturales". Con esto no sólo se separaba lo que en la vida de la polis griega formaba una unidad, sino que se cambiaba incluso el sentido de los concep­tos de lo ético y lo político. Esta circunstancia entorpece más que cualquier otra la comprensión acertada de la situación imperante en Grecia. Esto hace que sea igualmente equívoco para nosotros decir que las virtudes de que habla Sócrates son virtudes "políticas". Cuan­do calificamos la vida entera del hombre griego y su moral, en el sentido de Sócrates o de Aristóteles, con el adjetivo de "política" expresamos algo muy distinto del concepto técnico actual de la polí­tica y del estado. Así lo indica ya la simple reflexión acerca de la diferencia de significado que hay entre el concepto moderno de esta­do, status en el bajo latín, con su sentido abstracto, y con la palabra griega polis, palabra de sentido concreto que expresa plásticamente el conjunto pletórico de vida de la existencia humana colectiva y la existencia individual enmarcada dentro de aquélla, en su estructura orgánica. Por consiguiente, en este sentido antiguo podemos decir que los diálogos socráticos de Platón que tratan de la piedad, la justicia, la valentía y la moderación constituyen investigaciones sobre la virtud política.

Como ya dijimos más arriba, el típico número de cuatro que for­man las llamadas virtudes cardinales platónicas es ya de por sí una alusión a su entronque histórico con el ideal de ciudadanía de la an­tigua polis griega, puesto que este canon de las virtudes ciudadanas lo encontramos mantenido ya en Esquilo.[166]

Los diálogos de Platón nos revelan uno de los aspectos de la acti­vidad de Sócrates que en el relato de Jenofonte pasa casi a segundo plano ante el aspecto estimulante y exhortativo: el aspecto del diá­logo refutador e inquisitivo, el elenchos. Pero este aspecto, como 442 hemos visto al examinar cómo caracteriza Platón las formas típicas del discurso socrático (supra, pp. 414 s.), es el complemento nece­sario del discurso exhortativo, pues prepara el terreno a sus efectos, removiéndolo con la conciencia que el hombre adquiere de sí mismo y que le dice que en realidad la persona a quien se interroga no sabe nada de lo que cree saber.

Los diálogos eléncticos discurren en su totalidad bajo la forma del intento repetido de captar el concepto general que sirve de base a la palabra que se usa para expresar un valor moral, tal corno va­lentía o justicia. La forma de la pregunta ¿qué es la valentía? parece indicar que la finalidad perseguida por ella es la definición de este concepto. Aristóteles dice expresamente que la definición de los con­ceptos es una conquista de Sócrates,[167] y lo mismo sostiene Jeno­fonte.[168] Esto, de ser cierto, añadiría un nuevo rasgo esencial a la imagen anteriormente trazada: Sócrates aparecería como creador de la lógica. Sobre este hecho se basa la antigua opinión que presenta a Sócrates corno el fundador de la filosofía conceptual. Pero última­mente Heinrich Maier ha puesto en duda el valor de los testimonios de Aristóteles y Jenofonte, creyendo poder demostrar que se basan simplemente en los diálogos de Platón, el cual se limitaba a exponer su propia teoría.[169] Es Platón quien, basándose en los conatos de un nuevo concepto del saber con que se encuentra en Sócrates, desarrolla la lógica y el concepto; Sócrates fue solamente, según ese autor, el ,protréptico, el profeta de la autonomía moral. Sin embargo, esta explicación tropieza con dificultades tan grandes como la opinión contraria, la de que en Sócrates aparece mantenida ya la teoría de las ideas.[170] La tesis de que los testimonios de Aristóteles y Jenofonte sólo se basan en los diálogos de Platón no es susceptible de ser pro­bada ni es tampoco verosímil.[171] La tradición que ha llegado a nos­otros está concorde en presentar a Sócrates como el maestro insupe­rable en el arte de la persuasión bajo la forma de preguntas y respuestas, en el arte de la dialéctica, aunque este aspecto quede tam­bién en Jenofonte relegado a segundo plano detrás de la protréptica. Problema aparte es el de saber cuáles eran el sentido y la mira de estos intentos de determinación de los conceptos; lo que no ofrece 443 la menor duda es el hecho en sí. Reconozcamos que manteniéndonos dentro de la concepción tradicional de Sócrates como puro filósofo conceptual no podía comprenderse el giro que luego hubo de tomar su discípulo Antístenes hacia la simple ética y protréptica. Pero, a la inversa, si limitamos la personalidad de Sócrates al evangelio de la voluntad moral, resultará inexplicable el nacimiento de la teoría platónica de las ideas y la estrecha relación que el propio Platón establece entre ella y la "filosofía" de Sócrates. Para este dilema sólo hay una salida: debemos reconocer que la forma en que Sócrates aborda el problema ético no era una mera profecía, una prédica des­tinada a sacudir la moral del hombre, sino que su exhortación al "cuidado del alma" se traducía en el esfuerzo de penetrar en la esen­cia de la moral mediante la fuerza del logos.

El motivo del diálogo socrático es la voluntad de llegar con otros hombres a una inteligencia que todos deben acatar acerca de un tema que encierra para todos ellos un interés infinito: el de los va­lores supremos de la vida. Para llegar a este resultado, Sócrates parte siempre de aquello que el interlocutor o los hombres reconocen de un modo general. Este reconocimiento sirve de "base" o de hipó­tesis, después de lo cual se desarrollan las consecuencias derivadas de ella, contrastándose a la luz de otros hechos de nuestra conciencia considerados como hechos establecidos. Un factor esencial de este progreso mental dialéctico es el descubrimiento de las contradicciones en las que incurrimos al sentar determinadas tesis. Estas contradic­ciones nos obligan a contrastar una vez más la exactitud de los reco­nocimientos considerados verdaderos, para revisarlos o abandonarlos en su caso. La mira que se persigue es reducir los distintos fenó­menos del valor a un valor general y supremo. Sin embargo, Sócrates no parte en sus investigaciones del problema de este "bien en sí", sino de alguna virtud concreta, tal y como el lenguaje la caracteriza por medio de calificativos morales especiales, como es, por ejemplo, ) que llamamos valiente o justo. Así, en el Laques se emprenden toda una serie de intentos para decirnos qué es valentía, pero Sócrates se ve obligado a abandonar una tras otra estas tesis, por formular con demasiada estrechez o demasiada amplitud la esencia de la valen­tía. El mismo procedimiento se sigue en el diálogo con Eutidemo sobre las virtudes que figura en las Memorables de Jenofonte.[172] Se trata, pues, realmente de saber cuál era el "método" del Sócrates histó­rico. Claro está que la palabra "método" no basta para caracterizar el estudio ético del procedimiento seguido por él. La palabra tiene, sin embargo, origen socrático y caracteriza certeramente el procedi­miento natural que el gran virtuoso del interrogatorio convierte en un arte. Exteriormente, este "método" se parecía a primera vista mucho. hasta exponerse a la confusión, a aquella maestría en la esgrima de las palabras, desarrollada también por aquel entonces hasta 444 convertirse en un arte. Y en los diálogos socráticos no faltan ciertamente los ardides de esgrima verbal, que recuerdan las conclusiones cap­ciosas de este "erístico". En la dialéctica de Sócrates no debe subes­timarse tampoco el elemento del puro afán de disputar. Platón lo reproduce con gran fidelidad y de un modo muy vivo, y algunos contemporáneos alejados del maestro o competidores suyos, como Isócrates, presentan a los socráticos, comprensiblemente, como sim­ples discutidores profesionales.[173] Esto revela hasta qué punto tendían los demás a colocar en primer plano este aspecto del problema. Sin embargo, en los diálogos socráticos de Platón flota sobre estas dis­quisiciones, pese a todo el sentido del humor de la nueva atlética espiritual y a todo el entusiasmo deportivo por los golpes seguros y victoriosos de Sócrates, una profunda seriedad y una entrega comple­ta a la causa debatida.

El diálogo socrático no pretende ejercitar ningún arte lógico de definición sobre problemas éticos, sino que es simplemente el cami­no, el "método" del logos para llegar a una conducta acertada. Nin­guno de los diálogos socráticos de Platón llega al resultado de definir realmente el concepto moral que en él se investiga; más aún, du­rante mucho tiempo existía la opinión general de que todos estos diálogos no llegan en realidad a un resultado. Pero éste se echa de ver, ciertamente, cuando se comparan entre sí varios diálogos y el desarrollo seguido por ellos, para estar en condiciones de captar lo que contienen de típico. Todos estos intentos de "limitar" la esencia de una determinada virtud desembocan, por último, en la concien­cia de que esa esencia tiene que consistir necesariamente en un saber, en un conocimiento. Pero a Sócrates no le interesa tanto el carácter diferencial de la virtud concreta que investiga, su definición, como lo que tiene de común con las demás virtudes, como la "virtud en sí". Sobre la investigación flota tácitamente desde el primer momento la intuición o el supuesto de que esta virtud debe buscarse en un saber, pues ¿para qué serviría en última instancia todo el lujo de fuerza intelectual que aquí se despliega para la solución del problema ético, si el investigador no confiase en acercarse prácticamente por este camino a la meta del fomento del bien? Claro está que esta convicción de Sócrates contradice precisamente a la opinión dominan­te de todos los tiempos. El problema estriba, para ésta, en que el hombre, a pesar de ver claro, se decide con harta frecuencia por el mal.[174] La terminología corriente llama a esto flaqueza moral.[175]Cuanto más imperiosamente parecen demostrar los razonamientos de Sócrates que la areté tiene que ser necesariamente, en último 445 resultado, un saber, y cuanto más espoleado se siente el esfuerzo dialéc­tico por la perspectiva de alcanzar esa elevada meta, más paradójico se antoja este camino al sentimiento escéptico.

La lectura de estos diálogos nos hace testigos de la máxima exal­tación a que llegan en Grecia el impulso del conocer y la fe en el conocimiento. Una vez que el espíritu impone su fuerza ordenadora al mundo exterior e ilumina su trabazón, acomete la empresa todavía más intrépida de someter al imperio de la razón la vida humana sa­lida de su quicio. Ya la mirada retrospectiva de Aristóteles, a pesar de compartir la fe audaz en la fuerza constructiva, "arquitectónica" del espíritu, consideraba una exaltación intelectualista la tesis socrá­tica de la virtud como saber y frente a ella intentaba esclarecer debidamente la importancia de los instintos y de su sofrenamiento para la educación moral.[176] Pero con su tesis, Sócrates no pretende proclamar precisamente una visión psicológica. Quien se preocupe de buscar bajo su paradoja la sustancia fecunda que presentimos en ella reconocerá fácilmente la rebelión contra todo lo que hasta enton­ces se llamaba saber y carecía en realidad de toda fuerza moral. El conocimiento del bien, que Sócrates descubre en la base de todas y cada una de las llamadas virtudes humanas, no es una operación de la inteligencia, sino que es, como Platón comprendió certeramente, la expresión consciente de un ser interior del hombre. Tiene su raíz en una capa profunda del alma en la que ya no pueden separarse, pues son esencialmente uno y lo mismo, la penetración del conocimiento y la posesión de lo conocido. La filosofía platónica es el intento de descender a esta nueva sima del concepto socrático del saber y agotarla.[177] Para Sócrates, no es refutar su tesis del saber como virtud el que la multitud de los hombres invoque en contra de ella su experiencia de que el conocimiento del bien y la conducta no siem­pre coinciden. Esta experiencia sólo demuestra una cosa: que el ver­dadero saber no abunda. El propio Sócrates no se jacta de poseerlo. Pero con la prueba convincente de la ignorancia del hombre que sí cree saber, abre el camino para un concepto del saber fiel a su postu­lado y que constituye realmente la fuerza de saber más profunda del hombre. La existencia de este saber es para Sócrates una verdad de firmeza incondicional, pues se demuestra como base de todo pen­samiento y de toda conducta éticos tan pronto como indagamos las premisas de éstos. Y para sus discípulos la tesis del saber como 446 virtud ya no constituye una simple paradoja, como al principio se creyó, sino la descripción de la capacidad suprema de la naturaleza humana, que en Sócrates se había hecho realidad y que tenía, por tanto, una existencia.

El conocimiento del bien, a que se reduce siempre en última ins­tancia la investigación de todas y cada una de las virtudes, es algo más amplio que la valentía, la justicia o cualquier otra areté concreta. Es la "virtud en sí", que se revela de distintos modos en cada una de las diferentes virtudes. Sin embargo, aquí nos encontramos con una nueva paradoja psicológica. En efecto, si la valentía, por ejem­plo, consiste en el conocimiento del bien con relación a lo que en realidad debe temerse o no temerse, es indudable que la virtud con­creta de la valentía presupone el conocimiento del bien en su totali­dad.[178] Se hallará, pues, indisolublemente enlazada a las demás vir­tudes, a la justicia, la moderación y la piedad, y se identificará con éstas o guardará, al menos, una gran analogía externa con ellas. Ahora bien, habrá pocos hechos con que se halle más familiarizada nues­tra experiencia moral que el de que una persona puede distinguirse por su gran valentía o valor personal y, a pesar de ello, ser un hom­bre injusto, desaforado o impío o, por el contrario, ser un hombre absolutamente moderado y justo y, en cambio, un cobarde.[179] Por consiguiente, aun cuando quisiéramos llegar con Sócrates hasta el punto de considerar las distintas virtudes como "partes" de una sola virtud universal, parece que no podríamos estar de acuerdo con él en la tesis de que esta virtud actúa y se halla presente como un todo en cada una de sus partes. Las virtudes pueden concebirse, a lo sumo, como las diversas partes de una cara, que puede tener los ojos bonitos y la nariz fea. Sin embargo, Sócrates es tan inexorable en este punto como en su certeza inquebrantable de que la virtud es el saber. La verdadera virtud es para él una e indivisible.[180] No es posible tener una parte de ella y otra no. El hombre valiente que sea irreflexivo, desaforado o injusto podrá ser un buen soldado en el combate, pero nunca será valiente para consigo mismo y para con su enemigo interior, que son sus propios instintos desenfrenados. El hombre piadoso que cumple fielmente sus deberes para con los dio­ses, pero sea injusto hacia sus semejantes y desaforado en su odio y 447 fanatismo, no será verdaderamente piadoso.[181] Los estrategas Nicias y Laques se asombran de ver cómo Sócrates les expone la esencia de la verdadera valentía y reconocen que nunca habían ahondado hasta el fondo de este concepto ni lo habían captado en toda su grandeza, ni mucho menos habían llegado a encarnarlo en sí mismos. Y el pia­doso y severo Eutifrón se ve desenmascarado en la inferioridad de su piedad orgullosa de sí misma y llena de fanatismo. Lo que los hom­bres llaman rutinariamente sus "virtudes" resulta ser, en este análisis, un simple conglomerado de los productos de distintos procesos uni­laterales de domesticación, y, además, un conglomerado entre cuyas partes integrantes existe una contradicción moral irreductible. Sócra­tes es piadoso y valiente, justo y moderado a un tiempo. Su vida es a la par combate y servicio de Dios. No descuida los deberes del culto a los dioses, y esto le permite decir a quien sólo es piadoso en este sentido externo que existe un temor de Dios más alto que éste. Luchó y se distinguió en todas las campañas de su patria; esto le autoriza a hacer comprender a los más altos caudillos del ejército ateniense que las victorias logradas con la espada en la mano no son las únicas que puede alcanzar el hombre. Por eso Platón distingue entre las virtudes vulgares del ciudadano y la elevada perfección filo­sófica.[182] Para él la personificación de este superhombre moral es Sócrates. Aunque lo que Platón diría es que sólo él posee la "verdade­ra" areté humana.

Si examinamos la paideia socrática en el relato de Jenofonte, como lo hacíamos más arriba para echar una primera ojeada a la variedad de su contenido,[183] nos parece que está formada por una multitud de problemas prácticos concretos de la vida humana. Si, por el contra­rio, la enfocamos a la luz de la concepción platónica, se nos revelará de golpe la unidad interior que preside esta diversidad de lo con­creto; más aún, nos daremos cuenta por fin de que el saber socrático o frónesis no tiene más objeto que uno: el conocimiento del bien. Pero si toda la sabiduría culmina en un solo conocimiento, al que nos hace remontarnos necesariamente todo intento de determinar y pre­cisar cualquier bien humano, entre el objeto sobre que recae este saber y la naturaleza más íntima de las aspiraciones y la voluntad del hom­bre tendrá que existir necesariamente una relación esencial. Sólo después de descubrir éstas vemos claramente hasta qué punto la tesis socrática de la virtud como saber tiene sus raíces en toda la concep­ción socrática del universo y del hombre. Es cierto que Sócrates no llegó a desarrollar una antropología filosófica completa, pues esto 448 sólo lo hizo Platón. Sin embargo, a los ojos de Platón esta antropo­logía filosófica se hallaba ya implícita en Sócrates. Bastaba seguir en todas sus consecuencias una tesis sostenida reiteradamente por éste para desarrollarla. En ella, lo mismo que en las dos tesis de la virtud como saber y de la unidad de la virtud, se condensaba toda una metafísica en tres palabras: "nadie yerra voluntariamente".[184]

Con esta tesis, el carácter paradójico de la sabiduría educativa socrática llega a su culminación. Y al mismo tiempo explica la di­rección en que Sócrates orienta toda la energía de sus esfuerzos. La experiencia del individuo y la de la sociedad humana, recogida en la legislación y en la concepción jurídica vigentes, con su distinción usual entre los actos y las infracciones voluntarios e involutarios, parece corroborar como exacto lo contrario de la tesis socrática.[185]Esta distinción se empalma también al factor saber de la conducta humana y valora de un modo radicalmente distinto las infracciones cometidas consciente o inconscientemente. En cambio, la idea socrá­tica lleva implícita la premisa de que el desafuero consciente no puede existir, pues ello llevaría aparejada la existencia de desafueros volun­tarios. La contradicción existente entre este criterio y la concepción dominante de antiguo sobre la culpa y el delito humanos sólo se re­suelve si aquí, como en lo referente al "saber", damos a la paradoja de Sócrates la interpretación de que habla de otro concepto de "voluntad" que el concepto jurídico y moral predominante. Son dos concepciones situadas en dos planos distintos. Sócrates no puede re­conocer la distinción entre una conducta ilícita consciente e incons­ciente por la sencilla razón de que el desafuero es un mal y la jus­ticia un bien y de que la naturaleza del bien lleva implícito que quien lo reconozca como bien lo apetezca. La voluntad humana se si­túa así en el centro de nuestras consideraciones. Todas las catástro­fes que la voluntad ciega y los apetitos del hombre desencadenan en el mito y en la tragedia de los griegos parecen contradecir poderosa­mente la tesis de Sócrates. Pero éste se aferra a ella de un modo tanto más resuelto, dando con ello al mismo tiempo en el blanco de la concepción trágica de la vida. Esta concepción se revela como nue­va apariencia superficial. Para Sócrates constituye una contradicción consigo misma la de que la voluntad pueda querer el mal sabiendo 449 que lo es. Parte, pues, de la premisa de que la voluntad humana tiene un sentido. Y el sentido de la voluntad no es el de destruirse ni dañarse a sí misma, sino el de su conservación y construcción. La voluntad es racional en sí misma, porque se dirige al bien. Los in­numerables ejemplos de apetitos locos que acarrean la desgracia hu­mana no contradicen la tesis de Sócrates. Platón le hace establecer entre el apetito y la voluntad la distinción estricta de que la verdadera "voluntad" sólo descansa en el verdadero conocimiento del bien que le sirve de meta. El simple "apetito" es una aspiración dirigida al logro de bienes aparentes.[186] Allí donde la voluntad se concibe de este modo profundamente positivo y consciente de su fin, se basa siempre por naturaleza en el saber, y la consecución de este saber, cuando es posible, representa la perfección humana.

Desde que Sócrates concibió esta idea, hablamos de un destino del hombre y de una meta de la vida y la conducta humanas.[187] La meta de la vida es lo que la naturaleza quiere por su esencia y su naturaleza: el bien. La imagen de la meta presupone la del camino, imagen mucho más antigua que aquélla en el pensamiento griego y que tiene su historia propia.[188] Pero hubo muchos caminos antes de que se descubriese aquel que conduce a la meta socrática. El bien se representa simbólicamente unas veces como el punto final en que desembocan todos los caminos de las aspiraciones humanas, como telos o teleuté; [189] otras, como el "blanco" (skopós) [190] sobre el que el tirador dispara la flecha y en el que da o yerra. Esta concepción hace que la vida adquiera otra imagen. Ahora aparece como un 450 movimiento encauzado hacia un fin o hacia una altura conscientemente queridos, como el apuntar hacia un objeto. Se convierte en una uni­dad interna, adquiere forma y tensión. El hombre vive constantemen­te en guardia, "con la vista en el blanco", como suele decir Platón. Es éste quien desarrolla conceptual y plásticamente en su imagen socrática todos estos efectos de la concepción socrática de la vida, y no resulta fácil trazar aquí la línea divisoria entre Sócrates y Platón. Sin embargo, la tesis de que nadie yerra voluntariamente lleva ya implícita la premisa de que la voluntad se encamina hacia el bien como hacia su telos, y el hecho de que este concepto aparezca no sólo en Platón, sino también en los demás discípulos de Sócrates, indica que se trata manifiestamente de un concepto socrático. La objetiva­ción filosófica y artística de una actitud distinta ante la vida, condi­cionada por este concepto, es ya obra de Platón, Éste clasifica a los hombres, según su telos, en distintos tipos de vida y transfiere aquel concepto a todos los campos. Con él, Sócrates abre una evolución preñada de consecuencias, que culminará en la concepción teleológica del mundo de Aristóteles.

Por muy importante que esta consecuencia pueda ser para la his­toria de la ciencia, el concepto decisivo para la historia de la paideia es el concepto socrático del fin de la vida. A través de él se ilumina de un modo nuevo la misión de toda educación: ésta no consiste ya en el desarrollo de ciertas capacidades ni en la trasmisión de ciertos conocimientos; al menos, esto sólo puede considerarse ahora como medio y fase en el proceso educativo. La verdadera esencia de la educación consiste en poner al hombre en condiciones de alcanzar la verdadera meta de su vida. Se identifica con la aspiración socrá­tica al conocimiento del bien, con la frónesis. Y esta aspiración no puede circunscribirse a los pocos años de una llamada cultura superior. Sólo puede alcanzar su fin a lo largo de toda la vida del hombre; de otro modo, no lo alcanza. Esto hace que cambie el concepto de la esencia de la paideia. La cultura en sentido socrático se convierte en la aspiración a una ordenación filosófica consciente de la vida que se propone como meta cumplir el destino espiritual y moral del hombre. El hombre, así concebido, ha nacido para la paideia. Ésta es su único patrimonio verdadero. El hecho de que en esta concep­ción concuerden todos los socráticos indica que debió de tener por autor a Sócrates, aunque él dijese de sí mismo que no sabía "educar a los hombres". Podríamos aportar numerosas citas de las que se deduce cómo el concepto y el sentido de la paideia se amplían y se ahondan interiormente con el giro socrático y cómo se exalta hasta el máximo el valor de este bien para el hombre. Pero baste citar en apoyo de esto una frase del filósofo Estilpón, uno de los principa­les representantes de la escuela socrática de Megara, fundada por Eu-clides. Cuando Demetrio Poliorcetes, después de la conquista de Me­gara, quiso demostrar al filósofo su buena voluntad e indemnizarle 451 del saqueo de su casa, le rogó que le presentase una lista de todas las cosas de su propiedad que habían desaparecido.[191] A lo cual con­testó irónicamente Estilpón: "La paideia no se la ha llevado nadie de mi casa."

Esta frase es una nueva edición, ajustada al espíritu de los tiem­pos, del famoso dicho de uno de los siete sabios, Bías de Priene, dicho que todavía hoy circula por el mundo en su forma latina: omnia mea mecum porto. La suma y compendio de "todo lo que poseo" es para el hombre socrático la paideia: su forma interior de vida, su existencia espiritual, su cultura. En la lucha del hombre por su li­bertad interior en medio de un mundo en que reinaban las fuerzas elementales que la amenazaban, la paideia se convierte en un punto de resistencia invulnerable.

Sin embargo, Sócrates no se halla aún situado al margen de la comunidad patria reducida a escombros, como Estilpón, el filósofo de la época de comienzos del helenismo posclásico. Se halla den­tro de un estado muy espiritual y, hasta hace poco, poderoso, y cuan­to mayor sea la dureza con que éste, durante los últimos decenios de actuación de Sócrates, tenga que luchar por su propia conservación contra todo un mundo de enemigos, más importante es para él la obra educativa de este hombre concreto. No en vano aspira a conducir a los ciudadanos a la "virtud política" y a descubrir un nuevo camino para conocer su verdadera esencia. Aunque exteriormente viva en un periodo de disolución del estado, interiormente se halla todavía de lleno dentro de la antigua tradición griega para la que la polis era la fuente de los bienes supremos de la vida y de las normas de vida más altas, como lo atestigua de un modo verdaderamente impresio­nante el Critón platónico.[192] Pero por muy inconmovible que perma­nezca en pie para él el sentido político de la existencia humana, su situación ante el quebrantamiento de la autoridad interior de la ley del estado difiere mucho de la de los grandes creyentes antiguos en la ley: de la de un Solón o de un Esquilo. La educación para la virtud política que él pretende establecer presupone en primer lugar la restauración de la polis en su sentido moral interior. Es cierto que Sócrates no parece partir aún fundamentalmente, como Platón, de la idea de que los estados actuales no tienen remedio. No se siente todavía con la parte mejor de su ser ciudadano de un estado ideal creado por él mismo, sino que es en todo y por todo un ciudadano de Atenas. Pero fue de él y sólo de él de quien Platón recibió la idea de que el renacimiento del estado no podría conseguirse por la simple implantación de un poder fuerte exterior, sino que debía comenzar por la conciencia de cada cual, como hoy diríamos, o, como se diría en el lenguaje de los griegos, por su alma. Sólo de esta fuente 452 interior puede brotar, purificada por la indagación del logos, la verda­dera norma obligatoria e irrecusable para todos.

En este sentido, es de todo punto indiferente para Sócrates que el hombre que ayude al alumbramiento de esta norma se llame Sócra­tes y sea filósofo de profesión. ¡Cuántas veces insiste en que no es él, Sócrates, sino el logos, quien dice tal o cual cosa! "A mí —dice— podréis refutarme, pero a él no." Sin embargo, la médula del con­flicto con el estado se presenta para la filosofía y para la ciencia, en el fondo, a partir del momento en que la investigación se torna de la naturaleza de las "cosas humanas", es decir, al problema del es­tado y de la areté, y aparece frente a este problema como razón normativa. Es el momento en que trueca la herencia de Tales por el legado de Solón. Al entregar el cetro de su estado ideal a la filosofía, Platón comprendió e intentó eliminar la necesidad de este conflicto entre el estado, en el que reside el poder, y el filósofo, que investiga la norma suprema de conducta. Pero el estado en que vive Sócrates no es ningún estado ideal. Sócrates fue durante toda su vida el simple ciudadano de una democracia que confería a cualquier otro el mismo derecho que a él de manifestarse sobre los problemas más altos del bien público. Por eso tenía que considerar su mandato especial como recibido de Dios y solamente de él.[193] Sin embargo, los guardianes del estado creen descubrir, detrás del papel que este pen­sador levantisco se arroga, la rebelión del individuo espiritualmente superior contra lo que la mayoría considera bueno y justo y, por tan­to, un peligro contra la seguridad del estado. Tal y como es, éste pretende ser el fundamento de todo y no parece necesitar de ninguna otra fundamentación. No tolera que se le aplique una pauta moral que se considera a sí misma como absoluta, y no acierta a ver en él otra cosa que un individuo levantisco que intenta erigirse públi­camente en juez de los actos de la colectividad. Nadie menos que Hegel negó a la razón subjetiva el derecho a criticar la moral del estado, que es de por sí la fuente y la razón concreta de ser de toda la moral sobre la tierra. Es éste un pensamiento inspirado de lleno en la Antigüedad, que nos ayuda a comprender la actitud del estado ateniense frente a Sócrates. Considerado desde este punto de vista, Sócrates es un iluminado y un exaltado. Pero no menos inspirada en la Antigüedad se halla la concepción socrática que opone al estado tal como es, el estado tal como debiera ser o, mejor dicho, tal como "era", para luego armonizarlo consigo mismo y con su verdadera esencia. Desde este punto de vista, el estado decadente aparece como el verdadero apóstata y Sócrates no es ya un simple representante de la "razón subjetiva", sino el servidor de Dios,[194] el único cuyo pie pisa terreno firme en medio de una época vacilante.

453

Los discípulos de Sócrates adoptaron distintas actitudes ante su conflicto con el estado, que todo el mundo conoce por la Apología de Platón. La menos satisfactoria de todas es la concepción de Jeno­fonte, pues no ve lo que hay de fundamental en estos hechos. Ha­biendo sido desterrado de su ciudad natal por sus tendencias aristo­cráticas, se esfuerza en presentar la condena y ejecución de Sócrates corno resultado del desconocimiento absoluto de sus intenciones de conservación del estado y, por tanto, como obra de un infortunado azar.[195] Entre aquellos que comprendían la profunda necesidad his­tórica de lo sucedido, algunos abrazaron el camino que veíamos reco­mendar ya a Aristipo en el diálogo de su maestro con Sócrates acerca de la verdadera paideia.[196] Para ellos, tratábase de un choque inevi­table entre el individuo espiritualmente libre y la comunidad y su inevitable tiranía. No era posible sustraerse a ésta, mientras se vi­viese como ciudadano de una corporación estatal. Esta clase de hom­bres se retraían porque no sentían vocación de mártires, sino que querían sencillamente pasar inadvertidos y asegurarse una cierta dosis de disfrute de la vida o de ocio espiritual. Vivían como metecos en una patria extraña para poder eximirse de todos los deberes de ciu­dadanía y, al amparo de esta vida insegura de huéspedes, se cons­truían un mundo artificial aparte.[197] Esta conducta se comprende mejor teniendo en cuenta que no se daban para ellos condiciones históricas análogas a las de Sócrates. Cuando en la Apología Sócra­tes exhorta a sus conciudadanos a la areté apelando a su orgullo con las palabras: "¡Oh, tú, hijo de la ciudad más grande y más famosa por su sabiduría y su poder!", aduce con ello un móvil esencial de su postulado.[198] Con estas palabras, Platón se propone caracterizar indirectamente la posición propia de Sócrates. ¿Cómo habría podido Aristipo experimentar una sensación semejante, ante el recuerdo de que era hijo de la rica ciudad colonial africana de Cirene?

Platón era el único que sentía bastante en ateniense y en político para poder comprender plenamente a Sócrates. En el Gorgias señala cómo va acercándose la tragedia. Aquí nos damos cuenta de por qué era precisamente el ciudadano ateniense, en el que palpitaba la pro­funda preocupación por su ciudad y la conciencia de la responsabilidad 454 por ella —y no en los retóricos y sofistas extranjeros sin con­ciencia, que educaban a sus discípulos para el disfrute del estado y el arribismo político—, quien caminaba hacia la fatalidad de verse repudiado por su estado como un enemigo.[199] Su crítica de una polis degenerada tenía que interpretarse como una conducta hostil al esta­do, sin ver que en realidad se esforzaba por reconstruirlo. Los repre­sentantes de este mísero estado tenían que sentirse atacados, a pesar de que el filósofo encontraba palabras para disculpar la situación forzosa en que aquéllos se encontraban y sólo veía en el estado mo­mentáneo de penuria de su ciudad patria el estallido de una enferme­dad larvada durante largo tiempo.[200] El hecho de que busque el ger­men del mal precisamente en los tiempos que la imagen histórica vigente encumbra como los días de grandeza y esplendor, no hace más que corroborar, con ese duro juicio, la impresión de que obra movido por un afán de destrucción.[201] Ya no es posible distinguir los matices que en este relato pone Platón y los que pertenecen al propio Sócrates, y los juicios nacidos del simple sentimiento a nadie pueden convencer. Pero cualquiera que fuese el modo de pensar de Sócrates, nadie puede desconocer que la voluntad de Platón de lograr la trasformación del estado, que inspira sus obras más importantes, se modeló sobre la experiencia vivida del trágico conflicto con el estado vigente a que Sócrates se vio arrastrado precisamente por su misión educadora llamada a renovar el mundo. En Platón no se dice ni una palabra acerca de que Sócrates hubiese podido obrar de otro modo o de que sus jueces hubiesen podido ser más clarividentes o mejores. Uno y otros eran como tenían que ser y el destino no tenía más remedio que seguir su curso. Platón llegaba, partiendo de aquí, a la consecuencia de que era necesario renovar el estado, para que el verdadero hombre pudiese vivir dentro de él. El historiador sólo puede inferir de esto una cosa, y es que había llegado ya el momento en que el estado carecía de la fuerza necesaria para seguir abarcan­do en su antigua totalidad griega la órbita de la moral y de la reli­gión. Platón nos dice cómo debería ser el estado para poder seguir cumpliendo su misión primitiva en la época en que Sócrates había venido a proclamar una nueva meta de la vida humana. Pero el es­tado no era así, y no era posible trasformarlo. Era demasiado de este mundo. Por donde el descubrimiento del mundo interior y de su valor conduce en Platón no a una renovación del estado, sino al na­cimiento de un nuevo imperio ideal en que el hombre tiene su patria eterna.

Tal es el significado perenne de la tragedia de Sócrates, tal como se trasluce especialmente a través de la pugna filosófica de Platón con este problema. Sócrates, personalmente, se halla muy lejos de las consecuencias que Platón deriva de su muerte. Y aún más lejos de 455 la valoración y la interpretación histórico-espiritual que se da al su­ceso de que es víctima. La inteligencia histórica, si hubiese existido en aquel tiempo, habría destruido el sentido trágico de este destino. Habría relativizado aquella experiencia vivida con la pasión de lo in­condicional para convertirla en un proceso natural de evolución. Es un privilegio muy dudoso el de ver en enfoque histórico la propia época e incluso la propia vida. Este conflicto sólo podía ser vivido y sufrido con la sencillez con que Sócrates luchó y murió por su ver­dad. Ya Platón habría sido incapaz de seguirle por este camino. Pla­tón afirma al hombre político en la idea, pero él se retrae por ello mismo de la realidad política, o procura realizar su ideal en cualquier otra parte del mundo en que se den condiciones mejores para ello. Sócrates se siente interiormente vinculado a Atenas. Ni una sola vez abandonó esta ciudad más que para combatir por ella como solda­do.[202] No emprende grandes viajes como Platón ni sale siquiera delante de las murallas de los suburbios, pues ni el campo ni los árboles le enseñan nada.[203] Habla del "cuidado del alma" predicado por él a propios y extraños, pero añade: "Mis prédicas se dirigían ante todo a los más próximos a mí por el nacimiento." [204] Su "ser­vicio de Dios" no se consagra a la "humanidad", sino a su polis. Por eso no escribe, sino que se limita a hablar con los hombres presen­tes de carne y hueso. Por eso no profesa tesis abstractas, sino que se pone de acuerdo con sus conciudadanos acerca de algo común, premisa de toda conversación de esta naturaleza y que tiene su raíz en el origen y la patria comunes, en el pasado y la historia, en la ley y la constitución política comunes: la democracia ateniense. Este algo común es lo que da su contenido concreto a lo general buscado por su pensamiento. La escasa apreciación de la ciencia y la erudi­ción, el gusto por la dialéctica y por las justas en torno a los pro­blemas valorativos, son cualidades atenienses, ni más ni menos que el sentido del estado, de las buenas costumbres, del temor de Dios, sin dejar en último lugar la charis espiritual que flota en torno a todo.

A Sócrates no podía tentarle la idea de huir de la prisión, cuyas puertas habría sabido franquear el dinero de sus amigos, y cruzar la frontera para refugiarse en Beocia.[205] En el momento en que esta tentación llama a su espíritu, ve las leyes de su patria, imprudente­mente aplicadas por sus jueces, alzarse ante él y recordarle[206] todo lo que les debía desde niño: la unión de sus padres, su nacimiento y educación y los bienes que le había sido dado adquirir en años posteriores. No se había alejado de Atenas antes, aunque era libre de hacerlo, si bien las leyes de su ciudad patria no le placían en todo, sino que se sintió a gusto en ella por espacio de setenta años.

456

Con ello reconoció las leyes vigentes y no podía negarles su recono­cimiento ahora. Lo más probable es que Platón no escribiese estas palabras en Atenas. Seguramente huiría a Megara con los demás dis­cípulos de Sócrates, después de la muerte de éste,[207] escribiendo allí o en sus viajes sus primeras obras socráticas. La idea de su propio retorno a la patria le sugeriría dudas. Esto da un acento propio, sordo, al relato que hace de la perseverancia de Sócrates hasta el mo­mento de cumplir con su último deber de ciudadano bebiendo el cáliz de la cicuta.

Sócrates es uno de los últimos ciudadanos en el sentido de la antigua polis griega. Y es al mismo tiempo la encarnación y la su­prema exaltación de la nueva forma de la individualidad moral y espiritual. Ambas cosas se unían en él sin medias tintas. Su pri­mera personalidad apunta a un gran pasado, la segunda al porvenir. Es, en realidad, un fenómeno único y peculiar en la historia del es­píritu griego.[208] De la suma y la dualidad de aspiraciones de estos dos elementos integrantes de su ser brota su idea ético-política de la educación. Es esto lo que le da su profunda tensión interior, el rea­lismo de su punto de partida y el idealismo de su meta final. Por primera vez aparece en el Occidente el problema del "estado y la iglesia", que había de arrastrarse a lo largo de los siglos posteriores. Pues este problema no es en modo alguno, como se demuestra en Sócrates, un problema específicamente cristiano. No se halla vincu­lado a una organización eclesiástica ni a una fe revelada, sino que se presenta también, en su fase correspondiente, en el desarrollo del "hombre natural" y de su "cultura". Aquí no aparece como el con­flicto entre dos formas de comunidad conscientes de su poder, sino como la tensión entre la conciencia de la personalidad humana indi­vidual de pertenecer a una comunidad terrenal y su conciencia de hallarse interior y directamente unida a Dios. Este Dios a cuyo ser­vicio realiza Sócrates su obra de educador es un dios distinto de "los dioses en que cree la polis". Si la acusación contra Sócrates[209] ver­saba principalmente sobre este punto, daba realmente en el blanco. Era un error, ciertamente, pensar a propósito de esto en el famoso demonio cuya voz interior hizo abstenerse a Sócrates de realizar mu­chos actos.[210] Ello podría demostrar a lo sumo que, además del don del saber, por el que se esforzó más que nadie, Sócrates poseía al 457 mismo tiempo ese don instintivo que tantas veces echamos de menos en el ciego racionalismo. Este don y no la voz de la conciencia es en realidad lo que significa aquel demonio, como lo demuestran los casos en que Sócrates lo invoca. Pero el conocimiento de la esen­cia y del poder del bien, que se apodera de su interior como una fuerza arrolladora, se convierte para él en un nuevo camino para encontrar a Dios. Es cierto que Sócrates no es capaz, por su modo espiritual de ser, de "reconocer ningún dogma". Pero un hombre que vive y muere como vivió y murió él tiene sus raíces en Dios. El discurso en que dice que se debe obedecer a Dios más que al hom­bre[211] encierra, indudablemente, una nueva religión, lo mismo que su fe en el valor, descollante por encima de todo, del alma.[212] Antes de llegar Sócrates, la religión griega carece de un Dios que ordene al individuo hacer frente a las tentaciones y las amenazas de todo un mundo, a pesar de que no escasean en ella los profetas. De la raíz de esta confianza en Dios brota en Sócrates una nueva forma de es­píritu heroico que imprime su sello desde el primer momento a la idea griega de la areté. Platón presenta a Sócrates en la Apología como la encarnación de la suprema megalopsychia y valentía, y en el Fedón ensalza la muerte del filósofo como una hazaña de superación heroica de la vida.[213] Por donde hasta en la fase suprema de su espiritualización permanece la areté griega fiel a sus orígenes y, al igual que de los trabajos de los héroes de Homero, del combate de Sócrates brota la fuerza humana creadora de un nuevo arquetipo que ha de encontrar en Platón su profeta y mensajero poético.




[1] San Sócrates, Ora por nosotoros! (nota versión digital)
[2] 1 Escribir la historia de la repercusión de Sócrates sería una empresa gi­gantesca. Lo más eficaz es hacerlo con vistas a determinados periodos. Un in­tento así es el que representa, por ejemplo, la obra de Benno boehm, Sokrates im achtzehnten Jahrhundert: Studien zurn Werdegang des modernen Personlich-keitsbewusstse'ins, Leipzig, 1929.
[3] Alma cristiana por naturaleza (nota versión digital)
[4] 2  Ya en la obra primera de nietzsche, Die Geburt der  Tragödie  aus  dem Geist der Musik, se manifiesta el odio contra Sócrates, convertido por el  autor pura y simplemente en símbolo de toda "razón y ciencia". La versión  primitiva del original de la Geburt der Tragödie (editada recientemente por H. J. Mette, Munich, 1933), en la que faltan todavía las partes referentes a Wagner y a la ópera moderna, delata ya por su título: Sokrates und die griechische Tragödie, que en esta obra Nietzsche trataba de tomar una decisión interior entre el espí­ritu racional de la socrática y la concepción trágica del mundo de los griegos. Este   mismo   planteamiento   del   problema  sólo   puede   comprenderse   situándolo dentro de los estudios sobre el helenismo que llenan toda la vida de Nietzsche. Cf. ahora E. spranger, "Nietzsche über Sokrates", en 40 Jahrfeier Theophil Bó­reas (Atenas, 1939).
[5] 3  En  cuanto a esta nueva valoración  de los  antiguos pensadores griegos es sintomático   el   juvenil   estudio   de   nietzsche,   Die  Philosophie   im   tragischen Zeitalter der Griechen. El antecedente de esto no debe buscarse tanto en la ex­posición   histórico-erudita  que  zeller hace  de  los  presocráticos  en   el   primer tomo de su Philosophie der Griechen como en la filosofía de Hegel y Schopen­hauer.   La   teoría hegeliana  de la  contradicción  tiene  su  punto   de  partida   en Heráclito, y la teoría de Schopenhauer sobre la voluntad en la naturaleza  pre­senta alguna semejanza con otro tipo de pensamiento presocrático, el de Empé-docles, que hacía de "Amor" y "Discordia" las fuerzas dominantes de la natu­raleza.
[6] 4  Desde este punto de vista, Nietzsche guarda cierta relación positiva con la crítica que en la comedia de Aristófanes se hace de Sócrates, el "sofista".   Cf. supra, pp. 336 ss. y 340.
[7] 5 Entre los especialistas modernos que sitúan el nacimiento de los diálogos socráticos como forma literaria ya en vida del propio Sócrates, citaremos sola­mente a Constantin ritter, Platón (Munich, 1910), t. I, p. 202 y a wilamowitz, Platón (Berlín, 1919), t. I, p. 150. Esta hipótesis cronológica sobre los primeros diálogos platónicos se halla relacionada con la concepción que los citados autores tienen de la esencia y el contenido filosófico de estas obras. Cf. acerca de esto infra, pp. 468 ss.
[8] 6 Esta opinión ha sido razonada en detalle contra Ritter por Heinrich maier, Sokrates (Tubinga, 1913), pp. 106ss. También A. E. taylor, Sócrates (Edim­burgo, 1932; trad. esp. FCE, México, 1961), p. 10, se adhiere a su punto de vista.
[9] 7 platón, Apol., 39 C.
[10] 8 Así lo interpreta acertadamente H. maier, ob. cit., p. 106.
[11] 9 Cf. I. bruns, Das literarische Porträt der Griechen (Berlín, 1896), pági­nas 231 ss.; R. hirzel, Der Dialog, I (Leipzig, 1895), p. 86.
[12] 10 Cf. R. hirzel, ob. cit., pp. 2 ss., sobre el desarrollo más temprano del diálogo, y pp. 83 ss. sobre las formas de los diálogos socráticos y sus represen­tantes literarios.
[13] 11  Aristóteles, en diógenes laercio, iii, 37 (ROSE, Aríst., frag. 73).
[14] 12  Tal era ya la opinión de los filósofos helenistas, a los que sigue cicerón, De rep., i, 10, 105.
[15] 13  Creo  que  K.   von  fritz   (Rheinisches  Museum, t.  80,  pp.   36-38)   aduce razones  nuevas y concluyentes en contra de la autenticidad de la  Apología  de Jenofonte.
[16] 14 H. maier, ob. cit., pp. 20-77.
[17] 15 Siguiendo a H. maier (06. cit., pp. 22 ss.) y otros, aplicamos este nombre a los dos primeros capítulos de las Memorables de jenofonte (i, 1-2).
[18] l6 jenofonte, en sus Memorables (i, 1-2), habla siempre del "acusador" (δ κατήγορος) en singular, mientras que platón, en su Apología, se refiere siempre a los "acusadores" en plural, como correspondía realmente a la situa­ción creada durante el proceso. Es cierto que al principio Jenofonte se refiere también a la acusación judicial, pero después se dedica principalmente a refutar los reproches hechos posteriormente a Sócrates, según nos informan otras fuen­tes, en el panfleto de Polícrates.
[19] 17 Cf. los convincentes argumentos de H. maier, ob. cit., pp. 22 ss., quien entra también a examinar la relación entre la "Defensa" de Jenofonte y su Apo­logía. Un ejemplo de cómo Jenofonte incorporó más tarde a una unidad más amplia un escrito concebido en sus orígenes como independiente, lo tenemos en el comienzo de la Helénica (i, 1-ii, 2). Esta parte proponíase originariamente llevar a término la obra histórica de Tucídides. Termina, naturalmente, con el final de la guerra del Peloponeso. Más tarde, Jenofonte empalmó a este escrito su relato de la historia de Grecia de 404 a 362.
[20] 18  La  relación  existente   entre  el relato  de  Jenofonte  y  Antístenes  ha  sido estudiada, sobre todo, siguiendo las huellas de F. dümmler en  su Antisthenica γ en su Académica, y después por Karl joël en su erudita obra en tres tomos titulada Der echte und der xenophontische Sokrates  (Berlín, 1893-1901).   El re­sultado a que llega está plagado de demasiadas hipótesis para poder convencer en su totalidad.   H. maier (ob. cit., pp. 62-68)  procura apartar lo que hay de soste-nible en la investigación de Joël de lo que es exagerado.
[21] 19  Friedrich schleiermacher. "Ueber den Wert des Sokrates als Philosoph" (1815), en Sämtliche Werke, t. iii 2, pp. 297-298.
[22] 20  Tal era el punto de vista critico de zeller en su modo de tratar el pro­blema de Sócrates, en Die Philosophie der Griechen, t. II, 1 5, pp. 107 y 126.
[23] 21  Cf. los informes, que en parte coinciden y en parte se completan, de aris­tóteles, Metaf., A 6, 987 a 32-b 10: Μ 4, 1078 b 17-32; Μ 9, 1086 b 2-7 y De part. an., i, 1, 642 a 28.  A. E. Taylor ha intentado quitar fuerza a la diferencia entre Platón y Sócrates señalada por Aristóteles, tal como juzga  que debe ha­cerse según el modo como él concibe su relación.   Cf. en contra de esto la reno­vada y cuidadosa  ponderación  del sentido  y la confirmación  del   valor  de  los testimonios aristotélicos en W. D.  Ross, Aristotle's Metaphysics  (Oxford,  1924), vol. i, pp. xxxiii ss., y "The Problem of Sócrates" (Presidential Address delivered to  the Classical Association,  Londres, 1933).
[24] 22  jenofonte, Mem., iv, 6.
[25] 23  zeller, 06. cit., t. ii, 1 5, pp. 107, 126.   La confianza de Zeller en los tes­timonios de Aristóteles la comparten también, en principio, K. joël, ob. cit., t. i, p. 203 y T. gomperz, Griechische Denker; 4a ed., t. ii, pp. 42 ss.
[26] 24 Cf. sobre todo la crítica de maier, ob. cit., pp. 77-102 y taylor, Varia Socrática (Oxford, 1911), p. 40.
[27] 25 Cf. la obra de H. maier varias veces citada y, en sentido diametralmente opuesto, A. E. taylor, Varia Socrática y Sócrates (Edimburgo, 1932; trad. esp. FCE, México, 1961). Taylor coincide con los puntos de vista de Burnet que ha desarrollado y elaborado. Cf. J. burnet, Greek Philosophy (Londres, 1924) y "Só­crates", en Hastings Encyclopaedia of Religión and Ethics, vol. XI. Entre los que niegan el valor de los testimonios aristotélicos se cuenta también C. ritter, So-krates (Tubinga, 1931).
[28] 26  Como fuentes históricas sobre  el Sócrates real, H.  maier, ob. cit., pági­nas 104ss., considera sobre todo los escritos "personales" de Platón: la Apología y el Critón;  al lado de éstos, reconoce corno relatos de libre creación, pero fie­les en el fondo a la verdad, una serie de los diálogos menores de Platón, tales como el Laques, el Cármides, el Lisis, el Ión, el Eutifrón y los dos Hipias.
[29] 27  Cf. las obras de Taylor y Burnet citadas antes, en la nota 25.
[30] 28  TUCÍDIDES,   II,   37,   1.
[31] 29 diógenes laercio, ii, 23.
[32] 30  plutarco, Cimón, cap. 4, al principio y al final, menciona algunas poesías de Arquelao a Cimón, entre ellas una elegía a la muerte de Isódica, una de las amadas del caudillo ateniense.
[33] 30a La literatura sobre Aspasia, que surge a comienzos del siglo IV, procede del círculo de los socráticos.
[34] 31  platón, Apol., 28 E.
[35] 31a Sobre la simpatía  de  Sócrates por el  pueblo   Cf. jenofonte, Mem., i, 2, 60.
[36] 32  Cf. las propias palabras de Sócrates en platón, Apol., 31  E:  "Ningún hombre puede permanecer vivo que se enfrente con plenitud de carácter a vosotros o a cualquier otra masa o intente impedir que en el estado se produzcan muchos actos  injustos o ilegales.   No.   Quien  realmente quiera luchar  por la justicia tiene, si quiere vivir aunque sólo sea por poco tiempo, que hacer una vida pura­mente  privada y no mezclarse en la política."   El  pathos de estas palabras lo pone el propio Platón, y proviene de dar ya por supuesta la muerte de Sócrates. Sin embargo, con ellas trata, naturalmente, de justificar la conducta real de éste.
[37] 33  platón, Apol., 32 A; jenofonte, Mem., i, 1, 18.
[38] 34  platón, Gorg., 454 e ss.; 459 C ss., y passim.
[39] 35 Cf. jenofonte, Mem., iii, 5, 7 y 14, donde Sócrates habla acerca de la decadencia de la antigua disciplina (αρχαία αρετή) de los atenienses. Véase también platón, Gorg., 517 Β ss.
[40] 36 platón, Fedón, 96 A-99 D.
[41] 37 platón, Apol., 19 C.
[42] 38 platón, Apol., 26 D.
[43] 39 jenofonte, Mem., i, 6, 14. Qué se quiere indicar al hablar de los libros de los antiguos sabios, lo explican tal vez las palabras que figuran en IV, 2, 8 ss., en las que se entienden por tales las obras de los médicos, los matemáticos, los físicos y los poetas. A juzgar por el último pasaje, podría pensarse que Sócrates menospreciaba todo estudio libresco, pero esta interpretación queda refutada con las manifestaciones de Mem., I, 6, 14. Sócrates, en IV, 2, 11, sólo censura el que el lector, por dejarse llevar de lecturas múltiples y enciclopédicas, olvide la más importante de todas las artes: la política, que es la que aglutina a to­das las demás.
[44] 40  platón, Fedón, 97 Β ss.
[45] 40a Cf. supra, pp. 389 ss.
[46] 41  jenofonte, Mem., i, 4 y iv, 3.
[47] 42  jenofonte, Mem., i, 4, 5 ss.   Sobre los orígenes de esta teoría, Cf. ahora el análisis profundo, en que se utilizan los estudios anteriores, de W. theiler, Geschichte der teleologischen Naturbetrachtung bis auf Aristóteles (Zurich, 1925).
[48] 43 platón, Fedón, 98 B.
[49] 44 La coordinación del orden ético-social con el orden cósmico, característica del pensamiento griego, ha sido puesta de relieve por nosotros en cada una de las nuevas etapas del desarrollo histórico. Cf. supra, pp. 61 s., 63, 77 s., 80, 106, 141 ss., 159, 179 s., 247, 295 s., 297, 360-361.
[50] 45  hipócrates, De vet. med., c. 12 y 20.
[51] 46  Señalado por jenofonte, Mem., ii, 1, 12 y 16, como también por aristó­teles (Cf. supra, nota 21).   Cf. cicerón, De rep., i, 10, 15-16.
[52] 47  cicerón, Tusc, disp., v, 4, 10.
[53] 48  platón, ApoL, 18 B, 23 D.
[54] 49 platón, Apol, 19 C.
[55] 50 Cf. supra, nota 21.
[56] 51  jenofonte, Mem., iv, 2, 11.  platón, Gorg., 465 A y otros pasajes.
[57] 52  jenofonte, Mem., i, 2, 4, y iv, 7, 9.
[58] 52a Cf. también jenofonte, Mem., I, 1,  10 sobre la distribución normal del día de Sócrates.
[59] 53  platón, Carm., 154 D-E; Gorg., 523 E.
[60] 54  Sobre  la  ampliación  del  tiempo  consagrado  diariamente  a  los ejercicios, Cf. la literatura médica sobre la dieta  (infra, lib. iv, cap. i).
[61] 55  E.   N.   gardiner,   Greek  Athletic  Sports   and  Festivals   (Londres,   1910), pp. 469 ss.
[62] 56 Sobre los simposios como foco intelectual, Cf. infra, cap. viii.
[63] 57 platón, Apol., 29 D.
[64] 58 Entre los que sostienen este criterio acerca de la Apología figura prin­cipalmente Erwin wolf, con su "Platos Apologie" (en Neue Philologische Unter-suchungen, ed. por W. Jaeger, t. vi). Con su fino análisis de la forma artística de la obra ha puesto de relieve plásticamente y de modo impresionante que aquélla contiene una autocaracterización de Sócrates, moldeada libremente por Platón.
[65] 59 eurípides, Her., 673ss.: ou) pau/somai ta\j xa\ritaj Mou/saij sugkatameignu/j a(di/stan suzugi/an. Cf. platón, Apol., 29 D: e(/wsper a)\n e)mpne/w kai\ oi(=oj te w)~, ou) mh\ pau/swmai filosofw~n.
[66] 60 En platón, Prot., 311 Bss., figura en cabeza un diálogo elénctico de Só­crates con el joven Hipócrates, tras el cual viene el diálogo protréptico, 313 A s.
[67] 61 platón, Apol., 29 D ss.
[68] 62 platón, Apol., 29 D y 30 B.  
[69] 63 platón, Prot., 313 A.
[70] 64 El concepto de] "servicio de Dios" aparece muy pronto en la literatura grie­ga, pero es Platón quien lo acuña en el sentido que indicamos. Sócrates, en Apol., 30 A, habla de h( e)mh\ tw~| qew~| u(phresi/a. La palabra u(phresi/a es sinónima de qerapei/a, y qerapeu/ein qeou/j es deos colere. Tiene siempre un sentido relacio­nado con el culto. Sócrates considera su acción de educador como una especie de culto.
[71] 65 Cf. nota 62. La frase "cura de almas" tiene para nosotros un sentido específicamente cristiano, porque se ha convertido en parte integrante de esta religión. Esto se explica por el hecho de que la concepción cristiana coincide con la socrática en la idea de la paideia como el verdadero servicio de Dios y del cuidado del alma como la verdadera paideia. En su modo de formular esta concepción, el cristianismo se halla influido directamente por el pensamiento so­crático tal como lo presenta Platón.
[72] 66 platón, Apol., 29 E.
[73] 67 "Scol. Anón.", 7 (Ant. Lyr. Gr., ed. Diehl), y bowra, Greek Lyric Poetry, p. 394.
[74] 68 Erwin rohde (Psique, ed. FCE, p. 240) sólo sabe decirnos acerca de Só­crates, en el único pasaje de su obra en que le cita, que no creía en la inmorta­lidad del alma.
[75] 69 J. burnet, "The Socratic Doctrine of the Soul", en Proceedings of the British Academy for 1915-1916, pp. 235 S5. Apenas necesito decir que estoy menos de acuerdo con la denominación de "doctrina" que Burnet da a la idea socrática del alma que con la insistencia con que trata de este problema del alma en su estudio sobre Sócrates.
[76] 70 El origen de la forma del discurso exhortatorio o diatriba como tal se remonta, naturalmente, a los tiempos primitivos. Sin embargo, la forma educa­tiva y moral de la prédica que prevalece en las homilías cristianas al lado de la dogmática y la exegética, adquiere su sello literario en la socrática, que a su vez se remonta a la protréptica oral de Sócrates.
[77] 71   Wesen des Christentums (tercera edición), p. 33.
[78] 72  Cf. platón, Prot., 356 D-357 A.   Este pasaje debe entenderse, naturalmen­te, como una parodia de la salvación del alma (βίου σωτηρία)  en el verdadero sentido socrático, la cual consiste en saber elegir (ai(/resij) el bien.   platón, Le­yes, X, 909 A, habla todavía, de modo parecido, en sentido socrático de la "sal­vación del alma".   ¡Pero los medios que aquí recomienda para salvar las almas (inquisición contra los ateos)  no tienen nada de socráticos!
[79] 73  J. burnet, Greek Philosophy, p. 156; A. E. taylor, Sócrates, p. 138.
[80] 74 platón, Apol., 40 C-41 C.
[81] 75 Un hecho de especial importancia respecto al problema de si Sócrates com­partía el criterio de la inmortalidad del alma es que el informe contenido en el Fedón de Platón (Burnet y Taylor lo aceptan como histórico) deriva de la teo­ría de las ideas la preexistencia e inmortalidad del alma. Platón dice aquí que la teoría de las ideas y el dogma de la inmortalidad coexisten y desaparecen con­juntamente (Fedón, 76 E). Pero si aceptamos la aseveración de Aristóteles de que la teoría de las ideas no es de Sócrates, sino de Platón, tendremos que soste­ner lo mismo con respecto a la teoría de la inmortalidad del Fedón, que se basa en la teoría de las ideas.
[82] 76 aristóteles (frag. 15, ed. Rose) describe acertadamente este tipo de ex­periencia religiosa, característica de la devoción de los misterios, como un παθείν (Cf. mi Aristóteles, pp. 187 s.). Por una oposición a la religión del culto oficial, afecta a la personalidad humana y determina una cierta disposición (διάθεσις) de ánimo.
[83] 77 Las relaciones de interdependencia entre el lenguaje de la filosofía y el de la religión y el proceso de la trasformación de conceptos religiosos en con­ceptos filosóficos, requiere una investigación sistemática y constituiría por sí sola tema interesante para un libro.
[84] 78 jenofonte, Mem., i, 4, 8.
[85] 78a jenofonte, Mem., iii, 10, 1-5.
[86] 79 Cf. supra, pp. 414 ss.                
[87] 80 jenofonte, Mem., I, 2, 4 y iv, 7, 9.
[88] 81 Cf. sobre lo que sigue jenofonte, Mem., iv, 7.
[89] 82  Cf. jenofonte, Mem., i, 1, 16; platón, Apol., 20 D.
[90] 83  platón, Apol., 20 E;   jenofonte, Mem., iv,  7, 6;  aristóteles, Meta]., A 2, 982 b 28 ss.
[91] 84 jenofonte, Mem., iv, 7: e)di/dake de\ kai\ me/xri o(/tou de/oi e)/mpeiron ei)nai eka/stou pra/gmatoj to\n o)rqw~j pepaideume/non; Cf. sobre el estudio de la geo­metría, iv, 7, 2; sobre la astronomía, iv, 7, 4; sobre la aritmética, iv, 7, 8; sobre la dietética, iv, 7, 9.
[92] 85 platón, Rep., 522 C ss.
[93] 86  platón, Leyes,  818 A: tau=ta de\ su/mpanta ou)x w(j a)kribei/aj e)xo/mena dei= diaponei=n tou\j pollou\j a)lla/ tinaj o)li/gouj.
[94] 87  Cf. supra, pp. 269 ss.
[95] 88  Esta concepción fundamental discurre a lo largo de toda la exposición so­bre Sócrates  de  ambos  autores.    Sobre  Platón  Cf.  infra.,  p. 478 s.    La  cultura política como mira de Sócrates aparece reconocida en jenofonte, Mem., i, 1, 16;  ii, 1, y iv, 2, 11.   También  los adversarios  presuponen el carácter político de la educación socrática al pretender presentar a Alcibíades y Critias como los primeros discípulos de Sócrates (Cf. jenofonte, Mem., i, 2, 47 y todo el cap. ϊ, 2).   Jenofonte no discute tampoco esto, sino que intenta simplemente demostrar que Sócrates entendía por πολιτικά algo distinto de lo que entendía el hombre corriente.   Fue el aspecto político de la cultura socrática el que, bajo el imperio de los Treinta, motivó el que el gobierno hiciese extensiva también a Sócrates la prohibición general  λόγων τέχνην   mh\   διδάskειν,   a pesar   de  que   éste no   se dedicaba, en cuanto a la forma, a la enseñanza de la retórica (jenofonte, Mem., l, 2, 31).
[96] 89  El pasaje principal en cuanto a esta equiparación entre las "cosas huma­nas"  (a)nqropw/pina)   que Sócrates enseñaba y las "cosas políticas"  (πολιτικά)   en jenofonte, Mem.,  i,   1,  16.   Este pasaje  demuestra que lo que nosotros deno­minamos   "ético", separándolo  como  un  mundo  aparte, estaba indisolublemente conexo con lo político, no sólo para Jenofonte, sino también para Platón y Aris­tóteles.
[97] 90 Así lo dice con toda claridad Jenofonte, en Mem., l, 2, 47.
[98] 91  La actividad docente política de Sócrates tenía como mira encauzar a los jóvenes hacia la kalokagathía.   Cf. jenofonte, Mem., i, 1, 48.
[99] 92  Cf. sobre todo la confesión de Alcibíades en platón, Simp., 215 E ss.
[100] 93 platón, Gorg., 521 D.
[101] 93a jenofonte, Mem., i, 6, 15 (reproche del sofista Antifón contra Sócrates).
[102] 94  jenofonte, Mem., IV, 6, 12.   Cf. también i, 1, 16, donde se citan,  entre otras, como tema principal de las conversaciones socráticas, además del examen de   las  a)retai/   (que   deben   interpretarse   como  virtudes  ciudadanas,   politikai\ a)retai/), sobre todo  preguntas como  las siguientes:   ¿Qué es el estado?    ¿Qué es  el estadista?    ¿Qué es el  imperio sobre  los hombres?    ¿Quién   es el buen gobernante?   Cf. IV, 2, 37:  ¿qué es un demos?, y IV, 6, 14: ¿cuál es la misión de un buen ciudadano?
[103] 95  jenofonte, Mem., i, 2, 40 ss.
[104] 96 jenofonte, Mem., iv, 2, 11 ss. Cf. iii, 9,   10.
[105] 97  jenofonte, Mem., iv, 4, 16 ss.
[106] 98  jenofonte, Mem., iv, 4, 14 ss. Cf. también    el   diálogo   de   Alcibíades   y Pericles sobre la ley y el gobierno, en Mem., i, 2, 40 ss.   Sobre la ley no escrita, IV, 4, 19.
[107] 98a Cf. Platón, Ión, 536 D; Rep., 606 E.  En Prot., 309 A, quiere significar al conocedor de Homero, no al maestro.
[108] 99 jenofonte, Mem., i, 2, 56 ss.
[109] 100 Cf. supra, p. 405 s.
[110] 101 jenofonte, Mem., i, 2, 31-38.
[111] 102  Las propuestas que Platón pone en boca de Sócrates en la República du­rante la discusión de este tema son, naturalmente, en cuanto al detalle, propiedad intelectual suya.  Cf. el estudio detallado sobre este punto, infra, cap. ix.
[112] 103  Cf. jenofonte, Mem., iii, 1-5.
[113] 104 jenofonte, Mem., iii, 1, 1 ss.                    
[114] 105 jenofonte, Mem., iii, 3.
[115] 106  jenofonte, Mem., iii, 3, 11.
[116] 107  jenofonte, Mem., iii, 4.   Sobre la areté del  buen caudillo, Cf.  también iii, 2.
[117] 108  jenofonte, Mem., iii, 5.
[118] 108a jenofonte, Mem., iii, 5, 7 y iii, 5, 14.
[119] 109 platón, Menex., 238 B.  Cf. 239 A y 241 C.
[120] 110  jenofonte, Mem., iii, 5, 14 y 15.
[121] 111  Sobre el Aréopago, Cf. jenofonte,  Mem.,  iii, 5, 20.   Cf. acerca de esto la exigencia de Isócrates de que se restituyese al Aréopago su plena autoridad educativa, en  infra, lib. iv,  cap.  v.   Los  coros de las fiestas como modelo  de orden y  disciplina  son  citados por jenofonte,  Mem., iii, 5,  18.   demóstenes, Fil., i, 35, alaba también el orden firme que reina en las fiestas dionisiacas, en las panateneas y en los preparativos para ellas.
[122] 112  Jenofonte se  encontró ya, probablemente,  con los elementos de esta  crí­tica  en   Sócrates,   moldeándolos   a   su   modo.    Ciertos   rasgos   del   diálogo   con el joven Pericles corresponden realmente a la fase posterior de la segunda liga marítima ateniense;  sobre  todo  ello, y acerca de la tendencia educativa  de las Memorables, Cf. infra, lib. iv, cap. vii.
[123] 113  jenofonte, Mem., ii, 1.
[124] 114 jenofonte, Mem., n, 1, 6.
[125] 115 jenofonte, Mem., ii, 1, 8 y ii, 1, 11.
[126] 116  jenofonte, Mem,, ii, 1, 13.
[127] 117  jenofonte, Mem., ii, 1, 17: oi(  ei)j th\n basilikhn te/xnhn paideno/menoi\, h(\n dokei=j moi su/  (Sócrates)  nomi/zein eu)daimoni/an ei)=nai.   El "arte real" aparece también como meta de la paideia socrática en el diálogo con Eutidemo, iv, 2, 11.
[128] 118  Se trata  de un  discurso  epidíctico de Pródico sobre  Heracles publicado como libro  (σύγγραμμα)   y en el que el héroe mítico se  presenta como la en­carnación de la tendencia  a  la areté.   El relato alegórico de  la  educación   de Heracles   (  (Hrakle/oij  παίδεαισις)   por la  señora  areté   constituye,  según  esto, una etapa importante en la senda recorrida por el héroe hacia su grandeza.   Cf. jenofonte, Mem., ii, 1, 21 ss. Sobre el titulo y estilo de la obra de Pródico, Cf. jenofonte, Mem., ii, 1, 34. A pesar del espíritu moralista y sobriamente racional de esta alegoría se nota todavía en ella un cierto sentimiento con respecto a la esencia del mito de Heracles. Cf. wilamowitz, Herakles, t. i, p. 101, quien establece un paralelo entre esta obra y la historia de la formación del héroe en la novela de Heracles por Heródoto, procedente de la misma época.
[129] 119 Cf. supra, pp. 293 ss. sobre la disolución de la autoridad de la ley. En la p. 302 se alude a una manifestación paralela al giro socrático hacia el in­terior: Demócrito coloca en vez de la ai)dw/j, en el antiguo sentido social, la vergüenza ante el semejante, la vergüenza del hombre ante sí mismo (ai)dei=sqai eau(to/n), concepto importante para el desarrollo de la conciencia ética.
[130] 120 Cf. los pasajes que figuran en F. sturz, Lexicón Xenophonteum, vol. ii, p. 14, y F. ast, Lexicón Platonicum, vol. i, p. 590. Véase isócrates, Nic., 44 (y Cf. c. 39) : el ideal del dominio sobre sí mismo que aparece aquí es algo socrático, puesto precisamente en boca del gobernante. Es muy importante el papel que desempeña en Aristóteles el concepto de enkratia.
[131] 121 jenofonte, Mem., i, 5, 4.                    
[132] 122 jenofonte, Mem., i, 5, 5-6.
[133] 123 Cf. infra, cap. ix.
[134] 124 Cf. Benedetto   croce,   Geschichte   Europas   im   neunzehnten   Jahrhundert (trad. alem., Zurich, 1935), cap. i: "La religión de la libertad".
[135] 125 Sobre el nacimiento y desarrollo de este ideal en la filosofía griega desde la socrática, Cf. H. gomperz, Die Lebensauffassung der griechischen Philosophen und das Ideal der inneren Freiheit (Jena, 1904). Al investigar desde este punto de vista todo el desarrollo de la ética filosófica de los griegos, Gomperz ha derramado mucha luz sobre la gran importancia histórica de la idea de la li­bertad interior y al mismo tiempo ha contribuido esencialmente a la inteligencia de Sócrates. Hay, sin embargo, dos razones en virtud de las cuales no podemos abarcar a todo Sócrates desde este punto de vista: en primer lugar, esto no nos permitiría comprender el desarrollo lógico-científico dado por Platón al pro­blema de Sócrates y, en segundo lugar, la ética de los cínicos, cirenaicos y estoicos, que sitúa en el centro del problema la autarquía ética, se convertiría desde ese punto de vista en el verdadero apogeo de la historia de la filosofía girega. Gomperz se adelanta en su libro a ciertos puntos esenciales de la in­terpretación de Sócrates de Maier (Cf. nota 6), quien en el capítulo final de su obra llega a un desplazamiento de la perspectiva de la historia de la filosofía muy semejante al de aquél. También Maier ve en Sócrates principalmente el problema de la libertad moral.
[136] 126  Cf. jenofonte, Mem., i, 5, 5-6 y iv, 5, 2-5.   En ambos pasajes se destaca claramente la relación que existe entre el nuevo concepto de la libertad y del hombre libre y el concepto socrático del "dominio sobre sí mismo"  (enkratia).
[137] 127  El sustantivo autarquía no aparece en Jenofonte.   El adjetivo autárquico figura en  un pasaje de la  Ciropedia y  en  cuatro pasajes de las  Memorables; pero  sólo en  Mem.,  l, 2, 14, con el  sentido  filosófico  de carencia  de  necesi­dades.
[138] 128 platón, Tim., 68 E (Cf. 34 B), menciona como parte de la perfección y beatitud del cosmos la autarquía, y en Filebo, 67 A, como cualidad funda­mental del bien. El "hombre excelente" (o( e)pieikh/j) es en Rep., 387 D, el hombre autárquico. Para Aristóteles son también sinónimos los conceptos de perfecto y autárquico. Sobre la autarquía del sabio, Cf. El. nic., x, 7, 1177 b 1. Sobre el desarrollo del concepto socrático de la carencia de necesidades por los cínicos y los cirenaicos, Cf. zeller, Philosophie der Griechen, ii, 15 , p. 316, y véase H. gomperz, ob cit., pp. 112 ss.
[139] 129 Cf. las observaciones de wilamowitz, Euripides' Herakles, I, pp. 41 y 102.
[140] 130 Cf. jenofonte, Mem., i, 6, 10: juicio de Sócrates sobre la carencia de necesidades de la divinidad. La idea aparece también en eurípides, Her., 1345, y procede manifiestamente de la crítica filosófica de la idea antropomorfa de Dios con que nos encontramos por vez primera en Jenófanes (cf, supra, p. 168). La gracia del pasaje de jenofonte está en que el interlocutor, Antifón, que reprocha a Sócrates su carencia de necesidades, había ensalzado en términos casi iguales la carencia de necesidades de los dioses (Cf. frag. 10, ed. Diels).
[141] 131  La concordia   (o(mo/noia)   como ideal  político: jenofonte,  Mem.,  iv, 4, 16.  Cf. también III, 5, 16.  Cooperación de los miembros de la familia: II, 3; las partes del organismo humano como ejemplo de cooperación: ii, 3, 18 ss.
[142] 132  jenofonte, Mem.,   i, 2, 49.                  
[143] 133 jenofonte, Mem., ii, 2.
[144] 134 jenofonte, Mem., ii, 3, 4.                      
[145] 135 jenofonte, Mem., ii, 3, 14.
[146] 136 jenofonte, Mem., ii, 5.      
[147] 137 Cf. supra, pp. 191 ss.
[148] 138  jenofonte, Mem., ii, 9.
[149] 139  Cf. sobre lo que sigue jenofonte, Mem., ii, 6, 14.
[150] 140  jenofonte, Mem., ii, 6, 28.
[151] 141   Sócrates   no  habla  nunca   de  sus  "discípulos"  y  rechaza   también  la   pre­tensión de ser "maestro"  (de nadie) :   platón,  Apol., 33  A.   Se limita  a tener "trato"   (συνουσία,  Cf.   oi(  suno/ntej)   con   los hombres,  cualquiera   que  sea   su edad, y "conversa"   (διαλέγεσθαι)   con  ellos.   Por eso no  recibe  ningún  dinero como lo hacen los sofistas: Apol., 33 B.   (Cf. sobre su pobreza 23 C.)
[152] 142  Esta expresión  figura en  el testamento de Teofrasto  (DIOGENES laercio, v, 52) : oi( gegramme/noi fi/loi.   En la época postsocrática, las palabras que desig­nan   trato   (συνουσία,  διατριβή),  conversación   (διαλέγεσθαι)   y   ocio   (σχολή) se   plasman   en   la   terminología  escolástica.    Se   transfiere   a   la   actividad   profe­sional de la enseñanza, a la cual quería sustraerse Sócrates precisamente mediante ellas.   La  técnica   pedagógica  de   los sofistas  triunfó  sobre el  espíritu  y  la  per­sonalidad, factores sobre los que  descansaba la pedagogía de  Sócrates.
[153] 143  Considera  como representantes  típicos  de  la   paideia moderna  a  Gorgias. Pródico e Hipias: platón, Apol., 19 E.
[154] 144  platón,  Apol.,  19 D-E:  ou)de/ ge ei)/ tinoj a)khko/ate w/j e)gw paideu/ein e)pixeirw= a)nqrw/pouj... ou)de\ tou=to a)lhqe/j.
[155] 145  jenofonte, Mem., iv, 7, 1; iii, 1, 1-3.
[156] 146 platón, Apol., 25 A; Menón, 92 E.
[157] 147  Cf. platón, Apol., 19 C.  Considera algo hermoso de por sí el que alguien se encuentre realmente en  condiciones de "educar  a los hombres";   pero  cuando añade "como Gorgias,  Pródico e  Hipias", es un  rasgo  de ironía socrática, como lo demuestra el relato ulterior.
[158] 148  jenofonte, Mem., iv,  1, 2.
[159] 149 jenofonte, Mem., iv, 1, 3-4                        
[160] 150 jenofonte, iv, 1, 5.
[161] 151 jenofonte, Mem., iv, 2.                    
[162] 152 jenofonte, Mem., iv, 2, 4.
[163] 153 jenofonte, Mem., iv, 2, 11  (Cf. ii, 1, 17 y iii, 9,  10).
[164] 154  aristóteles, Metaf., A 6, 987 b 1.
[165] 155  aristóteles, Et. nic., i, 1,  1094 a 27 y x, 10, especialmente el final.
[166] 156  Cf. supra, p. 110, nota 11.
[167] 157  aristóteles, Metaf., A 6, 987 b 1; Μ 3, 1078 b 18 y 27.
[168] 158  jenofonte, Mem., iv, 6, 1.
[169] 159  H.   maier, Sokrates,  pp.  98 ss.,  cree  que  los  datos  de  Aristóteles  sobre Sócrates   como   descubridor   del   concepto   general   y   sus   intentos  de   definición, proceden  de jenofonte,  Mem., iv, 6,  1  y  que este  autor tomó su idea de los diálogos   dialécticos posteriores  de   platón,  del  Fedro,  el Sofista y  el Político (Cf. su p. 271).
[170] 160 Tal es la opinión de J. Burnet y A. E. Taylor.   Cf. supra, p. 402.
[171] 161 Cf. en Deutsche Literaturzeitung, 1915, pp. 333-340 y 381-389 mi crítica a la hipótesis de Maier sobre las fuentes y de su actitud negativa, basada en ella, en cuanto al aspecto lógico de la filosofía socrática en la recensión de la obra de aquel autor. En el mismo sentido se orientan E. Hoffmann y K. Praechter.
[172] 162 jenofonte, Mem., iv, 6.
[173] 163  Cf. infra, lib. IV.
[174] 164  Magníficamente formulado por platón, en Prot., 355 A-B.
[175] 165   En griego esto se llama sucumbir al placer, h(tta=sqai th=j h(donh=jVéase Prot., 352 E. En Prot., 353 C, la atención  de Sócrates se dirige precisamente a este punto, es decir, al problema de cuál sea la esencia de esta flaqueza.
[176] 166  Cf. aristóteles, Et. nic., vi, 13, 1144 b 17 ss.   La "virtud ética" se refiere sobre todo al placer y al dolor: ii, 2, 1104 b 8.
[177] 167  El concepto platónico del saber, de  la frónesis, que  significa  el conoci­miento del bien y su  imperio  sobre el alma  (Cf. mi  obra Aristóteles,  p.  102), pretende ajustarse al postulado socrático de la virtud como  saber.   Es  evidente que la palabra frónesis fue empleada ya por el mismo Sócrates.   No la encon­tramos  solamente  en Platón,  quien  la emplea  precisamente  en  pasajes  de evi­dente colorido socrático, sino  también  en  los  demás socráticos, en Jenofonte  y Esquines.
[178] 168  Así se pone de manifiesto en platón, Laques, 199 C ss., y la meta a la que Sócrates aspira se señala en el Prot., 331 B, 349 D, 359 A-360 E, al intentar probar que las virtudes son todas en cuanto a su esencia lo mismo, a saber: el conocimiento del  bien.
[179] 169  Esto  lo pone de relieve Protágoras frente  a  Sócrates en  platón, Prot., 329 D, 330 E, 331 E, 349 D y otros pasajes.   Es la actitud  del hombre  de la calle, que hace que Sócrates parezca estar volviendo la espalda al sentido común.
[180] 170  La investigación sobre la relación entre las diferentes partes de la virtud, que aparece repetidamente en Platón como un motivo socrático, procede eviden­temente del Sócrates histórico.   La importancia de su unidad  se desprendía de un modo perfectamente natural para quien, como él, se plantease por primera vez la cuestión: "¿qué es la areté en sí?"
[181] 171 El Laques de Platón suscita dudas en cuanto al concepto tradicional, puramente militar, de la valentía, puesto que presenta como igualmente impor­tante la valentía interior (191 D). Asimismo critica en el Eutifrón el concepto convencional de la piedad.
[182] 172 platón, Rep., 500 D; Fedón, 82 A; Leyes, 710 A.
[183] 173 Cf. supra, pp. 426 ss.
[184] 174  Esta  tesis   es sostenida   constantemente   por   el   Sócrates   de  Platón,  y   se cuenta,   como  se   reconoce   indudablemente   con   carácter  general,   entre   aquellos elementos  de  la   antigua  dialéctica  platónica   que   se   remontan   al   Sócrates  his-tórico.   Cf. platón, Prot., 345 D, 358 C.   Hip. men., 373 C, 375 A-B.
[185] 175  En cuanto a la concepción dominante del derecho griego, se suma a aris­tóteles, Et. nic., iii, 2-3.   Define el concepto de lo voluntario  (e(kou/sionen el sentido  amplio en que lo  concibe la ley vigente:  como una conducta cuyo  prin­cipio reside en  la propia persona  actuante y en la que  ésta  tiene conciencia  de la situación de hecho   (ta\ xaq' e(/kasta e(/kasta e)n oi)=j h/ pra=cij).   Involuntario sólo  es, según  esto,  lo  que  se  realiza  por  la   acción   de   la  violencia   (βία)   ο   por   error (di' a)/gnoian).
[186] 176 Sobre la diferencia entre la voluntad y el apetito Cf., por ejemplo, pla­tón, Gorg., 467 C. La voluntad no versa sobre lo que el hombre hace en cada caso, sino sobre el "porqué" (oí ένεκα) lo hace.
[187] 177 La meta (τέλος) es el objetivo final natural de la conducta hacia el que mira (αποβλέπει) la persona actuante. Este concepto lo encontramos ex­presado por vez primera en platón, Prot., 354 A y 354 C-E. Cf. Gorg., 499 E.
[188] 178  Cf. el original, aunque a veces demasiado arbitrario en la interpretación, libro de O. becker, "Das Bild des Weges und verwandte Vorstellungen im grie-chischen Denken", sobretiro 4 de Hermes (Berlín, 1937).
[189] 179  En el pasaje en que el concepto del telos, es decir, del fin ideal, aparece por vez  primera en  platón, Prot., 354 A y B, este concepto se ilustra con la opinión de la multitud que considera el placer como el telos de todas las aspi­raciones y, por tanto, como  el "bien",  puesto que  toda aspiración  termina  ahí (a)poteleuta~|).   Contra el equívoco de que ésta fuese la opinión propia de Platón, Cf. infra p. 530.   En Gorgias, 499 E, dice que "el fin de todos los actos" es el bien;   aquí  es donde expresa su  propia teoría.   En  otros pasajes,  esta palabra, unida también a genitivos, aparece como el "fin de la areté", el "fin de la di­cha", el  "fin  de la vida",  no  en el  sentido de fin en el  tiempo, sino  del fin ideal considerado en la acción.   Era una idea completamente nueva, que habría de dar un giro totalmente distinto a la historia del espíritu humano.
[190] 180  platón, Gorg., 507 D, dice que el nuevo conocimiento de que la dicha con­siste en la justicia y en el dominio sobre sí mismo constituye el blanco (σκοπός) con vistas  al cual debemos vivir.   La metáfora  del  apuntar  (στοχάζεσθαι), to­mada del arte del tiro al blanco, se convierte en símbolo de una vida acertada (Cf. los pasajes en ast, Lexicón Platonicum, t. iii, p. 278).
[191] 181  diócenes laercio, ii, 116.
[192] 182  Cf.  la  fina  valoración  que  hace  de este  diálogo   R.  harder, en  Platos Kriton (Berlín, 1934), p. 66.
[193] 183 Ése es el significado de la conciencia de una misión divina, que platón, Apol., 20 D ss., 30 A, 31 A, atribuye a Sócrates.
[194] 184 platón, Apol., 30 A.
[195] 185  Cf. especialmente la síntesis que figura al final de la "Defensa", jeno­fonte, Mem., i, 2, 62-64.
[196] 186  Cf. jenofonte, Mem., ii, 1.
[197] 187  jenofonte,   Mem., ii1,  11-13.   Cf.   las últimas palabras  de   Aristipo: "Para sustraerme a todo eso no me dejo encuadrar  dentro  de  un  estado, sino que permanezco en todas partes como extranjero" (ce/voj pantaxou= ei)mi).   aris­tóteles, Pol., vii, 2, 1324 a 16, habla, por tanto, de este ideal apolítico como de la "vida de un extranjero"  (βίος ξενικός), aludiendo a filósofos del tipo de Aristipo.   En la Política de Aristóteles esta diferencia de actitud ante el estado aparece ya como un problema existente: "¿Es preferible la vida  activa de ciu­dadano dentro de la colectividad de una polis o la vida de un extranjero, des­ligado de toda comunidad política?"
[198] 188 platón, Apol., 29 D.
[199] 189 platón, Gorg., 511 B.
[200] 190 platón, Gorg., 519 A.
[201] 191 platón, Gorg., 517 Ass.
[202] 192 platón, critón, 52 B.
[203] 193 platón, Fedro, 230 D.
[204] 194 platón, Apol, 30 A.
[205] 195 platón, Fedón, 99 A.
[206] 196 platón, critón, 50 A.
[207] 197  DlÓCENES LAERCIO,  III, 6.
[208] 198 Cf. supra, pp. 403 s. Sócrates se halla profundamente arraigado en la esen­cia ateniense y en la comunidad de sus conciudadanos, a quienes dirige en primer término su mensaje (Cf. supra, p. 415). Y, sin embargo (platón, Apol., 17 D), tiene que rogar a sus jueces que le permitan hablarles en su idioma y no en el de ellos. Se compara aquí directamente con un extranjero a quien, obligado a defenderse ante un tribunal ateniense, no se le negaría el derecho a emplear su lengua propia.
[209] 199 Cf. platón, Apol., 24 Β y jenofonte, Mem., i, 1.
[210] 200 jenofonte, Mem., i, 1, 2.
[211] 201  platón, Apol., 29 D.   Cf. 29 A, 37 E.
[212] 202  Cf. supra, p. 417.
[213] 203  El Sócrates platónico compara él mismo su ausencia de miedo a la muerte con  Aquiles:   Apol.,  28  B-D.    En  términos  parecidos,  Aristóteles coloca  en   el mismo plano la  muerte  de su amigo Hermias,  en  cuanto  a su ideal  filosófico, y la muerte de los héroes homéricos: véase su himno a areté, frag. 675.   Cf. mi Aristóteles, pp. 139-40. Sobre la megalopsychia de los héroes homéricos, Cf. supra, p. 401.   aristóteles, An.  Post., ii, 13, 97 b  16-25, menciona a Sócrates  como personificación del megalopsychos al lado de Aquiles, Ayax y Lisandro.

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