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cuando la crítica filológica de estos últimos decenios logró reivindicar
como testimonios auténticos del propio Platón las Cartas séptima y octava,
consideradas durante mucho tiempo como apócrifas, añadía con ello un
capítulo importante a la historia de la paideia.[1]
Es cierto que los hechos externos referentes a las relaciones entre
el filósofo y el más poderoso tirano de su tiempo quedarían en pie aunque estas
cartas, especialmente la séptima, no fuesen documentos autobiográficos de
primer rango, sino una ficción sensacionalista de cualquier refinado estafador
literario que hubiera querido explotar como un tema novelesco rentable el
contacto del gran Platón con la política diaria. El valor como fuente de la Carta
séptima, la que aquí fundamentalmente nos interesa, no llegó a discutirse
ni siquiera en los tiempos en que la mayoría se inclinaba a poner en tela de
juicio su autenticidad.[2]
Sin embargo, para el observador histórico tiene un encanto insuperable el poder
leer aquí la tragedia siracusana, y el modo como Plutarco adorna los sucesos
para convertirlos en drama, en su vida de Dión, no resiste en ningún sentido la
comparación con la vida que rebosa desde el interior la fuente principal de
información de estos acontecimientos, o sea la Carta séptima de Platón.
En realidad, no
sería necesaria la existencia de esta carta para llegar a la conclusión de que
el autor de la República y de las Leyes tenía que sentir una
grande y auténtica pasión por las cosas políticas, pasión que en un principio
le impulsaba a la acción. Aparte de que es, psicológicamente, evidente,
se trasluce ya en la estructura del concepto Platónico del saber. Para Platón,
el saber, gnosis, no es una mera contemplación desligada de la vida,
sino que se convierte en techné, arte y en frónesis, reflexión
sobre el verdadero camino, la decisión certera, la verdadera meta, los bienes
reales. Y este punto de vista no cambia ni aun cuando revista la forma más 1000 teórica,
en la teoría de las ideas que se desarrolla en los diálogos de la vejez de
Platón. Platón hacía siempre hincapié en la acción. en el bíos, a pesar
de que el campo de acción tendiese a circunscribirse cada vez más del estado
exterior al "estado dentro de nosotros". Ahora bien, en la Carta
séptima el propio Platón nos relata el proceso de su evolución hasta
emprender aquel primer viaje a la Magna Grecia, en que visitó también Siracusa
y acudió a la corte del tirano. En este informe, su interés práctico por el
estado aparece directamente como el factor predominante de aquella primera
época de su vida. Su exposición merece crédito, no sólo con referencia a las
obras principales de Platón y a los objetivos políticos que en ellas se trazan,
sino también por los datos íntimos de su círculo familiar que aparecen
entretejidos en el escenario dialogado de la República γ en el Timeo, obra
que forma parte de la misma trilogía. Con ello trataba, indudablemente, de
arrojar cierta luz indirecta sobre sí mismo, como el autor que permanece,
naturalmente, al margen de la escena, y también sobre sus relaciones con
Sócrates. Sus hermanos Adimanto y Glaucón aparecen en la República, directamente,
como personificación de la juventud ateniense apasionada por la política.
Glaucón pretende entrar ya a los veinte años en la carrera del estado y a
Sócrates le cuesta gran esfuerzo hacerle desistir de su propósito. Un tío de
Platón, Critias, es el célebre oligarca y caudillo revolucionario del año 403.
Platón lo hace aparecer más de una vez en sus diálogos como interlocutor y se
proponía, además, dedicarle el que lleva su nombre, obra que no llegó a terminar
y que había de cerrar la trilogía encabezada por la República. Parece
que fue el interés político lo que hizo que Platón se sintiera atraído por
Sócrates, como les sucedió también a otros discípulos de éste. Jenofonte lo
afirma con respecto a Critias y Alcibíades, aunque añade, reflejando sin duda
la verdad, que pronto se sintieron desengañados, al darse cuenta de cuál era la
educación política profesada por el maestro.[3]
Sin embargo, por lo que a Platón se refiere, la semilla de aquella enseñanza
cayó en terreno propicio y dio como fruto la filosofía Platónica. Fue Sócrates
quien fundó para la mentalidad de Platón la nueva alianza entre la educación y
el estado, llegando casi a equiparar entre sí estos dos factores. Pero fueron
el conflicto de Sócrates con el estado y su muerte la verdadera prueba que
había de demostrar a Platón la necesidad de que el nuevo estado tuviese como
punto de partida una educación filosófica del hombre capaz de transformar desde
su raíz toda la comunidad humana. Con esta convicción, arraigada en él desde
muy temprano y que más tarde había de establecer en la República como su
axioma, emprendió en el año 388, según el testimonio de la Carta séptima, teniendo
unos cuarenta años de edad, su viaje a Siracusa, donde su teoría captó por
completo el alma 1001 fogosa y noble de Dión.
pariente cercano y amigo del poderoso señor de Siracusa.[4]
La tentativa de Dión de ganar para su ideal al propio Dionisio I estaba,
naturalmente, condenada a fracasar. La gran confianza humana que aquel
político realista, fríamente calculador, depositaba en su pariente Dión,
hombre muy entusiasta, y que animó a éste a introducir a Platón en la corte del
tirano, se basaba más bien en la absoluta lealtad de Dión y en la pureza de su
carácter que en su capacidad para contemplar el mundo del estadista de acción
con los mismos ojos que el tirano. En la Carta séptima Platón dice que
Dión esperaba de su pariente que diese a Siracusa una constitución y gobernase
el estado con sujeción a las mejores leyes.[5]
Pero la situación de que había surgido la dictadura en Siracusa no consentía,
según el tirano, la aplicación de semejante política. Platón entendía que sólo
ella establecería el verdadero reinado de Dionisio en Italia y en Sicilia y le
daría permanencia y razón de ser. Dionisio estaba convencido, por el contrario,
de que daría al traste en poco tiempo con su reino y pondría de nuevo las
repúblicas-ciudades sicilianas en que luego se desintegraría, impotentes, a
merced de la invasión cartaginesa. Este episodio es el preludio de la tragedia
que más tarde se desencadenaría entre Platón, Dión y Dionisio II, hijo y sucesor
de Dionisio I. Platón retornó a Atenas, enriquecido con una gran experiencia,
para fundar allí, poco después, su escuela. Sin embargo, las relaciones con
Dión sobrevivieron al fracaso, el cual habría de fortalecer a Platón en su
decisión, proclamada ya en la Apología, de retraerse de toda política
activa. Se anudó entre estos dos hombres una amistad que duró toda la vida.
Pero mientras que Platón se entregó por entero, a partir de ahora, a las tareas
propias de un maestro de filosofía, Dión permaneció aferrado a su idea de
reformar políticamente las tiranías sicilianas y esperó a que se presentasen
circunstancias más favorables que le permitieran, tal vez, llevarla a la
práctica.
La ocasión para
ello pareció ofrecerse cuando, al morir Dionisio I (367), asumió el poder,
siendo todavía joven, su hijo Dionisio II. Entretanto habíase publicado, en la
década del setenta, la República de Platón. Esta obra debió de
constituir un nuevo acicate para las ideas de Dión, pues en ella aparecían
formulados en forma clásica los pensamientos que tiempo atrás le oyera exponer
a su autor. Pocos años después de su publicación, este libro ocupaba el centro
de las discusiones. Platón tocaba en él, repetidas veces, el problema de la
realización de su estado ideal, pero sin llegar a destacarlo como algo decisivo
para la aplicación práctica de su paideia filosófica. Tal vez, había
escrito,[6]
este estado perfecto sólo existiese en el cielo como un prototipo ideal, sin
llegar a convertirse nunca en realidad, o en una remota e ignorada lejanía,
entre pueblos bárbaros, 1002 es decir,
extranjeros, de los que no se tenía en la Hélade noticia alguna. (En la época
helenística, cuando aparecieron en el [7]campo
visual de los griegos nuevos pueblos orientales y se adquirió un conocimiento
más exacto de otros, ciertos sabios, inspirándose en esta conjetura de Platón,
pretendieron descubrir en el estado de castas de los egipcios o en el estado
jerárquico-teocrático de Moisés el prototipo de la paideia Platónica o
algo análogo a ella.)[8]
Pero Platón exige que se tome en serio la educación encaminada a crear el
estado justo en el interior de cada individuo, cualquiera que sea la forma que
presente el estado histórico de los tiempos actuales.[9]
Había renunciado ya al estado de su tiempo, como algo irremediable.[10]
Este estado no era utilizable para la realización de sus ideas. Desde un punto
de vista teórico, le parecía más sencillo intentar con vistas a un individuo
concreto la educación del príncipe que postulaba como base para un
perfeccionamiento del estado, siempre y cuando que este individuo fuese
realmente el enviado por los dioses, por la razón matemática de que es más
sencillo cambiar a un solo hombre que a varios o muchos.[11]
Para ello, Platón no partía, ni mucho menos, del problema del poder. En la Leyes,
al final de su vida, llegó incluso a pronunciarse en contra de la
concentración del poder en manos de un solo individuo.[12]
La idea, preconizada en la República, de convertir a un tirano de
elevadas dotes espirituales y morales en titular del poder dentro de su estado,
responde más bien a una actitud fundamentalmente educativa.[13]
¿Por qué no había de ser posible que un solo hombre hiciese reinar el espíritu
del bien en todo el pueblo, si Platón había podido ver cómo, bajo la tiranía de
Dionisio I, un individuo poderoso era capaz de corromper, con su influencia
sistemática, el carácter de un pueblo entero? La imagen negativa del tirano que
se traza en la República presenta los rasgos innegables del viejo
Dionisio. Esta imagen es descorazonadora y parece dar un mentís a los planes
reformadores de Dión. Pero nadie debía convertir en artículo de fe para la
humanidad la experiencia de estas grandes debilidades humanas, cerrando con
ello de una vez para siempre el camino a un porvenir mejor. Así era como
pensaba, por lo menos, 1003 el idealista ético Dión, cuando a raíz de la muerte
del tirano de Siracusa asediaba a Platón con cartas y mensajes, pidiéndole que
aprovechase la ocasión y viniese a Siracusa, para poner en práctica con ayuda
del nuevo príncipe sus ideas sobre el estado ideal.[14]
Platón había declarado en la República, como condición previa para la
realización de sus postulados ideales, que era necesario que se asociasen el
poder (δύναμις) y el
conocimiento moral (φιλοσοφία), factores que hasta entonces habían andado casi
siempre desunidos sin esperanza por el mundo.[15]
Esto sólo podía conseguirse por medio de un favor especial del destino, por
medio de una tyché divina.[16]
Dión intentaba convencerle de que la subida al poder del joven Dionisio
les brindaba precisamente este favor inesperado del destino y que si Platón no
acudía al llamamiento de la hora sería, en realidad, como si traicionase su
propia idea.[17]
Ni un idealista
como Dión podía desconocer, evidentemente, que el postulado Platónico brotaba
de la conciencia individual de un hombre de excepción. No había ninguna
esperanza de que el intento de ponerlo en práctica en el estado del presente
fuese apoyado por las fuerzas inconscientes de la unidad superior de vida,
puesto que éstas se encaminaban en la dirección contraria.[18]
Y de la gran muchedumbre de los hombres no esperaba nada él, porque había
dejado de ser el pueblo orgánico que alguna vez fuera, para convertirse en una
masa mecánica. Sólo un puñado de hombres, suponiendo que la tyché fuese
propicia, podrían ser ganados para la suprema meta, y Dión creía que entre
estos pocos podía contarse el joven príncipe y que. si se lograba ganarle para
la idea, el reino de Siracusa se convertiría en un paraíso de felicidad sobre
la tierra.[19] El
poder ilimitado del tirano era el único hecho real intangible en este plan de
Dión. un hecho que no podía prometer nada bueno, puesto que nadie sabía qué uso
haría de él. Pero la fe de Dión era lo suficientemente audaz para especular con
la juventud de Dionisio. Juventud quería decir maleabilidad y, aunque hasta
ahora el joven inexperto careciese de aquella madura visión moral e intelectual
que Platón exigía de su príncipe Ideal, no parecía ofrecerse otro punto de
apoyo para convertir en realidad la idea Platónica.
Tampoco Platón
veía, en la República, otro camino para llegar al estado ideal que la
formación de un regente perfecto y se asignaba a sí mismo, es decir, al
filósofo creador, la misión de trazar las líneas fundamentales de esta
educación y de establecerlas como un 1004 ideal.
¿Y quién si no el propio Platón y su personalidad espiritual imperativa e
intangible podía ser capaz de tomar prácticamente en sus manos y de llevar a
buen fin la obra de la educación del regente, tal como él la preveía, con sus
dotes de visionario? Es cierto que en la República de Platón el problema
parece planteado de otro modo. Allí, la educación de los hombres destinados a
gobernar se opera por medio de un proceso de trabajosa selección y
contrastación, que dura toda la vida y que abarca tanto el conocimiento
filosófico como la realidad práctica. El material humano sobre que versa la
selección son, sencillamente, los mejores individuos de la juventud en su totalidad,
cuyo número va reduciéndose en cada fase del proceso, hasta que al final quedan
sólo unos cuantos o simplemente el llamado a realizar la gran obra con arreglo
a la voluntad de Dios. El regente salido de esta escuela sería precisamente la
antítesis del tirano. Albergaría en su interior como suprema ley el bien de la
colectividad, visto a la luz de la verdad eterna, y esto lo colocaría por
encima de la parcialidad de toda opinión y de todo deseo individuales. Suponiendo
que el tirano de Siracusa tuviese la voluntad de acometer esta obra, y que
estuviese dotado para ello y que fuese susceptible de ser educado para esta
misión, se le elegiría para ella pura y simplemente porque el azar histórico le
había entregado la herencia del titular del poder supremo. Era una situación
que no difería mucho, en el fondo. de la que servía de base a la educación del
príncipe, tal como la concebía Isócrates.[20]
Sin embargo. Dión creía necesario exponerse a la prueba, en aquellos momentos,
no sólo porque el formidable poder de Dionisio prometía un gran éxito en caso
de triunfar, o teniendo en cuenta la posición peculiar y única que ocupaba en
aquel gran reino,[21]
sino, sobre todo, porque había sentido irradiar sobre él la acción de la
personalidad de Platón como una fuerza capaz de transformar al hombre todo y porque
había asimilado a través de la experiencia vivida su fe en la fuerza de la
educación.
Volviendo la
vista a esta situación, Platón hace desfilar de nuevo ante sus ojos, en su Carta
séptima, los principales sucesos de la vida de Dión y los distintos pasajes
de su convivencia con aquel amigo tan noble y lleno de talento cuya pérdida,
todavía reciente, lloraba. Los planes de educación del tirano, iniciados con su
ascensión al poder, habían fracasado después de dos intentos. El poderoso
estado de los Dionisios se había hundido, pues, una vez frustrados sus
esfuerzos educativos, y desterrado por el tirano, Dión acabó haciendo uso de
la violencia. Su victoria sobre el tirano fue también de corta duración. Tras
breve dominación, sucumbió a manos de asesinos, víctima de las disensiones
surgidas en su propio campo. La llamada carta de Platón, escrita después del
asesinato de su amigo, 1005 constituye un
esclarecimiento y una justificación de sus actos ante la opinión pública,
aunque revista la forma de un consejo destinado al hijo y a los partidarios de
Dión en Sicilia, exhortándolos a permanecer fieles al ideal del muerto. Platón
les promete que si obran así les asistirá con su consejo y su prestigio.[22]
De este modo toma partido abiertamente en favor de Dión y aprueba sus
primitivas intenciones. Su amigo no aspiraba a la tiranía ni a su
derrocamiento, pero se vio obligado a proceder de aquel modo por el desafuero
de que le hizo víctima el tirano. La culpa recae íntegra sobre éste, aunque
Platón comprende ahora que su primera visita a Siracusa, al ganar a Dión para
la causa de la filosofía Platónica, fue, en última instancia, la causa del
derrocamiento de la tiranía.[23]
Descubre en el curso de los acontecimientos el imperio de la tyché divina,
del mismo modo que en las Leyes indaga las huellas de la pedagogía de
Dios a través de la historia. Volviendo la vista a su pasado, Platón descubre
también su mano, con igual claridad, en el encadenamiento de su propia vida con
la historia de su tiempo. Sólo la tyché divina podía hacer que el
regente se volviese filósofo o el filósofo regente. Platón había proclamado ya
esto en la República. La tyché divina parecía alargar la mano
cuando Dión puso en relación a Platón con Dionisio. Y fue también ella la que
llevó a un trágico fin la cadena de las causas y los efectos, cuando el regente
no reconoció aquella mano y la rechazó. Para el sentido común era fácil llegar
a la conclusión de que la empresa de Dión —e indirectamente de Platón, que la
hizo suya— estaba condenada al fracaso, porque descansaba en una falta de
psicología, es decir, de visión de las flaquezas y la vileza de la naturaleza
humana corriente. Pero Platón ve la cosa de otro modo. Una vez que su teoría
había puesto en acción una fuerza como Dión, su punto de vista es que falló el
instinto dominador de Dionisio, al desechar aquella ocasión que se le
presentaba de cumplir con su misión en el más alto de los sentidos.
El papel
desempeñado por Platón en este drama no constituía, desde su punto de vista,
una acción espontánea: se consideraba a sí mismo como el instrumento de un
poder superior. El fondo filosófico sobre el que se proyecta esta concepción
de sí mismo nos lo ofrecen las Leyes, donde Platón declara repetidas
veces que el hombre es un juguete en manos de Dios, una figura de un teatro de
muñecos.[24] La
inteligencia del hombre debe, sin embargo, aprender a obrar bien, pues la
pasión de los instintos humanos no responde siempre sumisamente a los hilos
movidos por Dios. Es, en el fondo, la primitiva concepción griega de la vida
humana; ya en la epopeya homérica y en la tragedia vemos cómo no se la presenta
nunca fuera 1006 del escenario divino. De él
arrancan hilos invisibles, enlazados a lo que nosotros llamamos sucesos. El
poeta ve cómo estos hilos rigen todas las escenas.[25]
En la República parecía abrirse todavía un ancho abismo entre el
principio divino del todo, el principio del bien, y la verdadera vida humana.
Pero el interés de Platón va dirigido en grado creciente a la forma y al modo
de ejecutar su acción en el reino visible, es decir, en la historia, en la
vida, en el campo de lo concreto. Al igual que en su teoría de las ideas,
también en su exposición del bíos vemos cómo lo metafísico va penetrando
cada vez más en los detalles de lo sensible. La carta a que nos referimos es
también importante porque nos descubre la pugna del autor en torno a la
concepción de su propia vida y de su acción como fuente de su interpretación
del mundo en líneas generales: este rasgo personal, aunque intencionadamente
escondido, puede percibirse ya en la República, si se ve en la
conservación de la "naturaleza filosófica", en medio de un mundo y
una cultura condenados a la decadencia, la intervención salvadora de una tyché
divina.[26] Sólo
situándose en este punto de vista puede comprenderse de verdad lo que Platón
quiere decir cuando, en la República, en las Leyes y en la Carta
séptima, interpreta el encuentro del poder con el espíritu (personificado
en el regente y en el sabio) como un acto individual de esta providencia
divina. Es así como la empresa siciliana se enlaza con la situación del
filósofo en la época de Platón, tal como se describe en la República. La
importancia de este episodio trasciende en mucho de lo puramente biográfico.
Adquiere el valor directo de ilustración de la teoría de la República, según
la cual experiencia general de la inutilidad de los filósofos en este mundo
equivale, en realidad, a una declaración del mundo en quiebra y no dice nada en
contra de la filosofía.
Cuando Dión
requirió a Platón para que se trasladase a Siracusa, señalaba como su misión
realizar en las circunstancias del cambio de regente la filosofía política que
en la República había proclamado ante el mundo. Se siente uno movido a
pensar que esta proposición envolvía lo que se llama un cambio de sistema, pero
Platón dice expresamente en la Carta séptima que no se le llamaba como
un consejero político irresponsable, sino con el designio y la clara misión de
educar al joven regente. Este modo de formular el que había de ser su cometido
indica mejor que nada cuan en serio tomaba Dión las doctrinas de la República,
en la que Platón describía su estado ideal pura y simplemente como la paideia
perfecta llevada a la realidad. Dión aceptaba la persona del regente como
un hecho dado del que había de partir, razón por la cual, en vez de sacar a
Dionisio por selección del estamento de los guardianes, era necesario prepararlo
α posteriori para el desempeño
de una función que en realidad 1007 ya ejercía.
Esto representaba una limitación muy seria a los postulados establecidos por
Platón. Había que comenzar la obra por arriba, en vez de acometerla desde los
cimientos. En sus cartas a Platón, Dión describe al príncipe como una
naturaleza dotada y "ansiosa de filosofía y de paideia".[27] Platón
había señalado en la República, como la condición más esencial para que
pudiese prosperar la educación, la atmósfera o medio ambiente en que se
desarrollaba. Esto tenía que determinar necesariamente un pronóstico
desfavorable, pues ya en el comienzo mismo de su Carta séptima pinta
Platón con rasgos conmovedores, como si relatase un drama, su manera de pensar
acerca de Siracusa y del ambiente que reinaba en la corte del tirano, según las
impresiones recogidas por él en su primera visita a Sicilia.[28]
Luego habla del miedo que le infunde la aventurada empresa a que le empujaba
Dión y lo justifica con su experiencia pedagógica, según la cual la gente joven
se entusiasma fácilmente, pero carece de constancia en sus afanes.[29]
Estaba convencido de que el carácter probado y la edad ya madura de Dión eran
el único punto firme de apoyo en todas las circunstancias. Una razón importante
que le impulsaba a aceptar la invitación era, según él, la conciencia de que el
rechazarla equivaldría en principio a renunciar a la teoría que habría de
cambiar totalmente la vida del hombre. No había ido nunca tan lejos en la República,
a pesar de la actitud retraída que allí adoptaba en cuanto a la posibilidad
de llevar a la práctica sus ideas. Retrocedía ante esta última consecuencia y
no se atrevía a confesarse ni a sí mismo que no obraba movido por una
verdadera fe en el éxito de su misión, sino por el temor de aparecer como un
hombre de meras palabras (λόγος μόνον κτλ).[30] La resignación que de un modo tan
conmovedor se expresa en la República llevaba ya implícita, en el fondo,
una respuesta negativa a este intento de sacarlo de su aislamiento.[31]
Platón arriesgaba ahora su fama en la tentativa de refutar con la propia
conducta su pesimismo, harto justificado. Abandonó, como él mismo dice, sus
ocupaciones de enseñanza en Atenas, ocupaciones "absolutamente dignas de
él", para entregarse a la coacción de una tiranía que no armonizaba en
modo alguno con sus concepciones filosóficas.[32]
Pero de este modo creía mantener su nombre limpio de culpa ante el Zeus de la
hospitalidad y también, en última instancia, ante su vocación filosófica, que
no le consentía abrazar el camino más cómodo.
La actitud de
Platón para con el tirano, tal como se expone en la Carta séptima, aparece
enfocada totalmente desde este punto de vista, es decir, como la actitud del
maestro que va al encuentro de su discípulo. E inmediatamente después de
llegar, se vieron confirmados todos sus temores. La calumnia extentida contra
Dión en la corte del tirano 1008 había creado ya
una atmósfera tan impenetrable de inseguridad y desconfianza, que incluso la
fuerte impresión producida por Platón en Dionisio no podía sino contribuir a
atizar los celos del regente contra el amigo del filósofo.[33]
Dionisio el Viejo, aunque confiaba humanamente, y con fundamento, en Dión,
procuró sustraerlo a la influencia del filósofo, enviando a éste a casa. Su
hijo, más débil, dio oídas a las insinuaciones de los enemigos y envidiosos de
Dión, deseosos de ganar autoridad sobre él, en el sentido de que Dión maquinaba
para desplazarlo y convertirse él mismo en tirano, bajo el manto de sus ideas
reformadoras filosóficas. El designio de Platón, le decían estas voces, no era
otro que hacer del tirano un instrumento de los planes de Dión. Dionisio, sin
embargo, no recelaba de las intenciones del filósofo y, además, sentíase
halagado por la conciencia de su amistad con él; en estas condiciones, hizo
precisamente lo contrario de lo que su padre habría hecho en el mismo trance:
desterró a Dión y quiso captarse la amistad de Platón. No se decidió, sin
embargo, como Platón escribe, a hacer lo único que habría podido asegurarle
esta amistad: aprender de él y convertirse en el discípulo y oyente de sus
diálogos políticos.[34]
Los calumniadores le habían llenado de miedo, induciéndole a creer que podría
caer en una relación de excesiva dependencia interior con respecto al filósofo
y, "fascinado por la paideia, descuidar sus deberes de
regente".[35]
Platón esperó
pacientemente a ver si en su discípulo se despertaba un afán más profundo,
pero "éste salió victorioso, con su resistencia".[36]
Platón se volvió, pues, a Atenas, aunque hubo de prometer que retornaría, una
vez terminada la guerra que había estallado. Se resistía a romper de lleno con
el tirano, pensando sobre todo en Dión y confiando en ver a su amigo retornar
del destierro a la patria. Pero su designio y el de Dión: "educar y
formar, como un rey digno de ocupar el trono",[37]
a un tirano que hasta entonces había permanecido al margen "de toda paideia
y de todo contacto espiritual adecuado a la posición que ocupaba",[38]
había fracasado.
Nο es fácil
comprender por qué Platón se prestó a aceptar una nueva invitación de Dionisio,
pocos años después de haber fracasado su primera misión cerca de él.
Alega como razones para justificar su conducta los requerimientos incesantes
de sus amigos de Siracusa, principalmente de los pitagóricos del sur de Italia
y del gran matemático Arquitas, que gobernaba en Tarento, y de sus partidarios.[39]
Platón había establecido vínculos políticos entre estos elementos 1009 y Dionisio, antes de salir de Siracusa; estos
lazos podrían peligrar, si ahora declinaba la nueva invitación del tirano.[40]
Éste envió a Atenas un barco de guerra para recoger a Platón y facilitarle el
penoso viaje; [41] le
prometió, además, que si aceptaba su invitación, sería revocado el destierro
de su amigo.[42] Pero
la razón decisiva, para Platón, fueron los informes que sus amigos cercanos a
Dionisio y a Arquitas le hicieron llegar acerca de los progresos operados en la
formación espiritual del regente de Siracusa.[43]
Por fin, apremiado por sus discípulos de Atenas y empujado por los amigos que
tenía en Sicilia y en Italia, se decidió, a pesar de sus años, a emprender
aquel viaje, que había de producirle el más profundo de los desengaños.[44]
Esta vez, el relato de Platón pasa por alto lisa y llanamente cuanto se refiere
a su recibimiento y a la situación política con que se encontró al llegar a
Siracusa, para fijarse exclusivamente en el estado de la educación allí
existente a su llegada. El tirano, durante el tiempo transcurrido desde su
visita anterior, había mantenido contacto con toda una serie de hombres de
ingenio y estaba lleno de las ideas que de ellos había escuchado.[45]
A Platón la continuación de esta clase de enseñanza no le infundía
confianza alguna. Su experiencia le indicaba que la piedra infalible de toque
para contrastar el celo de su discípulo era el hacerle ver claramente las
dificultades y fatigas de la empresa acometida y observar el efecto que esto
ejercía en él.[46] Un
espíritu animado por el verdadero amor al saber que se siente fortalecido en su
afán ante la conciencia de los obstáculos que ante él se levantan y pone en
tensión todas sus fuerzas y las de su guía espiritual para alcanzar la meta
perseguida; en cambio, el hombre reacio a la cultura retrocede aterrado ante
el esfuerzo y el régimen severo de vida que se le impone y se siente incapaz de
marchar por este camino. Algunos pretenden convencerse de que ya lo saben y no
necesitan, por tanto, imponerse nuevos esfuerzos.[47]
Esto era lo que
ocurría con Dionisio. Se las daba de culto y se pavoneaba con lo que había
tomado de otros, como si se tratase de su propio patrimonio espiritual.[48]
Platón dice, en este pasaje, que más tarde haría lo mismo con lo aprendido de
él, llegando incluso a escribir un libro en que exponía la doctrina Platónica
como si fuese suya propia. Es un rasgo que no deja de tener importancia, pues
denota cierta ambición espiritual, aunque sea la ambición del diletante. La
tradición pretende que Dionisio, después de derrocado 1010
su régimen, vivió en Corinto dedicado a la enseñanza. Por lo demás, Platón sólo
habla de oídas de aquel libro en que, al parecer, se plagiaba su doctrina,
pues nunca llegó a leerlo. Esto le da, sin embargo, pie para una declaración acerca
de su obra de escritor y la relación entre ésta y su teoría, que no puede
sorprendernos demasiado después de lo que nos dice en el Fedro,[49] pero
que es, desde luego, notable por su peculiar formulación. No tiene nada de
extraño el que estas manifestaciones sobre la imposibilidad de plasmar satisfactoriamente
en forma escrita la verdadera esencia de sus conocimientos se multipliquen
precisamente en los años posteriores de su vida. Si es cierto lo que dice en el
Fedro de que lo escrito sólo tiene valor como recuerdo de lo ya sabido,
pero no sirve para transmitir conocimientos nuevos, llegaremos a la conclusión
de que todo lo que Platón escribió sólo tenía, para él, la importancia de un
reflejo de su actuación oral como maestro. Este criterio es especialmente
aplicable a una forma de conocimiento que no se trasmite por medio de la mera
palabra como otras clases de saber, pues sólo puede brotar del desarrollo
gradual del alma. Trátase, manifiestamente, del conocimiento de las cosas
divinas, del que en última instancia deriva su certeza, en la filosofía
Platónica, todo lo demás y hacia lo que todo tiende. Platón se refiere aquí a
los problemas últimos de cuya solución dependen toda su teoría y su acción, así
como su concepto del valor de la educación. Acerca de la suprema certeza que
sirve de base y de punto de apoyo a su pensamiento, no existe nada escrito de
su mano, ni existirá jamás.[50]
La teología de Aristóteles es, por lo menos en cuanto a su idea, un asunto
didáctico, la disciplina suprema entre otras disciplinas. Platón considera,
indudablemente, posible y necesario operar, a través de la gradación del saber
que pinta en la República como paideia filosófica, la catarsis
del espíritu, para depurarlo de los elementos sensibles adheridos a él,
encauzándolo así, cada vez más ceñidamente, hacia lo absoluto. Pero este
proceso es largo y difícil y sólo puede alcanzar su meta a la vuelta de muchos
esfuerzos dialécticos (pollh\ sunousi/a) comunes por la cosa misma, en una
especie de comunidad de vida filosófica. Es en este pasaje donde Platón emplea
la metáfora de la chispa que salta y prende en el alma de quien pasa por este
proceso.[51] El
conocimiento cuya luz enciende esa chispa es un acto creador de que sólo son
capaces pocos hombres, y estos pocos por su propio impulso y con pequeña parte
de dirección.
Este proceso y
su gradación desde lo sensible hasta el conocimiento esencial mismo lo ilustra
Platón en la llamada digresión sobre la teoría del conocimiento, en la Carta
séptima, a la luz de un ejemplo matemático: el ejemplo del círculo.[52]
En este difícil apartado, 1011 estudiadísimo en
estos últimos tiempos, pero que a pesar de ello sigue encerrando ciertos puntos
oscuros, culmina la exposición, creciente hasta rayar en el nivel más alto,
sobre la esencia de la educación Platónica y sobre la naturaleza de la acción
de aprender, tal como el filósofo se la representa.[53]
El conocimiento así concebido se revela aquí como la afinidad esencial con el
objeto, en que lo humano y lo divino aparecen en el punto de su más alta aproximación.
Pero la contemplación, que es la meta de la "semejanza con Dios",[54]
sigue siendo, para Platón, un arrhéton.[55] Ya
el Simposio, en términos análogos, pintaba el ascenso del alma a la contemplación
de lo eternamente bello como una mistagogia,[56]
y en el Timeo se dice: descubrir al creador y padre de este todo es
difícil y, una vez descubierto, es imposible proclamar públicamente su esencia.[57]
Si Dionisio hubiese comprendido a Platón, su conocimiento habría sido tan
sagrado para él mismo como para el propio filósofo.[58]
La publicación de su libro fue una profanación movida por una ambición
deleznable, lo mismo si se trata de presentar aquellos pensamientos como suyos
propios que si el impostor quería hacerse pasar por copartícipe de una paideia
de la que no era digno, para pavonearse con ella.[59]
Las alusiones de la Carta séptima indican claramente que la educación
del regente que Platón quería para Dionisio no consistía en una mera enseñanza
técnica de los asuntos de gobierno; se encaminaba a la transformación de todo
el hombre y de su vida, y el conocimiento sobre que descansaba no era otro que
el del supremo paradigma que Platón establece en la República como norma
y Como pauta para el gobernante; el paradigma del divino bien.[60]
El camino para alcanzarlo era también el mismo que en la República: las
matemáticas y la dialéctica. No parece que Platón en sus conversaciones con el
tirano pasase de deslindar los rasgos generales de esta paideia, pero
es indudable que no estaba dispuesto a ceder ni en un ápice de sus severos
postulados. La meta de un arte regio no se alcanza precisamente por un camino
real. Con su modo 1012 de conducirse ante lo que
Platón le enseñaba, el tirano demostró que su espíritu no era capaz de calar
hasta la hondura en que se hallan las verdaderas raíces de la misión que tan en
vano se esforzaba en desempeñar.
La ruptura de
Platón con Dionisio y el relato de las medidas de violencia del tirano que
condujeron a ella, llenan la última parte de la carta de intenso dramatismo.
Estas escenas contrastan de un modo agudo e impresionante con la imagen de la paideia
Platónica, que ocupa el lugar central de la obra. Ya en el Gorgias establecía
Platón una oposición entre su filosofía de la paideia y la filosofía de
la violencia.[61] A
Dión le son confiscados los bienes, de los que hasta entonces había podido
vivir en el extranjero, sin sacarlos del reino de Dionisio, y se le deniega el
regreso a su patria. Platón, que vivió durante algún tiempo en el palacio del
rey como prisionero, aislado de todo contacto con el mundo exterior, acabó
viéndose alojado en el cuartel de la guardia de corps, que sentía hostilidad
contra el filósofo y constituía una amenaza para su vida. Hasta que por fin,
Arquitas de Tárento, informado secretamente de lo que sucedía, logra que el
tirano acceda al regreso de Platón.[62]
En el viaje de vuelta se encuentra con Dión, el desterrado, en las fiestas de
Olimpia. Su amigo le comunica el plan fraguado por él para vengarse, pero
Platón se niega a participar en los preparativos. En otro pasaje de la carta
califica su alianza con Dión como una "comunidad de la libre paideia"
(e)leuqe/raj paidei/aj koinwni/a).[63]
Pero esta comunidad,
dice, no le obligaba a seguir al amigo por el camino de la violencia. A lo que
sí estaba dispuesto, y se brindó a ello, era a laborar por la reconciliación
entre Dión y el tirano.[64]
Sin embargo, dejaba a Dión en libertad para que ganase adeptos entre sus partidarios,
algunos de los cuales se enrolaron como voluntarios en su cuerpo libertador. Y
aun cuando la tiranía de Siracusa difícilmente habría llegado a ser derrocada
sin el apoyo activo prestado por la Academia, Platón consideró siempre lo
ocurrido como una tragedia y aplicó a los dos contrincantes, después de su
caída, las palabras de Solón: αυτοί αίτιοι (ellos mismos son los culpables de su ruina).[65]
En realidad, el
drama siciliano no era una tragedia solamente para los dos miembros de la casa
reinante de Siracusa víctimas de ella, sino que, en cierto sentido, lo era
también para Platón, aunque exteriormente éste permaneciese alejado de la
catástrofe. A pesar de todas las dudas que abrigaba en cuanto al éxito de la
aventura, había empeñado todas sus fuerzas en una empresa que por ese solo hecho
convertía en cosa propia. Se ha dicho que el error de Platón nacía de una
carencia absoluta de capacidad para comprender las 1013
"condiciones" de la vida y la actuación políticas, que provenía del
carácter mismo del ideal Platónico del estado. Ya Isócrates hablaba con ironía
en el Filipo de aquellos que escribían normas políticas y leyes
absolutamente inaplicables en la vida real.[66]
Isócrates escribía esto en el año 346, es decir, a poco de morir Platón,
creyendo sin duda que con ello pronunciaba la última palabra sobre los esfuerzos
de Platón para resolver el problema del estado. Se sentía especialmente
orgulloso de que sus ideas, a pesar de trascender bastante del punto de vista
propio de los políticos cotidianos, fuesen aplicables y fecundas en el terreno
de la política realista. Pero, en realidad, esta crítica no puede hacérsele a
Platón. Entre su estado perfecto y la realidad política media un abismo muy
profundo de principio, pero el filósofo tiene la conciencia de ello y constantemente
hace hincapié en él.[67]
Sólo una especie de milagro podía asociar esta sabiduría al poder terrenal.
Indudablemente, el fracaso del intento de Sicilia, acometido por él con tan
grandes reparos, tenía necesariamente que hacerle desesperar de la posibilidad
de ver su ideal puesto en práctica mientras él viviese, o nunca. Pero esto no
impedía que siguiese siendo para él el ideal y la pauta absoluta. Es absurdo
creer que un Platón, sólo con un poco más de psicología de masas o de
flexibilidad cortesana, habría logrado hacer más plausible para el mundo que
contemplaba, como el médico un enfermo grave, aquello que él consideraba como
lo más alto y lo más santo. Su interés por el estado no tenía nada de político,
en este sentido. Así lo ha demostrado, por encima de toda duda, nuestro
análisis sobre la estructura espiritual de la República y su concepto
del hombre de estado. Por eso la catástrofe de Siracusa no vino tampoco a echar
por tierra el sueño de una vida y, mucho menos, a destruir la "mentira de
una vida", como se ha tratado de presentar la preocupación que Platón
mostró siempre por el estado y su postulado del imperio de la filosofía.
La renuncia a la
participación activa en la política era muy anterior, como hemos visto, a la
época en que Platón comenzó a escribir. La vemos expresada ya con toda claridad
en la Apología. Aquí, aparece referida todavía, fundamentalmente, a
Atenas. Pero aunque Dión, al conocerle, intentara convencerle teóricamente de
que la realización de sus ideas sería más fácil en un estado gobernado por un
regente con poderes ilimitados, la actitud escéptica de Platón ante el problema
de la realización práctica siguió siendo la misma, como lo prueba la posición
mantenida en la República, Es cierto que, acosado por el optimismo de
sus discípulos y amigos, principalmente por Dión, se decidió a cejar en su
resistencia, pero el fracaso de sus esfuerzos, previsto por él, no era lo más
indicado para hacerle cambiar de criterio en cuanto a la esencia de la comunidad
humana y a la posición central de la vaideia. Sin embargo, la 1014 experiencia vivida de Siracusa fue una tragedia
para él. Era un golpe asestado contra su paideia, no porque significase
una refutación de su verdad filosófica, sino por haber aceptado el reto
lanzado a su arte educativo práctico a base de una situación falsa, cosa
imputable sobre todo a sus discípulos, quienes habían asumido la
responsabilidad de lanzarle a este experimento.[68]
No es verosímil que un hombre como Dión, aunque estuviese directamente
interesado, sin duda alguna, en los resultados de aquella ingerencia de Platón
en la situación política de Siracusa, lo hubiese arrastrado a la aventura por
motivos egoístas. El conocimiento que Platón tenía de los hombres y que le
permitió juzgar con tanto acierto el carácter del tirano, no podía haberse
engañado tan de medio a medio tratándose de un amigo tan cercano como aquél.
Por tanto, la
distinta actitud adoptada por los dos hombres, y que se revela durante este episodio,
sólo conduce a separar nítidamente del puro y optimista, pero superficial y
ligero, idealismo de Dión, la heroica resignación Platónica, basada en su
instinto infalible. El hecho de que Platón, en la Carta séptima, a
pesar de su coincidencia manifiesta con la meta de Dión, consistente en dar a
Siracusa un régimen constitucional, se separe absolutamente de él en este
sentido, queriendo además que su actitud se caracterizase así, lleva al lector
atento la plena certeza de que Platón rechaza por principio la revolución como
medio político.[69] Y es
probable también que después de lo ocurrido creyese todavía menos que antes en
la próxima realización de su ideal por caminos legales. Un cristiano llegará a
la conclusión de que se vio arrastrado a un desengaño honroso para él por la
sencilla razón de que buscaba en este mundo el reino espiritual por cuya
instauración pugnaba. Su rectificación de los falsos juicios imperantes en la
opinión pública acerca de lo ocurrido en Sicilia y de la posición adoptada por
él en estos sucesos nace de una actitud interiormente superior, cuya impresión
no es fácil que se le escape a nadie. Brota de una fortaleza del alma forjada
a fondo, que le permite personificar dentro de sí, con una altura soberana, el
equilibrio divino que se impone a través de todo el caos del mundo. No puede
uno menos de establecer un parangón entre este documento personal y la
justificación de su propia conducta que Isócrates nos da en la Antídosis: el
hecho de que ambos hombres se creyesen obligados a comparecer ante el público
con la protesta de sus miras y sus destinos personales constituye un signo
importante de aquellos tiempos. Y una prueba nada desdeñable de la autenticidad
de la Carta séptima es la fuerza con que nos hace sentir el rango
superior de la personalidad que está detrás de ella.
[1] 1
Sobre la Carta VI, dirigida a
los discípulos de Platón,
Erasto y Corisco, que gobernaban en
Assos, y a su vecino Hermias, tirano
de Atarneo, que había pactado con
ellos una alianza filosófica, Cf. mi obra Aristóteles, pp. 132 ss. Mis razones y las de Brinckmann en pro
de la autenticidad de esta carta han sido reconocidas por Wilamowitz y otros
autores, pero no hay para qué entrar a examinar este problema aquí. Sobre la autenticidad de las Cartas VII y VIII, Cf. wilamowitz, Platón, vol.
ii, y recientemente
G. pasquali, Le Lettere
di Platone (Florencia,
1938). Hay algunos eruditos que
reconocen la autenticidad de todas las cartas, en bloque, pero esta hipótesis tropieza con dificultades insuperables.
[2] 2
Los datos de la Carta VII son reconocidos hoy como auténticos en
la mayoría de los casos, aun en
aquellos en que no concuerdan con el resto de nuestra tradición. Cf.
R. adam, Die Echtheit
der platonischen Briefe (Berlín,
1906), pp. 7 ss.
[3] 3 jenofonte,
Mem., i, 2, 39.
[4] 4 platón, Carta
VII, 326 E s.
[5] 5 Carta VII, 324 B.
[6] 6 Rep., 592 B.
[7] 7
Rep., 499 C.
[8] 8
Ya en los primeros tiempos de la
época helenística se comenzó a señalar a
Egipto como analogía o modelo de la República
de Platón. Cf. crantor en el Com. de Proclo al
Timeo, i, 75 D. Cf. además mi Diokles
van Karystos, pp. 128 y 134 s., y mi ensayo "Greeks and
Jews", en Journal of Religión, 1938.
[9] 9 Rep., 591 E.
[10] 10 Rep., 501 A; Carta VII, 325 Es.
[11] 11
El "estado perfecto" es un
mito, Rep., 501 E. Pero
podría convertirlo en realidad un "príncipe filosófico", 502
A-B.
[12] 12 Leyes,
iii, 691 C.
[13] 13
Es posible que
Platón dejase esta
puerta abierta porque
Dión, ya en la
época en que aquél escribió la República, cifrase grandes esperanzas en
el joven Dionisio. Lo único evidente es
que el filósofo sólo habla de un vastago de sangre real y no de un
principe reinante, puesto que lo primero que hay que hacer es educarlo.
[14] 14 Carta VII, 327 s.
[15] 15 Rep., 473 D.
[16] 16 Rep., 499 B. Cf. Carta VII, 326 A-B; 327 E y en
frecuentes pasajes. El nombre de la tyché
en Platón varía, pero el sentido es siempre el mismo.
[17] 17 Carta VII. 327 Es.
[18] 18 La
conciencia de esta situación la hemos visto expresada también por Isócrates.
Cf. supra, p. 901.
[19] 19 Carta
VII, 327 C.
[20] 20 Cf. supra, p. 883.
[21] 21 Carta VII, 328 A.
[22] 22
Carta VII, 324 A.
[23] 23
Carta VII, 326 E. Cf.
para la interpretación de este pasaje, Deutsche Literaturzeitung, 1924,
p. 897.
[24] 24 Cf. infra, p. 1030.
[25] 25 Cf. supra, p. 61.
[26] 26 Rep., 492 A, 492 E-493 A.
[27] 27 Carta VII, 328 A.
[28] 28 Carta VII, 326 B.
[29] 29 Carta VII, 328 B.
[30] 30 Carta VII, 328 C.
[31] 31 Rep., 496 C-E.
[32] 32 Carta VIl, 329 B.
[33] 33 Carta VII, 329 Β s.
[34] 34 Carta VII. 330 A-B.
[35] 35 Carta VII, 333 C. Este pasaje
se refiere, evidentemente, a las calumnias difundidas contra Platón en su
segunda visita a Dionisio II, pero el 330 Β revela que los intrigantes habían utilizado contra
él exactamente las mismas armas en su primera visita.
[36] 36 Carta VII, 330 B.
[37] 37 Carta VII, 332 D.
[38] 38 Carta VII, 333 B.
[39] 38a Carta VII, 339D.
[40] 39 Carta VII, 328 D.
[41] 40 Carta VII, 339 A.
[42] 41 Carta VII, 339 C. Cf. la promesa
de Dionisio de hacer volver del destierro a Dión, formulada antes de que Platón
regresase de su viaje anterior, 338 A.
[43] 42 Carta VII, 339 B.
[44] 43 Carta VII, 339
D-E.
[45] 44 Carta VIl, 340 B. Cf. 338 D.
[46] 45 Carta VII, 340 C.
[47] 46 Carta VII, 341 A.
[48] 47 Carta VII, 341 B.
[49] 48 Cf. supra, p. 995.
[50] 49 Carta VII, 341 C.
[51] 50 Carta VII, 341 D. Cf. 344 B.
[52] 51 Carta VIl, 342 B.
[53] 52 Cf. J. stenzel, Sokrates, 1921, p. 63, y
Platón der Erzieher, p. 311. wilamowitz, Platón, t.
ii, p. 292.
Stenzel expone de un
modo muy hermoso
que Platón describe aquí con tanto detalle el vano intento de Dionisio
de comprender "por intuición genial" la totalidad de la filosofía Platónica sin recorrer el
fatigoso camino del trabajo dialéctico, porque quiere poner de relieve, a la
luz de este ejemplo, la esencia de la
verdadera paideia. Se ha dicho
repetidas veces que la digresión sobre
la teoría del conocimiento no debe figurar en el relato de estos
importantes sucesos políticos. Otros autores han declarado que esta parte
era una interpolación, para "salvar" de este modo la autenticidad de
la obra en su conjunto. Ninguno de ellos
ha comprendido que Platón expone en su Carta VII el caso de Dionisio como un problema
de la paideia y no como un drama sensacional en el que le tocó
desempeñar a él un papel. Estos autores
subestiman, evidentemente, la conciencia que de sí mismo tenía Platón.
[54] 53
Cf. supra, p. 688
[55] 54 Carta VII, 341 C.
[56] 55 Cf. supra, pp. 583 s.
[57] 56 Timeo, 28 C.
[58] 57 Carta VII, 344 D.
[59] 58 Carta VII, 344 C.
[60] 59 Rep., 500 E.
[61] 60 Cf. supra, pp. 519 s.
[62] 61 Carta VII, 350 Β s.
[63] 62 Carta VII, 334 B.
[64] 63 Carta VII, 350 D.
[65] 64 Carta VII, 350 D (final).
[66] 65 isócrates, Fil.,
12.
[67] 66 Cf. especialmente Rep., 501
A.
[68] 67 En Carta VII, 350 C, se
expresa Platón en términos de gran energía refiriéndose a la presión moral que
Dión ejerció sobre él al impulsarle a ir a Siracusa. Califica esto de una
especie de violencia (di/a| tina\
trpo/pon).
[69] 68 Carta VIII, 331 B-D.
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