En septiembre del año 433, la Asamblea ateniense se
congregó en la colina de Pnix para atender a los legados de Corcira y Corinto.
Todas las argumentaciones que tuvieron lugar se escucharon y se discutieron
ante el pleno de la Asamblea. Los mismos hombres que serían llamados a engrosar
el ejército, en el caso de que el resultado final fuera ir a la guerra,
debatieron cada asunto y determinaron con sus votos el curso que debían seguir
los acontecimientos.
Los corcireos se enfrentaban a una ardua tarea: los
intereses materiales de Atenas se verían involucrados en el conflicto, y entre
ellos y la ciudad no existía una amistad previa. ¿Por qué debía Atenas sellar
una alianza que la haría entrar en guerra contra Corinto y, posiblemente,
contra toda la Liga del Peloponeso? Los corcireos apelaron a la justicia moral
de su causa y a la legalidad de la Alianza que proponían, ya que el Tratado de
los Treinta Años permitía expresamente la afiliación con los territorios
neutrales. No obstante, los atenienses, como la mayoría de los mortales,
estaban más preocupados por las cuestiones relativas a su propia seguridad y
beneficio, materias en que los corcireos estaban dispuestos a satisfacerles:
«Nuestra armada es la más importante, con excepción de la vuestra» (I, 33, 1);
en otras palabras, esta gran fuerza podría sumarse a la consolidación de la
supremacía ateniense.
La invocación más vigorosa de los corcireos fue, sin
embargo, el miedo. Los atenienses necesitaban aquella nueva alianza,
argumentaron, porque la guerra entre Atenas y los aliados de Esparta parecía
inevitable en esos momentos: «Los espartanos están deseosos de luchar porque os
tienen miedo, y los corintios tienen una gran influencia sobre ellos y son
vuestros enemigos» (I, 33, 3). Así pues, Atenas tenía que aceptar la alianza
con Corcira por el más práctico de los motivos: «Entre los griegos hay tres
escuadras dignas de mención: la vuestra, la nuestra y la de Corinto. Si los
corintios nos someten primero, dos de éstas se convertirán en una, y os veréis
obligados a luchar a la vez contra corcireos y peloponesios; si nos aceptáis,
lucharéis contra ellos con nuestras naves, además de con las vuestras» (I, 36,
3).
El portavoz de la embajada corintia, sin embargo, aún
presentaría una argumentación de mayor complejidad. A fin de cuentas, Corinto
era la agresora de Epidamno y había rechazado cualquier oferta de solución
pacífica, incluso en contra del consejo de sus aliadas. Su punto fuerte era
poner en duda la legalidad de un posible tratado ateniense con Corcira.
Técnicamente, el Tratado de los Treinta Años permitía tal alianza, puesto que
Corcira no pertenecía a ninguno de los bloques, pero los corintios mantuvieron
que violaba el espíritu del acuerdo y el sentido común: «Aunque en el Tratado
se dice que las ciudades que no lo hayan suscrito pueden unirse al bando que
prefieran, la cláusula no se refiere a aquellas cuya unión a uno causaría
perjuicio al otro» (I, 40, 2). Ninguno de los que hubieran negociado o jurado
el tratado original podía haberse imaginado suscribir la alianza de una de las
partes con un territorio neutral en guerra con la otra. Los corintios
recalcaron este principio con una amenaza de forma simple: «Si os unís a los
corcireos, no nos quedará más remedio que incluiros en nuestra represalia
contra ellos» (I, 40, 3).
A continuación, los corintios negaron el postulado
corcireo según el cual la guerra era inevitable. También recordaron a los
atenienses los favores pasados, en especial sus servicios durante el alzamiento
de la isla de Samos, cuando Corinto disuadió a Esparta y a la Liga del
Peloponeso de atacar Atenas en un momento de gran vulnerabilidad. Los corintios
pensaban que en esa ocasión se había confirmado el principio clave de gobierno
entre las relaciones de las dos Alianzas, vital para el mantenimiento de la
paz: la no interferencia de cada bando en la esfera de influencia del otro. «No
aceptéis a los corcireos como aliados contra nuestros deseos, ni les ayudéis en
sus atropellos. Si obráis como os pedimos, haréis lo que es debido y serviréis
vuestros intereses de la mejor manera» (I, 43, 3-4).
El argumento de los corintios, sin embargo, no era del
todo sólido. Corcira no era aliada de Corinto, mientras que Samos sí lo había
sido de Atenas; incluso una interpretación amplia del tratado no impedía a los
atenienses ayudar a un territorio neutral atacado por los corintios. Así pues,
Atenas tenía una base legal consistente en caso de aceptar la propuesta de
Corcira. Aunque, en un sentido más profundo, los corintios tenían razón: la paz
no duraría si cada bando decidía ayudar a las ciudades-estado no alineadas en
su movilización contra cualquiera de las demás.
La conducta de Atenas a partir del año 445 y a lo
largo del período de crisis pone de manifiesto que querían evitar la contienda,
pero Corcira se presentaba como un dilema excepcional. Su derrota y el traslado
de su flota a la corintia habrían dado lugar a una armada peloponesia lo
bastante poderosa como para suponer una amenaza a la hegemonía naval ateniense,
sobre la que dependían de hecho el poder, la prosperidad y la propia supervivencia
de Atenas y su Imperio. Así pues, aunque los atenienses quedaban en peligro de
forma inminente con un cambio de tal magnitud en el equilibrio de poderes, los
corintios parecían confiar en que Atenas rechazaría la alianza con Corcira e
incluso se uniría a los corintios en su contra, tal como propusieron con
atrevimiento. ¿Cómo pudieron equivocarse tanto? Para los corintios, Epidamno
tan sólo era un asunto local. En la lucha por alcanzar sus intereses locales,
agudizados por una exasperación y un enojo que venían ya de lejos por la
humillación sufrida a manos de una ciudad-estado menor, subestimaron el
significado que su acción supondría para el equilibrio de poderes del sistema
internacional, y no hicieron el menor esfuerzo por comprobar que los atenienses
se mantendrían al margen mientras ellos guerreaban contra Corcira. Por el
contrario, hicieron caso omiso del peligro de una alianza entre Atenas y
Corcira, y siguieron adelante con la esperanza de que todos estarían a su
favor.
En la colina de Pnix, los atenienses se enfrentaban
ahora a la más complicada de las decisiones. Casi todos los debates acaecidos
en la Asamblea concluían el mismo día; sin embargo, la sesión dedicada a la
alianza con Corcira duró lo suficiente como para necesitar de un segundo
encuentro. El primer día, la opinión se inclinó por el rechazo de la alianza.
Podemos suponer que hubo un acalorado debate durante la noche, porque, al día
siguiente, un nuevo plan vio la luz. En lugar del compromiso ofensivo y
defensivo total, típico de las alianzas griegas (sinmaquía), se realizó una propuesta para contraer una alianza
exclusivamente defensiva (epimaquia),
la primera de esta clase de la que se tiene noticia en la historia griega. Las
probabilidades de que Pericles fuera su innovador autor son muy altas. Durante
la crisis, ya había demostrado su habilidad para modelar la vida política
ateniense; Plutarco relata que fue Pericles el que «persuadió a las gentes para
que enviaran ayuda a los corcireos en su lucha contra los corintios y se unieran
a una isla tan dinámica con tan gran poderío naval» (Pericles, XXIX, 1).
Tucídides argumenta que los atenienses votaron a favor
de la nueva alianza porque creyeron que la guerra con los peloponesios era
inevitable, aunque muchos de los que se opusieron a él difícilmente hubieran
estado de acuerdo con esta valoración. ¿Por qué, debieron preguntarse,
deberíamos arriesgamos a una guerra en favor de Corcira, si el peligro y los
problemas para la propia Atenas todavía están lejos? La actuación ateniense sugiere
más bien la adopción de una política dirigida no a la preparación de la guerra,
sino a su contención: una vía intermedia entre la ingrata opción de rechazar a
los corcireos, y arriesgar de este modo la pérdida de la flota corcirea en
favor de los peloponesios, y la aceptación de una alianza ofensiva que podría
acarrear un conflicto no deseado.
Así pues, la alianza defensiva era un mecanismo
diplomático diseñado para intentar que los corintios entrasen en razón. Para
cumplir su nuevo compromiso, los atenienses mandaron diez trirremes a Corcira.
Si su intención hubiera sido la de luchar y derrotar a los corintios, habrían
podido fácilmente enviar al menos doscientos de su numerosa armada. Junto a las
naves de Corcira, una fuerza de este tamaño habría obligado a los corintios a
abandonar sus planes bélicos, o habría podido garantizar una victoria absoluta,
la destrucción de la escuadra enemiga y el fin de las amenazas corintias. Por
lo tanto, el pequeño número enviado tenía un valor más simbólico que militar,
dirigido a demostrar la seriedad de Atenas en su decisión de detener a Corinto.
La elección de Lacedemonio, hijo de Cimón, como uno de los comandantes de la
flota tampoco fue arbitraria, ya que querían alejar claramente las sospechas de
Esparta hacia su misión. Era un jinete notable, pero carecía de experiencia
naval. Su propio nombre, que significa «espartano», pone en evidencia los
estrechos vínculos de su progenitor con los líderes de la Liga del Peloponeso.
Aún más sorprendentes fueron las órdenes que
recibieron los mandos atenienses. No debían presentar batalla a menos que la
flota corintia se dirigiera contra la propia Corcira o hacia alguna de sus
posesiones e intentara tomar tierra. «Estas disposiciones se hicieron así para
no incumplir el Tratado» (I, 45, 3). Tales instrucciones son una pesadilla para
cualquier oficial de marina, porque, en medio del fragor de una batalla naval,
¿cómo se puede estar seguro de las intenciones del enemigo? La precaución y la
paciencia podrían evitar una intervención oportuna, mientras que una rápida
reacción a lo que podía ser un engaño o una maniobra mal interpretada podría
conducir a un combate innecesario de consecuencias impredecibles.
En el lenguaje moderno, a esto se le llamaría una
política de «disuasión de baja intensidad». La presencia de la fuerza ateniense
manifestaba la determinación de Atenas por evitar un desplazamiento del poder
naval; pero su pequeño tamaño demostraba que los atenienses no tenían intención
de disminuir o aplastar la autoridad corintia. Si el plan funcionaba, los
corintios pondrían rumbo a casa y la crisis se vería resuelta. Si decidían
presentar batalla, los atenienses aún podrían esperar mantenerse al margen de
la contienda. Tal vez los corcireos podrían ganar sin la ayuda de Atenas, tal
como hicieron en Leucimna. Algunos atenienses también esperaban que «ambos
bandos se desgastasen en el enfrentamiento, de forma que se encontraran con
Corinto y las demás potencias marítimas debilitadas, en el caso de que tuvieran
que luchar contra ellas» (I, 44, 2). De cualquier modo, los atenienses
esperaban evitar el combate.
LA BATALLA DE SÍBOTA
Cuando las flotas de Corcira y Corinto se encontraron
finalmente en la batalla de Síbota en septiembre del año 433, el pequeño
escuadrón ateniense no disuadió a los corintios, a diferencia de lo que un
contingente mayor hubiera podido hacer. Hay una diferencia considerable entre
la creencia de que las acciones de uno puedan comportar consecuencias
lamentables en un futuro y el hecho de que la presencia abrumadora de fuerzas
traiga consigo la destrucción inmediata. Ocho ciudades aliadas habían prestado
su ayuda a Corinto en la batalla de Leucimna, pero sólo dos, Élide y Megara, se
le unieron en Síbota (Véase mapa[9a]). El resto quizá se vieron
disuadidas por la derrota previa de Corinto o por la nueva alianza corcirea con
Atenas. También es posible que Esparta tomara medidas para convencer a sus
aliados de que no tomaran parte en el conflicto. Con ciento cincuenta naves
(noventa de su propiedad y otras sesenta procuradas por sus colonias y
aliados), los corintios atacaron las ciento diez trirremes corcireas mientras
los atenienses permanecían al margen.
Sin embargo, pronto quedó patente que los corcireos
iban a ser derrotados, y que los atenienses no podrían dejar de presentar
batalla por mucho más tiempo. «La situación llegó a un punto en el que
corintios y atenienses no tuvieron otro remedio que combatir entre sí» (I, 49,
7).
Cuando las fuerzas corcireas y atenienses se disponían
a defender Corcira, los corintios, que ya habían lanzado su asalto final, se
hicieron atrás. Una segunda escuadra ateniense apareció en el horizonte. En
medio de la batalla, para los corintios era fácil pensar que esas naves
formaban parte de una vasta armada que los superaría en número y los
destrozaría, así que abandonaron la batalla y Corcira permaneció a salvo.
Sin embargo, lo que vieron fue únicamente una fuerza
adicional de veinte trirremes atenienses, enviados sólo unos días antes para
reforzar al contingente original. Tras hacerse a la mar las diez primeras
embarcaciones, según cuenta Plutarco, los adversarios de Pericles criticaron su
plan: «Con el envío de diez naves, había proporcionado poca ayuda a los
corcireos y un gran pretexto para el descontento de sus enemigos» (Pericles, XXIX, 3). Con esa táctica,
sólo conseguirían un compromiso insatisfactorio. Pero los dioses de la guerra
son caprichosos, y el valor trae a menudo mejores resultados que los que la
razón podría predecir. ¿Quién hubiera imaginado que los veinte barcos del
escuadrón de refuerzo, tras muchos días en el mar y sin medios para comunicarse
con las fuerzas de Corcira, llegarían justo en el momento clave para conseguir
librar a la isla de la conquista corintia?
Al día siguiente, alentados por la presencia de las treinta
embarcaciones atenienses incólumes, los corcireos se dispusieron a combatir de
nuevo; no obstante, los corintios rechazaron el combate, temerosos de que los
atenienses consideraran las escaramuzas del primer día como el inicio de una
guerra contra Corinto y buscaran la oportunidad de destruir su flota. Los
atenienses, sin embargo, les permitieron partir, y cada bando se mostró
escrupuloso a la hora de rechazar responsabilidades en la ruptura del Tratado.
Corinto reconoció que no podría ganar la guerra contra Atenas sin pedir la
ayuda de Esparta y sus aliados, y como Esparta ya había tratado de refrenar a
los corintios, éstos no podían esperar conseguir su apoyo si se les culpaba de
haber roto el Tratado. Los atenienses, por su parte, tuvieron buen cuidado en
no dar a Esparta razones para intervenir en la contienda.
El esfuerzo ateniense había tenido éxito: Corcira y
toda su flota se encontraban a salvo. Sin embargo, la política de «disuasión de
baja intensidad» fue un error estratégico, puesto que la llegada de los
atenienses no había evitado que los corintios presentaran batalla, y tampoco
había mermado su capacidad de lucha. Frustrados e incluso más enojados, ahora
estaban dispuestos a arrastrar a los espartanos y a sus aliados a la guerra con
tal de conseguir sus propósitos y vengarse de sus enemigos.
POTIDEA
Los atenienses entendieron que tenían que prepararse
para entrar en guerra, al menos contra Corinto, pero no dejaron de utilizar la
vía diplomática para evitar que la Liga del Peloponeso decidiera intervenir.
Antes incluso de la batalla de Síbota, los atenienses habían interrumpido su
gran programa de obras públicas para preservar sus recursos financieros en caso
de que empezaran las hostilidades. Tras la batalla de Síbota, se movilizaron
para asegurar sus posiciones en la Grecia septentrional, Italia y Sicilia.
Durante el invierno siguiente, lanzaron un ultimátum sobre Potidea, una ciudad
al norte del mar Egeo (Véase mapa[10a]). Los potideatas eran
miembros de la Liga de Delos y, al mismo tiempo, colonos de origen corintio
inusitadamente cercanos a su madre patria. Sabedores de que los corintios
planeaban vengarse, los atenienses temían que buscasen una alianza con el rey
de la vecina y hostil Macedonia para desatar la revuelta en Potidea. Desde allí
podría extenderse a otras ciudades-estado y causar serios problemas en el
Imperio.
Sin que mediara una provocación concreta, los
atenienses ordenaron a los potideatas derribar los muros que protegían la
ciudad, despedir a los magistrados que recibían anualmente de Corinto y enviar
a Atenas un gran número de rehenes. Todas estas medidas estaban dirigidas a
acabar con la influencia corintia sobre la ciudad y colocarla a merced de
Atenas. Una vez más, la estrategia ateniense debe entenderse como una respuesta
cuasidiplomática a un problema acuciante, una elección moderada entre extremos
poco gratos. La falta de acción podría invitar a la rebelión, mientras que el
envío de una fuerza militar para ejercer un control real sobre Potidea sería
entendido como una provocación. Sin embargo, el requerimiento enviaba un
mensaje lleno de contundencia a los potenciales rebeldes de la ciudad, a la vez
que no pasaba de ser una cuestión de regulación imperial, claramente permitida
por el Tratado de los Treinta Años.
Como era de esperar, los potideatas se opusieron a
estas demandas, y los debates continuaron durante todo el invierno, hasta que
finalmente los atenienses ordenaron al comandante de una expedición que
previamente habían enviado a Macedonia que «hiciera prisioneros entre la
población, derruyera los muros y vigilara a las poblaciones cercanas para que
no se sublevaran» (I, 57, 6). Las sospechas atenienses no resultaron
injustificadas; apoyados por los corintios, los potideatas habían pedido ayuda
en secreto a Esparta para que apoyase su levantamiento. Como respuesta, los
éforos espartanos habían prometido invadir el Ática si los habitantes de
Potidea se rebelaban. ¿Qué hizo que la política de Esparta diese tal giro?
EL DECRETO DE MEGARA
Durante el mismo invierno de 433-432 (prácticamente
simultáneo al ultimátum a Potidea, aunque se desconoce si antes o después), los
atenienses aprobaron un decreto que prohibía la entrada de los megareos en los
puertos imperiales y en el ágora de Atenas. Los embargos económicos se utilizan
a menudo en el mundo actual como armas diplomáticas, medios de coerción
cercanos a la guerra; no obstante, no se tiene conocimiento de que hasta ese
momento se ejecutara en la Antigüedad ningún otro embargo en tiempos de paz.
Con toda seguridad ésta fue otra de las innovaciones
de Pericles, puesto que sus contemporáneos culparon de la guerra a este decreto
y a él mismo por ser su impulsor, aunque Pericles lo defendió con persistencia
hasta el final, incluso cuando pareció convertirse en el único asunto que
decidiría la paz o la guerra. ¿Por qué introdujo el líder ateniense el embargo
y por qué lo aprobaron y defendieron la mayoría de los habitantes de Atenas?
Los historiadores lo han interpretado de varias maneras: como un acto de
imperialismo económico, como un recurso destinado a causar una provocación
deliberada de guerra, como una declaración desafiante contra la Liga del
Peloponeso y un intento de encolerizar a los espartanos para hacerles incumplir
el Tratado, e incluso como la primera acción bélica en sí misma. La explicación
oficial del decreto era que había sido provocado por el uso que los megareos
hacían de una porción de tierra sagrada reclamada por los atenienses, por
utilizar ilegalmente las tierras fronterizas y por dar cobijo a esclavos
fugitivos.
Con un examen detallado, no obstante, las teorías
modernas tiran por tierra estas justificaciones, de modo que las reclamaciones
clásicas pueden calificarse de mero pretexto. Al garantizar que Megara sería
castigada por su comportamiento en Leucimna y Síbota, el verdadero propósito
del decreto era la intensificación moderada de la presión diplomática para
evitar la extensión del conflicto a los aliados de Corinto. Los corintios sólo
podrían vencer si convencían a la Liga, y en especial a Esparta, de que se
uniera a su lucha. Megara había molestado y desafiado tanto a Atenas como a
Esparta al enviar ayuda a Corinto en Leucimna y Síbota, aun cuando la mayoría
de los aliados peloponesios se negaron a ello. En un futuro, estas
ciudades-estado podían optar por unirse a los corintios en un nuevo choque
contra Atenas; si una mayoría suficiente daba este paso, los propios espartanos
sólo podrían mantenerse al margen, lo que por otro lado cuestionaría su
liderazgo en la Alianza y pondría en peligro su propia seguridad.
Una vez más, la actuación ateniense debe contemplarse
como una vía intermedia. El no haber tomado medidas podría haber alentado a
Megara y a otras ciudades-estado a ayudar a Corinto. El ataque a la ciudad por
parte de una fuerza militar habría violado el Tratado y habría arrastrado a
Esparta a una guerra contra Atenas. Por el contrario, el embargo no pondría a
Megara de rodillas ni le infligiría serios males; causaría cierto malestar a
muchos megareos y algunos problemas a aquellos hombres que vivieran del
comercio con Atenas y su Imperio, muchos de ellos, sin duda, miembros del
consejo oligárquico que gobernaba la ciudad. El decreto también ejercería de
medida disuasoria para mantenerlos apartados en problemas futuros y serviría
como advertencia a las restantes ciudades-estado comerciantes: nadie estaba a
salvo de las represalias atenienses, ni siquiera durante un período de paz.
No obstante, el decreto de Megara no estaba exento de
riesgos. Con toda seguridad, los megareos se quejarían a los espartanos,
quienes podrían sentirse obligados a apoyarlos. Aunque éstos también podrían
negarse, ya que el decreto no llegaba a romper el Tratado, puesto que en él no
hacía referencia a las relaciones económicas o comerciales. Además, Pericles
era amigo personal de Arquidamo, único rey de Esparta por aquel entonces
(Plistoanacte había sido enviado al exilio en el 445). El líder ateniense sabía
que Arquidamo estaba a favor de la paz, y esperaba que el espartano percibiera
sus intenciones pacíficas y el propósito limitado del decreto, por lo que no le
sería difícil convencer al resto de los habitantes de Esparta. Aunque Pericles
no se equivocó en su apreciación con respecto a Arquidamo, sí que subestimó las
pasiones albergadas por algunos espartanos, causadas por una combinación de
acontecimientos que habían tenido lugar a raíz de la alianza con Corcira.
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