LA RUPTURA DE ATENAS CON ESPARTA
Con la idea de llevar adelante su acuerdo con los
beocios, los espartanos se dirigieron a Panacto para hacerse con el control de
la plaza y con los prisioneros áticos de Beocia, pues su intención era
devolvérselos a los atenienses. Encontraron la fortificación destruida, pero
los prisioneros les fueron entregados y partieron en dirección a Atenas para
reclamar la devolución de Pilos. Alegaron que Panacto, aunque en ruinas, había
sido debidamente restituida, puesto que no volvería a albergar más tropas
hostiles. Sin embargo, los atenienses, que querían el fuerte intacto, mostraron
su enfado por el pacto de Esparta con Beocia, el cual no sólo violaba la
promesa de no contraer nuevas alianzas sin consultarlas, sino que ponía en evidencia
la falsedad de la promesa espartana de utilizar la fuerza con los aliados
disidentes. En consecuencia, los atenienses «respondieron enojados a los
mensajeros y los despidieron» (V, 42, 2).
Las acciones de Esparta ayudaron a resucitar la
facción belicista ateniense, inactiva desde la muerte de Cleón, e Hipérbolo,
hijo de Antífanes, se dedicó a rivalizar por el cargo. Ciertos escritores de la
Antigüedad lo bautizaron como un «líder de las masas» y en La paz, representada en el año 421, Aristófanes habla de él como el
hombre que controlaba la Asamblea. Era trierarca (capitán de barco y hombre
acaudalado), miembro activo de la Asamblea, cuyos decretos impulsaba y
corregía, pertenecía probablemente al Consejo y también era general. Algunos
escritores clásicos lo tildan de ser un sinvergüenza indigno y ridículo,
incluso de peor calaña que los demagogos. Puede que Aristófanes exagerase al
atribuirle un afán imperial que llegaba tan lejos como la propia Cartago, pero
no hay duda de que se opuso a la paz del 421 y a la alianza con Esparta. Era un
experto y hábil orador, aunque carecía de la reputación militar de Cleón o de
la estatura personal e influencia del rico y piadoso Nicias. Quizás Hipérbolo
hubiera podido llegar a ser líder de la facción belicista, si no se le hubiera
presentado un opositor tan fuerte de improviso.
Alcibíades, hijo de Clinias, tenía entre treinta o
treinta y tres años cuando fue elegido general en la primavera del año 420
(treinta era la edad mínima para ostentar el generalato). Era lo
suficientemente rico para inscribirse en los Juegos Olímpicos con carro propio,
y tan extraordinariamente apuesto que «era perseguido por muchas mujeres de
familias nobles» y «también por los hombres» (Jenofonte, Memorabilia, I, 2, 24); orador de talento, había sido alumno de los
mejores maestros de su tiempo. Su capacidad intelectual era ampliamente
admirada y su amistad con Sócrates contribuyó sin duda a crear tal reputación,
así como a agudizar sus técnicas argumentativas. Incluso sus defectos parecían
ayudarle, y eso que eran perjudiciales. Tenía un problema en el habla, pero la
gente lo encontraba encantador. Era terco, consentido, imprevisible y
extravagante; sus locuras le granjearon al menos tanta admiración como también
envidia y desaprobación.
Su gran personalidad le procuró atención y notoriedad,
lo que le facilitó una participación precoz en la vida pública.
Fue su familia la que ejerció una mayor influencia
sobre su carrera militar y política, pues la fama de sus ancestros le permitió
alcanzar una posición eminente en Atenas con una rapidez inusitada. El nombre
«Alcibíades» es de raíz espartana, y su origen se remonta al siglo VI como
mínimo, fruto del parentesco que su familia, representante de Esparta (proxenos), estableció en Atenas, aunque
durante la Guerra del Peloponeso ya no continuarían desempeñando esta función.
Por línea paterna, pertenecía al clan aristocrático de los Salaminioi. Su
tatarabuelo fue aliado de Clístenes, libertador de Atenas y fundador de la
democracia. Su bisabuelo luchó como trierarca en las Guerras Médicas con una
nave de su propiedad, cuyos gastos corrieron de su cuenta. El abuelo había sido
una figura política tan importante como para padecer el ostracismo; y su padre,
amigo de Pericles, había muerto combatiendo en la batalla de Coronea en el año
447.
La madre de Alcibíades era una Alcmeónida,
descendiente de una familia muy influyente, entre la que también se contaba la
madre de Pericles; así fue como éste se convirtió en tutor del joven Alcibíades
y de su hermano Arifrón tras la muerte del padre de ambos. Desde más o menos
los cinco años, Alcibíades y su hermano pequeño, salvaje e incontrolable, se
educaron en la casa del político más importante de Atenas. Su niñez coincidió
con el período en el que Pericles se alzó, casi sin que nadie le hiciera
sombra, como el hombre más influyente de Atenas. El muchacho, con talento, una
ambición ya de por sí cultivada y unas expectativas elevadas gracias a la
tradición de su linaje paterno, albergaba una sed de triunfo sin límites al
observar el poder y la gloria de su mentor.
Sin embargo, el éxito popular por sí solo no era
suficiente para el hijo de Clinias y el pupilo de Pericles, pero tampoco
faltaron aduladores que alentaran sus visiones más atrevidas. Así lo expresa
Plutarco: «Era (…) su pasión por la distinción y por la fama lo que estimulaba
a los corruptos; a partir de ahí, lo lanzaron de sopetón en brazos de las
intrigas más presuntuosas al persuadirle de que, sólo con entrar en la vida
pública, eclipsaría a los generales de a pie y a los líderes populares, y no
sólo eso, sino que incluso sobrepasaría a Pericles en poder y gloria entre los
helenos» (Alcibíades, VI, 3-4).
Aunque en la democracia todavía llena de deferencias del siglo V sus vínculos
familiares aristocráticos le dieron ventaja sobre sus competidores, hacia el
año 420, Alcibíades podía presumir de una excelente hoja de servicios y de
haber ganado una mención al valor por Formión y una distinción en la lucha a
caballo en Potidea y Delio.
Tras la rendición espartana en Esfacteria, trató de
renovar sus viejos lazos familiares con Esparta y se ocupó de sus prisioneros.
Al término de la Guerra de los Diez Años, Alcibíades mantenía la esperanza de
establecer negociaciones con los espartanos y de acrecentar su credibilidad con
la paz como resultado; no obstante, los espartanos prefirieron negociar con
Nicias, más experimentado, fiable e influyente. Sintiéndose insultado y
desairado, cambió de postura y atacó la Alianza con Esparta aduciendo que los
espartanos no estaban siendo sinceros. Se habían aliado con Atenas, insistía,
sólo para tener las manos libres respecto a Argos; cuando acabaran con ésta,
Esparta volvería a atacar a los atenienses, solos y sin aliados. Alcibíades
prefería sinceramente una alianza con Argos a una con Esparta; sin duda,
sintonizaba su valoración de los móviles de Esparta con la de Jénares, Cleobulo
y la de sus facciones.
Cuando la postura de Nicias se vio severamente
debilitada por el derribo del fuerte de Panacto y la alianza con Beocia,
Alcibíades «promovió un tumulto en su contra en la Asamblea, y lo acusó de
calumnias demasiado plausibles. El propio Nicias (…) había rehusado capturar a
los soldados del enemigo, que habían quedado aislados en la isla de Esfacteria,
y cuando otros sí lo hicieron, éste los liberó y los devolvió a los de Laconia,
cuyo favor buscaba; en cambio, no había procurado convencer a esos mismos
lacedemonios, amigo probado suyo como era, para que no pactasen una alianza por
separado con los beocios o incluso con los corintios; por el contrario, en un
momento en que todos los helenos deseaban buenas relaciones con Atenas y ser
sus aliados, éste trató de impedirlo, a no ser que con esto se complaciera a
los lacedemonios» (Plutarco, Alcibíades,
XIV, 45). Entretanto, Alcibíades instó en privado a los líderes democráticos de
Argos a que se avinieran a fundar una alianza con los atenienses, junto con los
embajadores eleos y mantineos: «Pues la ocasión había madurado y él mismo
cooperaría al máximo» (V, 43, 3).
La invitación de Alcibíades llegó a tiempo de evitar
la alianza de los argivos con Esparta, la cual habían perseguido con la
creencia equivocada de que Atenas y Esparta trabajarían al unísono. Sin
embargo, ahora que la verdad había quedado al descubierto, los argivos abandonaron
cualquier idea de vincularse a Esparta y contemplaron con regocijo una posible
alianza con Atenas, «considerando que era una ciudad que había sido amiga en el
pasado, una democracia como la suya, y una potencia marítima que lucharía a su
lado si estallaba la guerra» (V, 44, 1). Tras descubrir el cambio de postura de
Argos, los espartanos intentaron deshacer el entuerto y enviaron a tres de sus
hombres, tenidos en gran estima por los atenienses —León, Filocáridas y Endio—,
para que evitasen la alianza ateniense con Argos, invocasen la devolución de
Pilos y asegurasen a los ciudadanos de Atenas que su alianza con Beocia no
supondría una amenaza para ellos en modo alguno.
Los enviados espartanos se presentaron ante el Consejo
ateniense y anunciaron que tenían plenos poderes para resolver cualquier
diferencia. Alcibíades, temiendo que si hacían ese mismo pronunciamiento ante
la Asamblea los atenienses rechazarían la alianza con Argos, convenció a los
espartanos para que negasen que hubieran venido investidos de tal grado de
autoridad. A cambio, les prometió que utilizaría su influencia para devolverles
Pilos y resolver las demás diferencias. Sin embargo, cuando llegaron a la
Asamblea, Alcibíades les preguntó si eran portadores de plenos poderes para
realizar acuerdos, y, al contestar que no, los dejó boquiabiertos al poner en
tela de juicio su honestidad. La Asamblea dispuso con rapidez su unión con
Argos, pero un temblor de tierra evitó allí mismo cualquier conclusión. Los
espartanos no tuvieron oportunidad de protestar por la artimaña de Alcibíades,
y posiblemente partieron con prontitud hacia Esparta, ya que carecemos de
evidencias que atestigüen que asistieran a la Asamblea del día siguiente.
Durante la reunión, Nicias intentó posponer la
votación. Insistió en que la amistad de Esparta tenía más valor que la de
Argos, y propuso enviar una embajada para intentar esclarecer las intenciones
espartanas, ya que Alcibíades había impedido que explicasen lo que venían a
decir. También sostuvo que la buena fortuna y la seguridad de los atenienses
estaban en su mejor momento, y que de la paz sólo podrían extraer beneficios;
sin embargo, adujo, los espartanos, inquietos e inseguros, tenían mucho que
ganar de un enfrentamiento precipitado que pudiera revertir la situación. El
argumento contrario podría haberse centrado en la continua hostilidad y la
perfidia de Esparta y el riesgo que ésta supondría para la seguridad ateniense
tras un período de recuperación; según este punto de vista, ahora que Esparta
se encontraba debilitada y amenazada por una gran coalición, era el momento
justo para acabar con ella y eliminar el peligro que había supuesto para Atenas
durante tantos años. Aun así, los atenienses se mostraron tan reacios a
reanudar la guerra que postergaron la decisión sobre Argos y, en cambio,
enviaron a Nicias como parte de la embajada a Esparta. Los embajadores
solicitaron la restauración intacta de Panacto, la devolución de Anfípolis y la
renuncia a la alianza con Beocia, a no ser que ésta acatase la Paz de Nicias; también
anunciaron que Atenas pactaría una alianza con Argos en caso de que Esparta no
abandonara a los beocios.
Tales demandas acabaron con cualquier esperanza de
conciliación, porque, como es lógico, los espartanos las rechazaron. Sin
embargo, Nicias requirió que Esparta renovase los juramento del tratado de paz,
porque «abrigaba el temor de que, si volvía sin haber conseguido nada, seria
blanco de ataques, como de hecho ya había sucedido, pues se le consideraba
responsable de la paz con los espartanos» (V, 46, 4). Reacios a retomar la
contienda, los espartanos estuvieron de acuerdo con la petición, pero se
mantuvieron inamovibles respecto a la alianza con Beocia. Como había anticipado
Nicias, en la Asamblea ateniense estalló la cólera cuando se conoció el fracaso
de las negociaciones; y se acordó de inmediato el tratado con Argos, Élide y
Mantinea. Se trataba de un pacto mutuo de no-agresión y de una alianza
defensiva por tierra y mar entre las tres democracias del Peloponeso y sus
dominios, por un lado, y los atenienses y sus Estados súbditos por otro. Con
cien años de duración por delante, este compromiso se probaría duradero. El
acuerdo fue todo un triunfo para Alcibíades, y colocó a Atenas en una nueva
vía, incompatible con la Paz de Nicias.
Aun así, a causa de sus anteriores conflictos, tanto
Atenas como Esparta se atuvieron a los tratados, al menos formalmente, ya que
ninguna deseaba asumir la responsabilidad de haber violado la paz. Mientras
tanto, los corintios, que ahora eran libres para actuar de manera más directa,
«se apartaron de sus aliados y se inclinaron una vez más por los espartanos»
(V, 48, 3). Su juego taimado había hecho menguar el poder de la Liga de Argos,
apartándola de los Estados oligárquicos y dejándola en coalición con las
democracias alineadas con Atenas; justamente el tipo de amenaza que animaría a
Esparta a reavivar la guerra. Aun así, los corintios también tuvieron buen
cuidado de mantener la alianza defensiva que habían hecho con Argos, Élide y
Mantinea, ya que la inestabilidad política espartana podía requerir de alguna
otra maniobra estratégica y su postura ambigua con las democracias del
Peloponeso les podría permitir intervenir en algún momento crucial futuro.
ESPARTA, HUMILLADA
El establecimiento de la alianza ateniense con las
democracias del Peloponeso no sólo cambió el rumbo político en Atenas, sino que
también propició nuevas y audaces iniciativas por parte de los enemigos de
Esparta. En los Juegos Olímpicos del año 420, los espartanos padecieron el
escarnio público cuando los eleos elevaron contra ellos acusaciones de dudosa
índole, por el supuesto de haber violado la tregua sagrada durante la cual
tenía lugar el encuentro. La consecuencia fue el veto a la participación
espartana, tanto en la competición como en los habituales sacrificios
ceremoniales. Los espartanos apelaron la decisión, pero la corte olímpica,
formada por eleos, falló en su contra y les impuso una multa. Los eleos se
ofrecieron a renunciar a la mitad de aquella cantidad y a cubrir ellos mismos
la otra mitad, si los espartanos les devolvían Lépreo. Cuando éstos se negaron,
los eleos les exigieron jurar en el altar de Zeus Olímpico, ante la reunión de
todos los griegos, que pagarían la sanción más tarde. De nuevo los espartanos
se negaron, y se les prohibió la entrada en los templos, en los rituales y en
los Juegos. Tamañas provocaciones por parte de los eleos sólo podían surgir de
la alianza con las democracias peloponésicas y con Atenas. A continuación, los
eleos protegieron con sus propias tropas el santuario contra un eventual ataque
espartano, ayudados por unos mil hombres de Argos y Mantinea, y por un
escuadrón de la caballería ateniense.
Sin embargo, hubo un espartano que se negó a encajar
los insultos obedientemente. Licas, hijo de Arcesilao, se opuso entre sus
compatriotas de manera destacada y defendió la reputación y riqueza de su
familia. Su padre había sido campeón olímpico en dos ocasiones, y él mismo
había participado con su tronco de caballos en los Juegos; también había
oficiado como anfitrión de los extranjeros que acudían a las Gimnopedias de
Esparta; eraproxenos de los argivos,
y mantenía una estrecha relación con los beocios. Posiblemente también
comulgaba con la política de Jénares y Cleobulo, y no había nadie mejor que él
para dirigir las silenciosas negociaciones que espartanos, argivos y beocios
habían llevado a cabo. De cualquier modo, sus actos en la Olimpiada del año 420
denotan la audacia y rebeldía de su espíritu.
Con la prohibición de tomar parte en los Juegos como
espartano, donó formalmente sus propios caballos a los tebanos para que
corrieran en su nombre. Cuando su carro llegó el primero, Licas bajó a la arena
y coronó él mismo al auriga victorioso, con lo que dejó patente que la victoria
había sido suya. Enrabiados, los eleos enviaron a los jueces olímpicos para que
lo azotaran y expulsaran. A pesar de que esto podía provocar la entrada del
ejército espartano en escena, éstos no emprendieron ninguna acción, lo que
provocó la impresión de que Atenas y sus aliados peloponésicos les habían
intimidado. Justo después de la Olimpiada, los argivos, alentados quizá por la
deshonra espartana, renovaron su invitación a los corintios para que se uniesen
a una nueva alianza conjunta, Atenas incluida. Viajaron también a Corinto
representantes de Esparta, presumiblemente para discutir tal propuesta, pero un
temblor de tierra puso fin a la conferencia y malogró cualquier resultado.
La percepción generalizada entre los espartanos de su
propia debilidad causaría pronto una vergüenza aún mayor. En el invierno del
420-419, los pueblos vecinos derrotaron a los colonos de Heraclea en Traquinia
(Véase mapa[35a]), y dieron muerte a su gobernador, que era
espartano. Los tebanos enviaron mil hoplitas con el pretexto de salvar la
ciudad; sin embargo, ya en marzo habían tomado el control y destituido al nuevo
representante de Esparta. Tucídides relata que actuaron por miedo a que
Heraclea cayera en manos atenienses, ya que los espartanos, entretenidos con
sus problemas en el Peloponeso, no podían defenderla. Podemos imaginar que
Tebas, envalentonada por la aparente impotencia de Esparta, buscaba la
oportunidad de recortar su influencia sobre la Grecia central y acrecentar la
suya propia. «Los espartanos, no obstante, se mostraron enfurecidos con ellos»
(V, 52, 1), y los acontecimientos dañaron aún más la relación entre Esparta y
un aliado tan importante. Aunque los espartanos habían sufrido poco daño
material, la asociación ateniense con Argos, Élide y Mantinea estaba cosechando
resultados incluso antes de que Atenas hubiera emprendido ninguna acción de
magnitud en su nombre.
ALCIBÍADES EN EL PELOPONESO
A comienzos del verano del año 419, los atenienses se
movilizaron en aras del fortalecimiento de la nueva liga para sacar partido de
la pérdida de prestigio de Esparta. Alcibíades, que había sido reelegido
general, condujo una pequeña formación de hoplitas y arqueros áticos hacia el
Peloponeso, expedición ésta que había sido planeada en conjunción con los
argivos y el resto de aliados peloponesios. El objetivo final de la tortuosa
estrategia del general ateniense era Corinto, cuya defección asestaría a la
alianza espartana un golpe de consecuencias catastróficas. Los atenienses
marcharon a través del Peloponeso desde Argos a Mantinea y Élide, y desde allí
a Patras, situada en la costa aquea a orillas del golfo de Corinto. Alcibíades
logró que la ciudad apoyase una alianza con Atenas y convenció a sus habitantes
para que construyeran una muralla hasta el mar, con el objetivo de mantener la
comunicación con Atenas y de proveerse de protección en caso de un posible
ataque espartano (Véase mapa[36a]). Por su parte, los corintios, los
siciones y las demás poblaciones vecinas consiguieron llegar a tiempo de evitar
que los atenienses construyeran una fortificación aquea en Rhium, frente a
Naupacto, el punto más estrecho del golfo de Corinto.
Todo esto no era una mera exhibición de fuerza, sino
parte de un plan para presionar a Corinto y a los demás aliados espartanos. De
hecho, con el pacto de Patras y la fortaleza de Rhium se podía cerrar el paso a
las naves de Corinto, Sición y Megara por la desembocadura del golfo.
Alcibíades había llevado sólo un pequeño contingente de soldados a Patras, sin
apoyo naval; así pues, sus gentes hubieran podido resistir de haberlo querido. Su
aceptación a pertenecer a la Confederación de Delos es una muestra de lo
extendida que estaba la percepción del declive espartano, lo cual, acentuado
por la marcha incontestada de Alcibíades a través del Peloponeso, hería
profundamente a Esparta.
El segundo objetivo del general ateniense aquel verano
era Epidauro, cuya captura emprendieron las tropas argivas. Tucídides da
noticia de que elevaron la típica queja de incumplimiento religioso como
pretexto para atacar la ciudad, aunque su propósito real era procurarse una
ruta más corta para que los atenienses pudieran acudir en ayuda de Patras y, lo
más importante, «mantener a Corinto en calma» (V, 53, 1).
Las campañas de Acaya y Epidauro formaban parte de un
plan para amenazar y aislar a Corinto. La alianza con Patras ayudaría a cortar
la comunicación y el comercio de los corintios con sus colonias del oeste;
mientras que, a su vez, la caída de Epidauro les pondría en peligro por las dos
partes, y probaría que Argos y Atenas podían batir a los Estados peloponesios
aliados de Esparta. Con Epidauro en la mano, los argivos podían marchar contra
Corinto desde el sur, mientras que Atenas irrumpiría por la costa, como hizo
Nicias en el año 425; una amenaza de tal calibre podría forzar la salida de
Corinto de la Liga del Peloponeso. Incluso su neutralidad evitaría la
cooperación entre beocios y espartanos. A su debido tiempo, Megara, y quizás
otras ciudades-estado del Peloponeso, también optarían por inclinarse por la
neutralidad en lugar de permanecer al lado de una Esparta debilitada y en
contra de la nueva Alianza, cada día más poderosa.
A los atenienses se les abría por fin una estrategia
factible que ofrecía promesas de éxito sin riesgos o sin desembolsos
extraordinarios. Alcibíades decidió utilizar las fuerzas armadas como medio de
presión diplomática; ni quería obligar al enemigo peloponesio a presentar
batalla, ni agotar sus recursos, sólo forzarlo a alterar su postura por el
curso de los acontecimientos.
ESPARTA CONTRA ARGOS
En efecto, la invasión del territorio de Epidauro por
parte argiva sirvió a su propósito original y convenció a los espartanos de que
debían actuar. El joven rey Agis envió hacia Arcadia al ejército espartano al
completo; esta decisión le permitiría acercarse a Élide en el noroeste, a Mantinea
en el norte o incluso a Argos, al noreste, si así era necesario. «Nadie sabía
el destino de la expedición, ni siquiera las propias ciudades que habían
enviado tropas» (V, 54, 1).
La razón por la que no se conocía el auténtico
objetivo de Agis se debe a que, durante la realización de los habituales
sacrificios fronterizos, las profecías se habían mostrado desfavorables. Así
pues, los espartanos se prepararon para volver a casa y dieron aviso a sus
aliados de que planeaban salir otra vez de expedición al término del mes
siguiente, el Carneo, un mes considerado sagrado por los dorios. Aunque los
espartanos eran en realidad muy religiosos, es sospechosa la extraña
coincidencia acaecida en el verano del 419: por dos veces consecutivas se dijo
que los augurios proféticos desaconsejaban que el ejército comandado por Agis
atacara a los argivos o a sus aliados. La sospecha se intensifica cuando se
constata que, ese mismo verano y ante el temor del hundimiento de la Liga del
Peloponeso, los espartanos no se echaron atrás en la acción por mucho que los
signos no les resultasen propicios. Así pues, la evidencia sugiere que los
sacrificios fronterizos adversos no fueron sino meros pretextos.
Al haber hecho campaña por la lucha en el exterior de
las fronteras, Agis no podía simplemente ordenar una retirada, incluso a la
vista de predicciones hostiles; los epidaurios, los más firmes entre sus
aliados, unidos a multitud de espartanos que deseaban la batalla, no se podían
refrenar por más tiempo. Agis, sin duda, dio orden de reagrupar a las tropas
una vez transcurrido el mes de Carneo para cubrir el retraso por medio de una
justificación de orden religioso, mientras ganaba el tiempo necesario para que
los oligarcas recuperaran el control de Argos. Los demócratas antiespartanos
que gobernaban en Argos también recurrieron a algunas argucias religiosas de
factura propia. Invadieron Epidauro el vigesimoséptimo día del mes precedente
al Carneo, y continuaron contando todos los días de su estancia con esa misma
fecha. Con esta artimaña querían evitar el incumplimiento de la tregua sagrada
de las Carneas. Los habitantes de Epidauro pidieron ayuda a los aliados del
Peloponeso, pero algunos alegaron el mes sagrado como excusa y no aparecieron
en absoluto, mientras que otros no llegaron siquiera a cruzar sus fronteras.
Antes de que la Liga de Argos pudiera aprovechar la
oportunidad de atacar Epidauro, los atenienses convocaron una conferencia en
Mantinea para discutir la paz. De nuevo, Alcibíades prefirió conjugar la
presión militar y la diplomacia antes que embarcarse en una batalla con los
hoplitas, y planeó usar la vacilación de Agis como recurso para persuadir a los
corintios de que abandonasen a Esparta, antes de que ellos mismos fueran los
abandonados. Sin embargo, durante la conferencia, los corintios, igual de
astutos, acusaron de hipocresía a los aliados, porque mientras hablaban de paz,
los argivos se habían alzado en armas contra los epidaurios. Así pues,
exigieron la retirada de ambos ejércitos antes de que el congreso prosiguiera.
Tal vez esperaban que los argivos rehusarían, y proporcionarían así una excusa
para acabar con el encuentro, pero incluso tras convencer a los argivos para
que se retiraran, la conferencia no llegó a buen puerto. Con toda seguridad,
los corintios entendieron que su abandono de la Liga espartana conllevaría
posiblemente el triunfo de Atenas; así pues, cuando Alcibíades intentó
finalmente obligarlos a comprometerse en la nueva alianza contra Esparta, los
corintios rechazaron los términos de la paz y pusieron fin a las esperanzas
albergadas por el ateniense de conseguir una victoria diplomática.
Los argivos se apresuraron a volver a Epidauro para
saquearla, y los espartanos marcharon de nuevo hacia la frontera en dirección a
Argos. Esta vez, sin dudas sobre el destino hacia donde se dirigían. Para
proteger a sus aliados argivos, los atenienses replicaron con el envío de mil
hoplitas, a la vez que los propios argivos se replegaban para proteger su
población. Sin embargo, los sacrificios de Agis produjeron de nuevo augurios
desfavorables, y el ejército retornó a casa. Aun así, la simple amenaza de un
ataque por parte de Esparta relajó la presión sobre Epidauro, lo que permitió a
Agis y a sus adjuntos evitar una confrontación directa con Argos. Alcibíades
volvió a Atenas con sus tropas, y la campaña del año 419 concluyó con una
Corinto todavía aliada de Esparta, lo que dejaba claro que se necesitaría algo
más que la diplomacia para destruir la Liga del Peloponeso. Un balance tan
descorazonador no sólo iba a crear tensiones en la nueva Alianza, sino que
daría a conocer el endeble equilibrio de los poderes políticos atenienses.
Durante el invierno siguiente, los espartanos
embarcaron trescientos hombres para reforzar Epidauro. Su ruta les hizo pasar
por las bases atenienses de Egina y Metana (Véase mapa[37a]), lo que
provocó las quejas de los de Argos. Su tratado requería que los atenienses
impidieran el paso de cualquier fuerza enemiga por territorios aliados; pero
Atenas, a pesar de controlar el mar, permitió la travesía. Los argivos
reclamaron que Atenas enmendase su actitud y devolviese a los ilotas y a los
mesenios de Naupacto a Pilos, desde donde podrían hostigar a los espartanos.
Estas demandas tenían como objetivo obligar a los atenienses a mostrar un mayor
compromiso en la lucha contra Esparta.
Como respuesta, Alcibíades convenció a los atenienses
para que inscribieran en la estela que contenía la Paz de Nicias que los
espartanos habían faltado a sus juramentos, y para que devolviesen a los ilotas
a Pilos, desde donde devastarían los campos de Mesenia. Aun así, los atenienses
no denunciaron formalmente el Tratado, otra indicación más de la delicada
situación política vivida en Atenas. Mientras gran parte de los atenienses
apoyaba la Liga de Argos, no existía una mayoría estable que estuviera a favor
de retomar la guerra contra Esparta. Alcibíades podía persuadir a sus
compatriotas para que ingresaran en una Alianza donde eran otros los que
llevaban el peso de casi todo el combate, pero no para que tomaran parte en una
guerra que pondría en juego la vida de muchos de sus soldados. El desacuerdo y
la ambigüedad no permitían la consecución de una política coherente o
consistente.
También los espartanos se mostraron divididos entre
ellos. Aunque ninguna de las acciones atenienses incumplía técnicamente los
tratados, cada una de ellas era problemática por sí misma; y tampoco podían
ignorar la participación ateniense en el ataque argivo a Epidauro. Aun así, los
espartanos tampoco dieron por concluidos los tratados, ni dieron una respuesta
formal a la declaración ateniense de que habían roto sus juramentos. Algunos
espartanos estaban firmemente decididos a mantener la paz con Atenas; otros
querían reavivar la llama bélica, pero eran partidarios de la adopción de
distintas tácticas. Por un lado, los había que querían un ataque directo contra
Argos y sus aliados, Atenas incluida; por otro, se esperaba separar a Argos de
la alianza por medios diplomáticos y por la traición, antes de emprender de
nuevo una guerra contra Atenas. Finalmente, tanto Atenas como Esparta optaron
por no intervenir en la campaña de Epidauro, y el invierno transcurrió sin
mayores incidentes.
El fracaso de la estrategia de Alcibíades para obtener
resultados inmediatos y decisivos, junto con el posible temor de otra guerra
contra Esparta, acarreó un cambio fatídico de liderazgo en Atenas. En el año
418, los atenienses eligieron como generales a Nicias y a algunos de sus
adláteres, mientras que, por el contrario, Alcibíades era rechazado. En
realidad, las elecciones representaron el voto de la cautela contra la
incertidumbre y, en especial, una posición en contra de la utilización de las
tropas atenienses en los campos de batalla de Laconia; no obstante, al no
abandonar la Liga de Argos, los atenienses continuaban obligados a prestar
ayuda a sus aliados del Peloponeso. Tal vez querían un líder más conservador
para sus ejércitos, sin querer reconocer la contradicción intrínseca de
pertenecer a dos alianzas entre Estados enfrentados.
ENFRENTAMIENTO EN LA LLANURA DE ARGOS
A mediados del año 418, el rey Agis se puso al mando
de un contingente de ocho mil hoplitas para sitiar la ciudad de Argos; éste
incluía la totalidad del ejército espartano, a los tegeatas y a otros arcadios
leales a Esparta. A los restantes aliados de Esparta, tanto dentro como fuera
del Peloponeso, se les dio orden de reunirse en Fliunte; sumaban en total unos
doce mil hoplitas, así como cinco mil peltastas y mil soldados de la caballería
y de la infantería a caballo de Beocia. Este conglomerado de tropas tan
extraordinario era la repuesta de Esparta a la amenaza que la política de
Alcibíades planteaba. Los espartanos se habían embarcado en una campaña así
porque «sus aliados, los habitantes de Epidauro, estaban sufriendo mucho, y
entre los restantes aliados del Peloponeso algunos padecían insurrecciones,
mientras que otros se mostraban reacios a ofrecer ayuda. Pensaron que, si no
tomaban medidas inmediatamente, el problema pasaría a mayores» (V, 57, 1).
Para enfrentarse a este ejército, los argivos
reunieron siete mil hoplitas; los eleos, tres mil, y entre los mantineos y los
aliados arcadios, unos dos mil más: un contingente que sumaba unos doce mil
hombres. Los atenienses habían acordado enviar mil hoplitas adicionales y
trescientos hombres a caballo, pero éstos todavía no habían llegado. Si los
argivos dejaban que los dos ejércitos enemigos llegaran a unirse, serían
superados en número de forma rotunda: veinte mil hoplitas espartanos contra sus
doce mil hombres, sumados a mil efectivos de caballería y a cinco mil peltastas
espartanos frente a ningún cuerpo de este tipo por su parte. Así pues, debían
cortarle el paso a Agis antes de que su ejército alcanzara a la formación del
norte en Fliunte, por lo que pusieron rumbo al oeste, hacia la Arcadia (Véase
mapa[38a]).
El camino más directo desde Esparta a Fliunte pasaba
por Tegea y Mantinea; no obstante, Agis no podía correr el riesgo de tomarlo,
ya que necesitaba evitar el enfrentamiento directo antes de reunirse con el
ejército norteño. Por el contrario, tomó una ruta hacia el noroeste a través de
Belmina, Metidrio y Orcómeno. En Metidrio, se encontró con los argivos y con
sus aliados, que ocuparon una posición en lo alto de una colina para cortar el
paso a los espartanos. También bloquearon el camino a Argos y Mantinea, lo que
venía a confirmar que, si Agis intentaba llevar a su ejército al este, se
encontraría aislado en territorio hostil y, por lo tanto, obligado a presentar
batalla en solitario contra un número muy superior de enemigos. Con esta
maniobra, los argivos obtuvieron un gran éxito táctico y Agis no pudo hacer
nada, salvo ocupar otro alto frente al enemigo. Al caer la noche, la situación
de Agis parecía desesperada: tendría que luchar a pesar de tenerlo todo en
contra o batirse en retirada y caer por ello en la deshonra.
Sin embargo, la llegada del alba trajo una sorpresa a
los aliados argivos: el ejército espartano se había desvanecido. Agis se las
había arreglado para eludir a los argivos durante la noche y estaba de camino a
su cita en la ciudad de Fliunte, donde se puso al mando del «ejército griego
más selecto que jamás se hubiera reunido hasta aquel momento» (V, 60, 3). A
unos veintisiete kilómetros se encontraba Argos con sus tropas defensivas, que
se habían apresurado a retornar tras la oportunidad desaprovechada en Metidrio.
Entre los dos ejércitos se extendía un territorio montañoso y agreste,
atravesado por un único paso transitable para la caballería, el desfiladero del
Treto, que comenzaba al sur de Nemea y se extendía frente a Micenas (Véase mapa[39a]).
No obstante, también existía una ruta más fácil al oeste del Treto, ésta pasaba
por el monte Kelusa e iba a morir a la llanura de Argos. Aunque esta vía
presentaba problemas para la caballería, la infantería podría utilizarla para
alcanzar Argos. Sin embargo, a pesar de que los argivos conocían su existencia,
sus generales se dirigieron directamente a Nemea para afrontar un ataque
directo a través del paso del Treto, lo cual les dejó desguarnecidos frente a
un movimiento lateral a la altura del monte Kelusa. Éste era el segundo y
tremendo error del mismo tipo que los argivos cometían en pocos días, con él se
eludía el enfrentamiento directo y se permitía al enemigo tomar objetivos
operativos. Quizás, una vez más, los generales de Argos actuaban para ganar
tiempo con la esperanza de que la reconciliación todavía pudiera hacerse
efectiva.
Agis dividió sus fuerzas en tres columnas. Los
beocios, sicionios y megareos, junto al conjunto de la caballería, avanzaron a
través del paso del Treto. Los hombres de Corinto, Pelene y Fliunte continuaron
por el camino del monte Kelusa y probablemente alcanzaron la llanura a la
altura de la actual población de Fictia. Agis en persona iba al mando de los
espartanos, los arcadios y los epidaurios por una tercera ruta, también
escarpada y dificultosa, la cual debió de haberle llevado cerca del pueblo
moderno de Malandreni; en cualquier caso, hasta una posición avanzada en la
propia retaguardia del ejército argivo. De nuevo había llevado a cabo con éxito
una travesía nocturna. Por la mañana, los mandos de Argos en Nemea tuvieron
noticia de que Agis estaba tras sus líneas saqueando la población de Saminto y
sus alrededores, probablemente en la actual Kutsopodi. De vuelta a su ciudad,
varias escaramuzas con los de Fliunte y los corintios retrasaron a los argivos,
y cuando éstos lograron abrirse camino, se vieron atrapados entre Agis y los
ejércitos aliados. «Los argivos quedaron atrapados: por un lado, en la llanura,
los espartanos y sus acompañantes les cerraban el paso a la ciudad; sobre
ellos, desde la altura, los corintios, los de Fliunte y los de Pelene, y por el
lado de Nemea, beocios, sicionios y megareos. Y carecían de caballería, pues
entre todos los aliados sólo faltaba Atenas» (V, 59, 3).
Encararon a los espartanos que se alzaban entre ellos
y su propia ciudad, y se dispusieron a entrar en batalla. Justo cuando los
ejércitos parecían precipitarse en un choque inminente, dos argivos, Trásilo y
Alcifrón, se ofrecieron a parlamentar con Agis. Para sorpresa de todos,
volvieron con la concesión de una tregua de cuatro meses, por lo que no tuvo
lugar ningún combate. Todavía más extraña fue la reacción de los dos ejércitos:
ambos contingentes estaban furiosos por desperdiciar la ocasión de entrar en
guerra. Los argivos creyeron desde un principio que «la batalla se daría
probablemente en circunstancias favorables, ya que los espartanos habían
quedado atrapados en su territorio y a las puertas casi de la mismísima Argos»
(V, 59, 4). Cuando volvieron a la ciudad, desposeyeron a Trásilo de sus
propiedades y lo lapidaron hasta la muerte. Por su parte, los espartanos
«culparon en gran medida a Agis de no haber conquistado Argos, ya que juzgaron
que nunca se les había presentado una oportunidad mejor» (V, 63, 1).
Cuando por fin llegaron los atenienses, pocos y tarde,
los magistrados argivos (que sin duda pertenecían a la facción oligárquica) les
invitaron a marcharse y se negaron a que compareciesen ante la Asamblea. Con
una audacia pasmosa, Alcibíades, que había acompañado a las tropas en calidad
de embajador, no pidió disculpas por el retraso de los atenienses, sino que se
quejó de que los argivos no tenían derecho a concertar una tregua sin haber
consultado previamente a sus aliados. En cambio, llegó a insistir, éstos debían
reanudar la contienda, puesto que los atenienses ya habían llegado. Se
convenció con rapidez a Élide, Mantinea y a las demás aliadas, y la Alianza al
completo decidió atacar Orcómeno en Arcadia, enclave desde donde podrían
impedir el paso hacia el Peloponeso central y meridional de un ejército que se
aproximase desde el istmo de Corinto o más allá. Tras cierto retraso, los
argivos se unieron también al asedio de Orcómeno, que no resistió durante mucho
más tiempo y pasó a formar parte de la nueva Alianza. Alcibíades, incluso sin
ni siquiera estar formalmente al mando, había coartado los deseos de los
rivales de Atenas y había insuflado nueva vida a la cuádruple unión.
La pérdida de Orcómeno enervó a los espartanos, lo que
les hizo condenar la actuación de Agis. Se decidió destruir su casa y ponerle
una sanción de diez mil dracmas; sólo se lo impidió su palabra de no dejar sin
venganza tal oprobio la próxima vez que entrara en combate. Aun así, los
espartanos aprobaron una ley sin precedentes por la que se designaba a diez symbouloi, que acompañarían a Agis en
sus expediciones para «asesorarle»; tampoco podría asumir el mando de un
ejército fuera de la ciudad sin su consentimiento. Los espartanos no pensaban
que el error estuviera en su rendimiento militar; porque, si su intención era
culparle por el fracaso de sus campañas o por su capacidad de resistencia,
tendrían que haberlo castigado inmediatamente al volver a Esparta, no más
tarde. Más bien estimaron que sus faltas eran de tipo político, ya que Agis
habría querido que los oligarcas de Argos inclinasen la postura de su ciudad
hacia Esparta sin tener que recurrir a la lucha. Sin embargo, la caída de
Orcómeno venía a probar que su plan había fracasado, pues la continua vitalidad
de la Liga se había visto reforzada.
Tras la pérdida de esta plaza, Agis abandonó la
esperanza de un acercamiento con Argos y decidió vengarse por la aparente
traición de sus ciudadanos. El conflicto con Tegea le ofreció la oportunidad
que necesitaba. Los triunfos de la nueva alianza y la vacilación de los
espartanos habían alimentado a una facción deseosa de entregar esta ciudad a
los argivos y sus aliados. Los espartanos supieron rápidamente que, a menos que
actuaran con celeridad, la ciudad estaría perdida. De hecho, el control de
Tegea en manos hostiles los encerraría en Laconia, pondría fin a su autoridad
dentro de la Liga e interferiría sus accesos a Mesenia. Allá por el siglo VI,
la entrada de Tegea había marcado los inicios de la Liga del Peloponeso y la
ascensión hegemónica de Esparta; en estos delicados momentos, su deserción
supondría el fin de ambas cosas. Agis y los suyos no tendrían más opción que
dirigirse al norte para evitar su defección.
No hay comentarios:
Publicar un comentario