LIBRO SEXTO
I
Después de esto,
mientras estaban allí, los soldados vivían, los unos, de los víveres que
compraban; los otros, saqueando la Paflagonia. Por su parte, también los paflagonios
robaban cuanto podían a los que se encontraban dispersos, y por la noche
procuraban hacer daño a los que estaban acampados lejos; esto hacía que la
hostilidad fuese muy viva entre los soldados y aquel pueblo. Corilas, que
gobernaba entonces la Paflagonia, envió a los griegos embajadores montados a
caballo y con bellas vestiduras para decirles que Corilas estaba dispuesto a no
hacer daño a los griegos con tal que a él no se lo hiciesen. Los generales
respondieron que tratarían de esto con el ejército; pero dieron hospitalidad a
los embajadores e invitaron, además, a los que les pareció bien del ejército.
Después de inmolar a
los dioses bueyes y otras víctimas que habían cogido, ofrecieron un banquete
bastante bueno. Comieron echados en lechos y bebieron en vasos de cuerno de los
que había en la comarca. Después que hubieron hecho las libaciones y cantado el
peán, se levantaron unos tracios y bailaron al son de la flauta con sus armas,
dando grandes saltos con mucha ligereza y moviendo las espadas. Finalmente, uno
pegó al otro, según parecía, y éste cayó con mucho artificio. Los paflagones
gritaron. Y el que pegó, habiendo despojado al caído de sus armas, salió
cantando a Sitalcas. Otros tracios sacaron al vencido como si estuviera muerto,
por más que no le hubiese pasado nada. Después se levantaron unos enianos y magnetos
que bailaron con sus armas la danza llamada «carpea». He aquí cómo hacen esta
danza: uno de ellos, después de haber puesto en tierra junto a sí las armas,
siembra y conduce el arado, volviéndose frecuentemente como si tuviera miedo;
en esto avanza un bandido. Entonces el otro coge sus armas, le sale al
encuentro y lucha con él delante del arado. Todo esto lo hacen al compás de un
aire tocado en la flauta. Por fin el bandido ata al labrador y se lo lleva con
el arado. Otras veces es el labrador quien lleva la mejor parte y, atándole al
otro las manos atrás, le hace marchar uncido con los bueyes. Después de esto
entró un misio con un escudo ligero en cada mano y se puso a bailar, unas veces
como si tuviese que defenderse contra dos enemigos y otras manejando los
escudos como contra uno solo; otras se ponía a girar sobre sí mismo y daba una
voltereta sin soltar los escudos. Era un bello espectáculo. Acabó bailando la
danza de los persas, golpeando un escudo contra otro; se ponía en cuclillas y
se levantaba. Todo esto lo hacía al compás de la flauta. En seguida se levantaron
algunos arcadios y, armados de sus más vistosas armas, marcharon a compás,
según un aire guerrero que les tocaban las flautas, entonaron el peán y
danzaron como en las procesiones de los dioses. Los paflagones se admiraron
mucho de ver que todas estas danzas las hacían hombres armados. Y el misio,
advirtiendo este asombro habló con un arcadio que tenía una esclava bailarina e
introdujo a ésta vestida de la manera más vistosa y llevando en la mano un
escudo ligero. La esclava bailó la pírrica con gran soltura. Hubo grandes
aplausos, los paflagones preguntaron si también las mujeres combatían con
ellos. Les respondieron que ellas eran las que habían rechazado del campamento
al ejército del rey.
Al día siguiente fueron
llevados ante el ejército reunido y los soldados acordaron que no harían daño a
los paflagones si éstos no se lo hacían a ellos. Después de esto se marcharon
los embajadores. Los griegos, juzgando que ya había barcos suficientes, se
embarcaron y navegaron un día y una noche con viento favorable, teniendo a la
izquierda la Paflagonia. Al día siguiente llegaron a Sinope y anclaron en
Harmena, puerto de Sinope. Los sinopenses habitan en la Paflagonia y son
colonia de Mileto. Enviaron a los griegos en señal de hospitalidad tres mil
medimnos de harina de cebada y mil quinientos jarros de vino.
Allí llegó Quirísofo
con un trirreme. Los soldados esperaban que les trajese algo, pero él nada les
llevó. Sólo dijo que Anaxibio, el jefe de la escuadra, lo mismo que los otros,
elogiaban al ejército, y que Anaxibio les prometía una soldada si salían del Ponto.
En Harmena permanecieron los soldados cinco días.
Como ya veían estar
cerca de Grecia, pensaban más que nunca en la manera de llegar a sus casas con
alguna cosa, y creían que, si eligiesen un solo jefe, éste podría dirigir el
ejército lo mismo de día que de noche, mejor que habiendo muchos jefes. Si era
preciso hacer algo en secreto sería más fácil tenerlo así oculto, y si había
que adelantarse al enemigo habría menos peligro de quedarse retrasado. Porque
no habría necesidad de conferencias entre los varios jefes sino de poner en
práctica lo que uno solo decidiera. Hasta entonces los generales no habían
hecho más que lo acordado por mayoría de votos.
Con este pensamiento
pusieron los ojos en Jenofonte. Los capitanes fueron a verle y le dijeron que
así pensaba el ejército, y todos con señales de afecto procuraban persuadirle a
que aceptase el mando. Jenofonte, por una parte, también lo quería; pensando
que así quedaría más honrado ante sus amigos y que su nombre llegaría con más
gloria a su ciudad. Y acaso también podría hacer algún bien al ejército. Estas
consideraciones lo llevaban a desear ser jefe absoluto del ejército. Pero
cuando pensaba que el porvenir es incierto para todos los hombres y que corría
el peligro de perder en este cargo la gloria adquirida, dudaba.
En estas dudas le
pareció mejor consultar con los dioses. Y llevando a los altares dos víctimas
las sacrificó a Zeus rey, que le había sido designado por el oráculo de Delfos.
Creía, además, que este dios era quien le había enviado el sueño que vio cuando
había empezado a tomar parte en los cuidados del ejército. Recordaba también
que a su partida de Éfeso, para ser recomendado a Ciro, había oído a su derecha
el grito de un águila, si bien ésta se hallaba posada en tierra. Y el adivino
que le acompañaba habíale dicho que era augurio de una gloria grande y no
vulgar, aunque penosa. Porque las aves atacan a las águilas cuando están en
tierra. Tampoco era augurio de riqueza, pues el águila coge sus presas más bien
volando. Hizo, pues, el sacrificio, y el dios le mostró claramente que no debía
solicitar el mando ni aceptarlo si para él lo elegían. Así ocurrió esto.
El ejército se reunió y
todos decían que era preciso elegir un jefe, y tomando este acuerdo proponían a
Jenofonte. Como parecía evidente que lo elegirían si se llegaba a la votación,
él se levantó y dijo lo siguiente:
«Yo, soldados, me
siento halagado por el honor que me hacéis, puesto que soy hombre; os lo
agradezco y ruego a los dioses me den ocasión de haceros algún beneficio. Pero
al elegirme a mí jefe, habiendo aquí un lacedemonio, no creo que os convenga,
pues ello sería motivo de que obtuvieseis más difícilmente lo que necesitáis de
los lacedemonios; en cuanto a mí, creo que esto no me ofrece seguridad ninguna.
Veo que no cesaron de hacer guerra a mi patria hasta que obligaron a toda la
ciudad a reconocer la supremacía de los lacedemonios. Una vez reconocido esto,
cesaron de hacer la guerra, y no continuaron el sitio de la ciudad. Habiendo
visto esto, si en algo que de mí dependiera pareciese yo ir contra la autoridad
de los lacedemonios, me temo que muy pronto sería castigado. En cuanto a lo que
pensáis que con un solo jefe habría menos sediciones que con muchos, estad seguros
que si elegís a otro no hallaréis que yo sea el sedicioso; pienso que en la
guerra el que conspira contra su jefe conspira contra su propia salvación;
mientras que si me elegís a mí no me maravillaría que encontraseis alguno
irritado contra vosotros y contra mí.»
Cuando
hubo dicho esto fueron muchos más los que se levantaron diciendo que debía ser
jefe. Y Agasias, de Estinfalia, dijo que resultaría ridículo que las cosas fuesen
de ese modo: «¿Es que los lacedemonios se indignarán también si en un banquete
se elige presidente a uno que no sea lacedemonio? Porque, si es así —dijo—, no
podríamos nosotros ni ser capitanes, según parece, porque somos arcadios.»
Entonces dieron gritos de que Aga-sias decía bien.
Y
Jenofonte, viendo que era preciso insistir, se adelantó y dijo: «Pues bien,
compañeros, para no ocultaros nada, os juro por todos los dioses y todas las
diosas que yo, presintiendo vuestra decisión, ofrecí un sacrificio para saber
si sería conveniente para vosotros confiarme a mí este mando y a mí el
aceptarlo. Y los dioses me han dado tales señales, que el más ignorante hubiese
podido reconocer que debo apartarme de este poder absoluto.»
Eligieron, pues, a
Quirísofo. Quirísofo, una vez elegido, se adelantó y dijo: «Sabed, soldados,
que yo también me hubiese conformado si hubierais elegido a otro. En cuanto a
Jenofonte, le habéis favorecido no eligiéndole. Ya Dexipo le ha calumniado
cuanto pudo delante de Anaxibio; aunque yo procuraba cerrarle la boca. Ha dicho
que, a su parecer, Jenofonte preferiría mandar el ejército de Clearco en
compañía de Timasión, de Dárdania, a mandarlo con él mismo siendo lacedemonio.
Pero, puesto que me habéis elegido a mí, yo procuraré haceros todo el bien que
pueda. Vosotros preparaos para que mañana levemos anclas, si hace buen tiempo.
Iremos a He-raclea, y es
preciso que todos procuren llegar allí. Una vez en Heraclea decidiremos sobre
lo demás.»
II
Desde allí, levando
anclas al día siguiente, navegaron con viento favorable durante dos días a lo
largo de la costa. Y al cabo de este viaje[1]
llegaron a Heraclea, ciudad griega, colonia de Mégara, situada en el país de
los mariandinos. Y fondearon junto al Quersoneso del Aqueronte, donde, según se
dice, bajó Heracles contra el perro Cerbero por un antro que todavía ahora se
muestra allí como señal de la bajada y que tiene más de dos estadios de
profundidad. Allí enviaron los heracleotas, como presente de hospitalidad, tres
mil medimnos de harina de cebada, dos mil jarros de vino, veinte bueyes y cien
ovejas. Por la llanura corre allí el río llamado Licos, de unos dos pletros de
anchura.
Los soldados se
reunieron y deliberaron sobre el resto de la marcha, si es que iban a salir del
Ponto por tierra o por mar. Licón, de Acaya, se levantó y dijo: «Me maravilla,
soldados, que los generales no procuren suministrarnos víveres. Los presentes
de hospitalidad no dan alimento al ejército ni para tres días. Y adónde iremos
a buscar víveres no lo sabemos. Creo, pues, que debemos pedir a los heracleotas
por lo menos tres mil cicicenos.» Otro dijo que debían ser por lo menos diez
mil; que era preciso elegir diputados inmediatamente «y, mientras nosotros
permanecemos aquí, enviarlos a la ciudad, y con la respuesta que nos traigan
deliberaremos». Entonces propusieron como diputados
primero a Quirísofo, porque había sido elegido jefe, y algunos mencionaron a
Jenofonte. Pero ellos se negaron con energía. Tanto el uno como el otro
pensaron que no se debía exigir nada a una ciudad griega y amiga, sino aceptar
lo que sus habitantes de buen grado quisieran dar. Como ellos no se mostraban
dispuestos, enviaron a Licón, de Acaya; a Calímaco, de Parrasia, y a
Agasias, de Estinfalia. Llegados a Heraclea, éstos dijeron lo que se había
acordado; también se dijo que Licón había amenazado si no accedían a las
demandas. Después de haberles escuchado, los heracleotas dijeron que iban a
deliberar. E inmediatamente metieron dentro todo lo que tenían en el campo,
aprovisionaron la ciudad, cerraron sus puertas y se presentaron en armas sobre
las murallas.
Entonces los autores de
estos contratiempos se pusieron a culpar a los generales de que el asunto
hubiese fracasado. Los arcadios y los aqueos se reunieron aparte. A la cabeza
estaban principalmente Calímaco, de Parrasia, y Licón el arcadio. Decían que
era vergonzoso para ellos que un ateniense, el cual no había traído tropas al
ejército y un lacedemonio mandasen a los peloponenses; que sobre ellos caía
todo el trabajo, mientras otros se levantaban la ganancia, aunque a ellos se
debía el haberse salvado. Los arcadios y los aqueos lo habían hecho todo; el
resto del ejército no representaba nada. —Y era verdad que arcadios y aqueos
eran más de la mitad del ejército—. Si sabían, pues, manejar sus intereses,
debían reunirse, elegir sus generales, marchar aparte y coger lo que pudieran.
Acordaron esto. Y todos los arcadios y aqueos que había en el ejército
abandonaron a Quirísofo y a Jenofonte y se reunieron entre sí. Eligieron diez
generales y acordaron que éstos decidieran lo que hubiese que hacer por mayoría
de votos. Así perdió el mando Quirísofo a los dieciséis días de ser elegido.
Jenofonte quería
continuar la marcha con los que habían quedado, pensando que esto sería más
seguro que marchar cada uno por su lado. Pero Neón le aconsejó que marchase
solo, pues había oído a Quirísofo que Cleandro, el hermosta de Bizancio,
pensaba venir con tres trirremes al puerto de Calpe. Neón daba este consejo a
fin de que nadie pudiese utilizar los barcos y ellos solos se embarcasen con sus
soldados. Quirísofo, desanimado por estos sucesos y lleno de odio por ellos
contra el ejército, dejó su decisión que hiciese lo que quisiera. Y Jenofonte
se inclinaba a embarcarse solo abandonando el ejército, pero habiendo hecho un
sacrificio a Heracles Conductor, a fin de saber si sería mejor y más ventajoso
continuar la expedición con los soldados que le quedaban o marcharse solo, el
dios le manifestó en las víctimas que debía permanecer con sus soldados. Así,
pues, el ejército quedó dividido en tres partes; uno formado por los arcadios y
los aqueos, más de cuatro mil quinientos hombres, todos hoplitas; otro, con
Quirísofo, de mil cuatrocientos hoplitas y hasta setecientos peltastas, los
tracios de Clearco; y otro, con Jenofonte, de mil setecientos hoplitas y trescientos
peltastas; este último era el único que tenía caballería, unos cuarenta
caballos.
Los arcadios
consiguieron que los heracleotas les dieran barcos y se hicieron a la mar los
primeros para caer de improviso sobre los bitinios y coger lo más posible.
Desembarcaron en el puerto de Calpe. Quirísofo partió inmediatamente de
Heraclea y marchó por el interior del país. Pero cuando llegó a Tracia continuó
su camino a lo largo del mar; ya entonces estaba enfermo. Jenofonte cogió unos
barcos, desembarcó en los límites de la Tracia y del territorio de Heraclea y
se internó por aquellas tierras.
III[2]
He aquí lo que hizo
cada uno de estos cuerpos. Los arcadios, desembarcados de noche en el puerto de
Calpe, marcharon hacia las primeras aldeas, a unos treinta estadios del mar. Al
amanecer, cada general condujo su compañía contra una aldea; si alguna parecía
más fuerte, los generales llevaban contra ella dos compañías. Y convinieron
también en que se reuniesen en una colina. Como habían caído sobre el país
repentinamente, hicieron muchos prisioneros y cogieron mucho ganado. Pero los
tracios que habían podido huir se reunieron. Como iban armados a la ligera,
muchos pudieron escapar de entre las manos de los hoplitas griegos. Una vez
reunidos, atacaron primero a la compañía de Esmicrete, uno de los generales de
los arcadios, cuando ya se retiraba con mucho botín al lugar señalado. Los
griegos continuaron algún tiempo su marcha combatiendo; pero en el paso de un
barranco fueron desbaratados, muriendo el mismo Esmicrete y todos los demás. De
otra compañía mandada por Hegesandro sólo quedaron ocho. Hegesandro se salvó.
Las demás compañías se
fueron reuniendo con más o menos dificultad. Los tracios, obtenido este éxito,
se pusieron a gritar los unos a los otros y se reunieron en un fuerte número
durante la noche. Y al rayar el día se formaron en círculo alrededor de la
colina donde los griegos estaban acampados. Eran muchos los jinetes y los infantes
armados a la ligera. Y continuamente crecía su número y atacaban impunemente a
los hoplitas. Porque los griegos no tenían ni arqueros, ni soldados que
disparasen jabalinas, ni caballería. Ellos se adelantaban corriendo o galopando
y disparando sus dardos. Y cuando se les iba detrás escapaban fácilmente;
atacaban por uno y otro lado y herían a muchos enemigos sin tener ellos ningún
herido. De suerte que los griegos no podían moverse de su puesto y, finalmente,
los tracios los separaron de la aguada. En este apuro entraron en tratos para
una tregua; pero, aunque en todo lo demás había acuerdo, los tracios se negaron
a conceder los rehenes que les pedían los griegos, y el trato quedó en
suspenso. Tal era la situación de los arcadios.
Mientras
tanto Quirísofo, marchando con toda seguridad a lo largo del mar, llegaba al
puerto de Calpe.
Jenofonte,
por su parte, atravesaba el interior del país, y su caballería, que marchaba
delante, encontró unos ancianos que iban en camino. Llevados a presencia de
Jenofonte, éste les preguntó si tenían noticia de algún otro ejército griego. Ellos
le refirieron todo lo ocurrido, que en aquel momento estaban sitiados en una
colina y que los tracios todos los tenían cercados. Entonces Jenofonte puso a
estos hombres bajo una estrecha vigilancia para que sirviesen de guía adonde
fuese preciso ir. Y, estableciendo centinelas, reunió a los soldados y les
dijo: «Soldados: de los arcadios, unos han muerto y otros están sitiados en una
colina. Creo que si éstos perecen tampoco habrá salvación alguna para nosotros,
con unos enemigos tan numerosos y tan envalentonados. Lo primero para nosotros
es socorrer a esos hombres para que, salvos ellos, combatamos todos juntos y no
que solos nosotros tengamos que afrontar los peligros. Nosotros no podríamos
escapar de aquí a ninguna parte. Hay demasiada distancia para retirarse a
Heraclea, demasiada para llegar a Crisópolis, y los enemigos están cerca. El camino
más corto sería hasta el puerto de Calpe, donde podemos conjeturar que está
Quirísofo. Pero allí no hay barcos donde podamos embarcarnos, y si nos quedamos
no tenemos víveres ni para un solo día. Si perecen los sitiados es mucho más
difícil que venzamos los peligros nosotros y los de Quirísofo, y salvados y
reunidos todos en un punto podemos luchar juntos por nuestra salvación. Es
preciso, pues, marchar con el convencimiento firme de que ahora es preciso o
morir gloriosamente, o hacer la más bella obra salvando a tantos griegos. Y seguramente
el dios lo ha hecho así porque quiere humillar el orgullo de los presuntuosos y
ponernos sobre ellos a nosotros, que principiamos invocando a los dioses. Es
preciso, pues, que sigáis a vuestros jefes y pongáis el mayor cuidado. Ahora,
pues, avanzaremos sin detenernos hasta que nos parezca llegada la hora de
comer. Mientras marchamos, Timasión irá adelante con la caballería en
descubierta, sin perdernos de vista para que no haya sorpresas».[3]
Diciendo esto rompió la
marcha a la cabeza de las tropas. Al mismo tiempo envió los más ágiles de los
gimnetas a los flancos y sobre las alturas para que avisasen si sabían algo.
Les mandó a los demás que incendiasen todo lo que podía ser quemado. Y, la
caballería, dispersándose por todo el terreno llano, iba también quemando todo
cuanto podía arder. Y si algo quedaba, el grueso del ejército le prendía fuego.
De suerte que toda la comarca parecía una hoguera y el ejército mucho mayor.
Llegada la hora, subieron a una colina y acamparon en ella. Desde allí vieron
los fuegos de los enemigos, a la distancia de unos cuarenta estadios, y ellos
encendieron también el mayor número de hogueras que pudieron. Apenas hubieron
comido se dio orden de
que se apagasen todas las hogueras. Y por la noche, poniendo centinelas, se
entregaron al descanso. Al rayar el día, hechas las oraciones a los dioses, se
pusieron en marcha con toda la rapidez posible, formados en batalla. Timasión y
los jinetes, que iban delante con los guías, llegaron sin darse cuenta a la
colina donde habían estado sitiados los griegos. Pero no vieron ni amigos ni
enemigos, sino tan sólo algunas viejas, unos viejos y algunos bueyes y ovejas
abandonados. Al principio se maravillaron qué podía ser lo ocurrido. Pero
después supieron por los que ahí estaban que los tracios se habían retirado por
la tarde y que los griegos también se habían marchado; dónde, no lo sabían.
Al oír esto, Jenofonte
dispuso que comiera el ejército, e inmediatamente plegaron los bagajes y se
pusieron en marcha para reunirse cuanto antes a los otros en el puerto Calpe.
Por el camino encontraron las huellas de los arcadios y los aqueos en el camino
que conducía a este punto. Cuando llegaron a él se vieron los unos a los otros
con alegría y se abrazaron como hermanos. Los arcadios preguntaron a los de
Jenofonte por qué habían apagado las hogueras. «Nosotros —dijeron— creíamos
primero, al no ver ya las hogueras, que atacaríais a los enemigos aquella misma
noche; y éstos también, temiendo esto, según presumimos, se retiraron, pues
casi al mismo tiempo se fueron. Como no llegabais y el tiempo pasaba, creímos
que al saber nuestra situación habíais escapado temerosos hacia el mar. Y
decidimos no quedarnos atrás de vosotros. Así, pues, hemos venido aquí también
nosotros.»
IV
Todo aquel día
permanecieron al aire libre a orillas del mar, junto al puerto. Este lugar, que
se llama puerto de Calpe, está en la Tracia asiática; esta Tracia, que comienza
en la boca del Euxino y se extiende hasta Heraclea, está a la derecha de los
que entran en el Ponto. De Bizancio a Heraclea hay un día largo de navegación
para un trirreme que navegue a remo. En el intervalo no se encuentra ninguna
otra ciudad, ni amiga, ni griega, sino solamente los tracios bitinios. Según se
dice, tratan con crueldad a los griegos que de uno u otro modo caen en sus
manos. El puerto de Calpe está a mitad de camino para los que navegan de
Heraclea a Bizancio. Es un promontorio que avanza dentro del mar; la parte que
da al mar es una peña tajada, cuya más pequeña altura no es inferior a veinte
brazas; el istmo que une este promontorio al mar tiene a lo más cuatro pletros
de ancho; pero en el espacio comprendido entre el mar y este paso podrían
habitar diez mil hombres. El puerto está bajo la misma roca y su ribera mira a
Occidente. Junto al mar corre una fuente de agua dulce muy abundante, dominada
por la roca. Hay también en la costa muchos árboles de diferentes especies y en
gran abundancia de las que se emplean en la construcción de navíos. La montaña
del promontorio se extiende por el interior del país hasta unos veinte
estadios; esta montaña es de tierra, sin mezcla de piedras, y a lo largo de la
costa, en una extensión de más de veinte estadios, está cubierta de espesos
bosques, con grandes árboles de toda especie. El resto del país es hermoso y
extenso, y hay en él muchas aldeas muy pobladas, pues la tierra produce cebada,
trigo; legumbres de toda clase, mijo, ajonjolí, higos en buena cantidad y
muchas viñas que producen buen vino; todo, en fin, excepto el olivo.
Tal era la comarca. Los
soldados tenían sus tiendas en la playa, junto al mar, pues no querían acampar
en un sitio donde se pudiese establecer un pueblo. Y creían que el haber
llegado a tal sitio había sido añagaza de algunos que tenían intención de
fundar una ciudad. En su mayor parte los soldados no habían embarcado para este
servicio mercenario por falta de vida, sino por haber oído ha-blar del carácter
de Ciro. Y algunos de ellos habían venido a la cabeza de soldados; otros habían
gastado dinero encima. Unos habían escapado de casa de sus padres y sus madres;
otros habían abandonado a sus hijos con la esperanza de ganarles una fortuna,
sabiendo que otros obtuvieron junto a Ciro muchas buenas cosas. Tales hombres
deseaban, naturalmente, volver a Grecia sanos y salvos.
Al día siguiente de
aquel en que se habían reunido, Jenofonte hizo un sacrificio para una
expedición; era preciso salir a buscar víveres; pensaba, además, en dar
sepultura a los muertos. Como las señales de las víctimas resultasen
favorables, los arcadios mismos le siguieron y enterraron la mayor parte de los
muertos, cada uno en el sitio donde había caído, pues los cadáveres eran de
cinco días y no se podía ya transportarlos. A algunos que recogieron sobre los
caminos los enterraron de la manera más honrosa que permitían las
circunstancias. A los que no pudieron encontrar les levantaron un cenotafio en
el que pusieron coronas. Hecho esto, se retiraron al campamento, donde comieron
y se acostaron. Al día siguiente se reunieron todos los soldados, movidos
principalmente por Agasias, de Estinfalia; Hierónimo, de Elea, ambos capitanes,
y los de más edad de los arcadios. Y se tomó el acuerdo que si a alguno en lo
sucesivo se le ocurriese dividir en dos al ejército fuese condenado a muerte;
que el ejército saldría de allí en el mismo orden de antes, y volverían a
mandar los antiguos jefes. Quirísofo había muerto ya entonces a consecuencia de
un remedio que había tomado estando con fiebre. Fue reemplazado por Neón, de
Asina.
Después de esto se
levantó Jenofonte y dijo: «Soldados: es evidente que hemos de continuar el
camino por tierra puesto que no tenemos barcos. Y es forzoso partir porque
carecemos de víveres para quedarnos. Nosotros vamos a hacer un sacrificio;
vosotros, por vuestra parte, debéis prepararos a combatir con más energía que
nunca, pues los enemigos están envalentonados.» En seguida sacrificaron los
generales en presencia del adivino Arexión, de Arcadia, pues Silano, de
Ambracia, había huido de Heraclea fletando un barco. Este sacrificio hecho para
la partida no dio presagios favorables. No se movieron pues, durante este día.
Y algunos tuvieron la audacia de decir que Jenofonte, queriendo fundar una
ciudad en aquel punto, había persuadido al adivino a que dijese no ser las
víctimas favorables a la marcha. Entonces Jenofonte hizo publicar por un
heraldo que quien quisiese podría asistir al día siguiente al sacrificio, y dio
orden de que asistiese todo adivino que en el ejército se encontrase. Hecho
esto, sacrificó delante de numerosos testigos. Y sacrificando hasta tres
víctimas para la partida, las señales no resultaron favorables. Los soldados se
contristaron con ello, pues ya habían consumido los víveres que trajeron y no
había posibilidades de comprarlos en ninguna parte.
Después de esto se
reunieron, y Jenofonte dijo de nuevo: «Soldados: como veis, no resultan
presagios favorables para la marcha. Por otra parte, veo que carecéis de
víveres. Me parece, pues, forzoso continuar haciendo sacrificios con este mismo
objeto.» Levantándose uno, dijo: «Y es natural que no nos resulten las señales.
Según he oído a uno que vino ayer en un barco, Cleandro el hermosta de
Bizancio, piensa venir con barcos de transporte y trirremes.» Entonces todos
decidieron quedarse; pero era forzoso salir a buscar víveres. Con este objeto
se sacrificaron hasta tres víctimas, pero no resultaron las señales. Y los
soldados iban a la tienda de Jenofonte y le decían que no tenían víveres. Él
les contestaba que no estaba dispuesto a sacarlos si no resultaban favorables
las señales.
Al día siguiente se
hicieron de nuevo sacrificios, y casi todo el ejército, por importarle a todos,
estaba alrededor del altar. Pero las víctimas fallaron. Los generales no
sacaron al ejército, pero convocaron a una asamblea. Y dijo Jenofonte: «Acaso
los enemigos estarán reunidos y será preciso combatir. Si dejáramos puestos
nuestros bagajes en este lugar fortificado y marchásemos preparados al combate,
acaso las señales de las víctimas no serían favorables.» Al oír esto los
soldados gritaron que no había que llevar nada a aquel sitio, sino hacer
sacrificios cuanto antes. No quedaba ya ganado menor; compraron un buey que
conducía una carreta y lo sacrificaron. Jenofonte recomendó a Cleanor, de
Arcadia, que tuviese cuidado si aparecía algo favorable. Pero tampoco fueron
propicias las señales.
Neón había sido
nombrado general en reemplazo de Quirísofo. Viendo la extremada necesidad en
que se ha-llaban los hombres y queriendo serles agradable, instruido por un
heracleota a quien había encontrado y que, según le dijo, conocía unas aldeas
en donde podrían cogerse víveres, hizo pregonar por un heraldo que él estaba
dispuesto a conducir a todos quienes quisiesen ir en busca de víveres. Y
salieron del campamento con jabalinas, odres y sacos y otras vasijas como unos
dos mil hombres. Pero, llegados a las aldeas y habiéndose dispersado en busca
de botín, cae sobre ellos, primero, la caballería de Farnabazo, que había venido
en auxilio de los bitinios con intención de impedir, unida a éstos, el paso de
los griegos a Frigia. Estos jinetes mataron no menos de quinientos griegos; los
demás huyeron a la montaña. En seguida uno de los fugitivos anunció en el
campamento lo ocurrido. Y Jenofonte, como no resultaban aquel día las señales,
cogió un buey que estaba uncido a un carro, pues no quedaban otras víctimas, y
después de sacrificarlo fue en socorro de los griegos con todos los soldados
menores de treinta años. Recogieron el resto de la tropa y volvieron al
campamento. Al ponerse el sol, los griegos, muy desalentados, estaban comiendo,
cuando de repente, a través de la maleza, unos bitinios cayeron sobre los
centinelas, matando a unos y persiguiendo a otros hasta el campamento.
Prodújose un gran alboroto y todos los griegos corrían a las armas. Perseguir
al enemigo y levantar el campamento siendo de noche no pareció seguro, porque
el país estaba cubierto de matorrales. Pero pasaron la noche en armas después
de haber puesto centinelas suficientes.
V
Así pasaron la noche;
al rayar el día los generales condujeron al ejército a la posición fuerte de la
altura; los soldados siguieron con armas y bagajes. Antes de la hora del
almuerzo abrieron un foso en el punto que daba acceso a la posición y
levantaron todo a lo largo una empalizada, dejando solamente tres puertas. Y
llegó de Heraclea un barco con harina de cebada, ganado y vino.
Jenofonte se levantó
temprano e hizo sacrificios para la salida; a la primera víctima las señales resultaron
favorables. Cuando terminaba el sacrificio el adivino Arexión, de Parrasia, vio
un águila de buen augurio y exhortó a Jenofonte a que rompiese la marcha. Y
pasando el foso pusieron en tierra las armas e hicieron pregonar por los
heraldos que después de haber comido salieran los soldados con sus armas, pero
quedándose los esclavos y la muchedumbre de los no combatientes. Todos
salieron, pues, excepto Neón, al cual pareció conveniente dejar la guardia de
los que quedaban en el campamento. Pero cuando los capitanes y los soldados los
hubieron abandonado, los hombres de Neón, avergonzados de no seguir a los otros
que marchaban, no dejaron allí más que a los mayores de cuarenta y cinco años.
Estos sólo se quedaron; los demás se pusieron en marcha.
Antes de haber andado
quince estadios se encontraron con cadáveres. Y poniendo de frente toda la
línea a la altura de los primeros encontrados, enterraron a todos los que
estaban dentro de la línea. Enterrados los primeros, continuaron marchando y
haciendo la misma maniobra hasta enterrar a todos los que fue encontrando el
ejército. Cuando llegaron al camino que salía de las aldeas, donde había
cadáveres a montones, los llevaron todos a un sitio y los enterraron.
Un poco después de
mediodía, cuando el ejército ha-bía ya rebasado las aldeas, se pusieron a coger
lo que cada cual veía dentro de la falange, y de repente vieron a los enemigos
que subían a unas colinas situadas enfrente, formados en línea de batalla, con
muchos jinetes e infantes; pues Espitrídates y Ratines habían sido enviados con
fuerzas por Tiríbazo. Cuando vieron a los griegos se pararon a una distancia
como de quince estadios. En seguida Arexión, adivino de los griegos, hizo un
sacrificio y las entrañas de la primera víctima resultaron favorables. Entonces
dice Jenofonte: «Me parece, generales, que debemos dejar fuera de la falange
algunas compañías de reserva para que puedan acudir en socorro donde sea preciso,
y que el enemigo, puesto en desorden, se encuentre con tropas frescas y bien
formadas.» A todos les pareció bien esto. «Vosotros, pues —dijo—, llevad las
tropas contra el enemigo; no permanezcamos quietos, puesto que vemos a nuestros
contrarios y ellos nos ven a nosotros. Yo, por mi parte, conduciré las últimas
compañías repartiéndolas como habéis decidido.»
Sin perder momento
ellos se pusieron en marcha lentamente con sus tropas. Jenofonte, tomando las
tres últimas filas, de doscientos hombres cada una, formó con ellas tres
columnas; a una la envió a la derecha, a distancia de un pletro de la falange;
iba mandada por Samolas, de Acaya. Otra recibió orden de marchar detrás del centro;
la mandaba Pirrias, de Arcadia. La tercera fue puesta a la izquierda bajo las
órdenes de Frasias, de Atenas.
Así avanzaban cuando
los que iban a la cabeza, llegados a una gran cañada difícil de atravesar, se
pararon en la duda de si debían o no pasarla, llamando a los generales y
capitanes al sitio donde estaban. Jenofonte se extrañó de qué podría detener la
marcha, y oyendo en seguida la noticia picó espuelas a su caballo para llegar
cuanto antes a las avanzadas. Cuando estuvieron todos reunidos, Soféneto, el de
más edad entre los generales, dijo que no valía la pena deliberar sobre si
debía atravesarse semejante cañada. Y Jenofonte, interviniendo vivamente, dijo:
«Ya sabéis, compañeros, que nunca os he llevado sin necesidad a un peligro:
bien veo que lo que necesitáis no es adquirir gloria mostrando vuestro valor,
sino salvaros. Pero nuestra situación ahora es ésta: salir de aquí sin combate
es imposible. Si nosotros no marchamos contra los enemigos, éstos nos seguirán
cuando nos retiremos y caerán sobre nosotros. Considerad, pues, lo que es
preferible: marchar contra esos hombres con las armas por delante o, echándolas
a la espalda, vernos seguidos por ellos. Bien sabéis que el retirarse delante
de los enemigos no es nada honroso y que, en cambio, la persecución da valor
hasta a los más cobardes. Yo preferiría atacar con la mitad de tropas que
retirarme con el doble. Y éstos, estoy seguro que ninguno de vosotros se figura
que han de esperarnos si los atacamos; pero todos sabemos que si nos ven
retirarnos se atreverán a perseguirnos. Y para unos hombres que van a combatir
no es cosa digna de ser tomada esta difícil cañada, pasándola y dejándola
atrás. A los enemigos yo quisiera que todos los caminos les pareciesen fáciles
para retirarse; nosotros, en cambio, debemos aprender en este mismo sitio que
nuestra salvación está sólo en la victoria. ¿Es que podremos atravesar el llano
si no vencemos a la caballería? ¿Cómo volveremos a pasar las montañas si tantos
peltastas nos persiguen? Me asombra que alguien considere este barranco más
peligroso que tantos otros sitios atravesados por nosotros. ¡Y si conseguimos
llegar al mar sanos y salvos, ésa sí será una cañada: el Ponto! Allí no encontraremos
ni naves que nos transporten ni víveres para alimentarnos si nos quedamos. Y
apenas hayamos llegado tendremos que salir en busca de víveres. Es, pues, preferible
combatir ahora que hemos comido que no mañana en ayunas. Compañeros: las
víctimas nos son favorables, los augurios propicios y las entrañas magníficas.
Marchemos contra esos hombres; después de haber visto perfectamente a nuestro
ejército, no deben ponerse a comer a su gusto ni plantar sus tiendas donde les
parezca.»
Entonces los capitanes
le dijeron que se pusiese a la cabeza, y nadie se opuso. Él, pues, los condujo
después de haber dado orden de que avanzasen conservando el mismo puesto que
tenían en la cañada; parecía que el ejército formado en columnas apretadas la
atravesaría antes que si fuese desfilando por el puente que la cruzaba. Cuando
hubieron pasado, Jenofonte, recorriendo la línea de la falange: «Soldados
—dijo—, acordaos de todas las batallas que hemos ganado con la ayuda de los
dioses y de la suerte de los que vuelven la espalda al enemigo; considerad,
además, que estamos a la puertas de Grecia. Seguid a Heracles Conductor y
animaos mutuamente por vuestros nombres. Es dulce decir y hacer ahora algo bello
y atrevido que deje memoria de nosotros en quienes nos conocen.»
Esto decía Jenofonte
galopando a lo largo de las tropas, al mismo tiempo que las conducía formadas
en orden de batalla.
En los extremos de la
línea fueron puestos los peltastas y en esta forma marcharon contra el enemigo.
Se dio la orden de llevar la pica sobre el hombro derecho hasta que sonara la
trompeta, y que entonces la pusiesen en posición de guardia, avanzando al paso
sin que se lanzasen corriendo sobre el enemigo. En esto pasó el santo y seña: Zeus
salvador y Heracles conductor. Los enemigos, creyendo buenas sus
posiciones, esperaron a los griegos. Estos se fueron acercando, y los
peltastas, antes de recibir orden ninguna, corrieron sobre el enemigo lanzando
los gritos de guerra. Los enemigos les salieron al encuentro, la caballería y
los infantes bitinios, y pusieron en fuga a los peltastas. Pero cuando la
falange de los hoplitas avan-zó a paso ligero, cuando al sonar la trompeta los
soldados entonaron el peán, lanzaron el grito de guerra y al mismo tiempo
bajaron las picas, los enemigos no aguardaron el ataque y huyeron.
Timasión salió
persiguiéndoles con los jinetes y mataron todos los que pudieron dado su corto
número. De los enemigos, el ala izquierda, colocada frente a la caballería
griega, quedó en seguida dispersada; pero la derecha, que no fue perseguida tan
vivamente, se recogió en una colina. Los griegos, viéndolos detenidos allí,
creyeron la cosa más
fácil y menos peligrosa atacarlos inmediatamente, y cantando el peán se
dirigieron contra ellos; pero los otros no los esperaron. Y los peltastas los
persiguieron hasta que también esta ala izquierda quedó dispersa; pero murieron
pocos de los bárbaros porque la presencia de su caballería, que era numerosa,
mantuvo en respeto a los perseguidores.
Viendo los griegos que
la caballería de Farnabazo se mantenía aún firme y que la de los bitinios se
iba reuniendo a ella en una colina desde la cual contemplaban los sucesos,
decidieron, aunque estaban cansados, atacarlos de cualquier modo para que no
cobraran ánimos y se repusiesen en el descanso. Se formaron, pues, y avanzaron. Pero los jinetes enemigos huyeron
por una pendiente rápida como si otra caballería hubiese venido persiguiéndoles;
por fin, se metieron en una cañada desconocida de los griegos; pero éstos
cesaron en su persecución y se volvieron, pues ya era tarde. Llegados al sitio
donde ocurrió el primer encuentro, levantaron un trofeo y se retiraron hacia el
mar; se hallaban como a sesenta estadios del campamento.
VI
Después de estos
combates los enemigos se mantuvieron apartados, llevándose lo más lejos que
podían sus familias y sus bienes. Por su parte, los griegos esperaban a
Cleandro, que debía llegar con los trirremes y los buques de transporte.
Mientras tanto, salían todos los días con acémilas y esclavos y se traían al
campamento, sin ser inquietados, cebada, trigo, vino, legumbres, mijo e higos;
de todo producía este país, excepto aceite de oliva. Cuando el ejército estaba
en el campamento se permitía a los soldados salir en busca de botín, y en estas
salidas cada uno se apoderaba de lo que podía. Pero cuando salía el ejército
entero lo que cada uno cogía parte se consideraba como propiedad común. En el
campamento reinaba ya una gran abundancia. De todas las ciudades griegas de por
allí venían gentes a vender cosas, y los barcos que pasaban fondeaban allí
gustosos, pues corría el rumor de que se fundaba una ciudad y había un puerto.
Los enemigos mismos que habitaban en la vecindad mandaron emisarios a
Jenofonte, que, según habían oído, era el fundador de la ciudad, preguntándole
qué debían hacer para ser amigos. Y él los llevó ante los soldados.
En esto llega Cleandro
con dos trirremes, pero sin ningún buque de transporte. Cuando llegó, el
ejército se encontraba fuera; algunos se habían dispersado por la montaña en
busca de botín y cogido mucho ganado menor. Pero, temiendo les fuese quitado,
hablan a Dexipo, el que había huido de Trapezunte con un pentecontoro, y le
suplican que les salve el botín, tomando él una parte y dejándoles el resto.
Dexipo ahuyentó inmediatamente a los soldados que rodeaban el botín y decían
que era propiedad de todos, y fue a decir a Cleandro que quería apoderarse del
ganado. Cleandro mandó que llevasen a su presencia al culpable. Y Dexipo cogió
a uno y fue a llevárselo; pero, encontrándose con él Agasias, le quitó el
hombre de las manos, pues era uno de su compañía. Los demás soldados que se
encontraban presentes se pusieron a tirar piedras a Dexipo, llamándole traidor.
Llenos de miedo, muchos tripulantes de los trirremes huyeron hacia el mar y con
ellos también Cleandro. Jenofonte y los otros generales contuvieron a los
soldados y dijeron a Cleandro que no era nada, que la causa de aquel tumulto
era un decreto del ejército. Pero Cleandro, excitado por Dexipo y molesto él
mismo por haber tenido miedo, dijo que él iba a hacerse a la vela y que haría
pregonar que ninguna ciudad los recibiese, considerándolos enemigos. Entonces
todos los griegos obedecían a los lacedemonios.
La cosa pareció grave a
los griegos y suplicaron a Cleandro que no hiciese aquello. Él dijo que no
sería de otro modo si no se le entregaba al que había comenzado a tirar piedras
y al que arrebató al hombre detenido. Este culpable que reclamaba Cleandro no
era otro que Agasias, viejo amigo de Jenofonte, y que por ello mismo era
acusado por Dexipo. Entonces, viendo lo apurado del caso, los jefes reunieron
al ejército; algunos le daban poca importancia a Cleandro; pero Jenofonte, que
no consideraba baladí el asunto, se levantó y dijo: «Soldados: no pienso que
sea baladí el asunto si Cleandro se marcha en la disposición de espíritu que
anuncia. Las ciudades griegas están cerca de nosotros y la Grecia entera está
sometida a los lacedemonios. Y tal es su preponderancia que un lacedemonio
puede hacer en las ciudades lo que se le ocurra. Y si este hombre nos cierra
primero las puertas de Bizancio y después prohíbe a los demás harmostas que nos
reciban en las ciudades por desobedientes a los lacedemonios e incumplidores de
las leyes; si este concepto de nosotros llega, además, a oídos de Anaxibio, el
almirante, difícil nos será tanto marcharnos por mar como permanecer aquí. En
este momento son dueños
lo mismo de la tierra que del mar. Por un hombre solo o por dos no debemos
quedar nosotros los demás imposibilitados de llegar a Grecia, sino obedecer a
lo que ellos nos manden; las ciudades mismas de donde somos les obedecen. Yo,
por mi parte, puesto que, según he oído, Dexipo afirma ante Cleandro que
Agasias no habría hecho esto si yo se lo hubiese mandado; yo, por mi parte,
repito, os dejo libres de toda culpa a vosotros y a Agasias; si el mismo
Agasias dice que yo soy el culpable de esto, y si he movido a alguien a tirar
piedras o a cualquier otra violencia, me declaro culpable de la última pena y
estoy dispuesto a sufrirla. Pero afirmo también que, si algún otro es acusado,
debe ponerse asimismo en manos de Cleandro para que le juzgue. Así vosotros
quedaréis libres de toda culpa. Tal como ahora están las cosas, sería triste
que, esperando alcanzar en Grecia honor y gloria, en vez de esto no fuésemos
siquiera considerados como los otros y quedásemos excluidos de las ciudades
griegas.»
Después de esto
levantóse Agasias y dijo: «Yo, compañeros, lo juro por los dioses y las diosas.
No, Jenofonte no me ha dado el consejo de apoderarme del hombre, como tampoco
ninguno de vosotros. Pero viendo a uno de mis bravos soldados conducido por
Dexipo, que, como todos sabéis, nos ha hecho traición, me pareció la cosa
demasiado fuerte; se lo arrebaté, lo confieso. Pero no me entreguéis vosotros.
Yo mismo, como dice Jenofonte, me entregaré a la justicia de Cleandro para que
haga de mí lo que quiera. Por este motivo no os pongáis en guerra con los
lacedemonios; llegad sanos y salvos adonde cada uno quiera. Enviad solamente
conmigo algunos elegidos entre vosotros, los cuales, si yo omito algo, hablen y
obren por mí.»
Entonces el ejército le
concedió que marchase, eligiendo a los que quisiera. Él eligió a los generales.
En seguida se puso en marcha para ver a Cleandro, Agasias, los generales y el
hombre que había sido arrebatado por Agasias. Y los generales dijeron: «El
ejército nos ha enviado ante ti, Cleandro, y te invita a que, si nos consideras
a todos culpables, juzgues por ti mismo y hagas lo que quieras; y si consideras
culpables a uno, a dos o a varios, ellos están dispuestos a ponerse en tus
manos para que los juzgues. Por consiguiente, si consideras culpable a alguno
de nosotros, a tu disposición estamos. Si es algún otro dilo. Ninguno de los
que quieran obedecernos tratará de ocultarse.» Entonces, adelantándose Agasias,
dijo: «Yo soy, Cleandro, el que quitó a Dexipo este hom-bre cuando lo conducía;
yo soy el que le excité a que pegase a Dexipo. Conozco a este hombre y sé que
es un valiente. En cuanto a Dexipo sé que fue elegido por el ejército para que
mandase el pentecontoro que pedimos a los trapezuntios y reuniera buques en los
cuales salvarnos; este Dexipo se escapó, haciendo traición a los soldados con
los cuales se había salvado. Por su culpa despojamos a los trapezuntios de su
pentecontoro y quedamos ante ellos como hombres malos, y en lo que de él
dependía nos ha hecho el mayor daño. Había oído decir, en efecto, como
nosotros, que nos era imposible, yendo por tierra, atravesar los ríos y llegar
sanos y salvos a Grecia. Este es el hombre a quien quité mi soldado. Si tú lo
hubieses conducido o cualquier otro de los tuyos, y no uno de nuestros
desertores, ten por seguro que yo no habría hecho nada de esto. Piensa, pues,
que si tú ahora me das muerte, matarás a un hombre honrado a causa de un traidor
y de un cobarde.»
Oído esto, Cleandro
dijo que no aprobaba la conducta de Dexipo, si era tal como decían; pero añadió
que, aunque Dexipo fuese un malvado, no por eso se le había de hacer violencia,
sino someterlo a juicio, «como hacéis vosotros mismos ahora, y conseguir su
castigo. Ahora retiraos y dejadme con este hombre, y cuando yo os llame
vendréis a escuchar el juicio. No acuso ya ni al ejército ni a nadie, puesto
que éste confiesa él mismo ser quien arrebató el soldado.» Este soldado dijo
entonces: «Yo, Cleandro, ni pegué a nadie ni tiré piedras; sólo dije que el
ganado era de todos. Porque los soldados habían decidido que cuando el ejército
salía, si alguno cogía algo particularmente, lo cogido sería de todos. Esto
dije, y por ello éste me cogió y me llevaba para que nadie se atreviese a
hablar y él, tomando su parte, salvase el botín a los saqueadores contra lo
convenido.» A esto dijo Cleandro: «Puesto que tú eres quien ha hecho esto,
quédate para que deliberemos sobre ti.»
Después de esto
Cleandro y los suyos se pusieron a comer. Jenofonte reunió el ejército y les
aconsejó que enviasen diputados a Cleandro para pedirle el perdón de los
prisioneros. Y decidieron enviar a los generales, a los capitanes, a Dracontio,
de Esparta, y a todos aquellos que parecían más a propósito para que pidiesen a
Cleandro por todos los medios que soltase a los dos hombres. Llegados a
presencia del lacedemonio, Jenofonte dijo: «Tienes, Cleandro, en tus manos a
dos hombres, y el ejército se abandona a ti para que hagas lo que quieras con
ellos, lo mismo que con todos los demás. Y ahora te piden y suplican que les
devuelvas los dos hombres y que ya no les des muerte, porque en otro tiempo han
sufrido muchos trabajos por el ejército. Si obtienen de ti esto, te prometen,
en cambio, si quieres ponerte a su frente y si los dioses se muestran
propicios, que tendrás en ellos unos soldados disciplinados y valerosos que,
obedientes a su jefe y con la ayuda de los dioses, no temen a sus enemigos.
También te suplican que si vienes a nosotros y nos mandas, veas cómo se porta
Dexipo y cómo cada uno de los demás, y le des a cada uno su merecido.» Al oír
esto, Cleandro exclamó: «¡Por los dioses!, os voy a responder ahora mismo. Os
devuelvo a los dos hombres y yo mismo iré a visitaros. Y si los dioses lo
permiten os conduciré a Grecia. Estas palabras son muy distintas de lo que
algunos me habían dicho de vosotros, que procurabais apartar al ejército de los
lacedemonios.»
Entonces los emisarios
se retiraron con los dos hombres, elogiando la conducta de Cleandro. Este hizo
sacrificios para la partida y trataba a Jenofonte con la mayor amistad, y ambos
se unieron entre sí con lazos de hospitalidad: Viendo cómo las tropas hacían lo
mandado con toda disciplina, deseaba más vivamente ser su jefe. Como durante
tres días los sacrificios no le resultaban favorables, llamó a los generales y
les dijo: «Las víctimas no me consienten ponerme al frente de vosotros. Pero no
os desaniméis por esto; a vosotros, según parece, está reservado el conducir a
los soldados. Marchad, pues. Cuando lleguéis allá os recibiremos del mejor modo
que podamos.»
Los soldados acordaron
entonces darle todo el ganado, menos el de propiedad común. Él lo aceptó, se
los devolvió de nuevo y se hizo a la vela. Los soldados vendieron el trigo y
las demás cosas que habían cogido y se pusieron en marcha a través de la
Bitinia. Como no encontraban nada siguiendo el camino derecho, y querían llegar
al país amigo con algo, decidieron volver atrás durante un día y una noche.
Hecho esto, cogieron muchos esclavos y ganado menor. Al cabo de seis días
llegaron a Crisópolis, ciudad de Calcedonia, y allí permanecieron seis días
vendiendo su botín.
[1] En las ediciones antiguas este trozo tiene un contexto que puede traducirse
así: «y bordeando la costa vieron al cabo Jasón, donde, según se dice, fondeó
la nave Argos, y las
desembocaduras de varios ríos, primero la del Termodonte, después las de Iris y
el Halis, y por último la del Partenio.» La edición Teubner que seguimos pone
aparte, entre corchetes, estas líneas considerándolas una interposición.
[2] Las ediciones corrientes principian este capítulo con unas palabras que
dicen así, traducidas: «Ya se ha dicho anteriormente cómo acabó el mando de
Quirísofo y cómo quedó dividido el ejército de los griegos.»
[3] El discurso de Jenofonte se presenta en otras ediciones con un orden
distinto. El adoptado aquí es el de la edición Teubner.
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