La increíble derrota naval ateniense en el puerto de
Siracusa aportó fuerzas renovadas a los siracusanos, que se dispusieron a
asegurar no sólo la salvación de su ciudad, sino la destrucción total de la
expedición ateniense y la libertad de todos los pueblos helenos dominados por
Atenas. Estos grandes logros, creían, traerían honor y fama a su ciudad, y
«serían considerados por el resto del mundo con admiración, aun entre las
generaciones venideras» (VII, 56, 2). Así pues, se dispusieron a bloquear a la
flota ateniense en el Puerto Grande. Anclaron varios trirremes y otras
embarcaciones en la bocana, y las conectaron por medio de tablones y cadenas de
hierro. Los atenienses necesitaban sus navíos para volver a Atenas, y su única
ruta de escape era por mar, de modo que decidieron intentar abandonar el
puerto, por muy difícil que pareciera.
LA BATALLA NAVAL DEFINITIVA
La escuadra que se preparaba para combatir por su
propia supervivencia no era ya la armada orgullosa y elegante que había
abandonado el Pireo como si de una regata se tratase, sino una miscelánea
variopinta de apariencia envejecida. Con hoplitas, lanzadores de jabalina y
remeros a bordo, dispuestos para un estilo de lucha clásico basado en
proyectiles, abordaje y lucha cuerpo a cuerpo, su disposición distaba de ser la
más conveniente para ejecutar la táctica de la embestida, que tan
eficientemente había convertido a Atenas en la reina de los mares. Para contrarrestar
la ofensiva de los costados reforzados, los atenienses inventaron «las manos de
hierro», a modo de garfios para sujetar a los barcos atacantes y evitar que se
alejasen tras haber embestido proas atenienses. Con el enemigo bien agarrado,
el nutrido grupo de la infantería ateniense obtendría la superioridad en las
aguas restringidas del puerto, donde no podrían emplearse técnicas más sutiles.
Sin embargo, un grupo de desertores dio aviso de la estratagema ateniense al
enemigo, y los siracusanos extendieron grandes cueros en las proas y la parte
superior de sus barcos para imposibilitar los agarres.
Nicias estaba al mando de las tropas terrestres, pero,
tras hablar con el conjunto de fuerzas congregadas en la playa, tomó un bote y
se dirigió hacia la flota ateniense. Deteniéndose en todos los trirremes, llamó
a cada capitán por su nombre, junto al de su padre y el de su tribu, y apeló a
los antiguos sentimientos de la familia y los ancestros. Al igual que hiciera
Pericles, aunque quizá con un grado menor de exaltación, Nicias les recordó la
libertad que la patria otorgaba a los ciudadanos, y apeló a su manera a «la
clase de cosas que se repiten en cada ocasión como aquélla: a las esposas, a la
progenie y a los dioses tutelares; y que, ante el terror del momento, se
considera que serán de alguna utilidad» (VII, 69, 2). Aunque Nicias carecía de
la cuna aristocrática, del brillo intelectual y de la pericia política de
Pericles, sus maneras anticuadas y su deje de hombre común ejercían un gran
poder de seducción entre los demócratas atenienses.
Los generales dirigieron la flota hacia la bocana del
puerto con la intención de forzar su huida. Los siracusanos vigilaban la salida
con un destacamento de sus propias naves; el resto las emplazaron formando
círculo, en la posición adecuada para atacar a la armada ateniense
simultáneamente desde todas direcciones cuando llegase el momento. Sicano y
Agatarco comandaban los flancos, y Pitén el centro. La infantería siracusana se
alineó en la orilla hasta cubrir la mayor parte del puerto, y las tropas
atenienses tomaron posiciones sobre la pequeña porción que controlaban. La
batalla tuvo lugar ante los ojos del público; como si de una competición
atlética se tratase, las familias de los guerreros de Siracusa ocuparon lugares
elevados para contemplar el combate.
La flota ateniense puso rumbo hacia la pequeña
abertura que los siracusanos habían dejado en la barrera para que pasaran sus
propios barcos, y gracias a su ventaja numérica lograron atravesarla. Mientras
cortaban las cadenas que unían las embarcaciones, los demás trirremes
siracusanos atacaron desde todas direcciones, en especial, por las alas y la
retaguardia. En las estrechas aguas del puerto estaban luchando muy de cerca
casi doscientas naves, por lo que no se podían efectuar ataques de embestida.
Todo se conjuró para despojar a los atenienses de las ventajas de la
experiencia y habilidad acumuladas durante tantos años de práctica y de lucha
naval. Sus hombres asaeteaban al enemigo con flechas y jabalinas, pero sus
combates anteriores no habían tenido lugar en barcos en movimiento a merced de
las olas, sino en tierra firme, así que no conseguían apuntar con precisión.
Por su parte, el astuto Aristón, un comandante corintio que pereció en el
transcurso de la refriega, ordenó a los siracusanos que arrojaran piedras al
enemigo, pues en esas condiciones eran más fáciles y efectivas de controlar.
Gran parte del combate consistió en abordajes y combates cuerpo a cuerpo entre
la marinería de ambos bandos. En un espacio tan reducido, se detenía o se
abordaba a los barcos de un lado mientras estaban siendo atacados por el otro.
El griterío de los hombres era tan alto que los remeros eran incapaces de oír
las órdenes o de mantener la cadencia de los remos, otro importante impedimento
frente a anteriores ventajas atenienses. Pasado un tiempo, los timoneles se
pusieron nerviosos y quisieron insuflar coraje a los suyos a gritos, lo que
interfirió aún más en la marcación de la remada.
Convertida en una gran tragedia, la batalla naval era
presenciada desde lo alto por un gran número de público compuesto por soldados
de ambos bandos, así como civiles de Siracusa que, bien la padecían, bien se
alegraban, dependiendo de su curso. Era un espectáculo emocionante y temible,
cuyo resultado era vital para los espectadores. Finalmente, los siracusanos
aplastaron a los aterrorizados atenienses, que dejaron atrás sus naves y
huyeron hacia la orilla en una carrera por alcanzar la seguridad de su
campamento. La gran mayoría, con el orden y el espíritu quebrantados, sólo
pensaba en poner a salvo su vida. Ni siquiera solicitaron la tregua para poder
enterrar a sus muertos, una omisión realmente asombrosa. Convencidos de que
sólo un milagro podría salvarlos, no podían permitir que nada ni nadie retrasara
su huida.
Sí hubo, sin embargo, un ateniense que consiguió
conservar su coraje y compostura en tan terrible momento. Demóstenes, al ver
que aún mantenían sesenta embarcaciones viables frente a las casi cincuenta del
enemigo, propuso concentrar las fuerzas e intentar otra escapada del puerto al
amanecer. La idea hubiera podido funcionar porque los de Siracusa no habrían
esperado otro intento, y el número reducido de combatientes habría permitido un
mayor espacio para emplear su superioridad táctica; así que Nicias estuvo de
acuerdo. Aunque para la moral de sus hombres, totalmente vencida, era demasiado
tarde. Se negaron a aceptar las órdenes dadas por los generales, e insistieron
en llevar a cabo una huida por tierra.
LA DESBANDADA FINAL
La disciplina siracusana también se había venido
abajo, pero por las razones contrarias: se habían lanzado a celebrar la
salvación y la victoria, bebían y se deleitaban sin pensar en el enemigo. No
obstante, también un siracusano se dedicaba a pensar en cuestiones estratégicas
concretas. Hermócrates sabía que los atenienses seguían siendo peligrosos, y
admitió que si lograban escapar a otra parte de Sicilia, se reorganizarían y
recobrarían la moral y la disciplina, con lo que pondrían de nuevo a la ciudad
bajo amenaza. Su intención, pues, era destruir al ejército ateniense en ese
momento y en ese lugar, mientras tuvieran ocasión; y para ello, propuso el
bloqueo de las salidas y de las vías de escape desde Siracusa. Gilipo accedió,
pero luego, con los otros generales, pensó que sus hombres se mostrarían
reacios a obedecer su mandato en la situación en la que estaban, así que
Hermócrates no tuvo más remedio que recurrir a una estratagema. Al amanecer,
envió algunos jinetes al campamento ateniense; éstos, que se hicieron pasar por
siracusanos que querían traicionar a los suyos en favor de Nicias, gritaron en
la lejanía los nombres de algunos atenienses distinguidos y les pidieron que
dijesen a Nicias que no sería seguro escapar esa noche, porque los de Siracusa
vigilaban los caminos. A consecuencia de ello, su huida quedó postergada,
aunque el miedo a tener que atravesar el territorio enemigo en la oscuridad de
la noche probablemente habría acabado produciendo el mismo resultado. Con un
día más por delante, los hombres empaquetaron los suministros y el equipamiento
antes de ponerse en marcha, y el enemigo dispuso de tiempo suficiente para
poder cortar las rutas de huida.
La columna de retirada que iniciaba la marcha estaba
compuesta por unos cuarenta mil efectivos, de entre los cuales la mitad eran
soldados y el resto población civil. «Y es que parecían una ciudad de tamaño
considerable que emprendiera la huida tras un asedio» (VII, 75, 5). La
vergüenza de no haber dado sepultura a sus muertos y haber abandonado a los
heridos y enfermos, que entre gritos llamaban a sus familiares y amigos,
mientras se aferraban a los que marchaban, se cernía sobre los hombres que se
retiraban. «Así pues, el ejército, en un estado lamentable, era todo llanto y
la partida no se hizo fácil; tratándose de un país hostil y habiendo sufrido
más allá de las lágrimas, aún temían qué les depararía el futuro» (VII, 75, 4).
Exhausto, enfermo y sumido en grandes dolores, Nicias
habló a sus hombres para animarlos y mitigar sus miedos. Los exhortó a no
culparse por la derrota y el sufrimiento, y rogó que mantuvieran viva la
esperanza de que pronto cambiaría su suerte. A fin de cuentas, todavía eran,
les recordó, un gran ejército. «Deberíais daros cuenta de que dondequiera que
paremos seréis automáticamente como una ciudad, y que no hay población en
Sicilia que pueda parar con facilidad uno de vuestros ataques, o que os haga
mover una vez os hayáis asentado» (VII, 77, 4). Por tanto, si mantenían alta la
disciplina y la moral, y se movían rápidamente guardando el orden, todavía
existía una posibilidad de salvación. «Soldados, conoced toda la verdad
—anunció—, debéis ser valientes porque, si os portáis como cobardes, no hay
lugar en las cercanías al que podáis escapar. Si conseguís eludir ahora al
enemigo, volveréis a ver aquello que más deseáis, y los que sois atenienses
podréis volver a poner en pie el poderío de Atenas, por muy caído que esté.
Porque una ciudad la forman sus hombres, y no las murallas o los barcos vacíos»
(VII, 77, 7).
Su primer destino era Catania, ciudad leal a Atenas,
que les proporcionaría una buena bienvenida y avituallamiento y serviría como
base desde donde llevar a cabo otras operaciones. La ruta habitual, alrededor
de las Epípolas, exponía al ejército en retirada al ataque de la caballería siracusana,
por lo que el plan era marchar hacia el oeste a través del curso del río Anapo,
encontrarse en algún punto de las tierras altas con los sículos, con los que
mantenían buenas relaciones, y poner rumbo norte en algún lugar adecuado hacia
Catania, al oeste de la Epípolas y a salvo de las tropas siracusanas. Nicias y
Demóstenes estaban cada uno al mando de una formación exterior rectangular de
tropas, dispuesta alrededor de los civiles. A casi siete kilómetros de
Siracusa, en alguna ribera del Anapo, tuvieron que combatir contra un batallón
formado por siracusanos y aliados para abrirse camino. A partir de ese momento,
la caballería y la infantería siracusanas les siguieron de cerca y los
hostigaron con ataques continuos y lluvias de proyectiles. A la mañana
siguiente, consiguieron recorrer unos tres kilómetros en dirección noroeste en
busca de comida y agua, para lo que emplearon todo el día.
El avance quedaba interrumpido por lo que en la
actualidad se conoce como monte Climiti, una meseta a doce kilómetros al
noroeste de Siracusa que termina con un gran desnivel vertical. Los atenienses
esperaban atravesar el actual barranco de Cava Castelluccio de camino al abrigo
de Catania. No obstante, aquí los retrasos pudieron de nuevo con ellos, porque
los siracusanos tuvieron tiempo para construir una empalizada a través de la
parte este de la quebrada, llamada entonces la Roca de Acras. A la mañana
siguiente, tras iniciar la marcha, los siracusanos y sus aliados les atacaron
con la caballería y los lanzadores de jabalina, lo que los obligó a retroceder
hasta el campamento. Al día siguiente, intentaron forzar el paso hacia el monte
Climiti a través de un enclave fortificado y de las trincheras enemigas. Cuando
finalmente llegaron hasta la empalizada siracusana, donde les llovieron lanzas
y flechas desde las alturas del barranco, se vieron obligados a retroceder de
nuevo. Sobre sus cabezas estalló una tormenta repentina, un acontecimiento
peligroso y aterrador, que muchos atenienses tomaron como una señal divina de
desaprobación. Acosados y asustados por los proyectiles enemigos, empapados y
extenuados, no podían siquiera replegarse y descansar, porque Gilipo levantaba
otra empalizada tras ellos. Esta barrera podía aislarlos y posibilitar su
destrucción allí mismo, así que enviaron un contingente para evitar su
finalización y movilizaron a todo el ejército para que acampara lejos de las
fuerzas siracusanas, en terreno abierto.
Su nuevo plan era avanzar hacia el noroeste siguiendo
el curso del Anapo, dejar el monte Climiti a la derecha y poner rumbo a
Catania. Al quinto día, alcanzaron una llanura, conocida hoy como Contrada
Puliga, donde el ejército ateniense se volvió a encontrar con la caballería
siracusana y con los lanzadores de jabalina por delante, detrás y por los
laterales. Éstos, a la vez que evitaban el contacto directo con los hoplitas,
les asediaban con una lluvia de proyectiles desde todos los frentes. La
caballería logró alcanzar y cortar el paso a los rezagados. Si los atenienses
atacaban, los siracusanos se alejaban; cuando se retiraban los atenienses, los
de Siracusa se lanzaban al ataque, a la vez que concentraban todo su asalto en
la retaguardia con la esperanza de sembrar el pánico en todo el ejército. Los
atenienses lucharon con bravura y disciplina, y avanzaron casi un kilómetro
antes de verse forzados a acampar y recuperar fuerzas.
Entonces Nicias y Demóstenes decidieron dirigirse al
sudeste, camino del mar, y marchar desde la desembocadura de uno de los ríos
hasta su nacimiento en las tierras altas, para desde allí unirse a los sículos
o dirigirse a Catania por una ruta más indirecta. Para atraer la atención de
los siracusanos, encendieron a modo de señuelo tantas hogueras como les fue
posible y, al abrigo de la noche, emprendieron el camino de la costa hacia la
pequeña población de Cassibile. Nicias comandaba la primera división a través
de la oscuridad, desconocida y aterradora, seguido por Demóstenes con el resto
del ejército. Al llegar el día, se encontraron cerca de la orilla y se
dirigieron hacia el río Cacíparis (el Cassibile en la actualidad), con la
intención de desplazarse hacia el interior por sus riberas y encontrarse con
sus amigos, los sículos. Una vez más, los siracusanos los interceptaron, pero
los atenienses se abrieron camino por el río y se encaminaron hacia el sur para
alcanzar la próxima vía fluvial a su paso, el Eríneo.
EL DESTINO DE LOS ATENIENSES
Nicias levantó el campamento al otro lado del cauce, a
unos nueve kilómetros de Demóstenes. Los siracusanos continuaron hostigando a
éste y entorpeciendo su huida y, al amanecer del sexto día de la retirada,
irrumpió en escena el cuerpo principal del ejército siracusano desplazado al
campamento del Climiti, con efectivos a caballo y tropas de infantería. A menos
de dos kilómetros del Cacíparis, los siracusanos cortaron el paso a los
atenienses, que quedaron atrapados en un olivar rodeado por un muro y con
camino a ambos lados, donde se convirtieron en blanco fácil de los proyectiles
y piedras de los siracusanos desde todas direcciones. Los atenienses sufrieron
grandes pérdidas a lo largo de la tarde, hasta que Gilipo y los de Siracusa
intentaron dividirlos y ofrecieron la libertad a todos aquellos que desertaran.
Sólo se llegó a entregar un pequeño número de tropas aliadas; pero cuando la
situación se tomó desesperada, Demóstenes se rindió finalmente con estos
términos: si los atenienses deponían las armas, «ninguno de ellos sufriría
muerte violenta, ni por encarcelamiento ni por privación de los medios de vida
indispensables» (VII, 82, 2). Los siracusanos capturaron a seis mil hombres de
los cuarenta mil que hacía una semana habían comenzado la retirada; también
llenaron cuatro escudos con el botín obtenido. Demóstenes intentó suicidarse
con su propia espada, pero sus captores lograron evitar que se arrancara la
vida.
Al día siguiente, los siracusanos alcanzaron a Nicias,
le informaron de la captura de Demóstenes y le instaron a que se rindiera él
también. Por el contrario, Nicias les envió una oferta por la que Atenas se
ofrecía a cubrir los costes de la contienda, dejando un rehén por cada talento,
a cambio de que su ejército pudiera marcharse sin más obstáculos. Sin embargo,
al ver clara la ocasión de destruir totalmente a un enemigo tan odiado, los
siracusanos la rechazaron; con la victoria no se iba a comerciar a ningún
precio. Rodearon a las tropas de Nicias y las sometieron sin piedad a una
lluvia de proyectiles, como ya habían hecho con Demóstenes. Los atenienses
intentaron huir de nuevo a través de la oscuridad, pero esta vez no pillarían a
los siracusanos desprevenidos. No obstante, trescientos hombres se atrevieron a
intentarlo y lograron atravesar las líneas siracusanas; el resto, abandonó en
el intento.
Al octavo día, Nicias propuso proseguir la marcha y
romper el cerco enemigo para alcanzar el siguiente río, el Asínaro, a unos
cinco kilómetros al sur. Los atenienses ya no tenían un plan, sino únicamente
un deseo ciego por escapar y una sed terrible e inmensa. A través de los
proyectiles, de la arremetida de la caballería y de los asaltos hoplitas,
alcanzaron el Asínaro, donde la disciplina se vino abajo, ya que cada hombre se
precipitaba por ser el primero en vadear el río. El ejército se convirtió en
una multitud que obstruía el paso, con lo que el enemigo pudo evitar aún con mayor
facilidad que cruzaran el río. «Como forzosamente se veían obligados a avanzar
en grandes grupos, caían unos sobre otros y se pisoteaban; algunos perecieron
inmediatamente, empalados por sus propias lanzas, mientras que otros, no
pudiendo con el peso de su armamento, eran arrastrados por la corriente. Los
siracusanos se colocaron a lo largo de la otra orilla, que era escarpada, y
desde lo alto disparaban misiles contra los atenienses, que en su gran mayoría
bebían con avidez y se agolpaban caóticamente en el estrecho cauce. Los
peloponesios descendieron y masacraron a muchos, sobre todo a los que estaban
en el río. Las aguas se enturbiaron de inmediato, pero no dejaron de beberla,
aun llena de sangre y barro como estaba. Algunos incluso se peleaban por ella»
(VII, 84, 3-5).
El otrora gran ejército ateniense quedaba aplastado en
el río Asínaro. La caballería siracusana, que para los atenienses había sido
fuente de tantos problemas durante toda la campaña, dio muerte a los pocos que
consiguieron cruzar a la otra orilla. Nicias se entregó al enemigo, pero a
manos de Gilipo, «en el que confiaba más que en los siracusanos» (VII, 85, 1);
sólo así ordenó el espartano que se pusiera fin a la matanza. De las tropas de
Nicias, sólo quedaron vivos unos mil hombres. Los supervivientes del Asínaro y
los que consiguieron huir tras ser hechos prisioneros buscaron refugio en
Catania.
Ebrios de triunfo, los siracusanos se apoderaron del
botín y de los prisioneros, y no tardaron en colgar las corazas de los muertos
de los árboles más altos y vistosos del río. Coronaron a sus héroes con los
laureles de la victoria, y ataviaron con orgullo sus monturas. De vuelta a
Siracusa, mantuvieron una Asamblea en la que votaron por esclavizar a los
sirvientes de los atenienses y a los aliados imperiales; también decidieron
encerrar a los ciudadanos atenienses y a los siciliotas afines en las canteras
de la ciudad para vigilarlos mejor. La propuesta de ejecutar a Nicias y a
Demóstenes provocó un debate de mayor magnitud. Hermócrates se opuso en nombre
de la más alta clemencia, pero la Asamblea le hizo callar. Gilipo, por su
parte, guardaba un argumento mucho más práctico: ansiaba la gloria de
transportar a los generales atenienses de vuelta a Esparta. Tras las victorias
de Pilos y Esfacteria, Demóstenes se había convertido en el enemigo más
acérrimo de los espartanos, mientras que Nicias había sido un amigo que había
apoyado la liberación de sus compatriotas prisioneros y había promovido también
la paz y la posterior alianza con Esparta. Sin embargo, tanto siracusanos como
corintios rechazaron la idea, y la Asamblea votó por condenar a muerte a los
dos generales.
LA FIGURA DE NICIAS A DEBATE
Tucídides escribió sobre Nicias un panegírico
extraordinario: «Por estos motivos, u otros parecidos, mataron a Nicias; de
entre todos mis contemporáneos griegos, fue el que menos mereció tal grado de
infortunio, habida cuenta de que la virtud guió toda su vida siempre» (VII, 85,
5). Sin embargo, los ciudadanos de Atenas no eran de la misma opinión. El geógrafo
Pausanias pudo ver una vez una estela en el cementerio público de Atenas, en la
que estaban grabados todos los nombres de los generales que murieron en Sicilia
salvo el de Nicias. Gracias al historiador siciliano Filisto, supo los motivos
de tal omisión: «Demóstenes había pactado la tregua para el resto de sus
hombres, excluido él mismo, y le capturaron mientras intentaba suicidarse; pero
Nicias se había entregado por propia voluntad. Es por ello por lo que su nombre
no figura en la lápida: se le condenó por ser un soldado indigno y haber sido
hecho prisionero voluntariamente» (I, 29, 11-12).
Los siracusanos mantenían a unos siete mil hombres
cautivos en las canteras, hacinados en condiciones inhumanas: padecían un calor
diurno inmenso y las bajas temperaturas de las frías noches otoñales. Se les
daba una cótila de agua y dos de comida al día, menos de lo que los espartanos
pudieron enviar a los esclavos de Esfacteria. Los atenienses tuvieron que
padecer un hambre y una sed enormes. Los hombres morían a causa de las heridas,
las enfermedades y la exposición a los elementos, y los muertos se apilaban
unos encima de otros, lo que sin duda provocaba un hedor insoportable. Tras
setenta días, todos los supervivientes, excepto atenienses, siciliotas y griegos
italianos, fueron vendidos como esclavos. Plutarco relata la historia de unos
cuantos esclavos que obtuvieron su libertad gracias a su habilidad para recitar
los versos de Eurípides, pues entre los siracusanos su obra se tenía en gran
estima. Ni siquiera la poesía pudo ayudar a los hombres encerrados en las
canteras; encarcelados durante unos ocho meses, ninguno sobrevivió
presumiblemente por más tiempo.
Tucídides describe la expedición a Sicilia como «a mi
parecer, la mayor empresa de entre todas las que tuvieron lugar durante la
guerra o, incluso, entre todos los hechos helénicos de los que tenemos
constancia; fue el momento de mayor gloria para los vencedores y el más
desastroso para los vencidos. No en vano, fueron derrotados por completo en
todos los frentes; se sufrió de todas las formas imaginables, y tuvieron que
afrontar la destrucción total, como suele decirse. Se perdieron el ejército y
la flota, y no hubo nada que no fuera destruido; sólo unos pocos retornaron a
casa» (VII, 87, 5-6). A partir de esos momentos, la opinión más extendida entre
los griegos fue que, de una vez por todas, la guerra había terminado.
¿Quién debería en última instancia cargar con la
responsabilidad de este terrible desastre? Alcibíades fue el artífice de la
expedición a Sicilia, pero Nicias tuvo el papel más destacado. Tucídides
calificó la aventura como de error cometido por una democracia sin rumbo y mal
dirigida. No sólo no señala a Nicias como culpable, sino que lo alaba en los
términos más altos, si bien su relato de los hechos no dista mucho de su propia
interpretación de los mismos. Al fin y al cabo, fue Nicias, con sus fallidos
trucos retóricos, el que convirtió una empresa modesta de bajo riesgo en una
gran campaña que parecería asegurar y hacer posible la conquista de Sicilia; y
también fue él quien, al omitir la caballería de su lista inicial de requisitos
para la expedición, cometió un fallo estratégico crucial en sus previsiones.
En Sicilia, una vez al mando, se embarcó en una serie
de dejaciones y errores de ejecución que originaron una campaña catastrófica.
No fue capaz de completar el cerco de Siracusa al retrasarse en la construcción
del perímetro de una fortificación simple antes de acometer otros proyectos.
Malgastó aún más tiempo discutiendo con los disidentes de Siracusa; no envió
ninguna flota para impedir la llegada de Gilipo a Sicilia; ni montó ningún
bloqueo efectivo que evitara que los barcos de Góngilo y los de los corintios
llegasen a la isla por mar; tampoco acabó los trabajos de fortificación de las
Epípolas para repeler un ataque sorpresa. Todos estos factores permitieron sin
duda la resurrección de un enemigo que respondió derrocando la hegemonía de los
atenienses. Después, Nicias condujo a la flota ateniense, base de todos sus
suministros, y con ella, el tesoro, hasta la situación insostenible de
Plemirio; desde allí, la moral y la calidad de la armada quedaron seriamente
dañadas, y Gilipo pudo expulsarlos y apropiarse de sus fondos y provisiones.
Tras el verano del año 414, Nicias, en vez de abandonar
la maldita campaña, rehusó retirarse del mando por temor a poner en riesgo su
vida o ensuciar su buen nombre. En cambio, sí que asesoró a los atenienses para
que optasen o bien por la retirada, o bien por el envío de refuerzos masivos o
por relevarle de su cargo. Una evaluación honesta y directa de lo peligroso de
la situación y de su propia incapacidad podría haber conllevado tal vez la
retirada, con lo que el gran desastre se hubiera podido evitar. Incluso tras la
terrible derrota de las Epípolas, Nicias no quiso regresar a Atenas. Por poner
a salvo su reputación y evitar el castigo, se asió desesperadamente al eclipse
lunar como último recurso para evitar lo inevitable, y con él dejó escapar la
última ocasión de salvación de los atenienses.
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