lunes, 25 de diciembre de 2017

Jenofonte .-La expedición de los diez mil Anábasis Libro segundo.


[En el libro precedente se ha referido cómo reunió Ciro las tropas griegas cuando decidió marchar contra su hermano Artajerjes, las cosas que ocurrieron durante la expedición, las peripecias del combate, cómo murió Ciro y cómo los griegos, vueltos a los reales, descansaron creyendo que habían vencido a sus enemigos y que Ciro estaba vivo.][1]

Al clarear el día se reunieron los generales y estaban maravillados de que Ciro no les hubiese enviado a nadie para indicarles lo que debían hacer ni se hubiese presentado él en persona. Decidieron, pues, cargar los bagajes y avanzar armados hasta encontrar a Ciro. Ya principiaban a moverse y el sol iba saliendo, cuando llegaron Procles, gobernador de la Teutrania, descendiente del lacedemonio Demarato, y Glun, hijo de Famo. Estos dijeron que Ciro había muerto y Arieo huido, y que se encontraba con los demás bárbaros en la etapa de donde la víspera habían partido. Desde allí les mandaba a decir que les esperaría todo aquel día, si pensaban ir, pero que al siguiente se volvería a Jonia, de donde había venido. Al oír esto los generales y al saberlo los demás griegos se apenaron mucho. Y Clearco dijo estas palabras: «¡Ojalá viviera Ciro!, mas, puesto que ha muerto, decid a Arieo que hemos vencido al rey y que, como veis, nadie nos presenta combate; si no hubierais venido vosotros ha-bríamos marchado seguramente contra el rey. También prometemos a Arieo que si viene a nosotros lo sentaremos en el trono del rey; pues son los vencedores los que deben tener el mando». Dicho esto despachó a los mensajeros y con ellos a Quirísofo el lacedemonio y a Menón el tesalo, éste a petición propia, pues era amigo y huésped de Arieo.
Marcharon éstos y Clearco se quedó esperando. El ejército se procuraba vituallas como podía, matando bueyes y asnos de los que llevaban los bagajes. Leña encontraban apartándose un poco de la falange, en el lugar donde se había dado la batalla; había allí muchas flechas que los griegos habían obligado a abandonar a los tránsfugas del ejército real, y escudos de mimbre y de madera como llevan los egipcios; había también gran número de peltas[2] y carros abandonados. Con todo esto cocieron las carnes y comieron aquel día.
Ya era próximamente la hora en que la plaza estaba llena[3] cuando se presentaron unos heraldos de parte del rey y de Tisafernes, todos ellos bárbaros a excepción de uno, Falino, que era griego y estaba al servicio de Tisafernes, cuya estimación disfrutaba; se hacía pasar, en efecto, por muy entendido en la organización militar y en los combates. Adelantáronse estos heraldos y llamando a los jefes de los griegos les dijeron que el rey les mandaba que, pues él era vencedor y había muerto a Ciro, entregasen las armas y se presentasen ante las puertas de su palacio a esperar si se les podía favorecer en algo. Esto dijeron los heraldos del rey, y los griegos se indignaron al oírlo; pero Clearco contestó en breves términos que no correspondía a los vencedores el entregar sus armas. «Pero contestad vosotros, generales —acabó diciendo—, a estos hombres lo que os plazca más conveniente. Yo volveré enseguida.» Le había llamado uno de los servidores para que viese las entrañas ya sacadas de las víctimas, pues estaban sacrificando. Entonces Cleanor el arcadio, que era el de más edad entre ellos, les respondió que antes morirían que entregar las armas. Y Próxeno el tebano: «Una cosa —dijo— me tiene suspenso, Falino: ¿pide el rey las armas como quien está en situación de exigirlo o como señal de amistad? Si como lo primero, ¿por qué en lugar de pedirlas no viene a tomarlas? Y si pretende persuadirnos amistosamente a que se las demos, dígase a los soldados los beneficios que obtendrán si acceden a la demanda.» A esto replicó Falino: «El rey se tiene por vencedor, puesto que ha dado muerte a Ciro. Porque, ¿quién hay que le dispute el trono? Y hasta a vosotros mismos os considera como cosa suya, pues os encontráis en medio de sus dominios y dentro de ríos no vadeables, y que puede conducir contra vosotros tal multitud de hombres que aunque se dejasen matar no lo podríais hacer.» En esto intervino Teopompo, de Atenas, diciendo: «Como ves, Falino, los únicos bienes que tenemos ahora son nuestras armas y nuestro valor. Mientras tengamos las armas pensamos que no ha de faltarnos el valor; pero si las entregamos perderías también nuestras vidas. No pienses, pues, que os vayamos a entregar los únicos bienes que poseemos; al contrario, con ellas podremos también combatir por nuestros intereses.» Al oír esto rióse Falino y dijo: «Muchacho, hablas como un filósofo y lo que dices no deja de tener gracia. Pero, no lo dudo, serías un tonto si creyeses que con vuestro valor podéis triunfar de las fuerzas del rey.» También se contó que habían hablado algunos otros procurando suavizar las cosas de suerte que, así como habían ganado la confianza de Ciro, pudiesen conquistar el aprecio del rey si éste quería ser amigo y utilizarlos en cualquiera otra empresa, acaso en una expedición contra Egipto para ayudar a sometérselo.
En esto llegó Clearco y preguntó si ya habían dado la respuesta. Pero Falino interrumpió diciendo: «Estos, Clearco, cada uno dice lo suyo; dinos tú lo que piensas.» Y él dijo: «Yo, Falino, te he visto con gusto y pienso lo mismo que todos los otros. Eres griego, como nosotros todos los que ves, y puesto que nos hallamos en el trance, te pedimos consejo acerca del partido que debemos tomar sobre lo que dices. Por los dioses te conjuro que nos aconsejes aquello que te parezca ser lo mejor y más conveniente, cosa que te honrará en lo venidero cuando se diga que Falino, enviado por el rey para invitar a los griegos a que entregasen las armas, tomó parte en sus deliberaciones aconsejándoles tal resolución. Bien conoces que forzosamente se ha de saber en Grecia aquello que nos aconsejes.» Clearco se insinuaba de este modo con intención de que el mismo enviado del rey aconsejase que no entregaran las armas y con ello estuviesen los griegos más esperanzados. Pero Falino se esquivó contestando contra lo que el otro esperaba: «Si entre mil probabilidades tenéis una sola de salvaros luchando contra el rey, yo os aconsejo que no entreguéis las armas; pero, si no hay esperanza alguna de salvación yendo contra la voluntad del rey, os aconsejo que os salvéis como sea posible.» A esto replicó Clearco: «Bien, ésta es tu opinión. De nuestra parte di lo siguiente: que, si hemos de ser amigos del rey, valdremos mucho más teniendo las armas que dándoselas a otro; y que, si hemos de combatir, mejor es combatir teniendo las armas que dándoselas a otro.» Y Falino dijo: «Así lo diremos. Pero el rey nos ha encargado, además, os dijésemos que si permanecéis en este sitio os concederá treguas, pero que si avanzáis, o retrocedéis os hará la guerra. Decid, pues, acerca de esto, si permaneceréis quietos y habrá treguas, o si anuncio que os consideráis como enemigos.» Clearco le respondió: «Pues sobre este punto anuncia que pensamos lo mismo que el rey.» «¿Y qué es eso mismo?», dijo Falino. Y le contestó Clearco: «Si permanecemos quietos, treguas, y si avanzamos o retrocedemos, guerra.» Y de nuevo preguntó el otro: «¿Anuncio treguas o guerra?» Pero Clearco dio la misma respuesta: «Treguas si permanecemos quietos, guerra si avanzamos o retrocedemos.» Y no dejó traslucir lo que pensaba hacer.


II

Falino y sus compañeros se marcharon. De los que habían ido al campamento de Arieo volvieron Procles y Quirísofo; Menón permaneció al lado de Arieo. Los otros dos refirieron cómo les había dicho Arieo que existían muchos persas de más calidad que él y que no le sufrirían como rey: «Pero si queréis retiraros os invita a que vayáis esta noche; y si no vais, dice que partirá por la mañana.» Clearco dijo: «Eso es lo que debemos hacer: si fuésemos, como decís, y si no, haced lo que os parezca más conveniente.» Lo que pensaba hacer ni aun a éstos lo descubrió.
Después de esto, y a la puesta del sol, llamó a los generales y capitanes y les habló en estos, términos: «Com-pañeros: cuando sacrificaba para marchar contra el rey, las víctimas no se presentaron favorables. Y con fundamento; pues, según me informan ahora, entre nosotros y el rey está el río Tigris, que es preciso atravesar con barcas, cosa que nosotros no podríamos hacer porque carecemos de ellas. Y tampoco es posible permanecer aquí, pues no podemos encontrar los víveres necesarios; en cambio, para ir a juntarnos con los amigos de Ciro las víctimas eran excelentes. Lo que debemos, pues, hacer, es lo siguiente: ahora nos separamos y que cada cual cene lo que tenga; después, cuando se dé con el cuerno el toque de reposo, recoged los bagajes; cuando se dé el segundo toque, cargadlos en las acémilas, y al tercer toque seguid al que guíe, yendo las acémilas del lado del río y la gente armada por la parte de fuera.»
Oído esto, los generales y capitanes se marcharon e hicieron como decía. Y en lo sucesivo Clearco ejerció autoridad de jefe y los demás le obedecieron, no por ha-berlo elegido, sino viendo que él solo sabía disponer las cosas como corresponde a un jefe, mientras los demás carecían de experiencia. (El camino que habían recorrido desde Éfeso de Jonia hasta el lugar de la batalla comprendía noventa y tres jornadas con quinientas treinta y cinco parasangas y dieciséis mil cincuenta estadios; desde el lugar de la batalla hasta Babilonia había, según dijeron, trescientos sesenta estadios.)
Entrada la noche, Miltoquites el tracio, con los jinetes que mandaba, hasta cuarenta, y unos trescientos de la infantería tracia, huyó del campamento y se pasó al rey. Clearco condujo a los demás según las instrucciones dadas, y ellos le siguieron. A eso de medianoche llegaron a la etapa anterior, donde estaba Arieo con su ejército. Y mientras la tropa permanecía en armas y formada, los generales y capitanes de los griegos se presentaron a Arieo, y por un lado los griegos y por otro Arieo y los más principales que le acompañaron juraron que no se harían traición y serían aliados; los bárbaros juraron, además, que guiarían sin engaño. Para estos juramentos sacrificaron un toro, un lobo, un jabalí y un carnero, y haciendo correr la sangre dentro de un escudo, los griegos mojaron en ella las espadas y los bárbaros las lanzas.
Después que se dieron la fe los unos a los otros, dijo Clearco: «Puesto, Arieo, que vosotros y nosotros vamos a ir juntos en esta marcha, dinos lo que piensas acerca de nuestro regreso, si volveremos por donde hemos venido o si conoces algún otro camino más conveniente.» Y Arieo respondió: «Si volviésemos por el mismo camino pereceríamos por completo de hambre. No disponemos ahora de víveres y en las diecisiete etapas próximas no podemos tomar nada ni tampoco de la región en que estamos; donde había algo, ya lo hemos consumido a nuestro paso. Así es que pensamos seguir otro camino, más largo ciertamente, pero en el cual no careceremos de provisiones. Las primeras etapas debemos hacerlas lo más largas posibles, a fin de alejarnos lo más que podamos del ejército del rey; una vez que nos hallemos a dos o tres días de camino ya no podrá el rey cogernos, pues no se aventurará a seguirnos con un pequeño ejército, y con una masa grande no podrá marchar de prisa. Probablemente estará también escaso de provisiones. Esto es —dijo— lo que yo pienso.»
En este plan el único recurso era la fuga, escapando a la persecución del enemigo. Pero el azar condujo a las tropas mucho mejor. Al rayar el día se pusieron en camino, llevando el sol a la derecha y pensando que al ponerse el sol llegarían a unas aldeas en la comarca de Babilonia; y en esto no se equivocaron. Pero ya por la tarde les pareció ver caballería enemiga, y aquellos de los griegos que se habían salido de filas corrieron a formarse; Arieo, que iba sobre un carro porque se encontraba herido, saltó a tierra y se puso la armadura, como hicieron también los que le acompañaban. Pero mientras se armaban vinieron los exploradores que habían sido enviados y dijeron que no era caballería, sino gente que pastoreaba las acémilas. Esto fue indicio para todos de que el rey acampaba en algún lugar cercano; además, se veía salir humo de algunas aldeas no muy distantes.
Clearco entonces no marchó contra el enemigo, porque sabía que sus tropas estaban fatigadas y sin comer y ya era tarde; pero, para que no creyesen los enemigos que huía, no torció el camino, sino que, ya poniéndose el sol, continuó en línea recta y con los soldados que iban a la cabeza acampó en las aldeas más próximas, donde el ejército real lo había saqueado todo, hasta las maderas de las casas. La vanguardia acampó con cierto orden, pero los últimos, llegados ya de noche cerrada, tuvieron que colocarse cada cual donde pudo, e hicieron tal ruido llamándose los unos a los otros, que lo oyeron los enemigos, y aquellos que estaban más próximos huyeron de sus tiendas, como pudo verse al día siguiente; no apareció acémila alguna, ni campamento, ni humo en ningún lugar cercano. El mismo rey, al parecer, había cogido miedo ante el avance del ejército griego. Y lo confirmó con su conducta al día siguiente.
Ya avanzada la noche aquella se produjo también un pánico entre los griegos, con gran tumulto y estruendo, como suele acontecer en casos semejantes. Entonces Clearco mandó a Tolmides, de Elea, el mejor de los heraldos entonces a su lado, que hiciese silencio y prometiese en nombre de los jefes un talento de plata como recompensa para el que denunciase al que hubiera soltado un asno en medio del campamento. Al oír esto comprendieron los soldados que el pánico no tenía fundamento y que los jefes estaban sanos y salvos. Al amanecer mandó Clearco a los griegos que formaran en armas en el orden que tenían el día de la batalla.


III

Lo que antes escribí que el rey estaba aterrorizado por el avance de los griegos pudo entonces verse claramente. El día anterior había enviado a sus mensajeros invitando a los griegos a que entregasen las armas; ahora mandó al salir el sol unos heraldos para pedir treguas. Cuando estos heraldos llegaron a las avanzadas preguntaron por los jefes. Los centinelas anunciaron su llegada, y Clearco, que se encontraba entonces revistando las tropas, les encargó dijesen a los heraldos que aguardasen hasta que tuviese tiempo de recibirlos. Entonces Clearco dispuso el ejército de suerte que, formado en falange bien compacta, ofreciera un aspecto imponente, y ordenó que permanecieran ocultos todos los soldados que no tenían armas. Hecho esto, mandó llamar a los enviados y él se adelantó en persona seguido por los soldados mejor armados y de mejor aspecto, y a los demás generales dijo que hiciesen lo mismo. Cuando llegó junto a los enviados preguntóles qué querían. Ellos respondieron que venían para concertar treguas y estaban autorizados para tratar con los griegos de parte del rey y para transmitir al rey las palabras de los griegos. Clearco respondió: «Anunciadle, pues, que ante todo debemos combatir; no tenemos qué almorzar, y no hay quien se atreva a hablar de treguas a los griegos si no les proporciona almuerzo.» Oído esto, los enviados se marcharon, pero volvieron en seguida, señal de que el rey se encontraba cerca o alguien a quien el rey había encargado que llevase este asunto. Dijeron que al rey le parecía razonable lo que decían y que con ellos venían guías encargados de llevarlos, si se ajustaban las treguas, al sitio donde podrían aprovisionarse. Clearco les preguntó si las treguas serían sólo con aquellos que fuesen y viniesen, de una parte a otra, o si con todos en general. «Con todos —respondieron—, hasta que vuestras proposiciones hayan sido llevadas al rey.» Entonces Clearco mandó que los apartasen de allí y celebró consejo con sus compañeros, quedando decidido que se harían treguas en seguida y marcharían tranquilamente en busca de las provisiones. Y añadió Clearco: «Tal es también mi parecer. Pero no haré público el acuerdo inmediatamente, sino que dejaré pasar algún tiempo para que teman los enviados que rechacemos las treguas; seguramente —añadió— nuestros soldados sentirán el mismo temor.» Cuando pareció que era el momento oportuno declaró que se aceptaban las treguas y mandó los guiasen sin tardanza al sitio del aprovisionamiento.
Ellos guiaron. Clearco, después de hechas las treguas, marchó con el ejército formado en buen orden y se colocó a retaguardia. Por el camino se encontraron con fosos y canales tan llenos de agua que no se podían pasar sin puentes, y con palmeras, unas que hallaron caídas y otras que cortaron, hicieron unos pasos. Allí pudo verse lo bien que sabía mandar Clearco. Teniendo la lanza en la mano izquierda y a la derecha un bastón, si alguien de los destinados a esta labor le parecía trabajaba flojamente, le golpeaba con el palo y elegía otro más activo, al mismo tiempo que él se metía en el barro para ayudar en el trabajo, de suerte que todos sentían vergüenza de no aplicarse del mismo modo. Al principio sólo habían sido destinados a esta tarea los que tenían hasta treinta años; pero, cuando vieron lo que hacía Clearco, prestaron también su ayuda los de más edad. Y Clearco trabajaba con mucho más ardor, sospechando que los fosos no estaban siempre tan llenos de agua, pues aún no era época de regar el campo. Sospechaba que el rey había soltado el agua para que el camino apareciese a los griegos erizado de obstáculos.
Por fin, llegaron a unas aldeas, donde les dijeron los guías que podían aprovisionarse. Había en ellas mucho trigo, vino de palmera, y una bebida ácida sacada de este mismo árbol y cocida. En cuanto a los dátiles, los de tamaño semejante al que tienen en Grecia son abandonados a los esclavos; para los ricos se reservaban otros escogidos, de una belleza y de un tamaño maravillosos y de un color enteramente igual al ámbar amarillo. También los sirven secos como postre. Resultan muy agradables para comer, bebiendo, pero dan dolor de cabeza. Allí comieron también por primera vez los soldados col de palmera, y muchos admiraron su forma y su extraño y agradable sabor; pero también produce dolores de cabeza. La palmera, una vez que le quitan su copete, se seca por completo.
Permanecieron allí tres días, y de parte del gran rey se presentó Tisafernes con el hermano de la mujer del gran rey y otros tres persas; les acompañaban gran número de esclavos. Los generales griegos les salieron al encuentro, y Tisafernes, por medio de un intérprete, les habló de esta suerte: «Griegos: vivo en un país vecino a Grecia, y al veros caídos en grandes y numerosas dificultades pensé que sería para mí una dicha si pudiese pedir al rey que me concediese el conduciros a Grecia sanos y salvos. Y creo que no dejará de agradecérseme tanto por parte vuestra como en general por la de todos los griegos. Con esta idea se lo he pedido al rey; le he dicho que era de justicia el otorgarme tal gracia, ya que fui el primero en anunciarle la expedición de Ciro, trayéndole con la noticia el socorro de mis tropas, y el único también que no huyó entre los que estaban formados contra los griegos, sino que, rompiendo por en medio de vuestras filas, me junté con el rey en vuestro campamento, donde el rey había llegado después de matar a Ciro; y que después, unido a éstos que me acompañan, y que son aquellos en quienes él tiene más confianza, perseguí a los bárbaros de Ciro. Sobre esto me ha prometido el rey que reflexionaría sobre ello; pero me ordenó que viniese a preguntaros por qué motivo habéis marchado contra él. Yo, por mi parte, os aconsejo que respondáis en términos moderados, a fin de conseguir más fácilmente, si puedo, algo bueno en favor de vosotros.»
Oído esto, los griegos, apartándose a un lado, deliberaron, y por boca de Clearco respondieron: «Nosotros no nos hemos reunido con intención de hacer la guerra al rey, ni pensábamos que nuestra expedición se dirigiese contra él. Pero, como tú bien sabes, Ciro supo imaginar diversos pretextos para sorprenderos a vosotros desprevenidos y para conducirnos aquí a nosotros. Más tarde, cuando le vimos en peligro, sentimos vergüenza ante los dioses y ante los hombres de entregarle después de ha-bernos prestado antes a todo el bien que nos había hecho. Muerto Ciro, no disputamos al rey su autoridad, ni tenemos ningún motivo para hacer daño a sus dominios, ni queremos matarle. Sólo pretendemos volver a nuestra patria si nadie nos lo estorba. Pero, si se nos hace daño, procuraremos defendernos con la ayuda de los dioses. En cambio, si se nos favorece, devolveremos los beneficios en la medida de nuestras fuerzas.» Así habló Clearco. Tisafernes, después de escucharle, dijo: «Voy a comunicarle al rey vuestras respuestas y volveré a traeros lo que él diga; hasta mi vuelta subsistirán las treguas y os proporcionaremos mercado.» Al día siguiente no vino y los griegos estaban preocupados. Pero al tercer día se presentó y dijo que había conseguido del rey que le permitiera poner en salvo a los griegos, aunque se habían opuesto muchísimos diciendo que no era digno del rey dejar marcharse a gentes que habían tomado las armas contra él. Y terminó diciendo: «Ahora, pues, podéis tomar de nosotros prendas de que no se os hostilizará en nuestro país y de que os guiaremos sin engaño hasta Grecia, proporcionándoos mercado donde podáis proveeros. Y donde no sea posible comprar os permitiremos que toméis del país las cosas necesarias. Vosotros, por vuestra parte, debéis jurar que marcharéis sin hacer daño, como por país amigo, tomando las cosas de comer y beber cuando no os proporcionemos mercado; pero si os lo proporcionamos compraréis lo que os haga falta.» Puestos de acuerdo en esto, hicieron los juramentos y se dieron mutuamente las manos Tisafernes, el hermano de la mujer del rey y los generales griegos. Entonces dijo Tisafernes: «Ahora me vuelvo al lado del rey, y cuando haya terminado lo que necesito vendré ya con mis equipajes para conduciros a Grecia y marchar yo mismo a mi gobierno.»


IV

Después de esto, los griegos y Arieo aguardaron a Tisafernes acampados los unos cerca de los otros más de veinte días. En este tiempo visitaron a Arieo sus hermanos y otros parientes; también acudieron algunos persas para ver a los que con él estaban y tranquilizarlos; algunos hasta les dieron seguridades en nombre del rey de que éste no les guardaba mala voluntad por haber acompañado a Ciro ni por nada de lo pasado. Después de esto pudo verse claramente que Arieo y los suyos tenían menos atenciones con los griegos; de suerte que la mayor parte de los griegos se sintieron disgustados por tal conducta, y presentándose a Clearco y a los otros generales les dijeron: «¿Por qué permanecemos aquí? ¿Acaso no sabemos que el rey querría sobre todas las cosas aniquilarnos para que los demás griegos tengan miedo de hacer guerra al gran rey? Ahora procura que permanezcamos aquí porque sus tropas están dispersas; pero una vez que las reúna debemos tener por seguro que nos atacará. Acaso está ahora haciendo que abran fosos o levanten muros para hacernos imposible el camino. Lo cierto es que nunca consentirá de buen grado que, llegando nosotros a Grecia, digamos cómo con nuestro corto número vencimos al rey a las puertas de su corte y nos retiramos haciendo burla de su autoridad.» A los que así hablaban les respondió Clearco: «A mí tampoco se me escapa nada de esto. Pero también considero que si nos marchamos ahora parecerá que vamos en son de guerra y que violamos las treguas. Además, nadie nos venderá víveres, ni tendremos de dónde proveernos; nadie nos servirá de guía. Por otra parte, si tomamos este partido, Arieo se apartará de nosotros, de suerte que no nos quedará ningún amigo y los que antes lo eran se convertirán en enemigos. No sé si tenemos que atravesar algún otro río, pero sí sabemos que el Éufrates es imposible de pasar si lo quieren impedir los enemigos. Y si fuese preciso combatir no disponemos de caballería aliada; en cambio, la tienen muy numerosa y buena los enemigos; de suerte que si salimos vencedores no podremos matar a nadie, y si resultamos derrotados estamos perdidos sin remedio. Yo por mi parte, si el rey, que dispone de tantos elementos, quiere aniquilarnos, no alcanzo a ver por que razón habla de prestar juramentos, darnos seguridades y tomar en falso por testigos a los dioses, haciendo sospechosa su palabra lo mismo a los griegos que a los bárbaros.» Y añadió otras muchas razones parecidas.
En esto llegó Tisafernes con sus tropas como para volver a su gobierno, y también Orontes con las suyas. Éste llevaba, además, a la hija del rey, que había obtenido en matrimonio. Partieron, pues, de allí guiados por Tisafernes, que les proporcionaba, además, ocasión de comprar las provisiones necesarias. También se puso en marcha Arieo al frente del ejército bárbaro de Ciro; iba con Tisafernes y Orontes y acampaba con ellos, y los griegos, desconfiando de todos, marchaban aparte conducidos por sus guías. Acampaban siempre a distancia de una parasanga o menos, y unos y otros ponían centinelas como si fuesen enemigos, cosa que producía sospechas. Algunas veces, cuando se encontraban buscando leña o recogiendo forraje y otras cosas, se golpeaban mutuamente, y esto aumentaba la enemiga. Después de tres etapas llegaron al llamado muro de Media y lo pasaron. Estaba constituido con ladrillos cocidos y asentados en asfalto, medía veinte pies de ancho por cien de alto; según dijeron, se extendía por espacio de veinte parasangas y se hallaba a corta distancia de Babilonia.
Desde allí recorrieron ocho parasangas en dos jornadas y atravesaron dos canales, uno sobre un puente fijo y el otro sobre uno hecho con siete barcas. Estos canales salen del río Tigris y de ellos se derivan acequias que riegan la comarca; las primeras son grandes, pero después se van haciendo cada vez más pequeñas, hasta convertirse en regueras como las que se usan en Grecia para el mijo. Por fin llegaron al río Tigris; cerca de él se encontraba una ciudad grande y de población numerosa llamada Sitaca y distante del río quince estadios. Los griegos pusieron sus tiendas junto a ella, cerca de un parque grande y hermoso lleno de toda clase de árboles. Los bárbaros pasaron el río y no se les podía ver.
Después de la cena estábanse paseando por delante del campamento Próxeno y Jenofonte. En esto llegó un hombre y preguntó a los centinelas de las avanzadas dónde podría ver a Próxeno o a Clearco; por Menón no preguntó, y eso que venía de parte de Arieo, el amigo de Menón. Al declarar Próxeno que él era a quien buscaba, el hombre dijo: «Vengo de parte de Arieo y de Artaozo, que gozaron de la confianza de Ciro y que a vosotros os tiene buena voluntad. Os aconsejan, pues, que tengáis cuidado, no sea que os ataquen por la noche los bárbaros: hay un ejército numeroso en el parque cercano. También os aconsejan que enviéis un destacamento al puente que cruza el río Tigris, pues Tisafernes piensa cortarlo esta noche si puede, a fin de que no paséis y quedéis cogidos en medio del canal y del río.» Al oír esto lo llevaron a Clearco y refirieron a éste lo que el hombre decía. Clearco se puso muy turbado y dio muestras de que le atemorizaba la noticia. Entonces un muchacho que se encontraba entre los presentes reflexionó y dijo que no se conciliaban bien el ataque y la ruptura del puente: «porque, si atacan, o vencen o serán vencidos. Si vencen, ¿para qué cortar el puente? Por muchos puentes que hubiese no podríamos salvarnos huyendo a ningún sitio, y si nosotros vencemos, no podrán ellos huir a ninguna parte si ha sido cortado el puente; como tampoco podrían auxiliarles las numerosas tropas acampadas al otro lado del río.»
Al oír esto Clearco preguntó al enviado qué espacio podría haber entre el Tigris y el canal. El otro contestó que había una extensa zona y que en ella existían muchas aldeas y ciudades importantes. Esto hizo ver claramente que los bárbaros habían mandado bajo cuerda a aquel hombre, temerosos de que los griegos, cortando el puente, se quedasen en la isla defendida de un lado por el Tigris y del otro por el canal, disponiendo de todo lo necesario, puesto que la tierra era fértil y extensa, y ellos podrían muy bien cultivarla; además, temían se convirtiese en sitio de refugio para quienes quisieran hacer daño al rey.
Después de esto se fueron todos a dormir, aunque no sin enviar antes un destacamento para la vigilancia del puente. Y según refirieron los centinelas, no les atacó nadie, ni por los alrededores del puente se presentó ningún enemigo. Al rayar el día atravesaron el puente, formado por treinta y siete barcas, tomando todas las precauciones, pues algunos griegos que servían a las órdenes de Tisafernes habían anunciado que los atacarían cuando estuvieran pasando; pero sólo apareció Glun, que, acompañado de alguna escolta, vino a ver si pasaban, y cuando se cercioró de que así lo hacían picó espuelas a su caballo y desapareció con su gente.
Pasado el Tigris, recorrieron veinte parasangas en cuatro etapas, hasta llegar al río Fisco, que tiene de ancho un pletro y es atravesado por un puente. Allí se alzaba una ciudad grande llamada Opis, cerca de la cual se encontró con los griegos el hermano bastardo de Ciro y de Artajerjes que venía de Susa y de Ecbatana con un gran ejército en socorro del rey, y mandando detenerse a su ejército se puso a contemplar el paso de los griegos. Clearco, que mandaba a la cabeza, hizo desfilar a sus tropas de dos en fondo, mandándoles pararse de cuando en cuando. Cada vez que se detenía la vanguardia del ejército era forzoso que se detuviera también el resto; de suerte que hasta a los mismos griegos les parecía enorme el ejército, y el persa, que contemplaba el desfile, se quedó asombrado.
Desde allí recorrieron treinta parasangas en seis etapas a través de los desiertos de Media y llegaron a las aldeas de Parisátile, la madre de Ciro y del rey. Tisafernes, por escarnio a Ciro, permitió a los griegos que las saquearan, prohibiéndoles tan sólo que hiciesen esclavos. Había en ellas mucho trigo, ganado y otras muchas cosas. Desde allí recorrieron veinte parasangas en cuatro etapas por un país desierto y con el río Tigris a la izquierda. En la primera etapa apareció al otro lado del río una ciudad grande y floreciente llamada Cenas, cuyos habitantes trajeron panes, quesos y vino sobre balsas hechas con pieles.


V

Después llegaron al río Zapata, que tiene de ancho cuatro pletros. Allí permanecieron tres días. Y durante ellos hu-bo muchas sospechas; pero no apareció ninguna señal clara de traición. Clearco entonces decidió entrevistarse con Tisafernes para disipar las sospechas antes de que terminasen en guerra abierta. Y le envió a decir que deseaba verse con él. Tisafernes le invitó a venir sin tardanza. Una vez juntos, Clearco habló en estos términos: «Yo, Tisafernes, sé por una parte que hemos hecho juramento y nos hemos dado las manos en prenda de que no nos haríamos daño los unos a los otros. Pero por otra veo que te guardas de nosotros como si fuésemos enemigos, y también nosotros al ver esto nos guardamos. Y puesto que por más que examino la cosa no puedo descubrir que tú intentes hacernos daño, y por nuestra parte estoy bien seguro de que no hemos pensado siquiera en nada semejante, me pareció bien venir a conversar contigo para ver si podemos disiparnos nuestra mutua desconfianza. A muchos he visto que por calumnias o sospechas, queriéndose adelantar al daño que temían, hicieron daños irreparables a quienes no tenían ni el pensamiento ni la intención de hacerles mal ninguno. Pensando, pues, que una conversación es el medio más propio para terminar con estos equívocos, vengo con propósito de mostrarte cómo no tienes razón en desconfiar de nosotros. Ante todo y sobre todo, los juramentos que hemos hecho ante los dioses impiden que seamos enemigos. Jamás consideraré feliz al hombre cuya conciencia se siente culpable de haber despreciado a los dioses. Porque si ellos nos hacen la guerra, ¿con qué velocidad podremos escapar a sus iras? ¿En qué lugar sombrío podremos ocultarnos? O ¿qué fortaleza nos servirá de asilo? Todas las cosas, todos los lugares, están sujetos a los dioses, que en todo ejercen igualmente su imperio. Tal es mi manera de pensar sobre los dioses y sobre los juramentos, en los cuales hemos fundado nuestra amistad; pero, aun ateniéndonos a consideraciones humanas, en las circunstancias actuales considero que tú eres para nosotros el mayor de los bienes. Contigo todo camino está abierto, todo río es vadeable y no hay que temer la falta de víveres; sin ti todo camino es tenebroso, porque lo ignoramos; todo río difícil de pasar, toda muchedumbre motivo de espanto, y más espantosa aún la soledad: en ella son de temer las mayores privaciones. Y si arrastrados por el furor te diésemos muerte, lo único que conseguiríamos es haber muerto a nuestro bienhechor, para vernos después obligados a luchar con el rey mismo, el más temible adversario. Ahora voy a decirte de qué esperanzas me privaría yo mismo si intentase hacerte algún daño. Si he deseado la amistad de Ciro fue porque pensaba que éste era entonces el colocado en mejor situación para hacer bien a quien quisiere. Y ahora veo que tú tienes las fuerzas y las comarcas de Ciro sin perder el gobierno que ya tenías, y que las fuerzas del rey que combatieron con Ciro están asimismo a tu disposición. Siendo así las cosas, ¿quién sería tan insensato que no quisiese ser amigo tuyo? Pero, además, voy a decirte por qué tengo la esperanza de que tú querrás también ser amigo nuestro. Sé que los misios os están inquietando y pienso que con la fuerza aquí reunida podremos reducirlos a vuestro dominio. Lo mismo digo de los pisidas y he oído hablar de otros muchos pueblos, los cuales pienso que dejarían de turbar la prosperidad de vuestro imperio. Y en cuanto a los egipcios, contra los cuales no ignoro que estáis particularmente irritados, no veo qué otras fuerzas podríais utilizar para castigarlos con ventaja sobre las mías. Y si entre los pueblos que te rodean quisieras mostrarte amigo con alguno, nadie podría hacerlo mejor que tú, o si otro te molestase, te impondrías como dueño y señor si nos tienes a tus órdenes, nosotros que te serviríamos no sólo por la soldada, sino también por el justo agradecimiento que a causa de nuestra salvación te deberíamos. Considerando, pues, yo todas estas cosas, me parece tan extraña tu desconfianza hacia nosotros que me gustaría vivamente saber cómo se llama el hombre cuyas palabras han logrado convencerte de que nosotros conspirábamos contra ti.»
Así habló Clearco; Tisafernes le respondió en estos términos:
«Me regocija, Clearco, el oír de tus labios razones tan discretas. Y conforme en ellas contigo, si supiese que meditabas algo contra mí pensaría que te perjudicabas a ti mismo. Escúchame, pues, ahora y te convencerás de cómo tampoco vosotros tendríais razón en desconfiar del rey o de mí. Si hubiéramos querido destruiros, ¿piensas que nos hubiese faltado infantería, caballería o armamento para haceros daño sin riesgo de que vosotros pudieseis devolvérnoslo? ¿Piensas que nos hubieran faltado sitios a propósito para atacaros? ¡Cuántas llanuras no vais trabajosamente atravesando que nos son amigas! ¡Cuántas montañas no os esperan que podemos nosotros ocupar de antemano y cerraros el camino! ¡Cuántos ríos a cuyo paso somos dueños de limitar vuestro número antes de combatiros! Y hasta algunos hay que no podríais atravesar de ningún modo si no os pasásemos nosotros. Pero, aun suponiendo que todos estos medios nos fallaran, el fuego, al menos, bastaría para destruir todos los frutos, y sólo con encenderlo os pondríamos frente a un enemigo con el cual no podríais luchar por muy valientes que fueseis. ¿Cómo, pues, disponiendo de tantos caminos para haceros la guerra, y todos ellos sin ningún peligro, ha-bríamos de elegir este procedimiento, el único que es impío ante los dioses y vergonzoso ante los hombres? Sólo quienes carecen de todo otro recurso, los que se ven apresados por la necesidad y, además, son malos, pueden pensar en conseguir algo violando los juramentos hechos ante los dioses y la fe dada a los hombres. No somos nosotros, Clearco, ni tan insensatos ni tan necios. ¿Por qué, pues, pudiendo destruiros no lo hemos intentado? La causa, sabedlo bien, es mi deseo de inspirar confianza a los griegos y volver con mayor poder a mi gobierno por haberme ganado con mis beneficios esas mismas tropas extranjeras en las cuales Ciro sólo confiaba por haberlas tomado a sueldo. Y en cuanto a las cosas en que me podréis ser útiles unas ya las has dicho tú; pero lo más importante, a mi juicio, es esto: sólo el rey puede llevar derecha la tiara sobre su cabeza; mas, con vuestro concurso, otro la podría llevar fácilmente sobre el corazón.»
Clearco, creyendo sinceras estas palabras, le respondió: «Puesto que tantos motivos tenemos para ser amigos, ¿no te parece que quienes intentan con sus calumnias hacernos enemigos son merecedores de los más duros suplicios?» «Por mi parte —dijo Tisafernes—, si vosotros, generales y capitanes, queréis venir a verme, yo diré claramente quiénes son los que me dicen que estáis conspirando contra mí y contra mi ejército.» «Yo los llevaré a todos —dijo Clearco— y también declararé de dónde me vienen noticias acerca de ti.»
Después de tales razonamientos, Tisafernes, lleno de atenciones para con Cleareo, le suplicó se quedase y lo invitó a su mesa. Al día siguiente, Clearco, llegado al campamento, dio claros indicios de creer en las amistosas disposiciones de Tisafernes y refirió lo que éste le había dicho. Añadió que los invitados por Tisafernes debían acudir a verle y que aquellos de los griegos que fuesen convencidos de calumnia deberían ser castigados como culpables de traición y de mala voluntad hacia sus compatriotas. Sospechaba que el autor de las calumnias era Menón; pues sabía que en compañía de Arieo había estado hablando con Tisafernes y que trataba de formar un partido, conspirando contra él para apoderarse de todo el ejército y hacerse amigo de Tisafernes. Por su parte, Clearco quería ganarse la buena opinión de todo el ejército y desembarazarse de los que le molestaban. Algunos de los soldados advirtieron que no debían ir todos los capitanes y generales ni fiarse de Tisafernes. Pero Clearco insistió enérgicamente hasta conseguir que fuesen cinco generales y veinte capitanes. Les acompañaron también unos doscientos soldados so color de ir a comprar provisiones.
Cuando llegaron a las puertas de Tisafernes fueron invitados a entrar los generales: Próxeno, de Beocia; Me-nón, de Tesalia; Agias, de Arcadia; Clearco, de Lacedemonia, y Sócrates, de Acaya; los capitanes permanecieron a la puerta. No mucho tiempo después, y en la misma señal, los que estaban dentro fueron presos y los que se hallaban fuera asesinados. Hecho esto, algunos jinetes bárbaros se pusieron a correr por la llanura matando a todos los que encontraban del ejército griego, ya fuesen libres, ya esclavos. Los griegos, al ver desde el campamento estas carreras, estaban asombrados y no sabían qué pensar de ellas. Por fin se presentó huyendo Nicarco, de Arcadia, herido en el vientre y sosteniéndose las entrañas con las manos, y dijo todo lo que había ocurrido.
Entonces los griegos, llenos de confusión, corrieron todos a las armas, esperando que los enemigos caerían en seguida sobre el campamento. Pero no se presentó la masa del ejército, sino tan sólo Arieo, Artaozo y Mitrídates, que eran los más íntimos de Ciro; también dijo el intérprete de los griegos que veía y conocía entre ellos al her-mano de Tisafernes; les acompañaban asimismo hasta trescientos persas revestidos de corazas. Cuando llegaron cerca pidieron que si quedaba entre los griegos algún general o capitán se aproximara a fin de comunicarle lo que el rey les había encargado. Entonces salieron con precauciones los generales griegos Cleanor, de Orcómeno, y Soféneto, de Estinfalia, y con ellos Jenofonte, de Atenas, para saber lo que había sido de Próxeno. Quirísofo no se encontraba en el campamento, pues había ido con otros a una aldea para traer provisiones.
Cuando llegaron al alcance de la voz, dijo Arieo:
«Griegos: Clearco, convicto de haber faltado a los juramentos y violado las treguas, ha sido muerto, sufriendo la pena que merecía; pero Próxeno y Menón, que denunciaron los manejos del lacedemonio, están muy honrados. A vosotros el rey os pide que le entreguéis las armas; dice que son suyas, pues pertenecieron a Ciro, su vasallo.» A esto respondieron los griegos, por boca de Cleanor el orcomenio: «¡Oh tú, el más malvado de los hombres, Arieo, y vosotros, todos los que fuisteis amigos de Ciro, ¿no os avergüenza ante los dioses y ante los hombres que, después de habernos jurado que tendríais los mismos amigos y enemigos, nos hacéis traición con Tisafernes, el hombre más impío y más perverso, y después de haber asesinado a los mismos hombres con quienes habíais hecho los juramentos y de habernos traicionado, venís a nosotros con nuestros enemigos?» Arieo contestó: «Los manejos de Clearco eran hace tiempo conocidos por Tisafernes y por todos los que estaban con él.» A esto le dijo Jenofonte: «Si Clearco, faltando a los juramentos, ha violado las treguas, ya tiene su pena; justo es que perezcan los que juran en falso. Pero, puesto que Próxeno y Menón se han portado bien con vosotros y son nuestros generales, enviádnoslos aquí; no hay duda de que siendo amigos de los unos y de los otros procurarán aconsejarnos lo más convenientemente, tanto a vosotros como a nosotros.» Entonces los bárbaros, después de hablar entre sí mucho tiempo, se marcharon sin responder nada.


VI

Presos de este modo, los generales fueron conducidos al rey y se les dio muerte cortándoles las cabezas. Entre ellos Clearco era considerado por todos los que le trataron como hombre de las más extremadas condiciones militares y de una desmedida afición a la guerra. Mientras la hubo entre los lacedemonios y los atenienses, tomó parte en ella. Hecha la paz, convenció a su ciudad de que los tracios estaban haciendo daño a los griegos, y obteniendo como pudo de los éforos los elementos necesarios se dio a la vela con intención de hacer la guerra a los tracios que habitaban por encima del Quersoneso y de Perinto. Y como ya estando fuera cambiaron de parecer los éforos, y trataban de hacerle volver al Istmo, él no les obedeció, sino que continuó navegando hacia el Helesponto. Entonces los magistrados de Esparta le condenaron a muerte por desobediencia. Y él, imposibilitado de volver a su patria, se presentó a Ciro. Ya queda escrito en otra parte de qué razones se sirvió para ganar la voluntad de Ciro, el cual, por último, le concedió diez mil daricos. Clearco, lejos de llevar con esta suma una vida ociosa, la utilizó para reunir un ejército, con el cual hizo la guerra a los tracios, los venció en una batalla y saqueó el país, continuando la guerra hasta que Ciro tuvo necesidad del ejército. Entonces marchó para ayudarle en la guerra que emprendía. Me parece que estas dos cosas son indicio de un hombre aficionado a la guerra: pudiendo disfrutar de la paz sin desdoro ni perjuicio, prefiere la lucha; pudiendo vivir sosegadamente, quiere pasar trabajos en medio de las batallas; pudiendo gozar sin peligro de sus riquezas, prefiere disminuirlas haciendo la guerra. Clearco gustaba de gastar en guerras como si fuese en amoríos o en otro placer cualquiera: tan viva afición les tenía.
Su temperamento militar se revelaba en la pasión que sentía por los peligros, en la energía con que marchaba contra el enemigo, lo mismo de día que de noche, y en la prudencia con que sabía salir de los peligros, según afirmaban todos cuantos estuvieron a su lado. También se reconocían sus cualidades para el mando, hasta donde era posible en un hombre de carácter como el suyo. Nadie sabía como él tomar las medidas convenientes para que su ejército no careciese de las cosas necesarias y predisponerlas acertadamente; nadie tampoco como él para imponer su autoridad a los que le rodeaban. Lo conseguía por su carácter duro y, además, por su aspecto, que infundía miedo, y su voz áspera. Siempre castigaba con severidad, algunas veces con cólera, hasta el punto de arrepentirse más tarde en ocasiones. Esta dureza era en él un principio, pues pensaba que un ejército sin disciplina no sirve para nada. Según contaban se le había oído decir que el soldado debía temer más al jefe que a los enemigos; sólo así podía conseguirse que vigilase atentamente, no saquease los países amigos y marchase intrépido contra el enemigo. Por eso en los momentos peligrosos todos se prestaban a obedecerle ciegamente y no querían otro jefe; entonces, según decían, la dureza de su aspecto terrible ponía alegres los rostros de los otros, y su severidad parecía fortaleza contra los enemigos, de suerte que, lejos de parecerles duro, veían en él su salvación. Pero cuando salían del peligro y era posible pasar a las órdenes de otros jefes, muchos le abandonaban. No tenía, en efecto, nada de amable, y como siempre se mostraba duro y cruel, los soldados se sentían en su presencia como niños ante el maestro. Por eso nunca le siguió nadie por amistad o por simpatía; pero sabía hacerse obedecer puntualmente de aquellos que, ya por obligarles su patria, ya por su propio interés o por una necesidad cualquiera, se veían obligados a colocarse bajo sus órdenes. Por eso una vez que principiaron a vencer bajo su mando a los enemigos, este carácter fue causa poderosa de que se hiciesen unos excelentes soldados: a la bravura en el ataque unían la disciplina, que observaban por temor a sus castigos. Tales eran sus cualidades como jefe; decíase en cambio, que no gustaba de ser mandado por otros. Tenía cuando murió unos cincuenta años.
Próxeno, de Beocia, sintió desde muchacho el deseo de hacerse apto para llevar a cabo grandes empresas, y llevado por esta pasión pagó a Gorgias de Leontino para que le diese lecciones. Después de pasar algún tiempo en su escuela, creyendo que ya se hallaba en condiciones de mandar y de corresponder dignamente a los beneficios que le hicieran los poderosos, se puso al servicio de Ciro para ésta empresa: pensaba que en ella podría adquirir un gran nombre, grandes fuerzas y muchas riquezas. Pero, aunque deseaba con ardor todas estas cosas, también era patente que no hubiese querido obtener ninguna de ellas recurriendo a injusticias; creía que era preciso alcanzarlas por medios justos y honorables y sólo por ellos. Sabía muy bien mandar a la gente de suyo honrada; pero no era capaz de inspirar a los soldados ni reverencia ni miedo, y hasta sentía él más respeto ante los soldados que ellos ante él. Se le notaba que temía hacerse odioso a los soldados más que éstos al desobedecerle. Creía que para ser un buen jefe y parecerlo bastaba con elogiar al que se conducía bien y no elogiar al que había hecho algo malo. Por eso, los que eran buenos le tenían afecto; pero los malos maquinaban contra él, teniéndole por fácil de engañar. Se hallaba, cuando murió, por los treinta años.
Menón, de Tesalia, dejaba ver claramente sus vivos deseos de riquezas; si deseaba mandar era para adquirirlas más abundantes, y si ambicionaba honores era para obtener más beneficios. Buscaba la amistad de los más poderosos con el fin de que sus atropellos quedaran impunes, y para realizar sus deseos le parecía que el camino más corto era el perjurio, la mentira y el engaño; una conducta sencilla y recta le parecía pura necedad. Era evidente que no tenía afecto a nadie, y aun contra aquel de quien se decía amigo tramaba abiertamente sus enredos. Nunca hacía burla de ningún enemigo, pero cuando hablaba con los suyos se burlaba siempre de todos. Se guardaba muy bien de atentar contra los bienes de sus enemigos, pues consideraba difícil de tomar lo que pertenece a gentes puestas en guardia. Pero en cambio pensaba, opinión singularísima, que las riquezas de los amigos son las más fáciles de coger, por estar ellos desprevenidos. Si sabía que alguno era lo suficiente malvado para faltar a sus juramentos, le temía por considerarle bien armado; pero de los piadosos y sinceros pretendía servirse como si no fuesen hombres.
Así como otros se vanaglorian de su piedad, franqueza y honradez, así se vanagloriaba Menón de saber engañar, de inventar embustes y de burlarse de sus amigos. Al que no era un granuja lo tenía por hombre rústico e ignorante. Y cuando aspiraba a ser el primero en la amistad de alguien creía que la mejor manera de conseguirlo era calumniar a los que ya ocupaban aquel puesto. Se procuraba la obediencia de los soldados haciéndose cómplice de sus atropellos, y pretendía que le honrasen y sirviesen mostrando que podía hacer más daño que nadie y estaba dispuesto a ello. Si alguien se apartaba de su servicio, decía que ya era un beneficio por su parte el no haberle aniquilado cuando lo tenía a sus órdenes.
Cabe engañarse en las cosas que estaban ocultas; pero hay otras que las sabe todo el mundo. Así cuando todavía era un guapo muchacho, obtuvo de Aristipo que lo hiciese general de las tropas extranjeras. Y con el bárbaro Arieo, que gustaba de los bellos muchachos, estuvo también en la mayor intimidad durante sus años juveniles, y él mismo, cuando aún no tenía pelo de barba, tuvo estrechas relaciones con Taripas, que ya era mayor. Cuando los generales griegos que habían marchado con Ciro contra el rey sufrieron la muerte, él escapó a la sentencia a pesar de haber hecho lo mismo que los otros. Pero murió más tarde condenado, no como Clearco y los otros generales a perder la cabeza, muerte que parece ser la más rápida, sino después de grandes suplicios con los que le castigó el rey, según se dice, como a hombre malo que era.
Agias, de Arcadia, y Sócrates, de Acaya, murieron también. Nadie pudo decir de ellos que fueron cobardes en la guerra ni poner tacha a su amistad. Ambos andaban por los treinta y cinco años.



[1] Las partes puestas entre corchetes son consideradas como interpolaciones.
[2] Escudos pequeños que usaba la infantería ligera.
[3] Entre diez y una del día.

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