[En el libro precedente
se ha referido cómo
reunió Ciro las tropas griegas
cuando decidió marchar contra su hermano Artajerjes, las cosas que ocurrieron
durante la expedición, las peripecias del combate, cómo murió Ciro y cómo los griegos, vueltos a los reales, descansaron creyendo que habían vencido a
sus enemigos y que Ciro estaba vivo.][1]
Al clarear el día se
reunieron los generales y estaban maravillados de que Ciro no les hubiese
enviado a nadie para indicarles lo que debían hacer ni se hubiese presentado él
en persona. Decidieron, pues, cargar los bagajes y avanzar armados hasta
encontrar a Ciro. Ya principiaban a moverse y el sol iba saliendo, cuando
llegaron Procles, gobernador de la Teutrania, descendiente del lacedemonio
Demarato, y Glun, hijo de Famo. Estos dijeron que Ciro había muerto y Arieo
huido, y que se encontraba con los demás bárbaros en la etapa de donde la
víspera habían partido. Desde allí les mandaba a decir que les esperaría todo
aquel día, si pensaban ir, pero que al siguiente se volvería a Jonia, de donde
había venido. Al oír esto los generales y al saberlo los demás griegos se apenaron
mucho. Y Clearco dijo estas palabras: «¡Ojalá viviera Ciro!, mas, puesto que ha
muerto, decid a Arieo que hemos vencido al rey y que, como veis, nadie nos
presenta combate; si no hubierais venido vosotros ha-bríamos marchado
seguramente contra el rey. También prometemos a Arieo que si viene a nosotros
lo sentaremos en el trono del rey; pues son los vencedores los que deben tener
el mando». Dicho esto despachó a los mensajeros y con ellos a Quirísofo el
lacedemonio y a Menón el tesalo, éste a petición propia, pues era amigo y huésped
de Arieo.
Marcharon éstos y
Clearco se quedó esperando. El ejército se procuraba vituallas como podía,
matando bueyes y asnos de los que llevaban los bagajes. Leña encontraban
apartándose un poco de la falange, en el lugar donde se había dado la batalla;
había allí muchas flechas que los griegos habían obligado a abandonar a los
tránsfugas del ejército real, y escudos de mimbre y de madera como llevan los
egipcios; había también gran número de peltas[2]
y carros abandonados. Con todo esto cocieron las carnes y comieron aquel día.
Ya era próximamente la
hora en que la plaza estaba llena[3]
cuando se presentaron unos heraldos de parte del rey y de Tisafernes, todos
ellos bárbaros a excepción de uno, Falino, que era griego y estaba al servicio
de Tisafernes, cuya estimación disfrutaba; se hacía pasar, en efecto, por muy
entendido en la organización militar y en los combates. Adelantáronse estos
heraldos y llamando a los jefes de los griegos les dijeron que el rey les
mandaba que, pues él era vencedor y había muerto a Ciro, entregasen las armas y
se presentasen ante las puertas de su palacio a esperar si se les podía
favorecer en algo. Esto dijeron los heraldos del rey, y los griegos se
indignaron al oírlo; pero Clearco contestó en breves términos que no
correspondía a los vencedores el entregar sus armas. «Pero contestad vosotros,
generales —acabó diciendo—, a estos hombres lo que os plazca más conveniente.
Yo volveré enseguida.» Le había llamado uno de los servidores para que viese
las entrañas ya sacadas de las víctimas, pues estaban sacrificando. Entonces
Cleanor el arcadio, que era el de más edad entre ellos, les respondió que antes
morirían que entregar las armas. Y Próxeno el tebano: «Una cosa —dijo— me tiene
suspenso, Falino: ¿pide el rey las armas como quien está en situación de
exigirlo o como señal de amistad? Si como lo primero, ¿por qué en lugar de
pedirlas no viene a tomarlas? Y si pretende persuadirnos amistosamente a que se
las demos, dígase a los soldados los beneficios que obtendrán si acceden a la
demanda.» A esto replicó Falino: «El rey se tiene por vencedor, puesto que ha dado
muerte a Ciro. Porque, ¿quién hay que le dispute el trono? Y hasta a vosotros
mismos os considera como cosa suya, pues os encontráis en medio de sus dominios
y dentro de ríos no vadeables, y que puede conducir contra vosotros tal multitud
de hombres que aunque se dejasen matar no lo podríais hacer.» En esto intervino
Teopompo, de Atenas, diciendo: «Como ves, Falino, los únicos bienes que tenemos
ahora son nuestras armas y nuestro valor. Mientras tengamos las armas pensamos
que no ha de faltarnos el valor; pero si las entregamos perderías también nuestras
vidas. No pienses, pues, que os vayamos a entregar los únicos bienes que
poseemos; al contrario, con ellas podremos también combatir por nuestros
intereses.» Al oír esto rióse Falino y dijo: «Muchacho, hablas como un filósofo
y lo que dices no deja de tener gracia. Pero, no lo dudo, serías un tonto si
creyeses que con vuestro valor podéis triunfar de las fuerzas del rey.» También
se contó que habían hablado algunos otros procurando suavizar las cosas de suerte
que, así como habían ganado la confianza de Ciro, pudiesen conquistar el
aprecio del rey si éste quería ser amigo y utilizarlos en cualquiera otra empresa,
acaso en una expedición contra Egipto para ayudar a sometérselo.
En esto llegó Clearco y
preguntó si ya habían dado la respuesta. Pero Falino interrumpió diciendo:
«Estos, Clearco, cada uno dice lo suyo; dinos tú lo que piensas.» Y él dijo:
«Yo, Falino, te he visto con gusto y pienso lo mismo que todos los otros. Eres
griego, como nosotros todos los que ves, y puesto que nos hallamos en el trance,
te pedimos consejo acerca del partido que debemos tomar sobre lo que dices. Por
los dioses te conjuro que nos aconsejes aquello que te parezca ser lo mejor y
más conveniente, cosa que te honrará en lo venidero cuando se diga que Falino,
enviado por el rey para invitar a los griegos a que entregasen las armas, tomó
parte en sus deliberaciones aconsejándoles tal resolución. Bien conoces que
forzosamente se ha de saber en Grecia aquello que nos aconsejes.» Clearco se
insinuaba de este modo con intención de que el mismo enviado del rey aconsejase
que no entregaran las armas y con ello estuviesen los griegos más esperanzados.
Pero Falino se esquivó contestando contra lo que el otro esperaba: «Si entre
mil probabilidades tenéis una sola de salvaros luchando contra el rey, yo os
aconsejo que no entreguéis las armas; pero, si no hay esperanza alguna de
salvación yendo contra la voluntad del rey, os aconsejo que os salvéis como sea
posible.» A esto replicó Clearco: «Bien, ésta es tu opinión. De nuestra parte
di lo siguiente: que, si hemos de ser amigos del rey, valdremos mucho más
teniendo las armas que dándoselas a otro; y que, si hemos de combatir, mejor es
combatir teniendo las armas que dándoselas a otro.» Y Falino dijo: «Así lo
diremos. Pero el rey nos ha encargado, además, os dijésemos que si permanecéis
en este sitio os concederá treguas, pero que si avanzáis, o retrocedéis os hará
la guerra. Decid, pues, acerca de esto, si permaneceréis quietos y habrá
treguas, o si anuncio que os consideráis como enemigos.» Clearco le respondió:
«Pues sobre este punto anuncia que pensamos lo mismo que el rey.» «¿Y qué es
eso mismo?», dijo Falino. Y le contestó Clearco: «Si permanecemos quietos,
treguas, y si avanzamos o retrocedemos, guerra.» Y de nuevo preguntó el otro:
«¿Anuncio treguas o guerra?» Pero Clearco dio la misma respuesta: «Treguas si
permanecemos quietos, guerra si avanzamos o retrocedemos.» Y no dejó traslucir
lo que pensaba hacer.
II
Falino y sus compañeros
se marcharon. De los que habían ido al campamento de Arieo volvieron Procles y
Quirísofo; Menón permaneció al lado de Arieo. Los otros dos refirieron cómo les
había dicho Arieo que existían muchos persas de más calidad que él y que no le
sufrirían como rey: «Pero si queréis retiraros os invita a que vayáis esta
noche; y si no vais, dice que partirá por la mañana.» Clearco dijo: «Eso es lo
que debemos hacer: si fuésemos, como decís, y si no, haced lo que os parezca
más conveniente.» Lo que pensaba hacer ni aun a éstos lo descubrió.
Después de esto, y a la
puesta del sol, llamó a los generales y capitanes y les habló en estos,
términos: «Com-pañeros: cuando sacrificaba para marchar contra el rey, las
víctimas no se presentaron favorables. Y con fundamento; pues, según me
informan ahora, entre nosotros y el rey está el río Tigris, que es preciso
atravesar con barcas, cosa que nosotros no podríamos hacer porque carecemos de
ellas. Y tampoco es posible permanecer aquí, pues no podemos encontrar los
víveres necesarios; en cambio, para ir a juntarnos con los amigos de Ciro las
víctimas eran excelentes. Lo que debemos, pues, hacer, es lo siguiente: ahora
nos separamos y que cada cual cene lo que tenga; después, cuando se dé con el
cuerno el toque de reposo, recoged los bagajes; cuando se dé el segundo toque,
cargadlos en las acémilas, y al tercer toque seguid al que guíe, yendo las
acémilas del lado del río y la gente armada por la parte de fuera.»
Oído esto, los
generales y capitanes se marcharon e hicieron como decía. Y en lo sucesivo
Clearco ejerció autoridad de jefe y los demás le obedecieron, no por ha-berlo
elegido, sino viendo que él solo sabía disponer las cosas como corresponde a un
jefe, mientras los demás carecían de experiencia. (El camino que habían
recorrido desde Éfeso de Jonia hasta el lugar de la batalla comprendía noventa
y tres jornadas con quinientas treinta y cinco parasangas y dieciséis mil
cincuenta estadios; desde el lugar de la batalla hasta Babilonia había, según dijeron,
trescientos sesenta estadios.)
Entrada la noche,
Miltoquites el tracio, con los jinetes que mandaba, hasta cuarenta, y unos
trescientos de la infantería tracia, huyó del campamento y se pasó al rey.
Clearco condujo a los demás según las instrucciones dadas, y ellos le
siguieron. A eso de medianoche llegaron a la etapa anterior, donde estaba Arieo
con su ejército. Y mientras la tropa permanecía en armas y formada, los
generales y capitanes de los griegos se presentaron a Arieo, y por un lado los
griegos y por otro Arieo y los más principales que le acompañaron juraron que
no se harían traición y serían aliados; los bárbaros juraron, además, que
guiarían sin engaño. Para estos juramentos sacrificaron un toro, un lobo, un
jabalí y un carnero, y haciendo correr la sangre dentro de un escudo, los griegos
mojaron en ella las espadas y los bárbaros las lanzas.
Después que se dieron
la fe los unos a los otros, dijo Clearco: «Puesto, Arieo, que vosotros y
nosotros vamos a ir juntos en esta marcha, dinos lo que piensas acerca de
nuestro regreso, si volveremos por donde hemos venido o si conoces algún otro
camino más conveniente.» Y Arieo respondió: «Si volviésemos por el mismo camino
pereceríamos por completo de hambre. No disponemos ahora de víveres y en las
diecisiete etapas próximas no podemos tomar nada ni tampoco de la región en que
estamos; donde había algo, ya lo hemos consumido a nuestro paso. Así es que
pensamos seguir otro camino, más largo ciertamente, pero en el cual no
careceremos de provisiones. Las primeras etapas debemos hacerlas lo más largas
posibles, a fin de alejarnos lo más que podamos del ejército del rey; una vez
que nos hallemos a dos o tres días de camino ya no podrá el rey cogernos, pues
no se aventurará a seguirnos con un pequeño ejército, y con una masa grande no
podrá marchar de prisa. Probablemente estará también escaso de provisiones.
Esto es —dijo— lo que yo pienso.»
En este plan el único
recurso era la fuga, escapando a la persecución del enemigo. Pero el azar
condujo a las tropas mucho mejor. Al rayar el día se pusieron en camino,
llevando el sol a la derecha y pensando que al ponerse el sol llegarían a unas
aldeas en la comarca de Babilonia; y en esto no se equivocaron. Pero ya por la
tarde les pareció ver caballería enemiga, y aquellos de los griegos que se
habían salido de filas corrieron a formarse; Arieo, que iba sobre un carro
porque se encontraba herido, saltó a tierra y se puso la armadura, como hicieron
también los que le acompañaban. Pero mientras se armaban vinieron los
exploradores que habían sido enviados y dijeron que no era caballería, sino
gente que pastoreaba las acémilas. Esto fue indicio para todos de que el rey
acampaba en algún lugar cercano; además, se veía salir humo de algunas aldeas
no muy distantes.
Clearco entonces no
marchó contra el enemigo, porque sabía que sus tropas estaban fatigadas y sin
comer y ya era tarde; pero, para que no creyesen los enemigos que huía, no
torció el camino, sino que, ya poniéndose el sol, continuó en línea recta y con
los soldados que iban a la cabeza acampó en las aldeas más próximas, donde el
ejército real lo había saqueado todo, hasta las maderas de las casas. La
vanguardia acampó con cierto orden, pero los últimos, llegados ya de noche
cerrada, tuvieron que colocarse cada cual donde pudo, e hicieron tal ruido llamándose
los unos a los otros, que lo oyeron los enemigos, y aquellos que estaban más
próximos huyeron de sus tiendas, como pudo verse al día siguiente; no apareció
acémila alguna, ni campamento, ni humo en ningún lugar cercano. El mismo rey,
al parecer, había cogido miedo ante el avance del ejército griego. Y lo
confirmó con su conducta al día siguiente.
Ya avanzada la noche
aquella se produjo también un pánico entre los griegos, con gran tumulto y
estruendo, como suele acontecer en casos semejantes. Entonces Clearco mandó a
Tolmides, de Elea, el mejor de los heraldos entonces a su lado, que hiciese
silencio y prometiese en nombre de los jefes un talento de plata como recompensa
para el que denunciase al que hubiera soltado un asno en medio del campamento.
Al oír esto comprendieron los soldados que el pánico no tenía fundamento y que
los jefes estaban sanos y salvos. Al amanecer mandó Clearco a los griegos que
formaran en armas en el orden que tenían el día de la batalla.
III
Lo que antes escribí
que el rey estaba aterrorizado por el avance de los griegos pudo entonces verse
claramente. El día anterior había enviado a sus mensajeros invitando a los
griegos a que entregasen las armas; ahora mandó al salir el sol unos heraldos
para pedir treguas. Cuando estos heraldos llegaron a las avanzadas preguntaron
por los jefes. Los centinelas anunciaron su llegada, y Clearco, que se
encontraba entonces revistando las tropas, les encargó dijesen a los heraldos
que aguardasen hasta que tuviese tiempo de recibirlos. Entonces Clearco dispuso
el ejército de suerte que, formado en falange bien compacta, ofreciera un
aspecto imponente, y ordenó que permanecieran ocultos todos los soldados que no
tenían armas. Hecho esto, mandó llamar a los enviados y él se adelantó en persona
seguido por los soldados mejor armados y de mejor aspecto, y a los demás
generales dijo que hiciesen lo mismo. Cuando llegó junto a los enviados
preguntóles qué querían. Ellos respondieron que venían para concertar treguas y
estaban autorizados para tratar con los griegos de parte del rey y para
transmitir al rey las palabras de los griegos. Clearco respondió: «Anunciadle,
pues, que ante todo debemos combatir; no tenemos qué almorzar, y no hay quien
se atreva a hablar de treguas a los griegos si no les proporciona almuerzo.»
Oído esto, los enviados se marcharon, pero volvieron en seguida, señal de que
el rey se encontraba cerca o alguien a quien el rey había encargado que llevase
este asunto. Dijeron que al rey le parecía razonable lo que decían y que con
ellos venían guías encargados de llevarlos, si se ajustaban las treguas, al
sitio donde podrían aprovisionarse. Clearco les preguntó si las treguas serían
sólo con aquellos que fuesen y viniesen, de una parte a otra, o si con todos en
general. «Con todos —respondieron—, hasta que vuestras proposiciones hayan sido
llevadas al rey.» Entonces Clearco mandó que los apartasen de allí y celebró
consejo con sus compañeros, quedando decidido que se harían treguas en seguida
y marcharían tranquilamente en busca de las provisiones. Y añadió Clearco: «Tal
es también mi parecer. Pero no haré público el acuerdo inmediatamente, sino que
dejaré pasar algún tiempo para que teman los enviados que rechacemos las
treguas; seguramente —añadió— nuestros
soldados sentirán el mismo temor.» Cuando pareció que era el momento
oportuno declaró que se aceptaban las treguas y mandó los guiasen sin tardanza
al sitio del aprovisionamiento.
Ellos guiaron. Clearco,
después de hechas las treguas, marchó con el ejército formado en buen orden y
se colocó a retaguardia. Por el camino se encontraron con fosos y canales tan
llenos de agua que no se podían pasar sin puentes, y con palmeras, unas que
hallaron caídas y otras que cortaron, hicieron unos pasos. Allí pudo verse lo
bien que sabía mandar Clearco. Teniendo la lanza en la mano izquierda y a la
derecha un bastón, si alguien de los destinados a esta labor le parecía
trabajaba flojamente, le golpeaba con el palo y elegía otro más activo, al
mismo tiempo que él se metía en el barro para ayudar en el trabajo, de suerte
que todos sentían vergüenza de no aplicarse del mismo modo. Al principio sólo
habían sido destinados a esta tarea los que tenían hasta treinta años; pero,
cuando vieron lo que hacía Clearco, prestaron también su ayuda los de más edad.
Y Clearco trabajaba con mucho más ardor, sospechando que los fosos no estaban
siempre tan llenos de agua, pues aún no era época de regar el campo. Sospechaba
que el rey había soltado el agua para que el camino apareciese a los griegos
erizado de obstáculos.
Por fin, llegaron a
unas aldeas, donde les dijeron los guías que podían aprovisionarse. Había en
ellas mucho trigo, vino de palmera, y una bebida ácida sacada de este mismo
árbol y cocida. En cuanto a los dátiles, los de tamaño semejante al que tienen
en Grecia son abandonados a los esclavos; para los ricos se reservaban otros escogidos,
de una belleza y de un tamaño maravillosos y de un color enteramente igual al
ámbar amarillo. También los sirven secos como postre. Resultan muy agradables
para comer, bebiendo, pero dan dolor de cabeza. Allí comieron también por
primera vez los soldados col de palmera, y muchos admiraron su forma y su
extraño y agradable sabor; pero también produce dolores de cabeza. La palmera,
una vez que le quitan su copete, se seca por completo.
Permanecieron allí tres
días, y de parte del gran rey se presentó Tisafernes con el hermano de la mujer
del gran rey y otros tres persas; les acompañaban gran número de esclavos. Los
generales griegos les salieron al encuentro, y Tisafernes, por medio de un
intérprete, les habló de esta suerte: «Griegos: vivo en un país vecino a
Grecia, y al veros caídos en grandes y numerosas dificultades pensé que sería
para mí una dicha si pudiese pedir al rey que me concediese el conduciros a
Grecia sanos y salvos. Y creo que no dejará de agradecérseme tanto por parte
vuestra como en general por la de todos los griegos. Con esta idea se lo he
pedido al rey; le he dicho que era de justicia el otorgarme tal gracia, ya que
fui el primero en anunciarle la expedición de Ciro, trayéndole con la noticia
el socorro de mis tropas, y el único también que no huyó entre los que estaban
formados contra los griegos, sino que, rompiendo por en medio de vuestras
filas, me junté con el rey en vuestro campamento, donde el rey había llegado
después de matar a Ciro; y que después, unido a éstos que me acompañan, y que
son aquellos en quienes él tiene más confianza, perseguí a los bárbaros de
Ciro. Sobre esto me ha prometido el rey que reflexionaría sobre ello; pero me
ordenó que viniese a preguntaros por qué motivo habéis marchado contra él. Yo,
por mi parte, os aconsejo que respondáis en términos moderados, a fin de
conseguir más fácilmente, si puedo, algo bueno en favor de vosotros.»
Oído esto, los griegos,
apartándose a un lado, deliberaron, y por boca de Clearco respondieron:
«Nosotros no nos hemos reunido con intención de hacer la guerra al rey, ni
pensábamos que nuestra expedición se dirigiese contra él. Pero, como tú bien
sabes, Ciro supo imaginar diversos pretextos para sorprenderos a vosotros desprevenidos
y para conducirnos aquí a nosotros. Más tarde, cuando le vimos en peligro,
sentimos vergüenza ante los dioses y ante los hombres de entregarle después de
ha-bernos prestado antes a todo el bien que nos había hecho. Muerto Ciro, no
disputamos al rey su autoridad, ni tenemos ningún motivo para hacer daño a sus
dominios, ni queremos matarle. Sólo pretendemos volver a nuestra patria si
nadie nos lo estorba. Pero, si se nos hace daño, procuraremos defendernos con
la ayuda de los dioses. En cambio, si se nos favorece, devolveremos los beneficios
en la medida de nuestras fuerzas.» Así habló Clearco. Tisafernes, después de
escucharle, dijo: «Voy a comunicarle al rey vuestras respuestas y volveré a
traeros lo que él diga; hasta mi vuelta subsistirán las treguas y os proporcionaremos
mercado.» Al día siguiente no vino y los griegos estaban preocupados. Pero al
tercer día se presentó y dijo que había conseguido del rey que le permitiera
poner en salvo a los griegos, aunque se habían opuesto muchísimos diciendo que
no era digno del rey dejar marcharse a gentes que habían tomado las armas
contra él. Y terminó diciendo: «Ahora, pues, podéis tomar de nosotros prendas
de que no se os hostilizará en nuestro país y de que os guiaremos sin engaño
hasta Grecia, proporcionándoos mercado donde podáis proveeros. Y donde no sea
posible comprar os permitiremos que toméis del país las cosas necesarias.
Vosotros, por vuestra parte, debéis jurar que marcharéis sin hacer daño, como
por país amigo, tomando las cosas de comer y beber cuando no os proporcionemos
mercado; pero si os lo proporcionamos compraréis lo que os haga falta.» Puestos
de acuerdo en esto, hicieron los juramentos y se dieron mutuamente las manos
Tisafernes, el hermano de la mujer del rey y los generales griegos. Entonces
dijo Tisafernes: «Ahora me vuelvo al lado del rey, y cuando haya terminado lo que necesito vendré ya con mis
equipajes para conduciros a Grecia y marchar yo mismo a mi gobierno.»
IV
Después de esto, los
griegos y Arieo aguardaron a Tisafernes acampados los unos cerca de los otros
más de veinte días. En este tiempo visitaron a Arieo sus hermanos y otros
parientes; también acudieron algunos persas para ver a los que con él estaban y
tranquilizarlos; algunos hasta les dieron seguridades en nombre del rey de que
éste no les guardaba mala voluntad por haber acompañado a Ciro ni por nada de
lo pasado. Después de esto pudo verse claramente que Arieo y los suyos tenían menos
atenciones con los griegos; de suerte que la mayor parte de los griegos se
sintieron disgustados por tal conducta, y presentándose a Clearco y a los otros
generales les dijeron: «¿Por qué permanecemos aquí? ¿Acaso no sabemos que el
rey querría sobre todas las cosas aniquilarnos para que los demás griegos tengan
miedo de hacer guerra al gran rey? Ahora procura que permanezcamos aquí porque
sus tropas están dispersas; pero una vez que las reúna debemos tener por seguro
que nos atacará. Acaso está ahora haciendo que abran fosos o levanten muros
para hacernos imposible el camino. Lo cierto es que nunca consentirá de buen
grado que, llegando nosotros a Grecia, digamos cómo con nuestro corto número
vencimos al rey a las puertas de su corte y nos retiramos haciendo burla de su
autoridad.» A los que así hablaban les respondió Clearco: «A mí tampoco se me
escapa nada de esto. Pero también considero que si nos marchamos ahora parecerá
que vamos en son de guerra y que violamos las treguas. Además, nadie nos
venderá víveres, ni tendremos de dónde proveernos; nadie nos servirá de guía.
Por otra parte, si tomamos este partido, Arieo se apartará de nosotros, de
suerte que no nos quedará ningún amigo y los que antes lo eran se convertirán
en enemigos. No sé si tenemos que atravesar algún otro río, pero sí sabemos que
el Éufrates es imposible de pasar si lo quieren impedir los enemigos. Y si
fuese preciso combatir no disponemos de caballería aliada; en cambio, la tienen
muy numerosa y buena los enemigos; de suerte que si salimos vencedores no
podremos matar a nadie, y si resultamos derrotados estamos perdidos sin
remedio. Yo por mi
parte, si el rey, que dispone de tantos elementos, quiere aniquilarnos, no
alcanzo a ver por que razón habla de prestar juramentos, darnos seguridades y
tomar en falso por testigos a los dioses, haciendo sospechosa su palabra lo
mismo a los griegos que a los bárbaros.» Y añadió otras muchas razones
parecidas.
En esto llegó
Tisafernes con sus tropas como para volver a su gobierno, y también Orontes con
las suyas. Éste llevaba, además, a la hija del rey, que había obtenido en
matrimonio. Partieron, pues, de allí guiados por Tisafernes, que les
proporcionaba, además, ocasión de comprar las provisiones necesarias. También
se puso en marcha Arieo al frente del ejército bárbaro de Ciro; iba con
Tisafernes y Orontes y acampaba con ellos, y los griegos, desconfiando de
todos, marchaban aparte conducidos por sus guías. Acampaban siempre a distancia
de una parasanga o menos, y unos y otros ponían centinelas como si fuesen
enemigos, cosa que producía sospechas. Algunas veces, cuando se encontraban
buscando leña o recogiendo
forraje y otras cosas, se golpeaban mutuamente, y esto aumentaba la enemiga.
Después de tres etapas llegaron al llamado muro de Media y lo pasaron. Estaba
constituido con ladrillos cocidos y asentados en asfalto, medía veinte pies de
ancho por cien de alto; según dijeron, se extendía por espacio de veinte
parasangas y se hallaba a corta distancia de Babilonia.
Desde allí recorrieron
ocho parasangas en dos jornadas y atravesaron dos canales, uno sobre un puente
fijo y el otro sobre uno hecho con siete barcas. Estos canales salen del río
Tigris y de ellos se derivan acequias que riegan la comarca; las primeras son
grandes, pero después se van haciendo cada vez más pequeñas, hasta convertirse
en regueras como las que se usan en Grecia para el mijo. Por fin llegaron al
río Tigris; cerca de él se encontraba una ciudad grande y de población numerosa
llamada Sitaca y distante del río quince estadios. Los griegos pusieron sus
tiendas junto a ella, cerca de un parque grande y hermoso lleno de toda clase
de árboles. Los bárbaros pasaron el río y no se les podía ver.
Después de la cena
estábanse paseando por delante del campamento Próxeno y Jenofonte. En esto
llegó un hombre y preguntó a los centinelas de las avanzadas dónde podría ver a
Próxeno o a Clearco; por Menón no preguntó, y eso que venía de parte de Arieo,
el amigo de Menón. Al declarar Próxeno que él era a quien buscaba, el hombre
dijo: «Vengo de parte de Arieo y de Artaozo, que gozaron de la confianza de
Ciro y que a vosotros os tiene buena voluntad. Os aconsejan, pues, que tengáis
cuidado, no sea que os ataquen por la noche los bárbaros: hay un ejército
numeroso en el parque cercano. También os aconsejan que enviéis un destacamento
al puente que cruza el río Tigris, pues Tisafernes piensa cortarlo esta noche
si puede, a fin de que no paséis y quedéis cogidos en medio del canal y del
río.» Al oír esto lo llevaron a Clearco y refirieron a éste lo que el hombre
decía. Clearco se puso muy turbado y dio muestras de que le atemorizaba la
noticia. Entonces un muchacho que se encontraba entre los presentes reflexionó
y dijo que no se conciliaban bien el ataque y la ruptura del puente: «porque,
si atacan, o vencen o serán vencidos. Si vencen, ¿para qué cortar el puente?
Por muchos puentes que hubiese no podríamos salvarnos huyendo a ningún sitio, y
si nosotros vencemos, no podrán ellos huir a ninguna parte si ha sido cortado
el puente; como tampoco podrían auxiliarles las numerosas tropas acampadas al
otro lado del río.»
Al oír esto Clearco
preguntó al enviado qué espacio podría haber entre el Tigris y el canal. El
otro contestó que había una extensa zona y que en ella existían muchas aldeas y
ciudades importantes. Esto hizo ver claramente que los bárbaros habían mandado
bajo cuerda a aquel hombre, temerosos de que los griegos, cortando el puente,
se quedasen en la isla defendida de un lado por el Tigris y del otro por el
canal, disponiendo de todo lo necesario, puesto que la tierra era fértil y
extensa, y ellos podrían muy bien
cultivarla; además, temían se convirtiese en sitio de refugio para quienes
quisieran hacer daño al rey.
Después de esto se
fueron todos a dormir, aunque no sin enviar antes un destacamento para la
vigilancia del puente. Y según refirieron los centinelas, no les atacó nadie,
ni por los alrededores del puente se presentó ningún enemigo. Al rayar el día
atravesaron el puente, formado por treinta y siete barcas, tomando todas las precauciones,
pues algunos griegos que servían a las órdenes de Tisafernes habían anunciado
que los atacarían cuando estuvieran pasando; pero sólo apareció Glun, que,
acompañado de alguna escolta, vino a ver si pasaban, y cuando se cercioró de
que así lo hacían picó espuelas a su caballo y desapareció con su gente.
Pasado el Tigris,
recorrieron veinte parasangas en cuatro etapas, hasta llegar al río Fisco, que
tiene de ancho un pletro y es atravesado por un puente. Allí se alzaba una
ciudad grande llamada Opis, cerca de la cual se encontró con los griegos el
hermano bastardo de Ciro y de Artajerjes que venía de Susa y de Ecbatana con un
gran ejército en socorro del rey, y mandando detenerse a su ejército se puso a
contemplar el paso de los griegos. Clearco, que mandaba a la cabeza, hizo
desfilar a sus tropas de dos en fondo, mandándoles pararse de cuando en cuando.
Cada vez que se detenía la vanguardia del ejército era forzoso que se detuviera
también el resto; de suerte que hasta a los mismos griegos les parecía enorme
el ejército, y el persa, que contemplaba el desfile, se quedó asombrado.
Desde allí recorrieron
treinta parasangas en seis etapas a través de los desiertos de Media y llegaron
a las aldeas de Parisátile, la madre de Ciro y del rey. Tisafernes, por
escarnio a Ciro, permitió a los griegos que las saquearan, prohibiéndoles tan
sólo que hiciesen esclavos. Había en ellas mucho trigo, ganado y otras muchas cosas.
Desde allí recorrieron veinte parasangas en cuatro etapas por un país desierto
y con el río Tigris a la izquierda. En la primera etapa apareció al otro lado del
río una ciudad grande y floreciente llamada Cenas, cuyos habitantes trajeron
panes, quesos y vino sobre balsas hechas con pieles.
V
Después llegaron al río
Zapata, que tiene de ancho cuatro pletros. Allí permanecieron tres días. Y
durante ellos hu-bo muchas sospechas; pero no apareció ninguna señal clara de
traición. Clearco entonces decidió entrevistarse con Tisafernes para disipar
las sospechas antes de que terminasen en guerra abierta. Y le envió a decir que
deseaba verse con él. Tisafernes le invitó a venir sin tardanza. Una vez
juntos, Clearco habló en estos términos: «Yo,
Tisafernes, sé por una parte que hemos hecho juramento y nos hemos dado
las manos en prenda de que no nos haríamos daño los unos a los otros. Pero por
otra veo que te guardas de nosotros como si fuésemos enemigos, y también
nosotros al ver esto nos guardamos. Y puesto que por más que examino la cosa no
puedo descubrir que tú intentes hacernos daño, y por nuestra parte estoy bien
seguro de que no hemos pensado siquiera en nada semejante, me pareció bien
venir a conversar contigo para ver si podemos disiparnos nuestra mutua
desconfianza. A muchos he visto que por calumnias o sospechas, queriéndose
adelantar al daño que temían, hicieron daños irreparables a quienes no tenían
ni el pensamiento ni la intención de hacerles mal ninguno. Pensando, pues, que
una conversación es el medio más propio para terminar con estos equívocos,
vengo con propósito de mostrarte cómo no tienes razón en desconfiar de
nosotros. Ante todo y sobre todo, los juramentos que hemos hecho ante los
dioses impiden que seamos enemigos. Jamás consideraré feliz al hombre cuya
conciencia se siente culpable de haber despreciado a los dioses. Porque si
ellos nos hacen la guerra, ¿con qué velocidad podremos escapar a sus iras? ¿En
qué lugar sombrío podremos ocultarnos? O ¿qué fortaleza nos servirá de asilo?
Todas las cosas, todos los lugares, están sujetos a los dioses, que en todo
ejercen igualmente su imperio. Tal es mi manera de pensar sobre los dioses y
sobre los juramentos, en los cuales hemos fundado nuestra amistad; pero, aun
ateniéndonos a consideraciones humanas, en las circunstancias actuales
considero que tú eres para nosotros el mayor de los bienes. Contigo todo camino
está abierto, todo río es vadeable y no hay que temer la falta de víveres; sin
ti todo camino es tenebroso, porque lo ignoramos; todo río difícil de pasar,
toda muchedumbre motivo de espanto, y más espantosa aún la soledad: en ella son
de temer las mayores privaciones. Y si arrastrados por el furor te diésemos
muerte, lo único que conseguiríamos es haber muerto a nuestro bienhechor, para
vernos después obligados a luchar con el rey mismo, el más temible adversario.
Ahora voy a decirte de qué esperanzas me privaría yo mismo si intentase hacerte
algún daño. Si he deseado la amistad de Ciro fue porque pensaba que éste era entonces
el colocado en mejor situación para hacer bien a quien quisiere. Y ahora veo
que tú tienes las fuerzas y las comarcas de Ciro sin perder el gobierno que ya
tenías, y que las fuerzas del rey que combatieron con Ciro están asimismo a tu
disposición. Siendo así las cosas, ¿quién sería tan insensato que no quisiese
ser amigo tuyo? Pero, además, voy a decirte por qué tengo la esperanza de que
tú querrás también ser amigo nuestro. Sé que los misios os están inquietando y
pienso que con la fuerza aquí reunida podremos reducirlos a vuestro dominio. Lo
mismo digo de los pisidas y he oído hablar de otros muchos pueblos, los cuales
pienso que dejarían de turbar la prosperidad de vuestro imperio. Y en cuanto a
los egipcios, contra los cuales no ignoro que estáis particularmente irritados,
no veo qué otras fuerzas podríais utilizar para castigarlos con ventaja sobre
las mías. Y si entre los pueblos que te rodean quisieras mostrarte amigo con alguno,
nadie podría hacerlo mejor que tú, o si otro te molestase, te impondrías como
dueño y señor si nos tienes a tus órdenes, nosotros que te serviríamos no sólo
por la soldada, sino también por el justo agradecimiento que a causa de nuestra
salvación te deberíamos. Considerando, pues, yo todas estas cosas, me parece
tan extraña tu desconfianza hacia nosotros que me gustaría vivamente saber cómo
se llama el hombre cuyas palabras han logrado convencerte de que nosotros
conspirábamos contra ti.»
Así
habló Clearco; Tisafernes le respondió en estos términos:
«Me
regocija, Clearco, el oír de tus labios razones tan discretas. Y conforme en
ellas contigo, si supiese que meditabas algo contra mí pensaría que te
perjudicabas a ti mismo. Escúchame, pues, ahora y te convencerás de cómo
tampoco vosotros tendríais razón en desconfiar del rey o de mí. Si hubiéramos
querido destruiros, ¿piensas que nos hubiese faltado infantería, caballería o
armamento para haceros daño sin riesgo de que vosotros pudieseis devolvérnoslo?
¿Piensas que nos hubieran faltado sitios a propósito para atacaros? ¡Cuántas
llanuras no vais trabajosamente atravesando que nos son amigas! ¡Cuántas
montañas no os esperan que podemos nosotros ocupar de antemano y cerraros el
camino! ¡Cuántos ríos a cuyo paso somos dueños de limitar vuestro número antes
de combatiros! Y hasta algunos hay que no podríais atravesar de ningún modo si
no os pasásemos nosotros. Pero, aun suponiendo que todos estos medios nos
fallaran, el fuego, al menos, bastaría para destruir todos los frutos, y sólo
con encenderlo os pondríamos frente a un enemigo con el cual no podríais luchar
por muy valientes que fueseis. ¿Cómo, pues, disponiendo de tantos caminos para
haceros la guerra, y todos ellos sin ningún peligro, ha-bríamos de elegir este
procedimiento, el único que es impío ante los dioses y vergonzoso ante los
hombres? Sólo quienes carecen de todo otro recurso, los que se ven apresados
por la necesidad y, además, son malos, pueden pensar en conseguir algo violando
los juramentos hechos ante los dioses y la fe dada a los hombres. No somos nosotros,
Clearco, ni tan insensatos ni tan necios. ¿Por qué, pues, pudiendo destruiros
no lo hemos intentado? La causa, sabedlo bien, es mi deseo de inspirar
confianza a los griegos y volver con mayor poder a mi gobierno por haberme
ganado con mis beneficios esas mismas tropas extranjeras en las cuales Ciro
sólo confiaba por haberlas tomado a sueldo. Y en cuanto a las cosas en que me podréis
ser útiles unas ya las has dicho tú; pero lo más importante, a mi juicio, es
esto: sólo el rey puede llevar derecha la tiara sobre su cabeza; mas, con
vuestro concurso, otro la podría llevar fácilmente sobre el corazón.»
Clearco, creyendo
sinceras estas palabras, le respondió: «Puesto que tantos motivos tenemos para
ser amigos, ¿no te parece que quienes intentan con sus calumnias hacernos
enemigos son merecedores de los más duros suplicios?» «Por mi parte —dijo
Tisafernes—, si vosotros, generales y capitanes, queréis venir a verme, yo diré
claramente quiénes son los que me dicen que estáis conspirando contra mí y
contra mi ejército.» «Yo los llevaré a todos —dijo Clearco— y también declararé
de dónde me vienen noticias acerca de ti.»
Después de tales
razonamientos, Tisafernes, lleno de atenciones para con Cleareo, le suplicó se
quedase y lo invitó a su mesa. Al día siguiente, Clearco, llegado al
campamento, dio claros indicios de creer en las amistosas disposiciones de
Tisafernes y refirió lo que éste le había dicho. Añadió que los invitados por
Tisafernes debían acudir a verle y que aquellos de los griegos que fuesen
convencidos de calumnia deberían ser castigados como culpables de traición y de
mala voluntad hacia sus compatriotas. Sospechaba que el autor de las calumnias
era Menón; pues sabía que en compañía de Arieo había estado hablando con
Tisafernes y que trataba de formar un partido, conspirando contra él para
apoderarse de todo el ejército y hacerse amigo de Tisafernes. Por su parte,
Clearco quería ganarse la buena opinión de todo el ejército y desembarazarse de
los que le molestaban. Algunos de los soldados advirtieron que no debían ir
todos los capitanes y generales ni fiarse de Tisafernes. Pero Clearco insistió
enérgicamente hasta conseguir que fuesen cinco generales y veinte capitanes.
Les acompañaron también unos doscientos soldados so color de ir a comprar provisiones.
Cuando llegaron a las
puertas de Tisafernes fueron invitados a entrar los generales: Próxeno, de
Beocia; Me-nón, de Tesalia; Agias, de Arcadia; Clearco, de Lacedemonia, y
Sócrates, de Acaya; los capitanes permanecieron a la puerta. No mucho tiempo
después, y en la misma señal, los que estaban dentro fueron presos y los que se
hallaban fuera asesinados. Hecho esto, algunos jinetes bárbaros se pusieron a
correr por la llanura matando a todos los que encontraban del ejército griego,
ya fuesen libres, ya esclavos. Los griegos, al ver desde el campamento estas
carreras, estaban asombrados y no sabían qué pensar de ellas. Por fin se
presentó huyendo Nicarco, de Arcadia, herido en el vientre y sosteniéndose las
entrañas con las manos, y dijo todo lo que había ocurrido.
Entonces los griegos,
llenos de confusión, corrieron todos a las armas, esperando que los enemigos
caerían en seguida sobre el campamento. Pero no se presentó la masa del
ejército, sino tan sólo Arieo, Artaozo y Mitrídates, que eran los más íntimos
de Ciro; también dijo el intérprete de los griegos que veía y conocía entre
ellos al her-mano de Tisafernes; les acompañaban asimismo hasta trescientos
persas revestidos de corazas. Cuando llegaron cerca pidieron que si quedaba
entre los griegos algún general o capitán se aproximara a fin de comunicarle lo
que el rey les había encargado. Entonces salieron con precauciones los
generales griegos Cleanor, de Orcómeno, y Soféneto, de Estinfalia, y con ellos
Jenofonte, de Atenas, para saber lo que había sido de Próxeno. Quirísofo no se
encontraba en el campamento, pues había ido con otros a una aldea para traer
provisiones.
Cuando llegaron al
alcance de la voz, dijo Arieo:
«Griegos: Clearco,
convicto de haber faltado a los juramentos y violado las treguas, ha sido
muerto, sufriendo la pena que merecía; pero Próxeno y Menón, que denunciaron
los manejos del lacedemonio, están muy honrados. A vosotros el rey os pide que
le entreguéis las armas; dice que son suyas, pues pertenecieron a Ciro, su
vasallo.» A esto respondieron los griegos, por boca de Cleanor el orcomenio:
«¡Oh tú, el más malvado de los hombres, Arieo, y vosotros, todos los que
fuisteis amigos de Ciro, ¿no os avergüenza ante los dioses y ante los hombres
que, después de habernos jurado que tendríais los mismos amigos y enemigos, nos
hacéis traición con Tisafernes, el hombre más impío y más perverso, y después
de haber asesinado a los mismos hombres con quienes habíais hecho los
juramentos y de habernos traicionado, venís a nosotros con nuestros enemigos?»
Arieo contestó: «Los manejos de Clearco eran hace tiempo conocidos por
Tisafernes y por todos los que estaban con él.» A esto le dijo Jenofonte: «Si
Clearco, faltando a los juramentos, ha violado las treguas, ya tiene su pena;
justo es que perezcan los que juran en falso. Pero, puesto que Próxeno y Menón
se han portado bien con vosotros y son nuestros generales, enviádnoslos aquí;
no hay duda de que siendo amigos de los unos y de los otros procurarán
aconsejarnos lo más convenientemente, tanto a vosotros como a nosotros.»
Entonces los bárbaros, después de hablar entre sí mucho tiempo, se marcharon
sin responder nada.
VI
Presos de este modo,
los generales fueron conducidos al rey y se les dio muerte cortándoles las
cabezas. Entre ellos Clearco era considerado por todos los que le trataron como
hombre de las más extremadas condiciones militares y de una desmedida afición a
la guerra. Mientras la hubo entre los lacedemonios y los atenienses, tomó parte
en ella. Hecha la paz, convenció a su ciudad de que los tracios estaban
haciendo daño a los griegos, y obteniendo como pudo de los éforos los elementos
necesarios se dio a la vela con intención de hacer la guerra a los tracios que
habitaban por encima del Quersoneso y de Perinto. Y como ya estando fuera
cambiaron de parecer los éforos, y trataban de hacerle volver al Istmo, él no les obedeció, sino que
continuó navegando hacia el Helesponto.
Entonces los magistrados de Esparta le condenaron a muerte por
desobediencia. Y él, imposibilitado de volver a su patria, se presentó a Ciro.
Ya queda escrito en otra parte de qué razones se sirvió para ganar la voluntad
de Ciro, el cual, por último, le concedió diez mil daricos. Clearco, lejos de
llevar con esta suma una
vida ociosa, la utilizó para reunir un ejército, con el cual hizo la guerra a
los tracios, los venció en una batalla y saqueó el país, continuando la guerra
hasta que Ciro tuvo necesidad del ejército. Entonces marchó para ayudarle en la
guerra que emprendía. Me parece que estas dos cosas son indicio de un hombre
aficionado a la guerra: pudiendo disfrutar de la paz sin desdoro ni perjuicio,
prefiere la lucha; pudiendo vivir sosegadamente, quiere pasar trabajos en medio
de las batallas; pudiendo gozar sin peligro de sus riquezas, prefiere
disminuirlas haciendo la guerra. Clearco gustaba de gastar en guerras como si
fuese en amoríos o en otro placer
cualquiera: tan viva afición les tenía.
Su temperamento militar
se revelaba en la pasión que sentía por los peligros, en la energía con que
marchaba contra el enemigo, lo mismo de día que de noche, y en la prudencia con
que sabía salir de los peligros, según afirmaban todos cuantos estuvieron a su
lado. También se reconocían sus cualidades para el mando, hasta donde era
posible en un hombre de carácter como el suyo. Nadie sabía como él tomar las medidas convenientes para
que su ejército no careciese de las cosas necesarias y predisponerlas
acertadamente; nadie tampoco como él para imponer su autoridad a los que le
rodeaban. Lo conseguía por su carácter duro y, además, por su aspecto, que infundía
miedo, y su voz áspera. Siempre castigaba con severidad, algunas veces con
cólera, hasta el punto de arrepentirse más tarde en ocasiones. Esta dureza era
en él un principio, pues pensaba que un ejército sin disciplina no sirve para
nada. Según contaban se le había oído decir que el soldado debía temer más al
jefe que a los enemigos; sólo así podía conseguirse que vigilase atentamente, no saquease los países amigos
y marchase intrépido contra el enemigo. Por eso en los momentos peligrosos todos
se prestaban a obedecerle ciegamente y no querían otro jefe; entonces, según
decían, la dureza de su aspecto terrible ponía alegres los rostros de los
otros, y su severidad parecía fortaleza contra los enemigos, de suerte que,
lejos de parecerles duro, veían en él su salvación. Pero cuando salían del
peligro y era posible pasar a las órdenes de otros jefes, muchos le
abandonaban. No tenía, en efecto, nada de amable, y como siempre se mostraba duro
y cruel, los soldados se sentían en su presencia como niños ante el maestro.
Por eso nunca le siguió nadie por amistad o por simpatía; pero sabía hacerse
obedecer puntualmente de aquellos que, ya por obligarles su patria, ya por su
propio interés o por una necesidad cualquiera, se veían obligados a colocarse
bajo sus órdenes. Por eso una vez que principiaron a vencer bajo su mando a los
enemigos, este carácter fue causa poderosa de que se hiciesen unos excelentes
soldados: a la bravura en el ataque unían la disciplina, que observaban por
temor a sus castigos. Tales eran sus cualidades como jefe; decíase en cambio,
que no gustaba de ser mandado por otros. Tenía cuando murió unos cincuenta
años.
Próxeno, de Beocia,
sintió desde muchacho el deseo de hacerse apto para llevar a cabo grandes
empresas, y llevado por esta pasión pagó a Gorgias de Leontino para que le
diese lecciones. Después de pasar algún tiempo en su escuela, creyendo que ya
se hallaba en condiciones de mandar y de corresponder dignamente a los
beneficios que le hicieran los poderosos, se puso al servicio de Ciro para ésta
empresa: pensaba que en ella podría adquirir un gran nombre, grandes fuerzas y
muchas riquezas. Pero, aunque deseaba con ardor todas estas cosas, también era
patente que no hubiese querido obtener ninguna de ellas recurriendo a
injusticias; creía que era preciso alcanzarlas por medios justos y honorables y
sólo por ellos. Sabía muy bien mandar a la gente de suyo honrada; pero no era
capaz de inspirar a los soldados ni reverencia ni miedo, y hasta sentía él más
respeto ante los soldados que ellos ante él. Se le notaba que temía hacerse
odioso a los soldados más que éstos al desobedecerle. Creía que para ser un
buen jefe y parecerlo bastaba con elogiar al que se conducía bien y no elogiar
al que había hecho algo malo. Por eso, los que eran buenos le tenían afecto;
pero los malos maquinaban contra él, teniéndole por fácil de engañar. Se
hallaba, cuando murió, por los treinta años.
Menón, de Tesalia,
dejaba ver claramente sus vivos deseos de riquezas; si deseaba mandar era para
adquirirlas más abundantes, y si ambicionaba honores era para obtener más
beneficios. Buscaba la amistad de los más poderosos con el fin de que sus
atropellos quedaran impunes, y para realizar sus deseos le parecía que el
camino más corto era el perjurio, la mentira y el engaño; una conducta sencilla
y recta le parecía pura necedad. Era evidente que no tenía afecto a nadie, y
aun contra aquel de quien se decía amigo tramaba abiertamente sus enredos.
Nunca hacía burla de ningún enemigo, pero cuando hablaba con los suyos se
burlaba siempre de todos. Se guardaba muy bien de atentar contra los bienes de
sus enemigos, pues consideraba difícil de tomar lo que pertenece a gentes
puestas en guardia. Pero en cambio pensaba, opinión singularísima, que las
riquezas de los amigos son las más fáciles de coger, por estar ellos desprevenidos.
Si sabía que alguno era lo suficiente malvado para faltar a sus juramentos, le
temía por considerarle bien armado; pero de los piadosos y sinceros pretendía
servirse como si no fuesen hombres.
Así como otros se
vanaglorian de su piedad, franqueza y honradez, así se vanagloriaba Menón de
saber engañar, de inventar embustes y de burlarse de sus amigos. Al que no era
un granuja lo tenía por hombre rústico e ignorante. Y cuando aspiraba a ser el
primero en la amistad de alguien creía que la mejor manera de conseguirlo era
calumniar a los que ya ocupaban aquel puesto. Se procuraba la obediencia de los
soldados haciéndose cómplice de sus atropellos, y pretendía que le honrasen y
sirviesen mostrando que podía hacer más daño que nadie y estaba dispuesto a
ello. Si alguien se apartaba de su servicio, decía que ya era un beneficio por
su parte el no haberle aniquilado cuando lo tenía a sus órdenes.
Cabe engañarse en las
cosas que estaban ocultas; pero hay
otras que las sabe todo el mundo. Así cuando todavía era un guapo muchacho,
obtuvo de Aristipo que lo hiciese general de las tropas extranjeras. Y con el
bárbaro Arieo, que gustaba de los bellos muchachos, estuvo también en la mayor
intimidad durante sus años juveniles, y él mismo, cuando aún no tenía pelo de
barba, tuvo estrechas relaciones con Taripas, que ya era mayor. Cuando los
generales griegos que habían marchado con Ciro contra el rey sufrieron la
muerte, él escapó a la sentencia a pesar de haber hecho lo mismo que los otros.
Pero murió más tarde condenado, no como Clearco y los otros generales a perder
la cabeza, muerte que parece ser la más rápida, sino después de grandes
suplicios con los que le castigó el rey, según se dice, como a hombre malo que
era.
Agias, de Arcadia, y
Sócrates, de Acaya, murieron también. Nadie pudo decir de ellos que fueron
cobardes en la guerra ni poner tacha a su amistad. Ambos andaban por los
treinta y cinco años.
[1] Las partes puestas entre corchetes son consideradas como interpolaciones.
[2] Escudos pequeños que usaba la infantería ligera.
[3] Entre diez y una del día.
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