La caída de Alcibíades arrastró a sus amigos con él,
principalmente a Trasibulo y a Terámenes, que no fueron reelegidos como
generales en la primavera del 406. Sin embargo, los enfrentamientos entre
distintas facciones no eran el factor predominante a la hora de elegir un nuevo
cuerpo de generales: los votantes estaban interesados especialmente en
seleccionar a hombres que fueran oficiales navales con experiencia, sin
importar la facción a la que pertenecieran, aunque, dadas las circunstancias,
estaba claro que era mejor que no fuesen simpatizantes de Alcibíades.
El propio Alcibíades fue reemplazado por Conón como
almirante de la flota ateniense en Samos a comienzos del 406. Las mejores pagas
ofrecidas por Lisandro y las pérdidas sufridas en la batalla de Notio lo
dejaron con tripulaciones para manejar tan sólo setenta de sus cien barcos, lo
que provocó que no emprendiera ninguna campaña significativa. En ese momento,
Lisandro se encontraba en una posición completamente opuesta. Estaba bien
provisto de fondos, su flota estaba creciendo y la moral de sus tripulaciones
era alta. Sólo había un obstáculo en su camino: las leyes de Esparta prohibían
al navarca continuar en el mando por un segundo año, razón por la cual Lisandro
fue obligado a entregar su flota a su sucesor en el cargo, Calicrátidas.
EL NUEVO NAVARCA
El nuevo comandante en jefe era también un mothax, aunque se diferenciaba de su
predecesor en varios aspectos. Era muy joven para haber alcanzado su elevada
posición; probablemente no tenía más de treinta años, y aunque era audaz y
osado, no tenía la ambición personal que caracterizaba a Lisandro. Diodoro lo
describe como un hombre «sin doblez y de carácter honrado», un hombre «que no
había sido influido todavía por las costumbres extranjeras», y como «el más
justo de los espartanos» (XIII, 76, 2). No hay razón para pensar que él
participara de las opiniones del difunto rey Pistoanacte y de su hijo
Pausanias, que le había sucedido. El padre había favorecido la paz y las
relaciones amistosas con Atenas, mientras que el hijo demostraría ser un
formidable oponente de Lisandro, encabezando una facción que un estudioso ha
descrito como «un grupo moderado y tradicionalista» caracterizado por una fuerte
oposición a la formación de un imperio espartano en el extranjero.
Internamente, temían el impacto del dinero y del lujo inherentes al imperio,
prefiriendo la vuelta a los austeros principios de la constitución de Licurgo.
Es de suponer que la cerrada amistad de Lisandro con Ciro, así como la
organización de asociaciones políticas leales al anterior navarca espartano en
las ciudades asiáticas, contribuyó decisivamente a levantar sospechas en la
facción de Pausanias y a su sustitución por Calicrátidas.
Las fricciones comenzaron tan pronto como el nuevo
navarca llegó a Éfeso hacia el mes de abril del 406. Lisandro entregó la flota
describiéndose a sí mismo «como dueño del mar y como alguien que había
triunfado en una batalla naval» (Jenofonte, Helénicas,
I, 6, 2). De inmediato, Calicrátidas desafió esa jactancia, retándole a que
navegara ante los atenienses de Samos y que entregara la flota en Mileto para
probar que su afirmación era correcta. Este reproche señalaba los claros
límites de los logros de Lisandro, y contribuyó a endurecer el tono de
rivalidad que condujo al joven navarca a ponerse como objetivo la obtención de
mayores victorias que su predecesor.
Lisandro no mordió el anzuelo y se dirigió
directamente a Esparta, no haciendo caso del desafío. Sus partidarios entre las
tropas comenzaron a socavar la autoridad de Calicrátidas de inmediato,
extendiendo el rumor de que era un incompetente sin experiencia. El joven
navarca afrontó los insultos sin pudor, dirigiéndose a la Asamblea de la flota
con la sencillez y franqueza propias de un espartano. Declaró que estaba
dispuesto a renunciar al mando «si se consideraba a Lisandro o a cualquier otro
más experto en asuntos navales», pero como se le había ordenado dirigir la
flota, debía hacerlo lo mejor que pudiera. Dejó que la Asamblea examinara sus
objetivos y valorara las críticas elevadas contra él y contra el Estado de
Esparta que lo había colocado al mando, y también les pidió que le aconsejaran
«si yo debería quedarme o regresar e informar de cómo estaban los asuntos aquí»
(Jenofonte, Helénicas, I, 6, 4). El
discurso puso término a la disidencia, porque nadie se atrevió a sugerir que él
desobedecería sus órdenes o a arriesgarse a que volviera a Esparta e informara
del comportamiento sedicioso que habían mostrado.
Sin embargo, Lisandro había legado un problema más
serio a su sucesor. Cuando dejó su cargo, todavía estaba en posesión de una
parte del dinero que Ciro le había dado y que, en teoría, debería haber
entregado a su sucesor. Pero, en lugar de obrar de esa manera, Lisandro lo
había devuelto a Ciro, lo que dejó a Calicrátidas sin los fondos que necesitaba
para el mantenimiento de la flota. Aun así, el nuevo navarca convino en seguir
la política de Lisandro de mantener el favor del príncipe persa y de humillar y
obstaculizar a su rival. Calicrátidas, por consiguiente, estaba obligado a
presentarse ante Ciro para solicitar de él el dinero con que pagar a sus
hombres, si bien el príncipe lo insultó deliberadamente al obligarlo a esperar
durante dos días antes de concederle una audiencia. El encuentro no fue bien,
ya que Ciro rehusó satisfacer sus peticiones, por lo que el oficial espartano
se retiró encolerizado, más hostil que nunca a la política de Lisandro. «Dijo
que los griegos eran unos miserables porque adulaban a los bárbaros por dinero
y que, si él volvía a casa sano y salvo, haría todo lo que pudiera por
reconciliar a atenienses y espartanos» (Jenofonte, Helénicas, I, 6, 6-7). Hablaba por él la voz de los
tradicionalistas espartanos; sus palabras eran una declaración de independencia
respecto al control persa, así como una clara muestra de sus intenciones de
rechazar el apoyo de Persia y seguir una política diferente.
Por consiguiente, Calicrátidas cambió la base
espartana de Éfeso a Mileto, y al obrar así renunció a la ventajosa
localización estratégica de la primera con objeto de emprender un nuevo plan.
La ciudad de Mileto, enfrentada a los persas, era un lugar mejor para conseguir
dinero para su flota. Ante una Asamblea allí reunida, reveló su nuevo programa
de actuación y solicitó nuevos fondos para continuar la guerra: «Con la ayuda
de los dioses, demostraremos a los bárbaros que, sin rendirles homenaje,
podemos castigar a nuestros enemigos» (Jenofonte, Helénicas, I, 6, 11). Esta solicitud fue tan calurosamente recibida
por los griegos locales, que ni siquiera los amigos de Lisandro se atrevieron a
dejar de entregar contribuciones económicas.
Con ciento cuarenta barcos, Calicrátidas tenía el
doble de fuerzas que Conón, aunque estaba perfectamente informado de que los
atenienses preparaban mayores refuerzos. Sin embargo, al haber reprochado a
Lisandro su inactividad después de la batalla de Notio por no atreverse a
enfrentarse a la flota ateniense de Samos, ahora él necesitaba demostrar su
voluntad de obrar así. Además, una gran victoria podía alentar más apoyo
financiero de los griegos de Asia Menor y de las islas, razón por la cual el
nuevo navarca estaba impaciente por establecer combate tan pronto como fuera
posible. Por consiguiente, atacó y capturó las fortalezas atenienses de
Delfino, en la isla de Quíos y Teos, para que sirviera de aviso a la flota de
Conón, que en ese momento se encontraba al norte de Samos. Se apoderó también
de Metimna, en Lesbos, y tomó muchos prisioneros, aunque rechazó el consejo de
vender a los cautivos como esclavos por dinero. Aludiendo al propósito de
Esparta para entrar en guerra —traer la libertad a los griegos— anunció que
«mientras yo esté al mando, y siempre que esté en mi mano, ningún griego será
esclavizado» (Jenofonte, Helénicas,
I, 6, 14). Ésta era una política y una consigna diseñadas tanto para animar a
la rebelión de las ciudades bajo yugo ateniense, como para conseguir la
simpatía de aquellas que ya habían sido liberadas. Además, era también el único
camino que tenía Esparta para ganar la guerra sin la ayuda de Persia, así como
para mantener su promesa de liberar a los griegos.
CONÓN ATRAPADO EN MITILENE
Como parte de su hábil propaganda, Calicrátidas envió
un mensaje a Conón en el que le conminaba a terminar «su adúltera relación con
el mar» (Jenofonte, Helénicas, I, 6,
15), señalando así al imperio naval ateniense como ilegítimo y, por lo tanto,
retándole a luchar. Aunque Conón había estado utilizando el tiempo para mejorar
la condición de su flota, «habiéndola preparado para la batalla como ningún
general anterior había hecho» (Diodoro, XIII, 77, 1), todavía se veía superado
numéricamente y sería difícil que saliera de puerto. Sin embargo, la amenaza
sobre Lesbos, la principal barrera para impedir la vuelta de los peloponesios
al Helesponto, le obligó a mover su flota a las islas Hekatonesi, al este de
Metimna. Cuando Calicrátidas llegó después de él, ahora con ciento setenta
barcos manejados por tripulaciones de primera calidad, Conón huyó hacia Mitilene,
aunque los peloponesios, lanzados en su persecución, lo alcanzaron a la entrada
del puerto, capturando treinta trirremes atenienses. Conón apenas consiguió
salvar las cuarenta restantes, si bien quedarían pronto bloqueadas cuando
Calicrátidas pusiera asedio a la ciudad por tierra y por mar. Amenazada por el
hambre a causa del bloqueo, y por los muchos simpatizantes de Esparta en la
ciudad, Conón fue tan sólo capaz, con grandes dificultades, de sacar
furtivamente un barco del puerto con el objeto de que se dirigiera a Atenas
para informar de la grave situación en la que se encontraba.
El hecho de que los barcos de Conón se hubieran
refugiado en puerto privó a Calicrátidas de una victoria total, una victoria
que podía haber decidido la guerra. Si la flota ateniense hubiera sido
enteramente destruida, como casi estuvo a punto de serlo, los espartanos no
hubieran encontrado oposición en hacerse con Lesbos y con la indefensa base de
Samos, y entonces hubieran podido dirigirse hacia el Helesponto, igualmente indefenso,
para bloquear la ruta de los cereales del mar Negro. En lugar de eso,
Calicrátidas, escaso de fondos, se vio obligado a mantener un asedio de
duración indeterminada, lo que daría tiempo a los atenienses a enviar refuerzos
con los que retar su dominio del mar.
Sin embargo, afortunadamente para él, su éxito había
convencido a Ciro de que estaba a punto de obtener un triunfo completo. Dado
que una victoria espartana conseguida sin ayuda persa, y por un comandante en
jefe espartano hostil, habría sido desastrosa para él, se decidió a cambiar su
táctica y a enviar fondos para pagar a la flota, incluyendo un regalo para
Calicrátidas. El jefe espartano, por necesidad, aceptó el dinero para sus
hombres, pero, en un claro contraste con los métodos de Lisandro, permaneció
frío y distante. «No había necesidad —explicó— de una amistad privada entre él
mismo y Ciro, y el acuerdo que había sido hecho con todos los espartanos era
suficiente para él» (Plutarco, Moralia,
222e). Sin embargo, una victoria de la clase que deseaba el navarca requería de
una rápida y decisiva batalla, una que tendría lugar antes de que los
atenienses se recobraran y antes de que el dinero persa fuera decisivo.
ATENAS RECONSTRUYE SU MARINA
El barco emisario de Conón alcanzó Atenas a mediados
de junio del año 406. Los atenienses podían tener disponibles cuarenta barcos
aproximadamente, pero tras un extraordinario esfuerzo, elevaron el conjunto de
su flota a ciento diez trirremes en el plazo de un mes. La falta de barcos era
sólo parte del problema, ya que en ese momento el tesoro estaba completamente
vacío. Para sufragar los costes de la construcción de los nuevos navíos y de
los salarios de las tripulaciones, los atenienses se vieron obligados a fundir
las estatuas áureas de la Victoria, que estaban en la Acrópolis, para acuñar
monedas. Gracias a este método y a otras barras de oro y plata almacenadas en
la colina del Areópago, consiguieron reunir la suma de más de dos mil talentos
de plata, que fueron suficientes para cubrir sus gastos. El reclutamiento
suponía otro problema añadido. Las mejores tripulaciones habían sido ya
destinadas a Mitilene, ya que Conón las había elegido especialmente para su
misión. Pero incluso remeros experimentados de calidad menor tan sólo
completarían una pequeña parte de los barcos preparados para partir; por ese
motivo, los atenienses se vieron obligados a usar como remeros hombres
inexpertos, incluyendo agricultores, hombres adinerados que podían permitirse
el servicio en la caballería e incluso esclavos, a los que se ofreció la
libertad y la ciudadanía ateniense a cambio de sus servicios. «Embarcaron a
todos los que estaban en edad militar, tanto libres como esclavos» (Jenofonte, Helénicas, I, 6, 24). Por primera vez en
la guerra, se encontraron tácticamente en inferioridad en una lucha en el mar
frente a un enemigo reforzado con desertores hábiles y expertos procedentes de
sus propias fuerzas.
A diferencia de cualquier otra flota durante la
guerra, ésta tuvo ocho generales, aunque ninguno de ellos, que sepamos, sirvió
como navarca. Enfrentarse contra un audaz y joven comandante en jefe espartano,
que ya había derrotado a Conón, el mejor almirante de Atenas, no parecía ser un
plan muy prometedor. Durante su camino a Samos en julio, los atenienses sumaron
a sus fuerzas cuarenta y cinco barcos más procedentes de sus aliados, elevando
así el número total a ciento cincuenta y cinco trirremes. Calicrátidas, para
evitar ser cogido entre la flota de Conón, en el puerto de Mitilene, y la flota
ateniense que se estaba aproximando, dejó cincuenta naves para vigilar a los
barcos de Conón, y navegó con los restantes ciento veinte barcos hacia el cabo
Malea, en el extremo sur de Lesbos, para evitar que se unieran ambas fuerzas
enemigas. Desde esa posición, él podría ver a los atenienses en las islas
Arginusas, justo enfrente de la tierra continental, a unos pocos kilómetros al
este de los espartanos (Véase mapa[51a]). Con independencia de que
supiera o no que el enemigo tenía la superioridad numérica, confiaba en que la
superior calidad de sus tripulaciones le proporcionaría la victoria.
LA BATALLA DE LAS ARGINUSAS
Calicrátidas tenía el propósito de repetir la táctica
de sorpresa que tan exitosa había sido contra Conón al atacar por la noche,
aunque no pudo hacerlo esta vez debido a una tormenta. Por la mañana, partió
con los primeros rayos del sol hacia las islas Arginusas. Los espartanos
atacaron la formación ateniense, disponiéndose en una línea alargada de ciento
veinte barcos, uno al lado del otro, que se extendía en una distancia de poco
más de dos kilómetros (Véase mapa[52a]). Con menos de veinte metros
de separación entre trirremes, los espartanos estaban en posición de usar las
tácticas perfeccionadas por los atenienses, con las cuales habían conseguido
siempre su superioridad en los enfrentamientos entre trirremes: el periplous, gracias al cual una velocidad
mayor permitía remar alrededor del final de la línea enemiga, para atacar desde
el lado o por la retaguardia, y el diekplous,
en el que un barco remaba veloz para colocarse entre dos barcos enemigos y,
bruscamente, giraba para herir los costados de ambos adversarios.
Los atenienses, no menos conscientes de su
inferioridad táctica, se dispusieron, por consiguiente, de un modo único en la
historia naval griega. Alinearon sus barcos en tres partes: dos alas y un
centro. Cada una contaba con sesenta barcos, colocados en doble hilera de
treinta, una detrás de la otra, con cada trirreme de la fila trasera ocupando
el hueco que dejaban dos barcos de delante. El centro tenía treinta y cinco
barcos formando una línea simple, situándose justo enfrente de Garipadasi, la
más occidental de las dos islas principales. La isla impedía que los espartanos
emplearan la táctica naval del periplous
en el centro, mientras que la escalonada disposición que habían adoptado las
alas hacía imposible allí también esa maniobra. Los atenienses habían alineado
sus alas con el doble de la distancia habitual entre barcos. Así, si los
sugerentes huecos entre barcos animaban a los espartanos a intentar el diekplous, los barcos situados en la
línea trasera avanzarían de inmediato para detener ese movimiento por parte del
enemigo, y permitirían a los trirremes de cada lado que embistieran al barco
atacante. La disposición táctica en doble hueco también hizo que los atenienses
formaran una línea más ancha de lo habitual, lo que les protegió del uso del periplous por parte del adversario,
mientras les capacitaba a ellos para rodear por el flanco al enemigo. Los
atenienses todavía añadieron a esta disposición otra mejora, al dividir sus
alas en ocho unidades independientes, cada una bajo el mando de un general.
Esta distribución sería especialmente adecuada en el momento del ataque, que
tendría lugar en mar abierto, donde la capacidad táctica de cada unidad para actuar
independientemente sería más útil.
Cuando Calicrátidas inició su avance, «los atenienses
salieron contra él, extendiendo su ala izquierda hacia mar abierto» (Jenofonte,
Helénicas, I, 6, 29). El ala
izquierda, que con su movimiento había rebasado el flanco del enemigo, giró
hacia el sur, en un movimiento que amenazaba con envolver al ala derecha
espartana. Esa estratagema, que separó al escuadrón del resto de la línea,
normalmente hubiera dejado un hueco que los espartanos hubieran podido
aprovechar. Pero la doble línea empleada por los atenienses en las Arginusas
permitió al general del destacamento frontal en el extremo izquierdo, Pericles
(el hijo del gran Pericles y de su amante Aspasia), llevar a cabo un viraje
amplio, dejando que el destacamento posterior de la izquierda, bajo el mando de
Aristócrates, cerrara cualquier hueco. Cualquier movimiento ofensivo que
Calicrátidas hubiera planeado en esa área sería deshecho por el grave y obvio
peligro de envolvimiento, lo que hubiera dejado a los espartanos en una
posición meramente defensiva. Quizás el ala derecha ateniense llevó a cabo la
misma maniobra, aunque no conocemos específicamente qué movimiento realizó.
Incluso si sólo hubiera avanzado en línea recta, habría quedado en una posición
adecuada para flanquear al enemigo en ese lado. El centro no parece que tomara
parte en la acción; simplemente permaneció en su posición delante de la isla.
Calicrátidas, al mando del ala derecha espartana,
comprendió el peligro de lo que estaba sucediendo. Su kybernetes personal, Hermón de Megara, le urgió a que abandonara la
batalla, «debido a que los trirremes atenienses eran mucho más numerosos de lo
que imaginaban», pero el joven almirante no quiso escucharle: «Esparta no
estaría peor si él muriera, y huir sería vergonzoso» (Jenofonte, Helénicas, I, 6, 32). Su tenacidad
estaba en consonancia con la gran tradición del coraje espartano y se adecuaba
perfectamente a su audaz carácter, pero, en el contexto de esta concreta
situación estratégica, era imprudente. Combatir en inferioridad numérica,
mientras se mantiene una posición táctica desventajosa, es poco aconsejable en
cualquier circunstancia. Y los espartanos no tenían razones para forzar la
batalla, ya que el tiempo estaba de su parte; los atenienses tenían pocos recursos
y no podrían mantener la flota en el mar por mucho más tiempo. Un nuevo retraso
era probable que trajera nuevas deserciones del bando ateniense. Cualquier otro
oficial más cauto hubiera dejado tomar la iniciativa a los atenienses en un
lugar elegido por los espartanos, siempre que el balance de fuerzas estuviera
del lado de los lacedemonios.
Sin embargo, el tiempo no estaba realmente a favor de
Calicrátidas. Necesitaba una victoria rápida, antes de que se hiciera más
dependiente del dinero persa y antes de que la estación para combatir llegara a
su fin, privándole de cualquier oportunidad de victoria. Además ¿qué ocurriría
si seguía el consejo de Hermón y se retirara de la batalla? Ciertamente tendría
que volver a Mitilene para intentar acabar con Conón, y la flota ateniense, con
toda seguridad, lo perseguiría hasta allí. Tendría entonces ciento setenta
barcos frente a los ciento cincuenta y cinco atenienses que se le enfrentarían,
con los cuarenta de Conón en su retaguardia. Dispondría, así, de una flota con
veinticinco barcos menos que la ateniense, cuando ahora, en las Arginusas,
superaban a los de Atenas en quince trirremes, aunque esa pequeña ventaja
estaría contrarrestada por la necesidad de enfrentarse a un enemigo tanto al
frente como en los costados. Ya considerara Calicrátidas o no estos factores,
no podemos atribuir su decisión meramente a la precipitación e inexperiencia de
un joven vehemente.
Enfrentado a la amenaza sobre su flanco, hizo lo que
pudo, e incapaz de extender su propia línea para impedir la maniobra enemiga
«dividió sus fuerzas, formando dos flotas separadas, y enfrentándose a una
doble batalla, una en cada ala» (Diodoro, XIII, 98, 4). Esta acción lo dejó sin
centro y expuesto a un ataque desde la línea de barcos atenienses situados
delante de la isla, pero su situación le obligó a un compromiso táctico, ya que
el obvio peligro de ser envuelto era demasiado grande como para ser ignorado.
De hecho, el centro ateniense permaneció en su posición original durante la
primera parte de la batalla, que fue larga y dura. «Primero la lucha fue en
orden cerrado, y después con los barcos dispersos» (Jenofonte, Helénicas, I, 6, 33). El ataque
ateniense sobre el flanco hizo que los espartanos tuvieran que renunciar al
centro, lo que les impidió poner en práctica las hábiles maniobras en las que
se habían entrenado. A medida que la batalla progresaba, la presencia del
centro de la flota ateniense, libre y sin daño alguno, se hacía más y más
amenazadora para los exhaustos espartanos. Calicrátidas resultó muerto cuando
su barco embistió a un trirreme enemigo, después de lo cual el ala izquierda
cedió e intentó escapar. Con la formación espartana desbaratada finalmente, el
centro ateniense se unió a la destrucción y caza de la flota enemiga, hundiendo
muchos barcos que huían, y sin sufrir pérdidas propias. En el ala derecha, la
lucha fue larga y feroz, hasta que, tras ser destruidos nueve de los diez
barcos laconios que habían luchado con el navarca, huyeron los demás barcos. El
ala derecha ateniense impidió cualquier huida hacia el norte. Los únicos barcos
que consiguieron escapar se dirigieron hacia el sur, a lugares como Quíos, Cime
y Focea. Cuando el oficial espartano en Mitilene supo lo que había ocurrido,
también huyó, dejando libre a Conón para unirse a la flota ateniense.
Según Diodoro, la batalla de las Arginusas fue «la
batalla naval entre griegos más grande de la historia» (XIII, 98, 5). Los
espartanos perdieron setenta barcos, y el sesenta y siete por ciento de sus
fuerzas, una cifra impresionante. En Cinosema, Abido y Notio, la media de
fuerzas perdidas por de los derrotados fue de un veintiocho por ciento. En
Cícico, toda la flota espartana había sido vencida gracias a que los atenienses
aprovecharon el engaño y la sorpresa, así como las unidades bajo mando
independiente para arrastrar al enemigo a mar abierto, donde pudiera ser
rodeado.
Una derrota semejante tuvo lugar en las Arginusas,
donde, como resultado de un brillante plan, los espartanos fueron, nuevamente,
envueltos y separados de cualquier costa cercana. Únicamente gracias a que el
ala izquierda ateniense no pudo cerrar la trampa, parte de la flota espartana
pudo huir.
Los atenienses perdieron tan sólo veinticinco de sus
ciento cincuenta y cinco barcos, y obtuvieron una magnífica victoria. Una
derrota en esta batalla hubiera significado una derrota total en la guerra; sin
embargo, con una flota de tan escasa valía fueron capaces de destruir a una
fuerza muy superior entrenada y preparada por Lisandro, y de matar al joven y
audaz almirante que le había sustituido. Una vez más, Atenas dominaba el mar y
tenía buenos motivos para confiar en sobrevivir e, incluso, en conseguir la
victoria en la guerra.
RESCATE Y RECUPERACIÓN
Su triunfo en las Arginusas salvó a los atenienses,
aunque no pudieron celebrarlo durante mucho tiempo, ya que, casi de inmediato,
se vieron envueltos en una encarnizada lucha. Cuando la batalla llegó a su fin,
la flota ateniense se encontró dispersa en un área de diez kilómetros cuadrados
debido a una tormenta que acababa de iniciarse. De los veinticinco barcos
perdidos en el combate, los restos de doce todavía flotaban, con cerca de mil
hombres luchando por sobrevivir, muchos de ellos aferrados a los restos del
naufragio, mientras los cuerpos de decenas de muertos estaban dispersos
alrededor de esos mismos restos. Los capitanes de los trirremes victoriosos no
se detuvieron a rescatar a los hombres que seguían vivos en el mar, o a recoger
los cadáveres para enterrarlos, sino que se apresuraron a las Arginusas para
conferenciar sobre el siguiente paso que debían plantearse.
Para los griegos, asegurar un entierro adecuado de los
muertos hubiera sido algo casi tan importante como el rescate de los que
estaban todavía vivos sobre las aguas. En la poesía épica, Ulises descendió al
mundo subterráneo para comprobar el correcto tratamiento de un camarada caído;
en la tragedia clásica, Antígona desafió a su rey y dio su propia vida antes
que permitir que su hermano muerto quedara sin sepultura. ¿Qué podía haber
empujado a los atenienses a incumplir tan sagrado deber?
Una parte de la respuesta reside en el inesperado
carácter de la batalla, que había llevado a la flota más adentro en el mar de
lo que era usual, y que provocó su dispersión en un área muy grande. Todas las
otras batallas navales que tuvieron lugar desde el año 411 se dieron en un
espacio muy reducido y siempre cerca de la costa. El procedimiento habitual
después de una batalla hubiera sido que la flota victoriosa se acercara a
tierra, una vez acabada la lucha, para calcular cómo se iba a proceder a la
recogida de supervivientes y cadáveres, y decidir quiénes iban a encargarse de
hacerlo. En todo caso, habría suficiente tiempo para llevar a cabo la tarea.
Sin duda, ésta era la manera en que se esperaba terminar la batalla, ya que el
plan ateniense para conseguir un doble envolvimiento hubiera acabado por
disponer todos sus barcos en un círculo no lejos de las islas Arginusas. Sin
embargo, muchos barcos enemigos lograron huir a una considerable distancia, y,
cuando los atenienses iniciaron la persecución, los métodos usuales se
mostraron ineficaces.
Después de que los capitanes, finalmente, condujeran
sus flotas a las Arginusas, surgió un segundo problema. Conón todavía estaba a
unos veinte kilómetros de distancia, bloqueado en el puerto de Mitilene por los
espartanos. Cuando Eteónico, el oficial espartano al mando del bloqueo, conoció
el resultado de la batalla, probablemente huyó y se unió a la flota espartana
en Quíos. Esta acción daría como resultado el incremento de los barcos
espartanos a noventa, lo que, a su vez, constituiría la base para que otra
armada [12] supusiera un nuevo reto. Estos convincentes argumentos
estratégicos obligaron a los atenienses a llevar a la parte principal de la
flota a Mitilene, con objeto de impedir la huida espartana, aunque seguramente
les desgarraría tomar esa decisión, teniendo en cuenta su deber para con los
supervivientes y los cuerpos de los que habían muerto. Por este motivo,
intentaron llegar a una solución intermedia: dos tercios de la flota, con los
ocho generales, se apresurarían hacia Mitilene, y cuarenta y siete barcos
serían dejados atrás como escuadrón de rescate bajo el mando de dos trierarcas,
Terámenes y Trasibulo.
Aunque esta decisión recibió muchas críticas, era lo
más sensato. Los barcos que se dirigían a Mitilene tenían que estar preparados
para una nueva batalla si conseguían cortar la retirada de los barcos de
Eteónico, y, desde luego, era razonable que fueran los mismos generales que
habían planeado y llevado a la práctica la gran victoria en las Arginusas los
que asumieran el reto. Terámenes y Trasibulo no eran tampoco capitanes
ordinarios, sino anteriores generales de gran talento y experiencia. Ellos se
pusieron a trabajar para cumplir su misión, pero encontraron una nueva
dificultad bajo la forma de una tormenta que agitó las aguas de una manera tan
fuerte que aterrorizó a los hombres que debían llevar a cabo la recogida de
supervivientes y cadáveres.
Cualquiera que haya navegado por las aguas del Egeo
conoce la rapidez y la fiereza de las tormentas que pueden darse allí, lo
suficientemente fuertes como para poner en peligro incluso a barcos modernos.
Cuánto más amenazante debió de haber sido para hombres que tripulaban
trirremes, mucho menos seguras y que se adaptaban muy mal a tales condiciones.
En las Arginusas, las tripulaciones que estaban bajo el mando de Terámenes y
Trasibulo no cumplieron las órdenes recibidas «a causa de su sufrimiento
durante la batalla y del gran tamaño de las olas» (Diodoro, XIII, 100, 2). Los
capitanes lo hicieron lo mejor que pudieron, pero pronto las condiciones
meteorológicas empeoraron tanto como para hacer innecesaria cualquier discusión
posterior.
La tormenta también empujó a la flota principal de
vuelta hacia las islas, donde se reunificó la fuerza naval, y en ese momento,
sin duda, se produjeron escenas muy poco agradables. Los generales sin duda se
encolerizaron al ver que sus órdenes no habían sido obedecidas, culpando de
ello a los dos capitanes asignados a la misión de rescate. Terámenes y
Trasibulo debieron de ofenderse ante lo que consideraron una acusación injusta,
y quizá pensaron que los generales debieron ocuparse del rescate y la
recuperación de los cuerpos antes de que la tormenta se hiciera más fuerte.
Fuera como fuese, cuando el tiempo mejoró, el conjunto
de la flota partió para Mitilene, pero Conón los encontró en el camino y les
comunicó que Eteónico y sus cincuenta trirremes habían escapado. Tras detenerse
en Mitilene, los atenienses persiguieron a la fuerza espartana hasta su base de
Quíos, pero Eteónico no fue tan imprudente como para arriesgarse a otra
batalla, por lo que los atenienses tuvieron que regresar a su base de Samos. La
gran victoria ateniense se había visto empañada por su incapacidad de llevar a
cabo la operación de rescate y recuperación, y por el carácter incompleto de su
esfuerzo. Estos factores debieron pesar enormemente en las mentes de los
generales cuando consideraron el informe que debían presentar ante la Asamblea
de Atenas. Al principio, pretendían presentar todos los detalles de lo ocurrido
inmediatamente después de la batalla, incluyendo el fracaso de los capitanes de
llevar a cabo la misión de rescate, pero finalmente decidieron omitir cualquier
referencia a ese incidente y se limitaron a culpar a la tormenta de todo lo que
había ocurrido. Debieron de comprender que levantar acusaciones contra alguien
provocaría el comienzo de una disputa, y que tanto Terámenes como Trasibulo
eran oradores populares y hábiles que contaban con un fuerte respaldo político,
por lo que serían formidables oponentes.
EL JUICIO DE LOS GENERALES
En Atenas las noticias de la victoria produjeron
alivio y alegría, por lo que la Asamblea votó una moción alabando a los
generales que la habían conseguido. Sin embargo, y al mismo tiempo, como los
jefes navales habían previsto, hubo grandes muestras de enojo ante el fracaso
relativo a los supervivientes y a los cadáveres. Terámenes y Trasibulo
regresaron a Atenas desde Samos de inmediato, probablemente para defenderse a
sí mismos, si fuera necesario, pero ya que nadie en la ciudad conocía los
detalles de lo que había ocurrido en las Arginusas, no tuvieron que enfrentarse
a ningún tipo de acusación, ni ellos hicieron tampoco ninguna contra los
generales.
Sin embargo, la cólera de los atenienses fue
incrementándose, y el pueblo empezó a cuestionar la conducta de los generales
que, por lo que se sabía en Atenas, habían estado al cargo de todos y cada uno
de los aspectos de la campaña. Cuando las noticias de cómo estaba evolucionando
el sentimiento público alcanzaron Samos, los generales creyeron que los dos
capitanes eran responsables de haberlos desacreditado, por lo que ellos
escribieron de nuevo a Atenas para revelar esta vez que la misión de rescate
había sido asignada específicamente a Terámenes y Trasibulo.
Ésta fue una acción completamente equivocada, ya que,
a partir de ese momento, los capitanes no tuvieron más elección que actuar en
su propia defensa. Ellos no negaron la gravedad de la tormenta, pero culparon a
los generales del fracaso del rescate. Sin duda, debieron quejarse de que los
generales malgastaron un tiempo precioso en una vana persecución —un tiempo que
podrían haber empleado en el rescate de los supervivientes—, así como del
retraso motivado por el debate que tuvo lugar en las Arginusas antes de que
fueran impartidas las órdenes para el rescate. En el momento en que los
capitanes recibieron esas órdenes, la tormenta había hecho que la misión fuera
ya imposible. Su defensa fue realmente muy efectiva: cuando las cartas de los
generales fueron leídas ante la Asamblea, la multitud inmediatamente se
encolerizó con los capitanes, «pero después de que hubieran presentado su
defensa, la rabia se volvió contra los generales» (Diodoro, XIII, 101, 4). Por
consiguiente, la Asamblea aprobó una moción por la que se destituía a los
generales y se les ordenaba que regresaran a Atenas para enfrentarse a un
juicio. Dos de ellos huyeron al exilio de inmediato. El procedimiento al que
los otros se sometieron fue probablemente la euthyna, el control habitual que se producía cuando un general
abandonaba su cargo al expirar el tiempo que se le había asignado, y que
comenzaba con un balance de su situación financiera, aunque incluía también una
valoración de su conducta en el desempeño del cargo.
El primero de los generales en ser juzgado fue
Erasínides, que fue considerado culpable por apropiación indebida de dinero
público y mala conducta en el ejercicio de su cargo, por lo que fue
encarcelado. Quizá fue el primero en ser procesado porque era un objetivo
fácil, o porque se había extendido el rumor de que había propuesto ignorar por
completo a los supervivientes y a los cadáveres y enviar toda la flota a
Mitilene. Los cinco generales restantes se presentaron entonces ante el Consejo
de los Quinientos para presentar su versión de los hechos, lo que supuso una
vuelta a su estrategia original de culpar a la tormenta de todo lo que había
ocurrido. Quizá cuando los generales supieron que los dos capitanes no habían
sido considerados los responsables de los cargos que había contra ellos,
intentaron recomponer, de esa manera, su anterior frente unido. Si eso es lo
que pretendían, actuaron demasiado tarde, porque el Consejo votó encarcelarlos
y hacer que volvieran a ser juzgados por la Asamblea en su capacidad judicial.
Allí, Terámenes leyó la carta original de los generales que culpaba sólo a la
tormenta, para a continuación pasar a acusar, de acuerdo con otros, a los
generales por la pérdida de los supervivientes y de los cuerpos insepultos.
Podemos asumir que tanto Terámenes como Trasibulo
estaban encolerizados por el hecho de que los generales hubieran sido los
primeros en abandonar la explicación acordada y de que los hubieran acusado a
ellos. El pueblo ateniense, conocedor ahora de toda la historia, estaba
convencido de la necesidad de buscar a los culpables y de castigarlos
severamente. La única cuestión que quedaba por resolver era sobre quién debía
recaer el castigo. Terámenes tomó la iniciativa, y la Asamblea se volvió
claramente contra los generales, haciendo callar a gritos a sus defensores, e
incluso no permitiéndoles un tiempo adecuado para que expusieran su defensa.
Bajo tal presión, como es natural, los acusados se revolvieron contra sus
acusadores, insistiendo en que a Terámenes y Trasibulo se les había encomendado
la responsabilidad de recoger a los supervivientes y a los cadáveres: «Si
hubiera que culpar a alguien respecto a las tareas de rescate, a nadie debería
acusarse más que a aquellos a quienes se había encomendado la tarea.» No obstante,
incluso en ese momento se negaron a abandonar su defensa inicial, al aseverar
que «la violencia de la tormenta impidió el rescate» (Jenofonte, Helénicas, I, 7, 6). Los encausados
hicieron venir en apoyo de sus afirmaciones a pilotos y marineros de la flota,
cuyas declaraciones tuvieron un notable y poderoso efecto. La Asamblea podía
creer fácilmente que los generales se mantenían fieles a su narración del
incidente, y que si habían elegido no aludir a los detalles acerca de la misión
asignada a los capitanes había sido por compañerismo y porque la tormenta hacía
que esa alusión fuera completamente irrelevante.
Jenofonte afirma que los generales «estaban a punto de
convencer a la Asamblea» (Helénicas, I, 7,
6), y que un resultado moderado y lógico parecía inminente, cuando la suerte
intervino. Había oscurecido antes de que ninguna votación hubiera sido hecha,
por lo que la Asamblea decidió posponer su decisión hasta el día siguiente y
ordenó al Consejo de los Quinientos que propusiera la forma en que debía
llevarse a cabo el juicio.
Por otro golpe de la fortuna, el festival de la
Apaturia iba a tener lugar tan sólo unos pocos días más tarde, una festividad
que se dedicaba a la celebración de ritos de nacimiento, mayoría de edad y
matrimonio y que reunía a familias de toda el Ática. Tradicionalmente, ésta era
una ocasión de gran alegría y de celebraciones multitudinarias, pero ese año
sólo servirían como doloroso recordatorio de la ausencia de los jóvenes que
habían muerto en la batalla de las Arginusas. Este ambiente contribuyó
poderosamente a despertar de nuevo grandes resentimientos contra aquellos que
pudieran haber sido responsables de lo sucedido. Cuando la Asamblea se reunió
al día siguiente como había sido acordado, los familiares de los muertos, con
las cabezas afeitadas en señal de duelo, exigieron venganza y «suplicaron al
pueblo que castigara a los que habían permitido que hombres que habían muerto
felices en la defensa de su patria permanecieran insepultos» (Diodoro, XIII,
101, 6).
En respuesta a esta petición, Calixeino, un miembro de
los Quinientos, sugirió al Consejo un procedimiento hostil hacia los generales,
proponiendo que no hubiera más debates, sino una votación sobre su culpabilidad
o su inocencia. La pregunta sería hecha de la manera más perjudicial para los
encausados: si los generales eran culpables o no «por no haber rescatado a los
hombres que habían conseguido la victoria en la batalla naval» (Jenofonte, Helénicas, I, 7, 9). La pena sería la de
muerte para los sentenciados, junto con la confiscación de sus propiedades. Al
final, los generales serían juzgados conjuntamente, con una sola votación de la
Asamblea para decidir el destino de todos ellos. El Consejo aprobó esta
propuesta, completamente inusual y perjudicial, no dejando a los generales
oportunidad de intentar cambiar la atmósfera hostil en la que la Asamblea se
había reunido por segunda vez. El debate en la Asamblea fue de gran emotividad.
Un hombre que se presentó como un superviviente de las Arginusas recordó cómo
los hombres que se estaban ahogando a su lado le habían pedido que contara a
los atenienses que «los generales no habían rescatado a los hombres que habían
sido los mejores en la defensa de su patria» (Jenofonte, Helénicas, I, 7, 11). En esa atmósfera tan encendida, Euriptólemo,
primo y seguidor de Alcibíades, se atrevió a hablar en favor de los acusados.
Acusó a Calixeino de haber presentado una moción ilegal, y que al obrar así
debía aplicarse la graphé paránonom,
un procedimiento ateniense relativamente reciente para la protección de la
Constitución.
Esta medida prohibía la aprobación de una moción hasta
que el que la hubiera propuesto se enfrentara a un juicio por presentar una
propuesta ilegal y fuera absuelto de ese delito. Algunos en la Asamblea
aplaudieron esta acción, pero muchos mantuvieron una posición muy diferente.
Uno de los miembros propuso incluso que Euriptólemo y todos aquellos que le
apoyaban fueran también incluidos en las acusaciones contra los generales, una
sugerencia que ganó un fuerte respaldo. Sin embargo, al final, la propuesta
contra Calixeino fue retirada.
Esto llevó a la Asamblea de vuelta a la moción
original, que sentenciaría a todos los generales a muerte por una sola
votación. Sin embargo, algunos de los prítanes
—el comité del Consejo, elegido por sorteo y rotativo para presidir la Asamblea
en fechas determinadas— plantearon que esta cuestión no podía ser votada,
basándose en que era ilegal. Su lógica descansaba en dos sólidos argumentos:
primero, que las acusaciones en masa iban contra la práctica tradicional de la
Asamblea y, más particularmente, contra el decreto de Cannono, que garantizaba
específicamente un juicio separado para cada acusado; segundo, que a los
generales no les había sido concedida la oportunidad de hablar en su defensa
como estaba prescrito por la ley. Estos argumentos hubieran sido difíciles de
refutar, pero Calixeino, dándose cuenta de la hostilidad de la multitud hacia
los generales, no retiró su propuesta. Incluso llegó a proponer que los mismos
cargos dirigidos contra los generales fueran extendidos a los prítanes que se
mostraban reacios, a lo cual el pueblo respondió con un clamor de aceptación.
Esta actitud aterrorizó tanto a los prítanes que
retiraron sus objeciones y acordaron someter la propuesta del Consejo a
votación. La casualidad hizo que Sócrates hubiera sido elegido para servir como
miembro del Consejo en ese año, el único puesto oficial que ejerció nunca.
Además, su tribu estaba al frente de la pritanía para ese mes y, por una
coincidencia todavía mayor, Sócrates ejercía como prostates, el presidente de la Asamblea. De entre los prítanes, él
fue el único en mantenerse firme, y rehusó someter la moción a votación.
Algunos años más tarde, después de la guerra, Platón escribió sobre el
comportamiento de su maestro, cuando éste se defendió a sí mismo ante un
tribunal ateniense: «Yo fui el único entre los prítanes que se opuso a la
ilegalidad y el único en presentar mi voto contra vosotros [el pueblo
ateniense]; y cuando los oradores amenazaron con acusarme y arrestarme, y
vosotros insistíais y gritabais, decidí que debía correr el riesgo,
permaneciendo al lado de la ley y de la justicia, más que seguir a vuestro lado
contra la justicia a causa del miedo a la prisión o a la muerte» (Apología, 32 b-c). Pero incluso frente a
una postura de principios tan elevados, la pasión de la Asamblea era demasiado
fuerte, y el odio acabó por imponerse.
En ese momento, Euriptólemo se levantó de nuevo,
sugiriendo diferentes procedimientos que permitirían tratar duramente a los
acusados, si bien con juicios separados. Claramente creía que las intensas
emociones provocadas por los acontecimientos, la tristeza intensificada por la
celebración de la Apaturia y las emociones avivadas por los oradores, se
desvanecerían al poco tiempo, y que los juicios individuales proporcionarían a
los acusados una oportunidad de presentar su defensa y de establecer de nuevo
el sentido común. Hizo un brillante discurso que advirtió contra procedimientos
ilegales, al tiempo que recordaba a la Asamblea la gran victoria obtenida por
los generales acusados, y a punto estuvo de obtener lo que pretendía, ya que
una propuesta para juzgar separadamente a los generales consiguió la mayoría de
los votos. Sin embargo, al final, ciertas maniobras parlamentarias anularon esa
victoria. Una segunda votación se llevó a cabo, y la Asamblea esta vez votó la
propuesta del Consejo: condenar a muerte a los ocho generales, incluidos los
dos que no habían regresado a Atenas.
Euriptólemo había fracasado por poco en su intento de
salvarlos, pero estaba en lo cierto al pensar que los atenienses serían
incapaces de seguir manteniendo su odio por mucho tiempo: «No mucho tiempo
después, los atenienses se arrepintieron y votaron que fueran demandados
aquellos que habían engañado al pueblo». Calixeino fue uno de los cinco
acusados y arrestados. Sin embargo, todos ellos lograron escapar antes de ser
llevados a juicio. Pero cuando Calixeino regresó a la ciudad, «murió de hambre,
odiado por todos» (Jenofonte, Helénicas,
1, 7, 35).
Por haber ordenado la ejecución de los generales, los
atenienses han sido justamente censurados a través de los siglos, pero el
argumento que ha sido esgrimido en tiempos antiguos y modernos, basado en que
tales equivocaciones son características de la democracia, está muy lejos de la
realidad. Las atrocidades han sido perpetradas por todo tipo de regímenes a lo
largo de la historia. Es precisamente la adhesión general a la ley y a los
procedimientos debidos por parte de la democracia ateniense lo que hace de esta
excepción a la norma algo tan notorio. Los atenienses, como hemos visto, se
arrepintieron de su error de inmediato y no lo repitieron, pero quedó como una
mancha negra que los enemigos de la democracia usarían para atacar al gobierno
ateniense y a su modo de vida.
Casi inmediatamente, además, los atenienses también
sufrieron graves consecuencias de orden práctico debido a esta decisión. Pocos
Estados en guerra pueden permitirse el lujo de desaprovechar a ocho generales
experimentados y victoriosos. Además de la pérdida de los generales del
406-405, Atenas también se vería privada de los servicios de otros dos
experimentados oficiales conectados con los acontecimientos que rodearon la
batalla de las Arginusas. Trasibulo no fue elegido como general en la elección
del 405, y Terámenes, aunque elegido, fue descalificado por el organismo que
examinaba regularmente a los oficiales recién nombrados. Atenas tendría que
hacer frente ahora al reto representado por Esparta y Persia sin contar con la
experiencia de muchos de sus mejores mandos militares, mientras que aquellos
que fueron elegidos en su lugar debieron sin duda sentirse desconcertados por
el destino de sus predecesores.
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