Capítulo 31
Los Cinco Mil (411)
A su regreso a Atenas desde Samos, los embajadores de
la oligarquía transmitieron sólo una parte del mensaje de Alcibíades a los
Cuatrocientos. Hablaron acerca de su insistencia en que los atenienses habían
de resistir y no rendirse a los espartanos, así como de sus esperanzas de
reconciliación y victoria, si bien suprimieron todo aquello que tenía que ver
con su apoyo a los Cinco Mil, su oposición a que continuaran los Cuatrocientos
en el gobierno y su llamamiento a que fuera restaurado el antiguo Consejo de
los Quinientos. Aunque revelar tales exigencias hubiera profundizado las
diferencias dentro del movimiento, incluso esta versión restringida alentó a
los moderados, que «eran la mayoría de aquellos que tomaban parte en la
oligarquía [y] que estaban descontentos incluso antes de estos hechos, de modo
que verían con agrado librarse del asunto de cualquier modo si podían hacerlo
sin peligro para ellos» (VIII, 89, 1).
DISIDENCIA DENTRO DE LOS CUATROCIENTOS
Estos disidentes fueron guiados por Terámenes y
Aristócrates, hijo de Escelias. La conducta de Terámenes durante este período
anunciaba lo que sería una audaz y activa carrera a favor de un régimen
moderado para Atenas. Aristócrates era un destacado ateniense, un general lo
bastante importante como para haber firmado la Paz de Nicias y la alianza con
Esparta, así como para haber sido objeto de una broma en Las aves de Aristófanes en el año 414. Como Terámenes y Trasibulo,
había apoyado la conspiración para limitar la democracia ateniense; sin
embargo, poco después se enfrentaría a los Cuatrocientos; más tarde destacaría
bajo la democracia restaurada como un aliado de Alcibíades.
En los debates que se produjeron entre los
descontentos, Terámenes y Aristócrates anunciaron que temían no sólo a
Alcibíades y a su ejército de Samos, sino también «a aquellos que habían estado
enviando embajadas a Esparta, por si causaban daño a la ciudad sin consultar a
la mayoría». En ese momento se cuidaban mucho de evitar el lenguaje de la
contrarrevolución, por si ello provocaba el terror y una confrontación civil
abierta, lo que expondría a la ciudad a una fácil conquista espartana. En lugar
de eso, insistieron tan sólo en que los Cuatrocientos llevaran a cabo su
promesa «de designar a los Cinco Mil de hecho, y no sólo nominalmente, y [de
esa manera] establecer un régimen político con mayor igualdad» (VIII, 89, 2).
Aparte de por sus ambiciones personales, estos hombres
estaban motivados por el miedo tanto como por el patriotismo. Cuando la
situación se deterioró, podía esperarse que los extremistas actuaran contra los
disidentes que había entre los Cuatrocientos, teniendo en cuenta que ya habían
expresado su intención de eliminar a sus oponentes. Por otra parte, si los
demócratas atenienses de Samos ganaban el control de la situación, no era
probable que éstos mostraran compasión a los que habían promovido el
surgimiento de los Cuatrocientos. Cada día que pasaba era más probable que los
extremistas traicionaran a la ciudad pactando con Esparta para salvarse. Los
moderados de Atenas, sin embargo, estaban determinados a preservar la
independencia de la ciudad y a continuar la guerra hasta la victoria. Los
acontecimientos posteriores demostrarían que sus compatriotas reconocieron su
dedicación, y los nombrarían repetidamente para altos cargos militares. Todas
estas consideraciones se combinaron para presionar a los moderados,
incitándolos a actuar rápidamente.
EL COMPLOT OLIGÁRQUICO PARA TRAICIONAR A ATENAS
Aunque los embajadores habían evitado escrupulosamente
dar el mensaje de Alcibíades con todo detalle, las noticias de Samos alarmaron
de tal modo a los líderes extremistas que empezaron a construir un fuerte en el
puerto del Pireo, en Eetionea, un promontorio que se extendía hacia el sur a
través de la boca del puerto, dominando el tráfico de entrada y salida del
mismo. De manera ostensible, la nueva construcción capacitaría a una pequeña
fuerza para controlar el puerto contra ataques que procedieran del lado
terrestre a cargo de enemigos internos. Lógicamente, Terámenes y los moderados
percibieron de inmediato su peligro potencial. Su verdadero propósito,
protestaron, era «el de que ellos (los extremistas) pudieran dejar entrar al
enemigo, tanto por tierra como por mar, cuando lo desearan» (VIII, 90, 3). La
noticia del regreso de Alcibíades también contribuyó a provocar el miedo de los
extremistas, que «comprobaron cómo la mayoría de los ciudadanos y algunos de
los de su propio grupo, a los que habían considerado como dignos de confianza,
estaban cambiando de opinión» (VIII, 90, 1). Por supuesto, hubieran preferido
permanecer independientes, establecer la oligarquía en Atenas y mantener el
Imperio intacto. Si perdían el Imperio, intentarían preservar la independencia,
pero no estaban dispuestos a aceptar una restauración democrática, incluso
preferirían «aceptar la rendición ante el enemigo, abandonando barcos y
murallas, y asumir cualquier condición en nombre de la ciudad, siempre que
pudieran salvar sus propias vidas» (VIII, 91, 3). Por consiguiente, se
apresuraron a terminar las nuevas fortificaciones en Eetionea y enviaron una
docena de hombres, entre los que estaban Antifonte y Frínico, para buscar la paz
con los espartanos «bajo condiciones que fueran, de alguna manera, tolerables»
(VIII, 90, 2).
Tan sólo podemos conjeturar sobre los detalles de las
negociaciones. Los atenienses probablemente solicitaron la paz basada en el statu quo anterior a las hostilidades,
pero los espartanos la rechazaron. La embajada regresó de Esparta, por
consiguiente, sin haber alcanzado un acuerdo general, aunque sí se había
negociado una salida para los extremistas; Antifonte y sus colegas estaban
decididos a traicionar a su ciudad a cambio de su propia seguridad.
Los trabajos en el fuerte de Eetionea continuaron, y
Terámenes habló en su contra con sinceridad creciente, con vigor y coraje,
aunque oponerse a los extremistas era una táctica muy arriesgada que podía
acabar en la denuncia o el asesinato. Sin embargo, fue un crimen de una clase
diferente el que, finalmente, ayudó a comenzar la contrarrevolución, ya que
Frínico fue muerto en el Ágora, llena de gente, después de que hubiera salido
de la cámara del Consejo. El asesino escapó, y un argivo que le acompañaba
rehusó, incluso bajo tortura, revelar los nombres de cualquier otro
conspirador. En esas circunstancias, llegó a Atenas la noticia de que una flota
peloponesia, al parecer dispuesta a auxiliar a los eubeos en la rebelión, había
recalado en Epidauro para lanzar una incursión sobre Egina. Ésa no era una
parada en la ruta a Eubea, sino más bien hacia el Pireo. Terámenes,
Aristócrates y otros moderados, tanto dentro como fuera del grupo de los
Cuatrocientos, mantuvieron una reunión de emergencia. Terámenes había estado
avisando, durante algún tiempo, de que el verdadero objetivo de la flota
peloponesia no era Eubea, sino el puerto de Atenas y, ahora, exigía acción.
Aristócrates, que estaba al mando de un regimiento de
hoplitas en el Pireo, arrestó de inmediato a Alexicles, «un general de la
facción oligárquica, especialmente inclinado a las asociaciones con objetivos
políticos» (VIII, 92, 4). Esta «eliminación» de un general extremista por orden
de un moderado fue bien recibida por el ejército de los hoplitas, que
representaba el núcleo de las fuerzas armadas, un colectivo que los extremistas
tendrían que controlar si realmente confiaban en llevar adelante sus planes de
entregar la ciudad a Esparta. Cuando las noticias del alzamiento en el Pireo
llegaron a Atenas, los Cuatrocientos estaban reunidos en la cámara del Consejo,
y los extremistas rápidamente se volvieron hacia Terámenes, obviamente el
principal sospechoso. Sin embargo, él los sorprendió ofreciéndoles su ayuda
para el rescate de Alexicles. Cogidos por sorpresa, no sabiendo con seguridad
el papel que Terámenes había tenido en el asunto, y sin duda reacios a abrir
una brecha en un momento tan crítico, aceptaron la oferta de Terámenes,
permitiéndole incluso que le acompañara otro general que simpatizaba con sus
puntos de vista. La única contramedida que pudieron tomar fue la de hacer que
el extremista Aristarco los acompañara como tercer general.
Con un ejército marchando desde Atenas al Pireo para
hacer frente a otro ejército, la guerra civil parecía inevitable. Sin embargo,
las fuerzas en el Pireo estaban bajo el mando de los moderados, y dos de los
tres generales del grupo ateniense eran moderados también, por lo que el
resultado fue menos una decisiva batalla que una representación cómica. Cuando
Aristarco exigió que los hoplitas pusieran todo su esfuerzo en el combate,
Terámenes simuló regañarles. La mayoría de ellos, sin embargo, le preguntaron
si «él pensaba que la fortificación estaba siendo construida para algún buen
propósito, o si sería mejor destruirla». Él contestó que si ellos pensaban que
era mejor demolerla, estaba de acuerdo con ellos. Los hoplitas comenzaron de
inmediato a derribar la fortificación, gritando que «todo el que quisiera que
gobernaran los Cinco Mil en lugar de los Cuatrocientos, se pusiera manos a la
obra» (VIII, 92, 10-11).
Esta instigación formaba parte, seguramente, del plan
de los moderados, y aunque era dirigida «a la multitud» como una forma de
alentarles a derribar la fortificación y desbaratar los esfuerzos de los
extremistas por entregar la ciudad a los espartanos, también pretendía ser una
garantía de que el nuevo régimen sería gobernado por la Constitución que ellos
siempre habían querido. Los soldados que adoptaron y gritaron el eslogan
anteriormente citado hubieran preferido probablemente un regreso directo a la
plena democracia, pero, siguiendo las indicaciones de Terámenes y de sus
colegas, por el momento podían estar satisfechos de derrocar la oligarquía de
los Cuatrocientos y prevenir su traición.
Sin embargo, los líderes moderados que estaban
dirigiendo este movimiento no querían conducirlo hacia una guerra civil, ya que
su objetivo era provocar la renuncia de los extremistas sin obligarles a
combatir. Al día siguiente, después de que su ejército acabara de arrasar las
fortificaciones y una vez liberado Alexides, marcharon hacia Atenas, aunque se
detuvieron en un campo de desfile, al que habían acudido delegados de los
Cuatrocientos para reunirse con ellos. Estos representantes prometieron
publicar la lista de los Cinco Mil y permitir que el Consejo de los
Cuatrocientos fuera elegido por ese cuerpo, en cualquier forma que pudiera ser
decidida. También urgieron a los soldados a que mantuvieran la calma y no
pusieran en peligro al Estado y a todos los que formaban parte de él,
convenciéndoles para que asistieran a una Asamblea en el teatro de Dioniso,
fijando una fecha para discutir la restauración de la armonía.
Al menos en esta oferta, los extremistas no fueron
sinceros, ya que ellos creían que «hacer a tantos hombres partícipes del
gobierno era una plena democracia» (VIII, 92, 11). Su propósito era, más bien,
ganar tiempo para que los espartanos tomaran la ciudad. Unos pocos días más
tarde, llegaron noticias de que la flota espartana estaba navegando hacia
Salamina con la intención de presentarse en las fortificaciones del Pireo,
desconociendo que éstas ya habían sido destruidas. La expedición de los
espartanos puede haber formado parte de un plan diseñado con los oligarcas
atenienses para desembarcar en el Pireo: si encontraban Eetionea en manos
amigas, podrían perfectamente tomar el puerto o bloquear su entrada para
someter a los atenienses por hambre. Podían incluso tener la suerte de
encontrar a los atenienses enfrascados en una guerra civil y al puerto sin
defensa. Si, por el contrario, fuerzas hostiles estaban controlando Eetionea,
siempre podrían pasar de largo y dirigirse a Eubea.
Sin embargo, debido a que la fortificación estaba ya
en ruinas, la posición de los extremistas era muy difícil; ante la aproximación
de la flota enemiga, los atenienses se apresuraron para defender el puerto. El
oficial espartano Agesándridas y sus cuarenta y dos barcos pasaron de largo,
dirigiéndose al sur hacia Sunio, en la ruta a Eubea. Gracias a los esfuerzos de
los moderados y del pueblo, Atenas se había salvado.
LA AMENAZA A EUBEA
A causa de que Eubea «lo era todo» (VII, 95, 2) para
la gente encerrada en la ciudad de Atenas, en el Pireo y en el espacio
amurallado entre los dos lugares, los atenienses se apresuraron a proteger la
mal defendida isla con una improvisada flota bajo el mando de Timócares, un
general moderado. A unos once kilómetros de distancia, en el estrecho, a la
altura de Oropo, la flota de Agesándridas excedía en número a la ateniense a
razón de cuarenta y dos barcos contra treinta y seis, contando con la ventaja
añadida de tener tripulaciones más experimentadas y con mejor preparación, con
un plan de batalla ya ensayado, con el factor sorpresa, y también con la
colaboración de los eretrieos. Parte de su estrategia consistía en privar a los
atenienses de un lugar de suministro cuando desembarcaran, forzándoles a tener
que dispersarse para buscar alimento en el interior de la isla. Cuando los
atenienses se dispersaron, los eretrieos hicieron una señal y Agesándridas
atacó. Los atenienses fueron obligados a correr hacia sus embarcaciones y a
hacerse de inmediato a la mar, sin tener tiempo de ponerse en formación, motivo
por el cual pronto fueron empujados de nuevo hacia la costa. Los eubeos mataron
a muchos de los que intentaron huir, si bien algunos consiguieron ponerse a
salvo en Calcis, y otros en un fuerte ateniense en la isla. Finalmente,
perdieron veintidós barcos con sus tripulaciones, y los peloponesios levantaron
un trofeo de la victoria. Con la excepción de Hestiea, en el límite
septentrional de Eubea, toda la isla se unió a la rebelión.
El pánico entre los atenienses tras conocer la derrota
fue mayor que el que se había producido después del desastre de Sicilia.
Contaban con poco dinero y pocos barcos, y estaban privados del acceso a toda
el Ática fuera de los muros de la ciudad, incluyendo ahora también Eubea, que
había estado sirviendo como sustitutivo del territorio ocupado por el enemigo.
La ciudad estaba desgarrada por las disensiones y amenazada por la traición. En
cualquier momento podía surgir una guerra civil, o producirse el ataque de la
flota ateniense de Samos. El mayor miedo de la multitud era que los
peloponesios regresaran y atacaran el Pireo, que no estaba defendido por una
flota adecuada. Tucídides creía que los espartanos podían o haber bloqueado o
haber puesto asedio al puerto, provocando que la flota de Samos viniera al
rescate de sus familiares y de su ciudad, y por consiguiente, perdiendo todo el
Imperio desde el Helesponto hasta Eubea. Pero los espartanos, como nos cuenta
el historiador griego, eran «los más convenientes de todos los pueblos para
luchar con los atenienses» (VIII, 96, 5), como demostraron en esta ocasión y en
muchas otras cuando desaprovechaban una nueva oportunidad.
Sin embargo, los acontecimientos subsiguientes
sugieren que los peloponesios podían no haber salido victoriosos si hubieran
actuado más audazmente. En el interior de Atenas, la amenaza de un ataque
espartano no condujo a una guerra civil, sino más bien al derrocamiento de los
Cuatrocientos y a la unificación del Estado bajo las directrices de los
moderados, una consecuencia que un ataque espartano sólo habría acelerado.
Fuera de Atenas, un bloqueo espartano o el asedio del Pireo seguramente habría
provocado un ataque por parte de la flota ateniense destacada en Samos, que
fácilmente hubiera destruido la fuerza de Agesándridas, mucho menor, y evitado
defecciones en el Imperio. El resultado hubiera sido la reunificación de la
flota ateniense bajo el control de moderados como Trasibulo, así como una
Atenas dirigida por moderados como Terámenes y Aristócrates. Una Atenas de
nuevo unificada podía entonces tener interés en buscar a la flota peloponesia
con excelentes perspectivas de victoria y de recuperación de territorios
perdidos. Esparta tenía buenas razones, por consiguiente, para no arriesgarse
en un ataque al puerto ateniense.
LA CAÍDA DE LOS CUATROCIENTOS
Los atenienses, desde luego, no sabían a qué atenerse,
por lo que dispusieron lo necesario para su defensa. Después de completar la
tripulación de veinte barcos para proteger el puerto lo mejor que pudieron, se
reunieron en la colina Pnix, el lugar de encuentro habitual de la Asamblea bajo
la democracia, para enviar un claro mensaje acerca de que el gobierno que
existía hasta ese momento había dejado de actuar. Depusieron formalmente a los
Cuatrocientos, y «cedieron todos los asuntos a los Cinco Mil» (VIII, 97, 1),
prohibiendo cualquier tipo de pago por ejercer un cargo público.
Esto era, en efecto, una ratificación del programa
moderado y, debido a que el grueso de la flota, tripulada por muchos miembros
de las clases bajas, estaba en Samos, debió de ser una medida particularmente
gratificante para la Asamblea, en gran parte hoplítica, que votó esa
disposición.
Mientras algunos de ellos hubieran favorecido una
Constitución así por sí misma, otros la hubieran apoyado sólo como un paso
hacia la restauración de la plena democracia. La vigilancia y el coraje de los
líderes moderados habían salvado a la ciudad de la traición y de la guerra
civil, y habían detenido su avance hacia la oligarquía. Por sus acciones
durante la crisis, Terámenes y Aristócrates, quizá más que el sofisticado
Alcibíades —en Samos en ese momento—, merecen el reconocimiento de que
precisamente ellos, «más que ningún otro, fueron útiles al Estado» (VIII, 86,
4).
LA CONSTITUCIÓN DE LOS CINCO MIL
En el nuevo régimen, los derechos de voto en la
Asamblea, de servir como jurado, y de ocupar un cargo público fueron restringidos
a hombres del censo hoplítico o superior. La sede del poder se había trasladado
del Consejo de los Cuatrocientos a la Asamblea, pero ¿cuán grande era, en la
práctica, esa Asamblea? El número de cinco mil era verdaderamente más simbólico
que real, ya que incluía a todos los hombres que pudieran proveerse a sí mismos
con el equipo de hoplita o servir en la caballería. En septiembre del año 411,
ese número puede haber sido aproximadamente de unos diez mil.
Hubo también un Consejo que al parecer tuvo quinientos
miembros, probablemente elegidos, no sorteados, con un poder y facultades
mayores que las del anterior Consejo democrático. En otros aspectos, la
Constitución parece haber sido la misma que la de la anterior democracia. El
sistema judicial aparentemente funcionaba por el método tradicional, aunque se
excluía a las clases bajas de la participación en los jurados. En general, y
más allá de estas restricciones, el gobierno de los Cinco Mil parece haber
funcionado mucho mejor que su predecesor democrático.
Al final, los Cinco Mil estuvieron menos de diez meses
en el poder antes de dar paso pacíficamente a la vuelta de la plena democracia,
cuando «el pueblo rápidamente les quitó el gobierno del Estado» (Aristóteles, Constitución de los atenienses, 34, 1).
A pesar de su breve duración, Tucídides describe la constitución de los Cinco
Mil como «un equilibrio moderado entre la minoría y la mayoría» (VIII, 97, 2),
y juzga que fue el mejor gobierno que tuvo Atenas en toda su historia.
Aristóteles señala que los atenienses «parecen haber estado bien gobernados en
ese período, porque una guerra estaba en marcha, y el Estado estaba en manos de
los que llevan armas» (Aristóteles, Constitución
de los atenienses, 33, 2).
Sin embargo, la principal debilidad de la nueva Constitución
era que, al negar al grueso de la flota sus correspondientes derechos civiles
durante una guerra que era predominantemente naval, estaba destinada a tener
que hacer frente a un desafío importante. Para triunfar, los moderados,
nuevamente en el poder, tendrían que unirse a los hoplitas y a los soldados de
caballería de la ciudad, pero también a la flota ateniense en Samos, hasta
cierto punto el factor más importante; sin embargo, una vez lo hubieron hecho,
era sólo una cuestión de tiempo que los hombres que manejaban los remos de los
barcos insistieran en la restauración de sus plenos derechos políticos. Los
moderados, por consiguiente, se enfrentaban a un dilema, ya que su futuro y el
de su ciudad dependían de conseguir una unión que inevitablemente llevaría a
sustituir la Constitución que ellos defendían.
LOS CINCO MIL EN ACCIÓN
Como un primer paso para la reconciliación, los Cinco
Mil votaron el regreso de Alcibíades y del grupo de exiliados que le
acompañaban. Terámenes y los otros moderados habían estado siempre deseosos de
hacer regresar a Alcibíades a Atenas, y aprovecharse de lo que ellos creían que
era su incomparable talento militar y diplomático. Al igual que casi había
traído la ruina al Estado como su enemigo, ahora podía salvarlo, al ser
rehabilitado. Las subsiguientes acciones de Alcibíades tras la emisión del
decreto que permitía su regreso, sugieren que éste no garantizaba una completa
exculpación o perdón. Desde el momento en que confirmaba el nombramiento que la
flota había hecho otorgándole el grado de general, tanto la condición de
proscrito como la amenaza de castigo que iba aparejada debían sobreentenderse
como completamente abolidas. Sin embargo, es posible que le dejara en la misma
situación que en el otoño del año 415, después de que fuera acusado, pero antes
de que tuviera lugar cualquier juicio: tendría que regresar a Atenas para
obtener una completa rehabilitación. Aunque sus principales enemigos estaban
ahora muertos o apartados del poder, y sus amigos estaban en el gobierno, él
prefirió no regresar a Atenas de inmediato para recibir la bienvenida de una
multitud agradecida, como un hombre completamente absuelto de todos los cargos
que pesaban sobre él y libre de todo peligro; en lugar de eso, esperó casi
cuatro años hasta el verano del año 407. Como Plutarco explica, «él pensaba que
no debería volver con las manos vacías y sin éxitos, gracias a la compasión y a
la merced de la multitud, sino lleno de gloria» (Alcibíades, XXVII, 1). Lo más probable, sin embargo, es que retrasara
su reaparición por miedo a la persecución.
El nuevo régimen no tenía asegurada, de ninguna
manera, su posición. Aunque algunos oligarcas extremos huyeron de la ciudad de
inmediato, la situación todavía estaba tan incierta que muchos de ellos se
sintieron lo bastante seguros como para permanecer en ella, e incluso podrían
haber esperado volver a ganar el poder. Los moderados tenían que proceder con
cautela porque, a pesar de su destacado papel en desalojar del poder a los
Cuatrocientos, muchos de ellos habían sido miembros de ese cuerpo político.
Necesitaban no sólo guardarse contra los intentos de los extremistas por
restaurar la oligarquía o traicionar al Estado, sino también conseguir que la
opinión pública no les vinculara con aquellos extremistas que habían sido sus
colegas en los Cuatrocientos. Sin embargo, una de sus primeras acciones
oficiales fue realmente extraña. La Asamblea votó un decreto contra el cadáver
de Frínico, ordenando que fuera acusado de traición. Cuando posteriormente fue
condenado, sus huesos fueron exhumados y llevados más allá de las fronteras del
Ática, su casa destruida, sus propiedades confiscadas, y el veredicto y las
sanciones inscritas en una estela de bronce. Aparentemente, el decreto fue un
intento de escudriñar el sentimiento público, atacando a un hombre que tenía
muchos enemigos y que estaba convenientemente muerto. Incluso así, tanto
Aristarco como Alexicles hablaron en nombre de Frínico, una acción que sugiere
que se sentían lo suficientemente seguros como para defender a su antiguo
socio.
La prueba fue un éxito, y los moderados actuaron
entonces contra los extremistas que seguían vivos. Por lo visto, Pisandro
escapó antes de que sentencia alguna pudiera ser impuesta, pero un pleito fue
interpuesto contra tres destacados oligarcas, Arqueeptolemo, Onomacles y
Antifonte, que fueron acusados de traición por negociar con los espartanos «en
detrimento del Estado» (Plutarco, Moralia,
833). Onomacles al parecer consiguió huir, pero Arqueeptolemo y Antifonte se
quedaron para defenderse ellos mismos, ya que Polistrato, un miembro de los
Cuatrocientos, ya había sido liberado con sólo una multa, y muchos otros fueron
absueltos. Sin embargo, estos dos oligarcas fueron sentenciados a muerte y
ejecutados con los mismos deshonores que fueron impuestos a Frínico. Sus
condenas y castigos iban a ser inscritos en unas estelas de bronce que serían
erigidas cerca de las que llevaban los decretos que hacían referencia a
Frínico, mientras que lápidas de piedra iban a ser colocadas en los lugares que
habían ocupado sus casas con la leyenda «Tierra de Arqueeptolemo y Antifonte,
los dos traidores» (Plutarco, Moralia,
834).
El destino de ambos sin duda convenció a los
extremistas que quedaban para que huyeran, poniendo así fin a cualquier amenaza
de traición. Probablemente, su condena ganó un mayor apoyo del pueblo para los
moderados y reforzó su confianza en ellos. Timócares retuvo su mando naval, y
Terámenes se sintió lo suficientemente seguro como para navegar hacia el
Helesponto, donde se unió a Trasibulo y Alcibíades. Los moderados podían ahora
centrar su atención en la tarea de cómo ganar la guerra.
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