miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Capítulo 6 El ataque tebano a Platea (431)

Tras el fracaso de la tres misiones espartanas, la contienda comenzó finalmente en el mes de marzo del año 431, en Beocia, siete meses después de la declaración de guerra. Sin embargo, no fue Esparta la que inició las hostilidades, sino Tebas, una de sus aliadas más poderosas. Los tebanos habían discutido y peleado durante siglos con sus vecinos atenienses en el sur. Habían intentado largamente unificar y dominar toda Beocia, pero sus planes se habían visto frustrados por la resistencia de algunas ciudades-estado de la zona, asistidas ocasionalmente por Atenas.
En la primera Guerra del Peloponeso, los atenienses habían derrotado a Tebas en el campo de batalla y habían establecido gobiernos democráticos en la mayoría de las poblaciones beocias, con el consiguiente dominio de parte del territorio tebano durante algunos años. Los tebanos compartían una frontera muy extensa con los atenienses y, en caso de guerra, querían controlar Platea, una pequeña plaza con menos de un millar de habitantes, pero que se presentaba a la vez como peligro y como oportunidad. Su gobierno democrático siempre se había resistido a formar parte de la Liga beocia, la cual se hallaba dominada por la oligarquía de Tebas, y los plateos habían sido leales aliados de Atenas desde el siglo VI. La población ocupaba una posición estratégica: a poco más de trece kilómetros de Tebas y junto a las mejores rutas de comunicación entre Atenas y Tebas (Véase mapa[12a]). En manos atenienses, Platea podía utilizarse como base desde donde atacar Tebas y Beocia, y como amenaza a cualquier ejército tebano que intentara entrar en el Ática. Y algo más importante aun, estaba situada en la única vía que sin pasar por territorio ateniense conectaba Tebas con Megara y el Peloponeso. Si Platea continuaba en manos atenienses, cualquier colaboración entre los enemigos de Atenas en la Grecia central y en el Peloponeso quedaría entorpecida. Para Tebas, el comienzo de la guerra también se presentaría como la oportunidad ideal de hacerse con su vieja enemiga, mientras los atenienses estaban ocupados con los peloponesios, por lo que los tebanos tramaron la captura de Platea mediante un ataque sorpresa.
En una noche nubosa a principios de marzo del año 431, unos trescientos tebanos entraron furtivamente en Platea guiados por Nauclides, uno de los líderes de la facción oligárquica plateense, quien con sus seguidores tenía intención de derrocar a los demócratas que estaban en el poder y gobernar en favor de Tebas. Los tebanos esperaban que, desprevenidos, los habitantes de Platea se rendirían pacíficamente, y que, con la promesa de no efectuar represalias, conseguirían que sus habitantes se unieran a ellos. Sin duda, pensaban que preferirían que Platea estuviese gobernada por una oligarquía cercana a Tebas que verla diezmada por las ejecuciones y con la carga de exiliados con ganas de buscar venganza. Por el contrario, los traidores de Platea, seguros de que sus conciudadanos optarían por la lucha, deseaban matar a sus oponentes democráticos de inmediato. Aunque los tebanos pasaron por alto tal advertencia, tan pronto como desapareció la primera impresión del ataque, los plateos empezaron a organizar la resistencia. Gracias a los túneles que conectaban sus casas lograron reunirse para planear el contraataque y, justo antes de la aurora, se precipitaron contra los tebanos, que quedaron atrapados por sorpresa en la oscuridad de una población desconocida.
Un fuerte aguacero había comenzado a caer, y las mujeres de Platea y los esclavos, sedientos de sangre, subieron a los tejados y arrojaron desde allí piedras y tejas contra los invasores. Desorientados, los tebanos tuvieron que huir para poner sus vidas a salvo, pero los habitantes de la ciudad, que conocían cada uno de sus rincones, los persiguieron. Muchos fueron capturados y asesinados, y no transcurrió mucho tiempo antes de que los supervivientes se vieran obligados a rendirse.
Previendo posibles problemas, el ejército tebano tenía planeado acudir en ayuda de los trescientos hombres de Platea, pero su plan fue todo un fracaso. La lluvia había hecho crecer el río Asopo, el cual separaba Tebas del territorio de Platea, y para cuando el ejército consiguió cruzarlo, los invasores ya habían sido hechos prisioneros. Sin embargo, la mayoría de los plateos tampoco había escapado del peligro, puesto que todavía seguían en sus granjas del campo. Los tebanos planearon tomarlos como rehenes para intercambiarlos por sus soldados de la ciudad, pero los habitantes de Platea amenazaron con dar muerte a los prisioneros a menos que el ejército abandonara su territorio de inmediato. A pesar de que las tropas se batieron en retirada, los plateos ejecutaron a ciento ochenta cautivos. Esta acción, incluso para los cánones tradicionales de la guerra en Grecia, era una atrocidad. La primera de las muchas cuyo horror se iría incrementado conforme pasaron los años. Pero también un ataque por sorpresa y de noche en tiempos de paz se alejaba del código de honor de los guerreros hoplitas y, por lo tanto, no parecía digno de piedad hacia sus perpetradores.
Mientras tanto, gracias a la lección aprendida por el ataque y a los rehenes capturados por los plateos, los atenienses enseguida se dieron cuenta del valor de los prisioneros tebanos. Las ciudades griegas no tomaban la pérdida de sus ciudadanos a la ligera y, además, entre los prisioneros se encontraba Eurímaco, un líder político con influencias en la facción tebana. En cuanto rehenes, debían servir como medida disuasoria para cualquier invasión beocia del Ática, así como en el año 425 un número similar de cautivos espartanos impediría cualquier invasión posterior del territorio ático por parte de Esparta. Sin embargo, el mensaje ateniense por el que se solicitaba a los habitantes de Platea que mostraran compasión por los enemigos llegó demasiado tarde, y la razón sucumbió frente a la pasión. Los tebanos eran ahora libres para buscar venganza, y Atenas se vio obligada a enviar víveres y hoplitas para ayudar a guarnecer la ciudad contra el inevitable ataque tebano. Durante los preparativos, sacaron a la mayoría de las mujeres, a los niños y a los hombres que no podían combatir, y dejaron un destacamento total de cuatrocientos ochenta hoplitas y ciento diez mujeres para cocinar el pan.
LA INVASIÓN ESPARTANA DEL ÁTICA

Como el ataque a Platea significó a todas luces una ruptura de la tregua, los espartanos ordenaron a sus aliados que enviaran dos tercios de sus tropas y se congregaran en el istmo de Corinto para lanzar desde allí la invasión al Ática. El tercio restante debía permanecer en su propio territorio para protegerlo de posibles desembarcos atenienses. El gran ejército sería conducido por el rey Arquidamo, quien quedó conminado a dar lo mejor de sí mismo en aras del patriotismo y el honor.
Incluso tras iniciar la marcha, las acciones del monarca sugieren que no había abandonado la esperanza de evitar el conflicto. El espartano envió un embajador para averiguar si los atenienses se rendirían, ahora que veían que el gran ejército espartano se encontraba camino del Ática. Pericles, sin embargo, promovió un decreto por el que se prohibía la admisión de cualquier heraldo o embajada de los peloponesios mientras su ejército se encontrara en su territorio; así pues, los atenienses rechazaron al enviado de Esparta. Éste, conforme cruzaba la frontera, dijo con un dramatismo nada propio de un espartano: «Este día será el comienzo de grandes desgracias para los helenos» (II, 12, 3).
Arquidamo no tenía más elección que proceder a la invasión. La ruta más rápida desde el istmo era a través de los caminos costeros de la Megáride, hasta Eleusis, para dejar atrás el monte Egáleo y alcanzar la fértil llanura de Atenas. Por el contrario, el monarca espartano se demoró en el istmo, marchó sin prisas, y tras atravesar Megara, no puso rumbo al sur, hacia Atenas, sino que se dirigió hacia el norte para sitiar la población de Énoe, fortaleza ateniense en la frontera beocia (Véase mapa[13a]). Énoe era un pequeño enclave fortificado, defendido por muros de piedra con torres, pero no representaba una amenaza para un ejército tan numeroso, de modo que era improbable que entorpeciera los planes de los peloponesios. Sin embargo, su captura no habría sido tarea fácil y habría requerido un sitio prolongado y el consiguiente abandono del principal propósito de la expedición, el saqueo del Ática.
Puesto que el ataque a esta población carecía de sentido estratégico, los motivos de Arquidamo tuvieron que ser de índole política: el monarca todavía esperaba poder eludir la contienda. Durante el año anterior, había defendido un saqueo lento de los territorios áticos. «No penséis —llegó a decir— en su tierra si no es como rehén nuestro, tanto más valiosa cuanto mejor cultivada esté» (I, 82, 4). Los espartanos, que ya le culpaban por una dilación que estaba permitiendo a los atenienses prepararse para la invasión y poner sus ganados y sus propiedades a salvo, intuían las verdaderas intenciones del retraso.
Finalmente, Arquidamo se vio obligado a abandonar el cerco de Énoe y volver al principal objetivo de la invasión peloponesia: la devastación del Ática. Hacia finales de mayo, ochenta días después del ataque tebano sobre Platea, cuando el grano ático estaba maduro, el ejército del Peloponeso se trasladó al sur y comenzó el saqueo de Eleusis y de la llanura de Tría, con el consiguiente corte de cosechas y la destrucción de sus viñedos y olivares.
Arquidamo se desplazó después hacia el este, a Acarnas, en vez de dirigirse hacia el objetivo más evidente: la fértil llanura de Atenas y las posesiones de la aristocracia de la ciudad, donde se podía perpetrar el mayor daño. Marchar sobre esas áreas directamente cercanas a la ciudad habría sido la táctica más provocadora y habría originado la peor presión posible sobre la política de contención de Pericles. Arquidamo seguía confiando en que, en el último momento, los atenienses se atuvieran a razones; quería «mantener cautivas», tanto como le fuera posible, las tierras áticas más preciadas, pero no arrasar sus cosechas.
Mientras, los atenienses seguían el plan de Pericles y abandonaban sus amados campos. Las mujeres y los niños buscaron refugio en la ciudad; los bueyes y las ovejas fueron trasladados a las isla de Eubea, justo frente a la costa este del Ática. Como eran pocos los atenienses vivos que habían presenciado la devastación del ejército de Jerjes en el año 480, muchos se indignaron por estos desplazamientos. «Se sentían molestos y se enfadaron por tener que abandonar los hogares y templos que habían sido siempre suyos, reliquias de la política de otros tiempos, así como tener que cambiar de vida. Nada menos que la propia ciudad era lo que cada uno abandonaba» (II, 16, 2). En un principio, se hacinaron todos dentro de los muros de Atenas. Fue ocupado cada espacio disponible; ni siquiera se libraron los santuarios de las divinidades, incluido el Pelárgico, a los pies de la Acrópolis, a pesar de la maldición del Apolo Pítico, hecho que indudablemente escandalizó a los devotos. Más adelante, los desplazados se trasladaron al Pireo y al área comprendida entre los Muros Largos, aunque las molestias no dejaron de ser extremas.
LOS ATAQUES A PERICLES

En un principio, muchos atenienses esperaban que los peloponesios se retirarían con rapidez sin presentar batalla, como ya hicieran en el año 445, pero conforme el enemigo comenzó a devastar la tierras de Acarnas, a pocos kilómetros de la Acrópolis, el ánimo de Atenas se tornó en ira, dirigida tanto hacia los espartanos como hacia Pericles; a este último se le acusó de cobardía por no encabezar un ejército contra el enemigo.
Cleón, enfrentado a Pericles durante muchos años, fue uno de sus opositores más notables. Pertenecía a una nueva raza de políticos atenienses: carente de sangre aristocrática, pero poseedora de una gran riqueza basada en el comercio y la manufactura, a diferencia del recurso tradicional, la tierra. Estas ocupaciones eran consideradas ordinarias e indignas por la aristocracia, que había dominado hasta entonces la política de Atenas, democrática pero a su vez también clasista. Aristófanes se mofaba de él como curtidor y mercader de pieles, cuya voz de ladrón y camorrista «rugía como un torrente» y recordaba a la de un puerco escaldado. Cleón aparece siempre en sus comedias en un gran estado de irritación, como amante de la guerra que remueve los sentimientos del odio una y otra vez. Tucídides dice de él que era «el más violento de los ciudadanos» (III, 36, 6), y describe su estilo oratorio como áspero y bravucón. Comenta Aristóteles que Cleón «parecía corromper a la gente con sus ataques más que ninguno; era el primero en gritar mientras se hablaba en la Asamblea, el primero en utilizar allí un lenguaje abusivo y en levantarse la túnica (y retirarse) tras hablar a la multitud, aunque los demás siguieran comportándose de forma adecuada» (Aristóteles, La constitución de los atenienses, XXVIII, 3). En la comedia Las Parcas, producida probablemente en la primavera de 430, el poeta Hermipo le dice a Pericles: «¿Por qué no abrazas la lanza, oh, rey de los sátiros, y dejas de asumir el cobarde papel de Telete al utilizar palabras terribles y eludir la batalla? Bramas si se afilan los cuchillos en la piedra, como si te hubiera mordido el fiero Cleón» (Plutarco, Pericles, XXXIII-XXXIV). Estas caracterizaciones burlescas eran alimentadas por sus enemigos; y aunque, en realidad, Cleón era una figura prominente en la Asamblea y desempeñaría un papel importante en el curso de la guerra, sólo era uno más de los enemigos que atacaban a Pericles; incluso algunas amistades del estratega llegaron a conminarle a que abandonara la ciudad y presentara batalla.
Sin embargo, en el año 431 el prestigio personal de Pericles había aumentado hasta tal punto que Tucídides llegó a hablar de él como «el primero entre los atenienses, el más capacitado para la palabra y la acción» (I, 139, 4), y dijo de la propia Atenas que era «una democracia nominal, gobernada por su primer ciudadano» (II, 65, 9). Pericles no sólo alcanzó esta posición en virtud de su sabiduría y habilidad retórica, o por su patriotismo o incorruptibilidad; también era un político sagaz y se había rodeado a lo largo de los años de un grupo de soldados, administradores y políticos afines, que compartían sus opiniones políticas y aceptaban su liderazgo, a la vez que servían con él como generales.
El apoyo de estos hombres hizo posible que Pericles se mantuviese en el poder a pesar del torrente de críticas con los que tropezaba, y que pudiese controlar a los muchos ciudadanos que le urgían a atacar al ejército invasor. Tucídides relata que Pericles rechazó convocar la Asamblea, incluso de manera informal, por temor a que en uno de estos encuentros «se produjesen errores por obedecer a la pasión, en vez de al juicio» (II, 22, 1). Nadie tenía derecho a impedir la reunión de la Asamblea, así que tuvo que ser el respeto que inspiraba Pericles, junto con el apoyo de los otros generales, lo que disuadió a los pritanos (presidentes cíclicos de la asamblea) de promulgar su convocatoria.
En ausencia de un cuestionamiento efectivo de su estrategia, Pericles era libre de mantenerla, y sólo respondió a la devastación espartana con el envío de destacamentos de caballería para evitar que los peloponesios se acercaran demasiado a la ciudad. El ejército invasor, que había permanecido ya un mes en el Ática, había consumido sus recursos. Arquidamo, que se iba dando cuenta de que los atenienses no se rendirían ni presentarían batalla, se dirigió hacia el este para arrasar la zona entre los montes Parnes y Pentélico, y desde allí volver a casa por Beocia. De nuevo evitó destruir la llanura ática, y siguió con su plan de mantenerla como rehén por el mayor tiempo posible. Los espartanos tenían pocas razones para sentirse satisfechos: la estrategia por la que habían ido a la guerra había resultado inútil hasta el momento. Los atenienses seguían sin sufrir daños serios, y ahora se ocuparían de vengar las afrentas infligidas.
LA RESPUESTA ATENIENSE

Cuando los peloponesios se hallaban todavía en el Ática, los atenienses comenzaron a fortificar las defensas de su ciudad. Como medida preventiva, se habilitaron guardias permanentes para vigilar cualquier incursión repentina por mar o por tierra. Pero también se hicieron a la mar un centenar de trirremes con miles de hoplitas y cuatrocientos arqueros, que se sumaron a las cincuenta naves de Corcira y a otras pertenecientes a los aliados occidentales. Este gran contingente podía hacer huir o derrotar fácilmente a cualquier flota enemiga con la que se encontrase, realizar desembarcos, devastar el territorio enemigo, e incluso capturar y saquear pequeñas poblaciones. La expedición tenía como objetivo vengar la invasión del Ática y dejar bien claro a los peloponesios el coste que iba a tener la guerra que habían decidido iniciar.
Los atenienses desembarcaron en la costa peloponesia, probablemente en Epidauro y Hermíone; después, en la ciudad Metone de Laconia (Véase mapa[14a]). Este último territorio fue devastado y su población, pobremente amurallada, atacada y saqueada. Metone sólo se salvó gracias al empuje y el valor de Brásidas, un oficial espartano que aprovechó la dispersión de las fuerzas atenienses para precipitarse dentro del pueblo y reforzar su defensa. Los espartanos le recompensaron con un voto de gratitud. El curso de la guerra demostraría que era el mejor de entre los comandantes, quizá de toda la historia de Esparta: valeroso, osado y brillante como soldado; astuto, diestro y persuasivo como orador; sagaz y respetado como diplomático.
Tras Metone, los atenienses pusieron rumbo a Fía, población que estaba bajo la protección de Élide, en la costa occidental del Peloponeso (Véase mapa[15a]). Uno de sus destacamentos pudo capturar la ciudad, pero luego se embarcaron y la abandonaron, «porque el grueso del ejército eleo había llegado al rescate» (II, 25, 5). El tamaño del contingente ateniense no había sido pensado para defender la ocupación de una población costera en el Peloponeso contra un ataque en toda regla.
La armada se dirigió entonces a Acarnania (Véase mapa[16a]). Esta región ya no era territorio peloponesio, sino que estaba dentro de la esfera de influencia de Corinto, por lo que fue tratada de forma diferente. Los atenienses tomaron Solio, una población corintia, y la mantuvieron en su poder durante toda la guerra. Su ocupación le sería encomendada a algunos acarnienses próximos a Atenas. El pueblo de Ástaco fue tomado por sorpresa e incorporado a su alianza. Finalmente, capturaron la isla de Cefalonia, emplazada estratégicamente entre Acarnania, Corcira y la isla corintia de Léucade, sin tener que presentar batalla. Después, cumplida su misión, cuidadosamente controlada y de alcance limitado, la flota puso proa a Atenas.
Entretanto, una pequeña fuerza de treinta naves navegaba hacia Lócride, en la Grecia central, para proteger Eubea, una isla vital para los planes de Atenas. Los atenienses saquearon parte del territorio, derrotaron a un escuadrón de locros en batalla y tomaron la población de Tronio, bien situada con relación a Eubea, la cual servía ahora a los atenienses como pastizal y refugio.
Para incrementar aún más su seguridad, los atenienses se dirigieron a Egina, «una ofensa a los ojos del Pireo», como la calificó Pericles (Aristóteles, Retórica, 1411a, XV), y antigua enemiga. Egina, en el golfo Sarónico, justo en los límites de la costa del Peloponeso, se erige en una posición privilegiada desde donde dominar la ruta de entrada al Pireo. Como un contingente de la flota peloponesia con base en la isla podía interferir con el comercio de los atenienses, amenazar el Pireo y mantener ocupada a la escuadra defensiva de Atenas, los atenienses decidieron expulsar a toda su población y repoblaron la isla con sus propios colonos. Los espartanos, por su parte, reubicaron a los exiliados en Tirea, una zona limítrofe entre Lacedemonia y la Argólide, desde donde podían contar con vigilar de cerca la democracia de Argos y hacer frente a cualquier desembarco ateniense en la región.
Los atenienses también aumentaron la protección de los límites nororientales del imperio convenciendo al príncipe Ninfodoro de Abdera, una ciudad en las orillas septentrionales del mar Egeo (Véase mapa[17a]). Los atenienses le hicieron su agente diplomático en el terreno, y obró maravillas en el cargo. Ninfodoro consiguió para Atenas la alianza con su cuñado, Sitalces, el poderoso rey de Tracia. El principal problema de Atenas en la zona era el sitio de Potidea, el cual no dejaba de sangrar el tesoro de la ciudad. Ninfodoro prometió que conseguiría de Sitalces la caballería e infantería ligera necesaria para acabar con el cerco. También logró reconciliar a los atenienses con Pérdicas, el rey de Macedonia, que inmediatamente se unió al ejército ateniense en el ataque a los aliados de Potidea.
Conforme se acercaba el otoño del año 431, el mismo Pericles se puso al mando de diez mil hoplitas atenienses, tres mil metecos (residentes extranjeros) y un gran número de tropas de infantería, el mayor ejército ateniense jamás congregado, para llevar a cabo el saqueo de la Megáride. Los atenienses planeaban devastar los campos de Megara con la esperanza de que, a través del embargo de su comercio, la invasión forzase el derrumbe de los megareos. Un ejército de menor tamaño podría haber cosechado idénticos resultados; no obstante, consciente del precio moral que su estrategia defensiva se estaba cobrando, Pericles lanzó una invasión a gran escala tanto para dar rienda suelta a la frustración generalizada como para hacer visible el poder de Atenas.
LA ORACIÓN FÚNEBRE DE PERICLES

Esta campaña de castigo reafirmó la posición de Pericles entre los atenienses y, cuando se celebraron ofrendas funerarias por los caídos en el primer año de guerra, «fue elegido por la ciudad por ser el más sabio y estimado» para recitar la eulogia (II, 34, 6). El parlamento, que ha llegado hasta nuestros días, es una muestra de que su talento para la persuasión fue el motor capaz de mantener el apoyo de los atenienses a favor de su dolorosa estrategia.
La alocución de Pericles difiere tanto de la oración funeraria ateniense típica como el discurso de Lincoln en Gettysburg respecto de la retórica larga y agotadora empleada por Edgar Everett aquel mismo día. Al igual que Lincoln, la intención de Pericles era explicar, en medio de una difícil contienda, por qué sus sufrimientos y su dedicación estaban justificados y eran más que necesarios. Para ello pintó el lado más glorioso y atractivo de la democracia ateniense y su superioridad moral frente al modo de vida espartano. También hizo un llamamiento a la ciudadanía para obtener de ella una entrega a su ciudad aún mayor:
Debéis contemplar cada día el poder de la ciudad y convertiros en enamorados suyos (erastai), y cuando hayáis entendido su grandeza, recordad que los hombres que la hicieron posible fueron valientes y honorables, pues supieron cuándo había llegado el momento de entrar en acción. Si fracasaron en alguna empresa, al menos estuvieron decididos a que su ciudad no quedara privada de su valor (areté) y le otorgaron la más bella de las ofrendas. Dieron, en efecto, su vida por la comunidad… (II, 43, 1-2).
A cambio, llegó a prometerles una especie de inmortalidad, ya que los hombres que habían muerto por Atenas, como explicó:
(…) dieron su vida por el bien común, y así alcanzaron la alabanza sempiterna y el más distinguido de los sepulcros, no tanto por el lugar donde yacen, sino porque su gloria vive eternamente en el recuerdo, siempre presente a la hora de inspirar la acción o la palabra. Porque la tierra entera es tumba de los hombres ilustres; y no sólo se conmemoran en los epitafios de las lápidas de su país natal, sino que la memoria no escrita habita en territorios extranjeros en el corazón de todos más por el espíritu que por sus obras. Ahora ha llegado vuestro turno, y debéis emularlos sabedores de que la felicidad necesita de la libertad, y esta última, del coraje. Ciudadanos, no os acobardéis ante los peligros de la guerra (II, 43, 2-4).
EL BALANCE DEL PRIMER AÑO DE GUERRA

Con el discurso fúnebre había llegado a su fin el primer año de guerra. Inspirados por su fuerza y su brillantez, los atenienses reafirmaron su voluntad de seguir adelante. Para muchos, el esfuerzo se dirigía a buen puerto, pero la verdadera situación distaba mucho ser tan espléndida.
En una guerra de desgaste, al final siempre gana el bando que es capaz de infligir mayores daños. Los ataques de los atenienses a los peloponesios, aparte de Megara, sólo eran pequeños golpes, irritantes aunque sin resultar verdaderamente dañinos. Esparta, de hecho, había quedado intacta; de entre todos sus territorios en Lacedemonia y Mesenia, tan sólo Metone había sido atacada, y por corto tiempo. Los corintios habían perdido una pequeña población en Acarnania; y aunque habían quedado excluidos del comercio en el Egeo, sus principales áreas comerciales del oeste habían quedado fuera del conflicto. La presencia de los megareos en los puertos del Egeo continuó prohibida, y su territorio fue saqueado a conciencia; pero no sufrieron tanto, incluso tras los diez primeros años de guerra, como para buscar la paz.
Para Atenas, por su parte, el coste del primer año de guerra fue muy alto. Además del daño producido a sus viñedos y olivares, sus cosechas habían sido arruinadas y sus hogares, incendiados o destruidos. Así pues, las exportaciones, utilizadas normalmente para mantener la balanza comercial con el aceite y el vino a la cabeza, habían disminuido y, como consecuencia, la reducción de los productos alimentarios importados mermó tanto los recursos de la riqueza ateniense como la capacidad de resistencia de su ciudad. El cerco continuado de Potidea había supuesto el gasto de dos mil talentos de la reserva, más de un cuarto de lo dispuesto en los fondos destinados a la guerra.

Peor aun, los peloponesios no daban signos de abatimiento, sino que todavía regresarían al año siguiente con ánimo de destruir la gran parte del Ática que habían dejado intacta. No hay nada que demuestre la más mínima duda en la convicción de los miembros de la Liga del Peloponeso, ni tampoco signos de que los espartanos defensores de la paz tuvieran una mayor influencia. En Atenas, sin embargo, habían comenzado a aflorar las tensiones. Las quejas de Cleón referentes a la falta de eficacia de la estrategia de Pericles podían ser objeto de atención de los poetas cómicos, pero también indicaban que la disensión explotaría si continuaban los padecimientos. De momento, la ocupación de Egina, el ataque a la Megáride y la elocuencia de Pericles habían podido calmar a la oposición, aunque si la situación no iba a mejor, sin duda conseguirían nuevos acólitos.

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