Tras el fracaso de la tres misiones espartanas, la
contienda comenzó finalmente en el mes de marzo del año 431, en Beocia, siete
meses después de la declaración de guerra. Sin embargo, no fue Esparta la que
inició las hostilidades, sino Tebas, una de sus aliadas más poderosas. Los
tebanos habían discutido y peleado durante siglos con sus vecinos atenienses en
el sur. Habían intentado largamente unificar y dominar toda Beocia, pero sus
planes se habían visto frustrados por la resistencia de algunas ciudades-estado
de la zona, asistidas ocasionalmente por Atenas.
En la primera Guerra del Peloponeso, los atenienses
habían derrotado a Tebas en el campo de batalla y habían establecido gobiernos
democráticos en la mayoría de las poblaciones beocias, con el consiguiente
dominio de parte del territorio tebano durante algunos años. Los tebanos
compartían una frontera muy extensa con los atenienses y, en caso de guerra,
querían controlar Platea, una pequeña plaza con menos de un millar de
habitantes, pero que se presentaba a la vez como peligro y como oportunidad. Su
gobierno democrático siempre se había resistido a formar parte de la Liga
beocia, la cual se hallaba dominada por la oligarquía de Tebas, y los plateos
habían sido leales aliados de Atenas desde el siglo VI. La población ocupaba
una posición estratégica: a poco más de trece kilómetros de Tebas y junto a las
mejores rutas de comunicación entre Atenas y Tebas (Véase mapa[12a]).
En manos atenienses, Platea podía utilizarse como base desde donde atacar Tebas
y Beocia, y como amenaza a cualquier ejército tebano que intentara entrar en el
Ática. Y algo más importante aun, estaba situada en la única vía que sin pasar
por territorio ateniense conectaba Tebas con Megara y el Peloponeso. Si Platea
continuaba en manos atenienses, cualquier colaboración entre los enemigos de
Atenas en la Grecia central y en el Peloponeso quedaría entorpecida. Para
Tebas, el comienzo de la guerra también se presentaría como la oportunidad
ideal de hacerse con su vieja enemiga, mientras los atenienses estaban ocupados
con los peloponesios, por lo que los tebanos tramaron la captura de Platea
mediante un ataque sorpresa.
En una noche nubosa a principios de marzo del año 431,
unos trescientos tebanos entraron furtivamente en Platea guiados por Nauclides,
uno de los líderes de la facción oligárquica plateense, quien con sus
seguidores tenía intención de derrocar a los demócratas que estaban en el poder
y gobernar en favor de Tebas. Los tebanos esperaban que, desprevenidos, los
habitantes de Platea se rendirían pacíficamente, y que, con la promesa de no
efectuar represalias, conseguirían que sus habitantes se unieran a ellos. Sin
duda, pensaban que preferirían que Platea estuviese gobernada por una
oligarquía cercana a Tebas que verla diezmada por las ejecuciones y con la
carga de exiliados con ganas de buscar venganza. Por el contrario, los
traidores de Platea, seguros de que sus conciudadanos optarían por la lucha,
deseaban matar a sus oponentes democráticos de inmediato. Aunque los tebanos
pasaron por alto tal advertencia, tan pronto como desapareció la primera
impresión del ataque, los plateos empezaron a organizar la resistencia. Gracias
a los túneles que conectaban sus casas lograron reunirse para planear el
contraataque y, justo antes de la aurora, se precipitaron contra los tebanos,
que quedaron atrapados por sorpresa en la oscuridad de una población
desconocida.
Un fuerte aguacero había comenzado a caer, y las
mujeres de Platea y los esclavos, sedientos de sangre, subieron a los tejados y
arrojaron desde allí piedras y tejas contra los invasores. Desorientados, los
tebanos tuvieron que huir para poner sus vidas a salvo, pero los habitantes de
la ciudad, que conocían cada uno de sus rincones, los persiguieron. Muchos
fueron capturados y asesinados, y no transcurrió mucho tiempo antes de que los
supervivientes se vieran obligados a rendirse.
Previendo posibles problemas, el ejército tebano tenía
planeado acudir en ayuda de los trescientos hombres de Platea, pero su plan fue
todo un fracaso. La lluvia había hecho crecer el río Asopo, el cual separaba
Tebas del territorio de Platea, y para cuando el ejército consiguió cruzarlo,
los invasores ya habían sido hechos prisioneros. Sin embargo, la mayoría de los
plateos tampoco había escapado del peligro, puesto que todavía seguían en sus
granjas del campo. Los tebanos planearon tomarlos como rehenes para
intercambiarlos por sus soldados de la ciudad, pero los habitantes de Platea
amenazaron con dar muerte a los prisioneros a menos que el ejército abandonara
su territorio de inmediato. A pesar de que las tropas se batieron en retirada,
los plateos ejecutaron a ciento ochenta cautivos. Esta acción, incluso para los
cánones tradicionales de la guerra en Grecia, era una atrocidad. La primera de
las muchas cuyo horror se iría incrementado conforme pasaron los años. Pero
también un ataque por sorpresa y de noche en tiempos de paz se alejaba del
código de honor de los guerreros hoplitas y, por lo tanto, no parecía digno de
piedad hacia sus perpetradores.
Mientras tanto, gracias a la lección aprendida por el
ataque y a los rehenes capturados por los plateos, los atenienses enseguida se
dieron cuenta del valor de los prisioneros tebanos. Las ciudades griegas no
tomaban la pérdida de sus ciudadanos a la ligera y, además, entre los
prisioneros se encontraba Eurímaco, un líder político con influencias en la
facción tebana. En cuanto rehenes, debían servir como medida disuasoria para
cualquier invasión beocia del Ática, así como en el año 425 un número similar
de cautivos espartanos impediría cualquier invasión posterior del territorio
ático por parte de Esparta. Sin embargo, el mensaje ateniense por el que se
solicitaba a los habitantes de Platea que mostraran compasión por los enemigos
llegó demasiado tarde, y la razón sucumbió frente a la pasión. Los tebanos eran
ahora libres para buscar venganza, y Atenas se vio obligada a enviar víveres y
hoplitas para ayudar a guarnecer la ciudad contra el inevitable ataque tebano.
Durante los preparativos, sacaron a la mayoría de las mujeres, a los niños y a
los hombres que no podían combatir, y dejaron un destacamento total de
cuatrocientos ochenta hoplitas y ciento diez mujeres para cocinar el pan.
LA INVASIÓN ESPARTANA DEL ÁTICA
Como el ataque a Platea significó a todas luces una
ruptura de la tregua, los espartanos ordenaron a sus aliados que enviaran dos
tercios de sus tropas y se congregaran en el istmo de Corinto para lanzar desde
allí la invasión al Ática. El tercio restante debía permanecer en su propio
territorio para protegerlo de posibles desembarcos atenienses. El gran ejército
sería conducido por el rey Arquidamo, quien quedó conminado a dar lo mejor de
sí mismo en aras del patriotismo y el honor.
Incluso tras iniciar la marcha, las acciones del
monarca sugieren que no había abandonado la esperanza de evitar el conflicto.
El espartano envió un embajador para averiguar si los atenienses se rendirían,
ahora que veían que el gran ejército espartano se encontraba camino del Ática.
Pericles, sin embargo, promovió un decreto por el que se prohibía la admisión
de cualquier heraldo o embajada de los peloponesios mientras su ejército se
encontrara en su territorio; así pues, los atenienses rechazaron al enviado de
Esparta. Éste, conforme cruzaba la frontera, dijo con un dramatismo nada propio
de un espartano: «Este día será el comienzo de grandes desgracias para los
helenos» (II, 12, 3).
Arquidamo no tenía más elección que proceder a la
invasión. La ruta más rápida desde el istmo era a través de los caminos
costeros de la Megáride, hasta Eleusis, para dejar atrás el monte Egáleo y
alcanzar la fértil llanura de Atenas. Por el contrario, el monarca espartano se
demoró en el istmo, marchó sin prisas, y tras atravesar Megara, no puso rumbo
al sur, hacia Atenas, sino que se dirigió hacia el norte para sitiar la
población de Énoe, fortaleza ateniense en la frontera beocia (Véase mapa[13a]).
Énoe era un pequeño enclave fortificado, defendido por muros de piedra con torres,
pero no representaba una amenaza para un ejército tan numeroso, de modo que era
improbable que entorpeciera los planes de los peloponesios. Sin embargo, su
captura no habría sido tarea fácil y habría requerido un sitio prolongado y el
consiguiente abandono del principal propósito de la expedición, el saqueo del
Ática.
Puesto que el ataque a esta población carecía de
sentido estratégico, los motivos de Arquidamo tuvieron que ser de índole
política: el monarca todavía esperaba poder eludir la contienda. Durante el año
anterior, había defendido un saqueo lento de los territorios áticos. «No
penséis —llegó a decir— en su tierra si no es como rehén nuestro, tanto más
valiosa cuanto mejor cultivada esté» (I, 82, 4). Los espartanos, que ya le
culpaban por una dilación que estaba permitiendo a los atenienses prepararse
para la invasión y poner sus ganados y sus propiedades a salvo, intuían las
verdaderas intenciones del retraso.
Finalmente, Arquidamo se vio obligado a abandonar el
cerco de Énoe y volver al principal objetivo de la invasión peloponesia: la
devastación del Ática. Hacia finales de mayo, ochenta días después del ataque
tebano sobre Platea, cuando el grano ático estaba maduro, el ejército del
Peloponeso se trasladó al sur y comenzó el saqueo de Eleusis y de la llanura de
Tría, con el consiguiente corte de cosechas y la destrucción de sus viñedos y
olivares.
Arquidamo se desplazó después hacia el este, a
Acarnas, en vez de dirigirse hacia el objetivo más evidente: la fértil llanura
de Atenas y las posesiones de la aristocracia de la ciudad, donde se podía
perpetrar el mayor daño. Marchar sobre esas áreas directamente cercanas a la
ciudad habría sido la táctica más provocadora y habría originado la peor
presión posible sobre la política de contención de Pericles. Arquidamo seguía
confiando en que, en el último momento, los atenienses se atuvieran a razones;
quería «mantener cautivas», tanto como le fuera posible, las tierras áticas más
preciadas, pero no arrasar sus cosechas.
Mientras, los atenienses seguían el plan de Pericles y
abandonaban sus amados campos. Las mujeres y los niños buscaron refugio en la
ciudad; los bueyes y las ovejas fueron trasladados a las isla de Eubea, justo
frente a la costa este del Ática. Como eran pocos los atenienses vivos que
habían presenciado la devastación del ejército de Jerjes en el año 480, muchos
se indignaron por estos desplazamientos. «Se sentían molestos y se enfadaron
por tener que abandonar los hogares y templos que habían sido siempre suyos,
reliquias de la política de otros tiempos, así como tener que cambiar de vida.
Nada menos que la propia ciudad era lo que cada uno abandonaba» (II, 16, 2). En
un principio, se hacinaron todos dentro de los muros de Atenas. Fue ocupado
cada espacio disponible; ni siquiera se libraron los santuarios de las
divinidades, incluido el Pelárgico, a los pies de la Acrópolis, a pesar de la
maldición del Apolo Pítico, hecho que indudablemente escandalizó a los devotos.
Más adelante, los desplazados se trasladaron al Pireo y al área comprendida
entre los Muros Largos, aunque las molestias no dejaron de ser extremas.
LOS ATAQUES A PERICLES
En un principio, muchos atenienses esperaban que los
peloponesios se retirarían con rapidez sin presentar batalla, como ya hicieran
en el año 445, pero conforme el enemigo comenzó a devastar la tierras de
Acarnas, a pocos kilómetros de la Acrópolis, el ánimo de Atenas se tornó en
ira, dirigida tanto hacia los espartanos como hacia Pericles; a este último se
le acusó de cobardía por no encabezar un ejército contra el enemigo.
Cleón, enfrentado a Pericles durante muchos años, fue
uno de sus opositores más notables. Pertenecía a una nueva raza de políticos
atenienses: carente de sangre aristocrática, pero poseedora de una gran riqueza
basada en el comercio y la manufactura, a diferencia del recurso tradicional,
la tierra. Estas ocupaciones eran consideradas ordinarias e indignas por la
aristocracia, que había dominado hasta entonces la política de Atenas,
democrática pero a su vez también clasista. Aristófanes se mofaba de él como
curtidor y mercader de pieles, cuya voz de ladrón y camorrista «rugía como un
torrente» y recordaba a la de un puerco escaldado. Cleón aparece siempre en sus
comedias en un gran estado de irritación, como amante de la guerra que remueve
los sentimientos del odio una y otra vez. Tucídides dice de él que era «el más
violento de los ciudadanos» (III, 36, 6), y describe su estilo oratorio como
áspero y bravucón. Comenta Aristóteles que Cleón «parecía corromper a la gente
con sus ataques más que ninguno; era el primero en gritar mientras se hablaba
en la Asamblea, el primero en utilizar allí un lenguaje abusivo y en levantarse
la túnica (y retirarse) tras hablar a la multitud, aunque los demás siguieran
comportándose de forma adecuada» (Aristóteles, La constitución de los atenienses, XXVIII, 3). En la comedia Las Parcas, producida probablemente en
la primavera de 430, el poeta Hermipo le dice a Pericles: «¿Por qué no abrazas
la lanza, oh, rey de los sátiros, y dejas de asumir el cobarde papel de Telete
al utilizar palabras terribles y eludir la batalla? Bramas si se afilan los
cuchillos en la piedra, como si te hubiera mordido el fiero Cleón» (Plutarco, Pericles, XXXIII-XXXIV). Estas
caracterizaciones burlescas eran alimentadas por sus enemigos; y aunque, en
realidad, Cleón era una figura prominente en la Asamblea y desempeñaría un
papel importante en el curso de la guerra, sólo era uno más de los enemigos que
atacaban a Pericles; incluso algunas amistades del estratega llegaron a
conminarle a que abandonara la ciudad y presentara batalla.
Sin embargo, en el año 431 el prestigio personal de
Pericles había aumentado hasta tal punto que Tucídides llegó a hablar de él
como «el primero entre los atenienses, el más capacitado para la palabra y la
acción» (I, 139, 4), y dijo de la propia Atenas que era «una democracia
nominal, gobernada por su primer ciudadano» (II, 65, 9). Pericles no sólo
alcanzó esta posición en virtud de su sabiduría y habilidad retórica, o por su
patriotismo o incorruptibilidad; también era un político sagaz y se había
rodeado a lo largo de los años de un grupo de soldados, administradores y
políticos afines, que compartían sus opiniones políticas y aceptaban su
liderazgo, a la vez que servían con él como generales.
El apoyo de estos hombres hizo posible que Pericles se
mantuviese en el poder a pesar del torrente de críticas con los que tropezaba,
y que pudiese controlar a los muchos ciudadanos que le urgían a atacar al
ejército invasor. Tucídides relata que Pericles rechazó convocar la Asamblea,
incluso de manera informal, por temor a que en uno de estos encuentros «se
produjesen errores por obedecer a la pasión, en vez de al juicio» (II, 22, 1).
Nadie tenía derecho a impedir la reunión de la Asamblea, así que tuvo que ser
el respeto que inspiraba Pericles, junto con el apoyo de los otros generales,
lo que disuadió a los pritanos (presidentes cíclicos de la asamblea) de
promulgar su convocatoria.
En ausencia de un cuestionamiento efectivo de su
estrategia, Pericles era libre de mantenerla, y sólo respondió a la devastación
espartana con el envío de destacamentos de caballería para evitar que los
peloponesios se acercaran demasiado a la ciudad. El ejército invasor, que había
permanecido ya un mes en el Ática, había consumido sus recursos. Arquidamo, que
se iba dando cuenta de que los atenienses no se rendirían ni presentarían
batalla, se dirigió hacia el este para arrasar la zona entre los montes Parnes
y Pentélico, y desde allí volver a casa por Beocia. De nuevo evitó destruir la
llanura ática, y siguió con su plan de mantenerla como rehén por el mayor
tiempo posible. Los espartanos tenían pocas razones para sentirse satisfechos:
la estrategia por la que habían ido a la guerra había resultado inútil hasta el
momento. Los atenienses seguían sin sufrir daños serios, y ahora se ocuparían
de vengar las afrentas infligidas.
LA RESPUESTA ATENIENSE
Cuando los peloponesios se hallaban todavía en el
Ática, los atenienses comenzaron a fortificar las defensas de su ciudad. Como
medida preventiva, se habilitaron guardias permanentes para vigilar cualquier
incursión repentina por mar o por tierra. Pero también se hicieron a la mar un
centenar de trirremes con miles de hoplitas y cuatrocientos arqueros, que se
sumaron a las cincuenta naves de Corcira y a otras pertenecientes a los aliados
occidentales. Este gran contingente podía hacer huir o derrotar fácilmente a
cualquier flota enemiga con la que se encontrase, realizar desembarcos,
devastar el territorio enemigo, e incluso capturar y saquear pequeñas
poblaciones. La expedición tenía como objetivo vengar la invasión del Ática y
dejar bien claro a los peloponesios el coste que iba a tener la guerra que
habían decidido iniciar.
Los atenienses desembarcaron en la costa peloponesia,
probablemente en Epidauro y Hermíone; después, en la ciudad Metone de Laconia
(Véase mapa[14a]). Este último territorio fue devastado y su
población, pobremente amurallada, atacada y saqueada. Metone sólo se salvó
gracias al empuje y el valor de Brásidas, un oficial espartano que aprovechó la
dispersión de las fuerzas atenienses para precipitarse dentro del pueblo y
reforzar su defensa. Los espartanos le recompensaron con un voto de gratitud.
El curso de la guerra demostraría que era el mejor de entre los comandantes,
quizá de toda la historia de Esparta: valeroso, osado y brillante como soldado;
astuto, diestro y persuasivo como orador; sagaz y respetado como diplomático.
Tras Metone, los atenienses pusieron rumbo a Fía,
población que estaba bajo la protección de Élide, en la costa occidental del
Peloponeso (Véase mapa[15a]). Uno de sus destacamentos pudo capturar
la ciudad, pero luego se embarcaron y la abandonaron, «porque el grueso del
ejército eleo había llegado al rescate» (II, 25, 5). El tamaño del contingente
ateniense no había sido pensado para defender la ocupación de una población
costera en el Peloponeso contra un ataque en toda regla.
La armada se dirigió entonces a Acarnania (Véase mapa[16a]).
Esta región ya no era territorio peloponesio, sino que estaba dentro de la esfera
de influencia de Corinto, por lo que fue tratada de forma diferente. Los
atenienses tomaron Solio, una población corintia, y la mantuvieron en su poder
durante toda la guerra. Su ocupación le sería encomendada a algunos acarnienses
próximos a Atenas. El pueblo de Ástaco fue tomado por sorpresa e incorporado a
su alianza. Finalmente, capturaron la isla de Cefalonia, emplazada
estratégicamente entre Acarnania, Corcira y la isla corintia de Léucade, sin
tener que presentar batalla. Después, cumplida su misión, cuidadosamente
controlada y de alcance limitado, la flota puso proa a Atenas.
Entretanto, una pequeña fuerza de treinta naves
navegaba hacia Lócride, en la Grecia central, para proteger Eubea, una isla
vital para los planes de Atenas. Los atenienses saquearon parte del territorio,
derrotaron a un escuadrón de locros en batalla y tomaron la población de
Tronio, bien situada con relación a Eubea, la cual servía ahora a los
atenienses como pastizal y refugio.
Para incrementar aún más su seguridad, los atenienses
se dirigieron a Egina, «una ofensa a los ojos del Pireo», como la calificó
Pericles (Aristóteles, Retórica,
1411a, XV), y antigua enemiga. Egina, en el golfo Sarónico, justo en los
límites de la costa del Peloponeso, se erige en una posición privilegiada desde
donde dominar la ruta de entrada al Pireo. Como un contingente de la flota
peloponesia con base en la isla podía interferir con el comercio de los
atenienses, amenazar el Pireo y mantener ocupada a la escuadra defensiva de
Atenas, los atenienses decidieron expulsar a toda su población y repoblaron la
isla con sus propios colonos. Los espartanos, por su parte, reubicaron a los
exiliados en Tirea, una zona limítrofe entre Lacedemonia y la Argólide, desde
donde podían contar con vigilar de cerca la democracia de Argos y hacer frente
a cualquier desembarco ateniense en la región.
Los atenienses también aumentaron la protección de los
límites nororientales del imperio convenciendo al príncipe Ninfodoro de Abdera,
una ciudad en las orillas septentrionales del mar Egeo (Véase mapa[17a]).
Los atenienses le hicieron su agente diplomático en el terreno, y obró
maravillas en el cargo. Ninfodoro consiguió para Atenas la alianza con su
cuñado, Sitalces, el poderoso rey de Tracia. El principal problema de Atenas en
la zona era el sitio de Potidea, el cual no dejaba de sangrar el tesoro de la
ciudad. Ninfodoro prometió que conseguiría de Sitalces la caballería e
infantería ligera necesaria para acabar con el cerco. También logró reconciliar
a los atenienses con Pérdicas, el rey de Macedonia, que inmediatamente se unió
al ejército ateniense en el ataque a los aliados de Potidea.
Conforme se acercaba el otoño del año 431, el mismo
Pericles se puso al mando de diez mil hoplitas atenienses, tres mil metecos
(residentes extranjeros) y un gran número de tropas de infantería, el mayor
ejército ateniense jamás congregado, para llevar a cabo el saqueo de la
Megáride. Los atenienses planeaban devastar los campos de Megara con la
esperanza de que, a través del embargo de su comercio, la invasión forzase el
derrumbe de los megareos. Un ejército de menor tamaño podría haber cosechado
idénticos resultados; no obstante, consciente del precio moral que su
estrategia defensiva se estaba cobrando, Pericles lanzó una invasión a gran
escala tanto para dar rienda suelta a la frustración generalizada como para
hacer visible el poder de Atenas.
LA ORACIÓN FÚNEBRE DE PERICLES
Esta campaña de castigo reafirmó la posición de
Pericles entre los atenienses y, cuando se celebraron ofrendas funerarias por
los caídos en el primer año de guerra, «fue elegido por la ciudad por ser el
más sabio y estimado» para recitar la eulogia
(II, 34, 6). El parlamento, que ha llegado hasta nuestros días, es una muestra
de que su talento para la persuasión fue el motor capaz de mantener el apoyo de
los atenienses a favor de su dolorosa estrategia.
La alocución de Pericles difiere tanto de la oración
funeraria ateniense típica como el discurso de Lincoln en Gettysburg respecto
de la retórica larga y agotadora empleada por Edgar Everett aquel mismo día. Al
igual que Lincoln, la intención de Pericles era explicar, en medio de una
difícil contienda, por qué sus sufrimientos y su dedicación estaban
justificados y eran más que necesarios. Para ello pintó el lado más glorioso y
atractivo de la democracia ateniense y su superioridad moral frente al modo de
vida espartano. También hizo un llamamiento a la ciudadanía para obtener de
ella una entrega a su ciudad aún mayor:
Debéis contemplar cada día el poder de la ciudad y
convertiros en enamorados suyos (erastai),
y cuando hayáis entendido su grandeza, recordad que los hombres que la hicieron
posible fueron valientes y honorables, pues supieron cuándo había llegado el
momento de entrar en acción. Si fracasaron en alguna empresa, al menos
estuvieron decididos a que su ciudad no quedara privada de su valor (areté) y le otorgaron la más bella de
las ofrendas. Dieron, en efecto, su vida por la comunidad… (II, 43, 1-2).
A cambio, llegó a prometerles una especie de
inmortalidad, ya que los hombres que habían muerto por Atenas, como explicó:
(…) dieron su vida por el bien común, y así alcanzaron
la alabanza sempiterna y el más distinguido de los sepulcros, no tanto por el
lugar donde yacen, sino porque su gloria vive eternamente en el recuerdo,
siempre presente a la hora de inspirar la acción o la palabra. Porque la tierra
entera es tumba de los hombres ilustres; y no sólo se conmemoran en los
epitafios de las lápidas de su país natal, sino que la memoria no escrita
habita en territorios extranjeros en el corazón de todos más por el espíritu
que por sus obras. Ahora ha llegado vuestro turno, y debéis emularlos sabedores
de que la felicidad necesita de la libertad, y esta última, del coraje.
Ciudadanos, no os acobardéis ante los peligros de la guerra (II, 43, 2-4).
EL BALANCE DEL PRIMER AÑO DE GUERRA
Con el discurso fúnebre había llegado a su fin el
primer año de guerra. Inspirados por su fuerza y su brillantez, los atenienses
reafirmaron su voluntad de seguir adelante. Para muchos, el esfuerzo se dirigía
a buen puerto, pero la verdadera situación distaba mucho ser tan espléndida.
En una guerra de desgaste, al final siempre gana el
bando que es capaz de infligir mayores daños. Los ataques de los atenienses a
los peloponesios, aparte de Megara, sólo eran pequeños golpes, irritantes
aunque sin resultar verdaderamente dañinos. Esparta, de hecho, había quedado
intacta; de entre todos sus territorios en Lacedemonia y Mesenia, tan sólo
Metone había sido atacada, y por corto tiempo. Los corintios habían perdido una
pequeña población en Acarnania; y aunque habían quedado excluidos del comercio
en el Egeo, sus principales áreas comerciales del oeste habían quedado fuera
del conflicto. La presencia de los megareos en los puertos del Egeo continuó prohibida,
y su territorio fue saqueado a conciencia; pero no sufrieron tanto, incluso
tras los diez primeros años de guerra, como para buscar la paz.
Para Atenas, por su parte, el coste del primer año de
guerra fue muy alto. Además del daño producido a sus viñedos y olivares, sus
cosechas habían sido arruinadas y sus hogares, incendiados o destruidos. Así
pues, las exportaciones, utilizadas normalmente para mantener la balanza
comercial con el aceite y el vino a la cabeza, habían disminuido y, como consecuencia,
la reducción de los productos alimentarios importados mermó tanto los recursos
de la riqueza ateniense como la capacidad de resistencia de su ciudad. El cerco
continuado de Potidea había supuesto el gasto de dos mil talentos de la
reserva, más de un cuarto de lo dispuesto en los fondos destinados a la guerra.
Peor aun, los peloponesios no daban signos de
abatimiento, sino que todavía regresarían al año siguiente con ánimo de
destruir la gran parte del Ática que habían dejado intacta. No hay nada que demuestre
la más mínima duda en la convicción de los miembros de la Liga del Peloponeso,
ni tampoco signos de que los espartanos defensores de la paz tuvieran una mayor
influencia. En Atenas, sin embargo, habían comenzado a aflorar las tensiones.
Las quejas de Cleón referentes a la falta de eficacia de la estrategia de
Pericles podían ser objeto de atención de los poetas cómicos, pero también
indicaban que la disensión explotaría si continuaban los padecimientos. De
momento, la ocupación de Egina, el ataque a la Megáride y la elocuencia de
Pericles habían podido calmar a la oposición, aunque si la situación no iba a
mejor, sin duda conseguirían nuevos acólitos.
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