(248) cuando se trata de la
fuerza educadora de la tragedia griega, es preciso considerar a Sófocles y a
Esquilo conjuntamente. Sófocles aceptó con plena conciencia el papel de sucesor
de Esquilo, y el juicio de los contemporáneos, para el cual Esquilo fue
siempre el héroe venerable y el maestro preeminente del teatro ateniense,
reservó para Sófocles un lugar a su lado. Este modo de considerarlo tiene su
profundo fundamento en la concepción griega de la esencia de la poesía, que no
busca en primer término en ella a la individualidad, sino que la considera como
una forma de arte independiente que se perpetúa por sí misma, que se
trasmite de un poeta a otro sirviéndoles de pauta. El estudio de una creación
como la tragedia puede ayudarnos a comprender esto. Una vez llegada a su esplendor,
alcanza fuerza normativa para el espíritu de los contemporáneos y para la
posteridad y estimula a las fuerzas más altas en una noble competencia.
Este espíritu
agonal de toda la poesía griega aumenta en la medida en que el arte se sitúa
en el centro de la vida pública y se hace expresión del orden espiritual y
estatal. Por eso en el drama debió alcanzar su más alto grado. Sólo así se
explica la enorme multitud de poetas de segundo y tercer rango que tomaba parte
en los concursos dionisiacos. Actualmente nos admira ver el enjambre de satélites
que rodearon durante su vida a las grandes personalidades de aquella época. El
estado fomentaba estos concursos mediante premios y representaciones para
orientarlos en su camino y al mismo tiempo estimularlos. Independientemente de
la permanencia de la tradición profesional en todo arte y especialmente en el
griego, era inevitable que esta viva comparación, de año en año, creara un
control permanente, espiritual y social, de aquella nueva forma de arte. Ello
no afectaba para nada la libertad artística, pero hacía al espíritu público
extraordinariamente vigilante ante cualquier disminución de la gran herencia y
contra cualquier pérdida de la profundidad y la fuerza de su acción.
Esto justifica,
aunque no del todo, la comparación de tres espíritus ya tan distintos y en
tantos respectos incomparables como los tres grandes trágicos áticos. Parece
injustificado, cuando no insensato, considerar a Sófocles y a Eurípides como
sucesores de Esquilo, puesto que con ello les aplicamos normas que les son
ajenas y que sobrepasan la medida del tiempo en que vivieron. El mejor continuador
es siempre el que sin torcer el camino halla en sí mismo las fuerzas necesarias
para la propia creación. Precisamente los griegos se hallaban inclinados a
admirar junto al inventor a los que llevaban las cosas a la plenitud de su
perfección. Es más, veían la más (249) alta originalidad no en lo que se hacía por
primera vez. sino en la más perfecta elaboración de un arte.[1]
Ahora bien: en tanto que un artista desarrolla la fuerza de su arte de acuerdo
con formas que halla previamente acuñadas y a las que se debe en alguna medida,
no tiene más remedio que reconocerlas como norma y permitir que se juzgue del
valor de su obra según que las mantenga, las debilite o las realce. Así, el
desarrollo de la tragedia no va de Esquilo a Sófocles y de éste a Eurípides,
sino que, en cierto modo. Eurípides puede ser considerado como sucesor
inmediato de Esquilo lo mismo que Sófocles, el cual, por otra parte, sobrevive.
Ambos prosiguen la obra del viejo maestro con un espíritu completamente distinto
y no se halla injustificado el punto de vista de los nuevos investigadores
cuando afirman que los puntos de contacto de Eurípides con Esquilo son mucho
mayores que los de Sófocles. No deja de tener razón la crítica de Aristófanes y
de sus contemporáneos cuando considera a Eurípides no como corruptor de la
tragedia de Sófocles, sino de la de Esquilo. Con él se entronca de nuevo,
aunque en verdad no estrecha su radio de acción, sino que lo ensancha infinitamente.
Con ello consigue abrir las puertas al espíritu crítico de su tiempo y situar
los problemas modernos en el lugar de las dudas de la conciencia religiosa de
Esquilo. El parentesco de Eurípides y Esquilo consiste en que ambos dan
relieve a los problemas, aunque en aguda oposición.
Desde este
punto de vista aparece Sófocles completamente apartado del curso de aquella
evolución. Parece faltar en él la apasionada intimidad y la fuerza de la
experiencia personal de sus dos grandes compañeros en el arte. Y nos hallamos
inclinados a pensar que el juicio entusiasta de los clasicistas que, por el
rigor de su forma artística y su luminosa objetividad, considera a Sófocles
como la culminación del drama griego, si bien se explica históricamente, es un
prejuicio que es preciso superar. Así, la ciencia y el gusto psicológico
moderno que la acompaña, dirige sus preferencias al tosco arcaísmo de Esquilo y
al subjetivismo refinado de los últimos tiempos de la tragedia ática, largo
tiempo desatendidos. Cuando, por fin, fue determinado de un modo más preciso el
lugar de Sófocles en la constelación de los trágicos, fue preciso buscar el
secreto de su éxito en otra parte y se halló en la pureza de su arte que,
nacido de Esquilo, que era su dios, y desarrollado durante su juventud, alcanzó
su plenitud tomando como ley suprema la consecución del efecto escénico.[2]
Si Sófocles es sólo esto, por mucha que sea su importancia, cabe preguntar por
qué ha sido considerado como el más perfecto, (250)
no sólo por el clasicismo, sino también por la Antigüedad entera. Sería sobre
todo discutible su lugar en una historia de la educación griega que no
considera a la poesía fundamentalmente desde el punto de vista estético.
No cabe duda que
Sófocles, por la fuerza de su mensaje religioso, es inferior a Esquilo.
Sófocles posee también una piedad profundamente arraigada. Pero sus obras no
son en primer término la expresión de esta fe. La impiedad de Eurípides —en el
sentido de la tradición— es más religiosa, sin embargo, que la reposada credulidad
de Sófocles. No está su verdadera fuerza, y en esto hay que convenir con la
crítica moderna, en lo problemático, si bien el continuador de la tragedia de
Esquilo es también el heredero de sus ideas. Debemos partir del efecto que
produce en la escena. Éste no se agota con la comprensión de su técnica
inteligente y superior. Fácilmente se comprende que la técnica de Sófocles,
representante de la segunda generación más aguda y refinada, sea superior a la
del viejo Esquilo. ¿Pero cómo explicar el hecho de que todos los naturales
intentos modernos para satisfacer prácticamente el cambio del gusto y llevar a
la escena las tragedias de Esquilo y de Eurípides, salvo algunos experimentos
para un público más o menos especializado, hayan fracasado, mientras que
Sófocles es el único dramaturgo griego que se mantiene en los repertorios de
nuestros teatros? Ello no se debe ciertamente a un prejuicio clasicista. La
tragedia de Esquilo no puede resistir la escena por la rigidez nada dramática
del coro que la domina, que no compensa el peso de las ideas y del lenguaje,
sobre todo faltando el canto y la danza. La dialéctica de Eurípides despierta
ciertamente, en tiempos perturbados como los nuestros, un eco de simpática
afinidad. Pero no hay cosa más mudable que los problemas de la sociedad
burguesa. Basta pensar en lo lejos que están de nosotros Ibsen o Zola,
incomparablemente más cercanos, sin embargo, que Eurípides, para comprender
que lo que constituiría la fuerza de Eurípides en su tiempo representa
precisamente para nosotros un límite infranqueable.
El efecto
inextinguible de Sófocles sobre el hombre actual, a base de su posición
imperecedera en la literatura universal, son sus caracteres. Si nos preguntamos
cuáles son las creaciones de los trágicos griegos que viven en la fantasía de
los hombres, con independencia de la escena y de su conexión con el drama,
veremos que las de Sófocles ocupan el primer lugar. Esta pervivencia separada
de las figuras como tales no hubiera podido ser jamás alcanzada por el mero
dominio de la técnica escénica, cuyos efectos son siempre momentáneos. Acaso
no hay nada más difícil de comprender para nosotros que el enigma de la
sabiduría sosegada, sencilla, natural, con que ha erigido aquellas figuras
humanas de carne y hueso, henchidas de las pasiones más violentas y de los
sentimientos más tiernos, de orgullosa y heroica grandeza y de verdadera
humanidad, tan parecidas (251) a nosotros y al
mismo tiempo dotadas de tan alta nobleza. Nada es en ellas artificioso ni
exorbitante. Los tiempos posteriores han buscado en vano la monumentalidad
mediante lo violento, lo colosal o lo efectista. En Sófocles todo se desarrolla
sin violencia, en sus proporciones naturales. La verdadera monumentalidad es
siempre simple y natural. Su secreto reside en el abandono de lo esencial y
fortuito de la apariencia, de tal modo que irradie con perfecta claridad la
ley íntima oculta a la mirada ordinaria. Los hombres de Sófocles carecen de
aquella solidez pétrea, que arranca de la tierra, de las figuras de Esquilo,
que a su lado aparecen inmóviles y aun rígidas. Pero su movilidad no carece de
peso como la de algunas figuras de Eurípides, que es duro denominar
"figuras", incapaces de condensarse más allá de las dos dimensiones
del teatro, indumentaria y declamación, en una verdadera existencia corporal.
Entre su predecesor y su sucesor es Sófocles el creador innato de caracteres.
Como sin esfuerzo, se rodea del tropel de sus imágenes, o aun podríamos decir
que le rodean. Pues nada más ajeno a un verdadero carácter que la arbitrariedad
de una fantasía caprichosa. Nacen todos de una necesidad que no es ni la
generalidad vacía del tipo ni la simple determinación del carácter individual,
sino lo esencial mismo, opuesto a lo que carece de esencia.
Se ha trazado a
menudo el paralelo entre la poesía y la escultura poniendo en conexión cada uno
de los tres trágicos como un estadio correspondiente de la evolución de la
forma plástica. Estas comparaciones conducen fácilmente a un juego sin
importancia cuando no a la pedantería. Nosotros mismos hemos comparado
simbólicamente la posición de la divinidad en medio de las esculturas del
frontispicio olímpico con la posición central de Zeus o del destino en la
tragedia arcaica. Pero se trataba sólo de una comparación ideal que no se
refería para nada a la cualidad plástica de los personajes de la tragedia. En
cambio, cuando denominamos a Sófocles el plástico de la tragedia se trata de
una cualidad que no comparte con otro alguno y que excluye toda comparación de
los trágicos con la evolución de las formas plásticas. La figura poética
depende, como la escultórica, del conocimiento de las últimas leyes que la
gobiernan. En esto termina toda posibilidad de un paralelo, pues las leyes de
lo espiritual son incomparables con las que rigen la estructura espacial de la
corporeidad táctil o visible. Sin embargo, cuando la escultura de aquel tiempo
se propone como su fin más alto la expresión de un ethos espiritual en
la forma humana, parece iluminarse con el resplandor de aquel mundo íntimo que
por primera vez ha revelado la poesía de Sófocles. El resplandor de esta
humanidad se refleja del modo más conmovedor en los monumentos contemporáneos
de los sepulcros áticos. Aunque aquellas obras de un arte de segundo rango se
hallen muy por debajo de la plenitud esencial y expresiva de las obras de
Sófocles, la convergencia de unas y otras en el mismo tipo de intimidad (252) humana, que revela el reposo espiritual de
aquellas obras, permite colegir que su arte y su poesía se hallaban animados
por la misma emoción. Orienta su imagen al hombre eterno, valiente y sereno
ante el dolor y la muerte, revelando así su verdadera y auténtica conciencia
religiosa.
El monumento
perenne del espíritu ático en el momento de su madurez está constituido por la
tragedia de Sófocles y la escultura de Fidias. Ambos representaban el arte del
tiempo de Pericles. Si desde aquí lo miramos con mirada retrospectiva, la
evolución de la tragedia griega parece dirigirse a este fin. Podemos decir esto
aun en lo que respecta a la relación de Esquilo con Sófocles. No así de la
relación de Sófocles con Eurípides, ni mucho menos con los epígonos de la
poesía trágica del siglo IV. Todos ellos son un eco de la grandeza anterior. Y
lo que en Esquilo es grande y rico de futuro traspasa los límites de la poesía
e invade un nuevo dominio: el de la filosofía. Así podemos denominar a Sófocles
clásico en el sentido de que alcanza el más alto punto en el desarrollo de la
tragedia. En él la tragedia realiza "su naturaleza", como diría
Aristóteles. Pero aun en otro y único sentido puede ser denominado clásico; en
tanto que esta denominación designa la más alta dignidad que alcanza aquel que
lleva a su perfección un género literario. Tal es su posición en el desarrollo
espiritual de Grecia, y como expresión de este desarrollo consideramos aquí
ante todo a la literatura. La evolución de la poesía griega, considerada como
el proceso de progresiva objetivación de la formación humana, culmina en
Sófocles. Sólo desde este punto de vista es posible comprender en su sentido
entero cuanto hemos dicho antes sobre las figuras trágicas de Sófocles. Su
preeminencia no procede sólo del campo de lo formal, sino que se enraiza en
una dimensión de lo humano en la cual lo estético, lo ético y lo religioso se
compenetran y se condicionan recíprocamente. Este fenómeno no es único en el
arte griego, como lo hemos visto en nuestro estudio de la poesía más antigua.
Pero forma y norma se compenetran de un modo muy especial en la tragedia de
Sófocles y, sobre todo, en sus personajes. El mismo poeta ha dicho de ellos
breve y certeramente que son figuras ideales, no hombres de la realidad
cotidiana, como los de Eurípides.[3]
Un escultor de hombres como Sófocles pertenece a la historia de la educación
humana. Y como ningún otro poeta griego. Y ello en un sentido completamente
nuevo. En su arte se manifiesta por primera vez la conciencia despierta de la
educación humana. Es algo completamente distinto de la acción educadora en el
sentido de Homero o de la voluntad educadora en el sentido de Esquilo.
Presupone la existencia de una sociedad humana, para la cual la
"educación", la formación humana en su pureza y por sí misma, se ha
convertido en el ideal más alto. Pero esto no (253) es
posible hasta que, después que una generación ha vivido duras luchas interiores
para conquistar el sentido del destino, luchas de una profundidad esquiliana,
lo humano como tal se coloca en el centro de la existencia. El arte mediante el
cual Sófocles crea sus caracteres se halla conscientemente inspirado por el
ideal de la conducta humana que fue la peculiar creación de la cultura y de la
sociedad del tiempo de Pericles. En tanto que Sófocles aprehendió esta nueva
conducta en lo más profundo de su esencia, tal como la debió de haber
experimentado en sí mismo, humanizó la tragedia y la convirtió en modelo
imperecedero de la educación humana de acuerdo con el espíritu inimitable de su
creador. Podría denominarse casi un arte educador, como lo es en otro estadio
—y en condiciones de tiempo mucho más artificiosas— la lucha de Goethe en el Tasso
para hallar la forma en la vida y en el arte. Sólo que la palabra
educación, en virtud de múltiples asociaciones, ha tendido a desleírse y perder
todo perfil, de tal modo que no es posible emplearla con entera libertad. Es
preciso evitar cuidadosamente las contraposiciones corrientes en la ciencia de
la literatura tales como "experiencia cultivada" y "experiencia
originaria". Sólo así llegaremos a comprender lo que significa educación o
cultura en el sentido griego originario, es decir, la creación originaria y la
experiencia originaria de una formación consciente del hombre. Sólo así se
comprende que pudiera convertirse en fuerza alentadora de la fantasía de un
gran poeta. La cópula creadora de la poesía y la educación, considerada en este
sentido, en Sófocles es una constelación única en la historia universal.
La unidad entre
el estado y el pueblo, conseguida tras dura lucha después de la guerra de los
persas, y sobre la cual se cierne el cosmos espiritual de la tragedia de
Esquilo, es la base para una nueva educación nacional que supera la oposición
entre la cultura de los nobles y la vida del pueblo. En la vida de Sófocles
toma cuerpo con fuerza única la eudemonía de la generación que sobre este fundamento
han estructurado el estado y la cultura de la época de Pericles. Los hechos
generales son conocidos de todos. Pero son de mayor importancia que los
detalles de su vida exterior que pueda averiguar la investigación científica.
Es, sin duda alguna, una leyenda que en la flor de su juventud danzara en el
coro que celebraba la victoria de Salamina. donde Esquilo combatió. Pero nos
dice mucho el hecho de que la vida del joven se iniciara en el momento en que
acababa de pasar la tormenta. Sófocles se halla en la angosta y escarpada
cresta del más alto mediodía del pueblo ático, que tan rápidamente había de
pasar. Su obra se desarrolla en la serenidad sin viento y sin nubes, eu)di/a y galh/nh, del día incomparable cuya aurora se abre con la
victoria de Salamina. Cierra los ojos muy poco tiempo antes de que Aristófanes
conjure a la sombra del gran Esquilo para que salve a la ciudad de la ruina. No
vivió la ruina de Atenas. Murió después que la victoria de las Arginusas
despertara la última gran esperanza (254) de
Atenas, y vive ahora allá abajo —así lo representa Aristófanes poco después de
su muerte— en la misma armonía consigo mismo y con el mundo con que vivió en la
tierra. Es difícil decir hasta qué punto esta eudemonía fue debida al tiempo
favorable que el destino le otorgó, y a su naturaleza afortunada o al arte
consciente con que realizó su obra y al misterio de su silenciosa sabiduría que
con gesto de perfecta modestia, sin ayuda ni esfuerzo, se traduce a
veces en creaciones geniales. La verdadera cultura es siempre obra de la
confluencia de estas tres fuerzas. Su fundamento más profundo ha sido y sigue
siendo un misterio. Lo más maravilloso en ella es que no es posible explicarlo.
Lo único que cabe hacer es señalar con el dedo y decir: ahí está.
Aunque no
supiéramos nada más de la Atenas de Pericles, de la vida y la figura de
Sófocles, podríamos concluir que en su tiempo surgió por primera vez la
formación consciente del hombre. Para ponderar esta nueva forma de las
relaciones humanas creó aquella época una nueva palabra: "urbano".
Dos decenios más tarde se halla en pleno uso entre todos los prosistas áticos,
en Jenofonte, en los oradores, en Platón. Y Aristóteles analiza y describe este
trato libre, franco, cortés, esta conducta selecta y delicada. Este tipo de
relación humana se daba por supuesto en la sociedad ática del tiempo de Pericles.
No hay más bella ilustración de la crisis de esta delicada educación ática —tan
opuesta al sentido escolar y pedantesco de la cultura— que la ingeniosa
narración de un poeta contemporáneo, Ión de Quío.[4]
Se trata de un acontecimiento real de la vida de Sófocles. Como estratega
colaborador de Pericles se halla como huésped de honor en una pequeña ciudad
jónica. En el banquete tiene como vecino a un maestro de literatura del lugar
que, poseído de su sabiduría, le atormenta con una crítica pedantesca del
bello verso del antiguo poeta: "Brilla en la púrpura de las mejillas la
luz del amor." La superioridad mundana y la gracia personal con que sale
del apuro, convenciéndole de la imposibilidad de que la pobreza de su fantasía
llegue a la plena comprensión de un fragmento poético tan bello, dando además
la prueba evidente de que aun en su profesión involuntaria de general tiene
competencia, mediante la astuta "estratagema" contra el azorado
muchacho que le alarga la copa llena de vino, es un rasgo inolvidable no sólo
de la figura de Sófocles, sino también de la sociedad ática de su tiempo.
Pongamos al lado del retrato del poeta que nos ofrece esta verdadera anécdota y
que corresponde a la actitud de la estatua laterana de Sófocles, el retrato de
Pericles del escultor Cresilas. No nos ofrece al gran hombre de estado ni aun,
a pesar del yelmo, al general. Así como Esquilo es para la posteridad el
luchador de Maratón y el fiel ciudadano de su estado, el arte y la anécdota
encarnan en Sófocles y en Pericles la suma de (255) la más alta
nobleza de la kalokagathia ática, tal como corresponde al espíritu de su
tiempo.
En esta forma
vive una clara y delicada conciencia de lo que en cada caso es adecuado y justo
para el hombre, que en el más alto dominio de la expresión y en la plenitud de
la medida, se revela como una nueva e íntima libertad. No hay en ella esfuerzo
ni afectación. Todos reconocen y admiran su facilidad. Nadie es capaz de
imitarla, como dice unos años más tarde Isócrates. Sólo se da en Atenas. La
fuerza expresiva y sentimental de Esquilo cede a un equilibrio y proporción
natural que sentimos y gozamos como un milagro en las esculturas del friso del
Partenón y en el lenguaje de los hombres de Sófocles. No es posible definir en
qué consiste propiamente este secreto abierto. No se trata en modo alguno de
algo puramente formal. Sería sumamente raro que se manifestara al mismo
tiempo en la plástica y en la poesía si no se tratara de algo sobrepersonal y
común a los representantes más característicos de la época. Es la irradiación
de un ser en definitivo reposo que ha llegado a la armonía consigo mismo, como
expresa ya el bello verso de Aristófanes: un ser al cual la muerte no puede
llevar consigo, puesto que lo mismo debe permanecer "allí" que
"aquí", eu)koloj.[5]
No
es posible interpretarlo trivialmente desde un punto de vista puramente
estético, como la belleza de la línea, o desde un punto de vista exclusivamente
psicológico, como una simple naturaleza armónica, confundiendo así la esencia
con el síntoma. No es una pura casualidad del temperamento personal el hecho de
que Sófocles sea el maestro del medio tono mientras que Esquilo nunca lo
pudiera alcanzar. En parte alguna es la forma de un modo tan inmediato, expresión
adecuada o mejor la revelación del ser y de su sentido meta-físico. A la
pregunta sobre lo esencial y el sentido del ser no contesta Sófocles, como
Esquilo, mediante una concepción del mundo o una teodicea, sino mediante la
forma de sus discursos y la figura de sus personajes. Quien en los momentos de
caos y agitación de la vida en que todas las formas parecen disolverse, no haya
tendido la mano a este guía, para hallar de nuevo el equilibrio íntimo mediante
la acción de algunos versos de Sófocles, no comprenderá fácilmente esto. Lo que
se experimenta en el acorde y el ritmo, la medida, es para Sófocles el
principio del Ser. Es el piadoso reconocimiento de una justicia que reside en
las cosas mismas y cuya comprensión es el signo de la más perfecta madurez. No
en vano repite constantemente el coro de las tragedias de Sófocles que la falta
de medida es la raíz de todo mal. La armonía preestablecida entre el arte
escultórico de Fidias y la poesía de Sófocles tiene su fundamento más profundo
en la sujeción religiosa a este conocimiento de la medida. Esta conciencia,
que llena la época entera, es una expresión tan natural de la (256) esencia más profunda del pueblo griego, fundada
en la sofrosyne metafísica, que la exaltación de la medida en Sófocles
parece resonar en mil ecos concordantes en todo el ámbito del mundo griego. La
idea no era. en realidad, nueva. Pero la influencia histórica y la importancia
absoluta de una idea no dependen jamás de su novedad, sino de la profundidad y
la fuerza con que ha sido comprendida y vivida. El desarrollo de la idea griega
de la medida considerada como el más alto valor llega a su culminación en
Sófocles. A él conduce y en él halla su clásica expresión poética como fuerza
divina que gobierna el mundo y la vida.
La estrecha
conexión entre la formación humana y la medida en la conciencia de la época
puede manifestarse todavía desde otro punto de vista. En general, es preciso
mostrar las convicciones artísticas de los clásicos griegos a partir de sus
obras y éstas son en todo caso nuestros mejores testimonios. Pero, puesto que
se trata de comprender las últimas y más difíciles tendencias ordenadoras de
creaciones tan ricas y tan variadas del espíritu humano, parece justo exigir
que confirmemos la certeza de nuestro camino mediante el testimonio de los
contemporáneos. De Sófocles mismo poseemos dos observaciones que, naturalmente,
sólo alcanzan en último término autoridad histórica por su concordancia con
nuestras propias impresiones intuitivas acerca de su arte. Una de ellas la
hemos citado ya: es aquella en que caracteriza a sus propios personajes, en
oposición al realismo de Eurípides, como figuras ideales. En la otra separa su
propia creación artística de la de Esquilo en tanto que niega a éste la
conciencia en el hallazgo de lo justo, mientras que la considera esencia) para
sí mismo.[6]
Si las tomamos conjuntamente, veremos que presuponen una conciencia muy precisa
de las normas a que debe sujetarse el poeta y que representa a los hombres
"tales como deben ser". Ahora bien, esta conciencia de las normas
ideales del hombre es peculiar de la época en que comienza la sofística. El
problema de la areté humana es ahora considerado con extraordinaria
intensidad desde el punto de vista de la educación. El hombre "tal como
debe ser" es el gran tema de la época y el término de todos los esfuerzos
de los sofistas. Hasta ahora los poetas han tratado sólo de fundamentar los valores
de la vida humana. Pero no podían permanecer indiferentes a la nueva voluntad
educadora. Esquilo y Solón alcanzaron con su poesía una poderosa influencia
haciéndola escenario de su lucha íntima con Dios y el Destino. Sófocles,
siguiendo la tendencia formadora de su época, se dirige al hombre mismo y
proclama sus normas en la representación de sus figuras humanas. Hallamos ya el
comienzo de esta evolución en las últimas obras de Esquilo cuando, para realzar
lo trágico, opone al destino figuras como Etéocles, Prometeo, Agamemnón,
Orestes. que encarnan un poderoso elemento de idealidad.
(257) Con ellas se enlaza Sófocles, cuyas figuras
capitales encarnan la más alta areté tal como la conciben los grandes
educadores de su tiempo. No es posible decidir dónde se halla la prioridad; si
en la poesía o en el ideal educador. Para una poesía como la de Sófocles ello
carece de importancia. Lo decisivo es que la poesía y la educación humana se
dirigen conscientemente al mismo fin.
Los hombres
de Sófocles nacen
de un sentimiento
de la belleza cuya fuente es una animación de los personajes hasta ahora desconocida. En él se manifiesta el nuevo ideal de la areté, que por primera vez y de
un modo consciente hace de la psyché
el punto de partida de toda educación humana. Esta palabra adquiere en el siglo V
una nueva resonancia,
una significación más
alta, que sólo alcanza
su pleno sentido
con Sócrates. El
"alma'" es objetivamente reconocida como
el centro del hombre.
De ella irradian
todas sus acciones y su
conducta entera. El arte
escultórico había descubierto desde
largo tiempo las leyes del cuerpo
humano y lo
había hecho objeto del estudio
más fervoroso. En la
"armonía" del cuerpo había descubierto de nuevo el principio del
cosmos, que el pensamiento filosófico
había confirmado ya para la
totalidad. A partir del cosmos llega
ahora el mundo griego al descubrimiento de lo espiritual. No lo considera desde
el punto de vista de la experiencia inmediata como una intimidad caótica. Es, por el contrario, el único reino del ser
que, sometido a un
orden legal, no ha
sido todavía penetrado por la idea cósmica. Es evidente que el alma tiene, como el
cuerpo, su ritmo y su armonía. Con ello
entramos en la idea de una estructura del alma. Podríamos acaso hallarla por primera vez
expresada con entera claridad por Simónides,[7]
cuando afirma que la areté consiste en tener "estructurados rectamente
y sin falta, las manos, los pies y
el espíritu". Pero, de esta primera representación de un ser espiritual en forma,
concebido por analogía con el
ideal corporal de la formación
agonal, hasta la teoría de la educación que con verdad histórica atribuye Platón
al sofista Protágoras, media un
paso considerable.[8] En ella la idea de la educación se halla desarrollada con íntima
consecuencia. De una imagen poética se
ha convertido en un principio educador.
Protágoras habla allí
de la educación
del alma mediante la verdadera eurhythmia y euharmostia. La justa armonía y el justo
ritmo deben nacer de! contacto
con las obras de la poesía, de
la cual han
tomado sus normas.
También en esta teoría el ideal
de la formación
espiritual tiene que
ver con el de
la formación del cuerpo. Pero se halla
más cerca del arte escultórico y de la formación artística que de la areté agonal
de Simónides. De este campo de
intuiciones procede el concepto
normativo de la eurhytmia y la euharmostia. Sólo en el pueblo griego podía
originarse la idea de la educación de
las normas del arte escultórico.
Tampoco (258) puede desconocerse este
modelo en el ideal encarnado en las figuras de Sófocles. La educación, la poesía
y el arte escultórico se hallan en aquel tiempo en la más estrecha correlación.
No es posible pensar ninguno de ellos sin el otro. La educación y la poesía
hallan su modelo en el esfuerzo de la plástica para llegar a la creación de
una forma humana, y toman el mismo camino para llegar a la i)de/a del hombre. El arte, de su
parte, aprende de la poesía y de la educación el camino que conduce a lo
espiritual. En todos se revela una alta valoración del hombre, que se halla
para los tres en el centro del interés. Esta inclinación antropocéntrica del
espíritu ático es la que da lugar al nacimiento de la "humanidad"; no
en el sentido sentimental del amor humano hacia los otros miembros de la
sociedad, que denominaron los griegos filantropía, sino en el del conocimiento
de la verdadera forma esencial humana. Es especialmente significativo el hecho
de que por primera vez aparece la mujer corno representante de lo humano con
idéntica dignidad al lado del hombre. Las numerosas figuras femeninas de
Sófocles, Antígona, Electra, Dejanira, Tecmesa, Yocasta, por no hablar de otras
figuras secundarias, como Clitemnestra, Ismene y Crisotemis, iluminan con la
luz más clara la alteza y la amplitud de la humanidad de Sófocles. El
descubrimiento de la mujer es la consecuencia necesaria del descubrimiento del
hombre como objeto propio de la tragedia.
Desde este
punto de vista podemos comprender la trasformación del arte trágico desde
Esquilo hasta Sófocles. Salta a la vista que la forma de la trilogía, que es la
regla para aquél, es abandonada por su sucesor. Se halla sustituida por el
drama singular, cuyo punto central es la acción humana. Esquilo necesita de la
trilogía para abrazar en una acción dramática la masa entera de acaecimientos
épicos que constituyen el curso de un destino, cuyo encadenamiento de
sufrimientos se extiende con frecuencia a varias generaciones de un linaje. Su
mirada se dirigía al curso entero de un destino porque sólo en esta totalidad
era posible ver el justo equilibrio del gobierno divino, que la fe y el
sentimiento moral echaban de menos en el destino del individuo. De ahí que los
personajes, aunque constituyan el punto de partida para nuestra participación
en la acción, ocupen un lugar subordinado y que el poeta se halle obligado a
colocarse de algún modo en el lugar de la fuerza más alta que gobierna el
mundo. En Sófocles, las exigencias de la teodicea, que habían dominado el
pensamiento religioso desde Solón hasta Teognis y Esquilo, pasan a un lugar
secundario. Lo trágico en él es la imposibilidad de evitar el dolor. Tal es la
faz inevitable del destino desde el punto de vista humano. La concepción
religiosa del mundo de Esquilo no es, en modo alguno, abandonada. Sólo que el
acento no se halla ya en ella. Esto se ve con especial claridad en una de las
primeras obras de Sófocles, Antígona, en la cual aquella concepción del
mundo aparece todavía con vigoroso relieve.
(259) La maldición
familiar de la casa de los labdácidas, cuya acción aniquiladora persigue
Esquilo en la trilogía tebana a través de varias generaciones, permanece en
Sófocles como causa originaria, pero situada en un trasfondo. Antígona cae
como su última victima, del mismo modo que Etéocles y Polinices en los Siete
de Esquilo. Sófocles hace participar a Antígona y a su contrario Creón en
la realización de su destino mediante el vigor de sus acciones, y el coro no
se cansa de hablar de la transgresión de la medida y de la participación de
ambos en su desdicha. Pero aunque este momento sirve también para justificar
el destino en el sentido de Esquilo, toda la luz se concentra en la figura del
hombre trágico y se tiene la impresión de que ella basta por sí misma para
reclamar todo el interés. El destino no reclama la atención como problema
independiente. Apartada de él, se dirige por entero al hombre doliente, cuyas
acciones no son determinadas desde fuera con entera necesidad. Antígona se
halla determinada por su naturaleza al dolor. Podríamos incluso decir que se
halla elegida para él, puesto que su dolor consciente se convierte en una nueva
forma de nobleza. Este ser elegido para el dolor, ajeno naturalmente a toda
representación cristiana, se muestra de un modo eminente en el diálogo del
prólogo entre Antígona y sus hermanas. La ternura juvenil de Ismene retrocede
aterrada ante la elección deliberada de la propia ruina. Sin embargo, su amor
de hermana no disminuye por ello, como no tarda en demostrarlo de un modo
conmovedor mediante su propia acusación ante Creón y su deseo desesperado de
acompañar en la muerte a su hermana ya condenada. No obstante, no es una figura
trágica. Sirve sólo para realzar la figura de Antígona. Y hemos de confesar la
razón que asiste a ésta para rechazar en aquel instante su solicitud y su
profunda piedad. Ya en los Siete de Esquilo se realza lo trágico de
Etéocles por el noble rasgo de disponerse a aceptar sin culpa el destino de su
casa. Antígona sobrepasa todas las preeminencias de su noble estirpe.
Este dolor de
la figura capital se destaca sobre un trasfondo general creado por el primer
canto del coro. El coro entona un himno a la grandeza del hombre creador de
todas las artes, dominador de las poderosas fuerzas de la naturaleza mediante
la fuerza del espíritu y que como el más alto de todos los bienes ha llegado a
la concepción de la fuerza del derecho, fundamento de la estructura del
estado. El sofista Protágoras,[9]
contemporáneo de Sófocles, construyó una teoría análoga acerca del origen de
la cultura y de la sociedad. Y en el ritmo del coro de Sófocles podemos
comprobar el orgullo prometeico que domina este primer ensayo de una historia
natural del desenvolvimiento del hombre. Pero con la ironía trágica peculiar
de Sófocles, en el momento en que el coro acaba de celebrar al derecho y al
estado, (260) proclamando la expulsión de toda
sociedad humana de aquel que conculca la ley, cae Antígona encadenada. Para
cumplir la ley no escrita y realizar el más sencillo deber fraternal rechaza
con plena conciencia el decreto tiránico del rey, fundado en la fuerza del
estado, que le prohíbe con pena de muerte el sepelio de su hermano Polinices,
muerto en lucha contra su propia patria. En el mismo momento aparece ante el
espíritu del espectador otro aspecto de la naturaleza humana. Enmudece el
orgulloso himno ante el súbito y trágico conocimiento de la debilidad y la
miseria humanas.
Con profunda
intuición vio Hegel en la Antígona el trágico conflicto entre dos
principios morales: la ley del estado y el derecho de la familia. Pero aunque
la rigurosa fidelidad a los principios del estado, a pesar de su exageración,
nos permite comprender la actitud del rey, y aunque la dolorosa porfía de
Antígona justifique, con la fuerza de convicción de una auténtica pasión
revolucionaria, las leyes eternas de la piedad contra las usurpaciones del
estado, el acento capital de la tragedia no se halla en este problema general
tan próximo a la sensibilidad de un poeta del tiempo de los sofistas, para
idealizar la oposición entre las dos figuras capitales. Y aunque se hable de la
hybris, de la falta de medida y de la falta de comprensión, estos
conceptos se hallan en la periferia y no en el centro, como en la obra de
Esquilo. La caída del héroe en el dolor trágico se comprende inmediatamente: en
lugar de colocarlo judicialmente en la injusticia, lo que hace es revelar de
modo patente, en naturalezas nobles, el carácter ineludible del destino que
los dioses asignan a los hombres. La irracionalidad de esta até, que
inquietó el sentimiento de justicia de Solón y preocupó a la época entera, es
una presuposición de lo trágico, pero no constituye el problema de la
tragedia. Esquilo trata de resolver el problema. Sófocles da por supuesta la até.
Pero su posición ante el hecho inevitable del dolor enviado por los dioses,
que la lírica antigua ha lamentado desde sus orígenes, no es la de la pura
pasividad. Ni comparte las palabras resignadas de Simónides, según las cuales
el hombre debe perder necesariamente la areté cuando lo derrumba el
infortunio inexorable.[10]
La elevación de sus grandes dolientes a la nobleza más alta es el Sí que da
Sófocles a esta realidad, la esfinge cuyo misterio mortal es capaz de resolver.
Por primera vez el hombre trágico de Sófocles se levanta a verdadera grandeza
humana mediante la plena destrucción de su felicidad terrestre o de su
existencia física y social.
El hombre
trágico, con sus sufrimientos, se convierte en el más maravilloso y delicado
instrumento, del cual arrancan las manos del poeta todos los tonos del ailinos
trágico. Para hacerlos resonar pone en movimiento todos los medios de su
fantasía dramática. En los dramas de Sófocles, frente a los de Esquilo,
hallamos una enorme (261) elevación de la acción
dramática. Sólo que el fundamento de ello no se halla en el hecho de que
Sófocles considere la acción dramática por sí misma, en el sentido del drama
shakesperiano, en lugar de las antiguas y venerables danzas corales. La fuerza
con que se desarrolla el Edipo, imponente aun para el más rudo
naturalismo, pudo suscitar semejante malentendido. Puede haber contribuido
también en buena parte a la frecuencia creciente con que ha sido puesto en la
escena. Pero si lo consideramos desde este punto de vista no llegaremos jamás
a comprender la maravillosa y compleja arquitectura de la escenificación de
Sófocles. No procede de la consecuencia exterior de los acaecimientos
materiales, sino de una alta lógica artística que, en una rica serie progresiva
de contrastes, abre a la mirada, desde todos los puntos de vista, la esencia
íntima de la figura principal. El clásico ejemplo de esto es Electra. La
fuerza inventiva del poeta crea con osado artificio una serie de incidentes y
retardos para hacer que Electra pase por toda la escala de los más íntimos
matices sentimentales hasta llegar a la plenitud de la desesperación. Sin
embargo, a pesar de las más violentas oscilaciones del péndulo, la totalidad se
mantiene en equilibrio perfecto. Este arte alcanza su culminación en la escena
del reconocimiento de Electra y Orestes. El disfraz intencionado del salvador,
a su retorno a la casa paterna, y la manera gradual con que deja caer sus
vestidos, hace pasar el dolor de Electra por todos los grados desde el cielo
al infierno. El drama de Sófocles es el drama de los movimientos del alma cuyo
íntimo ritmo se desarrolla en la ordenación armónica de la acción. Su fuente se
halla en la figura humana, a la cual se vuelve constantemente como a su último
y más alto fin. Toda acción dramática es simplemente para Sófocles el
desenvolvimiento esencial del hombre doliente. Con ello se cumple su destino y
se realiza a sí mismo.
También para él
es la tragedia el órgano del más alto conocimiento. Pero no se trata de fronei=n en la cual halla Esquilo el
reposo del corazón. Es el autoconocimiento trágico del hombre, que profundiza
el deifico gnw~qi seauto/n hasta
llegar a la intelección de la nadedad espectral de la fuerza humana y de la
felicidad terrena. Pero este conocimiento abraza también la conciencia
indestructible e invencible de la grandeza del hombre doliente. El dolor de las
figuras de Sófocles constituye una parte esencial de su ser. Jamás ha llegado
el poeta a una representación tan conmovedora y llena de misterio de la fusión
del hombre y su destino en una unidad indisoluble, como en la más grande de
sus figuras. A ella vuelve todavía su mirada amorosa en lo más avanzado de su
edad. El anciano ciego Edipo, expulsado de su patria, vaga por el mundo
mendigando de la mano de su hija Antígona, otra de las figuras preferidas que
el poeta no abandona nunca. Nada más característico de la esencia de la
tragedia de Sófocles que la compasión del poeta por sus propias figuras. Nunca
le abandonó la idea de lo que había de ser de Edipo.
(262) Este hombre,
sobre el cual parece gravitar el peso de todos los dolores del mundo, fue
desde un principio una figura de la más alta fuerza simbólica. Se convierte en
el hombre doliente, sin más. En lo alto de su vida halló Sófocles su plena
satisfacción al colocar a Edipo en medio de la tormenta de la aniquilación. Lo
presenta ante los ojos del espectador en el instante en que se maldice a sí
mismo y desesperado desea aniquilar su propia existencia, del mismo modo que ha
apagado, con sus propias manos, la luz de sus ojos. Lo mismo que en Electro,
en el momento en que la figura llega a la plenitud de la tragedia, corta el
poeta súbitamente el hilo de la acción.
Es altamente
significativo el hecho de que Sófocles poco antes de su muerte tomara de nuevo
el tema de Edipo. Sería un error esperar de este segundo Edipo la resolución
final del problema. Quien quisiera interpretar en este sentido la apasionada
autodefensa del viejo Edipo, su repetida insistencia en que ha realizado todos
sus hechos en la ignorancia, confundiría a Sófocles con Eurípides. Ni el
destino ni Edipo son absueltos o condenados. Sin embargo, el poeta parece
considerar aquí el dolor desde un punto de vista más alto. Es un último
encuentro con el anciano peregrino sin reposo, poco antes de que haya alcanzado
su fin. Su noble naturaleza permanece inquebrantable en su impetuosa fuerza, a
pesar de la desventura y la vejez. Su conciencia le ayuda a soportar su dolor,
este antiguo compañero inseparable que no le abandona hasta las últimas horas.
Esta acerba imagen no deja lugar alguno para la ternura sentimental. Sin embargo,
el dolor hace a Edipo venerable. El coro siente su terror, pero aún más su
grandeza, y el rey de Atenas recibe al ciego mendigo con los honores debidos a
un huésped ilustre. Según un oráculo divino, debía hallar su último reposo en
el suelo ático. La muerte de Edipo se halla envuelta en el misterio. Sale solo
y sin guía al bosque y nadie lo ve ya más. Incomprensible, como el camino del
dolor, por el cual conduce la divinidad a Edipo, es el milagro de la salvación
que al fin espera. "Los dioses que te hirieron, te levantarán de nuevo en
alto." Ningún ojo mortal puede ver este misterio. Sólo es posible
participar en él mediante la consagración al dolor. No es posible saber cómo,
pero la consagración al dolor le aproxima a los dioses y le separa del resto de
los hombres. Ahora descansa en la colina de Colono, en la patria querida del
poeta, en los bosques siempre verdes de las Euménides en cuyas ramas canta el
ruiseñor. Ningún pie humano puede pisar el lugar. Pero de él irradia la
bendición para todo el país de Ática.
[1] 1 isócrates,
Paneg., 10.
[2] 2 Tycho von wilamowitz-moellendürff,
en su libro Die dramatische Technik des Sophokles (Berlín, 1917),
representa el paso más vigoroso que se ha dado en esta dirección durante los
últimos decenios; pero señala también de un modo evidente los límites que
podemos hallar en este camino.
[3] 3 aristóteles,
Poét. 25, 1460 b 34.
[4] 4 Athen., XIII, 603 e.
[5] 5 aristófanes, Ranas, 82.
[6] 6 Athen., I, 22 a-b.
[7] 7 simónides, frag. 4. 2.
[8] 8 platón.
Prot., 326 B.
[9] 9 También Protágoras distingue expresamente en
el mito sobre el origen de la cultura entre el arte técnico y el más alto
estadio de la cultura del estado y del derecho (platón,
Prot., 322 A).
[10] 10 simónides,
frag. 4, 8-10.
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