(303) la crisis del tiempo se manifiesta por primera vez en toda
su amplitud en la tragedia de Eurípides. Lo hemos separado de Sófocles por la
sofística, pues en los dramas que se han conservado, y que pertenecen todos a
sus últimos años, el "poeta de la ilustración griega", como se le ha
denominado, se halla impregnado de las ideas y del arte retórico de los
sofistas. Pero aunque este punto de vista proyecte mucha luz sobre su obra, la
sofística representa sólo un escorzo limitado de su espíritu. Con el mismo
derecho podríamos decir que la sofística sólo se hace plenamente comprensible
sobre el tras-fondo espiritual que nos descubre la poesía de Eurípides. La
sofística tiene una cabeza de Jano, una de cuyas caras es la de Sófocles y la
otra la de Eurípides. El ideal del desarrollo armónico del alma humana es
común a los sofistas y a Sófocles. Se halla relacionado con el principio
escultórico de su arte. En la oscilante inseguridad de sus principios morales
revela la educación sofística su parentesco con el mundo escindido y
contradictorio que se manifiesta en la poesía de Eurípides. Ambos poetas y la
sofística, que se desarrolla entre ellos mirando a uno y a otro, no son
representantes de dos épocas distintas. La diferencia de dos decenios que
separa la fecha de su nacimiento, incluso en una época de rápido desarrollo
como aquélla, no es suficiente para señalar una diferencia de generación. Sólo
la diferencia de sus naturalezas los determinó a representar el mismo mundo de
modo tan diferente. Sófocles avanza sobre las escarpadas alturas de los
tiempos. Eurípides es la revelación de la tragedia cultural que arruinó a la
época. Esto señala su posición en la historia del espíritu y le otorga aquella
incomparable compenetración que nos fuerza a considerar su arte como la
expresión de su tiempo.
No hemos de
describir por sí misma la sociedad que ofrecen a nuestra mirada y a la cual se
dirigen los dramas de Eurípides. Las fuentes históricas, y sobre todo
literarias, son, por primera vez, en este periodo sumamente ricas y el cuadro
moral que nos permiten trazar exigiría un libro entero que un día debe ser
escrito. La totalidad de la existencia humana, desde las nimiedades triviales
de todos los días hasta las alturas de la vida social, en el arte y en el
pensamiento, se despliega aquí abigarrada ante nosotros. La primera impresión
es la de una riqueza enorme y de una fuerza vital, física y creadora acaso no
alcanzada después en la historia. Así como la vida griega aun en el tiempo de
la guerra de los persas se articulaba en estirpes, cuyos principales
representantes se repartían la dirección espiritual, a partir de la época de
Pericles se rompe esta relación y la preponderancia de Atenas se hace cada día
más evidente. Jamás en su historia (304) las
múltiples ramas del pueblo heleno —que sólo en época tardía se atribuyeron este
nombre común— habían vivido una concentración de fuerzas estatales, económicas
y espirituales como la que produjo en la Acrópolis el maravilloso Partenón para
honrar a la diosa Atenea, que fue considerada desde entonces como el alma divina
de su estado y de su pueblo. Las victorias de Maratón y Salamina, aun después
de la muerte de la mayoría de sus contemporáneos, seguían actuando sobre el
destino del estado. Sus hazañas, impresas en el espíritu de sus descendientes,
los estimulaban a más altas realizaciones. Bajo su signo, alcanzaron las
generaciones actuales sus asombrosos éxitos y la irresistible extensión de su
poderío y de su comercio. Con tenaz perseverancia, irresistible energía e
inteligente y amplia visión, el estado popular y su poderío marítimo se beneficiaron
de la fuerza contenida en tan gran herencia. Verdad es que el reconocimiento
panhelénico de la misión histórica de Atenas no gozaba de un crédito
inagotable, como lo muestra ya Heródoto: la Atenas de Pericles se veía obligada
a reclamar con vigor y energía su pretensión histórica porque el resto de los
pueblos helénicos no se la reconocían de buen grado. En los días en que
escribió Heródoto, no mucho antes de la guerra del Peloponeso, que como un
incendio gigante conmovió a todo el mundo helénico, la ideología que informaba
la política de fuerza del imperialismo ateniense aspiraba consciente o
inconscientemente al dominio de Atenas sobre el resto de las ciudades libres de
Hélade.
La tarea a que
tuvo que consagrarse la generación de Pericles y sus herederos no puede
compararse con la fuerza y el ímpetu religioso de Esquilo. Se sentían, con
razón, más bien sucesores de Temístocles, en el cual veían ya, aquellos tiempos
heroicos, una figura esencialmente moderna. Sin embargo, en la realista
sobriedad con que los nuevos tiempos perseguían su ideal, hallaron aquellos
hombres que voluntariamente ofrecían sus bienes y su sangre por la grandeza de
Atenas un pathos peculiar, en el cual se mezclaban y se realzaban
recíprocamente el cálculo frío e interesado del éxito y el sentido abnegado de
la comunidad. El estado trataba de llevar a la convicción de los ciudadanos que
sólo prosperan los individuos si la totalidad crece y se desarrolla. Así
convertía el egoísmo natural en una de las fuerzas más poderosas de la conducta
política. No podía, naturalmente, mantener esta creencia sino en tanto que las
ganancias sobrepasaran a los sacrificios. En tiempo de guerra era difícil
mantener esta actitud, pues cuanto más duraba, menores eran los beneficios. El
tiempo de Pericles se caracteriza por el predominio de los negocios, el
cálculo y las empresas, en el dominio particular y en las más altas esferas
públicas del estado. De otra parte, el sentimiento heredado de la
respetabilidad exterior tenía necesidad de mantener una apariencia de bien aun
cuando el simple provecho y el goce fueran los verdaderos motivos de la acción.
No en vano se originó en este (305) tiempo la distinción
sofística entre lo que es bueno "según la ley" y lo que es bueno por
la naturaleza. Y no había necesidad de recurrir a la teoría y a la reflexión
filosófica para emplear esta distinción en la práctica en vista de un
beneficio personal. Esta escisión artificial entre lo idealista y lo
naturalista y el equívoco que llevaba consigo abrazaba en su totalidad la moral
privada y pública de la época, desde una política de poder, exenta de
escrúpulos, que invadía progresivamente las esferas del estado, hasta las
mínimas manipulaciones comerciales de los individuos. Cuanto mayor era la
grandeza con que se manifestaba la época en todas sus empresas y la elasticidad,
la reflexión y el entusiasmo con que cada individuo se consagraba a sus
propias tareas y a las de la comunidad, con mayor intensidad se sentía el
inaudito crecimiento de la mentira y la hipocresía a cuya costa se compraba
aquel esplendor y la íntima inseguridad de una existencia a la cual se le
exigían todos los esfuerzos para llegar al progreso exterior.
Largos años de
guerra aceleraron de un modo siniestro la destrucción de todos los fundamentos
del pensamiento. Tucídides, el historiador de la tragedia del estado ateniense,
considera la decadencia de su poderío únicamente como la consecuencia de la
disolución interna. No nos interesa aquí la guerra como fenómeno político. En
este respecto la consideraremos más tarde, en nuestro estudio de Tucídides. Lo
que nos interesa aquí es el diagnóstico del gran historiador respecto a la
decadencia del organismo social, que se hacía cada vez más patente y se
extendía cada vez más.[1]
En su actitud puramente clínica, constituye ese análisis de la enfermedad un
emocionante paralelo de la célebre descripción de la peste que en los primeros
años de la guerra socavó la salud física y la resistencia del pueblo. Tucídides
acrecienta nuestro interés en el proceso que describe, de descomposición de la
nación, por el horror de las luchas de los partidos, al dar por supuesto que
este fenómeno no es algo único, sino que se repetirá constantemente, en tanto
que la naturaleza humana sea la misma. Quisiéramos ofrecer su descripción,
dentro de lo posible, con sus mismas palabras. En la paz se presta más fácilmente
oídos a la razón porque los hombres no se hallan constreñidos por necesidades
apremiantes. La guerra, empero, limita extraordinariamente a la masa a
acomodar sus convicciones a las necesidades del momento. En el curso de las
revoluciones que lleva consigo la guerra cambian bruscamente las opiniones y se
suceden las conjuras y los actos de venganza, y el recuerdo de las revoluciones
pasadas y de las pasiones que llevaron consigo aumenta la gravedad de los nuevos
trastornos.
En este
respecto habla Tucídides de la trasmutación de los valores vigentes que se
manifiesta en el cambio total de la significación de las palabras. Palabras que
habían designado antiguamente los más (306)
altos valores pasan a significar en el uso corriente ideas y acciones
vergonzosas, y otras que expresaron cosas reprobables hacen carrera y llegan a
designar los predicados más nobles. La temeridad insensata se considera ahora
como valor y lealtad, la reserva prudente, como cobardía disfrazada con bellas
palabras. La circunspección es el pretexto de la debilidad, la reflexión, falta
de energía y de eficacia. La locura resuelta es considerada como signo de
verdadera virilidad, la reflexión madura, como una hábil evasión. Cuanto más
alto insulta e injuria uno, por tanto más leal se le tiene, y a quien se atreve
a contradecirle pronto se le considera como sospechoso. La intriga sagaz es
considerada como inteligencia política y el que es capaz de tramarla es el
genio más alto. A aquel que prudentemente se esfuerza en no tener necesidad de
apelar a estos medios se le achaca falta de espíritu de cuerpo y es acusado de
miedo ante el enemigo. El parentesco de sangre es considerado como un vínculo
más débil que la pertenencia a un partido. Así los compañeros del partido se
hallan mejor dispuestos a la aventura sin freno. Semejantes asociaciones no se
hallan de acuerdo para sostener las leyes existentes, sino para ir contra todo
derecho y aumentar el poder y la riqueza personal. Incluso los juramentos que
unen a los miembros del mismo partido valen menos por su carácter sagrado que
por la conciencia del crimen común. En parte alguna se da una chispa de lealtad
y de confianza entre los hombres. Cuando los partidos contendientes se ven
obligados por el agotamiento o por circunstancias desfavorables a concluir
pactos y a sellarlos con el juramento, cada cual sabe que esto es sólo un signo
de debilidad y que no debe sentirse ligado por ello, sino que el enemigo
utilizará sólo el juramento para reforzarse y aprovechará la primera ocasión
para acometer a su adversario incauto e inerme con mayor seguridad. Los
caudillos, demócratas o aristocráticos, llevaban en la boca las grandes palabras
de su partido, pero, en verdad, no luchaban por un alto ideal. El poderío, la
codicia y el orgullo eran los únicos motivos de la acción, y aun cuando se
invocaban los antiguos ideales políticos se trataba sólo de consignas verbales.
La descomposición
de la sociedad era sólo la apariencia exterior de la íntima descomposición del
hombre. Incluso la dureza de la guerra actúa de un modo completamente distinto
en un pueblo íntimamente sano que en una nación cuyas medidas de valor se
hallan descompuestas por el individualismo. Así, la formación estética e
intelectual no alcanzó nunca un estadio más alto que en la Atenas de aquellos
días. La tranquila persistencia de la evolución interior de Ática durante
varias generaciones, la natural y originaria participación de todos en las
cosas espirituales, que se hallaban en el centro del interés público, crearon
las más felices circunstancias para ello. Con la complicación de la vida, la
agudeza espiritual de un pueblo ya de por sí extraordinariamente inteligente y
sensible, dotado de la más delicada aptitud para la percepción de la belleza y
de inagotable (307) capacidad para
el goce de todos los juegos del intelecto, llegó a la plenitud de su
desarrollo. Los modernos han de considerar forzosamente con incrédulo asombro
las exigencias continuas que imponían los escritores de entonces a la capacidad
de comprensión del término medio de los ciudadanos de Atenas. Pero no tenemos
ninguna razón para dudar de la imagen que de ello nos da la comedia de aquel
tiempo. Tenemos al pequeño burgués, Dikaiopolis, sentado en el teatro de
Dionisos, mascando satisfecho su ajo, hablando ansioso consigo mismo, desde
antes de la salida del sol. Espera la aparición del nuevo coro de quién sabe
qué frío y exagerado dramaturgo moderno, mientras su corazón añora
ardientemente la tragedia de Esquilo, ahora pasada de moda. O pensemos en el
dios Dionisos en la escena de Las ranas en que sentado a bordo del navío
en que pretende haber tomado parte en la batalla naval de las Arginusas, tiene
en las manos una edición del drama de Eurípides, Andrómeda, y lee
indolentemente, pensando con añoranza en el poeta recientemente muerto,
representa ya un tipo de público más "elevado'': un círculo de
apasionados admiradores se reúne en torno del poeta tan duramente discutido por
la crítica pública y sigue con aguda atención sus creaciones aun con
independencia de la representación en el teatro.
Para poder
aprehender y gozar las ingeniosas agudezas de la parodia literaria, en los
breves instantes en que se deslizaban por la escena cómica, era preciso un
número no pequeño de conocedores capaces de decir: he ahí el rey ciego Telefón
de Eurípides, he ahí tal escena o tal otra. Y el agón de Esquilo y Eurípides en
Las ranas de Aristófanes presupone un interés infatigable por estas
cosas, puesto que se citan en él docenas de veces fragmentos de tragedias de
ambos poetas y se da por supuesto que son conocidos por miles de espectadores
de todos los círculos y de todas las clases sociales. Y aunque muchos detalles
escaparan acaso al público más sencillo, es para nosotros esencial y
maravilloso el hecho de que aquella multitud fuera capaz de reaccionar con tan
fina sensibilidad ante los matices del estilo, sin lo cual no hubiera sido apta
para interesarse ni para gozar de los efectos cómicos que resultaban de la
comparación. Si se tratara de un ensayo único de este género, podríamos dudar
de la existencia de estas aptitudes del gusto. Pero ello no es posible porque
la parodia es un recurso inagotable y predilecto de la escena cómica. ¿Dónde
hallaríamos algo parecido en el teatro actual? Verdad es que ya entonces es
posible distinguir claramente entre una cultura propia del pueblo entero y la
de una élite espiritual y separar, lo mismo en la tragedia que en la
comedia, las invenciones del poeta que se dirigen a la selección espiritual de
las que se orientan hacia la masa del pueblo. Pero la amplitud y la popularidad
de una cultura no erudita, sino simplemente vivida, y tal como se da en Atenas
en la segunda mitad del siglo V y en el siglo IV, es algo único en la (308) historia y no
hubiera sido posible acaso más que en los estrechos límites de una comunidad
ciudadana en la cual el espíritu y la vida pública alcanzaron una tan perfecta
compenetración.
La separación
de la vida de la ciudad de Atenas, concentrada en el ágora, en el pnyx y
en el teatro, de la del campo, dio lugar al concepto de lo rústico (a)groi=kon) en oposición al de lo ciudadano (a)stei=on), que se hizo equivalente de culto o educado. Aquí
vemos, en toda su fuerza, el contraste entre la nueva educación ciudadana y
burguesa y la antigua cultura noble fundada en gran parte en la propiedad
rural. En la ciudad se celebraban además numerosos simposios que eran el lugar
de reunión de la nueva sociedad burguesa masculina. La trasformación de los
simposios, que no eran ya simplemente ocasión para la bebida, la exaltación y
el recreo, sino foco de la más seria vida espiritual, bajo el dominio creciente
de la poesía, muestra claramente el enorme cambio que se ha producido en la
sociedad desde los tiempos aristocráticos. Su razón de ser es para la sociedad
burguesa la nueva forma de la cultura. Ello se manifiesta en la elegía
simpótica de aquellos decenios, impregnada de los problemas del tiempo y
coadyuvante en su proceso de intelectualización, y se halla reiteradamente
confirmado por la comedia. La lucha a muerte entre la educación antigua y la
nueva educación literaria y sofística, penetra los banquetes del tiempo de
Eurípides y la señala como una época decisiva en la historia de la educación.
Eurípides es la personalidad eminente en torno a la cual se reúnen los defensores
de lo nuevo.
La vida de la
Atenas de aquellos tiempos se desarrolla en medio de la multitud contradictoria
de las más distintas fuerzas históricas y creadoras. La fuerza de la tradición,
enraizada en las instituciones del estado, del culto y del derecho, se hallaba,
por primera vez, ante un impulso que con inaudita fuerza trataba de llevar la
libertad a los individuos de todas las clases, mediante la educación y la
ilustración. Ni aun en Jonia se había visto algo parecido. Pues poco
significaba, en suma, la ruda osadía emancipadora de unos poetas o pensadores
individuales en medio de una ciudadanía que vivía dentro de las vías
habituales, comparada con una atmósfera tan inquieta como la de Atenas, en la
cual vivieron todos los gérmenes de aquellas críticas de lo tradicional y todo
individuo reclamaba en lo espiritual una libertad de pensamiento y de palabra
análoga a la que la democracia otorgaba a los ciudadanos en la asamblea
popular. Esto era algo completamente extraño y alarmante para la esencia del
antiguo estado, aun en su forma democrática, y hubo de producir necesariamente
un choque entre esta libertad individualista no garantizada por ninguna
institución y las fuerzas conservadoras del estado. Así se vio en el proceso
contra Anaxágoras por impiedad o en ataques ocasionales contra los sofistas,
cuyas doctrinas de ilustración eran en parte abiertamente hostiles a la
instrucción del estado. Pero, por lo general, el (309) estado
era tolerante frente a todos los movimientos espirituales y aun se mostraba
orgulloso de la nueva libertad de sus ciudadanos. No debemos olvidar que la
democracia ática de aquellos tiempos y de los subsiguientes sirvió de modelo a
Platón para su crítica de la constitución democrática y que la consideró, desde
su punto de vista, como una anarquía intelectual y moral. Aun cuando algunos
políticos influyentes no disimularon su odio contra los sofistas corruptores
de la juventud, ello no pasó ordinariamente más allá de los limites de un
sentimiento privado.[2]
La acusación contra el filósofo Anaxágoras se dirigía más bien contra su
protector y partidario Pericles. La inclinación del hombre que por largos años
rigió los destinos del estado ateniense, hacia la ilustración filosófica,
representó un apoyo inquebrantable para la nueva libertad espiritual en los
amplios dominios a que se extendía su poderío. Esta predilección por las cosas
del espíritu, tan poco habitual en el resto de Grecia como en cualquiera otra
parte del mundo antes o después, atrajo a Atenas toda la vida intelectual. Se
repetía en mayor medida y espontáneamente, lo que había ocurrido bajo la
tiranía de los Pisistrátidas. El espíritu extranjero, originariamente meteco,
adquirió derecho de ciudadanía. Pero esta vez no fueron los poetas los que
entraron en Atenas; aunque tampoco faltaron, pues Atenas llevó la dirección
indiscutible en todo lo referente a las musas. La decisiva fue la entrada de
los filósofos, sabios e intelectuales de todas clases.
Al lado del ya
mencionado Anaxágoras de Clazomene, superior a todos los demás, y su discípulo
Arquelao de Atenas, hallamos a los últimos representantes de la filosofía
natural jónica al antiguo estilo como el no insignificante Diógenes de
Apolonia, que sirvió de modelo a Aristófanes, en sus Nubes, para
caracterizar a Sócrates. Así como Anaxágoras atribuyó por primera vez el origen
del mundo, no al mero azar, sino al principio de una razón pensante, vinculó
Diógenes al antiguo hilozoísmo con una moderna consideración teleológica del
mundo. Hipón de Samos, al que Aristóteles atribuye tan sólo un rango secundario
como pensador, mereció el honor de ser ridiculizado en los Panoptae del
cómico Cratino. Platón siguió durante su juventud al discípulo de Heráclito,
Cratilo. Los matemáticos y astrónomos Metón y Euctemón participaron en la
reforma del calendario que se realizó oficialmente en 432. Sobre todo el
primero fue muy conocido en toda la ciudad y personificó al hombre de ciencia
abstracto. En este sentido es llevado a la escena en Las aves de
Aristófanes. Aristófanes parece haber incorporado en su caricatura algunos de
los rasgos de Hipódamo de Mileto.
Este reformador
del plano de la ciudad que, de acuerdo con el ideal geométrico, reconstruyó la
ciudad del puerto del Pireo mediante trazados rectangulares, poniéndolo así de
acuerdo con los ideales racionalistas del estado, y es considerado con la mayor
atención en (310) la Política de
Aristóteles, es especialmente típico de su época, así como Metón y Euctemón. En
ellos se muestra claramente cómo la racionalidad empieza a penetrar en la vida.
También pertenece a este grupo el teórico de la música Damón, a quien oyó
Sócrates. Platón en el Protágoras ha pintado con la superior maestría de
su ironía, cómo la entrada y salida de los sofistas constituía un acontecimiento
que producía una excitación febril en los círculos cultivados de la ciudad. Es
preciso vencer este sentimiento de superioridad de la generación siguiente en
relación con la ilustración sofística, si queremos llegar a comprender la
admiración de la época anterior hacia aquellos hombres. Según Platón vienen
también a Atenas, y dan allí conferencias, los dos eléatas Parménides y Zenón.
Acaso sea esto sólo una invención poética para la escenificación del diálogo,
como ocurre en otros muchos casos. Pero, en todo caso, no es algo inconcebible
y contiene una verdad típica y esencial. No se habla de los que no vivieran en
Atenas o no se dejaran ver con frecuencia allí. La mejor prueba es la irónica
frase de Demócrito: "Fui a Atenas y nadie me conoció."[3]
En la celebridad de algunos sofistas había también mucho de moda pasajera; así
su reputación de un día se hundió definitivamente desde el momento en que la
historia posterior los colocó en su verdadero lugar. Pero el número de los
grandes solitarios, como Demócrito, cuya patria no era Abdera, sino el mundo
entero, era realmente corto. No es pura casualidad el hecho de que aquellos que
supieron sustraerse a la atracción del centro espiritual, fueron puros
investigadores. Pues durante un siglo entero, los espíritus vigorosos que
habían de influir en primer término en la educación del pueblo griego
surgieron sólo en Atenas.
¿Qué es lo que
da a los grandes atenienses como Tucídides, Sócrates y Eurípides, propiamente
coetáneos, un lugar tan preeminente en la historia de la nación, que todos los
esfuerzos que acabamos de descubrir aparecen como meros puestos avanzados para
la batalla decisiva? Mediante ellos el espíritu racional, cuyos gérmenes impregnaban
el aire, toma posesión de las grandes fuerzas educadoras: el estado, la
religión, la moral y la poesía. En la concepción histórica de Tucídides, el
estado racional, en el instante mismo de su decadencia, realiza su última
hazaña espiritual en que eterniza su esencia. Por ello el gran historiador
permanece más limitado a su tiempo que sus dos grandes conciudadanos. Su
profundo conocimiento ha dicho acaso menos a la Grecia posterior que a
nosotros, pues la repetición de la situación histórica, para la cual escribió
su obra, no se produjo tan pronto como él hubiera podido pensar. Concluiremos
el estudio de este periodo, que aun en lo espiritual halla su fin con el
hundimiento del imperio ático, con la consideración de sus esfuerzos para
llegar a la comprensión del estado y de su destino. Sócrates no se consagró al
problema del estado como la mayoría de (311) los
mejores atenienses hasta aquel momento, sino al problema del hombre, de la vida
en general. El problema fundamental de su tiempo era la inquietud de la
conciencia profundamente conmovida por las nuevas investigaciones y los cambios
de la sensibilidad. Por muy inseparable que parezca de su tiempo, su figura
pertenece ya al comienzo de una nueva época en que la filosofía se convierte
en la verdadera guía de la cultura y de la educación. Eurípides es el último
gran poeta griego en el sentido antiguo de la palabra. Pero también él se
halla con un pie en otro ámbito distinto de aquel en que nació la tragedia griega.
La Antigüedad lo ha denominado el filósofo de la escena. Pertenece, en
realidad, a dos mundos. Lo situamos todavía en el mundo antiguo que estaba
destinado a destruir, pero que resplandece una vez más en su obra con el más
alto esplendor. La poesía toma todavía para sí un antiguo papel de guía. Pero
abre el camino al nuevo espíritu que había de desplazarla de su lugar tradicional.
Es una de aquellas grandes paradojas en que se complace la historia.
Al lado de
Sófocles había todavía lugar para un nuevo tipo de tragedia. Entretanto había
madurado una nueva generación apta para plantear nuevamente los problemas de
los dramas de Esquilo desde un punto de vista completamente distinto. Aquellos
problemas, que con Sófocles habían cedido el lugar a otras preocupaciones
poéticas, reclaman de nuevo, con Eurípides, apasionadamente sus derechos.
Parecía haber llegado el momento de plantear de nuevo el trágico proceso de las
relaciones del hombre con la Divinidad. Ello ocurrió con el desarrollo de la
nueva libertad de pensar, que sólo empezó a desenvolverse cuando Sófocles había
traspasado ya la plenitud de su vida. Cuando se consideró con mirada fría y
escrutadora el misterio de la existencia que los antepasados habían cubierto
con el velo de la piedad, el poeta se vio obligado a aplicar las nuevas medidas
a los antiguos problemas y acaeció como si se viera obligado a la gigantesca
tarea de reelaborar cuanto había sido escrito hasta entonces. El mito, que
había inspirado a los dos primeros grandes trágicos de Atenas y había animado
desde un comienzo toda poesía noble, constituía, con todos sus héroes, algo
dado al poeta, de una vez para siempre. Aun el afán innovador de Eurípides no
pudo pensar por un momento en apartarse del camino trazado. Haber esperado otra
cosa de él significaría haber desfigurado en su esencia más profunda la antigua
poesía griega, que se hallaba vinculada al mito y había de vivir o perecer con
él. Pero el pensamiento y el arte de Eurípides no permanecieron encerrados en
esta esfera poética.
Entre uno y
otra se interponía la realidad de la vida tal como la experimentaba su tiempo.
Para determinar la actitud de esa época histórica y racional ante el mito es
simbólico el hecho de que el historiador Tucídides sostuviera que la
investigación de la verdad (312) significa nada
menos que la destrucción del mito. El mismo espíritu animaba a la
investigación natural y a la medicina. Por primera vez en Eurípides aparece
como un deber elemental del arte la voluntad de traducir en sus obras la realidad
tal como se da en la experiencia. Y puesto que halla el mito ante sí como una
forma previamente dada, el poeta deja fluir a través de su cauce un nuevo
sentido de la realidad. ¿No había ya adaptado Esquilo las antiguas sagas a las
representaciones y a los anhelos de su tiempo? ¿No había humanizado Sófocles,
por razones análogas, a los antiguos héroes? ¿Y la asombrosa renovación del
mito, que aparecía ya muerto en la epopeya más tardía, en el drama de los
últimos cien años, qué era sino la trasfusión de nueva sangre y vida al cuerpo
espectral de aquel mundo largo tiempo exánime?
Sin embargo,
cuando Eurípides se presentó para aspirar al premio de la tragedia con sus
dramas elaborados con el más severo respeto a la forma mítica, no podía hacer
creer a sus oyentes que la tendencia a la progresiva modernización de las
figuras del mito en que se aventuraba no era sino un nuevo estadio en un
proceso de gradual evolución. Se dieron cuenta de que se trataba de una
temeridad revolucionaria. Así, sus contemporáneos se sintieron profundamente
perturbados o se apartaron con apasionada aversión de él. Convenía
evidentemente mejor a la conciencia griega la proyección del mito en un mundo
ficticio e idealizado, convencional y estético, tal como lo hallamos en la lírica
coral del siglo VI y los últimos tiempos de la epopeya, que su adaptación a la
realidad común que, comparada con el mito, correspondía para el espíritu
griego a lo que nosotros entendemos por profano. Nada caracteriza de un modo
tan preciso la tendencia naturalista de los nuevos tiempos como el esfuerzo
realizado por el arte para despojar al mito de su alejamiento y de su vaciedad
corrigiendo su ejemplaridad mediante el contacto con la realidad vista y exenta
de ilusiones. Esta tarea inaudita fue emprendida por Eurípides no a sangre
fría, sino con el apasionado aliento de una fuerte personalidad artística y con
tenaz perseverancia contra largos años de fracasos y desengaños, pues la
mayoría del pueblo tardó mucho en prestar apoyo a su esfuerzo. Sin embargo,
venció al fin y dominó no sólo la escena de Atenas, sino el mundo entero de
habla griega.
No hemos de
estudiar aquí cada una de las obras de Eurípides en particular ni realizar el
análisis de su forma artística por sí mismo. Sólo tenemos que considerar las
fuerzas que coadyuvaron a la formación del nuevo arte. Prescindiremos de
aquellas que se hallan condicionadas por la tradición. Verdad es que la
cuidadosa consideración de estos elementos es la presuposición indispensable
para llegar a la fina comprensión del proceso de su formación artística. La
daremos, sin embargo, por supuesta y nos limitaremos a poner de relieve las
tendencias dominantes que coadyuvaron en la armonía de cada una de sus obras.
Como en toda la poesía griega verdaderamente viva, la (313) forma, en
Eurípides, surge orgánicamente de un contenido determinado, es inseparable de
él y se halla por él condicionada aun en la formación lingüística del idioma y
en la estructura de las proposiciones. Los nuevos contenidos no sólo trasforman
el mito, sino también el lenguaje poético y las formas tradicionales de la
tragedia. No los disuelve arbitrariamente. Se inclina más bien a fijarlos en la
rigidez de un esquematismo inconmovible. Las nuevas formas que contribuyeron a
la formación del drama de Eurípides son el realismo burgués, la retórica y la
filosofía. Este cambio de estilo es de la más alta importancia para la
historia del espíritu, pues en él se anuncia el futuro dominio de estas tres
fuerzas decisivas en la formación del helenismo posterior. En cada escena se
revela claramente que sus creaciones presuponen una atmósfera cultural y una
sociedad determinada, a la cual se dirige el poeta. Ayuda, por otra parte, a la
iluminación de la nueva forma humana que lucha por abrirse paso y la pone ante
sus ojos como la forma ideal de su existencia; pues acaso como nunca en los
tiempos anteriores, necesita aquella sociedad justificarse ante sí misma.
El
aburguesamiento de la vida significa, para el tiempo de Eurípides, lo mismo
que para nosotros la proletarización. A ella alude a menudo cuando en lugar de
los héroes trágicos del pasado introduce en la escena mendigos desarrapados.
Sus adversarios se dirigían precisamente contra esta degradación de la alta
poesía. Ya en la Medea, cuyo arte se halla más próximo a sus antecesores
en lo temporal y en lo íntimo, advertimos este rasgo. Con el crecimiento de la
libertad individual, política y espiritual se hace más perceptible el carácter
problemático de la sociedad humana y se siente sujeto por cadenas que le
parecen artificiales. Trata de hallarles mitigación o salida por medio e la
reflexión y la razón. Se discute el matrimonio. Las relaciones sexuales, que
habían sido por largos siglos un noli me tangere de la convención, son
llevadas a la luz pública. Se trata en ellas de una lucha como en cualquier
relación de la naturaleza. ¿No domina aquí el derecho del más fuerte como
siempre sobre la tierra? Así halla ya el poeta en la fábula de Jasón que
abandona a Medea los sufrimientos de su tiempo, e introduce en ella problemas
desconocidos para el mito original incorporándolos a la grandiosa plástica de
la representación.
Las mujeres de
la Atenas de entonces no eran precisamente Medeas. Eran para ello demasiado
toscas y oprimidas o demasiado cultivadas. De ahí que el poeta escoja a la
bárbara Medea, que mata a sus hijos para ultrajar a su desleal marido, para
mostrar la naturaleza elemental de la mujer, libre de las limitaciones de la
moral griega. Jasón, que para la sensibilidad general de los griegos era un
héroe sin tacha, aunque no ciertamente un marido fiel, se convierte en un
cobarde oportunista. No obra por pasión, sino por frío cálculo. Ello era
necesario para convertir a la parricida del mito en una figura trágica. El
poeta le otorga toda su simpatía, en parte porque considera deplorable (314) el destino de la mujer, lo cual no resulta a la
luz del mito, eclipsado por el resplandor del héroe masculino, cuyos hechos y
fama son los únicos dignos de alabanza; pero sobre todo porque quiere el poeta
hacer de Medea la heroína de la tragedia matrimonial burguesa, tal y como se
manifiesta en la Atenas de entonces, aunque no en forma tan extrema. Su
descubridor es Eurípides. En el conflicto entre el egoísmo sin límites del
hombre y la pasión sin límites de la mujer, es Medea un auténtico drama
de su tiempo. Las disputas, los improperios y los razonamientos de ambas
partes son esencialmente burgueses. Jasón hace ostentación de prudencia y de
generosidad. Medea hace reflexiones filosóficas sobre la posición social de la
mujer, sobre la deshonrosa violencia de la entrega sexual a un hombre extraño,
al cual es preciso seguir en el matrimonio y comprar mediante una rica dote. Y
explica que el parto de los niños es mucho más peligroso y heroico que las hazañas
de los héroes en la guerra.
Este arte sólo
puede despertar en nosotros sentimientos contradictorios. Pero es algo
renovador en su tiempo y propio para mostrar lo nuevo en toda su fecundidad. En
las piezas pertenecientes a los umbrales de la vejez no se contentó Eurípides
con introducir los problemas burgueses en el material mítico; algunas veces
aproximó la tragedia a la comedia. En Orestes, que no recuerda en nada
a Esquilo o a Sófocles, Menelao y Helena, unidos de nuevo tras larga
separación, vuelven de su viaje en el momento en que la pena por el asesinato
de su madre sume a Orestes en una conmoción nerviosa ante la amenaza de ser
linchado por la justicia popular. Orestes implora la ayuda de su tío. Menelao
saca su bolsa de oro. Pero es demasiado cobarde para poner en juego su
felicidad, penosamente recobrada, por su sobrino y su sobrina Electra, aunque
se siente cordialmente apenado por ellos. Sobre todo porque su suegro, Tíndaro,
el abuelo de Orestes y padre de la muerta Clitemnestra, está furioso y sediento
de venganza. Esto completa el drama familiar. El pueblo movido por los agitadores,
a falta de una defensa adecuada, condena a muerte a Orestes y a Electra.
Aparece entonces el fiel Pílades y jura matar a la famosa Helena para vengar a
Orestes por la conducta de Menelao. Esto no ocurre, sin embargo, porque los
dioses, que simpatizan con la heroína, la raptan y la llevan al cielo. En lugar
de ella Orestes y Pílades quieren asesinar a su hija Hermione e incendiar su
casa. Lo impide, sin embargo, la aparición de Apolo, como un deus ex
machina, y la pieza termina felizmente. El intimidado Menelao recibe otra
mujer y la doble pareja de Orestes y Hermione, Pílades y Electra, celebra una
doble boda. El gusto refinado del tiempo gozaba de un modo particular con la
mezcla de los géneros literarios y con las finas transiciones entre ellos.
Esta transformación de la tragedia burguesa en la tragicomedia de Orestes
recuerda una frase del poeta y político contemporáneo Critias, que decía que
los hombres eran más atractivos cuando tenían algo de mujer y las mujeres
cuando tenían algo de hombre.
(315) Pero las declamaciones de los héroes no heroicos de
Eurípides traspasan involuntariamente, para nosotros, los límites de lo cómico
y son para los cómicos de su tiempo una fuente inagotable de risa. Comparado
con la figura originaria del mito, este aburguesamiento, con su inteligencia
vulgar, calculadora y disputadora, su afán pragmático de explicar, dudar y
moralizar y su sentimiento desenfrenado, aparece como algo sorprendente.
La introducción
de la retórica en la poesía es un fenómeno de consecuencias no menos graves.
Este camino debía conducir a la completa disolución de la poesía en la
oratoria. En las teorías retóricas de los últimos tiempos de la Antigüedad la
poesía aparece como una subdivisión, una aplicación especial de la retórica.
La poesía griega engendra, ya desde muy temprano, los elementos de la
retórica. Pero sólo el tiempo de Eurípides halló la teoría de su aplicación a
la nueva prosa artística. Así como en un comienzo la prosa tomó sus procedimientos
de la poesía, más tarde la prosa reaccionó sobre la poesía. La aproximación del
lenguaje poético de la tragedia al lenguaje de la vida ordinaria se halla en la
misma línea que la transformación burguesa de los mitos. Los diálogos y los
discursos de la tragedia nos muestran, al mismo tiempo que la formación en la
elocuencia jurídica, la nueva aptitud en la aguda argumentación lógica. En
ello se revela Eurípides como discípulo de la retórica mucho mejor que en el
simple arte de la palabra y en las figuras. En todas partes hallamos la
competencia de la tragedia con los torneos oratorios de los tribunales que
tanto entusiasmaban a los atenienses. El torneo retórico se convertía, cada vez
más, en uno de los atractivos capitales del teatro.
Aunque sabemos
poco de los primeros tiempos de la retórica, los pocos restos que nos quedan de
ella muestran claramente su conexión con la elocuencia poética de Eurípides.
Los discursos de personajes míticos constituyen uno de los ejercicios más
constantes de las escuelas retóricas, como lo muestra la defensa de Palamedes
por Gorgias y su elogio de Helena. Se han conservado también otros modelos de
semejantes declamaciones escolares de otros célebres sofistas. Un torneo
retórico entre Áyax y Odiseo ante los jueces ha sido atribuido a Antístenes, y
a Alcidamas una acusación de Odiseo contra Palamedes. Cuanto más aventurado era
el tema, más adecuado era para demostrar el difícil arte que enseñaban los
sofistas "de convertir la peor cosa en la mejor". Todas las tretas y
sofismas de esta grandeza retórica se hallan también en la autodefensa de
Helena,[4]
que es acusada por Hecuba en Las troyanas de Eurípides o en el gran
discurso de la nodriza en el Hipólito,[5] en
el cual demuestra a su señora, Fedra, que no es injusto que una mujer casada
conceda su amor a otro hombre si se halla conmovida en su corazón. Éstas son
piezas de deliberado alarde abogadesco, cuya verbosidad sin escrúpulos suscita
en los contemporáneos (316) al mismo tiempo
admiración y repugnancia. No dependían sólo de la virtuosidad formal.
La retórica
sofista trata de defender el derecho desde el punto de vista subjetivo del
acusado con todos los procedimientos de persuasión. La raíz común de la
elocuencia griega y de la de los héroes trágicos de Eurípides es el incesante
cambio del antiguo concepto de la culpa y de la responsabilidad, que se
realizaba en aquel periodo bajo el influjo de la creciente individualización.
El antiguo concepto de la culpa era completamente objetivo. Podía caer sobre un
hombre una maldición o una mancha sin que interviniera para nada su
conocimiento ni su voluntad. El demonio de la maldición caía sobre él por la
voluntad de Dios. Ello no le libraba de las desdichadas consecuencias de su
acción. Esquilo y Sófocles se hallan todavía impregnados de esta antigua idea
religiosa, pero tratan de atenuarla, otorgando al hombre sobre el cual cae la
maldición una participación más activa en la elaboración de su destino, sin
modificar, empero, el concepto objetivo de la até. Sus personajes son
"culpables" en el sentido de la maldición que pesa sobre ellos, pero
son "inocentes" para nuestra concepción subjetiva. Su tragedia no era
para ellos la tragedia del dolor inocente. Esto es cosa de Eurípides y procede
de una época cuyo punto de vista es el del sujeto humano. El viejo Sófocles nos
presenta a su Edipo en Colona defendiéndose contra el decreto de expulsión de
los habitantes de su asilo, alegando su inocencia y afirmando que ha cometido
sus crímenes de parricidio e incesto sin conocimiento ni voluntad. En este
respecto algo ha aprendido de Eurípides. Pero su profunda concepción de la
esencia de la tragedia de Edipo permanece intacta. Para Eurípides, en cambio,
este problema tiene una gravedad decisiva, y la apasionada conciencia
subjetiva de la inocencia de sus héroes se manifiesta en amargas quejas contra
la escandalosa injusticia del destino. Como sabemos, la subjetivación del
problema de la responsabilidad jurídica en el derecho penal y en la defensa
ante los tribunales en tiempo de Pericles, amenazaba con hacer desaparecer los
límites entre la culpabilidad y la inocencia. Así, por ejemplo, las acciones
realizadas bajo el influjo de la pasión no eran para muchos acciones libres.
Esto penetra profundamente en la esfera de la poesía trágica. Así, la Helena de
Eurípides analiza su adulterio considerándolo como realizado bajo la compulsión
de la pasión erótica.[6]
Esto pertenece también al capítulo de la invasión del arte por la retórica.
Pero es algo completamente distinto de un artificio formal.
Finalmente la
filosofía. Todos los poetas griegos eran verdaderos filósofos, en el sentido de
la inseparable unidad del pensamiento, el mito y la religión. No es, por tanto,
algo inusitado el hecho de que Eurípides haga hablar a sus héroes y a sus coros
el lenguaje de los (317) gnomes. Pero,
en realidad, se trata de algo completamente distinto. La filosofía, que había
sido para los poetas primitivos algo en cierto modo subterráneo, emerge a la
luz del día mediante la independencia del nou=j. El pensamiento racional penetra en todos los
círculos de la existencia. Liberado de la poesía, se vuelve contra ella e
intenta dominarla. Este acento agudamente intelectual suena en nuestros oídos
en todos los discursos de los personajes de Eurípides. No hay que confundir con
él el profundo tono creyente de los graves pensamientos de Esquilo ni aun
cuando se halla atormentado por las más terribles dudas. Ésta es la primera
impresión que nos producen las obras de Eurípides aun consideradas
superficialmente. El éter de la atmósfera espiritual que respiran sus héroes es
fino y sutil. Su sensible intelectualidad, que parece débil comparada con el
vigor vital profundamente arraigado de Esquilo, se convierte en instrumento espiritual
de un arte trágico que necesita cimentar y aguijonear su apasionamiento
subjetivo mediante una dialéctica febril. Pero aun prescindiendo de esto, el
intelecto raciocinante es una necesidad vital para los hombres de Eurípides.
Frente a esta comprobación, que cambia profundamente la estructura de la
tragedia, es secundario el hecho de saber hasta qué punto compartía el poeta
las ideas de sus personajes. Ya Platón defiende al poeta contra esta
propensión de todos los tiempos y afirma que el poeta es como una fuente de la
cual brota el agua que afluye a ella. Imita la realidad y sus personajes se
contradicen sin que sepa cuál tiene la razón.[7]
Pero aun cuando no sea posible llegar por este camino a la "concepción del
mundo" del poeta, estos personajes intelectualizados ostentan una
concordancia tan familiar en su fisonomía espiritual que constituyen un
testimonio irrecusable de la participación de estas fuerzas espirituales en la
idiosincrasia del poeta.
Contribuyeron a
la formación de su carácter las más diversas concepciones de la naturaleza y
de la vida humana de los pensadores contemporáneos y del pasado, y es de
interés secundario saber si en tal o cual siguió a Anaxágoras o a Diógenes de
Apolonia o a algún otro. ¿Tuvo alguna vez una firme concepción del mundo y, en
caso afirmativo, fue algo más que una vinculación transitoria de su espíritu
proteico? Este poeta, que lo conoció todo y al cual no fue ajena ninguna idea
piadosa o frívola, que haya brotado jamás en cerebro humano, no pudo adscribirse
a un dogma de ilustración y pudo poner en boca de Hécuba,[8]
en un momento de desesperación, esta plegaria al éter: "Tú, portador de la
tierra, que tienes tu sede sobre la tierra, quienquiera que seas, inaccesible a
la pesquisa humana. Zeus, lo mismo si eres la ley del mundo que el espíritu
del hombre, a ti dirijo mi súplica, puesto que andando senderos llenos de calma
gobiernas (318) el destino de los hombres según
la justicia." La mujer que clama así no cree ya en los antiguos dioses. Su
corazón angustiado se dirige al fundamento originario y eterno del ser que la
sutileza filosófica ha colocado en su lugar. En lo profundo de su sufrimiento,
incapaz de renunciar a la exigencia humana de hallar un sentido al caos de la
existencia, busca un refugio en la plegaria, como si en alguna parte del
espacio universal hubiera un oído capaz de percibirla. ¿Quién sería capaz de
concluir de ello que Eurípides tuvo una religión cósmica y creyó en la
justicia del curso del mundo? Innumerables discursos de sus personajes
testifican lo contrario de un modo tan decisivo y aún más, y nada parece tan
claro como que la armonía entre las leyes cósmicas y las leyes morales se halla
para él irreparablemente quebrantada. Ello no significa que está decidido a
enseñar esta doctrina aunque en ocasiones sus personajes lo dicen sin reservas.
Frente a estas estridentes disonancias se hallan las piezas en que, tras
violentas quejas contra la divinidad, aparece ésta y lo conduce todo hacia una
conclusión tolerable. No es aquí el defensor de las creencias tradicionales ni
allí el profeta del apartamiento de Dios. La despiadada crítica que dirigen
los hombres contra los dioses es un motivo que acompaña siempre a la acción
trágica, pero siempre algo accidental. Eurípides se halla en la línea que de
las críticas de Jenófanes sobre los dioses de Homero y de Hesíodo conduce a
Platón. La paradoja consiste en el hecho de que, así como estas críticas
conducen a ambos filósofos a la negación del mito como algo irreal e inmoral,
en Eurípides se mezclan constantemente con la representación del mito en el
drama y perturban la ilusión dramática. Niega la existencia y el rango de los
dioses, pero los introduce en la tragedia como fuerzas activas. Esto da a la
acción de sus dramas una ambigüedad que oscila entre la más profunda seriedad y
la frivolidad más juguetona.
Su crítica no
alcanza sólo a los dioses, sino al mito entero en tanto que representa para los
griegos un mundo de ejemplaridad ideal. Acaso no esté en la intención del Heracles
destruir el antiguo ideal dórico de la autarquía humana. Pero es evidente
que en Las troyanas oscurece todo el esplendor de los conquistadores
griegos de Ilion y sus héroes, que eran el orgullo de la nación, son
desenmascarados como hombres de brutal ambición y animados de simple furia destructora.
Pero el mismo Eurípides ha encarnado en el Etéocles de Las fenicias el
impulso demoníaco con toda la fuerza trágica que mueve al hombre señorial y en Andrómaca
y en Las suplicantes, como poeta de las fiestas nacionales, se
muestra muy otro que un pacifista tendencioso. No sin razón se ha considerado
la tragedia de Eurípides como la sala de debates de todos los movimientos de su
tiempo. Nada demuestra con mayor fuerza el carácter problemático de todas las
cosas, para la conciencia de aquella generación, como esta disolución de la
vida y de la tradición entera en discusiones y argumentaciones (319) filosóficas en que participan los hombres de
todas las edades y de todas las clases, desde los reyes hasta los criados.
Las reflexiones
críticas de Eurípides no son en modo alguno didácticas. Son simplemente la
expresión de la actitud subjetiva de los personajes del drama ante la opinión
dominante, sobre el orden del mundo. La reforma naturalista, retórica y
racionalista del estilo trágico no es más que el reflejo de la enorme
revolución subjetivista que alcanza también a la poesía y al pensamiento. Con
Eurípides llega a su plenitud la evolución que culmina por primera vez en la
lírica jonia y eolia y que se había estacionado por la creación de la tragedia
y la inclinación de la vida espiritual hacia la política. Este movimiento
desemboca ahora en la tragedia. Eurípides desarrolla el elemento lírico que
había sido desde un comienzo esencial al drama, pero lo trasporta del coro a
los personajes. Así se convierte en el soporte del pathos individual. El
aria llega a ser una parte capital del drama y es el síntoma de su creciente
lirificación. La comedia, con sus constantes censuras contra la música moderna
del arte de Eurípides, demuestra que con ésta hemos perdido algo esencial. En
ella se descarga un sentimiento elemental cuyo realce no es menos significativo
para el carácter del poeta que las consideraciones reflexivas. Ambas son
expresión de la misma íntima emoción y sólo en su constante interacción se
revela en toda su plenitud.
Eurípides es
uno de los más grandes líricos. Sólo en la canción se resuelven en armonía las
disonancias insolubles para el intelecto. Verdad es que las arias se hacen con
el tiempo amaneradas y, algunas veces, penosamente vacías. Pero Eurípides es
incomparable en la aprehensión de las voces líricas de la realidad, lo mismo en
la escena de Hipólito donde el alma juvenil de Hipólito se consagra con
exaltación y ternura a la diosa Artemisa y la corona de laureles, que en la
canción matinal de Ión, que, al tiempo que el sol extiende sus primeros rayos
sobre el Parnaso, canta piadosamente su trabajo de todos los días y de todos
los años como servidor consagrado al servicio divino en el templo del Apolo deifico.
Las delicias y los dolores con que el alma doliente de Fedra se entrega a la
soledad de las selvas, parecen traspasar los límites de la sensibilidad del
mundo clásico. En la obra de la vejez, Las bacantes, da el poeta la
mayor elevación de su fuerza lírica con la irrupción elemental de la borrachera
dionisiaca, que constituye la más genuina manifestación de esta extraña locura
orgiástica en todo el ámbito de nuestras tradiciones antiguas, y aun en
nuestros tiempos nos permite presentir con la mayor vivacidad la fuerza de
Dionisos en las almas arrebatadas por aquella furia.
Fluye de esta
nueva lírica una profundidad de íntima comprensión que penetra en las más finas
emociones del alma ajena y las persigue hasta las regiones de lo anormal, con
tierna simpatía por todos los encantos de lo personal e inefable, lo mismo en
los hombres que en (320) las cosas o los
lugares. Así en la canción coral de Medea[9] se
respira, en pocos versos, el perfume único que exhala la atmósfera espiritual
de Atenas: su venerable historia enraizada en recuerdos míticos, la calmada
seguridad que rodea su vida, la pureza de la luz, el éter del espíritu
alimentando a los hombres, donde las sagradas musas criaron a la rubia
Harmonía. Alimentada por las ondas de Cefisos exhala Afrodita suaves aires
sobre el país y coronada de rosas envía, protectora, la sabiduría a los Erotes,
que cooperan en las más altas realizaciones humanas. No podían faltar aquí
estos versos, pues de ellos brota el sentimiento de dignidad y la exaltación
espiritual del mundo de la cultura ática, pocas semanas antes del momento fatal
en que estalló la guerra del Peloponeso que puso bruscamente fin al seguro
reposo de Atenas y dejó de nuevo a la cultura a merced del destino del estado y
de la nación.
Eurípides es el
primer psicólogo. Es el descubridor del alma en un sentido completamente nuevo,
el inquisidor del inquieto mundo de los sentimientos y las pasiones humanas. No
se cansa de representarlas en su expresión directa y en su conflicto con las
fuerzas espirituales del alma. Es el creador de la patología del alma. Semejante
poesía era, por primera vez, posible en una época en que el hombre había
aprendido a levantar el velo de estas cosas y a orientarse en el laberinto de
la psique, a la luz de una concepción que veía en estas posesiones demoníacas
fenómenos necesarios y sometidos a la ley de la naturaleza humana. La
psicología de Eurípides nació de la coincidencia del descubrimiento del mundo
subjetivo y del conocimiento racional de la realidad que en aquel tiempo
conquistaba cada día nuevos territorios. Su poesía sería inconcebible sin la
investigación científica. Por primera vez, con despreocupado naturalismo, se
introduce en la escena la locura con todos sus síntomas. Eurípides cree que al
genio le está todo permitido y abre así nuevas posibilidades a la tragedia
mediante la representación de enfermedades del alma humana que tienen su origen
en la vida impulsiva y contribuyen, con su fuerza, a la determinación del
destino. En Medea y en el Hipólito descubre los efectos trágicos
de la patología erótica y de la erótica deficiente. En Hécuba, en
cambio, se describe el efecto deformador del dolor excesivo sobre el carácter,
la espantosa y bestial degeneración de la noble dama que todo lo perdió.
En este mundo
poético, que se disuelve en la reflexión y la sensibilidad subjetiva, no
existe punto alguno absoluto y firme. Dijimos ya que la crítica del orden del
universo generalmente aceptado y de las representaciones míticas no se fundaba
en una concepción unívoca del mundo. La resignación que en ellas reina sobre la
acción y el pensamiento de todos los personajes fluye de un profundo escepticismo.
No hallamos en ello ningún intento de una justificación religiosa (321) del curso del universo. El insaciable afán de
felicidad y el apasionado sentimiento de la justicia de los personajes de
Eurípides no hallaron satisfacción en este mundo. El hombre no quiere ni puede
someterse ya a una concepción de la existencia que no le tome a él como última
medida en el sentido de Protágoras. Este proceso de evolución conduce a la
paradoja de que el hombre, en el instante mismo en que lleva a lo más alto su
aspiración a la libertad, se ve obligado a reconocer su carencia absoluta de
libertad. "Ningún mortal es libre: o es esclavo del dinero o de su
destino, o la masa que gobierna el estado o las limitaciones de la ley, le
impiden vivir de acuerdo con su albedrío." Estas palabras de la anciana
Hécuba[10]
se dirigen al rey de los griegos Agamemnón, conquistador de la ciudad, tras
largas victorias, cuando éste desea concederle el favor que le implora, y no se
atreve por temor al odio encendido de su propio ejército. Hécuba es la
encarnación del dolor. A la exclamación de Agamemnón: "¡Ay! ¿Qué mujer ha
sido tan desventurada?" responde ella: "Ninguna, si no mientas a
Tyché misma."
El siniestro
poder de tyché ocupa el lugar de los bienaventurados dioses. Su realidad
demoníaca crece, en el sentir de Eurípides, en la misma medida en que se
desvanece la realidad de los dioses. Así toma naturalmente los rasgos de una
nueva divinidad que domina progresivamente el pensamiento griego y suplanta a
la antigua religión. Su ser es múltiple, cambiante y veleidoso. En un día nos
da la felicidad o la desventura. Quien siente hoy su acción siniestra puede ser
mañana favorecido por ella. Es caprichosa y no se puede contar con ella.[11]
En algunos dramas de Eurípides aparece tyché como la fuerza que rige
todas las cosas humanas y hace del hombre su juguete. Esta es el complemento
necesario de la falta de libertad y de la debilidad del hombre. Su única
libertad es considerar sus afanes con irónica serenidad como ocurre en el Ion,
en Ifigenia en Áulide o en Helena. No es una casualidad que
estas piezas fueran escritas al mismo tiempo. En aquellos años se ha consagrado
el poeta a este problema con evidente predilección y ha escogido sus asuntos
para ello. Organiza sus acciones mediante complicadas intrigas y nos hace
seguir con íntima tensión la lucha de la astucia y la destreza humanas contra
el tropel de las flechas de tyché. El Ion es el ejemplo más puro
de este tipo de drama. Nuestra mirada se halla constantemente atraída por el
poder de tyché. Al final, es invocada como la divinidad eternamente
cambiante: el personaje principal le da las gracias por haberlo salvado de
cometer involuntariamente un grave crimen, por haberle descubierto el
maravilloso secreto de su destino y por haberle reunido de nuevo, felizmente,
con su madre. Parece haberse despertado en el poeta un placer especial por lo
maravilloso; se destaca agudamente la paradoja de la felicidad y la desventura (322) humanas. La comedia se introduce cada vez más en
las escenas trágicas. La comedia de Menandro representa la continuación de
esta tendencia.
Las creaciones
de Eurípides se caracterizan por su infinita fecundidad, la inquisición y el
experimento sin descanso y el constante desarrollo de su dominio. Vuelve
finalmente a la tragedia al antiguo estilo. En Las fenicias crea un
drama del destino, en cuya forma y estructura se revela la fuerza del estilo de
Esquilo, todavía recargado, en un cuadro sombrío y gigantesco en que se mueven
con grandiosidad los acaecimientos y las figuras. En Las bacantes, obra
de su última vejez, se ha querido ver un descubrimiento del poeta por sí mismo,
una consciente fuga del intelectualismo de la ilustración, hacia la experiencia
religiosa y la borrachera mística. Hay en esta interpretación un exceso de
confesión personal. Para Eurípides tenía ya de por sí suficiente interés la
representación lírica y dramática de los éxtasis dionisiacos. Y el choque de
esta sugestión religiosa de masas por las fuerzas y los instintos telúricos con
el orden del estado y la sociedad burguesa, suscitaba para el psicólogo
Eurípides un problema trágico de una fuerza y un valor imperecederos. Ni aun en
su vejez alcanzó un "puerto" protector. Su vida terminó cuando se
hallaba todavía luchando con los problemas religiosos. En este sentido, nadie
ha penetrado con mayor profundidad que este poeta de la crítica racional en lo
irracional del alma humana. Pero, por lo mismo, el mundo en que vivía era un
mundo sin fe. ¿No es posible sospechar que precisamente porque llegó a
comprenderlo todo con mirada escéptica sobre sí mismo y sobre su mundo, tratara
de enseñar y ponderar la felicidad de la humilde fe de los antiguos fundada
en una verdad religiosa que traspasaba los límites de la razón y de la cual él
mismo carecía? No habían llegado todavía los tiempos en que esta actitud del
saber ante la fe había de convertirse en algo fundamental. Pero todos los
síntomas aparecen ya proféticamente en Las bacantes; el triunfo de lo
maravilloso y de la conversión interior contra el intelecto, la alianza del
individualismo y la religión contra el estado, que para la Grecia clásica había
coincidido con la religión, la experiencia inmediata y libertadora de la
divinidad en el alma individual, libertada de los límites de toda ética de la
ley.
Eurípides es el
creador de un tipo de arte que no se funda ya en la ciudadanía, sino en la vida
misma. El rango tradicional del arte dramático en el estado de la Atenas
clásica, la función educadora, en el sentido de sus predecesores, no podía ya
satisfacerle, o lo ejerció, en todo caso, en un sentido completamente distinto.
Verdad es que no le faltaba conciencia de una misión educadora. Pero no la
ejercía en el sentido de una construcción espiritual de un cosmos unitario,
sino mediante la apasionada participación en especiales problemas de la
política y de la vida espiritual. Esta crítica del tiempo actual, cuya fuerza
purificadera reside en la negación de lo convencional (323)
y en la revelación de lo problemático, hacen de él una figura singular. Tal es
la imagen que nos da la comedia de él y así lo comprendieron sus
contemporáneos. Esto no contradice su convicción de sentirse conducido por una
atmósfera magnífica y única, tal como lo expresa en el cántico de Medea al
espíritu de la cultura y de la vida ática. Es simbólico el hecho de que
terminara su vida en Macedonia, alejado de su patria. Esto significa algo
completamente distinto que la muerte de Esquilo en su viaje a Sicilia. Su mundo
es su cuarto de estudio. Los atenienses no lo eligieron general como a
Sófocles. En el reposo de su cámara, cuidadosamente guardada y tenazmente
defendida contra las visitas y las intrusiones del mundo exterior por su
colaborador Cefisofonte, piensa en sus libros y profundiza en su trabajo. Pero
el cuerpo se hallaba presente mientras que el espíritu volaba por las más
apartadas lejanías y cuando volvía a la tierra se dirigía a los visitantes,
como dice la comedia, con las palabras "¡Oh!, infortunado". Sus
retratos nos muestran su frente negligentemente encuadrada por enmarañados
mechones de pelo, tal como era típico de la plástica para caracterizar a las
cabezas de los filósofos. Algunas veces se le ha representado en íntima unión
a Eros y Sophia. Pero sólo alcanzamos con seguridad su verdadera intimidad
cuando tropezamos con una frase como ésta: "Eros enseña al poeta incluso
cuando su alma carece de música."[12]
Existen poetas desventurados en su vida que aparecen completamente fáciles en
su obra. Sófocles ha alcanzado en su vida aquella armonía que irradia su arte.
Tras la desarmen la de la poesía de Eurípides debió latir una personalidad
inarmónica. También en esto es el poeta el compendio de la individualidad
moderna. La encarnó de un modo más completo y más profundo que todos los
políticos y los sofistas de su tiempo. Sólo él ha conocido todos sus íntimos y
secretos dolores y comprendido el peligroso privilegio de aquella inaudita libertad
espiritual. Aunque sintió heridas sus alas por el choque de las relaciones
personales y del mundo social en que vivía, el mundo le perteneció y en algún
modo revivió en él el vuelo del águila pindárica: "El éter entero es libre
para el vuelo del águila." [13]
No sólo sintió como Píndaro las alturas en que volaba su espíritu, sino que,
con un anhelo completamente nuevo y apasionado, sintió la amplitud sin límites
de su camino. ¡Qué necesidad tenía de la tierra con todas sus barreras!
Hallamos en su arte un sorprendente presentimiento del futuro. Vimos que las
fuerzas que cooperan en la formación de su estilo son las mismas que formarán
las centurias siguientes: la sociedad burguesa (mejor en el sentido social que
en el político), la retórica y la filosofía. Estas fuerzas penetran el mito con
su aliento y son mortales para él. Deja de ser el cuerpo orgánico del espíritu
griego, tal como lo había sido desde el origen, la forma inmortal de todo nuevo
(324) contenido vivo. Así lo vieron los
adversarios de Eurípides y trataron de oponerse a ello. Pero abre con esto un
alto destino histórico al proceso vital de la nación. Contra esta comprobación
nada importa el pecado contra el mito que le atribuye el sentimiento romántico
y que juega un papel tan esencial en la crítica desde la Historia de la
literatura griega de Karl Otfried Müller. Sobre el terreno del estado y de
la poesía clásicos, socavados en lo más profundo, prepara el advenimiento del
nuevo hombre del helenismo. El perjuicio causado por Eurípides al teatro
ateniense se halla compensado por su acción incalculable sobre los siglos
posteriores. Para ellos fue el trágico por antonomasia y para él fueron
principalmente construidos los magníficos teatros de piedra que todavía
admiramos como monumentos de la cultura helenística.
[1] 1 tucídides, iii, 82.
[2] 2 platón,
Menon, 91 C.
[3] 3 demócrito,
frag. 116 Diels.
[4] 4 eurípides,
Troyanas, 895.
[5] 5 eurípides,
Hip., 433.
[6] 6 eurípides,
Troyanas, 948.
[7] 7 platón,
Leyes, 719 C.
[8] 8 eurípides,
Troyanas, 884.
[9] 9 eurípides,
Medea, 824.
[10] 10 eurípides,
Hécuba, 864.
[11] 11 Cf. Hermes, 48 (1913), 442.
[12] 12 eurípides,
frag. 663 N.
[13] 13 eurípides,
frag. 1047 N.
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