Mientras los atenienses asumían los acontecimientos de
Sicilia, Esparta se preparaba para poner fin a la precariedad creada por una
paz artificial. Un par de cambios importantes del statu quo los convencieron para reanudar la guerra con una invasión
del Ática y la construcción de una fortificación permanente en territorio
ateniense. El primero de estos cambios fue la inversión del equilibrio
estratégico en Sicilia, donde en aquellos momentos parecía que los atenienses
encajarían una derrota frente a los de Siracusa. En vez de liberar a la gran
armada de cumplir con su misión dentro de sus fronteras, los atenienses se
habían concentrado en la campaña siciliana, lo que sin duda consumiría en
tierra extraña las fuerzas del ejército de Atenas. El segundo acontecimiento
crucial fue la decisión ateniense de lanzar incursiones sobre el territorio
espartano como represalia. Atenas había venido perpetrando acciones en el
Peloponeso durante algún tiempo, aunque siempre había evitado atacar la misma
Laconia. Aun así, los espartanos decidieron no considerar tales ataques como un
incumplimiento de los términos de la paz; sin embargo, los atenienses atacaron
las costas de Laconia en el verano del año 414, lo que alteró la situación
radicalmente. Sus incursiones «violaban el tratado con los espartanos del modo
más flagrante» (VI, 105, 1), y liberaban a los espartanos del sentimiento de
culpabilidad que les había perseguido desde los inicios de la contienda. Los de
Esparta sabían bien que la lucha había comenzado cuando los aliados tebanos incumplieron
la tregua con su ataque a Platea, que se habían equivocado al rehusar someterse
al arbitraje en el 432-431, y que habían hecho pedazos sus juramentos e
invalidado el Tratado de los Treinta Años. «Por todo esto, mantenían la
creencia de haberse merecido sus fracasos, y se explicaban así el desastre de
Pilos y todos los demás contratiempos sufridos» (VII, 18, 2).
Ahora, sin embargo, era Atenas la que había roto el
Tratado e incumplido sus promesas de manera deshonrosa. Durante los años
anteriores, cuando los atenienses luchaban en el Peloponeso junto con sus
aliados, habían sido los espartanos los que habían pedido solucionar sus
diferencias por medio del arbitraje; en aquel momento, fueron los atenienses
los que se negaron repetidamente a aceptarlo, escarmentados por las continuas
transgresiones del Tratado por parte de Esparta. «Esta vez los espartanos
llegaron a la conclusión de que se habían cambiado las tornas, y que los
atenienses cometían ahora las mismas violaciones del tratado que habían perpetrado
ellos antes. Así pues, se mostraron decididos a entrar en guerra» (VII, 18, 3).
LA FORTIFICACIÓN DE DECELIA
A principios del mes de marzo del 413, el rey Agis
decidió saquear el Ática, e inició la fortificación de un campamento en la
colina que domina la llanura de la población de Decelia, a unos 18 kilómetros
en dirección nornordeste de Atenas y a la misma distancia de Beocia. Con ello
se logró ejercer una presión sin precedentes sobre los atenienses, ya que
mientras las anteriores incursiones sólo habían durado de dos a cinco semanas
al año, en lo sucesivo no podrían acceder a sus casas y campos. «Atenas, en vez
de una ciudad, parecía una fortaleza» (VII, 28, 1). Reclutas de todas las
edades hacían turnos noche y día para dar aviso de un posible ataque espartano,
situación que continuaría tanto en invierno como en verano durante el resto de
la contienda. La caballería hacía escaramuzas cada día para mantener a raya a
los espartanos, con lo que cansaba a sus hombres y dejaba lisiados a muchos
caballos. Con la urgencia de defender su propia ciudad, no podían batallar en
Sicilia, donde se les echaba de mucho menos.
En múltiples y destacables sentidos, la ocupación de
Decelia era comparable a la actuación ateniense en Pilos. Durante el primer
año, por ejemplo, desertaron unos veinte mil esclavos, muchos de los cuales
habían huido de las minas de plata de Laurio, cuyos beneficios pronto dejarían
de disfrutar los atenienses. El ganado y los animales de carga también formaban
parte del saqueo peloponesio. Los tebanos, que se habían unido a los espartanos
en el saqueo del Ática, fueron los aliados más oportunistas y diligentes a la
hora de apropiarse de los bienes atenienses. Un historiador del siglo IV relata
que «se hicieron con los prisioneros y con el botín de guerra a bajo precio y,
como vivían en territorio vecino, se llevaron a sus hogares todos los
materiales de construcción del Ática, empezando por las maderas y los azulejos
de las casas» (Hellenica Oxyrhynchia,
XII, 3).
En Decelia, los espartanos también habían bloqueado el
paso terrestre a Eubea por Oropo. Desde el comienzo de la guerra, la mayor
parte de la cabaña ateniense se había alimentado en los pastos de Eubea, desde
donde recibía suministros esenciales y que era además punto de partida importante
de algunas de sus exportaciones. La ocupación de Decelia les obligaba a enviar
y recibir cualquier cosa a través de una larga travesía marítima alrededor del
cabo Sunio, una alternativa mucho más costosa. Todo lo anterior contribuyó a
poner a Atenas bajo una presión extraordinaria.
La atrocidad más horrible que trajo la guerra fue la
escasez latente de fondos. Conforme reunían refuerzos destinados a Sicilia, los
atenienses trajeron un cuerpo de infantería ligera de Tracia; pero los mil
trescientos mercenarios, muy diestros con las dagas, llegaron tarde a Atenas
para tomar parte en la campaña. Para ahorrarse el dinero, se les envió de
vuelta bajo la dirección del comandante ateniense Diítrefes, al que se le dio
orden de utilizarlos en su regreso para infligir todo el daño que pudieran. Una
mañana, al amanecer, atacaron la pequeña población beocia de Micaleso, cuyos
habitantes se hallaban indefensos. «Los tracios cayeron sobre Micaleso,
saquearon hogares y templos, y asesinaron a sus habitantes sin distinción de
edad. Mataban a todo aquel que se encontraban, incluso mujeres y niños, y
animales también. Todo lo que veían con vida» (VII, 29, 4). También asaltaron
una escuela, y «a los niños, que acababan de entrar, los pasaron a todos a
cuchillo» (VII, 29, 5).
REFUERZOS PARA AMBOS EJÉRCITOS
Mientras los atenienses se preparaban para fortalecer
su posición en Sicilia, el triunfo de Gilipo acabó convenciendo a los
peloponesios para que enviasen refuerzos adicionales a la isla. Planeaban
expedir tres contingentes: uno, compuesto por seiscientos ilotas y neodamodes al mando del general
espartiata Écrito; un segundo, con trescientos beocios con sus propios mandos,
partiría del sur del cabo Tenaro y pondría rumbo a mar abierto. La tercera
fuerza, compuesta por setecientos mercenarios hoplitas de Corinto, Sición y
Arcadia, navegaría hacia el oeste escoltada por un convoy de veinticinco
trirremes corintios a través del golfo de Corinto, pasando por la base
ateniense de Naupacto.
Entretanto, Eurimedonte siguió adelante con la
recogida de fondos y con la creación de una pequeña fuerza en Atenas, mientras
Demóstenes equipaba la principal armada de refuerzo. Con él y con Caricles al
mando, zarparon dos flotas del Pireo a principios de la primavera del 413; no
se dirigieron directamente a Sicilia, sino a atacar Laconia con la ayuda de los
argivos. Su objetivo fundamental era un cabo frente a la isla de Citera,
fondear allí y fortificar su istmo. La intención era convertirla en lo que
Pilos era en el oeste (un enclave al que los ilotas pudieran huir y desde donde
pudieran asaltar Laconia), pero la nueva base resultó estar demasiado lejos de
Mesenia como para alentar las deserciones. Los atenienses jamás llegaron a
lanzar un ataque desde este enclave, y al año siguiente lo abandonaron.
Caricles volvió a Atenas, pero Demóstenes condujo su
flota por la línea costera rumbo a Sicilia con la idea de causar problemas a
los corintios y reclutar aliados por el camino. En Acarnania, se entrevistó con
Eurimedonte, que había vuelto para informarle de los reveses atenienses y de la
necesidad de acelerar los refuerzos. Sin embargo, antes de que pudieran zarpar,
Conón, el almirante ateniense de Naupacto, llegó con la queja de que sólo tenía
dieciocho trirremes, por lo que no podía abordar un convoy corintio de
veinticinco. Con el tiempo, Conón llegó a ser considerado como uno de los
mejores almirantes griegos; así pues, sus dudas sugieren que las naves de
Naupacto estaban tripuladas por marineros y timoneles deficientes, porque los
mejores ya se encontraban en Sicilia o de camino a ella. Para reforzar su
flota, Demóstenes y Eurimedonte le enviaron sus mejores embarcaciones, antes de
poner rumbo rápidamente a Sicilia.
LA CAPTURA DE PLEMIRIO
Aunque Gilipo había conseguido una serie de victorias
relevantes, la perspectiva de la nueva llegada de las tropas atenienses a
Sicilia amenazaba con empañar todos sus triunfos previos. A los siracusanos,
que estaban costeando los servicios de más de setecientos soldados extranjeros,
se les acababa el dinero; el bloqueo ateniense, aunque imperfecto, había
logrado reducir los ingresos de sus ciudadanos y paralizar el comercio, cuyos
aranceles decrecientes estaban destinados al tesoro público. A esto había que
sumar el coste de la construcción, equipamiento y tripulación de los barcos de
guerra, factores que se convirtieron en una carga enorme para Siracusa, que
carecía de un imperio que le proporcionase los fondos necesarios con que pagar
una flota, y a quien sus aliados no le ofrecían dinero. La llegada de refuerzos
frescos de Atenas, pues, bien podía conducir a los de Siracusa a reconsiderar
la rendición.
Así pues, Gilipo se desplazó rápidamente contra
Plemirio, el punto más vulnerable de los atenienses, con la intención de
planear un ataque naval como señuelo para disfrazar el verdadero ataque a la
base enemiga por tierra. Para convencer a los siracusanos de que llevaran a
cabo un asalto naval, aun como distracción, contra los temibles atenienses,
contó con la ayuda de Hermócrates, que seguía siendo una figura poderosa
incluso sin estar en activo. La elocuencia de Hermócrates persuadió a los
siracusianos, que se embarcaron con gran entusiasmo. Gilipo, protegido por la
oscuridad de la noche, condujo su ejército hasta Plemirio, mientras que ochenta
trirremes siracusanos hacían lo propio desde diferentes puntos de la costa.
La armada ateniense reaccionó con celeridad: sesenta
embarcaciones se hicieron a la mar, las cuales combatieron al enemigo hasta un
punto muerto a pesar de ser superadas en número. Sin embargo, la situación del
ejército ateniense en tierra firme era muy diferente: la infantería, que
ignoraba el avance enemigo, contemplaba desde las orillas la batalla marítima.
Al romper las primeras luces, Gilipo lanzó un ataque sobre los fortines, mal
defendidos, y se hizo con los tres, aunque muchos atenienses lograron ponerse a
salvo. Entretanto, la superioridad naval de los atenienses se hacía valer por
sí misma y los navíos siracusanos caían uno tras otro, lo que «proclamaba el
triunfo de los atenienses» (VII, 23, 3). Los atenienses hundieron once naves y
sólo perdieron tres: la supremacía en el mar había sido recobrada. Sin embargo,
habían sufrido muchas bajas, a las que había que sumar la confiscación de los
víveres de los fortines y los suministros navieros (el velamen y los aparejos
de unos cuarenta trirremes, así como tres embarcaciones al completo, varadas en
la orilla). El coste estratégico de la toma de Plemirio fue aún mayor. Los
atenienses no podían seguir llevándose allí sus suministros y «su pérdida traería
consigo el desconcierto y la desmoralización del ejército» (VII, 24, 3).
Como Estado amigo, los siracusanos dieron noticia de
su victoria a Esparta y solicitaron que siguiera perseverando en su guerra
contra Atenas incluso con mayor vigor; a su vez, enviaron una flota a Italia
para cortar los suministros que venían de Atenas. También se hizo correr la voz
de la caída de Plemirio por toda Sicilia gracias a los embajadores de Corinto,
Esparta y Ambracia, los cuales dotaban de credibilidad las afirmaciones. El
esfuerzo se vio coronado con éxito, porque «casi toda Sicilia…, incluso los que
antes se habían mantenido al margen como meros espectadores, se les unían ahora
y venían a socorrer a los siracusanos en contra de los atenienses» (VII, 33,
1-2).
LA BATALLA DEL PUERTO GRANDE
Los siracusanos reclutaron un contingente de griegos
sicilianos para marchar contra Atenas en Siracusa. Pero Nicias se las arregló
para tenderles una emboscada antes de que llegaran muy lejos, lo que frustró
las esperanzas siracusanas de atacar a los atenienses por tierra antes de la
llegada de los refuerzos. Así pues, Siracusa necesitaba una victoria marítima,
y las noticias que llegaban del golfo de Corinto aumentaron sus ansias de
triunfo. Dífilo, el nuevo comandante ateniense de Naupacto, tenía en su poder
treinta y tres embarcaciones; Poliantes, el mando corintio, treinta. Para
reducir la gran ventaja de la experiencia y la pericia habituales en los
atenienses, Poliantes llevó a cabo una pequeña pero importante alteración del
diseño de sus trirremes para poder ejecutar una táctica novedosa. En la proa de
cada navío colocó una epotis, una
plancha que sobresalía por cada costado desde la que poder arrojar el ancla
como en la zapata de los navíos actuales. La epotis iba montada en el extremo del balancín, que estaba unido a
la borda en cada lateral de la embarcación y sobre la que se fijaban los
ganchos para las palas de los remeros superiores.
Los trirremes evitaban chocar de frente durante el
curso normal de las batallas porque esa acción podía dañar a ambos navíos, de
manera que no siempre traía ventajas para uno solo de los dos bandos.
Poliantes, sin embargo, reforzó mucho la epotis
para poder chocar contra los barcos atenienses y destrozarlos por medio de los
ganchos laterales de los remos, cuando éstos, más frágiles, vinieran
frontalmente. La maniobra de Poliantes causó el hundimiento de tres
embarcaciones corintias pero dejó a siete navíos atenienses fuera de combate.
El resultado no fue concluyente, ya que ambos bandos ofrecieron igualmente
trofeos a la victoria; no obstante, el triunfo estratégico fue a parar a manos
de los peloponesios. Los atenienses no habían conseguido destruir las fuerzas
enemigas: su capacidad para proteger los envíos de tropas y mercancías había
llegado a su fin. Por primera vez, una flota peloponesia había combatido contra
la armada ateniense, numéricamente superior, y la lucha había quedado en
tablas. En mar abierto, un enemigo preparado podría superar esta nueva táctica,
pero en aguas restringidas podía seguir siendo útil si pillaban desprevenido al
enemigo.
La victoria del golfo de Corinto alentó a los
siracusanos a desafiar de nuevo a la flota ateniense como parte de la
planificación de un complicado ataque por mar y tierra. Los barcos de Siracusa
utilizaron entonces zapatas más gruesas, sujetas por barras fijas dentro y
fuera del casco. En el angosto espacio del puerto de Siracusa, a los atenienses
no les sería fácil romper la línea defensiva siciliana (diekplous) ni rodearla (periplous),
así que la táctica de hacer chocar las barras atravesadas contra los ligeros
trirremes atenienses prometía aportar nuevos triunfos. Los siracusanos, al
controlar el terreno de los alrededores del Puerto Grande (a excepción de una
pequeña línea costera entre los muros atenienses y Ortigia y Plemirio),
dominaban sus accesos (Véase mapa[44a]); por lo tanto, una derrota
ateniense podría tornarse en un gran desastre, ya que los barcos que huyeran de
allí no podrían escapar ni por mar ni por tierra. Aunque los atenienses ya habían
conocido en el golfo de Corinto la eficacia de los ataques frontales
peloponesios, la confianza en su propia superioridad y el desdén frente a la
poca capacidad de sus enemigos eran tales que pensaron que no se trataba de una
táctica planificada, sino más bien de movimientos involuntarios causados por la
ineficacia peloponesia con el timón.
En su contrapartida terrestre, el plan de Gilipo
consistía en marchar con un ejército sobre la fortificación ateniense que
encaraba la ciudad, mientras las tropas siracusanas del destacamento del
Olimpeio, los hoplitas, la caballería y los contingentes de infantería ligera
atacaban el lado opuesto. Esto hizo que los atenienses centraran su atención en
la defensa de los muros, lo que les haría quedar sin protección para
enfrentarse a la flota de Siracusa, que no tardaría en caer sobre ellos.
Algunos corrieron hasta una de las fortificaciones, los demás hacia la otra, y
los menos se apresuraron a armar la flota. Aun así, todavía pudieron botar
setenta y cinco barcos contra los ochenta del enemigo. La primera jornada de la
batalla no llegó a favorecer a ningún bando. Al día siguiente no hubo combate,
y Nicias aprovechó la calma para preparar el próximo enfrentamiento. Los
atenienses habían construido una empalizada en la arena bajo el agua, a cierta
distancia de la orilla, para proteger los navíos varados. Con la idea de
facilitar la defensa de los barcos al salir de la batalla, Nicias emplazó una
embarcación de carga delante de cada entrada de la empalizada, separadas éstas
por unos setenta metros. Cada barco llevaba una estructura armada con plomos
pesados con la forma de un delfín.
La grúa podía dejar caer los «delfines» sobre los
barcos enemigos perseguidores y hundirlos o dejarlos inservibles.
Al tercer día, los siracusanos se lanzaron de nuevo al
ataque. La batalla se convirtió en una larga escaramuza, que se prolongó hasta
que se retiraron a comer y descansar en la playa, donde los mercaderes habían
montado tenderetes para abastecer a los guerreros hambrientos. Por su parte,
los atenienses se dirigieron a la orilla con la convicción de que había
concluido la lucha por ese día; sin embargo, mientras sus soldados se reponían,
los siracusanos atacaron por sorpresa y los atenienses, estupefactos, apenas
pudieron hacerse al mar con sus naves. Los comandantes se dieron cuenta de que,
debido a que estaban siempre embarcados, sus soldados se agotarían pronto y
estarían en desventaja frente a los siracusanos, más descansados. Pero la huida
en aguas cerradas frente a un enemigo alineado no era tarea fácil ni segura; de
todas maneras, jamás se había oído la mera idea de que los almirantes
atenienses optasen por rehuir la batalla con un enemigo igualado en número; así
pues, se dio orden de atacar de inmediato.
Los siracusanos se enfrentaban a los atenienses
cargando proa contra proa y con algunos trucos nuevos: llenaron las cubiertas
con lanzadores de jabalina y a otros muchos los embarcaron en pequeños botes,
que colocaron bajo los remos de los trirremes áticos lo que dejó fuera de combate
a muchos remeros. Sus tácticas heterodoxas, junto con la condición física
dispar de ambos bandos, dieron la victoria a los siracusanos; los atenienses
sólo pudieron escapar al desastre poniéndose a salvo tras la empalizada y los
mercaderes. Incansables, dos de las embarcaciones de Siracusa que se lanzaron
en su persecución quedaron destruidas por sus «delfines». Se hundieron siete
navíos atenienses y muchos quedaron en un estado lamentable; un gran número de
marineros de Atenas encontró la muerte durante el enfrentamiento o cayó
prisionero. Los siracusanos tomaron el control del Puerto Grande y erigieron un
trofeo a la victoria. Ahora estaban convencidos de superar a los atenienses en
el mar, pronto los derrotarían también en tierra; así que se dedicaron a
ultimar los preparativos de un nuevo ataque en ambos frentes.
LA SEGUNDO FLOTA ATENIENSE: EL PLAN DE DEMÓSTENES
Tras la batalla del puerto, el júbilo de los
siracusanos fue más bien breve, porque los refuerzos de Demóstenes y
Eurimedonte no tardaron en llegar en medio de un gran despliegue, el cual
servía a un doble propósito militar y psicológico. La armada «iba engalanada
con mucho artificio; la decoración de las armas y las insignias de los
trirremes (…) pretendía causar el pavor del enemigo» (Plutarco, Nicias, XXI, 1). El nuevo ejército, casi
igual en volumen que el de la expedición original, consistía en sesenta y tres
naves, armadas con unos cinco mil hoplitas, multitud de lanzadores de jabalina,
tiradores de honda, remeros y sus correspondientes suministros. Estos vastos
refuerzos, enviados incluso a pesar de que los espartanos dominaban el Ática
desde su fortín de Decelia, sorprendieron e intimidaron a los habitantes de
Siracusa, que comenzaron a pensar si pondrían fin alguna vez al peligro que
acechaba su ciudad.
Demóstenes, que había estudiado con detenimiento la
campaña ateniense y su dirección hasta la fecha, determinó que un asalto rápido
seguido de un asedio habría causado la rendición de Siracusa antes de que ésta
pidiese ayuda al Peloponeso. Con su claridad y su valor característicos, planeó
poner remedio al error con rapidez. «Con la certeza de que en ese momento
causaba el mayor temor al enemigo, quiso sacar partido de su miedo lo más
rápidamente posible», y atacar de inmediato (VII, 42, 3).
A la espera de que su flota bloquearía la ciudad por
mar, la misión crucial era tomar el contramuro siracusano de las Epípolas,
porque no dejaba completar el cerco de la ciudad por tierra. A pesar de que el
formidable general espartano Gilipo guardaba el acceso a la cima de las
Epípolas, Demóstenes se preparó para correr el riesgo. Era preferible la
derrota a malgastar los recursos de Atenas y arriesgar a sus hombres. Si
conseguía hacerse con el control de las Epípolas, derrotaría a Siracusa, lo que
abriría la posibilidad de controlar toda la isla; en caso de fracasar, la
expedición marcharía a casa y presentaría batalla en otro momento. En cualquier
caso, la guerra en Sicilia tenía que acabar con el menor coste posible para la
expedición.
EL ASALTO NOCTURNO A LAS EPÍPOLAS
El primer ataque directo sobre el contramuro
siracusano no tuvo éxito, lo que venía a demostrar que cualquier asalto a plena
luz del día estaría condenado al fracaso. Demóstenes, sin dejarse amedrentar e
incluso de manera ingeniosa, ideó un ataque nocturno. A primeros de agosto, a
través de la oscuridad de la noche y antes de que asomara la luna, se puso a la
cabeza de un contingente de diez mil hoplitas y otros tantos peltastas hacia el
paso del Eurielo, en el confín oeste de la meseta. Allí pillaron por sorpresa
al destacamento siracusano y tomaron su fortín. Los que pudieron escapar
extendieron la noticia de que los atenienses estaban en la meseta, y la guardia
de élite de Siracusa que llegó al rescate fue aplastada rápidamente. Los
atenienses se apresuraron a sacar ventaja de su triunfo: una avanzadilla
despejaba el camino, mientras un segundo batallón corría velozmente hacia el
contramuro. Los siracusanos que lo guardaban huyeron, y los atenienses pudieron
capturar y derribar algunas de sus partes.
Las tropas de Gilipo, aturdidas por esta táctica
temeraria e inesperada, intentaron detener a los asaltantes atenienses, pero
éstos les hicieron retroceder y continuaron su marcha hacia el lado este de las
Epípolas. Deseosos de aprovechar el factor sorpresa, los propios atenienses
rompieron su orden, y un regimiento de hoplitas beocios les hizo huir en
desbandada. Éste fue el punto de inflexión de la batalla, puesto que cuando las
fuerzas atenienses se vieron obligadas a retroceder hacia el oeste se inició la
confusión. Bajo la pálida luz de la luna, la avanzadilla ateniense no podía
distinguir si los soldados que corrían eran amigos o enemigos. Parece ser que
este problema surgió porque los generales no emplazaron en el paso a nadie que dirigiera
sus movimientos. Según llegaban a la meseta, las diferentes compañías se iban
encontrando con que algunas fuerzas atenienses avanzaban en dirección este sin
detenerse, mientras que otras se batían en retirada hacia el Eurielo, e incluso
algunas de las que acababan de subir a través del paso no entraban en acción; a
las tropas que acababan de alcanzar la meseta nadie les decía a qué grupo
debían unirse.
Los siracusanos se sumaron al caos entre griterío y
celebraciones. A medida que intuían su victoria y la de sus aliados, dorios
también, hicieron valer la costumbre común de entonar un peán. Su grito de
guerra resonando en la oscuridad atemorizó a los atenienses. Aunque sus propias
tropas era principalmente jónicas, también se incluían grandes contingentes de
dorios, como los argivos y los corcireos, que comenzaron a su vez a cantar sus
propios peanes, imposibles de diferenciar de los del enemigo, lo que incrementó
aún más el terror de los atenienses e hizo más difícil la distinción entre
aliados y enemigos. «Al caer en la confusión, finalmente se atacaron unos a
otros en diferentes puntos del campo de batalla, amigos contra amigos,
compatriota contra compatriota; no sólo les venció el miedo, sino que se
pelearon entre ellos hasta el punto que sólo se les pudo detener tras muchas
dificultades» (VII, 44, 7).
Ningún ateniense estaba tan familiarizado con la
meseta como los siracusanos; de hecho, los soldados que habían llegado con
Demóstenes y Eurimedonte ni siquiera la conocían. En medio de la oscuridad, conforme
la victoria se trocaba en derrota, el avance en retirada y finalmente en
desbandada, su desconocimiento del terreno resultó desastroso. Al intentar
huir, muchos atenienses se despeñaron saltando por los acantilados, mientras
que otros debieron de correr la misma suerte de forma accidental. Las tropas
veteranas del ejército de Nicias lograron ponerse a salvo al encontrar su
camino hasta el campamento, pero los nuevos refuerzos siguieron allí hasta el
alba, momento en que la caballería siracusana les dio caza y los mató. El
resultado fue la mayor catástrofe sufrida hasta el momento por Atenas: habían
muerto entre dos mil o dos mil quinientos hombres. La esperanza de una victoria
rápida en Siracusa quedaba a todas luces descartada.
¿RETIRADA O PERMANENCIA?
Tras el triunfo, mientras los siracusanos se
dispusieron a reclutar alianzas adicionales para asaltar las fortificaciones
atenienses y conseguir así la victoria final, la moral de los de Atenas se
hundía cada vez más. Además de la derrota, al estar acampados con el verano
siciliano ya avanzado en tierras pantanosas, sufrieron la malaria y la
disentería. «La situación les parecía el colmo de la desesperación» (VII, 47,
2). Demóstenes se inclinó por volver a Atenas mientras mantuvieran la
superioridad naval. «Dijo que sería más útil para Atenas llevar a cabo una
guerra contra un enemigo que construía una fortificación en su propio
territorio que contra Siracusa, que ya no sería fácil de dominar. Además,
tampoco era correcto gastar grandes sumas de dinero con la continuación de un
sitio sin propósito» (VII, 47, 4). Era un consejo sabio, porque había quedado
claro y patente que no había forma de tomar el contramuro siracusano de las
Epípolas, ni posibilidades de completar el cerco con éxito, ya que tampoco podían
llegar los refuerzos.
Por lo tanto, Demóstenes tuvo que enmudecer cuando el
comandante en jefe reiteró su negativa. Nicias, que en privado se mostraba
indeciso, sabía que los atenienses estaban en peligro, pero no quería tomar en
firme la decisión de retirarse por miedo a que el enemigo se enterase y les
cortase la retirada. Gracias a sus informantes particulares, Nicias también
sabía que el enemigo estaba sufriendo igual o más que sus tropas, ya que la
superioridad de la flota ateniense también podía evitar la llegada de
suministros por mar a Siracusa. Su mejor baza provenía de las noticias de que
un grupúsculo de siracusanos continuaba presionando a favor de rendirse a
Atenas; éstos mantenían contactos con Nicias y le siguieron implorando que no
cediera terreno.
Sin embargo, estas razones no resultaban lo bastante
convincentes. Aun con las rutas marítimas bloqueadas, Siracusa podía obtener
mercancías por tierra; por otra parte, las expectativas de que se produjese una
traición dentro de la propia población eran ya entonces una quimera. Los que
querían rendirse carecían de los apoyos necesarios y, tras las recientes
victorias siracusanas, no era probable que sumasen más. Finalmente, la llegada
de Góngilo y Gilipo puso fin a la posibilidad de la capitulación.
En el debate que se producía entre los generales
atenienses, Nicias dejó de lado sus propias dudas e hizo hincapié en permanecer
en la isla. Su principal argumento apuntaba a contrarrestar las consideraciones
financieras de peso esgrimidas por Demóstenes. La situación de los siracusanos,
afirmaba, era todavía más desesperada; el coste de la marina y de los muchos
mercenarios que habían empleado había consumido ya unos dos mil talentos de sus
arcas y les exigía continuar gastando. Pronto se quedarían sin fondos para
mantener un ejército de mercenarios.
No hay duda de que los siracusanos se estaban quedando
sin dinero, pero sus triunfos habían aumentado el crédito de Siracusa en todos
los sentidos, y los aliados y otros muchos se animaron a prestarle lo que fuera
necesario para conseguir el éxito total. Además, aún contaban con las ricas
reservas productivas que ofrecía su territorio, que podían aprovecharse por
medio de impuestos en caso de emergencia. A no ser que Siracusa quedase
bloqueada por tierra y por mar, podría resistir indefinidamente; y, en ese
momento, la amenaza de rodearla y encerrarla se había desvanecido por completo.
Nicias descubrió sus verdaderos motivos en lo que le
quedaba de discurso: temía que, una vez de vuelta en Atenas, sus soldados se
rebelarían en su contra y convencerían a la Asamblea de que él era el único
culpable, ya que «sus generales habían sido sobornados para traicionarlos y
ordenar la retirada. De cualquier forma, él mismo, como conocía el carácter de
los atenienses, no deseaba que se le condenase a muerte injustamente, acusado
de manera vergonzosa por algún ateniense, sino que, si debía elegir, prefería
correr riesgos y afrontar su destino a manos del enemigo» (VII, 48, 4).
Aunque Demóstenes y Eurimedonte se opusieron a la
decisión de Nicias, los votos de los otros dos hombres elegidos para asistir a
Nicias, Menandro y Eutidemo, fueron a parar a su prestigioso comandante, con lo
que quedaron en minoría. Con el apoyo de ambos, Nicias también logró rechazar
el compromiso propuesto por los dos primeros, en el que se apremiaba a que se
retiraran como mínimo de las zonas pantanosas de los alrededores de Siracusa
hacia las posiciones de Tapso o Catania, más seguras y saludables, desde las
que podrían lanzar ataques sobre los campos de Sicilia y vivir de la tierra. Si
abandonaban el puerto de Siracusa, podrían combatir también en mar abierto,
donde las nuevas tácticas de los siracusanos no surtirían efecto, mientras que
su mayor pericia y experiencia significarían una ventaja. El rechazo obstinado
de Nicias a este plan podía estar motivado por el temor de que, si el ejército
se embarcaba y dejaba atrás el puerto, sería imposible hacer que permaneciesen
en Sicilia por más tiempo.
Entretanto, Gilipo había estado reclutando un gran ejército
de sicilianos, al que había añadido, entre hilotas y neodamodes, seiscientos hoplitas peloponesios. Éstos, a pesar de
los retrasos por las tormentas, llegaron a Sicilia a tiempo para tomar parte en
el próximo asalto contra los atenienses. Como la malaria causada por la
insalubridad de los pantanos no paraba de mermar las fuerzas atenienses, tanto
moral como numéricamente, incluso Nicias suavizó su postura frente a una
posible retirada. Sólo requirió que no se celebrase una votación abierta para
discutirla, por no poner al enemigo sobre aviso. Por lo tanto, todavía existía
una vía de escape cuando el destino, los dioses o la suerte entraron en escena.
EL ECLIPSE
En la noche del 27 de agosto del año 413, entre las 9
h. 41' y las 10 h. 30' de la noche, hubo un eclipse total de luna. El miedo se
apoderó del ejército ateniense, muy dado a la superstición, y los soldados
interpretaron el hecho como un aviso divino en contra de que zarpasen
inmediatamente. Nicias consultó a un adivino, que recomendó a los atenienses
que esperasen «tres veces nueve días» (VII, 50, 4) antes de partir. No
obstante, incluso para tanta superstición, esta interpretación del eclipse no
era la única posible. Filócoro, un historiador y adivino del siglo III a. C.,
ofreció una lectura muy diferente: «El signo no era desfavorable para unos
hombres a punto de huir, sino, por el contrario, favorable» (Plutarco, Nicias, XXIII, 5). Un comandante con
deseos de escapar podría haber sacado partido o concebido una interpretación
así, pero Nicias aceptó sin cuestionamientos que la profecía trataba de un mal
augurio con la confianza de que la intervención divina vendría a confirmar su
juicio. Así pues, «rehusó discutir por más tiempo la cuestión de su partida
hasta que pasasen los nueve días tres veces, como habían recomendado los
adivinos» (VII, 50, 4).
Algunos desertores filtraron noticias sobre el debate
y la decisión de prolongar su estancia, e informaron a los siracusanos de que
los atenienses planeaban poner rumbo a Atenas pero que, debido al eclipse
lunar, se retrasarían. Para evitar que huyesen, los siracusanos decidieron
forzar de inmediato otra batalla marítima en el puerto. Mientras los atenienses
obedecían con paciencia los presagios, los siracusanos entrenaban a sus
tripulaciones en táctica naval. Pero la primera escaramuza se efectuaría por
tierra, cuando una avanzadilla hizo salir a una compañía de hoplitas
atenienses, junto con la caballería, para acabar después con ellos y forzar la
retirada. Al día siguiente, se produjo el asalto principal: conforme el
ejército ponía cerco a los muros atenienses, la marina siracusana hizo a la mar
setenta y seis trirremes con la base ateniense como claro objetivo. Por su
lado, los atenienses hicieron frente al ataque con ochenta y seis embarcaciones.
La superioridad numérica de la fuerza ateniense hizo
posible que los barcos de Eurimedonte situados en el flanco derecho
sobrepasaran el ala izquierda de los de Siracusa, por lo que dio órdenes de
ejecutar una maniobra circular envolvente, el periplous. Comenzó hacia el sur, por el final de la bahía frente a
Dascón, pero parece que no pudo coger la máxima velocidad al estar demasiado
cerca de la orilla. Antes de que pudiera rodear a la línea enemiga, los
siracusanos consiguieron romper la línea de los navíos de Menandro, situados en
el centro. Llegado ese punto, el almirante corintio Pitén tomó la decisión de
no perseguir a los atenienses que huían, sino virar en dirección sur y apoyar
el ataque contra Eurimedonte. Los siracusanos obligaron a retroceder al flanco
derecho ateniense hasta la orilla, destruyeron siete de las naves y mataron a
Eurimedonte. Éste fue el punto sin retorno de la batalla: la flota ateniense
era aplastada y arrinconada contra la costa, y cuando los soldados atenienses
desembarcaron se vieron fuera del perímetro del recinto fortificado y alejados
de la protección de sus muros. Gilipo dio muerte a algunos hombres conforme
varaban sus navíos o nadaban para alcanzar la costa, y la marinería siracusana
pasó a ocupar los trirremes abandonados. Cuando las tropas de Gilipo intentaron
invadir el campamento ateniense, apareció por sorpresa un destacamento de los
aliados etruscos, quienes, ayudados por los propios atenienses, pudieron salvar
la gran mayoría de los navíos. Aun así, se perdieron dieciocho trirremes con
sus tripulaciones.
Los siracusanos levantaron trofeos para dejar
constancia de sus victorias terrestres y navales; y también los atenienses, que
tenían derecho por haber hecho retroceder a Gilipo en el muro marítimo, aunque
más bien resultó ser un gesto digno de lástima. Las tropas atenienses,
engrandecidas tras la llegada de los refuerzos, habían sufrido derrotas de
primer orden en el mar y en tierra. Tucídides se mantuvo en la creencia de que
los atenienses habían equivocado sus cálculos en dos ámbitos: subestimar el
poderío de Siracusa tanto en la esfera naval como en la caballería, y pasar por
alto el hecho de que era una democracia, cuya unidad sería más difícil de
minar. Dada la complicada situación de Atenas, no sería justo culpar a la
Asamblea que votó enviar el gran contingente de la expedición y sus refuerzos,
porque en ambos casos siguieron los consejos de Nicias. También es erróneo
hacer responsables de la segunda votación a los atenienses, porque no hay
evidencias de que confiasen en la revolución interna o la traición para rendir
Siracusa. Era una idea original de Nicias, quien, al retrasar el cerco de la
ciudad y perseguir la victoria por medio de la traición, mucho después de que
ésta fuera posible, culpabilizó a los atenienses. Éstos finalmente eran
conscientes de que la victoria no llegaría nunca. «Ya antes no sabían qué
hacer, pero ahora, que tanto ellos como su escuadra habían sido derrotados, lo
que jamás habían imaginado, menos todavía» (VII, 55, 2). En aquellos momentos,
todo lo que se podía proponer era la huida.
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