ATENAS CONTRAATACA
Para los atenienses, la revuelta en Quíos fue un
acontecimiento terriblemente peligroso, ya que sabían que «los otros aliados no
permanecerían tranquilos cuando la ciudad-estado más grande se había alzado»
(VIII, 15, 1). Por consiguiente, en el verano del dio 412, votaron usar el
fondo de reserva de mil talentos que habían apartado al principio de la guerra
para emergencias extremas. Ordenaron a los barcos que bloqueaban al enemigo
frente a la costa del Peloponeso que volvieran al Pireo, con el objeto de
enviarlos a Quíos, e incluso hicieron planes para enviar treinta más. Cada día
que continuaba el alzamiento suponía una merma para los recursos del tesoro
ateniense, un día para que los persas intervinieran, y un día de práctica para
que la flota enemiga mejorara sus habilidades.
Diecinueve barcos atenienses navegaron desde Samos
para acabar con la rebelión en Mileto, pero llegaron demasiado tarde. A pesar
de verse sobrepasados en número por una fuerza enemiga integrada por
veinticinco barcos, fueron capaces de establecer un bloqueo de la ciudad.
Convencido de que los refuerzos atenienses podían aparecer en cualquier momento
y aprovechar la ventaja, Calcideo, que estaba al mando de la flota peloponesia,
no atacó, e incluso rechazó a los quiotas cuando éstos le ofrecieron sus
servicios. Como la mayoría de los oficiales espartanos, era reacio a
arriesgarse a una lucha en el mar, incluso contra una flota ateniense más
pequeña. Si hubiera aceptado la ayuda quiota, el número de sus barcos hubiera
sido de treinta y cinco frente a diecinueve del enemigo, y probablemente no
hubiera rehusado el combate. No obstante, los hechos permiten afirmar que
Calcideo no debería ser juzgado como un insensato o un cobarde; las batallas de
Cinosema y Cícico, que tuvieron lugar en los años posteriores, demostrarían de
forma convincente que los atenienses mantuvieron su superioridad en el mar.
La falta de decisión de Calcideo por entablar combate
permitió que los atenienses enviaran refuerzos al Egeo e hicieran de Samos su
principal base naval allí. Cuando llevaron esa acción a cabo, una confrontación
civil estalló en la isla, un conflicto caracterizado por un encarnizado odio
entre clases. Al sentirse apoyado por la presencia de los marineros atenienses,
el pueblo se alzó contra los aristócratas de la oligarquía gobernante,
asesinando a doscientos nobles samios, enviando al exilio a otros cuarenta,
cuyas tierras y casas fueron repartidas entre ellos mismos, y despojando a los
aristócratas de sus derechos civiles, incluido el de emparentarse por vía
matrimonial con las clases inferiores.
Mientras tanto, los quiotas navegaron hacia Lesbos e
incitaron a la rebelión a las ciudades de Metimna y Mitilene (Véase mapa[46a]).
Al mismo tiempo, un ejército peloponesio marchaba hacia el norte siguiendo la
línea de la costa, pasando por Clazómenas, Focea y Cime, todas ellas
importantes ciudades que consiguió arrastrar a su bando. En la costa del
Peloponeso, la flota espartana en Espireo finalmente rompió el bloqueo y navegó
hacia Quíos bajo el mando de Astíoco, el nuevo navarca enviado para tomar el
mando de toda la flota peloponesia. Este oficial espartano se unió a la
principal fuerza quiota en Lesbos y desembarcó en la ensenada de Pirra,
avanzando hacia la de Éreso al día siguiente. Veinticinco barcos atenienses
bajo el mando de los generales Leon y Diomedonte habían llegado a Lesbos sólo
unas horas antes, y habían derrotado a los barcos quiotas en el puerto de
Mitilene, ganado una batalla en tierra, y tomado la ciudad al primer asalto.
Astíoco consiguió que Éreso entrara también en rebelión y partió, siguiendo la
costa septentrional de la isla, para intentar apoyar la rebelión en Metimna y
para promover la de Antisa, pero «en Lesbos todo estaba en su contra» (VIII,
23, 5), por lo que navegó de vuelta a Mileto. Sin el apoyo de una flota, el
ejército tuvo que regresar de su camino al Helesponto, enviando a cada
contingente aliado de vuelta a casa. Así acabó la primera tentativa de los
peloponesios de acabar rápidamente con la guerra.
Con Lesbos asegurada, los atenienses partieron para
Quíos, volviendo a capturar Clazómenas antes de partir. Bajo el mando de León y
Diomedonte, ocuparon un grupo de islas al noreste de Quíos, y dos ciudades
fortificadas en tierra continental, justo enfrente de la isla, como bases para
llevar a cabo un bloqueo y lanzar asaltos desde el mar. Los atenienses ahora
controlaban el mar en esa región y podían desembarcar donde quisieran. Usaban
también hoplitas para servir como marineros en lugar de los usuales tetes, razón por la cual eran más
fuertes en todas las batallas terrestres. Después de que los barcos de Atenas
derrotaran al enemigo sistemáticamente, los quiotas rehusaron toda batalla en
el mar, y los atenienses desembarcaron para saquear las tierras de la
ciudad-estado, que eran ricas y estaban bien cultivadas y bien provistas. Para
entonces, algunos quiotas estaban buscando acabar con esos ataques derribando
al gobierno y restaurando la alianza con Atenas, pero los oligarcas solicitaron
la ayuda de Astíoco, preguntándose «cómo podrían finalizar el complot de la
manera más suave posible» (VIII, 24, 6). Astíoco tomó rehenes, lo que mantuvo
la situación tranquila por algún tiempo. Sin embargo, Quíos permanecía todavía
bajo asedio y expuesta a un constante ataque, motivo por el cual ya no sería
por más tiempo el centro de la rebelión en Jonia.
DECISIÓN EN MILETO
El nuevo objetivo de los atenienses fue Mileto, la
otra única gran ciudad jonia todavía sublevada. En octubre, los generales
Frínico, Onomacles y Escirónides navegaron desde Samos con cuarenta y ocho
barcos, algunos de ellos transportes de tropas, llevando a bordo tres mil
quinientos hoplitas —mil de Atenas, mil de sus aliados egeos y mil quinientos
de Argos—, lo que representaba una fuerza extraordinaria teniendo en cuenta que
había transcurrido muy poco tiempo desde el desastre siciliano. Estas tropas se
iban a enfrentar a un ejército que incluía ochocientos hoplitas de Mileto, un
número no conocido de peloponesios, mercenarios al servicio del sátrapa
Tisafernes y el sátrapa persa en persona con su caballería.
Los argivos cargaron impetuosamente, rompiendo el
orden en el lado ateniense, y pagaron su precipitación con la derrota y con la
pérdida de trescientos hombres. Los atenienses y sus aliados jonios lo hicieron
mejor, derrotando a los peloponesios y haciendo huir a los persas y a sus
mercenarios, tras lo cual los milesios se refugiaron prudentemente detrás de
las murallas de su ciudad. Una gran victoria fue celebrada, porque los
atenienses dominaban ahora tanto en tierra como en mar. Todo lo que quedaba era
rodear la ciudad con un muro de bloqueo y esperar a que se rindiera, con el
convencimiento de que la caída de Mileto acabaría con las rebeliones.
Sin embargo, el mismo día del triunfo llegaron
noticias de que cincuenta y cinco barcos bajo el mando del espartano Terímenes
estaban de camino a Mileto, entre los cuales se encontraban veintidós
procedentes de Sicilia guiados por Hermócrates, su némesis siracusana [9].
Después de que la flota peloponesia llegara al golfo de Yaso y se detuviera en
Tiquiusa, fue el propio Alcibíades el que cabalgó hasta ellos para informarles
acerca de la victoria ateniense en Mileto, diciendo que «si no deseaban perder
su posición en Jonia, y en general su causa, deberían acudir en ayuda de Mileto
tan rápidamente como fuera posible para impedir que la ciudad fuera aislada con
un muro» (VIII, 26, 3).
Aunque los otros generales atenienses querían quedarse
y luchar, Frínico se opuso a ellos, arguyendo que: «Después de los desastres
que habían experimentado, era de difícil justificación que voluntariamente
emprendieran una acción ofensiva, cualquiera que fuese, a menos que fuera
absolutamente necesario; y mucho menos justificado estaría, sin estar obligado
a ello, precipitarse al peligro por su propio elección» (VIII, 27, 3). La
opinión de Frínico prevaleció, y los atenienses navegaron hacia Samos, «sin
completar su victoria» (VIII, 27, 6), liberando Mileto del asedio y del
bloqueo. A consecuencia de esto, los argivos se retiraron airadamente y no
tomaron ya parte en el desarrollo de la guerra.
La retirada ateniense tuvo otro costoso resultado, ya
que Tisafernes llegó a Mileto y persuadió a los peloponesios para que atacaran
a Amorges en Yaso. Desconociendo la retirada ateniense, el pueblo de Yaso
supuso que la flota que se aproximaba era ateniense y no se prepararon para la
defensa. Los peloponesios capturaron a Amorges con vida y lo entregaron a
Tisafernes, incorporaron a los mercenarios peloponesios de Amorges a su propio
ejército, y saquearon Yaso; finalmente, vendieron a sus gentes a Tisafernes, al
que también entregaron la ciudad. El resultado fue que los atenienses habían
perdido otro aliado, que los persas se habían liberado de una incómoda situación,
y que espartanos y persas habían cooperado con éxito para alcanzar su primera
victoria conjunta.
Mientras algunos alabaron a Frínico y celebraron su
estrategia —«Más adelante no menos que en la presente ocasión, en este asunto y
también en todos los otros en los que él tomó parte, parece no haber estado
falto de inteligencia» (VIII, 27, 5)—, la mayoría de sus compatriotas
atenienses mantenían una opinión opuesta, y al año siguiente le acusaron
formalmente por la pérdida de Yaso y Amorges. Hay una buena razón para
coincidir con su veredicto. Los estudiosos modernos defienden la decisión de
Frínico sobre la base de que, tras los sucesos de Sicilia, la marina ateniense
no fue por más tiempo lo que una vez había sido y, habiendo perdido su
superioridad táctica, no podía arriesgarse a una batalla naval en situación de
desventaja. Estas valoraciones, sin embargo, no se adecuan a los hechos.
Incluso aunque los días de gloria de Formio hubieran pasado, el desastre
siciliano no había puesto fin al dominio táctico de la marina ateniense. A
comienzos del año 412, los atenienses habían tenido éxito en obligar a la flota
peloponesia a refugiarse en una base desierta y poco conveniente; en Quíos y en
Lesbos, habían limpiado el mar de barcos enemigos. En la primavera del 411,
incluso aunque toda la costa jonia no estaba ya en manos de Atenas, los
espartanos permanecieron tan temerosos de la flota ateniense que llegaron a
enviar a un ejército al Helesponto por tierra. En ese mismo año, los
atenienses, con una inferioridad numérica de setenta y seis barcos frente a
ochenta y seis enemigos, derrotaron a los peloponesios en Cinosema, en el
Helesponto.
El punto débil en el argumento de Frínico es que, al
seguir su consejo, los atenienses nunca podrían estar seguros de su habilidad
para forzar una batalla. Los espartanos podían simplemente rehusar la guerra
naval y en su lugar enviar ejércitos por tierra; incluso si ellos elegían
desplazarse por mar, podían eludir a la marina ateniense y provocar futuras
rebeliones. De hecho, la mejor baza de que disponían los atenienses para
conseguir que el enemigo luchara en el mar consistía en intentar atraerlos
hacia una flota aparentemente inferior. La oportunidad que Frínico rechazó
podía haber obligado a Terímenes a presentar batalla para proteger Mileto. Si
los atenienses hubieran decidido luchar, toda la guerra podría haber seguido un
curso diferente. Su partida no sólo proporcionó a los rebeldes un respiro y una
nueva esperanza, sino que, en el frente interno, privó a la democracia moderada
de los probuloi de una victoria que
le hubiera dado prestigio y credibilidad, capacitándola para resistir las
conjuras oligárquicas que ya, en ese momento, se estaban formando en Atenas.
Por el momento, los espartanos tenían una ventaja
numérica en el mar con la que podían levantar el bloqueo de Quíos, la clave de
la rebelión en la Jonia cercana al Helesponto, pero fueron lentos en actuar.
Aún no se atrevían a enfrentarse a la marina ateniense en mar abierto, y no
disponían de líderes capaces y experimentados. Su obligación de colaborar con
los persas era también problemática, debido a que sus diferentes intereses
inevitablemente conducían al retraso y a la inactividad.
ALCIBÍADES SE UNE A LOS PERSAS
Tras atacar a Amorges en Yaso, Terímenes regresó a
Mileto; el navarca espartano Astíoco se encontraba todavía en Quíos, separado
de su marina por la flota ateniense en Samos. Probablemente, a comienzos de
noviembre del año 412 Tisafernes llegó a Mileto para entregar la paga que había
prometido: cada marinero recibió el salario de un mes a razón de una dracma
ática por día. Sin embargo, anunció que, en el futuro, pagaría sólo la mitad de
esa cantidad, aunque Hermócrates, el fogoso oficial siracusano, obligara a un
compromiso que produjo un ligero aumento de esa cantidad.
De todos modos, Alcibíades no tomó parte en estas
discusiones, ya que desde la batalla de Mileto había cambiado de bando otra
vez, dejando a los espartanos para unirse a Tisafernes. Entre los peloponesios
había surgido pública sospecha acerca de él «después de la muerte de Calcideo y
de la batalla de Mileto» (VIII, 45, 1). El renegado ateniense había colaborado
con Calcideo, pero cuando el jefe espartano fue muerto en una incursión,
Alcibíades perdió un importante apoyo. Aproximadamente al mismo tiempo,
finalizó el período de Endio como éforo, perdiendo así otro amigo influyente,
justo cuando él más lo necesitaba; en ese momento «era un enemigo personal de
Agis y por otras razones no llegaba a inspirar confianza» (VIII, 45, 1). Sus
orígenes, su personalidad, y sus actividades lo habían hecho aparecer siempre
como sospechoso, pero ningún autor antiguo explica la causa de que los
peloponesios desplazados a Jonia le hubieran creído envuelto en una traición,
insistiendo en que una carta fuera enviada a Astíoco, en la que se ordenara al
navarca matar a Alcibíades.
Quizá la razón fue el fracaso del plan que él había
recomendado cuando estuvo en Esparta. Los atenienses parecían haber aplastado
rápidamente la rebelión en el Imperio; la isla de Quíos ya no era centro e
instigadora de un levantamiento general, sino que estaba puesta bajo asedio,
obligando así a un desgaste de los recursos peloponesios. Alcibíades también
parecía ser el responsable de haber persuadido a los espartanos de que
involucrasen en el juego a Persia. Los persas habían sido muy lentos en hacer
efectivos los salarios prometidos a las fuerzas espartanas, y ahora estaban
pensando en reducir la entrega de dinero. Aconsejado por Alcibíades, Calcideo
había hecho un tratado con los persas que era muy poco favorable a Esparta, y
que parecía admitir el sometimiento de los griegos ante Darío. En Mileto, los
atenienses derrotaron a los peloponesios en una batalla terrestre, en la que
los mercenarios de Tisafernes les habían proporcionado muy escaso provecho. El
ejército peloponesio bajo el mando de Terímenes no fue utilizado para derrotar
a los atenienses, sino para complacer a Tisafernes al entregarle Amorges y
Yaso.
Alcibíades empezó probablemente a cambiar de bando
nada más tener noticia de la carta que ordenaba su muerte. Así, cuando
Tisafernes llegó a Mileto a comienzos de noviembre, Alcibíades habría estado ya
con él durante varias semanas. Tucídides nos informa de que Alcibíades se
convirtió para el sátrapa en «el asesor de todas sus decisiones» y que
Tisafernes «le dio toda su confianza» (VIII, 45, 2; 46, 5). El persa, sin
embargo, era un hombre inteligente y sofisticado, y tenía buenas razones para
prestar su apoyo a Alcibíades, por dos veces fugitivo.
Para Tisafernes, como para los espartanos, la
situación no se había resuelto como se esperaba. Debido a que la rebelión no se
había extendido rápidamente a lo largo del Imperio y conducido a una pronta
victoria, la guerra continuaría, lo que requeriría de grandes ejércitos y
costaría una gran cantidad de dinero, en parte de sus propios fondos.
Alcibíades poseía valiosos contactos en ambos bandos y podía, por lo tanto, ser
de gran utilidad en sus relaciones con ellos sirviendo en calidad de portavoz
de Tisafernes. El ateniense, por su parte, necesitaba la protección del
sátrapa, pero también mantener su estatus: sus servicios como consejero
imprescindible, personal y de confianza para el hombre que podía llegar a
decidir el resultado de la guerra, podían facilitarle algún día el regreso a
Atenas. Mientras tanto, le convenía aparecer constantemente junto a Tisafernes,
y dar la impresión de ser «sus oídos», pues también a él le convenía.
Alcibíades también ofreció su asesoramiento en
estrategia militar, sugiriendo que Tisafernes no «tuviera demasiada prisa por
terminar la guerra y no deseara conceder el dominio de la tierra y del mar a la
misma potencia, bien trayendo las naves fenicias que estaba armando o bien
incrementando el número de griegos a los que él proveía de paga» (VIII, 46 ,1).
El mejor plan sería «desgastar a los griegos, unos contra otros» (VIII, 46, 2).
Aquí, de nuevo insistía en negar lo evidente, ya que los persas no tenían
marina en el Egeo con la que ganar la guerra. En cuanto a la flota fenicia,
ésta es la primera vez que se documenta algo sobre un plan que incluyera su
utilización. Si Tisafernes en alguna ocasión intentó actuar de esa manera, es
algo que no está claro, pero a comienzos del invierno de 412-411 una flota como
la mencionada no estaba en disposición de intervenir.
Alcibíades también sugirió a Tisafernes que rompiera
con Esparta y se acercara a Atenas, argumentando que los atenienses, como
cínicos imperialistas, no dudarían en abandonar a los griegos de Asia Menor a
los persas y serían «socios más adecuados del Imperio», mientras los
espartanos, como liberadores de los griegos, continuarían apoyándoles.
Tisafernes, por consiguiente, debería «primero, desgastar a ambos bandos, para
después reducir el poder ateniense tanto como fuera posible, y, finalmente,
expulsar a los peloponesios de territorio persa» (VIII, 46, 34). Un consejo
como éste era esencialmente absurdo, ya que tergiversaba burdamente el carácter
de ambos bandos, aunque encajaba bien en los intereses de Alcibíades. Por el
momento, el peligro más grande para él venía de los espartanos. Si conseguía
apartar a los persas de Esparta, podría reclamar la gratitud de los atenienses
y, quizá, regresar con honor y gloria a Atenas. Tisafernes no se dejó engañar
por este consejo, limitándose tan sólo a poner en práctica aquello que le
convenía. Así, pagó a los peloponesios sus reducidos salarios irregularmente,
pero ligándolos a él al repetir continuamente su promesa de que la flota
fenicia llegaría pronto, lo que ayudó en gran medida a mantenerlos inactivos.
UN NUEVO ACUERDO ESPARTANO CON PERSIA
Durante los tres últimos meses del año 412, la flota
peloponesia permaneció en Mileto, mientras los atenienses reunían ciento cuatro
barcos en Samos y seguían dominando el mar. Enviaron algunos trirremes en
varias misiones, pero los espartanos continuaban rehusando el enfrentamiento,
incluso cuando tenían superioridad numérica. Sólo Astíoco, desde Quíos, se
mostró más emprendedor. Tomó rehenes, como ya hemos visto, para prevenir una
revolución en la isla, y lanzó sendos ataques en esa área, aunque sus asaltos
sobre las fortalezas atenienses en tierra fracasaron, y el mal tiempo puso fin
a la campaña. Cuando los enviados de Lesbos solicitaron ayuda para su rebelión,
Astíoco estaba listo para unirse a ellos, pero los aliados, guiados por los
corintios, rechazaron la idea por haber sufrido allí un fracaso con
anterioridad. Los lesbios repitieron su petición poco tiempo después, y en esta
ocasión Astíoco urgió a Pedárito, el gobernador espartano de Quíos, a que se
uniera a la expedición, con lo que «o bien ganarían más aliados o al menos, si
fracasaban, causarían daño a los atenienses» (VIII, 32, 3). Pero Pedárito,
respaldado por los quiotas, rehusó. Astíoco abandonó su plan con cierta
amargura, jurando, cuando dejó Quíos, que no volvería en ayuda de su gente si
alguna vez lo llegaran a necesitar.
Astíoco partió enseguida para Mileto con objeto de
tomar el mando de la flota espartana, pero antes de que llegara, los espartanos
y los persas habían comenzado a revisar su primer proyecto de tratado. La
renegociación del desequilibrado acuerdo fue una iniciativa espartana llevada a
cabo por Terímenes, por lo que el tratado resultante lleva su nombre. En
algunos aspectos, consiguió mejoras en las condiciones. Una nueva cláusula,
planteada en el conocido lenguaje de la mutua no-agresión, sustituía la
anterior provisión que establecía que las ciudades griegas de Asia
«pertenecían» al Gran Rey. El requerimiento de que cada parte ayudara al otro a
sofocar rebeliones, lo que favorecía a Persia exclusivamente, fue eliminado. La
nueva versión especificaba la obligación que tenía el Gran Rey de pagar a las
fuerzas griegas a las que solicitara ayuda, e iba más allá al estipular la
alianza como «un tratado de paz y amistad» (VIL, 37, 1). Pero estos cambios
eran sólo sutilezas verbales, ya que Persia había conseguido su objetivo al
usar fuerzas peloponesias para capturar a Amorges y tomar Yaso y, por el
momento, no había una necesidad inminente de mayor asistencia.
Por otra parte, Esparta había hecho de nuevo
importantes concesiones. El acuerdo negociado por Calcideo había ligado a ambas
partes a impedir que los atenienses recaudaran tributos, mientras que el nuevo
tratado prohibía expresamente que los espartanos recaudaran ellos mismos; una
medida que, efectivamente, impidió el establecimiento de un Imperio espartano
que reemplazara al ateniense. La promesa persa de pagar a las fuerzas griegas
estaba limitada al número de tropas que el Gran Rey convocara, aunque debía
proveerse alimento para las otras tropas. El acuerdo no decía nada acerca de la
cantidad específica con la que debían ser remuneradas. El cambio principal en
el nuevo acuerdo aparece en su primera cláusula: «A cualquier territorio y
ciudades pertenecientes al rey Darío o que pertenecieran a su padre o a sus
antepasados, ni los espartanos ni sus aliados marcharán en guerra o harán daño
alguno» (VIII, 37, 2). Lo que Tisafernes tenía que temer en un futuro cercano
eran los ataques espartanos sobre su propio territorio, y sus intentos de
conseguir dinero de las ciudades que los persas consideraban como suyas. El
tratado negociado con Terímenes obligaba a los espartanos a no llevar a cabo
tales acciones.
¿Por qué los líderes espartanos aceptaron otro acuerdo
tan desfavorable? Aunque Terímenes no era ni un destacado prohombre ni un
experto negociador, incluso un diplomático brillante y veterano hubiera tenido
dificultades en hacerlo mejor en esas circunstancias, ya que la posición de los
espartanos para negociar era pésima. Tisafernes había conseguido ya lo que
necesitaba, y si los espartanos estaban molestos con él, que así fuera, porque
eran ellos los que necesitaban más que nunca el apoyo y el dinero persas contra
los recuperados atenienses. Después de completar el acuerdo con los persas,
Terímenes entregó formalmente su flota al navarca Astíoco y partió en un
pequeño barco que nunca más fue visto: hoy por hoy, aún desconocemos lo que fue
de él.
En Mileto, Astíoco tenía una superioridad numérica de
noventa trirremes contra las setenta y cuatro de los atenienses, amarradas
cerca, en Samos; pero rehusó luchar, a pesar de que la flota ateniense hizo
salidas contra él. Sus tripulantes comenzaron a quejarse de que su política de
retirada constante socavaría la causa peloponesia, e incluso afirmaban que
había sido sobornado y que «estaba junto a Tisafernes (…) por su propio
beneficio» (VIII, 50, 3). Pero la inactividad de Astíoco puede ser fácilmente
explicada sin tener que recurrir a cargos de corrupción y traición. Al igual
que la mayoría de los jefes espartanos en el mar, él era naturalmente cauto y
reacio a enfrentarse a los atenienses y, en cualquier caso, probablemente creía
en la promesa de Tisafernes de traer la flota fenicia para aplastar al enemigo,
por lo que pacientemente esperaba su llegada.
Tras volver a Quíos, los atenienses desembarcaron en
la costa este de la isla y comenzaron a fortificar Delfino, un punto fuerte con
buenos puertos situado al norte de la capital. Mientras tanto, Pedárito ejecutó
a algunos acusados de mostrar simpatía hacia los atenienses, y reemplazó el
régimen moderado por una cerrada oligarquía. Sus rigurosas medidas acabaron,
aparentemente, con toda actividad proateniense.
Quíos se llenó de personas aterrorizadas, desconfiadas
unas de otras y temerosas de los atenienses. En esta situación tan apurada,
solicitaron ayuda a Astíoco, que persistió en su negativa a ayudarles. Pedárito
escribió a Esparta para quejarse, acusando al navarca de conducta impropia,
pera sus esfuerzos no consiguieron nada por el momento. El fuerte ateniense en
Delfino consiguió causar la misma clase de daño a los quiotas que el fuerte
espartano en Decelia a los atenienses, y, de algún modo, incluso más. Los
quiotas poseían un número inusualmente grande de esclavos, a los que trataban
con particular dureza. Muchos de ellos huyeron a la seguridad de Delfino,
dispuestos a ayudar a los atenienses en todo lo que pudieran. Debido a que los
de Atenas continuaban también controlando el mar, los quiotas no pudieron
importar artículos de primera necesidad. En un estado de desesperación,
apelaron a Astíoco, suplicándole «que no consintiera que la ciudad más grande
de Jonia estuviera bloqueada por mar y devastada por incursiones en tierra»
(VIII, 40, 1).
Pero Astíoco aún vacilaba, y por una buena razón:
entre él y los quiotas había ciento una naves atenienses de guerra, setenta y
cuatro en Samos y veintisiete en Quíos. Sin embargo, los aliados se vieron tan
conmovidos por los llamamientos de ayuda de los quiotas, que presionaron para
que Astíoco fuera en su ayuda. Enfrentado con la combinación de esta presión y,
quizá, por el miedo a la crítica, o a algo peor, a Esparta, finalmente claudicó
y aceptó emprender la empresa.
UNA NUEVA ESTRATEGIA ESPARTANA
Antes de que Astíoco pudiera partir, llegaron noticias
de que Antístenes estaba de camino con una flota que transportaba once
«consejeros» (symbouloi) con órdenes
«de participar en la dirección conjunta de los asuntos para que todo fuera lo
mejor posible» (VIII, 39, 2). El líder del grupo era el rico, famoso e
influyente Licas, un campeón olímpico en la modalidad de carrera de carros y un
hombre de considerable experiencia diplomática, el único que podía eclipsar al
navarca. Licas y los demás symbouloi
estaban provistos del poder inusual de destituir a Astíoco, si lo consideraran
conveniente, y reemplazarlo por Antístenes. Sin duda, la carta de queja de
Pedarito había dado origen a esta misión, aunque también podría haber sido
provocada por la simple insatisfacción espartana ante la actuación de Astíoco.
Los symbouloi también tenían
instrucciones de tomar tantos barcos como ellos decidieran, colocarlos bajo el
mando de Clearco, hijo de Ranfias, y enviar esa flota a Farnabazo, en el
Helesponto, en un esfuerzo por cerrar los estrechos a Atenas.
Esto supuso un rápido giro en cuanto a la estrategia,
sin duda influido por el fracaso del primer plan, pero también reflejaba un
cambio político. Habían sido Endio y Alcibíades quienes inicialmente habían
apoyado la decisión de ir a Quíos, pero ahora el éforo había terminado el
tiempo de su cargo, y el renegado ateniense se encontraba al servicio de
Tisafernes. Con Quíos bajo asedio, los atenienses recuperados, las fuerzas
peloponesias incapaces o inertes, y con los acuerdos insatisfactorios y el
inestable apoyo que habían surgido de las negociaciones con Persia, la mayoría
de los espartanos pensaba que había llegado el momento de cambiar las cosas. La
carta de Pedárito fue, en gran parte, un catalizador para el replanteamiento de
la política que estaba aplicándose.
Los barcos de Antístenes tomaron una ruta indirecta
para evitar a la flota ateniense, y desembarcaron en Cauno en la costa
meridional de Asia Menor. Desde allí, solicitaron un convoy de escolta para
conducirlos a Mileto, ahora la principal base peloponesia en Jonia, ya que
esperaban un ataque por parte de los atenienses. Por su parte, Astíoco aparto
de su mente toda idea de navegar hacia Quíos «pensando que nada debía tener
prioridad ante el deber de escoltar a una flota tan grande, porque juntos
podrían dominar el mar, y asegurar la travesía de los espartanos que habían
venido a investigarle» (VIII, 41, 1). Eso significaba el abandono de Quíos y de
las fuerzas espartanas allí destacadas, pero la petición de escolta desde Cauno
le había proporcionado una excusa tan sólida para evitar la expedición de ayuda
a Quíos, que incluso los desesperados aliados tuvieron que aceptar la
situación.
Cuando los atenienses supieron que Antístenes había
llegado a Cauno, enviaron veinte barcos al sur para interceptarlo, frente a los
sesenta y cuatro que Astíoco llevaba con él. Los atenienses no dudaron en
enviar una flota tan pequeña contra una fuerza mucho mayor, dejando sólo
cincuenta y cuatro barcos en Samos para hacer frente a los noventa del enemigo
en Mileto. Los veinte trirremes atenienses que se dirigían al sur tendrían que
navegar frente a Mileto, pero su oficial al mando, Carmino, parecía no temer un
posible ataque espartano.
Cuando Astíoco se dirigió hacia el sur, tan
rápidamente como podía, para proporcionar escolta a Antístenes, la lluvia y la
niebla dispersaron su flota, y en la confusión se encontró de repente con la
flota ateniense. Aunque Carmino también quedó sorprendido —él no sabía nada de
los planes de Astíoco y esperaba encontrar sólo los veintisiete barcos de
Antístenes, y no los sesenta y cuatro del navarca—, decidió atacar. Bajo la
protección de la niebla, los atenienses estaban causando graves problemas al
ala izquierda de la flota de Astíoco, cuando, ante su asombro, la flota
espartana los rodeó. Sin embargo, lograron huir, perdiendo tan sólo seis naves.
Astíoco no los persiguió, sino que se dirigió a Cnido, donde se unió a la
fuerzas de Cauno. Sólo entonces la gran flota combinada navegó hacia Sime para
levantar un trofeo por su victoria sobre los veinte barcos de Carmino.
Los atenienses, sin embargo, no les permitieron
disfrutar de su triunfo durante mucho tiempo. Aunque su flota de Samos, junto
con los barcos de Carmino, sumaba ahora menos de setenta trirremes, frente a
los aproximadamente noventa con los que contaba Astíoco, los atenienses lo
buscaban para vengar su «derrota», aunque inútilmente. Incluso contando con esa
ventaja, Astíoco rehusó luchar. Con la flota peloponesia reunida, los symbouloi llevaron a cabo su
investigación de los cargos presentados contra Astíoco, al que acabaron por
exculpar, confirmándole en su cargo.
El escenario estaba ahora preparado para que los
espartanos presentaran sus quejas a Tisafernes, contando con el prestigioso
Licas como su portavoz. Aunque los oficiales espartanos se habían comportado en
todo momento como si los dos tratados firmados con Persia estuvieran en vigor,
éstos nunca habían sido formalmente ratificados en Esparta, y Licas ahora los
consideraba con desprecio. «Era escandaloso —dijo— que el Rey todavía reclamara
el gobierno de todo el territorio que él y sus antepasados habían gobernado en
el pasado, ya que eso significaría que todas las islas serían de nuevo
esclavizadas por él, así como Tesalia, Lócride y todo el territorio hasta
Beocia; en lugar de libertad, los espartanos traerían a los griegos subyugación
al Imperio persa.» A menos que el acuerdo fuera mejorado, advirtió, «los
espartanos no continuarían de su parte, ni él solicitaría apoyo bajo tales
términos» (VIII, 43, 3-4).
Es difícil atribuir el airado tono de Licas únicamente
a un ultrajado amor por la libertad griega, ya que él pronto tomaría parte en
la negociación de un tercer tratado que concedía a Persia las ciudades griegas
de Asia, para anunciar más tarde a los infelices milesios que ellos «y todas
las otras ciudades en la tierra del Rey deberían someterse, dentro de unos
términos razonables» (VIII, 84, 5). Quizá pensaba que los primeros negociadores
habían sido intimidados o demasiado flexibles, y que una posición más dura
proporcionaría mejores resultados, incluyendo un lenguaje menos embarazoso para
«los libertadores de Grecia» acerca de la posición en la que iban a quedar las
ciudades griegas, así como términos más claros y mejores en cuanto al apoyo
financiero. Si esperaba eso, quedó finalmente decepcionado, ya que Tisafernes
simplemente abandonó airado la reunión. Era consciente de que los espartanos lo
necesitaban a él más que él a ellos, y desde luego podía permitirse esperar
hasta que los lacedemonios entendieran eso.
Otra explicación para el comportamiento de Licas puede
ser encontrada en las cartas que traía de Esparta, las cuales instruían a los
oficiales a desplazar el escenario de la guerra desde Jonia al Helesponto, de
la satrapía de Tisafernes a la de Farnabazo, el cual podía ser un socio más
agradable. Quizá Licas deseaba que Farnabazo tuviera conocimiento del curso de
sus discusiones con Tisafernes, un hecho que podía servir como aviso útil al
sátrapa cuando los espartanos entraran en un nuevo teatro de operaciones.
REBELIÓN EN RODAS
Sin embargo, una oportunidad inesperada retrasó la
partida hacia el norte. Hasta Cnido llegó un grupo de oligarcas procedentes de
Rodas con el objeto de persuadir a los líderes espartanos para que apoyaran una
rebelión de las ciudades democráticas contra Atenas, a fin de que instalaran
oligarquías, y desviasen los ricos recursos y abundante potencial humano de la
isla en favor del bando peloponesio.
Los espartanos aceptaron rápidamente, confiando en que
esta afluencia potencial de riqueza y hombres les capacitara para sostener su
flota sin tener que volver a solicitar dinero de Tisafernes. Con noventa y
cuatro barcos, navegaron hacia Camiro, en la costa occidental de la isla,
tomando la ciudad por sorpresa. Junto con Lindo y Yaliso, Rodas se pasó a los
peloponesios en enero del 411.
Fue entonces cuando el fracaso ateniense de capturar
Mileto pasó su factura, ya que cuando los atenienses alcanzaron Rodas desde
Samos, era demasiado tarde para evitar la rebelión. Frínico había afirmado que
los atenienses serían capaces de «combatir más adelante (…) habiéndose
preparado adecuadamente y con tiempo» (VIII, 27, 2), pero los acontecimientos
en Rodas demostraron lo equivocado que estaba. Los setenta y cinco trirremes
atenienses permanecieron frente a la costa de la isla, retando a los noventa y
cuatro barcos espartanos a que salieran al mar y lucharan, pero los espartanos
rehusaron, varando sus barcos en la costa rodia a mediados de enero, y no
volvieron a colocarlos sobre el agua hasta bien entrada la siguiente primavera.
Sin duda molestos por el alto coste de la decisión de
no haberse enfrentado a la flota peloponesia en Mileto el año anterior, los
atenienses destituyeron a Frínico y a Escirónides, a los que reemplazaron por
León y Diomedonte. Los nuevos generales atacaron inmediatamente Rodas mientras
los barcos peloponesios permanecían varados en la playa, derrotaron a un
ejército rodio, y después partieron hacia Calce, una isla cercana, desde la que
continuaron lanzando incursiones y mantuvieron a los peloponesios bajo
vigilancia.
En ese momento, desde Quíos, Pedárito envió una
petición de ayuda a los estancados espartanos de Rodas. Los trabajos de
fortificación atenienses en Delfino habían sido completados, explicó, y a menos
que toda la flota peloponesia viniera rápidamente, la isla estaría perdida.
Mientras esperaba su llegada, el mismo Pedárito atacó la fortaleza ateniense
con sus mercenarios y los quiotas, y consiguieron capturar unos pocos barcos
varados en la playa, pero los atenienses lanzaron un exitoso contraataque,
consiguiendo matarle durante la acción. Los quiotas «quedaron más bloqueados
incluso de lo que lo estaban antes por tierra y por mar, y se declaró una gran
hambruna allí» (VIII, 56, 1).
Los oficiales espartanos en Rodas no podían ignorar la
petición de Quíos una vez más, y estaban preparados para acudir a su rescate, a
pesar de la existencia de otra petición de ayuda de gran urgencia. Una rebelión
había estallado en Eubea, alentada por la captura beocia de Oropo, justo al
otro lado del estrecho, y los rebeldes habían solicitado la ayuda de la flota
peloponesia. Ninguna revuelta podía ser más amenazadora para los atenienses, a
pesar de lo cual la armada peloponesia de Rodas ignoró la llamada de ayuda de
Eubea y partió para Quíos en marzo. Durante su avance, vieron a la flota
ateniense que se desplazaba desde Calce hacia el norte, pero los barcos de
Atenas no estaban interesados en luchar en ese momento y continuaron hacia
Samos. Sin embargo, incluso la simple visión de la flota ateniense en el
horizonte bastó para enviar a los espartanos de vuelta a Mileto, «viendo que ya
no era posible para ellos facilitar la ayuda a Quíos sin una batalla naval»
(VIII, 60, 3).
LA IMPORTANCIA DE EUBEA
Las acciones de ambos lados en este asunto requieren
una explicación. Los espartanos, después de haber varado sus barcos en Rodas
durante todo el invierno por miedo a la flota ateniense, navegaban ahora al
norte para dirigirse a Quíos. Sin embargo, al primer golpe de vista del
enemigo, los espartanos buscaron refugio en puerto. Por otra parte, los
atenienses habían ido a Calce específicamente para sorprender a los espartanos
en el mar y forzarles a una batalla. Aun así, cuando la oportunidad se
presentó, la dejaron pasar.
La explicación a este comportamiento está en la
importancia de Eubea para cada bando. Eubea era vital para Atenas; cuando toda
la isla entró en rebelión a finales de año «cundió el pánico entre los
atenienses. Porque ni el desastre de Sicilia, aunque pareció grande en su
tiempo, ni otro acontecimiento alguno les había aterrorizado antes así» (VIII,
96, 1). Debido a que Eubea «era de más valor para ellos que el Ática» (VIII,
96, 2), el primer impulso de los oficiales de la marina ateniense en el Egeo
debió de haber sido navegar de inmediato hacia la isla para defenderla, incluso
aunque esta acción dejara libre a la gran flota espartana en Rodas para
promover nuevas rebeliones, rescatar Quíos, amenazar Samos y Lesbos, y avanzar
hacia el Helesponto y la vital línea de suministro ateniense. En lugar de obrar
así, navegaron hacia Samos, desde donde serían capaces de moverse con rapidez
hacia Eubea o interceptar a la flota espartana. El motivo de que ellos no
buscaran un enfrentamiento con los espartanos cuando avanzaban hacia el norte
radica en el hecho de que su deseo era alcanzar Samos tan rápidamente como
fuera posible, por si eran reclamados hacia Eubea de inmediato.
Por su parte, los espartanos, que habían sido
informados acerca de Oropo y la rebelión de Eubea, confiaban en que los
atenienses navegaran hacia allí de inmediato, dejando libre la ruta del norte
y, por consiguiente, posibilitando la liberación de Quíos. Pero cuando vieron
la flota ateniense de camino, abandonaron la idea de socorrer Quíos y
decidieron no arriesgarse, regresando a su base principal en Mileto, ya que esa
ruta había quedado libre para ellos.
Mientras tanto, los acontecimientos desarrollados en
el Egeo habían hecho cambiar la valoración de la situación por parte de
Tisafernes. Se había apartado de Esparta porque parecía ser la más fuerte de
las dos potencias, y su estrategia había sido el desgaste de ambos bandos. El
duro lenguaje de Licas también podía haber provocado que los atenienses
aparecieran como una alternativa atractiva para el sátrapa, pero los
acontecimientos del invierno habían probado que sus cálculos estaban
equivocados: los atenienses, aunque menores en número, controlaban el mar de
nuevo, y la flota espartana estaba claramente temerosa de luchar. Tisafernes ya
no parecía preocupado por una victoria espartana, pero sí por lo que su
desesperación podía llevarles a hacer. El dinero que los espartanos habían
recogido en Rodas sería insuficiente para mantener a las tripulaciones de los
barcos espartanos durante un mes, y mucho menos para los ochenta días que ya
llevaban allí. Cuando sus fondos se agotaran, a Tisafernes le preocupaba que
los espartanos «se vieran obligados a aceptar una batalla naval y perdieran, o
que sus barcos se vaciaran por deserción y que los atenienses alcanzaran sus
objetivos sin su ayuda; pero más allá de eso, lo que más temía era que
devastaran el territorio en busca de sustento» (VIII, 57, 1). A él le
interesaba que la flota espartana permaneciera bajo su control en Mileto, donde
podían defender ese importante puerto estratégico de un ataque ateniense y
donde él podía supervisar sus actividades.
UN NUEVO TRATADO CON PERSIA
Los espartanos estaban impacientes por llegar a una
reconciliación. Las conversaciones persas con los atenienses habían aumentado
alarmantemente, el dinero empezaba a escasear, y los acontecimientos del invierno
demostraban que cualquier oportunidad que ellos hubieran tenido de batir a los
atenienses en el mar dependía de una mayor asistencia de los persas. Los
líderes espartanos, por consiguiente, negociaron un nuevo tratado con
Tisafernes en Cauno durante el mes de febrero. Al igual que los acuerdos
anteriores, contenía una cláusula de no-agresión y una referencia al apoyo
financiero persa, así como un compromiso de continuar la guerra y hacer la paz
en común, si bien las diferencias en esta versión más reciente eran cruciales.
Iba a ser un tratado formal que requeriría la ratificación de ambos gobiernos.
El rey Darío en persona sin duda se mostró muy complacido con la primera
cláusula, que decía: «Todo el territorio del Rey que está en Asia pertenecerá al
Rey, y acerca de su propio territorio el Rey puede decidir lo que él quiera»
(VIII, 58, 2). A pesar de toda la magnificencia de esta afirmación, se
abandonaba toda referencia a las tierras no asiáticas incluidas en acuerdos
anteriores, una concesión a las quejas expuestas por Licas. No podía haber
duda, sin embargo, acerca de la afirmación de Darío de su dominio indiscutido
de Asia.
Uno de los elementos más importantes que distingue
este acuerdo de los anteriores es su referencia al uso de los «barcos del rey»
(VIII, 58, 5). En las versiones anteriores, se asumía que los espartanos y sus
aliados serían los que lucharían, mientras que el Gran Rey tendría tan sólo
obligaciones financieras. En el nuevo acuerdo, sin embargo, es la marina de
Darío la que asume la carga de las expectativas para conseguir un éxito
militar. Sus representantes ahora se mostraban de acuerdo sólo en mantener las
fuerzas peloponesias hasta que llegaran los barcos del Gran Rey; tras lo cual
esas fuerzas podían quedarse a sus propias expensas, o recibir dinero de
Tisafernes, no como una concesión, sino como un préstamo que debería ser
devuelto al final del conflicto, quedando claro que esa guerra iba a ser
sufragada por ambas partes en común.
El saldo de los enfrentamientos en combate entre los
barcos griegos y los persas era poco alentador para estos últimos, que, de
hecho, nunca habían puesto en juego una flota propia. Sin embargo, cualesquiera
que fueran sus capacidades, la firme promesa de un refuerzo como ése fue el
factor más importante para persuadir a Licas, tanto como a otros lideres
espartanos, de que diera su consentimiento a un acuerdo que no era
sustancialmente mejor que aquel que él había denunciado con tanta vehemencia.
Incluso la renuncia persa a sus reclamaciones de
territorios fuera de Asia podía considerarse de poca importancia práctica, ya
que ese objetivo nunca fue perseguido seriamente. Sin embargo, ahora los
espartanos abandonaban formalmente a los griegos de Asia y su propio papel como
liberadores; una concesión profundamente embarazosa en el nuevo tratado. Nunca
hubieran aceptado semejante condición, a menos que el fracaso de las campañas
emprendidas desde que había tenido lugar el desastre siciliano les hubiera
convencido de que no podían ganar la guerra de ninguna otra manera.
LOS ESPARTANOS EN EL HELESPONTO
Aunque ninguna flota persa llegara a aparecer, el
dinero persa reactivó la iniciativa espartana, y las noticias de la
reconciliación parecieron ganar el apoyo de algunos griegos de Asia Menor.
Convencidos de que los espartanos no podían retar a Atenas en el mar, iban a
tomar el único camino viable: enviarían un ejército bajo el mando del general
Dercílidas por tierra hacia el Helesponto. Su primer objetivo fue la colonia
milesia de Abido, en el lado asiático, pero una vez alcanzados los estrechos,
confiaban en provocar rebeliones en toda la región y amenazar con cortar el
comercio y el suministro de alimento de Atenas. Por último, la presencia de un
ejército peloponesio en el Helesponto forzaría a los atenienses a traer su
flota al norte desde el Egeo, dejando al resto del Imperio abierto a la
revuelta.
Dercílidas alcanzó el Helesponto en mayo del 411, y
rápidamente incitó levantamientos en Abido y en la cercana Lámpsaco (Véase mapa[47a]).
El general ateniense Estrombíquides tomó veinticuatro barcos, algunos de los
cuales eran transportes de hoplitas, y recuperó Lámpsaco pero fue incapaz de
hacerse con Abido. En Sesto, en el lado europeo, estableció «una fortaleza y un
puesto de vigilancia que dominaba todo el Helesponto» (VIII, 62, 3), aunque no
pudo desalojar a los espartanos de su punto de apoyo en esa vital ruta
marítima.
La nueva estrategia espartana pronto tuvo un efecto en
el teatro de guerra del Egeo. Algún tiempo antes, los espartanos habían enviado
a Leon, un oficial del ejército, para que reemplazara a Pedarito como
gobernador de Quíos. Con doce barcos procedentes de Mileto se había unido a
veinticuatro trirremes quiotas para formar una flota de treinta y seis
embarcaciones. Frente a ella, los atenienses habían enviado treinta y dos
barcos, pero algunos de ellos eran simples transportes de tropas, inútiles en
una batalla naval. Aunque las fuerzas peloponesias se impusieron al principio,
fueron incapaces de conseguir una victoria decisiva antes de que llegara la
oscuridad. El bloqueo continuó, pero los peloponesios y sus aliados se habían
demostrado por fin que podían hacer mucho más que mantenerse en una batalla
naval.
Estrombíquides fue forzado entonces a llevar la mejor
parte de la flota ateniense al Helesponto, dejando detrás tan sólo ocho barcos
para vigilar el mar alrededor de Quíos. Esto dio a Astíoco el coraje para
dirigir sus barcos, pasando cerca de Samos, hacia Quíos. Desde allí, con más de
cien barcos de guerra —procedentes tanto de Quíos como de Mileto— se dirigió a
Samos e invitó a los atenienses a luchar por el dominio del mar. Su renovado
coraje se encontró con una aparente renuencia por parte del enemigo, ya que los
atenienses rehusaron el enfrentamiento. Tucídides explica que no salieron contra
Astíoco porque «sospechaban unos de otros» (VIII, 63, 2), refiriéndose a un
conflicto interno que recientemente había estallado en Atenas, dividiendo a sus
ciudadanos en facciones hostiles y poniendo la supervivencia de la ciudad en
serio peligro. Repentinamente la situación se había invertido: Atenas había
perdido el control del mar, así como la iniciativa en la guerra, y estaba
desgarrada por un conflicto civil.
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