Al final, la victoria espartana no proporcionó la
libertad para los territorios antes sometidos por Atenas, ya que Lisandro
mantuvo el control de muchas ciudades griegas de Asia Menor, y los persas
recobraron otras muchas. Los espartanos reemplazaron el imperio naval ateniense
por el suyo propio, imponiendo oligarquías muy cerradas y guarniciones
espartanas y gobernadores en las «ciudades liberadas», así como el pago de
tributos.
En la propia Atenas, los espartanos impusieron un
gobierno títere de oligarcas cuya brutalidad pronto les hizo dignos del nombre
de «los Treinta Tiranos». El nuevo régimen comenzó un reino de terror, que
consistió en una extensa confiscación de la propiedad y en el asesinato
judicial, primero dirigido contra líderes de la democracia, luego contra ricos
para obtener beneficio y finalmente contra los moderados, incluidos aquellos de
sus propias filas que protestaron contra esas atrocidades. Cuando la hostilidad
y la resistencia crecieron, los Treinta tuvieron que solicitar la presencia de
una guarnición de tropas espartanas para que les protegieran de sus
conciudadanos.
Después de haber tomado el control de lo que había
sido el Imperio ateniense, los espartanos dominaron desde ese momento el mundo
griego, suprimiendo la democracia allí donde la encontraban, a la que
reemplazaron por gobiernos oligárquicos satélites en todas partes. En una Atenas
que se había convertido en un territorio ocupado, en el que incluso la simple
sospecha de tener simpatías hacia la democracia podía conducir a la muerte, los
atenienses encontraron en Trasibulo, hijo de Lico, un líder para hacer frente a
la situación. Como no aceptaba vivir bajo el gobierno de los Treinta, Trasibulo
huyó a Tebas, antes hostil a Atenas, pero en ese momento enfrentada a Esparta.
Hacia allí_escaparon dirigentes demócratas atenienses y patriotas que se
reunieron con Trasibulo y organizaron un pequeño ejército, que se estableció en
un fuerte en las montañas, en la frontera norte de Atenas. Cuando las fuerzas
de los Treinta intentaron acabar con los rebeldes, más atenienses se animaron a
huir y a unirse a la resistencia. Al final, Trasibulo contó con las suficientes
fuerzas como para avanzar y capturar el Pireo y enfrentarse con un ejército
espartano hasta quedar en tablas. Los espartanos decidieron abandonar Atenas y,
así, en el 403, Trasibulo y sus hombres restauraron la plena democracia.
Atenas era libre y democrática de nuevo, pero el
peligro no había pasado. Encolerizados por los ultrajes cometidos por los
Treinta, muchos ciudadanos atenienses querían buscar y castigar a los culpables
de semejantes excesos y también a todos aquellos que habían colaborado con
ellos, un proceso que incluiría numerosos juicios, ejecuciones y destierros.
Sobre Atenas se cernía el peligro de verse desgarrada por la lucha entre
facciones políticas y por la guerra civil que ya había destruido la democracia
en tantos otros Estados griegos. Sin embargo, Trasibulo se unió a otros
moderados para decretar una amnistía que protegiera a la mayoría de los que
podían ser objeto de venganza, excepto a unos pocos de los que habían cometido
los actos más criminales. La democracia restaurada en Atenas se mantuvo firme
en una política de moderación y autocontrol, exhibiendo un comportamiento que
más tarde ganó las alabanzas del propio Aristóteles: «La reacción [de los
demócratas atenienses] ante sus pasadas desgracias, tanto privadas como
públicas, parece haber sido la mejor y la de mayor habilidad política que
cualquier pueblo haya demostrado nunca». No sólo decretaron y sostuvieron la
amnistía, sino que utilizaron fondos públicos para devolver a los espartanos la
suma que los Treinta les habían pedido prestada para combatir a los demócratas.
«Porque pensaban que ése era el único camino para comenzar la restauración de
la armonía. En otras ciudades, cuando los demócratas llegaban al poder, no se
pensó en gastar el dinero propio; muy al contrario, ellos tomaban y se
repartían las tierras de sus oponentes» (Constitución
de los atenienses, 40, 2-3). La moderación de los demócratas del 403 se vio
recompensada por una reconciliación absoluta de las clases y de las facciones
políticas que permitió a la democracia ateniense florecer sin tener que
enfrentarse a una guerra civil o a un golpe de Estado, casi hasta el final del
siglo IV.
Curiosamente, la derrota que había amenazado con
aniquilar a Atenas y a su gente, con destruir su Constitución democrática y
comprometer su capacidad para dominar a otros o, incluso, para conducir una
política exterior independiente, fracasó en conseguir cualquiera de esos
objetivos durante mucho tiempo. En un año, más o menos, los atenienses habían
conseguido instalar plenamente su democracia de nuevo. En una década, habían
recobrado su flota, sus murallas y su independencia, e incluso en ese momento
Atenas ya era considerada un miembro principal en una coalición de Estados
dedicados a prevenir que Esparta interfiriera en los asuntos del resto de
Grecia. En un cuarto de siglo, habían vuelto a ganarse a muchos de sus antiguos
aliados y restaurado su poder, hasta el punto que es posible hablar de un
«segundo Imperio ateniense».
Es cierto que los espartanos se habían convertido en
la fuerza dominante en Grecia, pero su victoria no trajo estabilidad y sí
muchos problemas. En pocos años, fueron obligados a abandonar su Imperio y los
tributos, aunque no antes de que una cantidad suficiente de dinero hubiera
circulado por Esparta, socavando su tradicional disciplina e instituciones.
Pronto los espartiatas tuvieron que hacer frente a conspiraciones internas que
amenazaron su Constitución y su misma supervivencia. En el exterior, tuvieron
que hacer frente a una gran guerra contra una coalición de antiguos aliados y
enemigos que los mantuvieron en jaque dentro del propio Peloponeso, creando una
situación crítica de la que sólo pudieron salir gracias a la intervención de
Persia. Durante cierto tiempo, mantuvieron su hegemonía sobre el resto de los
griegos, pero sólo mientras el rey persa quiso que eso ocurriera. Tres décadas
después de su gran victoria, los espartanos fueron derrotados por los tebanos
en una gran batalla terrestre, y su poder fue destruido para siempre.
El coste de la larga y brutal guerra del Peloponeso
fue enorme. La pérdida de vidas humanas no tenía precedentes y, en algunos
lugares, sólo puede describirse como demoledora. Toda la población masculina de
Melos y Escione fue aniquilada, mientras que Platea perdió a gran parte de sus
hombres. Una década después de que la guerra hubiera terminado, el número de
varones adultos atenienses ascendía a la mitad de los que había al comienzo del
conflicto. Los atenienses tuvieron más bajas que otros Estados, ya que sólo ellos
sufrieron la peste que mató, quizás, a un tercio de su población, aunque no
podemos olvidarnos de las devastaciones de los campos, la interrupción del
comercio que trajo hambruna, malnutrición y enfermedades, que también afectaron
a otros Estados. Los atenienses arruinaron los cultivos de Megara e
interrumpieron su comercio durante muchos años, dejando a los megareo tan
diezmados y empobrecidos que se vieron obligados a incrementar su dependencia
de la mano de obra esclava para recuperar la prosperidad de la ciudad. Los
corintios habían sido capaces de enviar unos cinco mil hoplitas para
enfrentarse a los persas en la batalla de Platea (479), pero sólo pudieron
reunir unos tres mil —seguramente toda su fuerza— en Nemea para defender su
propio territorio en el 394. La pobreza originada por la restricción del
comercio durante la guerra desposeyó a muchos hombres de la fortuna mínima para
servir como hoplitas, aunque este simple dato no puede explicar cifras tan
mermadas. Si sólo la mitad del crecimiento puede considerarse como el resultado
de una población en regresión, esto indicaría una disminución del número de
varones adultos de un veinte por ciento en menos de un siglo. Las privaciones
de la guerra, directas o indirectas, pasarían una factura parecida en vidas
humanas a lo largo del mundo griego, desde Sicilia al Bósforo.
El daño económico, incluso cuando no provocó pérdida
de vidas, fue grave en muchos lugares. La pérdida de su Imperio puso fin a la
fuente de la gran riqueza pública de Atenas, con sus extraordinarios programas
de construcción del siglo V. La depredación sobre la agricultura requirió de
muchos años para su recuperación. No sólo Megara, sino las islas del Egeo
fueron sometidas a frecuentes incursiones. Corinto, Megara y Sición, los Estados
del istmo para los que el comercio era vital, fueron apartados del comercio con
el Egeo por casi tres décadas, y durante la mayor parte de ese período su
comercio con el oeste fue severamente restringido. En muchas partes de Grecia,
especialmente en el Peloponeso, la pobreza fue tan severa que muchos hombres se
vieron obligados a ofrecerse como mercenarios, a menudo en ejércitos
extranjeros.
Dentro de las ciudades, los peligros y las asperezas
de la guerra contribuyeron a exacerbar el conflicto entre las facciones
existentes. Tucídides, Jenofonte, Diodoro y Plutarco hablan de las frecuentes
guerras civiles, cuyos horrores se convirtieron en algo habitual, cuando
violentos y despiadados conflictos estallaron por doquier entre demócratas y
oligarcas. La ira, la frustración y el deseo de venganza se incrementaron a
medida que la guerra se alargaba, y dieron paso a una progresión de atrocidades
sin precedentes o no conocidas del todo antes de esa época.
Incluso los poderosos lazos familiares y los más
sagrados preceptos religiosos sucumbieron a la presión de esta larga guerra.
Sus terribles efectos alentaron la puesta en duda de los valores tradicionales
en los que se basaba la sociedad griega clásica y, al final, provocaron una
división de la sociedad. Algunos reaccionaron rechazando toda clase de fe en
favor de una racionalidad escéptica o, incluso, cínica, mientras que otros
intentaban regresar a una piedad más arcaica y menos racional.
La derrota de Atenas en la guerra supuso también un
golpe para las perspectivas democráticas de otras ciudades griegas. La
influencia de los sistemas políticos en poblaciones exteriores está
estrechamente conectada con su éxito en la guerra. La constitución democrática
de una Atenas poderosa y victoriosa actuó como un imán y un modelo para otros,
incluso en el propio Peloponeso. La derrota de Atenas en la guerra contra
Esparta fue tomada como una prueba del carácter inadecuado de sus sistemas
políticos; los fracasos atenienses fueron entendidos como equivocaciones del
régimen democrático; los errores y los infortunios corrientes fueron juzgados
como consecuencias peculiares de la democracia. La victoria espartana sobre la
coalición democrática en Mantinea (418) fue el punto de inflexión en el
desarrollo político de Grecia hacia la oligarquía más que a la democracia, y la
derrota final de Atenas reforzó esa tendencia.
A pesar de su resultado aparentemente decisivo, la
guerra no estableció un equilibrio de poder que reemplazara la inestabilidad
que había caracterizado el final de las Guerras Médicas. No creó un nuevo orden
que trajera una paz general durante una o más generaciones. Por el contrario,
la victoria de Esparta sobre Atenas trajo sólo un predominio temporal de la
influencia espartana que iba más allá de sus capacidades. A los espartanos les
faltaban los recursos humanos, materiales y políticos para conservar el Imperio
que habían ganado, o incluso para controlar durante mucho tiempo los
acontecimientos que pudieran ocurrir fuera del Peloponeso. Sus intentos de
conseguirlo sólo trajeron división y debilidad a su propio Estado y al resto de
Grecia.
El acuerdo del 404 no fue, finalmente, ni una «paz
púnica» que destruyera el poder ateniense con carácter permanente, ni un
acuerdo moderado y negociado cuyo propósito fuera apaciguar enconados
sentimientos. Aún más, Atenas tenía una fortaleza real y potencial más grande
de lo que parecía en el momento de su derrota, por lo que era cuestión de
tiempo que su poder se reafirmara. Tan pronto como se vieron libres, los
atenienses empezaron a planear la recuperación de su Imperio, de su poder y de
su gloria, así como la resistencia a la hegemonía espartana sobre otros Estados
griegos. En el 404, Atenas fue desarmada pero no apaciguada, y para mantenerla
desarmada se requeriría un grado de fuerza, compromiso, cooperación y unidad de
propósito que no poseían las potencias victoriosas. La ambición tebana había
ido creciendo hasta el punto de pedir la paridad con los Estados líderes y, más
tarde, la hegemonía. Los vanos intentos de Esparta por dominar Grecia
provocaron una debilidad que pronto puso fin a la dominación de los griegos y
los sometió al control de extranjeros, primero a las intervenciones de Persia,
y después a su conquista por Macedonia.
Es legítimo e instructivo pensar en lo que llamamos Guerra del
Peloponeso como «la gran guerra entre Atenas y Esparta», según la ha denominado
un estudioso, porque, al igual que la guerra europea de 1914-1918 —a la que el
título de «la Gran Guerra» fue aplicado por una generación que sólo conoció una—
fue un acontecimiento trágico, un punto de inflexión en la historia, el final
de una era de progreso, prosperidad, confianza y esperanza, y el comienzo de un
período de mayor oscuridad.
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