PARTE
VII
LA CAÍDA DE ATENAS
Después de sus desastrosas pérdidas en Sicilia, el
conflicto civil que hizo estragos en Atenas en el año 411 debería haber sido el
golpe de gracia y, por lo tanto, debería haber conducido a su derrota
definitiva en la guerra; sin embargo, con una notable resistencia, la
restaurada democracia ateniense continuó en la lucha durante siete años más.
Incluso cuando sus enemigos consiguieron el apoyo del Imperio persa, los
atenienses fueron capaces de recuperar el control sobre el mar y hacer que los
espartanos pidieran la paz una vez más. La democracia restaurada se benefició
de las victorias ganadas por los Cinco Mil, se ocupó de los problemas prácticos
de la ciudad y fue capaz de inspirar de nuevo las poderosas lealtades y el
ímpetu popular que, anteriormente, habían llevado a Atenas a la grandeza.
Capítulo 33
La restauración (410-409)
Tras la batalla de Cícico, los peloponesios habían
perdido entre ciento treinta y cinco y ciento cincuenta y cinco trirremes en
unos pocos meses. Atenas controlaba el mar en todas partes, así como el acceso
a los vitales suministros de alimento desde las tierras del mar Negro. Ni el
dinero persa ni el fuerte en Decelia parecían asegurar la victoria del enemigo,
y ninguna otra estrategia parecía aplicable en ese momento. Aún más, los
atenienses habían tomado suficientes prisioneros como para hacer que el enemigo
—al igual que había ocurrido en el 425— estuviera deseando una paz que los
devolviera a casa.
LA OFERTA DE PAZ DE ESPARTA
Los espartanos, por consiguiente, transgrediendo su
tratado con Persia, pidieron la paz. Endio, que encabezaba las negociaciones y
que era un hombre muy cercano a Alcibíades, se encargó de exponer la propuesta
espartana: «Nosotros deseamos la paz con vosotros, hombres de Atenas, y que
cada parte mantenga las ciudades que controla en este momento, pero que
abandone las guarniciones que mantenga en el territorio del otro, y que
intercambie los prisioneros, un ateniense a cambio de un laconio» (Diodoro,
XIII, 52, 3).
El cese de la guerra, la devolución de Pilos por
Decelea y un intercambio de prisioneros hubieran sido términos perfectamente
aceptables para los atenienses, pero mantener el statu quo en el imperio era un asunto completamente diferente. Los
espartanos conservaban todavía el control de Rodas, Mileto, Éfeso, Quíos, Tasos
y Eubea en el Egeo; un cierto número de lugares en la costa tracia; Abido en el
Helesponto, y Bizancio y Calcedonia en ambos lados del Bósforo. La opinión más
seguida era la de que «los más razonables entre los atenienses» favorecían la
aceptación de estos términos, pero la Asamblea los rechazó, engañada por
«expertos belicistas que acumulaba beneficios privados gracias a los problemas
públicos» (Diodoro, XIII, 53).
De acuerdo con esta interpretación, los atenienses
rechazaron la paz debido a que habían permitido temerariamente que lideres
populares imprudentes tuvieran influencia, y de entre ellos el más destacado
fue Cleofonte, «el demagogo mayor de ese período» (Diodoro XIII, 53, 2). Este
personaje fue, por una parte, el blanco favorito de los ataques satíricos que
llevaron cabo los poetas cómicos y, por otra, objeto de desprecio y de odio por
parte de escritores más serios. Los comediógrafos lo despreciaban por ser un
fabricante de liras (al igual que denigraban a Cleón por ser un curtidor, a
Lisicles por ser un comerciante de ganado, a Éucrates por comerciar con lino y
a Hipérbolo por dedicarse a fabricar lámparas), un humilde artesano sin
conexiones familiares de importancia. De su madre se rumoreaba que era bárbara,
y de él mismo se decía que era un codicioso extranjero. Escritores más serios
lo describen como un borracho, un asesino y un completo insensato en lo
relativo a su comportamiento público. Pero, aunque su estilo puede haber sido
vehemente e indecoroso, este retrato está cargado de prejuicios y es muy poco
acertado. Cleofonte era ateniense, y su padre había servido como general en 428-427.
Es posible que incluso él hubiera sido general y un miembro del cuerpo de
oficiales de finanzas conocido como poristai.
Después de su muerte, un conocido orador observó, sin faltar a la verdad, que
Cleofonte «había dirigido todos los asuntos del Estado durante muchos años»
(Lisias, XIX, 48). Al parecer, era propietario de un taller o una fábrica, lo
que le permitió ocupar una posición económica desahogada, como su padre.
Ya que la propuesta de paz fue presentada durante la
Constitución de los Cinco Mil, Cleofonte debió de ser un hombre de estatus
hoplítico, al menos, aunque probablemente más alto, lo que le capacitaba para
tomar parte en los debates. En contra de la crítica de que sólo actuaba por
motivos de interés particular, está el hecho de que no haya referencia alguna
de que fuera acusado de desfalco o corrupción, en una época en que eran muy
corrientes tales acusaciones contra los políticos; también hay pruebas de que
murió como un hombre pobre.
Cleofonte mantuvo una opinión optimista acerca de las
perspectivas que Atenas tenía en la guerra, y defendió el seguir luchando hasta
que se hubiera conseguido una victoria total. Sin duda era un personaje muy
persuasivo, si bien muchos otros atenienses, comprensiblemente impresionados
por el magnífico triunfo de Cícico que atribuyeron con entusiasmo a Alcibíades,
creyeron sinceramente que bajo su liderazgo «recuperarían rápidamente su
imperio» (Diodoro, XIII, 53, 4). Pero existían otras razones legítimas para
rechazar la oferta espartana, más allá de las derivadas meramente de un
deleitarse en la victoria o en un optimismo sobre las perspectivas de futuro:
si la paz fracasaba, como había ocurrido después del 421, los atenienses
estarían en un peligro mucho mayor que en aquella ocasión.
Por el momento, la victoria ateniense en Cícico había
destruido la flota espartana, pero también había dejado los estrechos libres a
la navegación de los barcos mercantes que traían los alimentos necesarios para
Atenas desde el mar Negro.
Sin embargo, existía la posibilidad de que Farnabazo
pudiera construir una nueva flota para los peloponesios, y quizás incluso una
más grande que la anterior. Además, desde Bizancio y Calcedonia, el enemigo
podía cerrar la ruta del grano y amenazar a Atenas con el hambre. Los
atenienses estaban, también, escasos de fondos, con muchas de las rentas del
Imperio en manos espartanas, con lo que el enemigo podía ofrecer mejor paga por
los servicios de remeros experimentados procedentes del Imperio. Atenas estaría
en una difícil posición para mantener y manejar una flota que tendría que ser
enviada al Helesponto para intentar derrotar de nuevo al enemigo. Pero no había
certeza alguna de que pudiera repetirse tal victoria, y, sin embargo, con que
se produjera una sola gran derrota de sus fuerzas, Atenas perdería la guerra.
Por otra parte, una rápida acción podía privar al
enemigo de sus bases a lo largo de la ruta al mar Negro, y asegurar la
navegación por los estrechos. Los atenienses también tendrían, así, una
magnífica oportunidad de recuperar sus territorios perdidos en el Egeo, al
tiempo que rentabilizaban la impresión producida por su victoria en Cícico, lo
que animaría a sus aliados y atemorizaría a sus enemigos. La recuperación tanto
de las ciudades perdidas ante el enemigo como del control del mar, colocaría a
las finanzas atenienses en un nivel semejante al que tenía previamente,
permitiendo así la mejora de la flota, al tiempo que desalentaría la defección
de remeros experimentados.
Los atenienses tenían también motivos para esperar que
la alianza entre Esparta y Persia no durase mucho. Tisafernes había
encolerizado a los espartanos y perdido su confianza. Ataques subsiguientes
sobre las tierras de Farnabazo, sin duda anonadado por el resultado de Cícico,
podían conducir a que el sátrapa persa y el rey abandonaran su implicación en
los asuntos griegos. El Gran Rey, que gobernaba un vasto imperio frecuentemente
agitado por rebeliones, podía decidirse a abandonar la guerra en sus fronteras
occidentales si se enfrentaba a una seria revuelta en otro lugar. Por último,
la oferta espartana de una paz separada con Atenas iba en contra de su tratado
con Persia y podía, por lo tanto, producir una ruptura de las relaciones entre
ambos. A la luz de estas realidades y posibilidades, la decisión de los atenienses
de rechazar la oferta de paz no tiene por qué ser juzgada como algo imprudente,
sino como algo perfectamente comprensible.
LA DEMOCRACIA RESTAURADA
Dos meses después del rechazo de la propuesta de paz,
los Cinco Mil accedieron a la restauración de la plena democracia que Atenas
había practicado antes de la introducción de los proboloi en el 413. La transición fue gradual, pero tuvo que ser,
sin duda, un momento decisivo, cuando los poderes exclusivos de los Cinco Mil
fueron abolidos y los plenos derechos políticos regresaron por entero al cuerpo
de los ciudadanos. Ese momento pudo haber llegado después del rechazo de la
oferta de paz de Esparta. Aunque el triunfo en Cícico puede ser considerado un
factor de unidad, la iniciativa de paz espartana que se derivó de esa victoria
ateniense produjo el enfrentamiento entre facciones. Los moderados debieron de
estar entre «los atenienses más razonables» que coincidían en la necesidad de
aceptarla, aunque la mayoría pensaba claramente de otra forma. El debate sobre
la paz —el único evento importante del que tenemos noticia entre la batalla de
Cícico y la restauración de la democracia— probablemente fue el acontecimiento
que condujo al derrocamiento de los Cinco Mil. Una vez que fue tomada la
decisión de continuar la guerra, fue sencillo para los atenienses concluir que
aquellos que querían la paz no podían ser por más tiempo los hombres a los que
se podía confiar la dirección del Estado para alcanzar una victoria total. El
rechazo a la oferta espartana equivalía, por lo tanto, a una derrota del
gobierno en un voto de confianza.
La controversia que guió a la restauración de los
demócratas también tuvo muchas ventajas. Éstos encontraron un líder inteligente
y eficaz en Cleofonte, mientras Terámenes, el mejor portavoz de los moderados,
estaba de servicio en Crisópolis; el cautivador Alcibíades tampoco estaba en la
ciudad. Básicamente, cualquiera que hablara en favor de la democracia en Atenas
contribuía a mantener, de manera implícita, la moral alta. Esa forma de gobierno
contaba ya con un siglo de antigüedad, además de tener la adhesión de una gran
mayoría, que la contemplaba como su forma de gobierno más tradicional y
natural. La oligarquía, de cualquier clase que fuera, era considerada como una
innovación a la que Atenas había accedido sólo en las horas más oscuras de su
historia, cuando ninguna otra solución parecía posible. Por consiguiente, los
líderes políticos demócratas rápidamente aprovecharon la oportunidad de
regresar al régimen tradicional. En junio del 410, alguien propuso la abolición
de los Cinco Mil y la restauración de la tradicional Constitución democrática,
pero no sabemos quién o qué grupo lo hizo. A comienzos de julio, la vieja
democracia estaba firmemente asentada y aprobando furiosas leyes para defenderse
de sus enemigos.
Las políticas de la recién restaurada democracia
forman un programa consistente, coherente y completo para hacerse cargo de la
dirección de la guerra bajo un régimen completamente democrático y eficaz. La
legislación introducida en 410-409 cubría asuntos de carácter constitucional,
legal, financiero, social y espiritual, y contribuyó a guiar a una ciudad que
se había recuperado de la derrota y de la desesperación y conseguía éxitos
impresionantes.
El primer documento conocido de la democracia
restaurada comienza con la fórmula democrática tradicional: «Decretado por el
Consejo y el Pueblo» (Andócides, Sobre
los misterios, 96). «El Pueblo» hace referencia a la Asamblea, mientras que
«el Consejo» es el antiguo Consejo de los Quinientos, elegido por sorteo de
entre todas las clases de ciudadanos. Después de la experiencia de los consejos
oligárquicos, los demócratas pusieron nuevos límites incluso en el Consejo
democrático, que al parecer perdió ciertos poderes como el de decidir la pena de
muerte o imponer multas por encima de quinientos dracmas sin el consentimiento
de la Asamblea o de los tribunales populares. Otra nueva ley obligaba a que los
miembros del Consejo tuvieran asignados sus asientos por sorteo, en un esfuerzo
por reducir la influencia de las facciones, cuyos integrantes solían sentarse
juntos.
El rápido cambio de los Cuatrocientos a los Cinco Mil
y el regreso a la plena democracia produjo una considerable confusión en cuanto
a las leyes. Ambos regímenes, a pesar de su brevedad, habían nombrado comités
para examinar, cambiar e introducir nuevas leyes, lo que alarmó a los
demócratas, impulsándoles a dar validez cuanto antes a los estatutos
tradicionales. Nombraron un cuerpo de secretarios (anagrapheis) encargados de publicar una versión autorizada de las
leyes de Solón y de la ley de Dracón sobre el homicidio.
Sin embargo, las antiguas normas habían fallado a la
hora de proteger la democracia de la subversión, por lo que los atenienses
decretaron una nueva ley por la que todo aquel que tomara parte en la
destrucción de la democracia o que ejerciera un cargo en un régimen después de
la supresión de la misma sería declarado enemigo de Atenas; tales hombres
serían ejecutados con impunidad, y todas sus posesiones se convertirían en propiedad
pública. El pueblo fue requerido para prestar un juramento de lealtad a esta
ley, que fue inscrita en piedra a la entrada de la cámara del Consejo, y que
permanecería en vigor a lo largo del siglo IV.
En el año 409, los atenienses dieron la ciudadanía y
recompensaron con una corona dorada y otros beneficios a los hombres que habían
matado a Frínico dos años antes. En los años que siguieron, hubo una avalancha
de acusaciones dirigidas contra los anteriores integrantes de los
Cuatrocientos, contra los que habían detentado cargos bajo su régimen y contra
todo el que los hubiera ayudado, si bien la pertenencia a los Cuatrocientos no
era un crimen en sí misma. Las penas derivadas de las condenas en un juicio
incluían exilio, multas y pérdida de los derechos de ciudadanía. Sin duda,
algunas de las acusaciones eran producto de la corrupción y pueden ser
consideradas como poco más que formas de extorsión, lo que originó una fuerte
crítica hacia los demócratas por parte de algunos componentes de los grupos sociales
más elevados. La democracia ateniense, sin embargo, se comportó con un cierto
autocontrol si la comparamos con otros regímenes victoriosos en guerras civiles
en otros Estados, que a menudo condenaban a muerte a los miembros de las
facciones perdedoras o los enviaban al exilio en gran número meramente por
haber pertenecido al grupo que abandonaba el poder. Por otra parte, la
democracia no declaró proscritos a los miembros de los Cuatrocientos, algunos
de los cuales fueron elegidos para los cargos más elevados en el nuevo régimen,
incluso como generales. No fueron promulgados decretos con carácter
retroactivo, y las acciones que fueron emprendidas lo fueron contra individuos
particulares y, siempre, por delitos específicos. Ni ejecuciones generales ni exilios
tuvieron lugar, y las penas parecen haber sido asignadas en proporción a la
gravedad del delito.
Con la restauración de la democracia, llegó la vuelta
al pago por participación en el Consejo o en los jurados, así como por otros
servicios públicos. La guerra había infligido un gran sufrimiento sobre los
pobres y traído pobreza a muchos que antes no habían conocido la necesidad, por
lo que Cleofonte introdujo una nueva subvención pública llamada diobelia, cuyo nombre deriva de que el
receptor recibía dos óbolos (la tercera parte de un dracma) diariamente.
Probablemente se entregaba a ciudadanos necesitados, siempre que hubiera dinero
disponible.
En años posteriores, hubo voces críticas que
denunciaron la diobelia como una
forma de soborno y corrupción, así como un estímulo al innato deseo humano por
conseguir beneficios que comenzaba con pequeñas sumas para ir incrementándose
con el tiempo. Sin embargo, cuando fueron propuestas, tales medidas eran
necesarias y no suponían un coste excesivamente elevado para las arcas de la
ciudad.
Incluso así, los atenienses continuaban en la
necesidad de hacerse con una gran cantidad de dinero para continuar la guerra,
y aunque el tesoro estaba casi vacío, la recuperación del prestigio y poder
atenienses después de Cícico prometía generar nuevos ingresos. Aunque los
Estados sometidos habían estado incumpliendo sus pagos, los atenienses, con su
nueva confianza en sí mismos, restauraron el viejo sistema de tributos en lugar
de la tasa sobre el comercio, esperando recoger de ese modo tanto las rentas
atrasadas como las actuales. La democracia restaurada también tenía la
intención de imponer otro impuesto directo de guerra (eisphorá), que hizo su aparición inicial en el año 428, si bien
parece que sólo fue recaudado en otra ocasión antes de que acabara la guerra.
Los pobres no pagaban estos impuestos, pero muchos griegos, incluyendo a los
atenienses, no eran muy amigos de los impuestos directos, de cualquier tipo que
fueran, hasta el punto de que la nueva democracia ateniense recurrió a ellos
sólo cuando la necesidad era imperiosa.
La reanudación del programa de construcción de la
Acrópolis, que había estado paralizada desde la expedición a Sicilia, también
contribuyó a la carga financiera. Aunque la continuación de la construcción
puede haber sido considerada como una forma de ayuda a los necesitados, el
nuevo programa era realmente muy pequeño si lo comparamos con la serie de
grandes obras emprendidas antes de la guerra, y consistió sólo en un parapeto
para el templo de Atenea Niké, además de las obras de acabado del templo de
Atenea Poliada (el Erecteo, como se conoce hoy en día). No hacían falta muchos
trabajadores, y el período de trabajo para el que se les contrataba era breve.
Inscripciones de los informes relativos al proyecto revelan que sólo veinte de
setenta y un trabajadores eran ciudadanos, mientras que el resto eran esclavos
o residentes extranjeros. No hay motivos para creer que los políticos
demócratas organizaran proyectos de construcción para dar trabajo a los votantes.
Deberíamos imaginar un propósito más amplio: el esfuerzo por revivir el
espíritu de los grandes días de Pericles. La visión de los grandes y nuevos
edificios significaría traer de vuelta la confianza, la esperanza y el coraje a
los hombres que debían obtener la victoria sobre enemigos formidables después
de sufrir terribles desgracias.
El parapeto puede haber sido un monumento a la gran
victoria obtenida en Cícico, mientras que la terminación del Erecteo parece
haber sido fruto de un acto de piedad cívica. Si la era de Pericles había sido
una edad de progreso y de puesta en duda de la tradición, los sufrimientos de
la guerra, la peste y la derrota habían provocado un giro hacia cultos
extranjeros místicos y orgiásticos. Incluso con la racional y científica
escuela hipocrática de medicina en su momento álgido, los atenienses importaron
de Epidauro el culto a Asclepio, el dios representado por una serpiente, que
curaba milagrosamente.
Fue en este ambiente cuando la democracia ateniense
eligió usar valiosos fondos para terminar el templo de Atenea Poliada, la sede
más antigua de la diosa de la ciudad, protectora de la misma Acrópolis. El
recinto del Erecteo también contenía los altares más antiguos de la Acrópolis,
conectados con cultos a la fertilidad y a divinidades terrestres, y cultos de
héroes cuyos orígenes se extendían a la remota Edad del Bronce; tumbas de los
antiguos reyes legendarios; el milagroso olivo de Atenea; la marca del tridente
y las fuentes salinas dejadas por Poseidón; la hendidura en la que se creía que
el dios niño Erectonio guardaba la Acrópolis en forma de serpiente, y tantos
otros.
La culminación de las obras del Erecteo, por
consiguiente, fue tradicional en sus objetivos, tanto como la publicación de
las antiguas leyes de Dracón y Solón. Ambas fueron emprendidas para ganar el
favor de los dioses y para conferir confianza y coraje a los atenienses cuando
tuvieran que enfrentarse a las tareas que les esperaban.
LA REANUDACIÓN DE LA GUERRA
En julio, Agis intentó aprovecharse del reciente
cambio de régimen en Atenas para atacar la ciudad. Sin embargo, los atenienses,
unidos ante el peligro, habían preparado la defensa. La visión del ejército
ateniense ejercitándose fuera de las murallas de la ciudad hizo que Agis se
retirara a Decelia. No obstante, antes de que pudiera retirarse por completo,
las tropas atenienses alcanzaron a algunos enemigos rezagados. El inmediato
éxito en la escaramuza que siguió contribuyó a elevar la confianza en el nuevo
régimen. Durante ese mismo verano, fuerzas antiespartanas se hicieron con el
control en Quíos, mientras que la ciudad de Neápolis, en la costa tracia,
repelió un ataque llevado a cabo por tasios unidos a tropas peloponesias,
manteniéndose leal a Atenas. Los espartanos sufrieron un revés adicional en el
invierno de 410-409, cuando su colonia de Heraclea de Traquinia fue derrotada
por sus vecinos; en el curso del enfrentamiento, perecieron cerca de
setecientos colonos y el propio gobernador espartano. De mayor importancia fue
la entrada de Cartago en una guerra contra Siracusa en el verano del 409. La
invasión cartaginesa obligó a los siracusanos a retirar su flota del Egeo y del
Helesponto, lo que privó a los espartanos de sus aliados navales más capaces,
osados y decididos.
A pesar de estos acontecimientos, el año 410-409 trajo
más pérdidas que ganancias a los atenienses. En el verano del 411-410, antes de
la restauración democrática, una nueva guerra civil en Corcira sacó a esta isla
de la gran guerra, un auténtico golpe para Atenas. Una pérdida mucho más seria
fue la captura espartana del fuerte ateniense en Pilos, que liberó a Esparta de
una gran incomodidad y privó a Atenas de una valiosa baza que utilizar en
futuras negociaciones. El verano siguiente, Atenas también perdió Nisea a manos
de los megareos, aunque se demostró claramente que el teatro decisivo de las
operaciones militares estaba en el mar, en el Egeo y en los estrechos, donde
los atenienses sufrieron serios reveses también. Una flota espartana bajo el
nuevo almirante Cratesipidas consiguió recuperar Quíos para los peloponesios,
si bien un problema mucho más serio fue el fracaso ateniense en explotar la
gran victoria de Cícico en los estrechos. A pesar de haber sido una victoria
impresionante, dejó en manos del enemigo ciudades como Sesto, Bizancio y
Calcedonia. Debido a que Famabazo había entregado a los espartanos dinero
después de la batalla para financiar la construcción de otra flota tan grande
como la que había sido destruida, los atenienses estaban obligados a luchar
para obtener la supremacía en el Helesponto, a menos que pudieran evitar que el
enemigo se hiciera con los puertos más estratégicos. Si querían realmente
recuperar las ciudades rebeldes y las rentas que proveían, necesitaban moverse
en el Egeo con rapidez. Sin embargo, desde diciembre del 411 a abril o mayo del
409 Trásilo, el general que había regresado para conseguir refuerzos,
permaneció en Atenas, y entre la primavera del 410 y el invierno del 409-408
los generales atenienses en el Helesponto no emprendieron ninguna campaña
significativa.
Realmente los atenienses tenían buenos motivos para
esperar hasta el 409 para enviar una nueva fuerza al Helesponto. El despliegue
de fuerzas navales que, finalmente, partió incluía cincuenta trirremes, cinco
mil de sus remeros equipados como peltastas e infantería ligera; mil hoplitas y
cien jinetes, sumando once mil hombres en total. Incluso con el bajo nivel de
la paga en vigor después del desastre en Sicilia —tres óbolos por día—, el
coste de una expedición como ésta sería de casi treinta talentos al mes, y la
flota no se haría a la mar sin que hubiera sido distribuido un salario
equivalente a la paga de varios meses. Los transportes para los hoplitas y los
jinetes serían un gasto añadido, además de que el Estado debería proporcionar
las armas a los peltastas. Sin embargo, los fondos procedentes de varias
fuentes no estuvieron disponibles para incrementar un tesoro muy empobrecido,
por lo que los atenienses no tuvieron preparado un número suficiente de
trirremes hasta el 409.
Al final, Trásilo partió en el verano de ese año, pero
no al Helesponto, sino hacia Jonia, vía Samos. Aunque los atenienses que
estaban en los estrechos habían perdido en ese momento la ventaja creada por la
victoria de Cícico, no parecían estar amenazados por un peligro inmediato. En
cambio, Jonia ofrecía excelentes oportunidades. Sin flota espartana que la
protegiera, Tisafernes había sido debilitado por las revueltas en Mileto, Cnido
y Antandro, en el área de su satrapía, mientras simpatizantes de Atenas acechaban
en la mayoría de las ciudades jonias, esperando una oportunidad para atraerlas
hacia el bando ateniense. Las victorias que se obtuvieran allí ganarían
prestigio para Atenas y un dinero desesperadamente necesario, al tiempo que la
zona serviría de punto de apoyo para acciones más vitales en el Helesponto,
hacia donde Trásilo tenía órdenes de dirigirse tras completar su tarea en
Jonia.
Trásilo llegó a Samos en junio del 409, y rápidamente
desembarcó en la tierra continental de Jonia para recuperar el control sobre
las ciudades perdidas, hostigar el territorio de Tisafernes y recoger botín.
Tras conseguir pequeños éxitos, incluyendo la recuperación de Colofón, sufrió
una derrota en Éfeso que le obligó a renunciar a la campaña jonia. En su lugar,
navegó hacia el norte siguiendo la costa y alcanzó el Helesponto justo antes
del invierno.
Los fallos de Trásilo en Jonia revelaron sus defectos
como general. En dos ocasiones, malgastó el tiempo, devastando el área y
permitiendo que el enemigo se preparara para el ataque. Si hubiera avanzado de
inmediato contra Éfeso, los atenienses podrían haber tomado la ciudad tan
fácilmente como habían tomado Colofón. En la batalla por conquistar la ciudad,
también empleó tácticas deficientes, al dividir sus fuerzas con pésimos resultados.
Aunque la primera gran campaña del nuevo régimen democrático fue un fracaso, la
mayor parte de la fuerza de Trásilo estaba intacta, y todavía habría tiempo de
conseguir resultados importantes, bajo el mando de líderes más experimentados y
hábiles.
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