PARTE
V
EL DESASTRE DE SICILIA
Se ha comparado la expedición ateniense a Sicilia del
año 415 tanto con el intento de Gran Bretaña por controlar los Dardanelos en
1915 como con la guerra de los estadounidenses en Vietnam durante las décadas
de los sesenta y los setenta del siglo XX. Estas empresas, cuya viabilidad y
objetivos siguen siendo objeto de controversia, se vieron abocadas al fracaso y
dieron origen a catástrofes de distinta magnitud. La incursión ateniense
también trajo consigo un resultado de lo más terrible: pérdidas devastadoras en
hombres y embarcaciones, rebeliones generalizadas a través del Imperio y la
entrada en escena del poderoso Imperio persa en su guerra contra Atenas; estos
motivos contribuyeron significativamente a expandir la opinión generalizada de
que Atenas estaba acabada. Fue tan grande el desastre que, incluso en
retrospectiva, Tucídides se maravillaba de la propia capacidad de la ciudad
para resistir durante casi otra década. Estas campañas han provocado desde
siempre una discusión encendida sobre los objetivos que las guiaron, sobre los
errores que en ellas se produjeron y sobre a quién culpar por los mismos. La expedición
de Sicilia no es una excepción.
Capítulo 20
La decisión (416-415)
LAS CONEXIONES SICILIANAS DE ATENAS
La urgencia por llevar a cabo una nueva campaña en
Sicilia en el invierno de 416-415 no tuvo origen en Atenas, sino en la propia
isla. Dos ciudades griegas isleñas que habían sido aliadas durante décadas,
Egesta y Leontinos, pidieron ayuda a Atenas contra Selinunte, una población
vecina, y su protectora, Siracusa. Atenas, desde el Congreso de Gela en el 424,
en el que Hermócrates de Siracusa propuso una doctrina por la que se rechazaba
la interferencia de los Estados extranjeros en los asuntos siciliotas, había
fijado su interés en Sicilia.
En el año 422, preocupados por el creciente poder de
Siracusa, los atenienses enviaron a Féax, hijo de Erasístrato, a evaluar la
situación. Su objetivo era proteger Leontinos y animar a los aliados de Atenas
y a los griegos siciliotas a unírseles contra Siracusa. Aunque Féax obtuvo el
apoyo de la Italia septentrional y de algunas ciudades sicilianas, el rechazo
tajante en Gela puso fin a sus intentos. A pesar de que el ateniense llegó con
sólo dos naves y dio por terminada su misión a la primera negativa, la
constancia del interés continuado de Atenas en los asuntos de la isla debió de
animar a los enemigos de Siracusa a buscar en el futuro la ayuda ateniense.
En 416-415, los egesteos, que atravesaban una fase
álgida en su lucha contra Selinunte, asistida esta última por Siracusa,
decidieron pedir ayuda a Atenas. Su principal argumento era que «si los siracusanos
quedaban sin castigo tras despoblar Leontinos, también destruirían a los
aliados que quedasen y tomarían el control de Sicilia. Entonces, se correría el
riesgo de que en algún momento venidero, por ser también dorios por parentesco
o como colonos de los peloponesios, asistirían a éstos con un gran ejército
para participar de la destrucción del poder ateniense» (VI, 6, 2). Por otra
parte, los egesteos apelaron también a los tradicionales vínculos y
obligaciones entre aliados, y remarcaron la importancia de la defensa contra
futuras agresiones para finalmente ofrecerse a correr con todos los gastos de
la expedición. Tucídides, sin embargo, albergaba la opinión de que los
atenienses no estaban especialmente interesados en el asunto, y que éste sólo
les iba a servir como pretexto: en la respuesta favorable de Atenas, «la
explicación más cercana a la verdad era su deseo de gobernar la isla entera»
(VI, 6, 1).
Desde la primera mención de Sicilia, Tucídides hace
hincapié en que los atenienses siempre habían intentado conquistarla y
dominarla. De hecho, retrata a las gentes de Atenas como codiciosas,
hambrientas de poder y mal informadas sobre el enemigo. «La gran mayoría
—comenta— ignoraba el tamaño de la isla, el número de habitantes griegos y
bárbaros que contenía, y que se iban a embarcar en una contienda similar a la
sostenida contra los peloponesios» (VI, 1, 1).
Ya entre los años 427 y 424, unos doce mil atenienses
habían navegado hasta Sicilia, la habían recorrido de costa a costa y conocían
a sus habitantes. Estos hombres adquirieron sin duda grandes conocimientos
geográficos de la isla y de sus moradores, que con toda seguridad habrían
compartido con familiares y amigos. Además, muchos de ellos seguían vivos en la
Atenas del 415. Así pues, tomar en consideración la petición de Egesta tampoco
debería calificarse como un ejemplo de euforia temeraria por parte ateniense.
De momento, enviaron con cautela embajadores «para ver si allí había dinero —en
el erario público o en los templos—, tal como habían dicho los de Egesta, y
evaluar de paso el curso de la guerra contra Selinunte» (VI, 6, 3). Aunque los
egesteos desplegaron ciertamente un abanico de engaños, elaborados para
convencer a los atenienses de su riqueza, éstos quedaron más convencidos con la
inmediata presentación de sesenta talentos de plata, la paga entera mensual de
sesenta naves de guerra. La Asamblea sólo empezó a considerar el asunto de la
intervención en serio tras comprobar que la embajada volvía con dinero.
EL DEBATE EN ATENAS
En marzo del año 415, la Asamblea discutió de nuevo
las ventajas de la proposición de Egesta. Esta vez se votó por enviar sesenta
naves a Sicilia al mando de Alcibíades, Nicias y Lámaco. Los tres ostentaban
plenos poderes para ayudar a Egesta en contra de Selinunte, para recuperar
Leontinos si les era posible y, también, para «actuar en los asuntos de Sicilia
de la manera que juzgaran más conveniente para Atenas» (VI, 8, 2). Nicias fue
elegido nearca de la expedición «en contra de su voluntad, ya que pensaba que
la ciudad se había equivocado al aceptar llevar a cabo la expedición» (VI, 8,
4).
Por el contrario, Alcibíades, antes incluso de que se
reuniera la Asamblea, había conseguido encender el deseo de los ciudadanos de
Atenas, que «dibujaban, sentados en grupo, el mapa de Sicilia, el mar de sus
alrededores y sus puertos» (Plutarco, Nicias,
12, 1). Siendo el principal defensor de la empresa, Alcibíades tendría que
haber sido la elección natural para un mando único; sin embargo, en Atenas
muchos desconfiaban de él y le tenían envidia y antipatía. Al no poder
excluirlo, la inclusión de Nicias serviría para equilibrar la joven temeridad
de Alcibíades con la experiencia precavida, la piedad y la fortuna de un hombre
de Estado más maduro. Nicias debió de dejar patente su renuencia a servir como
general, pero se habría considerado poco patriótico o cobarde por su parte el
haber rechazado la comisión.
Asignar el mando conjunto a dos generales que
disentían en todos los aspectos previos de la campaña era una decisión a todas
luces poco pragmática, así que la Asamblea eligió a un tercero, Lámaco, hijo de
Jenófanes. Lámaco, militar de gran experiencia, rondaba la cincuentena en el
año 415; Aristófanes lo había representado en Los acarnienses como un joven miles
gloriosus del que se sirvió para mofarse de su pobreza. Lámaco había estado
a favor de los objetivos de la misión, a la vez que respetaba el parecer de
Nicias.
El tamaño de las fuerzas atenienses no da una
respuesta adecuada a la afirmación sostenida por Tucídides de que los objetivos
establecidos para la expedición siciliana no eran sino un pretexto para
disfrazar planes mucho más ambiciosos: la flota era idéntica a la que se
aventuró a marchar a Sicilia en el 424. No hubo posibilidad de conquistarla con
sesenta naves entonces, ni tampoco se tenía la intención de hacerlo ahora. La
decisión de enviar en marzo de 415 el mismo número de embarcaciones indica, una
vez más, intenciones de alcance limitado.
Sin embargo, a partir del año 424 el auge del poder
siracusano podría haber acrecentado los objetivos atenienses. Siracusa, libre
de obstáculos, podía ganar el control de buena parte de Sicilia e inclinar la
balanza del mundo griego a favor de los peloponesios. Es posible que durante la
primera Asamblea una gran mayoría de atenienses creyera que el interés por
participar en este asunto pasaba por la derrota o incluso por la conquista de
Siracusa. Un ataque sorpresa dirigido contra la ciudad desde el mar podía tener
éxito con sólo sesenta barcos; además, podían reclutar aliados siciliotas para
instigar o derrotar a los siracusanos. En cualquier caso, el riesgo que Atenas
corría era pequeño. El asalto terrestre sobre Siracusa lo ejecutarían los
soldados siciliotas, porque los atenienses no estaban dispuestos a enviar uno
de sus ejércitos, y el ataque naval no entrañaría peligros innecesarios, ya que
la flota se podría retirar en caso de encontrar al enemigo alerta y fuertemente
preparado. En el peor de los casos, si la expedición entera se iba a pique,
siempre se podría calificar como una gran desgracia pero no como un desastre
estratégico. Muchos de los marineros serían aliados, no atenienses, y los
barcos perdidos podían simplemente reponerse. En todo caso, un tipo de
expedición como la votada en la Asamblea no tenía por qué haber desembocado en
una catástrofe que llegara a amenazar la mismísima supervivencia de Atenas; y,
sin embargo, esto fue exactamente lo que ocurrió.
SE REABRE EL DEBATE
Transcurridos pocos días tras la primera reunión, se
convocó otra Asamblea para planear «cómo se equiparía la flota con la mayor
rapidez posible y someter a votación cualquier otra cosa que pudieran necesitar
los generales en la expedición» (VI, 8, 3). Nicias fue a la sesión con la
intención de hacer que la cuestión del cómo y con qué medios se debía dirigir
la campaña acabase convirtiéndose en la reconsideración del proyecto por
entero; así pues, debió de ser el primero en tomar la palabra. La propuesta de
querer revocar un decreto acabado de aprobar por la Asamblea y que no fuera
estrictamente ilegal parece haber sido lo bastante inusual como para que Nicias
y el presidente de la cámara, que había auspiciado su petición, corrieran el
riesgo de introducir una serie de diferentes cuestionamientos legales. Pero
Nicias creyó que valía la pena jugársela debido a la importancia del tema, y
urgió al presidente «a convertirse en médico del Estado, que había decidido
erróneamente» (VI, 14).
Nicias ofreció una evaluación tan pesimista de las
tareas diplomáticas atenienses y de su situación militar que llegó a sembrar
dudas muy serias sobre lo acertado de sus decisiones al hacer la paz que lleva
su nombre y la subsiguiente alianza con Esparta. Los atenienses, esgrimió, no
podían permitirse atacar porque ya albergaban a poderosos enemigos dentro de su
propia casa. El tratado de paz era meramente nominal; los espartanos se habían
visto forzados a aceptarlo y continuaban poniendo en duda sus términos,
mientras que otros aliados lo habían rechazado sin más. El fracaso de la
expedición siciliana no sólo debilitaría a Atenas, sino que además aportaría
fuerzas sicilianas al bando espartano. Los espartanos sólo estaban aguardando
el momento justo para golpear en busca de la victoria, mientras que los
atenienses seguían recuperándose de la guerra. «No debemos —dijo rememorando la
advertencia de Pericles— ir tras otro imperio hasta que hayamos asegurado el
que tenemos» (VI, 10, 5). También recordó a su auditorio que los cartagineses,
aun siendo más poderosos que Atenas, habían sido incapaces de conquistar
Sicilia.
Evidentemente, los defensores de la expedición habían
dado mucho crédito a los llamamientos de los aliados de Sicilia, y a Nicias le
costó mucho trabajo desprestigiarlos y desacreditarlos como un «pueblo de
bárbaros» que metería a los atenienses en problemas sin ofrecer nada a cambio.
No obstante, como la amenaza planteada por Siracusa había sido el principal
argumento de la Asamblea anterior, Nicias dedicó la mayor parte de sus
esfuerzos a desestimarla en ésta, pero sólo fue capaz de presentar refutaciones
vanas y engañosas, tales como: «Los siciliotas… serían aún menos peligrosos de
lo que son en la actualidad si los gobernasen los siracusanos; porque ahora
podrían atacarnos por el simple hecho de su vínculo con los espartanos;
mientras que si Siracusa tuviera el control, no sería tan probable que un
imperio atacara a otro» (VI, 11, 3). Otra de sus torpes aserciones fue que
disuadirían mejor a los siciliotas si la expedición no se llevaba a cabo,
porque si se armaba la expedición y ésta fallaba, los siciliotas despreciarían
el poder de los atenienses y se unirían rápidamente a los de Esparta. Sería
mejor, concluyó, no emprender ningún tipo de expedición; pero, si aun así
tenían que hacerlo, los atenienses sólo debían perpetrar una breve demostración
de su fuerza y volver pronto a casa.
El aspecto más sorprendente del discurso de Nicias es
lo que omitió en él, ya que no hizo ninguna referencia clara a la propuesta de
conquistar y anexionar la isla. Por el contrario, sí que lanzó un ataque
personal al principal arquitecto del plan. Alcibíades, afirmó, era miembro de
una generación joven y peligrosamente ambiciosa, que buscaba poner en peligro
al Estado en nombre de su propio provecho y gloria.
La alusión al blanco de este ataque ofrece a Tucídides
la oportunidad de caracterizarlo más vívidamente: «El más deseoso por llevar a
cabo la expedición era Alcibíades, hijo de Clinias… Ardía en ganas de que lo
designaran general, con la esperanza de capturar tanto Sicilia como Cartago; si
tenía éxito, aumentaría su riqueza personal y su reputación» (VI, 15, 2-3).
Finalmente, estos deseos tendrían consecuencias de lo más fatales: «Fue justo
esto lo que posteriormente más ayudó a la caída del Imperio ateniense, porque
muchos sintieron miedo del alcance de los excesos exagerados de su modo de
vida, y también de las intenciones que había detrás de todos y cada uno de los
asuntos en los que participaba, y se volvieron en su contra alegando que
ambicionaba la tiranía. Así pues, aunque en los temas públicos había ejecutado
sus deberes militares de la mejor forma posible, su vida privada era una ofensa
para todos, por lo que ofrecieron el gobierno a otros hombres, lo que no
tardaría en provocar la ruina del Estado» (VI, 15, 3-4).
Alcibíades defendió con orgullo su extravagante estilo
de vida y sus ideas políticas, las cuales les habían conducido a la batalla de
Mantinea: «Logré agrupar a las grandes potencias del Peloponeso sin grandes
riesgos ni gastos para vosotros, e hice que se jugaran el todo por el todo en
un solo día. El resultado es que, a día de hoy, carecen de una confianza sólida
que les guíe» (VI, 16, 6).
En lo referente a los asuntos prácticos de la
expedición, Alcibíades recibió la misma fría acogida que su oponente, pero sus
argumentos tuvieron mejor fundamento. Describió las ciudades griegas de Sicilia
como seriamente inestables y carentes de determinación patriótica, y expresó su
creencia de que podrían ganarlas por la diplomacia, así como al pueblo bárbaro
de los sículos, que odiaban a Siracusa. Su relato de la situación de la Grecia
peninsular retrataba a los espartanos sin esperanzas ni iniciativa. Como no
disponían de una flota que supusiera un reto para la vasta armada ateniense, no
podrían infligir más daño sobre el Ática del que ya habían perpetrado. Salvo un
enorme desastre naval, nada haría cambiar la balanza en detrimento de Atenas,
ya que de momento sólo se planeaba enviar sesenta naves.
Alcibíades continuó haciendo énfasis en la necesidad
de ayudar a los aliados. «¿Qué excusa plausible nos daremos por echarnos atrás
o cuál será nuestra defensa ante los aliados en Sicilia de no ir en su ayuda?
Tenemos el deber de asistirlos, pues hemos hecho ciertos juramentos» (VI, 18,
1). Fue entonces cuando presentó un nuevo análisis del carácter de Atenas y de
su Imperio. Expresó que, justamente para mantener lo ya conseguido, debían
sostener una política activa en nombre de sus aliados. «Así es como logramos
nuestro imperio, y así es como actuaron todos los que antes los tuvieron: yendo
prestos a ayudar a aquellos que nos lo soliciten, sean griegos o bárbaros» (VI,
18, 2). Para él, la adopción de una política de no agresión o de alcance
limitado y el uso de parámetros arbitrarios en las fronteras imperiales no eran
nada más que políticas desastrosas.
Comentó después sus objetivos más amplios respecto a
la expedición a Sicilia: la victoria, insistió, traería a los atenienses el
dominio de toda Grecia. Durante el segundo año de la guerra, Pericles había
expresado un sentimiento similar, pero lo había hecho para restaurar la
confianza de los atenienses que, «desalentados sin motivo», tenían que luchar
en una guerra que no podían perder, y no porque quisiera alentar una expedición
de nuevas conquistas.
Alcibíades concluyó con un argumento que lleva la
huella de los sofistas, maestros de la retórica y otras artes, que sacaban buen
provecho de las diferencias entre el mundo natural y las costumbres de la
sociedad humana, y que habían tenido al adinerado joven como alumno en otros
tiempos. Atenas, dijo, a diferencia de otros Estados (siendo Esparta su
antítesis más obvia), era activa por naturaleza y no se podía permitir adoptar
políticas pasivas. Un largo período de paz e inactividad entorpecería
precisamente los conocimientos y el carácter que habían dotado de grandeza a la
ciudad, pero más graves aún serían las consecuencias de ir en contra de su
propio carácter. «Una ciudad que es activa pronto sucumbiría por su cambio a la
pasividad; entre aquellos que encuentran una mayor seguridad, se hallan las
gentes que siguen una política lo más acorde posible con su carácter y las
costumbres existentes» (VI, 18, 7). Era un truco retórico digno de admiración,
porque prestaba tintes conservadores a lo que de hecho no era sino un punto de
partida más que temerario.
Cuando Nicias se dio cuenta de que el parlamento de
Alcibíades había acrecentado el deseo de los atenienses por llevar a cabo la
expedición, cambió de la oposición honesta a la más absoluta decepción. «Supo
que ya no lograría hacerles desistir con sus mismas razones, pero pensó que
quizá les haría cambiar de opinión si exageraba la magnitud del equipamiento
necesario» (VI, 19, 2). Esta maniobra recuerda la treta empleada en el 425 con
los espartanos atrapados en Esfacteria, cuando intentó derrotar a Cleón al
ofrecerle el generalato con la esperanza de que éste lo rechazara y cayera en
el descrédito. En la Asamblea del año 415, su intención fue calmar a los
atenienses y hacerles ver la inmensidad de la empresa propuesta y, con ello,
socavar a Alcibíades. En ambas ocasiones, la estratagema se mostró fallida y
arrastró consigo resultados insospechados.
Con sarcasmo mordiente, tiró por tierra la imagen de
la Sicilia débil y dividida que Alcibíades había proyectado y, en cambio, la
describió como una oponente militar formidable, poderosa, rica, hostil y preparada
para la lucha. El enemigo tenía una gran ventaja numérica, reservas de grano
local para alimentar a sus ejércitos e iba bien sobrado de monturas para servir
a la caballería; estos últimos dos recursos estaban fuera del alcance de un
contingente tan pequeño como el votado por los atenienses. La caballería
enemiga, recalcó, podría reducir a los efectivos atenienses de la playa si
éstos carecían de los refuerzos adecuados. Cuando los fríos invernales
llegaran, la comunicación con Atenas tardaría en establecerse no menos de
cuatro meses. El triunfo ateniense pasaba por el uso de una extensa armada de
barcos de guerra, embarcaciones de suministros y un gran ejército de hoplitas,
además de tropas ligeras para hacer frente a la caballería enemiga. Así pues,
la expedición requería grandes sumas de dinero, porque en las promesas egesteas
de suscribir sus costes, insistió, no se podía confiar.
Incluso si Atenas movilizaba un contingente tan
numeroso, continuó Nicias, la victoria tampoco resultaría fácil. Enviar una
expedición así sería como despachar una colonia a un territorio hostil. La
incursión necesitaría de una planificación escrupulosa y de mucha fortuna, y
puesto que ésta iba más allá del control humano, él actuaría prudentemente y
planificaría con sumo detalle la expedición. «Creo que los preparativos que he
sugerido dotan de seguridad a la ciudad y a los que nos embarcaremos. Pero si
alguien piensa de manera diferente, me ofrezco a darle el mando» (VI, 23).
Con un análisis tan pesimista y con premoniciones tan
funestas, Nicias esperaba probablemente que se le contradijese para tener la
excusa de renunciar al mando; quizá creyó que atemperaría a la Asamblea con tal
actitud por parte del miembro más religioso, con más experiencia y fortuna del
equipo de generales. Si así lo hizo, de nuevo se equivocó en sus cálculos. En
vez de quedar disuadidos con la perspectiva de asumir la carga de una
expedición de gran altura, los reunidos se mostraron más decididos que nunca;
«el resultado fue exactamente el opuesto al esperado» (VI, 24, 2), porque la
gente quedó convencida de que Nicias les había proporcionado consejos
acertados.
Un noble llamado Demóstrato, dirigente político
radical que estaba a favor de la expedición y de la guerra, violentó a Nicias
con una pregunta que éste no esperaba: ¿qué tamaño habría de tener exactamente
el contingente que él recomendaba? Obligado a dar una respuesta, Nicias propuso
la cifra de cien trirremes, cinco mil hoplitas y un número proporcional de
fuerzas de infantería ligera. En el calor del debate, olvidó contar con la
caballería, a pesar de la ventaja significativa que él mismo había predicho que
el enemigo obtendría con ella. Tras esto, los atenienses pasaron a dar plenos
poderes a los generales para que determinasen el tamaño de la expedición y
«para que actuasen de la manera que creyeran más conveniente para Atenas» (VI,
26).
En la segunda Asamblea, Nicias se las había arreglado,
en contra de su intención, para convertir una expedición de objetivos limitados
y responsabilidad y dimensión moderadas en una inmensa armada, lastrada por
grandes ambiciones y expectativas, cuyo fracaso no haría sino arrastrarlos al
desastre. Ningún otro político ateniense se habría atrevido a proponer un
conjunto de tropas tan vasto; durante una Asamblea, de hecho, nadie jamás lo
había hecho antes. Únicamente tras escuchar el discurso de Nicias, se
decidieron a cambiar una empresa limitada y prudente por una arriesgada
expedición de gran envergadura, mal concebida y planeada. Sin su intervención,
indudablemente, los atenienses también habrían ido a Sicilia en el año 415,
pero no se habría creado la coyuntura de que se embarcasen rumbo a la
catástrofe.
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