miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Capítulo 20 La decisión (416-415)

 PARTE V

 

 

EL DESASTRE DE SICILIA

Se ha comparado la expedición ateniense a Sicilia del año 415 tanto con el intento de Gran Bretaña por controlar los Dardanelos en 1915 como con la guerra de los estadounidenses en Vietnam durante las décadas de los sesenta y los setenta del siglo XX. Estas empresas, cuya viabilidad y objetivos siguen siendo objeto de controversia, se vieron abocadas al fracaso y dieron origen a catástrofes de distinta magnitud. La incursión ateniense también trajo consigo un resultado de lo más terrible: pérdidas devastadoras en hombres y embarcaciones, rebeliones generalizadas a través del Imperio y la entrada en escena del poderoso Imperio persa en su guerra contra Atenas; estos motivos contribuyeron significativamente a expandir la opinión generalizada de que Atenas estaba acabada. Fue tan grande el desastre que, incluso en retrospectiva, Tucídides se maravillaba de la propia capacidad de la ciudad para resistir durante casi otra década. Estas campañas han provocado desde siempre una discusión encendida sobre los objetivos que las guiaron, sobre los errores que en ellas se produjeron y sobre a quién culpar por los mismos. La expedición de Sicilia no es una excepción.



 Capítulo 20

 

 

La decisión (416-415)


LAS CONEXIONES SICILIANAS DE ATENAS

La urgencia por llevar a cabo una nueva campaña en Sicilia en el invierno de 416-415 no tuvo origen en Atenas, sino en la propia isla. Dos ciudades griegas isleñas que habían sido aliadas durante décadas, Egesta y Leontinos, pidieron ayuda a Atenas contra Selinunte, una población vecina, y su protectora, Siracusa. Atenas, desde el Congreso de Gela en el 424, en el que Hermócrates de Siracusa propuso una doctrina por la que se rechazaba la interferencia de los Estados extranjeros en los asuntos siciliotas, había fijado su interés en Sicilia.
En el año 422, preocupados por el creciente poder de Siracusa, los atenienses enviaron a Féax, hijo de Erasístrato, a evaluar la situación. Su objetivo era proteger Leontinos y animar a los aliados de Atenas y a los griegos siciliotas a unírseles contra Siracusa. Aunque Féax obtuvo el apoyo de la Italia septentrional y de algunas ciudades sicilianas, el rechazo tajante en Gela puso fin a sus intentos. A pesar de que el ateniense llegó con sólo dos naves y dio por terminada su misión a la primera negativa, la constancia del interés continuado de Atenas en los asuntos de la isla debió de animar a los enemigos de Siracusa a buscar en el futuro la ayuda ateniense.
En 416-415, los egesteos, que atravesaban una fase álgida en su lucha contra Selinunte, asistida esta última por Siracusa, decidieron pedir ayuda a Atenas. Su principal argumento era que «si los siracusanos quedaban sin castigo tras despoblar Leontinos, también destruirían a los aliados que quedasen y tomarían el control de Sicilia. Entonces, se correría el riesgo de que en algún momento venidero, por ser también dorios por parentesco o como colonos de los peloponesios, asistirían a éstos con un gran ejército para participar de la destrucción del poder ateniense» (VI, 6, 2). Por otra parte, los egesteos apelaron también a los tradicionales vínculos y obligaciones entre aliados, y remarcaron la importancia de la defensa contra futuras agresiones para finalmente ofrecerse a correr con todos los gastos de la expedición. Tucídides, sin embargo, albergaba la opinión de que los atenienses no estaban especialmente interesados en el asunto, y que éste sólo les iba a servir como pretexto: en la respuesta favorable de Atenas, «la explicación más cercana a la verdad era su deseo de gobernar la isla entera» (VI, 6, 1).
Desde la primera mención de Sicilia, Tucídides hace hincapié en que los atenienses siempre habían intentado conquistarla y dominarla. De hecho, retrata a las gentes de Atenas como codiciosas, hambrientas de poder y mal informadas sobre el enemigo. «La gran mayoría —comenta— ignoraba el tamaño de la isla, el número de habitantes griegos y bárbaros que contenía, y que se iban a embarcar en una contienda similar a la sostenida contra los peloponesios» (VI, 1, 1).
Ya entre los años 427 y 424, unos doce mil atenienses habían navegado hasta Sicilia, la habían recorrido de costa a costa y conocían a sus habitantes. Estos hombres adquirieron sin duda grandes conocimientos geográficos de la isla y de sus moradores, que con toda seguridad habrían compartido con familiares y amigos. Además, muchos de ellos seguían vivos en la Atenas del 415. Así pues, tomar en consideración la petición de Egesta tampoco debería calificarse como un ejemplo de euforia temeraria por parte ateniense. De momento, enviaron con cautela embajadores «para ver si allí había dinero —en el erario público o en los templos—, tal como habían dicho los de Egesta, y evaluar de paso el curso de la guerra contra Selinunte» (VI, 6, 3). Aunque los egesteos desplegaron ciertamente un abanico de engaños, elaborados para convencer a los atenienses de su riqueza, éstos quedaron más convencidos con la inmediata presentación de sesenta talentos de plata, la paga entera mensual de sesenta naves de guerra. La Asamblea sólo empezó a considerar el asunto de la intervención en serio tras comprobar que la embajada volvía con dinero.
EL DEBATE EN ATENAS

En marzo del año 415, la Asamblea discutió de nuevo las ventajas de la proposición de Egesta. Esta vez se votó por enviar sesenta naves a Sicilia al mando de Alcibíades, Nicias y Lámaco. Los tres ostentaban plenos poderes para ayudar a Egesta en contra de Selinunte, para recuperar Leontinos si les era posible y, también, para «actuar en los asuntos de Sicilia de la manera que juzgaran más conveniente para Atenas» (VI, 8, 2). Nicias fue elegido nearca de la expedición «en contra de su voluntad, ya que pensaba que la ciudad se había equivocado al aceptar llevar a cabo la expedición» (VI, 8, 4).
Por el contrario, Alcibíades, antes incluso de que se reuniera la Asamblea, había conseguido encender el deseo de los ciudadanos de Atenas, que «dibujaban, sentados en grupo, el mapa de Sicilia, el mar de sus alrededores y sus puertos» (Plutarco, Nicias, 12, 1). Siendo el principal defensor de la empresa, Alcibíades tendría que haber sido la elección natural para un mando único; sin embargo, en Atenas muchos desconfiaban de él y le tenían envidia y antipatía. Al no poder excluirlo, la inclusión de Nicias serviría para equilibrar la joven temeridad de Alcibíades con la experiencia precavida, la piedad y la fortuna de un hombre de Estado más maduro. Nicias debió de dejar patente su renuencia a servir como general, pero se habría considerado poco patriótico o cobarde por su parte el haber rechazado la comisión.
Asignar el mando conjunto a dos generales que disentían en todos los aspectos previos de la campaña era una decisión a todas luces poco pragmática, así que la Asamblea eligió a un tercero, Lámaco, hijo de Jenófanes. Lámaco, militar de gran experiencia, rondaba la cincuentena en el año 415; Aristófanes lo había representado en Los acarnienses como un joven miles gloriosus del que se sirvió para mofarse de su pobreza. Lámaco había estado a favor de los objetivos de la misión, a la vez que respetaba el parecer de Nicias.
El tamaño de las fuerzas atenienses no da una respuesta adecuada a la afirmación sostenida por Tucídides de que los objetivos establecidos para la expedición siciliana no eran sino un pretexto para disfrazar planes mucho más ambiciosos: la flota era idéntica a la que se aventuró a marchar a Sicilia en el 424. No hubo posibilidad de conquistarla con sesenta naves entonces, ni tampoco se tenía la intención de hacerlo ahora. La decisión de enviar en marzo de 415 el mismo número de embarcaciones indica, una vez más, intenciones de alcance limitado.
Sin embargo, a partir del año 424 el auge del poder siracusano podría haber acrecentado los objetivos atenienses. Siracusa, libre de obstáculos, podía ganar el control de buena parte de Sicilia e inclinar la balanza del mundo griego a favor de los peloponesios. Es posible que durante la primera Asamblea una gran mayoría de atenienses creyera que el interés por participar en este asunto pasaba por la derrota o incluso por la conquista de Siracusa. Un ataque sorpresa dirigido contra la ciudad desde el mar podía tener éxito con sólo sesenta barcos; además, podían reclutar aliados siciliotas para instigar o derrotar a los siracusanos. En cualquier caso, el riesgo que Atenas corría era pequeño. El asalto terrestre sobre Siracusa lo ejecutarían los soldados siciliotas, porque los atenienses no estaban dispuestos a enviar uno de sus ejércitos, y el ataque naval no entrañaría peligros innecesarios, ya que la flota se podría retirar en caso de encontrar al enemigo alerta y fuertemente preparado. En el peor de los casos, si la expedición entera se iba a pique, siempre se podría calificar como una gran desgracia pero no como un desastre estratégico. Muchos de los marineros serían aliados, no atenienses, y los barcos perdidos podían simplemente reponerse. En todo caso, un tipo de expedición como la votada en la Asamblea no tenía por qué haber desembocado en una catástrofe que llegara a amenazar la mismísima supervivencia de Atenas; y, sin embargo, esto fue exactamente lo que ocurrió.
SE REABRE EL DEBATE

Transcurridos pocos días tras la primera reunión, se convocó otra Asamblea para planear «cómo se equiparía la flota con la mayor rapidez posible y someter a votación cualquier otra cosa que pudieran necesitar los generales en la expedición» (VI, 8, 3). Nicias fue a la sesión con la intención de hacer que la cuestión del cómo y con qué medios se debía dirigir la campaña acabase convirtiéndose en la reconsideración del proyecto por entero; así pues, debió de ser el primero en tomar la palabra. La propuesta de querer revocar un decreto acabado de aprobar por la Asamblea y que no fuera estrictamente ilegal parece haber sido lo bastante inusual como para que Nicias y el presidente de la cámara, que había auspiciado su petición, corrieran el riesgo de introducir una serie de diferentes cuestionamientos legales. Pero Nicias creyó que valía la pena jugársela debido a la importancia del tema, y urgió al presidente «a convertirse en médico del Estado, que había decidido erróneamente» (VI, 14).
Nicias ofreció una evaluación tan pesimista de las tareas diplomáticas atenienses y de su situación militar que llegó a sembrar dudas muy serias sobre lo acertado de sus decisiones al hacer la paz que lleva su nombre y la subsiguiente alianza con Esparta. Los atenienses, esgrimió, no podían permitirse atacar porque ya albergaban a poderosos enemigos dentro de su propia casa. El tratado de paz era meramente nominal; los espartanos se habían visto forzados a aceptarlo y continuaban poniendo en duda sus términos, mientras que otros aliados lo habían rechazado sin más. El fracaso de la expedición siciliana no sólo debilitaría a Atenas, sino que además aportaría fuerzas sicilianas al bando espartano. Los espartanos sólo estaban aguardando el momento justo para golpear en busca de la victoria, mientras que los atenienses seguían recuperándose de la guerra. «No debemos —dijo rememorando la advertencia de Pericles— ir tras otro imperio hasta que hayamos asegurado el que tenemos» (VI, 10, 5). También recordó a su auditorio que los cartagineses, aun siendo más poderosos que Atenas, habían sido incapaces de conquistar Sicilia.
Evidentemente, los defensores de la expedición habían dado mucho crédito a los llamamientos de los aliados de Sicilia, y a Nicias le costó mucho trabajo desprestigiarlos y desacreditarlos como un «pueblo de bárbaros» que metería a los atenienses en problemas sin ofrecer nada a cambio. No obstante, como la amenaza planteada por Siracusa había sido el principal argumento de la Asamblea anterior, Nicias dedicó la mayor parte de sus esfuerzos a desestimarla en ésta, pero sólo fue capaz de presentar refutaciones vanas y engañosas, tales como: «Los siciliotas… serían aún menos peligrosos de lo que son en la actualidad si los gobernasen los siracusanos; porque ahora podrían atacarnos por el simple hecho de su vínculo con los espartanos; mientras que si Siracusa tuviera el control, no sería tan probable que un imperio atacara a otro» (VI, 11, 3). Otra de sus torpes aserciones fue que disuadirían mejor a los siciliotas si la expedición no se llevaba a cabo, porque si se armaba la expedición y ésta fallaba, los siciliotas despreciarían el poder de los atenienses y se unirían rápidamente a los de Esparta. Sería mejor, concluyó, no emprender ningún tipo de expedición; pero, si aun así tenían que hacerlo, los atenienses sólo debían perpetrar una breve demostración de su fuerza y volver pronto a casa.
El aspecto más sorprendente del discurso de Nicias es lo que omitió en él, ya que no hizo ninguna referencia clara a la propuesta de conquistar y anexionar la isla. Por el contrario, sí que lanzó un ataque personal al principal arquitecto del plan. Alcibíades, afirmó, era miembro de una generación joven y peligrosamente ambiciosa, que buscaba poner en peligro al Estado en nombre de su propio provecho y gloria.
La alusión al blanco de este ataque ofrece a Tucídides la oportunidad de caracterizarlo más vívidamente: «El más deseoso por llevar a cabo la expedición era Alcibíades, hijo de Clinias… Ardía en ganas de que lo designaran general, con la esperanza de capturar tanto Sicilia como Cartago; si tenía éxito, aumentaría su riqueza personal y su reputación» (VI, 15, 2-3). Finalmente, estos deseos tendrían consecuencias de lo más fatales: «Fue justo esto lo que posteriormente más ayudó a la caída del Imperio ateniense, porque muchos sintieron miedo del alcance de los excesos exagerados de su modo de vida, y también de las intenciones que había detrás de todos y cada uno de los asuntos en los que participaba, y se volvieron en su contra alegando que ambicionaba la tiranía. Así pues, aunque en los temas públicos había ejecutado sus deberes militares de la mejor forma posible, su vida privada era una ofensa para todos, por lo que ofrecieron el gobierno a otros hombres, lo que no tardaría en provocar la ruina del Estado» (VI, 15, 3-4).
Alcibíades defendió con orgullo su extravagante estilo de vida y sus ideas políticas, las cuales les habían conducido a la batalla de Mantinea: «Logré agrupar a las grandes potencias del Peloponeso sin grandes riesgos ni gastos para vosotros, e hice que se jugaran el todo por el todo en un solo día. El resultado es que, a día de hoy, carecen de una confianza sólida que les guíe» (VI, 16, 6).
En lo referente a los asuntos prácticos de la expedición, Alcibíades recibió la misma fría acogida que su oponente, pero sus argumentos tuvieron mejor fundamento. Describió las ciudades griegas de Sicilia como seriamente inestables y carentes de determinación patriótica, y expresó su creencia de que podrían ganarlas por la diplomacia, así como al pueblo bárbaro de los sículos, que odiaban a Siracusa. Su relato de la situación de la Grecia peninsular retrataba a los espartanos sin esperanzas ni iniciativa. Como no disponían de una flota que supusiera un reto para la vasta armada ateniense, no podrían infligir más daño sobre el Ática del que ya habían perpetrado. Salvo un enorme desastre naval, nada haría cambiar la balanza en detrimento de Atenas, ya que de momento sólo se planeaba enviar sesenta naves.
Alcibíades continuó haciendo énfasis en la necesidad de ayudar a los aliados. «¿Qué excusa plausible nos daremos por echarnos atrás o cuál será nuestra defensa ante los aliados en Sicilia de no ir en su ayuda? Tenemos el deber de asistirlos, pues hemos hecho ciertos juramentos» (VI, 18, 1). Fue entonces cuando presentó un nuevo análisis del carácter de Atenas y de su Imperio. Expresó que, justamente para mantener lo ya conseguido, debían sostener una política activa en nombre de sus aliados. «Así es como logramos nuestro imperio, y así es como actuaron todos los que antes los tuvieron: yendo prestos a ayudar a aquellos que nos lo soliciten, sean griegos o bárbaros» (VI, 18, 2). Para él, la adopción de una política de no agresión o de alcance limitado y el uso de parámetros arbitrarios en las fronteras imperiales no eran nada más que políticas desastrosas.
Comentó después sus objetivos más amplios respecto a la expedición a Sicilia: la victoria, insistió, traería a los atenienses el dominio de toda Grecia. Durante el segundo año de la guerra, Pericles había expresado un sentimiento similar, pero lo había hecho para restaurar la confianza de los atenienses que, «desalentados sin motivo», tenían que luchar en una guerra que no podían perder, y no porque quisiera alentar una expedición de nuevas conquistas.
Alcibíades concluyó con un argumento que lleva la huella de los sofistas, maestros de la retórica y otras artes, que sacaban buen provecho de las diferencias entre el mundo natural y las costumbres de la sociedad humana, y que habían tenido al adinerado joven como alumno en otros tiempos. Atenas, dijo, a diferencia de otros Estados (siendo Esparta su antítesis más obvia), era activa por naturaleza y no se podía permitir adoptar políticas pasivas. Un largo período de paz e inactividad entorpecería precisamente los conocimientos y el carácter que habían dotado de grandeza a la ciudad, pero más graves aún serían las consecuencias de ir en contra de su propio carácter. «Una ciudad que es activa pronto sucumbiría por su cambio a la pasividad; entre aquellos que encuentran una mayor seguridad, se hallan las gentes que siguen una política lo más acorde posible con su carácter y las costumbres existentes» (VI, 18, 7). Era un truco retórico digno de admiración, porque prestaba tintes conservadores a lo que de hecho no era sino un punto de partida más que temerario.
Cuando Nicias se dio cuenta de que el parlamento de Alcibíades había acrecentado el deseo de los atenienses por llevar a cabo la expedición, cambió de la oposición honesta a la más absoluta decepción. «Supo que ya no lograría hacerles desistir con sus mismas razones, pero pensó que quizá les haría cambiar de opinión si exageraba la magnitud del equipamiento necesario» (VI, 19, 2). Esta maniobra recuerda la treta empleada en el 425 con los espartanos atrapados en Esfacteria, cuando intentó derrotar a Cleón al ofrecerle el generalato con la esperanza de que éste lo rechazara y cayera en el descrédito. En la Asamblea del año 415, su intención fue calmar a los atenienses y hacerles ver la inmensidad de la empresa propuesta y, con ello, socavar a Alcibíades. En ambas ocasiones, la estratagema se mostró fallida y arrastró consigo resultados insospechados.
Con sarcasmo mordiente, tiró por tierra la imagen de la Sicilia débil y dividida que Alcibíades había proyectado y, en cambio, la describió como una oponente militar formidable, poderosa, rica, hostil y preparada para la lucha. El enemigo tenía una gran ventaja numérica, reservas de grano local para alimentar a sus ejércitos e iba bien sobrado de monturas para servir a la caballería; estos últimos dos recursos estaban fuera del alcance de un contingente tan pequeño como el votado por los atenienses. La caballería enemiga, recalcó, podría reducir a los efectivos atenienses de la playa si éstos carecían de los refuerzos adecuados. Cuando los fríos invernales llegaran, la comunicación con Atenas tardaría en establecerse no menos de cuatro meses. El triunfo ateniense pasaba por el uso de una extensa armada de barcos de guerra, embarcaciones de suministros y un gran ejército de hoplitas, además de tropas ligeras para hacer frente a la caballería enemiga. Así pues, la expedición requería grandes sumas de dinero, porque en las promesas egesteas de suscribir sus costes, insistió, no se podía confiar.
Incluso si Atenas movilizaba un contingente tan numeroso, continuó Nicias, la victoria tampoco resultaría fácil. Enviar una expedición así sería como despachar una colonia a un territorio hostil. La incursión necesitaría de una planificación escrupulosa y de mucha fortuna, y puesto que ésta iba más allá del control humano, él actuaría prudentemente y planificaría con sumo detalle la expedición. «Creo que los preparativos que he sugerido dotan de seguridad a la ciudad y a los que nos embarcaremos. Pero si alguien piensa de manera diferente, me ofrezco a darle el mando» (VI, 23).
Con un análisis tan pesimista y con premoniciones tan funestas, Nicias esperaba probablemente que se le contradijese para tener la excusa de renunciar al mando; quizá creyó que atemperaría a la Asamblea con tal actitud por parte del miembro más religioso, con más experiencia y fortuna del equipo de generales. Si así lo hizo, de nuevo se equivocó en sus cálculos. En vez de quedar disuadidos con la perspectiva de asumir la carga de una expedición de gran altura, los reunidos se mostraron más decididos que nunca; «el resultado fue exactamente el opuesto al esperado» (VI, 24, 2), porque la gente quedó convencida de que Nicias les había proporcionado consejos acertados.
Un noble llamado Demóstrato, dirigente político radical que estaba a favor de la expedición y de la guerra, violentó a Nicias con una pregunta que éste no esperaba: ¿qué tamaño habría de tener exactamente el contingente que él recomendaba? Obligado a dar una respuesta, Nicias propuso la cifra de cien trirremes, cinco mil hoplitas y un número proporcional de fuerzas de infantería ligera. En el calor del debate, olvidó contar con la caballería, a pesar de la ventaja significativa que él mismo había predicho que el enemigo obtendría con ella. Tras esto, los atenienses pasaron a dar plenos poderes a los generales para que determinasen el tamaño de la expedición y «para que actuasen de la manera que creyeran más conveniente para Atenas» (VI, 26).
En la segunda Asamblea, Nicias se las había arreglado, en contra de su intención, para convertir una expedición de objetivos limitados y responsabilidad y dimensión moderadas en una inmensa armada, lastrada por grandes ambiciones y expectativas, cuyo fracaso no haría sino arrastrarlos al desastre. Ningún otro político ateniense se habría atrevido a proponer un conjunto de tropas tan vasto; durante una Asamblea, de hecho, nadie jamás lo había hecho antes. Únicamente tras escuchar el discurso de Nicias, se decidieron a cambiar una empresa limitada y prudente por una arriesgada expedición de gran envergadura, mal concebida y planeada. Sin su intervención, indudablemente, los atenienses también habrían ido a Sicilia en el año 415, pero no se habría creado la coyuntura de que se embarcasen rumbo a la catástrofe.


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