Con tantos agravios por resolver, ni Atenas ni Esparta
deseaban romper la tregua, por lo que ésta sobrepasó su fecha original de
expiración, fijada para marzo, y se prolongó hasta bien entrado el verano de
422. No obstante, en el mes de agosto los atenienses acabaron por perder la
paciencia. Esparta no sólo se negaba a destituir a Brásidas y a adoptar medidas
punitivas, sino que, por el contrario, reforzaba su ejército y enviaba
gobernadores para que administraran las ciudades que su general había tomado en
un claro incumplimiento de la tregua. Era fácil llegar a la conclusión de que
los espartanos habían secundado el armisticio con mala fe, y que simplemente
perseguían ganar tiempo para que Brásidas obtuviera más victorias y fomentara
las sublevaciones; de esta manera, se harían con el control y aumentarían sus
demandas durante la negociación de paz. Así pues, para recuperar Anfípolis y el
resto de las ciudades perdidas, los atenienses enviaron treinta naves, mil
doscientos hoplitas, trescientos hombres de la caballería y un gran contingente
de lemnios e imbrios, excelentes especialistas en armas ligeras.
CLEÓN AL MANDO
Durante la campaña, Cleón, elegido general por un año,
asumió el mando con sumo gusto; pero el ejército congregado por él y por sus
anónimos compañeros de armas no era lo suficientemente fuerte como para
garantizar el éxito. Además de los hombres de guardia de los acuartelamientos
de Escione y Torone, Brásidas contaba aproximadamente con el mismo número de
efectivos y con la gran ventaja de defender poblaciones amuralladas. Por otra
parte, Atenas contaba con los refuerzos de Perdicas y de algunos de sus aliados
en Tracia; mientras que Brásidas, en realidad aislado, no podía esperar mucha
más ayuda de Esparta. Con un poco de suerte, Cleón podría cosechar otro triunfo
importante y restablecer la tranquilidad en el territorio tracio. Esto daría a
Atenas un mayor control en las negociaciones o, como de hecho esperaba al
menos, animaría a los atenienses a reanudar la ofensiva en el Peloponeso y en
la Grecia central camino de la victoria.
Cleón actuó bien al principio. Realizó un amago de
atacar Escione, el objetivo evidente, para acabar asaltando Torone, la
principal base espartana de la región. Brásidas no estaba allí en esos
momentos, y las fuerzas espartanas que quedaban apenas podían competir con las
atenienses. Cleón organizó un inusual ataque conjunto por tierra y mar, e hizo
retroceder a las tropas defensoras, las cuales tuvieron que defenderse de su
asalto a la muralla; mientras tanto, sus barcos se lanzaban al ataque sobre la
orilla desprotegida. El comandante espartano Pasitélidas había caído en la
trampa. Para cuando se hubo replegado del frente contra Cleón en dirección a
Torone, se encontró con que la flota ateniense había tomado la ciudad y él
mismo era hecho prisionero. Cleón envió a Atenas como cautivos a los varones
adultos de Torone, ya las mujeres y a los niños los vendió como esclavos.
Brásidas y sus refuerzos se hallaban a poco más de seis kilómetros de la ciudad
cuando ésta capituló finalmente.
Cleón marchó de Torone a Eyón para establecer la base
del ataque a Anfípolis. Su asalto a Estagira en Calcídica había fracasado;
pero, en cambio, había obtenido Galepso. Las actas del debate sobre el estado
del Imperio del 442-441 también muestran la recuperación de muchas otras
ciudades de la región, lo que sin duda fue obra de Cleón. En la esfera
diplomática, consiguió aliarse con Perdicas y los macedonios, así como con el
tracio Poles, rey de los odomantos.
Cleón planeaba esperar en Eyón hasta que la llegada de
los nuevos aliados le permitiera bloquear a Brásidas en Anfípolis, y después
asaltar la ciudad. Brásidas, sin embargo, se anticipó a esta amenaza. Fue
probablemente entonces cuando trasladó al ejército a una colina llamada
Cerdilio, situada al sudoeste de la ciudad en el territorio de los argilios, y
dejó a Cleáridas al mando de la propia Anfípolis (Véase mapa[32a]).
Desde Cerdilio, tenía una buena visión panorámica de todas las posiciones
clave, y podía seguir el rastro de cada uno de los movimientos de Cleón.
Cuenta Tucídides que Brásidas tomó este enclave con la
esperanza de que Cleón, despreciando el reducido número de soldados del
contingente espartano, atacaría con su propio ejército en solitario; pero, en
realidad, las tropas de Brásidas estaban muy igualadas a las del enemigo. Cleón
debió de haber estado al corriente de este detalle, ya que continuó a la espera
de los refuerzos. El general ateniense no tardó en movilizar su formación hacia
una colina al nordeste de Anfípolis. Decisión ésta que Tucídides critica por no
haberse tomado con un propósito auténticamente militar, sino por haber servido
más bien como respuesta a las quejas de la soldadesca ateniense, a los que el
historiador caracteriza como molestos por la inactividad y recelosos del
liderazgo de su general, cuya incompetencia y cobardía contrastaban con la
valentía y experiencia de Brásidas. Sin embargo, ni los peores detractores de
Cleón le podían acusar de tales defectos; de hecho, el propio Tucídides lo
retrata en otras ocasiones como demasiado optimista y atrevido. Por eso
Brásidas esperaba que se mostrase lo bastante imprudente como para atacar a los
aliados sin mayor demora. Tampoco es cierto que mereciera la acusación de
incompetente: Cleón había cumplido su promesa de tomar Esfacteria en el tiempo
prometido, y se había mostrado hábil, astuto y victorioso en Torone. No en vano
los hombres que supuestamente dudaban de él en Anfípolis eran los mismos que habían
servido bajo su mando cuando cayó sobre Galepso y reclamó las restantes
poblaciones de la zona.
Una explicación más convincente de la jugada de Cleón
podría encontrarse en su deseo de esperar la llegada de los tracios, rodear la
ciudad y tomarla al asalto. Para acometer esta acción necesitaba tener una idea
aproximada del tamaño de la población, de su forma, de la altura y solidez de
sus murallas, de la disposición de sus guarniciones, el número de habitantes
que contenía y de la condición del terreno de sus alrededores. Esto requería
una expedición de reconocimiento como la relatada por Tucídides: «Llegó y
estableció su ejército sobre una colina pronunciada frente a Anfípolis; después
examinó personalmente las zonas pantanosas del río Estrimón y la disposición
del emplazamiento respecto a Tracia» (V, 7, 4). Los soldados debían de estar
realmente agotados, pero, sin lugar a dudas, la marcha era necesaria y debió de
efectuarse a las claras para disuadir de cualquier ataque a los habitantes de
la ciudad.
Una vez alcanzado el cerro, Cleón no divisó tropas
apostadas en las murallas de Anfípolis ni soldados precipitándose al ataque
desde sus puertas. Según Tucídides, el general ateniense cometió el error de no
llevar consigo el equipamiento necesario para sitiarla, pues se dio cuenta de
que, con los efectivos de los que disponía, podía haberla tomado por la fuerza.
Una cuestión que no nos queda del todo clara es cómo llegó a saber Tucídides
las intenciones de Cleón, ya que éste murió en el combate y no pudo ser su
fuente directa de información. Los soldados atenienses que pudieron servirle de
informantes casi dos décadas después, momento en el que escribió su relato,
incluso en el caso de haber sido partícipes de los pensamientos íntimos de
Cleón probablemente tampoco hubieran sido imparciales. No podemos determinar
con exactitud sus razonamientos, pero tampoco hay pruebas de que subestimara
las fuerzas peloponésicas, ni de que con su torpeza pusiera en peligro al
ejército. De hecho, cuando Brásidas observó que Cleón se desplazaba al norte de
Eyón y se reunía en la ciudad con Cleáridas, no se arriesgó a lanzar un ataque
porque juzgó que su propio ejército era inferior en calidad, si bien no en
número. Cleón tenía, pues, motivos de sobra para concluir que le sería posible
efectuar su misión de reconocimiento y volver sin peligro a Eyón.
LA BATALLA DE ANFÍPOLIS
Sin embargo, Brásidas quería entrar en combate tan
rápido como fuera posible, porque, sin la ayuda material y financiera de
Esparta o de Perdicas, su posición se debilitaba día tras día, mientras que la
de Cleón se vería pronto fortalecida con la llegada de las tropas tracias y
macedonias. Dejó el ejército en manos de Cleáridas y eligió a ciento cincuenta
hombres para que lo acompañasen; con ellos «planeó atacar antes de que los
atenienses pudieran huir, con la convicción de que no los volvería a encontrar
tan aislados si finalmente llegaban los refuerzos» (V, 8, 4). Como parte de un
plan ideado para engañar a Cleón y hacerle caer en la trampa, Brásidas comenzó
con gran ceremonia los sacrificios rituales que precedían a las batallas y
envió las tropas de Cleáridas hacia la puerta tracia, en el extremo norte de la
ciudad (Véase mapa[33a]). La amenaza de un ataque desde esta entrada
forzaría a Cleón a desplazarse al sur, hacia Eyón, pasando por la muralla del
este. Si dejaban atrás Anfípolis, los atenienses no podrían seguir viendo el
movimiento tras sus muros y entonces se creerían a salvo. Sin embargo, Brásidas
planeaba atacarles con ayuda de la selecta fuerza de sus tropas de élite,
emplazadas en la puerta sur. Los atenienses, sorprendidos, asumirían que todo
el ejército les había perseguido desde la puerta norte a la sur, y se
centrarían por completo en derrotar a los hombres que tenían ante ellos.
Entretanto, Cleáridas podría avanzar con el contingente principal a través de
la puerta tracia y sorprender a los atenienses por el flanco.
Por lo visto, Cleón contaba con un pequeño contingente
para explorar el área al norte y nordeste de Anfípolis. Cuando supo que el
ejército enemigo se estaba agrupando en la puerta tracia mientras los
atenienses se encontraban al sur de esta posición, juzgó seguro y prudente
ordenar la retirada a Eyón, puesto que jamás había formado parte de sus planes
presentar batalla en campo abierto sin refuerzos.
Tucídides relata cómo Cleón estimó que había tiempo de
sobra para escapar antes de que tuviera lugar el ataque, y dio orden de batirse
en retirada. Para garantizar la integridad de la columna en retroceso, se hacía
necesario un complicado movimiento por el flanco izquierdo, pero esta maniobra
tardó algún tiempo en ser ejecutada. Cleón quedó apostado en la posición del
lado derecho, la más peligrosa, y efectuó un brusco giro hacia la izquierda,
que dejó el flanco de su diestra indefenso y desprotegido. Este movimiento, o
la propia falta de coordinación con el ala izquierda, alentó la confusión y una
ruptura del orden. Brásidas dejó que el lateral izquierdo ateniense avanzase y
transformó este tropezón táctico en una ocasión de oro para el ataque. Salió a
la carrera por la puerta sur de la muralla y golpeó a los atenienses,
totalmente cogidos por sorpresa, en el mismo centro. Éstos, «atónitos ante su
osadía y aterrorizados por su propio desorden, dieron media vuelta y
emprendieron la huida» (V, 10, 6). En el momento justo, Cleáridas salió por la
puerta tracia y los sorprendió por el costado, lo que los sumió en una
confusión incluso mayor.
Los atenienses situados en la parte izquierda
corrieron hacia Eyón, mientras que los que se hallaban en la derecha, donde
Cleón estaba al mando, defendieron su posición con gran coraje. Respecto al
propio Cleón, que jamás había tenido intención de quedarse a combatir, relata
Tucídides que «huyó de inmediato» y encontró la muerte en la punta de lanza de
un peltasta de Mircino. Aunque se le tildó de cobarde, no hay pruebas que
sostengan esta acusación. Cleón no huyó con el contingente del flanco
izquierdo, sino que permaneció en la retaguardia, la posición más peligrosa
para un ejército en desbandada. La causa de su muerte fue una jabalina lanzada
a distancia, y no tenemos prueba alguna de que ésta le diera por la espalda.
Como ya comentaran los espartanos de sus propios soldados en Esfacteria:
«Serían las lanzas valiosísimas si pudieran distinguir a los valientes» (IV,
40, 2). En cualquier caso, entre sus contemporáneos atenienses sí se mantuvo la
creencia de que en Anfípolis había combatido con honor. Cleón y los hombres que
combatieron con él fueron enterrados en el Cerámico, lugar donde los muertos en
batalla recibían sepultura con honores de Estado, y su valor no debería ser
puesto en duda, al menos no más que el de sus hombres.
A pesar de su muerte, sus tropas se mantuvieron firmes
y combatieron con bravura sin ceder terreno, hasta que los lanzadores de jabalina
y la caballería los atacaron. Parece ser que los atenienses no habían sacado su
caballería de Eyón, pues no se deseaba o no se esperaba entrar en combate.
Cerca de seiscientos de sus soldados perecieron, mientras que los espartanos
sólo sufrieron siete bajas; entre ellas, la de Brásidas, al que sacaron del
lugar todavía respirando, y que vivió lo suficiente como para tener
conocimiento de que había resultado vencedor en la última de sus batallas.
LA MUERTE DE BRÁSIDAS Y CLEÓN
La batalla de Anfípolis se había llevado a los dos
líderes descritos por Tucídides como «los dos hombres de cada bando más
contrarios a la paz» (V, 16, 1). Los ciudadanos de Anfípolis dieron sepultura a
Brásidas dentro de los muros de la ciudad, en un lugar frente al ágora. Erigieron
un monumento en su memoria, lo adoptaron como fundador de la ciudad y le
rindieron honores de héroe, al que a partir de entonces conmemoraron con
competiciones atléticas y sacrificios anuales. Brásidas se había entregado en
cuerpo y alma a la destrucción del Imperio ateniense y había defendido la
restauración de la supremacía de Esparta dentro del mundo griego. Si hubiera
seguido con vida, habría continuado la lucha en el frente del norte. Su
desaparición resultaba un severo contratiempo para aquellos que querían
combatir hasta la victoria total.
Al igual que Brásidas, Cleón ejercía una política de
cariz agresivo, nacida de la sincera convicción de que era la mejor vía posible
para su ciudad. Aunque no cabe duda de que su forma de hacer política rebajó el
tono del ideal cívico ateniense —muestra de ello es su severidad hacia los
aliados rebeldes—, Cleón representaba a un amplio espectro de opinión. Siempre
sacaba adelante sus posturas políticas con energía y valor, porque las
presentaba de una manera directa y honesta. Adulaba a las masas tanto como
Pericles, pero se dirigía a ellas con formas severas, desafiantes y realistas.
Puso en peligro su vida por servir en las expediciones que él mismo alentó,
hasta encontrar la muerte en la última de ellas.
De hecho, pensaran lo que pensasen los «hombres
razonables» de Tucídides, Atenas no quedó en mejor posición tras la
desaparición de Cleón. Su visión encontró continuidad en los esfuerzos de otros
hombres, aunque carecían de su capacidad y patriotismo, de su honestidad e
incluso de su valor. No obstante, Tucídides no se equivoca al aseverar que
tanto la muerte de Cleón como la de Brásidas habían hecho que la paz fuera
posible. En Atenas, ninguno de los que permanecían al mando tenía la suficiente
estatura política como para oponerse con éxito al armisticio defendido por
Nicias.
LA LLEGADA DE LA PAZ
La victoria de Anfípolis animó a los espartanos a
mandar refuerzos a Tracia; pero cuando se enteraron de la muerte de Brásidas,
dieron media vuelta, pues su comandante en jefe, Ramfias, conocía bien el
sentir de Esparta: «Regresaron, principalmente, porque desde su partida habían
sido conscientes de que los espartanos se inclinaban por la paz» (V, 13, 2).
Los recientes acontecimientos del nordeste no llegaron a alterar demasiado la
realidad de la guerra. Los espartanos no habían saqueado el Ática desde la
captura de sus hombres en Esfacteria por temor a que en Atenas ejecutaran a sus
prisioneros. La flota peloponesia ya no existía tras haber fracasado al apoyar
los alzamientos de los súbditos de Atenas en cada una de sus intervenciones. La
atrevida estrategia de Brásidas necesitaba de un compromiso en número de
hombres mayor del que Esparta podía aportar; a su vez, los refuerzos no podían
atravesar el territorio mientras Atenas fuera dueña del mar, y Perdicas y sus
aliados tesalios continuaran sus hostilidades por tierra.
Esparta también tenía mucho que perder si la contienda
continuaba. Los atenienses aún podían atacarles desde Pilos y Litera. Los
ilotas desertaban en número creciente y los espartanos tenían miedo de que los
atenienses pudieran instigar otra rebelión masiva entre los esclavos. Una nueva
amenaza se perfilaba también en el horizonte: la próxima finalización del
Tratado de los Treinta Años entre Argos y Esparta. Los argivos insistían en la
devolución de Cinuria; una condición considerada como inaceptable para la
renovación del Tratado. No obstante, si la guerra continuaba, los espartanos se
arriesgarían a la creación de una coalición letal entre Argos y Atenas, la cual
podría verse fortalecida por la deserción de algunos aliados espartanos.
Esparta, por ejemplo, había mantenido en los últimos tiempos disputas con Élide
y Mantinea, democracias que sentían temor de la respuesta espartana y que con
toda seguridad se unirían a Argos.
Y lo que es más, muchos de los dirigentes espartanos
tenían motivos personales para buscar la paz: algunos miembros de las
principales familias de Esparta querían traer de vuelta a sus familiares
cautivos en Atenas. Tucídides relata que el rey Plistoanacte «se inclinaba en
gran medida por la idea de un tratado» (V, 17, 1 16), lo que podía mejorar
sustancialmente su difícil situación: sus enemigos, que no le habían perdonado
su fracaso a la hora de invadir y destruir el Ática durante la Primera Guerra
del Peloponeso, le acusaban de comprar el oráculo de Delfos para propiciar su
vuelta al trono; con la aseveración de que la restauración era ilegal, la
consideraron como la raíz de todos los males y derrotas sufridos por los
espartanos. Así pues, la firma de un tratado, pensaba Plistoanacte, también
reduciría los ataques a su persona.
Visto con objetividad, los atenienses parecían tener
menos motivos para negociar la paz. Su territorio no había sufrido saqueos en
los últimos tres años, y continuaban manteniendo prisioneros para garantizar su
inmunidad. Aunque la reserva del tesoro seguía disminuyendo, en el año 421 los
atenienses disponían de recursos suficientes para proseguir la lucha al menos
durante tres años; pero muchos de ellos no sentían deseos de hacerlo. Las
equivocaciones de Megara y Beocia, sumadas a las rebeliones en Tracia, eran
desalentadoras; las pérdidas ocurridas en Delio, espeluznantes; y además,
temían que se produjeran más alzamientos en el seno del Imperio. Aunque tales preocupaciones
eran más exageradas que legítimas, porque, mientras Atenas controlara los
mares, el riesgo de revueltas en el Egeo o en Asia Menor era muy reducido. Ni
siquiera parecía muy probable que se propagasen las rebeliones en Calcídica.
Sin embargo, estos temores eran reales para los atenienses, y en gran medida
les ayudaron a aproximarse a la paz.
En Atenas, la serie de recientes derrotas y la
desaparición de las principales voces partidarias de la guerra dejaron a Nicias
y a la facción pacifista en una posición de fuerza. De nuevo, Tucídides utiliza
los motivos personales de Nicias como motor principal: siendo el general
ateniense con más éxito de su tiempo, Nicias quería «legar su nombre a la
posteridad como aquel que jamás había actuado en perjuicio del Estado» (V, 16,
1). Precavido por naturaleza, también suscribía la política de Pericles de
luchar de forma determinada y restrictiva. Después de que el triunfo de Pilos
pareciera hacer posible la paz de Pericles, Nicias intentó convencer
sistemáticamente a los atenienses de que adoptaran esa idea porque en verdad
creía que era el mejor camino para ellos.
El desánimo provocado por el curso de la guerra, los
problemas para su financiación y la eliminación de los líderes de la facción
belicista sirven para explicar el acercamiento a la paz en su conjunto; sin
embargo, todavía podríamos preguntarnos por qué los atenienses deseaban poner
fin a la contienda tras tantos sacrificios, en el mismo momento en que sus
perspectivas eran mejores que nunca desde los hechos de Pilos. Todo lo que
tenían que hacer era esperar a que Argos incumpliera el tratado con Esparta y
se uniera a Atenas en un nuevo intento. Podían dejar que una coalición entre
Argos, Mantinea, Elide, y quizás algunas otras, mantuviera ocupados a los espartanos
en el Peloponeso, mientras que ellos podrían lanzar ataques simultáneos desde
Pilos y Litera y promover la agitación de los ilotas. Estas incursiones
mantendrían totalmente ocupados a los peloponesios y dejarían a los atenienses
con las manos libres para invadir Megara. En consecuencia, cabía la posibilidad
de que la Liga del Peloponeso se viniera abajo, lo que minaría el poder de
Esparta y procuraría a Atenas la libertad para comerciar con una Beocia
aislada. Con todo ello, Esparta se vería seriamente debilitada y obligada a
negociar una paz más favorable para Atenas.
Pero estas estimaciones tan racionales no tenían en
cuenta el profundo desgaste que la guerra había causado a su vez entre los
atenienses. Habían padecido grandes bajas por la peste y en los campos de
batalla; habían gastado unos fondos que les llevó mucho tiempo acumular; habían
presenciado la destrucción de sus casas de campo y la tala de sus vides y
olivos. Los granjeros y los propietarios integraban los sectores más receptivos
al tratado de paz, tal como Aristófanes refleja claramente en una comedia
escrita a principios del año 425, Los
acarnienses. Dicaepolo, su personaje principal, representa al típico
granjero ático que, hacinado contra su voluntad en Atenas, suspira por volver a
su granja.
Mientras las conversaciones de paz tenían lugar,
aquellos que «anhelaban la antigua vida intacta y segura de los tiempos en que
no había guerra» escuchaban con placer los versos de uno de los coros del Erecteo de Eurípides: «Deja, lanza mía, de
ser usada para que te cubra con su tela la araña», (y gustosamente) recordaban
la sentencia que decía: «En tiempos de paz, a los durmientes no los despierta
la corneta, sino el gallo» (Plutarco, Nicias,
IX, 5). La paz de Aristófanes,
escrita en la primavera de 421, justo antes de aprobarse el Tratado, está
repleta de ese mismo deseo, expresado con júbilo esta vez ante la perspectiva
del fin de la contienda. Trigeo, el héroe de esta comedia, canta este peán por
la paz:
Pensemos en los mil placeres sumados,
camaradas, que a la Paz
debemos,
toda una vida de comodidad
y descanso
con la que antaño nos
premió;
higos y olivas, el vino y
el mirto,
exquisitos frutos
guardados y dejados secar,
bancos de olorosas
violetas,
los corazones heridos
ansían
gozos que por largo tiempo
añoraron.
Camaradas, aquí llega de
nuevo la Paz,
¡con bailes y cantos dadle
la bienvenida!
(571-581)
Nicias era un excelente dirigente de la facción
pacifista, su éxito militar y sus demostraciones públicas de piedad lo habían
hecho muy popular en Atenas. Su bien conocida defensa de la paz y la bondad
característica que había mostrado con sus prisioneros le habían hecho ganar
también la confianza de los espartanos; por eso deberían haberlo considerado
como el negociador perfecto. Sin embargo, los atenienses continuaban
resistiéndose a una paz negociada, quizá porque eran plenamente conscientes de
las ventajas que podían aguardarles al final del camino. Así pues, los
espartanos se arriesgaron con una acción desesperada para forzar la paz. Hacia
el inicio de la primavera, «se intuía por parte de Esparta una agitación
preliminar en los preparativos»; como, por ejemplo, la construcción de una
fortificación permanente en el Ática, que haría a los ciudadanos de Atenas «más
proclives a escuchar» (V, 17, 2). Gracias a una combinación de ira y de miedo,
los atenienses también podrían haber respondido al instante con una matanza de
prisioneros, lo que habría puesto punto final a cualquier esperanza de paz,
pero el ardid espartano funcionó. Los atenienses se avenían por fin a pactar la
paz sobre el principio generalizado del statu
quo prebélico, con las excepciones necesarias de Tebas, que conservaría
Platea, y de Atenas, que mantendría Nisea y los territorios de Solio y
Anactorio en el oeste, originariamente corintios.
LA PAZ DE NICIAS
La paz, juramentada para cincuenta años, permitía el
libre acceso a los lugares sagrados comunes, establecía la independencia del
templo de Apolo en Delfos y promovía la resolución de conflictos por medios no
beligerantes. Sus disposiciones territoriales restituían a Atenas la fortaleza
fronteriza de Panacto, que había sido obtenida traicionando a los beocios en el
año 422. Esparta también hizo promesa de retornar Anfípolis a Atenas, aunque
sus ciudadanos y los de otras muchas ciudades serían libres de abandonarlas con
todos sus bienes. Los espartanos también se marcharon de Torone, Escione y del
resto de poblaciones que habían reconquistado los atenienses o que todavía
asediaban. Esta medida significaba para los hombres de Escione una muerte
segura, ya que la Asamblea ateniense había decretado de antemano su destino.
Las restantes ciudades tracias rebeldes fueron divididas en dos categorías. En
la primera, se hallaba Anfípolis y las ciudades que Atenas había recuperado,
las cuales quedaron devueltas al control ateniense. Sin embargo, Argilo,
Estagira, Acanto, Estolo, Olinto y Espartolo dejaron en evidencia a los
espartanos por haber alentado éstos sus rebeliones en nombre de la libertad de
Grecia. Para no humillar a Esparta, los atenienses permitieron que estas
ciudades se limitaran a pagar el tributo anterior al incremento fiscal del año
425. Deberían permanecer neutrales y no pertenecer a ninguna de las
confederaciones, aunque a los atenienses se les permitía utilizar la persuasión
pacífica para tratar de ganarlas de nuevo. Tal conjunto de legalismos obtusos
no conseguía ocultar la traición de Esparta hacia sus aliados septentrionales.
Los atenienses también hicieron importantes
concesiones: otorgaron un grado inusitado de independencia a los calcídicos y
se comprometieron a establecer sus bases en los límites del Peloponeso: en
Pilos, Citera y Metana. Atenas también consentía en devolver las islas de
Atalanta y Ptaleo —posiblemente una población de la costa de Acaya—. La cláusula
de intercambio de prisioneros privaba a los atenienses de su principal elemento
de disuasión contra Esparta, pero éste era un paso esencial para la paz. La
parte final del acuerdo reflejaba sin ambages que Atenas y Esparta habían
impuesto la paz a sus aliados: «Si alguna de las dos partes olvida algo,
cualquier cosa, ésta debe hacerse, de acuerdo con el juramento de las dos, sólo
por medio de la palabra, y así cambiar lo que a ambas partes, ateniense y
espartana, les parezca conveniente» (V, 18. 11).
Atenas ratificó el Tratado pocos días después del
décimo aniversario de la primera invasión del Ática, posiblemente alrededor del
12 de marzo del año 421. La paz despertó una gran alegría en la mayor parte de
los atenienses, espartanos y griegos en su conjunto. En la capital del Ática,
«era opinión compartida por muchos que los males habían remitido
manifiestamente; Nicias andaba en boca de todos como el hombre que había sido
tocado por los dioses. Su piedad había sido la causa de que las divinidades
honraran su nombre con las mayores y más bellas bendiciones» (Plutarco, Nicias, IX, 6).
Este acuerdo siempre se ha conocido por el nombre de
Paz de Nicias, pues él fue, más que ningún otro, el responsable de haberla
llevado a buen puerto. Podría parecer que la Guerra Arquidámica hubiera
premiado a Atenas con el tipo de triunfo que Pericles había buscado; no
obstante, difícilmente es el caso. El objetivo de Pericles era poner a salvo el
orden internacional establecido en el año 445, y convencer a Esparta de la imposibilidad
de coaccionar a Atenas, pues sus ciudadanos eran invulnerables y el Imperio,
una realidad; cualquier agravio habría de conciliarse por medio de la
discusión, la negociación y el arbitraje, es decir, sin amenazas ni por la
fuerza.
Sin embargo, la paz no trajo estos cambios, como
tampoco fue posible restablecer el statu
quo territorial. Anfípolis y Panacto, por ejemplo, quedaban bajo el control
de pueblos hostiles a Atenas, que a su vez tampoco estaban supeditados a
Esparta, por lo que su eventual devolución a Atenas no podía ser asumida.
Platea, compañera de armas de Atenas en Maratón y su fiel aliada desde
entonces, quedó abandonada al poder tebano. La pérdida de Anfípolis resultó
compensada con la obtención de Nisea; pero, con toda seguridad, a Pericles le
habría consternado el acuerdo alcanzado con las ciudades rebeldes de Calcídica.
Su condición futura, incluida la cantidad de tributos que pagarían, no la
fijarían los atenienses, sino las disposiciones de un Tratado entre las dos
potencias. Esto incumplía el ideal por el que Pericles había entrado en guerra:
la legitimidad, integridad e independencia del Imperio ateniense.
La manera en la que se había alcanzado la paz aún
generaba mayor insatisfacción. No había constancia de que los espartanos hubieran
llegado a aceptar la imbatibilidad de Atenas o hubieran dejado de cuestionar la
realidad de su Imperio. Los motivos principales que habían obligado a Esparta a
buscar la paz eran sus dificultades temporales: el deseo de recuperar a sus
prisioneros y la amenaza de una alianza argiva con Atenas. La facción bélica no
había sido derrotada ni caído en el descrédito permanente. No se tenía la
certeza de que los espartanos, una vez restablecido el orden en el Peloponeso,
abandonarían su búsqueda de la supremacía y la venganza. La paz les
proporcionaría el tiempo que necesitaban para recuperarse y haría posible el
desquite; y, por otra parte, tampoco serviría de ayuda para convencerles de que
era imposible que ganaran la guerra. Respecto a los atenienses, en realidad se
habían visto obligados a aceptar la paz por temor a una amenaza militar. Así
pues, la Guerra de los Diez Años no se tradujo en los resultados deseados por
ninguno de los dos bandos: no trajo la destrucción del Imperio ateniense ni la
libertad de todos los griegos, como tampoco mitigó el temor de Esparta hacia la
potencia ateniense. Para Atenas, la paz ni siquiera ofrecía las garantías de
seguridad por las que Pericles se había aventurado a combatir. El gasto de
vidas, sufrimiento y dinero había sido finalmente en vano.
La Paz de Nicias, al igual que el Tratado de los
Treinta Años, que puso fin a la primera Guerra del Peloponeso, concluía un
conflicto que ninguna de las partes había sabido ganar; ahí termina cualquier
otra semejanza. Las disposiciones territoriales del año 445 eran realistas; el
tratado de 421, no. Se sustentaba en las promesas poco plausibles por parte de
Esparta de devolver Anfípolis y Panacto a Atenas, y ni siquiera se mencionaban
Nisea, Solio y Anactorio, lo que invariablemente no haría sino molestar a
Megara y Corinto, con la consiguiente amenaza para la paz que esto suponía. El
pacto anterior había sido acordado por una Atenas firme y sin fisuras bajo el
control de Pericles, un líder verdaderamente comprometido con la observancia de
la letra y el espíritu del Tratado; por su parte, los espartanos también habían
gozado de buenas razones para sentirse satisfechos con sus términos.
Sin embargo, la Atenas del año 421 carecía de un
liderazgo estable. Las actuaciones de los últimos años habían alterado a menudo
el rumbo de la política, y los enemigos de la paz habían sido superados
principalmente por la ausencia de voces influyentes. En Esparta, los más
autoritarios desaprobaban la paz. Podían llegar nuevos éforos al poder y
oponerse al acuerdo; incluso los que lo habían suscrito no se sentían
entusiasmados a la hora de ejecutar cada una de sus disposiciones. En el año
445, los aliados de Esparta habían aceptado la paz sin condiciones; pero en el
año 421, Beocia, Corinto, Élide, Megara y los tracios se negaban a cooperar. En
el 445, los argivos estaban ligados a Esparta por un tratado; en el 421 no
pertenecían a ninguna de las confederaciones, y se aprestaban a recuperar su
antigua hegemonía sobre el Peloponeso y a sacar provecho de las divisiones del
mundo griego en su propio beneficio. La suma de estos obstáculos ponía en un
serio aprieto las perspectivas de paz desde un principio.
Debilitados por la contienda, pocos eran los
atenienses que tomaban tales problemas en consideración; corría el año 421 y
Atenas reía con la representación de La
paz de Aristófanes en el Gran Festival dedicado a Dionisos. Brásidas y
Cleón, la maza y el mortero de la guerra, según los caracterizó el comediógrafo
ático, habían muerto, mientras el mismísimo dios de la guerra se veía obligado
a abandonar la escena. Trigeo y el coro de los granjeros atenienses quedaban en
libertad para salvar a Eirene, diosa de la paz, del pozo donde había estado
enterrada durante diez largos años.
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