miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Capítulo 30 Los Cuatrocientos en el poder (411)

Los hombres que iban a mostrarse más activos en la formación del gobierno de los Cuatrocientos no fueron los propios moderados, aunque, al necesitar apoyo de éstos, intentaron disfrazar sus objetivos con promesas de un futuro menos radical. Para alcanzar ese fin, los reunidos en la colina de Colono nombraron un cuerpo de secretarios que debían confeccionar la lista de los Cinco Mil, algo que nunca llegarían a completar, así como un comité encargado de redactar una constitución permanente para el futuro. Estas medidas perseguían persuadir a los moderados de que el gobierno de los Cuatrocientos era temporal, y de que daría paso a una nueva constitución de los Cinco Mil cuando la crisis hubiera pasado.
Los extremistas conservadores pretendían mantener a los Cuatrocientos en el control sólo durante el tiempo que fuera necesario, para finalmente establecer una oligarquía incluso con mayores restricciones, de modo que decidieron llevar a cabo una serie de acciones engañosas. En la primera de ellas, el comité constitucional alcanzó «un compromiso», con la propuesta de dos nuevas constituciones, una para uso inmediato y otra para más adelante. La constitución inmediata confería un estatus legal al Consejo de los Cuatrocientos con poderes «para actuar en la forma en que ellos creyeran conveniente» (Aristóteles, Constitución de los atenienses, 31, 2). Los atenienses estarían obligados a aceptar cualquier ley que ellos pudieran aprobar como parte de la Constitución, a suscribir que ninguna de esas leyes fuera cambiada, y a dar su consentimiento para que no fueran introducidas otras nuevas. Estas condiciones, en efecto, daban licencia a los Cuatrocientos para hacer lo que ellos desearan y para permanecer en el poder tanto tiempo como quisieran.
Para mantener la alianza con los moderados, los Cuatrocientos también presentaron un proyecto de constitución que, teóricamente, debía entrar en funcionamiento cuando la crisis provocada por la guerra estuviera superada. Estaba básicamente incompleta, ya que no decía nada acerca de los aspectos judiciales, pero preveía la formación de un Consejo sin remuneración, cuyos miembros procederían de los ciudadanos mayores de treinta años que estuvieran entre los Cinco Mil. Este Consejo estaría dividido en cuatro secciones, que servirían en turno rotativo y en nombre de esa institución durante un año. Los generales y otros oficiales de alto rango serían elegidos por el Consejo en funciones, por lo que sólo podrían servir un año de cada cuatro. Este acuerdo fue adoptado para evitar el ascenso de líderes populares. Sin embargo, su falta de sentido práctico no tenía demasiada importancia, como tampoco ninguno de los otros detalles particulares que se incluían en el documento, ya que los oligarcas no habían diseñado esta constitución para que fuera llevada a la práctica, como, de hecho, sucedió. Por el momento, los moderados estaban satisfechos con la perspectiva en el horizonte de una constitución moderada; los aspectos particulares podían ser negociados más adelante.
Ocho días después de alcanzar el poder, los Cuatrocientos establecieron formalmente el nuevo régimen. El comité nombrado para realizar el proyecto constitucional publicó sus dos nuevas constituciones, declarando que habían sido ratificadas por los Cinco Mil. Esta aseveración era patentemente falsa, teniendo en cuenta que la lista de los Cinco Mil no existía todavía en ese momento. La mayoría de los atenienses estaban demasiado asustados, confusos o carecían de la información necesaria como para hacer preguntas. Antes y después de este evento público, la mayoría creía que los Cinco Mil podían haber sido ya seleccionados. Los moderados que había entre los Cuatrocientos estaban mejor informados, aunque mantenían la calma, considerando que tales maniobras eran tan sólo una parte necesaria de la transición que ellos mismos deseaban. Su objetivo era conseguir la lealtad de la fuerza ateniense en Samos, para lo cual la fundación —aparentemente legal— de un nuevo régimen, así como la promesa de un gobierno moderado más amplio en un próximo futuro, eran los pasos adecuados para conseguirlo.
La oligarquía surgió a raíz de una crisis en la guerra, pero su origen revolucionario fue la causa de otra crisis dentro del Estado, por lo que tuvo que hacer frente a graves retos desde el comienzo. El más inmediato fue el de conseguir la estabilidad en Atenas. Los Cuatrocientos tenían que convencer a las fuerzas atenienses de Samos y, de esa manera, poner a todo el pueblo ateniense bajo su gobierno. A continuación, deberían ser tomadas una serie de decisiones acerca de qué tipo de relación habría con el Imperio, y también sobre cómo obrar con respecto a la guerra. ¿Deberían continuar combatiendo? Y de ser así, ¿cuál debería ser la estrategia? Y si no continuaban la guerra, ¿qué condiciones de paz serían aceptables? En todo caso, ¿qué forma de gobierno debería adoptar el gobierno ateniense en el futuro? Significativamente divididos desde un principio, los Cuatrocientos se planteaban la respuesta a todas estas cuestiones.
Para dar una impresión de moderación, legalidad, y continuidad, eligieron a los presidentes del Consejo por sorteo, como en el régimen democrático. Con el fin de obtener un control inmediato de las fuerzas armadas en Atenas, se apresuraron a nombrar nuevos generales, un jefe de caballería, y diez altos cargos militares correspondientes a cada uno de los clanes tribales sin seguir el procedimiento requerido por su propia Constitución. De los generales cuyos nombres han llegado hasta nosotros, cuatro eran oligarcas extremos, y otros dos, uno de los cuales era Terámenes, eran moderados, probablemente una representación proporcional a la situación que existía en el seno de los Cuatrocientos. Los más extremistas querían hacer regresar a los hombres exiliados por el régimen democrático, la mayoría de los cuales eran implacables enemigos de la democracia. No obstante, una rehabilitación general de los exiliados hubiera incluido a Alcibíades, a quien ellos temían y del que desconfiaban. Por otro lado, excluir sólo a Alcibíades de esa amnistía hubiera ofendido a los moderados, que permanecían ligados a él, motivo por el cual decidieron no promover ese tipo de acción.
Desde el principio, el propósito ostensible del golpe había sido el posibilitar la victoria en la guerra, pero tan pronto como los Cuatrocientos estuvieron en el poder, buscaron la paz con Esparta. A pesar de las repetidas aseveraciones por parte de la nueva oligarquía de su intención de continuar con la lucha, resultaba evidente que la destrucción de la democracia era incompatible con la continuación de la guerra. La única esperanza ateniense de victoria descansaba en la fuerza de la flota, lo que significaba depender de la cooperación de las clases bajas y de sus líderes democráticos. Mientras la seguridad de la ciudad descansara en ellos, ningún asalto al gobierno popular quedaría sin respuesta por mucho tiempo. Por el contrario, incluso una paz temporal con Esparta dejaría muchos de los barcos en puerto y dispersaría a sus tripulaciones. En esas circunstancias, los oligarcas serían capaces de imponer un nuevo régimen por el terror, aunque también era necesario convencer a los hoplitas. Sólo entonces podrían abrir negociaciones para conseguir una paz permanente que dejaría a Atenas bajo un gobierno oligárquico.
Incluso ese camino no sería fácil, porque los moderados podían insistir en la continuación de la guerra o, como mínimo, exigir condiciones que los espartanos probablemente no aceptarían. La mayoría de los extremistas, en cambio, hubieran preferido tales medidas, pero estaban dispuestos incluso a conseguir la paz «bajo condiciones tolerables» (VIII, 90, 2), aunque ello significara renunciar a las murallas de Atenas, a su flota y a su independencia. Precisamente para prevenir una salida como la señalada, Terámenes pronto lideraría un movimiento que apartaría a los Cuatrocientos del poder. Él y los otros moderados estaban deseando discutir los términos de una paz que permitiera a Atenas mantener su independencia, su imperio y su poder, incluso admitiendo un nuevo statu quo, con la consiguiente pérdida de algunos Estados sometidos que se habían rebelado, pero nada más. A pesar de su voluntad de hacer concesiones más grandes, los extremistas pudieron llegar a un acuerdo con los moderados, al menos en la primera etapa de las negociaciones.
Por consiguiente, los Cuatrocientos enviaron una embajada al rey Agis a Decelia ofreciendo una paz en la que cada bando retendría los territorios que mantenía en ese momento. Agis la rechazó de inmediato: no habría paz a menos que «renunciaran a su imperio marítimo» (Aristóteles, Constitución de los atenienses, 32, 3). El rey espartano consideró la propuesta ateniense como una señal de su debilidad, por lo que ordenó que un gran ejército del Peloponeso se reuniera con sus propias fuerzas junto a las murallas de Atenas. Pero los atenienses no estaban dispuestos a rendirse, y fuerzas armadas de cada grupo social —caballeros, hoplitas, soldados ligeros y arqueros— atacaron cuando el enemigo se aproximó a los muros, haciendo retroceder a los ejércitos espartanos.
La determinación de los atenienses demostró que la victoria no se alcanzaría fácilmente. Después de la batalla, los Cuatrocientos continuaron con su intento de establecer negociaciones de paz, ante lo cual, Agis, ahora más cauto, insistió en que los atenienses enviaran embajadas directamente a Esparta. Aunque por un lado no quería ser un obstáculo para la paz, por otra parte no quería discutir términos que en ese momento podían ser inaceptables para el gobierno espartano.
LA DEMOCRACIA EN SAMOS

Los Cuatrocientos dirigían ahora su atención a los graves problemas de Samos. Su plan original era hacer de la isla una oligarquía, pero esto se convirtió rápidamente en un problema. Pisandro persuadió a algunos políticos samios oportunistas de que formaran una conspiración de los Trescientos, que usaban tácticas de terror similares a las empleadas por los Cuatrocientos en Atenas. Este grupo se encargó de asesinar a Hipérbolo, que había vivido en la isla desde su ostracismo en el año 416, como una señal de buena fe de cara a los oligarcas atenienses, si bien una acción violenta de ese tipo no iba a ser tan efectiva en Samos como lo había sido en Atenas. Como respuesta, los demócratas samios buscaron liderazgo entre los leales atenienses que más se habían destacado en la defensa de la democracia —los generales León y Diomedonte, el trierarca Trasibulo, y Trásilo, que sólo tenía la categoría de hoplita— «hombres que siempre parecían de los más opuestos a los conspiradores» (VIII, 73, 4).
La situación en Samos proporciona nuevas evidencias de que la conspiración original para alterar el gobierno ateniense fue una cuestión con matices desde el comienzo, y que implicó a varios elementos heterogéneos. Enfrentados a un desastre nacional, León y Diomedonte, que no eran oligarcas ni demócratas radicales, se vieron obligados a aceptar la idea de traer de vuelta a Alcibíades, lo que obligaba a alterar la constitución democrática en Atenas, a pesar del poco entusiasmo que este plan despertara en ellos. Sin embargo, como generales, no podían haber sido excluidos del círculo de los Cuatrocientos, que incluía a verdaderos oligarcas como Pisandro. Para un observador exterior, ellos podrían haber parecido parte de la oligarquía, lo que explicaría por qué los demócratas atenienses de Samos los despreciaron más adelante, considerándolos, junto con otros generales y trierarcas, hombres poco dignos de confianza.
Resulta más sorprendente, sin embargo, la confianza de los demócratas en el trierarca Trasibulo, un gran partidario de Alcibíades y uno de los autores originales del plan para buscar ayuda persa. Su selección como uno de los únicos cuatro líderes atenienses escogidos para salvar la democracia samia revela que aquellos que estaban implicados en este asunto sabían que, entre los Cuatrocientos, no todos estaban cortados por el mismo patrón, y que verdaderos amigos de la democracia caminaban entre ellos.
Cada uno de los atenienses escogidos partió para advertir del peligro a los soldados atenienses de confianza, especialmente a los miembros del barco emisario de Atenas Páralos, cuya tripulación era bien conocida por sus opiniones democráticas y su odio a la oligarquía. Por consiguiente, cuando los oligarcas samios lanzaron su golpe, los marineros atenienses, y especialmente la tripulación del Páralos, estaban preparados para detenerlos. Los victoriosos demócratas samios ejecutaron a treinta cabecillas del golpe y enviaron a otros tres al exilio, aunque declararon una amnistía para el resto. Esta conducta suponía un notable autocontrol para lo que era habitual en aquellos días, un esfuerzo que pronto fue recompensado. «A partir de ese momento, vivieron bajo una democracia como ciudadanos» (VIII, 73, 6).
Debido a que estos acontecimientos ocurrieron poco después del golpe en Atenas, los atenienses de Samos no sabían aún que la oligarquía se había instalado en la capital. Por consiguiente, cuando la Páralos llegó a Atenas para anunciar las grandes noticias sobre la victoria democrática en la isla, su tripulación fue puesta de inmediato bajo arresto. Quereas, un celoso demócrata, fue el único que logró escapar, dirigiéndose de vuelta a Samos. Su relato de la situación en Atenas fue más allá de lo que ocurría en realidad: informó de que el pueblo estaba siendo castigado con el látigo, que no se permitía crítica alguna al gobierno, que se estaban cometiendo ultrajes contra mujeres y niños, e incluso que los oligarcas se proponían encarcelar y amenazaban con matar a los familiares de los atenienses de Samos que no simpatizaban con su causa; de acuerdo con Tucídides, «contó muchas otras mentiras también» (VIII, 74, 3). El discurso de Quereas soliviantó de tal modo a los soldados atenienses, que éstos tomaron a «los principales instigadores de la oligarquía», y a «aquellos de los otros que habían tomado parte en el golpe en Samos», con la intención de lapidarios, si bien los «hombres de opiniones moderadas» lograron que se calmaran (VIII, 75, 1). Los «principales promotores» serían hombres cercanos a Pisandro y Frínico, mientras «los otros que tomaron parte» incluían sin duda a demócratas moderados como León y Diomedonte, ya que en el calor del momento habían sido depuestos de sus generalatos. Entre los «hombres de opiniones moderadas» estaban ciertamente Trasibulo y Trásilo, ya que ambos tomaron el liderazgo en los acontecimientos que estaban teniendo lugar. También fueron decisivos en prevenir la violencia y en conseguir lo que se tradujo en una amnistía para aquellos que sólo habían tomado parte en la primera fase del levantamiento oligárquico, ya que éstos fueron incluidos en la lista de los que prestaron el nuevo juramento que debían aceptar los miembros de las fuerzas armadas samias y atenienses: «Ser gobernados en democracia y vivir en armonía, continuar la guerra contra los peloponesios vigorosamente, ser enemigos de los Cuatrocientos y no entrar en negociaciones con ellos» (VIII, 75, 2). De ahí en adelante, los atenienses de la isla y los samios permanecerían juntos, tanto en contra de los Cuatrocientos en Atenas como del enemigo peloponesio.
Los soldados atenienses en Samos eligieron a Trasibulo y a Trásilo, entre otros, para reemplazar a los generales depuestos en una acción que podía ser entendida como una declaración de soberanía, que reclamaba legitimidad para ellos en su oposición al gobierno oligárquico en Atenas. Los nuevos líderes alentaron a sus hombres anunciándoles que ellos, y no los oligarcas de Atenas, representaban a la mayoría (es decir, a la democracia), junto con la marina, la única que podía controlar el Imperio y sus rentas. Los oligarcas atenienses se habían levantado contra ellos, no ellos contra la ciudad. Desde Samos, podían tanto rechazar al enemigo como obligar a que los oligarcas restauraran la democracia en Atenas. En todo caso, ellos estarían seguros tanto tiempo como controlaran su gran flota.
Mientras tanto, en su base de Mileto, no lejos de Samos, los peloponesios estaban ocupados con sus propios problemas. Encabezados por los furiosos siracusanos, muchos soldados estaban hablando abiertamente contra sus líderes. Se quejaban de la inactividad y de las oportunidades perdidas, mientras los atenienses estaban en guerra entre ellos mismos. Culpaban al navarca Astíoco de eludir el combate y de confiar en Tisafernes. Estaban furiosos con el propio sátrapa por haberles prometido una flota fenicia que nunca se presentó, así como por el insuficiente e irregular pago de sus salarios, e incluso lo acusaban de estar intentando desgastar su fuerza mediante continuos retrasos. Bajo esta presión, Astíoco convocó un Consejo, que decidió buscar una gran batalla. Conociendo el ataque democrático sobre los oligarcas samios, confiaban en coger al enemigo en medio de una guerra civil.
Por consiguiente, a mediados de junio partieron hacia Samos con toda su flota, integrada por ciento doce barcos. Los atenienses de Samos disponían sólo de ochenta y dos barcos, si bien conocieron el avance de la expedición enemiga con tiempo suficiente como para ordenar a Estrombíquides, en ese momento en el Helesponto, que se apresurara a regresar a Samos para presentar batalla. Cuando los peloponesios llegaron, la flota ateniense se refugió en Samos para esperar el regreso de las fuerzas navales del Helesponto. Los peloponesios hicieron de Mícale su base, en la costa frente a Samos, y se prepararon para enfrentarse al enemigo al día siguiente. Sin embargo, cuando fueron conscientes de que Estrombíquides había llegado con sus barcos, lo que hacía ascender el total de la flota ateniense a ciento ocho, Astíoco decidió volver a Mileto. Los atenienses lo persiguieron, confiando en provocar una batalla decisiva, pero Astíoco rehusó salir del puerto. A pesar de sus dificultades internas, los atenienses restauraron el equilibrio de poder volviendo al que había existido el invierno anterior: la flota ateniense, aunque con una ligera inferioridad numérica, controlaba de nuevo el mar.
FARNABAZO Y EL HELESPONTO

La retirada de Samos provocó la ira de los marineros y soldados peloponesios, que incrementaron la presión para que Astíoco se decidirá a emprender una acción efectiva, incluso cuando la falta de los pagos prometidos por Tisafernes amenazaba la capacidad del navarca para el sostenimiento de la flota. Por otra parte, Farnabazo, el sátrapa de la Anatolia septentrional, prometió apoyar a la flota peloponesia si Astíoco se trasladaba al Helesponto. Los ciudadanos de Bizancio, en el Bósforo, también deseaban que se dirigiera allí y les ayudara a rebelarse contra los atenienses. Sin embargo, Astíoco todavía no había cumplido las órdenes de Esparta de enviar una fuerza bajo el mando del general Clearco para ayudar a Farnabazo. Su política de permanecer en Jonia e intentar trabajar con Tisafernes había fracasado claramente, y él no podía retrasar su partida por más tiempo.
A finales de julio, Clearco partió hacia el Helesponto con cuarenta barcos. El miedo a la flota ateniense de Samos le obligó a navegar al oeste de la ruta más directa, lo que le llevó a mar abierto, donde encontró una de esas repentinas tormentas del Egeo tan sumamente peligrosas para los trirremes. Abandonó su objetivo y se deslizó a Mileto cuando el mar estuvo de nuevo en calma. Mientras tanto, diez barcos bajo el mando del más audaz —o más afortunado— general megareo, Helixo, alcanzó los estrechos, lo que propició la revuelta de Bizancio. Pronto Calcedonia, en el otro lado del Bósforo, Cícico y Selimbria se unieron al levantamiento.
Estos acontecimientos cambiaron radicalmente la situación, ya que las revueltas y la presencia de una flota espartana en los estrechos amenazaba el suministro ateniense de grano y, consecuentemente, su capacidad para continuar la guerra. La llegada de los peloponesios a la esfera de influencia de Farnabazo tenía un carácter muy significativo, si se tiene en cuenta que hasta ese momento los espartanos se habían visto obligados a aceptar la esporádica y poco fiable ayuda de Tisafernes, viéndose constantemente en jaque por sus planes. Con Farnabazo como aliado y pagador, podían esperar un éxito mayor, especialmente ahora que se habían apostado en medio de la vital ruta de suministros de Atenas.
ALCIBÍADES ES RECLAMADO

Los atenienses de Samos percibieron rápidamente el peligro que se derivaba de esta nueva alianza, y tomaron medidas para hacerle frente. Trasibulo, que nunca había dejado de recordar la necesidad del regreso de Alcibíades como un factor clave para ganar la guerra, obtuvo finalmente el apoyo de una mayoría de soldados para la promulgación de un decreto que permitía su regreso con una garantía de inmunidad. El propio Trasibulo navegó para acompañar a Alcibíades a Samos, «convencido de que la única salvación descansaba en atraer a Tisafernes desde el bando peloponesio al suyo» (VIII, 81, 1).
Las condiciones de la repatriación de Alcibíades no fueron, sin embargo, las que él hubiera deseado. No sólo se desconfiaba ampliamente de él, sino que, en algunas facciones, se le odiaba. Sin embargo, todavía no había regresado a Atenas; su destino era Samos, donde la inmunidad concedida le protegía por ahora, aunque no de un juicio en el futuro. A él le hubiera gustado aparecer en Atenas a la cabeza de una gran coalición de la que fuera la indisputable figura central. En lugar de eso, sólo una facción de demócratas moderados, bajo la insistencia de su líder Trasibulo, lo trajo de vuelta a Samos, a pesar de la oposición de una parte de la ciudad. Su éxito, por no decir su futuro, dependía en buena medida del mantenimiento de buenas relaciones con Trasibulo, quien, aunque no leal amigo, era un hombre poderoso de mente independiente y no el títere de nadie. Alcibíades se vio obligado a seguir su consejo cuando llegó a la base ateniense.
Nada más desembarcar en Samos, Alcibíades habló en la Asamblea, aunque sus palabras iban dirigidas también tanto a los líderes oligárquicos de Atenas como a los peloponesios. Tucídides asegura que sus intenciones eran ganarse el respeto del ejército en Samos y restaurar su confianza en ellos mismos, incrementar las sospechas de Tisafernes acerca de los peloponesios y, por ese camino, hacerles perder sus esperanzas de victoria, así como llevar el temor a su regreso a los corazones de aquellos que controlaban la oligarquía en Atenas. En lo más álgido de su discurso, recurrió de nuevo a la manipulación: aseguró que tenía una gran influencia con Tisafernes, y que el sátrapa estaba deseando ayudar a los atenienses. Tisafernes traería la flota fenicia, que había prometido a los peloponesios, para ayudar a los atenienses, aunque sólo si ellos daban el mando a Alcibíades, el hombre en el cual él confiaba, como garantía de su buena fe. Los soldados atenienses, deseosos de creer que la seguridad y la victoria estaban, por fin, al alcance de la mano, le eligieron general de inmediato «y pusieron en sus manos todos sus asuntos» (VIII, 82, 1).
La retórica de Alcibíades, de hecho, demostró haber tenido un éxito inesperado, ya que, en su entusiasmo, las fuerzas atenienses se mostraron dispuestas a navegar directamente al Pireo y atacar a los Cuatrocientos. Sin embargo, Alcibíades necesitaba tiempo para reunirse con Tisafernes, con el objeto de hacerle conocer que ya no sería por más tiempo un hombre sin patria que dependía del sátrapa para su seguridad y supervivencia, sino el recientemente elegido líder de las fuerzas atenienses en Samos y un hombre que debía ser tomado en consideración. Tucídides nos dice que él «estaba usando a los atenienses para impresionar a Tisafernes, y a Tisafernes para impresionar a los atenienses» (VIII, 82, 2), pero para obrar de esa manera necesitaba ponerse en contacto con el sátrapa antes de que los atenienses entraran en acción.
Mientras tanto, en Mileto, las relaciones entre los peloponesios y Tisafernes iban de mal en peor. Éste había utilizado la inactividad espartana como una excusa para retener parte de sus salarios, y en ese momento incluso los oficiales estaban expresando su descontento, tomando como blanco principalmente a su pasivo navarca Astíoco. Consideraban que estaba siendo demasiado indulgente con Tisafernes, y sospechaban que había aceptado sobornos del sátrapa. Los hombres de Turios y de Siracusa llevaron su descontento al extremo de reclamar sus pagas al propio Astíoco. Con la arrogancia típica de los espartanos que estaban al mando de fuerzas extranjeras, les contestó con aspereza, e incluso amenazó con su bastón de mando a Dorieo, el gran atleta que mandaba la fuerza de los turios. Éstos lo hubieran apedreado si el navarca no hubiera buscado la protección de un altar. Aprovechándose de la lucha interna de los peloponesios, los milesios se apoderaron del fuerte que el sátrapa había hecho construir en su ciudad y expulsaron a la guarnición, ganando así la aprobación de los aliados y de los siracusanos en particular. Fue en ese momento, en el mes de agosto, cuando el nuevo navarca, Míndaro, llegó para relevar a Astíoco.
Semejante desorden agradaría, sin duda, a Alcibíades, que se encontraba ahora con Tisafernes en Mileto. Poco tiempo después de que regresara a Samos, una embajada de los Cuatrocientos de Atenas llegó para intentar solucionar los inesperados acontecimientos que habían ocurrido en la isla. Al principio, los airados soldados les abuchearon cuando intentaron hablar ante la Asamblea, y llegaron a amenazar con matar a esos hombres que habían acabado con su democracia. Al cabo de un rato, sin embargo, se aplacaron, y los embajadores pudieron entregar su mensaje. El propósito de la revolución, explicaron, era salvar la ciudad, no traicionarla. El nuevo gobierno no sería una oligarquía permanente y reducida; los Cuatrocientos darían paso al final a los Cinco Mil. Las acusaciones de Quéreas eran falsas; en Atenas, las familias de los soldados estaban a salvo. Sin embargo, estas aseveraciones no calmaron a la audiencia, y la propuesta de atacar de inmediato el Pireo y a los oligarcas de Atenas ganó un fuerte apoyo. Tucídides observa que «nadie más podía haber calmado a la multitud en ese momento, excepto Alcibíades» (VIII, 86, 5). Aquí, como tan a menudo, Tucídides adscribe demasiada influencia al renegado ateniense (quien fue probablemente una fuente destacada para su historia), ya que Trasibulo también se ocupó de calmar a la multitud «con su presencia y sus gritos, ya que según se dice, tenía la voz más potente entre todos los atenienses» (Plutarco, Alcibíades, XXVI, 6).
Alcibíades contestó a los enviados insistiendo en la adopción del programa de Trasibulo y los moderados. «Él no se oponía al gobierno de los Cinco Mil, pero exigía que depusieran a los Cuatrocientos y restauraran el consejo de los Quinientos» (VIII, 86, 6). Dio su aprobación a todas las medidas económicas que pudieran haber sido hechas para el suministro de las fuerzas armadas, y les alentó a no rendirse ante el enemigo, porque mientras la ciudad estuviera segura en manos atenienses, la esperanza de la reconciliación permanecería. La masa de los soldados y marineros, sin duda, hubiera preferido una restauración completa de la democracia, pero sus líderes todavía buscaban establecer el régimen moderado que ellos habían querido desde el comienzo, y los hombres accedieron a sus deseos.
Sin embargo, quizás el principal objetivo del discurso de Alcibíades era el gobierno que se había formado en Atenas. Sus palabras debían ser entendidas como un apoyo a la resolución de los moderados de resistir los excesos planeados por los extremistas, y quizá como una insinuación para que fueran ellos mismos quienes tomaran el control. Incluso más allá de eso, el fin de las palabras de Alcibíades era el de disuadir al gobierno de los Cuatrocientos de llegar a una paz con el enemigo, entregándoles la ciudad. El peligro de que un acontecimiento así pudiera suceder era real, ya que el ejército en Samos pronto recibió pruebas concluyentes de que los Cuatrocientos habían intentado, una vez más, negociar con los espartanos, aunque los emisarios nunca alcanzaron Esparta. Las tripulaciones de los barcos que los transportaban se rebelaron contra aquellos que consideraban «principales responsables de derribar la democracia» (VIII, 86, 9), entregándolos a los argivos que, a su vez, los enviaron a Samos.

Cuando el verano del año 411 llegó a su fin, los hombres que esperaban establecer una oligarquía permanente en Atenas no habían alcanzado ninguno de sus objetivos. Sus esfuerzos para hacer del Imperio un área más segura mediante la imposición de oligarquías, sólo habían incitado a nuevas rebeliones. En lugar de conseguir la instauración de una oligarquía amistosa en Samos, su intento de golpe hizo que los demócratas se rebelaran, y que incluso estuvieran a punto de enviar la flota hacia ellos para Atenas. Ellos habían alienado a Trasibulo, uno de los fundadores del movimiento, que se convirtió en un peligroso enemigo junto con su amigo Alcibíades, quien anteriormente había sido un importante factor en sus planes para alcanzar el éxito. Ambos hombres exigían ahora la disolución de los Cuatrocientos, y usarían su influencia para convencer a los moderados que estaban dentro de ese cuerpo político en Atenas. El intento de llevar a cabo una paz con Esparta había fracasado. Su única esperanza consistía en convencer a los espartanos de que los salvaran antes de que fuera demasiado tarde.

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