Los hombres que iban a mostrarse más activos en la
formación del gobierno de los Cuatrocientos no fueron los propios moderados,
aunque, al necesitar apoyo de éstos, intentaron disfrazar sus objetivos con
promesas de un futuro menos radical. Para alcanzar ese fin, los reunidos en la
colina de Colono nombraron un cuerpo de secretarios que debían confeccionar la
lista de los Cinco Mil, algo que nunca llegarían a completar, así como un
comité encargado de redactar una constitución permanente para el futuro. Estas
medidas perseguían persuadir a los moderados de que el gobierno de los
Cuatrocientos era temporal, y de que daría paso a una nueva constitución de los
Cinco Mil cuando la crisis hubiera pasado.
Los extremistas conservadores pretendían mantener a
los Cuatrocientos en el control sólo durante el tiempo que fuera necesario,
para finalmente establecer una oligarquía incluso con mayores restricciones, de
modo que decidieron llevar a cabo una serie de acciones engañosas. En la
primera de ellas, el comité constitucional alcanzó «un compromiso», con la
propuesta de dos nuevas constituciones, una para uso inmediato y otra para más
adelante. La constitución inmediata confería un estatus legal al Consejo de los
Cuatrocientos con poderes «para actuar en la forma en que ellos creyeran
conveniente» (Aristóteles, Constitución
de los atenienses, 31, 2). Los atenienses estarían obligados a aceptar
cualquier ley que ellos pudieran aprobar como parte de la Constitución, a
suscribir que ninguna de esas leyes fuera cambiada, y a dar su consentimiento
para que no fueran introducidas otras nuevas. Estas condiciones, en efecto,
daban licencia a los Cuatrocientos para hacer lo que ellos desearan y para
permanecer en el poder tanto tiempo como quisieran.
Para mantener la alianza con los moderados, los
Cuatrocientos también presentaron un proyecto de constitución que,
teóricamente, debía entrar en funcionamiento cuando la crisis provocada por la
guerra estuviera superada. Estaba básicamente incompleta, ya que no decía nada
acerca de los aspectos judiciales, pero preveía la formación de un Consejo sin
remuneración, cuyos miembros procederían de los ciudadanos mayores de treinta
años que estuvieran entre los Cinco Mil. Este Consejo estaría dividido en
cuatro secciones, que servirían en turno rotativo y en nombre de esa
institución durante un año. Los generales y otros oficiales de alto rango serían
elegidos por el Consejo en funciones, por lo que sólo podrían servir un año de
cada cuatro. Este acuerdo fue adoptado para evitar el ascenso de líderes
populares. Sin embargo, su falta de sentido práctico no tenía demasiada
importancia, como tampoco ninguno de los otros detalles particulares que se
incluían en el documento, ya que los oligarcas no habían diseñado esta
constitución para que fuera llevada a la práctica, como, de hecho, sucedió. Por
el momento, los moderados estaban satisfechos con la perspectiva en el
horizonte de una constitución moderada; los aspectos particulares podían ser
negociados más adelante.
Ocho días después de alcanzar el poder, los
Cuatrocientos establecieron formalmente el nuevo régimen. El comité nombrado
para realizar el proyecto constitucional publicó sus dos nuevas constituciones,
declarando que habían sido ratificadas por los Cinco Mil. Esta aseveración era
patentemente falsa, teniendo en cuenta que la lista de los Cinco Mil no existía
todavía en ese momento. La mayoría de los atenienses estaban demasiado
asustados, confusos o carecían de la información necesaria como para hacer
preguntas. Antes y después de este evento público, la mayoría creía que los
Cinco Mil podían haber sido ya seleccionados. Los moderados que había entre los
Cuatrocientos estaban mejor informados, aunque mantenían la calma, considerando
que tales maniobras eran tan sólo una parte necesaria de la transición que
ellos mismos deseaban. Su objetivo era conseguir la lealtad de la fuerza
ateniense en Samos, para lo cual la fundación —aparentemente legal— de un nuevo
régimen, así como la promesa de un gobierno moderado más amplio en un próximo
futuro, eran los pasos adecuados para conseguirlo.
La oligarquía surgió a raíz de una crisis en la
guerra, pero su origen revolucionario fue la causa de otra crisis dentro del
Estado, por lo que tuvo que hacer frente a graves retos desde el comienzo. El
más inmediato fue el de conseguir la estabilidad en Atenas. Los Cuatrocientos
tenían que convencer a las fuerzas atenienses de Samos y, de esa manera, poner
a todo el pueblo ateniense bajo su gobierno. A continuación, deberían ser
tomadas una serie de decisiones acerca de qué tipo de relación habría con el
Imperio, y también sobre cómo obrar con respecto a la guerra. ¿Deberían
continuar combatiendo? Y de ser así, ¿cuál debería ser la estrategia? Y si no
continuaban la guerra, ¿qué condiciones de paz serían aceptables? En todo caso,
¿qué forma de gobierno debería adoptar el gobierno ateniense en el futuro?
Significativamente divididos desde un principio, los Cuatrocientos se
planteaban la respuesta a todas estas cuestiones.
Para dar una impresión de moderación, legalidad, y
continuidad, eligieron a los presidentes del Consejo por sorteo, como en el
régimen democrático. Con el fin de obtener un control inmediato de las fuerzas
armadas en Atenas, se apresuraron a nombrar nuevos generales, un jefe de
caballería, y diez altos cargos militares correspondientes a cada uno de los
clanes tribales sin seguir el procedimiento requerido por su propia
Constitución. De los generales cuyos nombres han llegado hasta nosotros, cuatro
eran oligarcas extremos, y otros dos, uno de los cuales era Terámenes, eran
moderados, probablemente una representación proporcional a la situación que
existía en el seno de los Cuatrocientos. Los más extremistas querían hacer
regresar a los hombres exiliados por el régimen democrático, la mayoría de los
cuales eran implacables enemigos de la democracia. No obstante, una
rehabilitación general de los exiliados hubiera incluido a Alcibíades, a quien
ellos temían y del que desconfiaban. Por otro lado, excluir sólo a Alcibíades
de esa amnistía hubiera ofendido a los moderados, que permanecían ligados a él,
motivo por el cual decidieron no promover ese tipo de acción.
Desde el principio, el propósito ostensible del golpe
había sido el posibilitar la victoria en la guerra, pero tan pronto como los
Cuatrocientos estuvieron en el poder, buscaron la paz con Esparta. A pesar de
las repetidas aseveraciones por parte de la nueva oligarquía de su intención de
continuar con la lucha, resultaba evidente que la destrucción de la democracia
era incompatible con la continuación de la guerra. La única esperanza ateniense
de victoria descansaba en la fuerza de la flota, lo que significaba depender de
la cooperación de las clases bajas y de sus líderes democráticos. Mientras la
seguridad de la ciudad descansara en ellos, ningún asalto al gobierno popular
quedaría sin respuesta por mucho tiempo. Por el contrario, incluso una paz
temporal con Esparta dejaría muchos de los barcos en puerto y dispersaría a sus
tripulaciones. En esas circunstancias, los oligarcas serían capaces de imponer
un nuevo régimen por el terror, aunque también era necesario convencer a los
hoplitas. Sólo entonces podrían abrir negociaciones para conseguir una paz
permanente que dejaría a Atenas bajo un gobierno oligárquico.
Incluso ese camino no sería fácil, porque los
moderados podían insistir en la continuación de la guerra o, como mínimo,
exigir condiciones que los espartanos probablemente no aceptarían. La mayoría
de los extremistas, en cambio, hubieran preferido tales medidas, pero estaban
dispuestos incluso a conseguir la paz «bajo condiciones tolerables» (VIII, 90,
2), aunque ello significara renunciar a las murallas de Atenas, a su flota y a
su independencia. Precisamente para prevenir una salida como la señalada,
Terámenes pronto lideraría un movimiento que apartaría a los Cuatrocientos del
poder. Él y los otros moderados estaban deseando discutir los términos de una
paz que permitiera a Atenas mantener su independencia, su imperio y su poder,
incluso admitiendo un nuevo statu quo,
con la consiguiente pérdida de algunos Estados sometidos que se habían
rebelado, pero nada más. A pesar de su voluntad de hacer concesiones más
grandes, los extremistas pudieron llegar a un acuerdo con los moderados, al
menos en la primera etapa de las negociaciones.
Por consiguiente, los Cuatrocientos enviaron una
embajada al rey Agis a Decelia ofreciendo una paz en la que cada bando retendría
los territorios que mantenía en ese momento. Agis la rechazó de inmediato: no
habría paz a menos que «renunciaran a su imperio marítimo» (Aristóteles, Constitución de los atenienses, 32, 3).
El rey espartano consideró la propuesta ateniense como una señal de su
debilidad, por lo que ordenó que un gran ejército del Peloponeso se reuniera
con sus propias fuerzas junto a las murallas de Atenas. Pero los atenienses no
estaban dispuestos a rendirse, y fuerzas armadas de cada grupo social
—caballeros, hoplitas, soldados ligeros y arqueros— atacaron cuando el enemigo
se aproximó a los muros, haciendo retroceder a los ejércitos espartanos.
La determinación de los atenienses demostró que la
victoria no se alcanzaría fácilmente. Después de la batalla, los Cuatrocientos
continuaron con su intento de establecer negociaciones de paz, ante lo cual,
Agis, ahora más cauto, insistió en que los atenienses enviaran embajadas
directamente a Esparta. Aunque por un lado no quería ser un obstáculo para la
paz, por otra parte no quería discutir términos que en ese momento podían ser
inaceptables para el gobierno espartano.
LA DEMOCRACIA EN SAMOS
Los Cuatrocientos dirigían ahora su atención a los
graves problemas de Samos. Su plan original era hacer de la isla una
oligarquía, pero esto se convirtió rápidamente en un problema. Pisandro
persuadió a algunos políticos samios oportunistas de que formaran una
conspiración de los Trescientos, que usaban tácticas de terror similares a las
empleadas por los Cuatrocientos en Atenas. Este grupo se encargó de asesinar a
Hipérbolo, que había vivido en la isla desde su ostracismo en el año 416, como
una señal de buena fe de cara a los oligarcas atenienses, si bien una acción
violenta de ese tipo no iba a ser tan efectiva en Samos como lo había sido en
Atenas. Como respuesta, los demócratas samios buscaron liderazgo entre los
leales atenienses que más se habían destacado en la defensa de la democracia
—los generales León y Diomedonte, el trierarca Trasibulo, y Trásilo, que sólo
tenía la categoría de hoplita— «hombres que siempre parecían de los más
opuestos a los conspiradores» (VIII, 73, 4).
La situación en Samos proporciona nuevas evidencias de
que la conspiración original para alterar el gobierno ateniense fue una
cuestión con matices desde el comienzo, y que implicó a varios elementos
heterogéneos. Enfrentados a un desastre nacional, León y Diomedonte, que no
eran oligarcas ni demócratas radicales, se vieron obligados a aceptar la idea
de traer de vuelta a Alcibíades, lo que obligaba a alterar la constitución
democrática en Atenas, a pesar del poco entusiasmo que este plan despertara en
ellos. Sin embargo, como generales, no podían haber sido excluidos del círculo
de los Cuatrocientos, que incluía a verdaderos oligarcas como Pisandro. Para un
observador exterior, ellos podrían haber parecido parte de la oligarquía, lo
que explicaría por qué los demócratas atenienses de Samos los despreciaron más
adelante, considerándolos, junto con otros generales y trierarcas, hombres poco
dignos de confianza.
Resulta más sorprendente, sin embargo, la confianza de
los demócratas en el trierarca Trasibulo, un gran partidario de Alcibíades y
uno de los autores originales del plan para buscar ayuda persa. Su selección
como uno de los únicos cuatro líderes atenienses escogidos para salvar la
democracia samia revela que aquellos que estaban implicados en este asunto
sabían que, entre los Cuatrocientos, no todos estaban cortados por el mismo
patrón, y que verdaderos amigos de la democracia caminaban entre ellos.
Cada uno de los atenienses escogidos partió para
advertir del peligro a los soldados atenienses de confianza, especialmente a
los miembros del barco emisario de Atenas Páralos,
cuya tripulación era bien conocida por sus opiniones democráticas y su odio a
la oligarquía. Por consiguiente, cuando los oligarcas samios lanzaron su golpe,
los marineros atenienses, y especialmente la tripulación del Páralos, estaban preparados para
detenerlos. Los victoriosos demócratas samios ejecutaron a treinta cabecillas
del golpe y enviaron a otros tres al exilio, aunque declararon una amnistía
para el resto. Esta conducta suponía un notable autocontrol para lo que era
habitual en aquellos días, un esfuerzo que pronto fue recompensado. «A partir
de ese momento, vivieron bajo una democracia como ciudadanos» (VIII, 73, 6).
Debido a que estos acontecimientos ocurrieron poco
después del golpe en Atenas, los atenienses de Samos no sabían aún que la
oligarquía se había instalado en la capital. Por consiguiente, cuando la Páralos llegó a Atenas para anunciar las
grandes noticias sobre la victoria democrática en la isla, su tripulación fue
puesta de inmediato bajo arresto. Quereas, un celoso demócrata, fue el único
que logró escapar, dirigiéndose de vuelta a Samos. Su relato de la situación en
Atenas fue más allá de lo que ocurría en realidad: informó de que el pueblo
estaba siendo castigado con el látigo, que no se permitía crítica alguna al
gobierno, que se estaban cometiendo ultrajes contra mujeres y niños, e incluso
que los oligarcas se proponían encarcelar y amenazaban con matar a los
familiares de los atenienses de Samos que no simpatizaban con su causa; de
acuerdo con Tucídides, «contó muchas otras mentiras también» (VIII, 74, 3). El
discurso de Quereas soliviantó de tal modo a los soldados atenienses, que éstos
tomaron a «los principales instigadores de la oligarquía», y a «aquellos de los
otros que habían tomado parte en el golpe en Samos», con la intención de
lapidarios, si bien los «hombres de opiniones moderadas» lograron que se calmaran
(VIII, 75, 1). Los «principales promotores» serían hombres cercanos a Pisandro
y Frínico, mientras «los otros que tomaron parte» incluían sin duda a
demócratas moderados como León y Diomedonte, ya que en el calor del momento
habían sido depuestos de sus generalatos. Entre los «hombres de opiniones
moderadas» estaban ciertamente Trasibulo y Trásilo, ya que ambos tomaron el
liderazgo en los acontecimientos que estaban teniendo lugar. También fueron
decisivos en prevenir la violencia y en conseguir lo que se tradujo en una
amnistía para aquellos que sólo habían tomado parte en la primera fase del
levantamiento oligárquico, ya que éstos fueron incluidos en la lista de los que
prestaron el nuevo juramento que debían aceptar los miembros de las fuerzas
armadas samias y atenienses: «Ser gobernados en democracia y vivir en armonía,
continuar la guerra contra los peloponesios vigorosamente, ser enemigos de los
Cuatrocientos y no entrar en negociaciones con ellos» (VIII, 75, 2). De ahí en
adelante, los atenienses de la isla y los samios permanecerían juntos, tanto en
contra de los Cuatrocientos en Atenas como del enemigo peloponesio.
Los soldados atenienses en Samos eligieron a Trasibulo
y a Trásilo, entre otros, para reemplazar a los generales depuestos en una acción
que podía ser entendida como una declaración de soberanía, que reclamaba
legitimidad para ellos en su oposición al gobierno oligárquico en Atenas. Los
nuevos líderes alentaron a sus hombres anunciándoles que ellos, y no los
oligarcas de Atenas, representaban a la mayoría (es decir, a la democracia),
junto con la marina, la única que podía controlar el Imperio y sus rentas. Los
oligarcas atenienses se habían levantado contra ellos, no ellos contra la
ciudad. Desde Samos, podían tanto rechazar al enemigo como obligar a que los
oligarcas restauraran la democracia en Atenas. En todo caso, ellos estarían
seguros tanto tiempo como controlaran su gran flota.
Mientras tanto, en su base de Mileto, no lejos de
Samos, los peloponesios estaban ocupados con sus propios problemas. Encabezados
por los furiosos siracusanos, muchos soldados estaban hablando abiertamente
contra sus líderes. Se quejaban de la inactividad y de las oportunidades
perdidas, mientras los atenienses estaban en guerra entre ellos mismos.
Culpaban al navarca Astíoco de eludir el combate y de confiar en Tisafernes.
Estaban furiosos con el propio sátrapa por haberles prometido una flota fenicia
que nunca se presentó, así como por el insuficiente e irregular pago de sus
salarios, e incluso lo acusaban de estar intentando desgastar su fuerza
mediante continuos retrasos. Bajo esta presión, Astíoco convocó un Consejo, que
decidió buscar una gran batalla. Conociendo el ataque democrático sobre los
oligarcas samios, confiaban en coger al enemigo en medio de una guerra civil.
Por consiguiente, a mediados de junio partieron hacia
Samos con toda su flota, integrada por ciento doce barcos. Los atenienses de
Samos disponían sólo de ochenta y dos barcos, si bien conocieron el avance de
la expedición enemiga con tiempo suficiente como para ordenar a Estrombíquides,
en ese momento en el Helesponto, que se apresurara a regresar a Samos para
presentar batalla. Cuando los peloponesios llegaron, la flota ateniense se
refugió en Samos para esperar el regreso de las fuerzas navales del Helesponto.
Los peloponesios hicieron de Mícale su base, en la costa frente a Samos, y se
prepararon para enfrentarse al enemigo al día siguiente. Sin embargo, cuando
fueron conscientes de que Estrombíquides había llegado con sus barcos, lo que
hacía ascender el total de la flota ateniense a ciento ocho, Astíoco decidió
volver a Mileto. Los atenienses lo persiguieron, confiando en provocar una
batalla decisiva, pero Astíoco rehusó salir del puerto. A pesar de sus
dificultades internas, los atenienses restauraron el equilibrio de poder
volviendo al que había existido el invierno anterior: la flota ateniense,
aunque con una ligera inferioridad numérica, controlaba de nuevo el mar.
FARNABAZO Y EL HELESPONTO
La retirada de Samos provocó la ira de los marineros y
soldados peloponesios, que incrementaron la presión para que Astíoco se
decidirá a emprender una acción efectiva, incluso cuando la falta de los pagos
prometidos por Tisafernes amenazaba la capacidad del navarca para el
sostenimiento de la flota. Por otra parte, Farnabazo, el sátrapa de la Anatolia
septentrional, prometió apoyar a la flota peloponesia si Astíoco se trasladaba
al Helesponto. Los ciudadanos de Bizancio, en el Bósforo, también deseaban que
se dirigiera allí y les ayudara a rebelarse contra los atenienses. Sin embargo,
Astíoco todavía no había cumplido las órdenes de Esparta de enviar una fuerza
bajo el mando del general Clearco para ayudar a Farnabazo. Su política de
permanecer en Jonia e intentar trabajar con Tisafernes había fracasado
claramente, y él no podía retrasar su partida por más tiempo.
A finales de julio, Clearco partió hacia el Helesponto
con cuarenta barcos. El miedo a la flota ateniense de Samos le obligó a navegar
al oeste de la ruta más directa, lo que le llevó a mar abierto, donde encontró
una de esas repentinas tormentas del Egeo tan sumamente peligrosas para los
trirremes. Abandonó su objetivo y se deslizó a Mileto cuando el mar estuvo de
nuevo en calma. Mientras tanto, diez barcos bajo el mando del más audaz —o más
afortunado— general megareo, Helixo, alcanzó los estrechos, lo que propició la
revuelta de Bizancio. Pronto Calcedonia, en el otro lado del Bósforo, Cícico y
Selimbria se unieron al levantamiento.
Estos acontecimientos cambiaron radicalmente la
situación, ya que las revueltas y la presencia de una flota espartana en los
estrechos amenazaba el suministro ateniense de grano y, consecuentemente, su
capacidad para continuar la guerra. La llegada de los peloponesios a la esfera
de influencia de Farnabazo tenía un carácter muy significativo, si se tiene en
cuenta que hasta ese momento los espartanos se habían visto obligados a aceptar
la esporádica y poco fiable ayuda de Tisafernes, viéndose constantemente en
jaque por sus planes. Con Farnabazo como aliado y pagador, podían esperar un
éxito mayor, especialmente ahora que se habían apostado en medio de la vital
ruta de suministros de Atenas.
ALCIBÍADES ES RECLAMADO
Los atenienses de Samos percibieron rápidamente el
peligro que se derivaba de esta nueva alianza, y tomaron medidas para hacerle
frente. Trasibulo, que nunca había dejado de recordar la necesidad del regreso
de Alcibíades como un factor clave para ganar la guerra, obtuvo finalmente el
apoyo de una mayoría de soldados para la promulgación de un decreto que
permitía su regreso con una garantía de inmunidad. El propio Trasibulo navegó
para acompañar a Alcibíades a Samos, «convencido de que la única salvación
descansaba en atraer a Tisafernes desde el bando peloponesio al suyo» (VIII,
81, 1).
Las condiciones de la repatriación de Alcibíades no
fueron, sin embargo, las que él hubiera deseado. No sólo se desconfiaba
ampliamente de él, sino que, en algunas facciones, se le odiaba. Sin embargo,
todavía no había regresado a Atenas; su destino era Samos, donde la inmunidad
concedida le protegía por ahora, aunque no de un juicio en el futuro. A él le
hubiera gustado aparecer en Atenas a la cabeza de una gran coalición de la que
fuera la indisputable figura central. En lugar de eso, sólo una facción de
demócratas moderados, bajo la insistencia de su líder Trasibulo, lo trajo de
vuelta a Samos, a pesar de la oposición de una parte de la ciudad. Su éxito,
por no decir su futuro, dependía en buena medida del mantenimiento de buenas
relaciones con Trasibulo, quien, aunque no leal amigo, era un hombre poderoso
de mente independiente y no el títere de nadie. Alcibíades se vio obligado a
seguir su consejo cuando llegó a la base ateniense.
Nada más desembarcar en Samos, Alcibíades habló en la
Asamblea, aunque sus palabras iban dirigidas también tanto a los líderes
oligárquicos de Atenas como a los peloponesios. Tucídides asegura que sus
intenciones eran ganarse el respeto del ejército en Samos y restaurar su
confianza en ellos mismos, incrementar las sospechas de Tisafernes acerca de
los peloponesios y, por ese camino, hacerles perder sus esperanzas de victoria,
así como llevar el temor a su regreso a los corazones de aquellos que
controlaban la oligarquía en Atenas. En lo más álgido de su discurso, recurrió
de nuevo a la manipulación: aseguró que tenía una gran influencia con
Tisafernes, y que el sátrapa estaba deseando ayudar a los atenienses.
Tisafernes traería la flota fenicia, que había prometido a los peloponesios,
para ayudar a los atenienses, aunque sólo si ellos daban el mando a Alcibíades,
el hombre en el cual él confiaba, como garantía de su buena fe. Los soldados
atenienses, deseosos de creer que la seguridad y la victoria estaban, por fin,
al alcance de la mano, le eligieron general de inmediato «y pusieron en sus manos
todos sus asuntos» (VIII, 82, 1).
La retórica de Alcibíades, de hecho, demostró haber
tenido un éxito inesperado, ya que, en su entusiasmo, las fuerzas atenienses se
mostraron dispuestas a navegar directamente al Pireo y atacar a los
Cuatrocientos. Sin embargo, Alcibíades necesitaba tiempo para reunirse con
Tisafernes, con el objeto de hacerle conocer que ya no sería por más tiempo un
hombre sin patria que dependía del sátrapa para su seguridad y supervivencia,
sino el recientemente elegido líder de las fuerzas atenienses en Samos y un
hombre que debía ser tomado en consideración. Tucídides nos dice que él «estaba
usando a los atenienses para impresionar a Tisafernes, y a Tisafernes para
impresionar a los atenienses» (VIII, 82, 2), pero para obrar de esa manera
necesitaba ponerse en contacto con el sátrapa antes de que los atenienses
entraran en acción.
Mientras tanto, en Mileto, las relaciones entre los
peloponesios y Tisafernes iban de mal en peor. Éste había utilizado la
inactividad espartana como una excusa para retener parte de sus salarios, y en
ese momento incluso los oficiales estaban expresando su descontento, tomando
como blanco principalmente a su pasivo navarca Astíoco. Consideraban que estaba
siendo demasiado indulgente con Tisafernes, y sospechaban que había aceptado
sobornos del sátrapa. Los hombres de Turios y de Siracusa llevaron su
descontento al extremo de reclamar sus pagas al propio Astíoco. Con la
arrogancia típica de los espartanos que estaban al mando de fuerzas
extranjeras, les contestó con aspereza, e incluso amenazó con su bastón de
mando a Dorieo, el gran atleta que mandaba la fuerza de los turios. Éstos lo
hubieran apedreado si el navarca no hubiera buscado la protección de un altar.
Aprovechándose de la lucha interna de los peloponesios, los milesios se
apoderaron del fuerte que el sátrapa había hecho construir en su ciudad y
expulsaron a la guarnición, ganando así la aprobación de los aliados y de los
siracusanos en particular. Fue en ese momento, en el mes de agosto, cuando el nuevo
navarca, Míndaro, llegó para relevar a Astíoco.
Semejante desorden agradaría, sin duda, a Alcibíades,
que se encontraba ahora con Tisafernes en Mileto. Poco tiempo después de que
regresara a Samos, una embajada de los Cuatrocientos de Atenas llegó para
intentar solucionar los inesperados acontecimientos que habían ocurrido en la
isla. Al principio, los airados soldados les abuchearon cuando intentaron
hablar ante la Asamblea, y llegaron a amenazar con matar a esos hombres que
habían acabado con su democracia. Al cabo de un rato, sin embargo, se
aplacaron, y los embajadores pudieron entregar su mensaje. El propósito de la
revolución, explicaron, era salvar la ciudad, no traicionarla. El nuevo
gobierno no sería una oligarquía permanente y reducida; los Cuatrocientos
darían paso al final a los Cinco Mil. Las acusaciones de Quéreas eran falsas;
en Atenas, las familias de los soldados estaban a salvo. Sin embargo, estas
aseveraciones no calmaron a la audiencia, y la propuesta de atacar de inmediato
el Pireo y a los oligarcas de Atenas ganó un fuerte apoyo. Tucídides observa
que «nadie más podía haber calmado a la multitud en ese momento, excepto
Alcibíades» (VIII, 86, 5). Aquí, como tan a menudo, Tucídides adscribe
demasiada influencia al renegado ateniense (quien fue probablemente una fuente
destacada para su historia), ya que Trasibulo también se ocupó de calmar a la
multitud «con su presencia y sus gritos, ya que según se dice, tenía la voz más
potente entre todos los atenienses» (Plutarco, Alcibíades, XXVI, 6).
Alcibíades contestó a los enviados insistiendo en la
adopción del programa de Trasibulo y los moderados. «Él no se oponía al
gobierno de los Cinco Mil, pero exigía que depusieran a los Cuatrocientos y
restauraran el consejo de los Quinientos» (VIII, 86, 6). Dio su aprobación a
todas las medidas económicas que pudieran haber sido hechas para el suministro
de las fuerzas armadas, y les alentó a no rendirse ante el enemigo, porque
mientras la ciudad estuviera segura en manos atenienses, la esperanza de la
reconciliación permanecería. La masa de los soldados y marineros, sin duda,
hubiera preferido una restauración completa de la democracia, pero sus líderes
todavía buscaban establecer el régimen moderado que ellos habían querido desde
el comienzo, y los hombres accedieron a sus deseos.
Sin embargo, quizás el principal objetivo del discurso
de Alcibíades era el gobierno que se había formado en Atenas. Sus palabras
debían ser entendidas como un apoyo a la resolución de los moderados de
resistir los excesos planeados por los extremistas, y quizá como una
insinuación para que fueran ellos mismos quienes tomaran el control. Incluso
más allá de eso, el fin de las palabras de Alcibíades era el de disuadir al
gobierno de los Cuatrocientos de llegar a una paz con el enemigo, entregándoles
la ciudad. El peligro de que un acontecimiento así pudiera suceder era real, ya
que el ejército en Samos pronto recibió pruebas concluyentes de que los
Cuatrocientos habían intentado, una vez más, negociar con los espartanos, aunque
los emisarios nunca alcanzaron Esparta. Las tripulaciones de los barcos que los
transportaban se rebelaron contra aquellos que consideraban «principales
responsables de derribar la democracia» (VIII, 86, 9), entregándolos a los
argivos que, a su vez, los enviaron a Samos.
Cuando el verano del año 411 llegó a su fin, los
hombres que esperaban establecer una oligarquía permanente en Atenas no habían
alcanzado ninguno de sus objetivos. Sus esfuerzos para hacer del Imperio un
área más segura mediante la imposición de oligarquías, sólo habían incitado a
nuevas rebeliones. En lugar de conseguir la instauración de una oligarquía
amistosa en Samos, su intento de golpe hizo que los demócratas se rebelaran, y
que incluso estuvieran a punto de enviar la flota hacia ellos para Atenas.
Ellos habían alienado a Trasibulo, uno de los fundadores del movimiento, que se
convirtió en un peligroso enemigo junto con su amigo Alcibíades, quien
anteriormente había sido un importante factor en sus planes para alcanzar el
éxito. Ambos hombres exigían ahora la disolución de los Cuatrocientos, y
usarían su influencia para convencer a los moderados que estaban dentro de ese
cuerpo político en Atenas. El intento de llevar a cabo una paz con Esparta
había fracasado. Su única esperanza consistía en convencer a los espartanos de
que los salvaran antes de que fuera demasiado tarde.
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