lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro tercero: En busca del centro divino:III Platón y la posteridad.

MÁS de dos mil años han pasado desde el día en que Platón ocupaba el centro del mundo espiritual de Grecia y en que todas las miradas convergían hacia su Academia, y aún hoy sigue determinándose el carácter de una filosofía, cualquiera que ella sea, por la relación que guarda con aquel filósofo. Todos los siglos de la Antigüedad poste­riores a él ostentan en su fisonomía espiritual, cualesquiera que sean sus vicisitudes, rasgos de la filosofía platónica, hasta que, por fin, en los últimos tiempos de la Antigüedad el mundo grecorromano se uni­fica bajo la religión espiritual genérica del neoplatonismo. La cul­tura antigua que la religión cristiana se asimiló y con la que se abrazó para entrar fundida con ella en la Edad Media, fue una cultura basa­da íntegramente en el pensamiento platónico. Solamente a base de ella puede comprenderse una figura como la de San Agustín, quien con su Ciudad de Dios trazó el marco histórico-filosófico de la con­cepción medieval del mundo mediante la traducción cristiana de la República de Platón. Ya la filosofía aristotélica, con cuya recepción se asimiló la cultura de los pueblos medievales del Oriente y el Occi­dente, en su apogeo, el concepto universal del mundo de la filosofía antigua, no era sino una forma distinta del platonismo. La época del renacimiento de la filosofía clásica y del humanismo trajo como con­trapartida un renacimiento del propio Platón y la resurrección de sus obras, la mayoría de las cuales habían sido desconocidas por la Edad Media occidental. Pero como las ramificaciones platónicas de la es­colástica medieval habían arrancado del neoplatonismo cristiano de San Agustín y de las obras del místico teológico conocido bajo el seudónimo de Dionisio Areopagita, la comprensión del Platón redes­cubierto en la época del Renacimiento siguió vinculada provisional­mente a la viva tradición escolar cristiana y neoplatónica, trasplantada de Constantinopla a Italia, con los manuscritos del filósofo griego por los años en que aquella capital fue conquistada por los turcos. El Platón que el teólogo y místico bizantino Gemistos Plethon tras­mitió a los italianos del quattrocento y cuyas doctrinas profesaba Marsilio Ficino en la academia platónica de Lorenzo de Médicis, en Florencia, era un Platón visto por los ojos de Plotino, y así siguieron en lo esencial las cosas durante los siglos siguientes, a través de la Época de las Luces, hasta llegar a fines del xviii. Para aquellos tiem­pos Platón era por encima de todo el profeta y el místico religioso; era el Platón de Marsilio Ficino y no el Platón científico y meto­dológico de Galileo. A medida que este elemento religioso fue rele­gándose a segundo plano en la cultura moderna, desplazado por el espíritu racionalista y por su tendencia a las ciencias naturales y a 458 las matemáticas, la influencia de Platón fue reduciéndose más y más a los movimientos teológicos y estéticos de la época.

Fue Schleiermacher —que, además de ser un gran teólogo, man­tenía nexos vivos con la vida espiritual de la poesía y la filosofía alemanas que acababan de renacer— quien señaló hacia fines del siglo xvm el viraje que había de conducir al descubrimiento del ver­dadero Platón. Es cierto que, a pesar del cambio, se seguía buscando en él sobre todo al metafísico de las ideas. Las gentes de la época se vuelven de nuevo a la filosofía platónica como a la forma prototípica e inmortal de aquella concepción especulativa del mundo cada vez más opacada en aquel tiempo y cuyos títulos de legitimidad científica había impugnado la crítica del conocimiento de Kant. En el periodo subsiguiente, el periodo de los grandes sistemas idealistas de la filo­sofía alemana, Platón siguió siendo el manantial vivo de la nueva fuerza metafísica que animaba a los autores de estos audaces edificios ideológicos. Pero en la atmósfera propicia de un nuevo renacimiento del espíritu griego que aquello creaba, y para la que Platón no era simplemente un filósofo, sino el filósofo por antonomasia, se abordó, con los medios de la ciencia histórica de la Antigüedad, nacida pre­cisamente por aquel entonces, el estudio diligente de las obras de Platón, estudio que fue retrotrayendo poco a poco a su época esta figura, que flotaba ya por encima del tiempo, y dibujó los trazos fir­mes y claros de su personalidad histórica concreta.

Es cierto que el problema que Platón presentaba a la comprensión de la posteridad se revelaba como uno de los más difíciles planteados por los escritos de la Antigüedad. Hasta ahora se había intentado reconstruir su filosofía al modo del siglo xviii, esforzándose en abs­traer de sus diversos diálogos el contenido dogmático, cuando lo tenían. Luego, a base de las tesis así establecidas, y tomando como modelo las filosofías posteriores, se procuraba penetrar en la meta­física, la física y la ética platónicas y construir con todas estas dis­ciplinas un sistema, ya que no se concebía la existencia de un pensa­dor como no fuese bajo esta forma. El mérito de Schleiermacher consiste en haberse dado clara cuenta, con la certera mirada del romántico para desentrañar la forma como expresión de la indivi­dualidad espiritual, de que lo peculiar de la filosofía platónica era pre­cisamente que no tendía a la forma de un sistema cerrado, sino que se manifestaba a través del diálogo filosófico inquisitivo. Al mismo tiempo, Schleiermacher no desconocía la diferencia de grado existen­te entre los distintos diálogos en cuanto a su rendimiento de con­tenido constructivo. Pues el movimiento de la dialéctica platónica es acercamiento a una meta ideal absoluta. Fiel a este criterio, dividió las obras de Platón en obras de carácter filosófico más bien cumula-tivo o preparatorio y en obras de carácter formal. Y aunque de este modo establecía un nexo interno de los diversos diálogos entre sí y con un todo ideal que se acusaba de un modo más o menos completo 460 en sus rasgos generales, consideraba, sin embargo, que lo caracte­rístico de Platón era el hecho de que le importaba más exponer la filosofía y su esencia a través del movimiento vivo de la dialéctica que bajo la forma de un sistema dogmático consumado. Al mismo tiempo, Schleiermacher percibía en las distintas obras la actitud polé­mica del autor ante sus contemporáneos y adversarios, y mostraba cómo el pensamiento de Platón se entretejía de múltiples modos con la vida filosófica de su época. Y así, del problema preñado de pre­misas que las obras de Platón planteaban al exégeta surgía un con­cepto nuevo y más alto de interpretación que el que hasta allí había servido de base a los filólogos circunscritos a la gramática y al es­tudio de la Antigüedad; y hasta podemos afirmar que así como en la Antigüedad la filología alejandrina fue desarrollando sus métodos a la luz de la investigación de la obra de Homero, la ciencia histórica del espíritu consiguió en el siglo XIX su máxima depuración en la pug­na por llegar a comprender el problema platónico.

No es éste el lugar adecuado para seguir en todos sus detalles la historia del tan debatido problema hasta llegar a los tiempos presen­tes.   Hoy, el problema ha descendido ya  de la  altura de aquel pri­mero  y  grandioso   intento  de   Schleiermacher  de llegar  a  captar el portento  de   la   filosofía  platónica  combinando  la  minuciosidad  del filólogo para el  pormenor con la  mirada adivinatoria  del  artista y del pensador para  el  conjunto   orgánico de la  obra.    Lo mismo   la explicación detallada  del texto  que la investigación sobre la autenti­cidad de las distintas obras  llegadas  a nosotros  bajo el nombre de Platón,  abrieron el camino a un estudio concreto que iba especiali­zándose sin cesar, y todo el problema platónico parecía irse perdiendo cada   vez más en esta dirección  cuando,  desde  C.  F.  Hermann, los intérpretes se  fueron  acostumbrando  a  considerar las  obras de este filósofo como la expresión de una evolución progresiva y gradual de su filosofía.   Ahora pasaba al primer plano del interés y adquiría una importancia   decisiva   un   problema  poco  estudiado  anteriormente,  a saber: el de la época de nacimiento de cada diálogo.   Ante la carencia casi absoluta de medios para poder localizar certeramente en el tiem­po los diálogos platónicos, lo que se hacía hasta entonces era intentar establecer el  orden cronológico de su redacción por medio de razo­namientos intrínsecos y, sobre todo, comprobando la existencia de un plan didáctico que servía de base a su desarrollo.   Este método, na­tural y comprensible de por sí, y que había encontrado su principal representante  en   Schleiermacher,   parecía   estrellarse  contra  la  hipó­tesis de que los diálogos eran algo  así  como la imagen documental de  una evolución involuntaria  del pensamiento platónico, en la que todavía era posible reconocer las distintas estaciones de tránsito.   Las conclusiones contradictorias a que había llegado el análisis intrínseco con respecto al orden cronológico  de las distintas  obras condujeron al   intento  de establecer una  cronología  relativa  mediante la  simple 461 observación exacta del cambio de estilo patente en los diálogos y por la comprobación de ciertas peculiaridades filológicas, que constituyen una característica común de algunos grupos de diálogos. Es cierto que este derrotero de investigación, tras algunos éxitos iniciales, acabó desacreditándose como consecuencia de sus exageraciones, pues con­cluyó incurriendo en la quimera de creer que era posible situar en el tiempo todos y cada uno de los diálogos mediante una estadística fi­lológica perfectamente mecanizada. Sin embargo, sería una ingratitud olvidar que fue un descubrimiento puramente filológico lo que deter­minó el mayor viraje operado desde Schleiermacher en los estudios platónicos. Lewis Campbell, el intérprete escocés de Platón, hizo la feliz observación de que una serie de diálogos de Platón, de los exten­sos, se hallaban relacionados entre sí por algunas características de estilo que se daban también con toda exactitud en las Leyes, la obra inacabada de sus últimos años que ha llegado a nosotros, desembocan­do de aquí, fundadamente, en la conclusión de que estas características eran peculiares, por tanto, del estilo de su vejez. Y aunque no sea posible determinar por este medio la relación cronológica de todos los diálogos entre sí, cabe distinguir claramente tres grupos principales de obras en los que pueden distribuirse con una verosimilitud grande los diálogos más importantes.

Este resultado de las investigaciones filológicas de la segunda mi­tad del siglo xix tenía necesariamente que menoscabar la imagen schleiermachiana de Platón considerada ya como clásica, puesto que varios de los diálogos platónicos que antes eran tenidos por primeros y preparatorios y que versaban sobre problemas metódicos, resultaron ser obras maduras correspondientes a la época de su vejez. Esto sirvió de acicate para un cambio completo de actitud en cuanto a la concep­ción fundamental de la filosofía platónica que durante medio siglo había permanecido inalterable en lo sustancial. Ahora pasaban de pronto al centro de la discusión aquellos diálogos "dialécticos" como el Parménides, el Sofista y el Político, en los que el Platón de la última época parece debatirse con su propia teoría de las ideas. En el mo­mento de hacerse este descubrimiento, la filosofía del siglo xix estaba precisamente a punto de volver después de la bancarrota de los gran­des sistemas metafísicos del idealismo alemán, en una actitud de in­trospección crítica, al problema del conocimiento y de sus métodos y pugnaba por orientarse de nuevo a la luz de la crítica kantiana. No tiene, pues, nada de extraño que este neokantismo se sintiese sor­prendido y fascinado por aquella inesperada proyección de sus pro­pios problemas en la evolución de los últimos años de Platón, tal como parecía revelarla la nueva cronología de los diálogos platónicos. Lo mismo si se consideraban las últimas obras del filósofo griego como un abandono de su propia metafísica anterior (Jackson, Lutoslawski) que si se concebían las ideas desde el primer momento, en un sentido neokantiano, como método (escuela de Marburgo), la 462 importancia de Platón para la filosofía moderna descansaba en todo caso, con arreglo a esta nueva concepción de conjunto, en el aspecto metódico con el mismo carácter unilateral con que para la filosofía metafísica del medio siglo anterior había descansado en el hecho de que esta filosofía buscaba apoyo en la metafísica platónica y aristo­télica para su lucha contra la crítica de Kant.

Pese a este antagonismo, la nueva forma de concebir a Platón, que consideraba el problema del método como la médula del pensa­miento platónico, tenía algo de común con la interpretación metafísica anterior, y era que ambas concepciones reputaban como la verdadera sustancia filosófica de aquel pensamiento la teoría de las ideas. Ya Aristóteles había hecho lo mismo, en el fondo, al enfocar sobre este punto su crítica de la doctrina de Platón. El nuevo modo de concebir a este filósofo culminaba en el intento de desvirtuar como falsas las objeciones de Aristóteles contra la teoría platónica de las ideas, con lo cual venía a demostrar indirectamente que se dejaba llevar por Aristóteles aunque disintiendo de su modo de ver, puesto que toda su interpretación de la doctrina platónica se concentraba en este pun­to. No cabe duda de que ya en tiempo de Platón los debates críticos mantenidos en el seno de la Academia durante sus últimos años re­caían a veces, como lo demuestran los diálogos dialécticos, sobre el problema ontológico-metodológico, y es aquí donde hay que buscar la raíz de la crítica aristotélica de las ideas. Pero basta echar una mirada a los diálogos, desde el Critón y el Gorgias hasta la República, para convencerse de que este aspecto no representa, ni mucho menos, el conjunto de la filosofía platónica, y hasta en la misma vejez del filósofo nos encontramos al lado de esta discusión crítica con una obra como las Leyes, que representa más de la quinta parte de toda la obra escrita de Platón y en la que la teoría de las ideas no desempeña ningún papel. No obstante, se explica que el idealismo filosófico del siglo XIX volviese a colocar en primer plano la teoría platónica de las ideas y que al irse circunscribiendo cada vez más la filosofía al cam­po de la lógica no hiciese más que sobreacentuarse la tendencia a con­centrar el interés en aquel punto. A ello contribuía el deseo siempre vivo de los filósofos escolares modernos, en lo tocante a Platón, de extraer de sus diálogos todo el contenido didáctico concreto que pudie­sen encerrar, reteniendo ante todo, naturalmente, lo que su propio tiem­po consideraba como filosofía y, por lo tanto, como esencial.

De nuevo fue un descubrimiento filológico el que permitió dar un paso esencial de avance y el que, sin pretensiones filosóficas de ninguna clase, hizo que se rompiese el marco demasiado estrecho en que se mantenía esta concepción de la obra platónica. Esta vez el descubrimiento no afectó al campo cronológico, sino a la crítica de la autenticidad de los textos. Ya desde la Antigüedad se sabía que en la colección de los escritos platónicos trasmitida por los siglos se contenían muchas cosas que no eran auténticas, pero fue a partir 463 del siglo XIX cuando la crítica de los textos alcanzó su grado máximo de intensidad. Es cierto que no pocas veces su escepticismo pecaba por exceso y que acabó estancándose. Afortunadamente, la oscuridad que dejó flotando acerca de ciertos puntos no parecía afectar a la concepción de la filosofía platónica como tal, ya que las obras fun­damentales del autor se hallaban a cubierto de toda duda para todo el que tuviese capacidad de discernimiento, y las sospechas sólo re­caían, esencialmente, sobre escritos de dudosa calidad. Teníanse por falsas, asimismo, las cartas de Platón: el hecho indudable de que en la colección de cartas que ha llegado a nosotros bajo su nombre se contuviesen piezas y fragmentos falsos movía a los críticos a repu­diar la colección en bloque; y como algunas de estas cartas ence­rraban, indudablemente, un material histórico valioso acerca de la vida de Platón y de sus viajes a la corte del tirano Dionisio de Siracusa, se recurría a la hipótesis de que el autor de esos documentos apócrifos había utilizado para redactarlos informes muy estimables. Historiadores como Eduard Meyer, teniendo en cuenta el gran valor de las cartas como fuente histórica, abogaron en pro de su autenti­cidad, y su ejemplo fue seguido luego por los filólogos, a partir del momento en que Willamowitz, en su gran biografía de Platón, señaló la autenticidad de las cartas sexta, séptima y octava, es decir, de las piezas más importantes de la colección. Desde entonces los autores se esfuerzan en sacar de este hecho reconocido las consecuen­cias que de él se derivan y que nos ayudan a formarnos una idea completa de Platón. Y estas consecuencias son también de mayor alcance de lo que pudo pensarse en el momento mismo de realizar el descubrimiento.

El propio Wilamowitz no se propuso trazar en su obra una exposi­ción de la filosofía platónica, sino simplemente un estudio de la vida de Platón. Por eso utiliza desde el punto de vista biográfico funda­mentalmente, es decir, como una fuente autobiográfica de primer rango, el informe que hace Platón en la Carta séptima de su viaje a Sicilia para convertir al tirano de Siracusa. El patético relato de Platón sobre sus repetidos intentos de intervenir activamente en la vida po­lítica brindaba a su biógrafo la posibilidad de pintar unas cuantas escenas ricas de colorido que vienen a romper dramáticamente el retraimiento de la vida del filósofo en el seno de su Academia y descubrían, además, el complicado fondo psicológico de esta vida, cuya actitud contemplativa se había impuesto, como ahora se demos­traba, a un carácter innato de dominador bajo la trágica coacción de las condiciones desfavorables de su época. Contemplados desde este punto de vista, los reiterados conatos de una carrera de estadista que se traslucen en su actuación se revelaban ahora como otros tan­tos episodios infortunados de una vida puramente intelectual en los que Platón había intentado realizar ciertos principios éticos de su filosofía. Sin embargo, la convicción de que el hombre que en la 464 Carta séptima nos habla de su propio desarrollo espiritual y de los objetivos de su vida, y que adopta desde este punto de vista una posi­ción ante su propia filosofía, es el Platón auténtico y real, adquiere también una importancia decisiva para la concepción de su obra filosófica en conjunto. En efecto, la vida y la obra son cosas insepara­bles en este pensador y de nadie podría afirmarse con mayor razón que toda su filosofía no es otra cosa que la expresión de su vida y ésta su filosofía. La política era para el hombre cuyas obras fundamen­tales son la República y las Leyes no sólo el contenido de ciertas etapas de su vida durante las cuales se sentía impelido a la acción, sino el fundamento vivo de toda su existencia espiritual. Era el objeto de su pensamiento, que incluía y abarcaba todo lo demás. A esta concep­ción de la filosofía platónica había llegado yo en largos años de incesante esfuerzo encaminado a captar su verdadera esencia sin prestar gran atención a las cartas, ya que compartía desde mi juven­tud el prejuicio del mundo filológico contra su autenticidad. ¿Qué fue lo que me movió a cambiar de actitud y a dar crédito a la auten­ticidad de los datos autobiográficos contenidos en la Carta séptima? No fue solamente el brillo de la personalidad de investigador de Willa-mowitz y la fuerza de convicción de sus argumentos, por los que tantos se sintieron arrastrados, sino que fue sobre todo el hecho de que la concepción que acerca de sí mismo exteriorizaba Platón en la carta desdeñada por mí, presuponía y corroboraba en todos los respectos aquella interpretación de la filosofía platónica a que yo mismo había llegado al margen de las cartas y por la fatigosa senda del análisis de todos los diálogos del autor.

No es posible, naturalmente, exponer en estas páginas de un modo completo este análisis detallado de todas las obras de Platón. Sin embargo, hemos creído inexcusable poner ante los ojos del lector el edificio filosófico de su teoría acerca de la esencia de la areté y la paideia, tal como se va revelando paso a paso en el proceso de sus diálogos. Era necesario hacer que el lector se diese cuenta por sí mismo de la posición tan predominante que Platón asigna a este problema dentro de su modo espiritual, de las raíces de que brota según su modo de ver y de la forma que reviste a base de su filosofía. Y esto sólo podíamos conseguirlo estudiando el proceso del pensa­miento platónico desde su origen y siguiéndolo hasta llegar a sus puntos culminantes. Los diálogos menores pueden reunirse, para estos efectos, en un grupo aparte; pero las obras extensas como el Protá-garas, el Gorgias, el Menón, el Simposio y el Fedro, en las que se contienen ideas platónicas esenciales acerca de la educación, merecen ser examinadas por separado y una por una desde este punto de vista. La República y las Leyes son, naturalmente, las obras que deben for­mar el verdadero nervio central de este estudio.

Nuestra exposición se esforzará íntegramente en encuadrar la fi­gura de Platón, tal como se desprenda de dicho examen, en el 465 panorama de conjunto de la historia del espíritu griego. Su filosofía, con­siderada como el apogeo de una cultura (paideia) convertida ya en histórica, debe enfocarse más de lo que generalmente suele hacerse en su función orgánica dentro del proceso total del espíritu griego y de la historia de la tradición helénica y no como un simple sistema de conceptos con existencia propia. Para ello es necesario que los deta­lles de su aparato técnico se releguen momentáneamente a segundo plano para destacar los contornos modeladores de los problemas que la propia historia planteaba al pensamiento de Platón y ante los que se desplegaba la figura de sus obras. El verdadero acento de esta investigación recaerá sobre los objetivos "políticos" y el contenido sustancial de la filosofía platónica, pero el concepto de lo político, así concebido, responderá a la historia de la paideia en su conjunto y sobre todo a lo que expusimos acerca de Sócrates y del alcance "político" de su actuación. La historia de la paideia, considerada como la morfología genética de las relaciones entre el hombre y la polis, es el fondo filosófico indispensable sobre el que debe proyectarse la com­prensión de la obra platónica. La justificación final de todos sus esfuerzos en torno al conocimiento de la verdad no es para Platón, como para los grandes filósofos de la naturaleza de la época presocrá-tica, el deseo de resolver el enigma del universo como tal, sino la necesidad del conocimiento para la conservación y estructuración de la vida. Platón aspira a realizar la verdadera comunidad como el marco dentro del cual debe realizarse la suprema virtud del hombre. Su obra de reformador se halla animada por el espíritu educador de la socrática, que no se contenta con contemplar la esencia de las cosas, sino que quiere crear el bien. Toda la obra escrita de Platón culmina en los dos grandes sistemas educativos que son la República y las Leyes, y su pensamiento gira constantemente en torno al problema de las premisas filosóficas de toda educación y tiene conciencia de sí mis­mo como la suprema fuerza educadora de hombres.


Es así como Platón asume la herencia de Sócrates y se hace cargo de la dirección de la pugna crítica con las grandes potencias educativas de su tiempo y con la tradición histórica de su pueblo: con la sofística y la retórica, el estado y la legislación, la matemática y la astronomía, la gimnasia y la medicina, la poesía y la música. Sócrates había señalado la meta y establecido la norma: el conocimiento del bien. Platón procura encontrar el camino que conduce a esa meta, al plantear el problema de lo que es el conocimiento, el saber. Atravesando por el fuego purificador de la ignorancia socrática, se siente capaz de lle­gar más allá de ella hasta el conocimiento del valor absoluto que Sócrates había buscado y de restituir a la ciencia y a la vida, por medio de él, la unidad perdida. El φιλοσοφείν socrático se torna en la "filoso­fía" platónica. La posición que ésta ocupa en la historia de los sistemas del pensamiento griego se caracteriza por el hecho de ser una paideia que aspira a resolver con la mayor ambición el problema de la 466 educación del hombre. Y, a su vez, su posición en la historia de la paideia helénica la define el hecho de presentar como forma suprema de la cultura la filosofía y el conocimiento. Erige el problema de la forma-ci'jn de un tipo superior de hombre, heredado de sus antecesores, sobre la base de un nuevo orden del ser y del mundo, que en Platón sustituye el primitivo terreno nutricio de toda cultura humana, la religión, o que es más bien, de por sí, una nueva religión. Esto la dis­tingue de un sistema científico-natural como el de Demócrito, que representa en la historia de la ciencia el antípoda histórico-mundial del pensamiento platónico y que la historia de la filosofía enfrenta a éste, como una de las creaciones originales del espíritu investigador de los griegos. Sin embargo, la filosofía griega de la naturaleza, cuyos primeros representantes en el siglo vi hubimos de enjuiciar como los creadores del pensamiento racional desde el punto de vista de su importancia para la historia de la paideia, va convirtiéndose cada vez más, en la época de Anaxágoras y Demócrito, en misión de los sabios e investigadores. Hasta llegar a Sócrates y Platón no surge una forma de filosofía que se lance enérgicamente a la lucha desencadenada por los sofistas en torno al problema de la verdadera educación, reclaman­do para sí el derecho a decidirla. Y aunque al llegar a Aristóteles, el tipo científico-natural vuelve a imponerse con gran fuerza en la filoso­fía posplatónica, es indudable que Platón comunica a todos los sis­temas de la Antigüedad posteriores a él algo de su espíritu educativo, con lo cual eleva a la filosofía en general al rango de la potencia cultural más importante de los últimos clásicos. El fundador de la Aca­demia es considerado con razón como un clásico dondequiera que la filosofía y la ciencia se reconocen y se profesan como una fuerza for-madora de hombres.

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