MÁS de dos
mil años han pasado desde el día en que Platón ocupaba el centro del mundo
espiritual de Grecia y en que todas las miradas convergían hacia su Academia, y
aún hoy sigue determinándose el carácter de una filosofía, cualquiera que ella
sea, por la relación que guarda con aquel filósofo. Todos los siglos de la
Antigüedad posteriores a él ostentan en su fisonomía espiritual, cualesquiera
que sean sus vicisitudes, rasgos de la filosofía platónica, hasta que, por fin,
en los últimos tiempos de la Antigüedad el mundo grecorromano se unifica bajo
la religión espiritual genérica del neoplatonismo. La cultura antigua que la
religión cristiana se asimiló y con la que se abrazó para entrar fundida con
ella en la Edad Media, fue una cultura basada íntegramente en el pensamiento
platónico. Solamente a base de ella puede comprenderse una figura como la de
San Agustín, quien con su Ciudad de Dios trazó el marco
histórico-filosófico de la concepción medieval del mundo mediante la
traducción cristiana de la República de Platón. Ya la filosofía
aristotélica, con cuya recepción se asimiló la cultura de los pueblos
medievales del Oriente y el Occidente, en su apogeo, el concepto universal del
mundo de la filosofía antigua, no era sino una forma distinta del platonismo.
La época del renacimiento de la filosofía clásica y del humanismo trajo como
contrapartida un renacimiento del propio Platón y la resurrección de sus
obras, la mayoría de las cuales habían sido desconocidas por la Edad Media
occidental. Pero como las ramificaciones platónicas de la escolástica medieval
habían arrancado del neoplatonismo cristiano de San Agustín y de las obras del
místico teológico conocido bajo el seudónimo de Dionisio Areopagita, la
comprensión del Platón redescubierto en la época del Renacimiento siguió
vinculada provisionalmente a la viva tradición escolar cristiana y
neoplatónica, trasplantada de Constantinopla a Italia, con los manuscritos del
filósofo griego por los años en que aquella capital fue conquistada por los
turcos. El Platón que el teólogo y místico bizantino Gemistos Plethon trasmitió
a los italianos del quattrocento y cuyas doctrinas profesaba Marsilio
Ficino en la academia platónica de Lorenzo de Médicis, en Florencia, era un
Platón visto por los ojos de Plotino, y así siguieron en lo esencial las cosas
durante los siglos siguientes, a través de la Época de las Luces, hasta llegar
a fines del xviii. Para aquellos tiempos Platón era por encima de todo el
profeta y el místico religioso; era el Platón de Marsilio Ficino y no el Platón
científico y metodológico de Galileo. A medida que este elemento religioso fue
relegándose a segundo plano en la cultura moderna, desplazado por el espíritu
racionalista y por su tendencia a las ciencias naturales y a 458 las matemáticas, la influencia de Platón fue
reduciéndose más y más a los movimientos teológicos y estéticos de la época.
Fue Schleiermacher —que, además de ser un gran
teólogo, mantenía nexos vivos con la vida espiritual de la poesía y la
filosofía alemanas que acababan de renacer— quien señaló hacia fines del siglo
xvm el viraje que había de conducir al descubrimiento del verdadero Platón. Es
cierto que, a pesar del cambio, se seguía buscando en él sobre todo al
metafísico de las ideas. Las gentes de la época se vuelven de nuevo a la
filosofía platónica como a la forma prototípica e inmortal de aquella
concepción especulativa del mundo cada vez más opacada en aquel tiempo y cuyos
títulos de legitimidad científica había impugnado la crítica del conocimiento
de Kant. En el periodo subsiguiente, el periodo de los grandes sistemas
idealistas de la filosofía alemana, Platón siguió siendo el manantial vivo de
la nueva fuerza metafísica que animaba a los autores de estos audaces edificios
ideológicos. Pero en la atmósfera propicia de un nuevo renacimiento del
espíritu griego que aquello creaba, y para la que Platón no era simplemente un
filósofo, sino el filósofo por antonomasia, se abordó, con los
medios de la ciencia histórica de la Antigüedad, nacida precisamente por aquel
entonces, el estudio diligente de las obras de Platón, estudio que fue
retrotrayendo poco a poco a su época esta figura, que flotaba ya por encima del
tiempo, y dibujó los trazos firmes y claros de su personalidad histórica
concreta.
Es cierto que el problema que Platón presentaba a la
comprensión de la posteridad se revelaba como uno de los más difíciles
planteados por los escritos de la Antigüedad. Hasta ahora se había intentado
reconstruir su filosofía al modo del siglo xviii, esforzándose en abstraer de
sus diversos diálogos el contenido dogmático, cuando lo tenían. Luego, a base
de las tesis así establecidas, y tomando como modelo las filosofías
posteriores, se procuraba penetrar en la metafísica, la física y la ética
platónicas y construir con todas estas disciplinas un sistema, ya que no se
concebía la existencia de un pensador como no fuese bajo esta forma. El mérito
de Schleiermacher consiste en haberse dado clara cuenta, con la certera mirada
del romántico para desentrañar la forma como expresión de la individualidad
espiritual, de que lo peculiar de la filosofía platónica era precisamente que
no tendía a la forma de un sistema cerrado, sino que se manifestaba a través
del diálogo filosófico inquisitivo. Al mismo tiempo, Schleiermacher no
desconocía la diferencia de grado existente entre los distintos diálogos en
cuanto a su rendimiento de contenido constructivo. Pues el movimiento de la
dialéctica platónica es acercamiento a una meta ideal absoluta. Fiel a este
criterio, dividió las obras de Platón en obras de carácter filosófico más bien
cumula-tivo o preparatorio y en obras de carácter formal. Y aunque de este modo
establecía un nexo interno de los diversos diálogos entre sí y con un todo
ideal que se acusaba de un modo más o menos completo 460 en sus rasgos generales, consideraba, sin embargo,
que lo característico de Platón era el hecho de que le importaba más exponer
la filosofía y su esencia a través del movimiento vivo de la dialéctica que
bajo la forma de un sistema dogmático consumado. Al mismo tiempo,
Schleiermacher percibía en las distintas obras la actitud polémica del autor
ante sus contemporáneos y adversarios, y mostraba cómo el pensamiento de Platón
se entretejía de múltiples modos con la vida filosófica de su época. Y así, del
problema preñado de premisas que las obras de Platón planteaban al exégeta
surgía un concepto nuevo y más alto de interpretación que el que hasta allí
había servido de base a los filólogos circunscritos a la gramática y al estudio
de la Antigüedad; y hasta podemos afirmar que así como en la Antigüedad la
filología alejandrina fue desarrollando sus métodos a la luz de la
investigación de la obra de Homero, la ciencia histórica del espíritu consiguió
en el siglo XIX su máxima depuración en la pugna por llegar a comprender el
problema platónico.
No es éste el lugar adecuado para seguir en todos
sus detalles la historia del tan debatido problema hasta llegar a los tiempos
presentes. Hoy, el problema ha
descendido ya de la altura de aquel primero y
grandioso intento de
Schleiermacher de llegar a
captar el portento de la
filosofía platónica combinando
la minuciosidad del filólogo para el pormenor con la mirada adivinatoria del
artista y del pensador para
el conjunto orgánico de la obra.
Lo mismo la explicación
detallada del texto que la investigación sobre la autenticidad
de las distintas obras llegadas a nosotros
bajo el nombre de Platón,
abrieron el camino a un estudio concreto que iba especializándose sin
cesar, y todo el problema platónico parecía irse perdiendo cada vez más en esta dirección cuando,
desde C. F.
Hermann, los intérpretes se
fueron acostumbrando a
considerar las obras de este
filósofo como la expresión de una evolución progresiva y gradual de su
filosofía. Ahora pasaba al primer plano
del interés y adquiría una importancia
decisiva un problema
poco estudiado anteriormente, a saber: el de la época de nacimiento de cada
diálogo. Ante la carencia casi absoluta
de medios para poder localizar certeramente en el tiempo los diálogos
platónicos, lo que se hacía hasta entonces era intentar establecer el orden cronológico de su redacción por medio
de razonamientos intrínsecos y, sobre todo, comprobando la existencia de un
plan didáctico que servía de base a su desarrollo. Este método, natural y comprensible de por
sí, y que había encontrado su principal representante en
Schleiermacher, parecía estrellarse
contra la hipótesis de que los diálogos eran algo así
como la imagen documental de una
evolución involuntaria del
pensamiento platónico, en la que todavía era posible reconocer las distintas
estaciones de tránsito. Las
conclusiones contradictorias a que había llegado el análisis intrínseco con
respecto al orden cronológico de las
distintas obras condujeron al intento
de establecer una cronología relativa
mediante la simple 461 observación exacta del cambio de estilo patente en
los diálogos y por la comprobación de ciertas peculiaridades filológicas, que
constituyen una característica común de algunos grupos de diálogos. Es cierto
que este derrotero de investigación, tras algunos éxitos iniciales, acabó
desacreditándose como consecuencia de sus exageraciones, pues concluyó
incurriendo en la quimera de creer que era posible situar en el tiempo todos y
cada uno de los diálogos mediante una estadística filológica perfectamente
mecanizada. Sin embargo, sería una ingratitud olvidar que fue un descubrimiento
puramente filológico lo que determinó el mayor viraje operado desde
Schleiermacher en los estudios platónicos. Lewis Campbell, el intérprete
escocés de Platón, hizo la feliz observación de que una serie de diálogos de
Platón, de los extensos, se hallaban relacionados entre sí por algunas
características de estilo que se daban también con toda exactitud en las Leyes,
la obra inacabada de sus últimos años que ha llegado a nosotros, desembocando
de aquí, fundadamente, en la conclusión de que estas características eran
peculiares, por tanto, del estilo de su vejez. Y aunque no sea posible
determinar por este medio la relación cronológica de todos los diálogos entre
sí, cabe distinguir claramente tres grupos principales de obras en los que
pueden distribuirse con una verosimilitud grande los diálogos más importantes.
Este resultado de las investigaciones filológicas de
la segunda mitad del siglo xix tenía necesariamente que menoscabar la imagen
schleiermachiana de Platón considerada ya como clásica, puesto que varios de
los diálogos platónicos que antes eran tenidos por primeros y preparatorios y
que versaban sobre problemas metódicos, resultaron ser obras maduras
correspondientes a la época de su vejez. Esto sirvió de acicate para un cambio
completo de actitud en cuanto a la concepción fundamental de la filosofía platónica
que durante medio siglo había permanecido inalterable en lo sustancial. Ahora
pasaban de pronto al centro de la discusión aquellos diálogos
"dialécticos" como el Parménides, el Sofista y el Político,
en los que el Platón de la última época parece debatirse con su propia
teoría de las ideas. En el momento de hacerse este descubrimiento, la
filosofía del siglo xix estaba precisamente a punto de volver después de la
bancarrota de los grandes sistemas metafísicos del idealismo alemán, en una
actitud de introspección crítica, al problema del conocimiento y de sus
métodos y pugnaba por orientarse de nuevo a la luz de la crítica kantiana. No
tiene, pues, nada de extraño que este neokantismo se sintiese sorprendido y
fascinado por aquella inesperada proyección de sus propios problemas en la
evolución de los últimos años de Platón, tal como parecía revelarla la nueva
cronología de los diálogos platónicos. Lo mismo si se consideraban las últimas
obras del filósofo griego como un abandono de su propia metafísica anterior
(Jackson, Lutoslawski) que si se concebían las ideas desde el primer momento,
en un sentido neokantiano, como método (escuela de Marburgo), la 462 importancia de Platón para la filosofía moderna
descansaba en todo caso, con arreglo a esta nueva concepción de conjunto, en el
aspecto metódico con el mismo carácter unilateral con que para la filosofía
metafísica del medio siglo anterior había descansado en el hecho de que esta
filosofía buscaba apoyo en la metafísica platónica y aristotélica para su
lucha contra la crítica de Kant.
Pese a este antagonismo, la nueva forma de concebir
a Platón, que consideraba el problema del método como la médula del pensamiento
platónico, tenía algo de común con la interpretación metafísica anterior, y era
que ambas concepciones reputaban como la verdadera sustancia filosófica de
aquel pensamiento la teoría de las ideas. Ya Aristóteles había hecho lo
mismo, en el fondo, al enfocar sobre este punto su crítica de la doctrina de
Platón. El nuevo modo de concebir a este filósofo culminaba en el intento de
desvirtuar como falsas las objeciones de Aristóteles contra la teoría platónica
de las ideas, con lo cual venía a demostrar indirectamente que se dejaba llevar
por Aristóteles aunque disintiendo de su modo de ver, puesto que toda su
interpretación de la doctrina platónica se concentraba en este punto. No cabe
duda de que ya en tiempo de Platón los debates críticos mantenidos en el seno
de la Academia durante sus últimos años recaían a veces, como lo demuestran los
diálogos dialécticos, sobre el problema ontológico-metodológico, y es aquí
donde hay que buscar la raíz de la crítica aristotélica de las ideas. Pero
basta echar una mirada a los diálogos, desde el Critón y el Gorgias hasta
la República, para convencerse de que este aspecto no representa, ni
mucho menos, el conjunto de la filosofía platónica, y hasta en la misma vejez
del filósofo nos encontramos al lado de esta discusión crítica con una obra
como las Leyes, que representa más de la quinta parte de toda la obra
escrita de Platón y en la que la teoría de las ideas no desempeña ningún papel.
No obstante, se explica que el idealismo filosófico del siglo XIX volviese a
colocar en primer plano la teoría platónica de las ideas y que al irse
circunscribiendo cada vez más la filosofía al campo de la lógica no hiciese
más que sobreacentuarse la tendencia a concentrar el interés en aquel punto. A
ello contribuía el deseo siempre vivo de los filósofos escolares modernos, en
lo tocante a Platón, de extraer de sus diálogos todo el contenido didáctico
concreto que pudiesen encerrar, reteniendo ante todo, naturalmente, lo que su
propio tiempo consideraba como filosofía y, por lo tanto, como esencial.
De nuevo fue un descubrimiento filológico el que
permitió dar un paso esencial de avance y el que, sin pretensiones filosóficas
de ninguna clase, hizo que se rompiese el marco demasiado estrecho en que se
mantenía esta concepción de la obra platónica. Esta vez el descubrimiento no
afectó al campo cronológico, sino a la crítica de la autenticidad de los
textos. Ya desde la Antigüedad se sabía que en la colección de los escritos
platónicos trasmitida por los siglos se contenían muchas cosas que no eran
auténticas, pero fue a partir 463 del siglo XIX
cuando la crítica de los textos alcanzó su grado máximo de intensidad. Es
cierto que no pocas veces su escepticismo pecaba por exceso y que acabó
estancándose. Afortunadamente, la oscuridad que dejó flotando acerca de ciertos
puntos no parecía afectar a la concepción de la filosofía platónica como tal,
ya que las obras fundamentales del autor se hallaban a cubierto de toda duda
para todo el que tuviese capacidad de discernimiento, y las sospechas sólo recaían,
esencialmente, sobre escritos de dudosa calidad. Teníanse por falsas, asimismo,
las cartas de Platón: el hecho indudable de que en la colección de cartas que
ha llegado a nosotros bajo su nombre se contuviesen piezas y fragmentos falsos
movía a los críticos a repudiar la colección en bloque; y como algunas de
estas cartas encerraban, indudablemente, un material histórico valioso acerca
de la vida de Platón y de sus viajes a la corte del tirano Dionisio de
Siracusa, se recurría a la hipótesis de que el autor de esos documentos
apócrifos había utilizado para redactarlos informes muy estimables.
Historiadores como Eduard Meyer, teniendo en cuenta el gran valor de las cartas
como fuente histórica, abogaron en pro de su autenticidad, y su ejemplo fue
seguido luego por los filólogos, a partir del momento en que Willamowitz, en su
gran biografía de Platón, señaló la autenticidad de las cartas sexta, séptima y
octava, es decir, de las piezas más importantes de la colección. Desde entonces
los autores se esfuerzan en sacar de este hecho reconocido las consecuencias
que de él se derivan y que nos ayudan a formarnos una idea completa de Platón.
Y estas consecuencias son también de mayor alcance de lo que pudo pensarse en
el momento mismo de realizar el descubrimiento.
El propio Wilamowitz no se propuso trazar en su obra
una exposición de la filosofía platónica, sino simplemente un estudio de la
vida de Platón. Por eso utiliza desde el punto de vista biográfico fundamentalmente,
es decir, como una fuente autobiográfica de primer rango, el informe que hace
Platón en la Carta séptima de su viaje a Sicilia para convertir al
tirano de Siracusa. El patético relato de Platón sobre sus repetidos intentos
de intervenir activamente en la vida política brindaba a su biógrafo la
posibilidad de pintar unas cuantas escenas ricas de colorido que vienen a
romper dramáticamente el retraimiento de la vida del filósofo en el seno de su
Academia y descubrían, además, el complicado fondo psicológico de esta vida,
cuya actitud contemplativa se había impuesto, como ahora se demostraba, a un
carácter innato de dominador bajo la trágica coacción de las condiciones
desfavorables de su época. Contemplados desde este punto de vista, los
reiterados conatos de una carrera de estadista que se traslucen en su actuación
se revelaban ahora como otros tantos episodios infortunados de una vida
puramente intelectual en los que Platón había intentado realizar ciertos
principios éticos de su filosofía. Sin embargo, la convicción de que el hombre
que en la 464 Carta séptima nos habla de su propio desarrollo espiritual y de los
objetivos de su vida, y que adopta desde este punto de vista una posición ante
su propia filosofía, es el Platón auténtico y real, adquiere también una
importancia decisiva para la concepción de su obra filosófica en conjunto. En
efecto, la vida y la obra son cosas inseparables en este pensador y de nadie
podría afirmarse con mayor razón que toda su filosofía no es otra cosa que la
expresión de su vida y ésta su filosofía. La política era para el hombre cuyas
obras fundamentales son la República y las Leyes no sólo el
contenido de ciertas etapas de su vida durante las cuales se sentía impelido a
la acción, sino el fundamento vivo de toda su existencia espiritual. Era el
objeto de su pensamiento, que incluía y abarcaba todo lo demás. A esta concepción
de la filosofía platónica había llegado yo en largos años de incesante esfuerzo
encaminado a captar su verdadera esencia sin prestar gran atención a las
cartas, ya que compartía desde mi juventud el prejuicio del mundo filológico
contra su autenticidad. ¿Qué fue lo que me movió a cambiar de actitud y a dar
crédito a la autenticidad de los datos autobiográficos contenidos en la Carta
séptima? No fue solamente el brillo de la personalidad de investigador de
Willa-mowitz y la fuerza de convicción de sus argumentos, por los que tantos se
sintieron arrastrados, sino que fue sobre todo el hecho de que la concepción
que acerca de sí mismo exteriorizaba Platón en la carta desdeñada por mí,
presuponía y corroboraba en todos los respectos aquella interpretación de la
filosofía platónica a que yo mismo había llegado al margen de las cartas y por
la fatigosa senda del análisis de todos los diálogos del autor.
No es posible, naturalmente, exponer en estas
páginas de un modo completo este análisis detallado de todas las obras de
Platón. Sin embargo, hemos creído inexcusable poner ante los ojos del lector el
edificio filosófico de su teoría acerca de la esencia de la areté y la paideia,
tal como se va revelando paso a paso en el proceso de sus diálogos. Era
necesario hacer que el lector se diese cuenta por sí mismo de la posición tan
predominante que Platón asigna a este problema dentro de su modo espiritual, de
las raíces de que brota según su modo de ver y de la forma que reviste a base
de su filosofía. Y esto sólo podíamos conseguirlo estudiando el proceso del
pensamiento platónico desde su origen y siguiéndolo hasta llegar a sus puntos
culminantes. Los diálogos menores pueden reunirse, para estos efectos, en un
grupo aparte; pero las obras extensas como el Protá-garas, el Gorgias,
el Menón, el Simposio y el Fedro, en las que se
contienen ideas platónicas esenciales acerca de la educación, merecen ser
examinadas por separado y una por una desde este punto de vista. La República
y las Leyes son, naturalmente, las obras que deben formar el
verdadero nervio central de este estudio.
Nuestra exposición se esforzará íntegramente en
encuadrar la figura de Platón, tal como se desprenda de dicho examen, en el 465 panorama de conjunto de la historia del espíritu
griego. Su filosofía, considerada como el apogeo de una cultura (paideia) convertida
ya en histórica, debe enfocarse más de lo que generalmente suele hacerse en su
función orgánica dentro del proceso total del espíritu griego y de la historia
de la tradición helénica y no como un simple sistema de conceptos con
existencia propia. Para ello es necesario que los detalles de su aparato
técnico se releguen momentáneamente a segundo plano para destacar los contornos
modeladores de los problemas que la propia historia planteaba al pensamiento de
Platón y ante los que se desplegaba la figura de sus obras. El verdadero acento
de esta investigación recaerá sobre los objetivos "políticos" y el
contenido sustancial de la filosofía platónica, pero el concepto de lo político,
así concebido, responderá a la historia de la paideia en su conjunto y
sobre todo a lo que expusimos acerca de Sócrates y del alcance
"político" de su actuación. La historia de la paideia, considerada
como la morfología genética de las relaciones entre el hombre y la polis, es
el fondo filosófico indispensable sobre el que debe proyectarse la comprensión
de la obra platónica. La justificación final de todos sus esfuerzos en torno al
conocimiento de la verdad no es para Platón, como para los grandes filósofos de
la naturaleza de la época presocrá-tica, el deseo de resolver el enigma del
universo como tal, sino la necesidad del conocimiento para la conservación y
estructuración de la vida. Platón aspira a realizar la verdadera comunidad como
el marco dentro del cual debe realizarse la suprema virtud del hombre. Su obra
de reformador se halla animada por el espíritu educador de la socrática, que no
se contenta con contemplar la esencia de las cosas, sino que quiere crear el
bien. Toda la obra escrita de Platón culmina en los dos grandes sistemas
educativos que son la República y las Leyes, y su pensamiento
gira constantemente en torno al problema de las premisas filosóficas de toda
educación y tiene conciencia de sí mismo como la suprema fuerza educadora de
hombres.
Es así como Platón asume la herencia de Sócrates y
se hace cargo de la dirección de la pugna crítica con las grandes potencias
educativas de su tiempo y con la tradición histórica de su pueblo: con la
sofística y la retórica, el estado y la legislación, la matemática y la
astronomía, la gimnasia y la medicina, la poesía y la música. Sócrates había
señalado la meta y establecido la norma: el conocimiento del bien. Platón
procura encontrar el camino que conduce a esa meta, al plantear el problema de
lo que es el conocimiento, el saber. Atravesando por el fuego purificador de la
ignorancia socrática, se siente capaz de llegar más allá de ella hasta el
conocimiento del valor absoluto que Sócrates había buscado y de restituir a la
ciencia y a la vida, por medio de él, la unidad perdida. El φιλοσοφείν socrático se torna en la "filosofía" platónica. La posición
que ésta ocupa en la historia de los sistemas del pensamiento griego se
caracteriza por el hecho de ser una paideia que aspira a resolver con la
mayor ambición el problema de la 466 educación del hombre. Y, a su vez, su posición en la
historia de la paideia helénica la define el hecho de presentar como
forma suprema de la cultura la filosofía y el conocimiento. Erige el problema
de la forma-ci'jn de un tipo superior de hombre, heredado de sus antecesores,
sobre la base de un nuevo orden del ser y del mundo, que en Platón sustituye el
primitivo terreno nutricio de toda cultura humana, la religión, o que es más
bien, de por sí, una nueva religión. Esto la distingue de un sistema científico-natural
como el de Demócrito, que representa en la historia de la ciencia el antípoda
histórico-mundial del pensamiento platónico y que la historia de la filosofía
enfrenta a éste, como una de las creaciones originales del espíritu
investigador de los griegos. Sin embargo, la filosofía griega de la naturaleza,
cuyos primeros representantes en el siglo vi hubimos de enjuiciar como los
creadores del pensamiento racional desde el punto de vista de su importancia
para la historia de la paideia, va convirtiéndose cada vez más, en la
época de Anaxágoras y Demócrito, en misión de los sabios e investigadores.
Hasta llegar a Sócrates y Platón no surge una forma de filosofía que se lance
enérgicamente a la lucha desencadenada por los sofistas en torno al problema de
la verdadera educación, reclamando para sí el derecho a decidirla. Y aunque al
llegar a Aristóteles, el tipo científico-natural vuelve a imponerse con gran
fuerza en la filosofía posplatónica, es indudable que Platón comunica a todos
los sistemas de la Antigüedad posteriores a él algo de su espíritu educativo,
con lo cual eleva a la filosofía en general al rango de la potencia cultural
más importante de los últimos clásicos. El fundador de la Academia es
considerado con razón como un clásico dondequiera que la filosofía y la ciencia
se reconocen y se profesan como una fuerza for-madora de hombres.
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