las obras de Isócrates sobre política exterior han ocupado
siempre, desde que se descubrieron sus escritos políticos, el primer plano del
interés, pues la idea panhelénica desarrollada en ellos se consideraba con
razón como su contribución históricamente más importante a la solución del
problema vital del pueblo griego. Pero esto llevaba a perder de vista muchas
veces o a desdeñar otro aspecto de su pensamiento político: la posición de
Isócrates ante la estructura interior del estado de su tiempo, que es para él,
en primer término, como es lógico, el estado ateniense. Todas las
disquisiciones políticas de los decenios posteriores a la guerra del Peloponeso
partían más o menos directamente del problema que entrañaba Atenas. Pero
mientras que Platón se volvía en seguida de espaldas al estado de su tiempo sin
distinción,[1]
Isócrates vivió siempre pendiente con todo su espíritu de su ciudad natal. Su
obra principal sobre política interior es el Areopagítico.[2]
Su última obra,
el Panatenaico, revela todavía la vinculación indisoluble de su
existencia con el destino de Atenas. En ella se ocupa también de la forma
interior de la vida política ateniense. Por el contrario, en sus comienzos, en
el Panegírico, le preocupaba sobre todo, como era natural, la posición
que Atenas ocupaba con relación a los demás estados griegos, en aquel periodo
de lenta y trabajosa recuperación que siguió a la guerra perdida y a la
bancarrota de su poder naval. Sin embargo, los problemas de la política
exterior y la interior se hallaban demasiado íntimamente vinculados entre sí
para que podamos pensar que Isócrates no se interesó por la situación política
interior de Atenas hasta más tarde. El Panegírico no es más que una
expresión unilateral de su actitud ante el estado. El viraje hacia lo nacional
que da en esta obra tenía necesariamente que destacar en primer plano la obra
de Atenas en pro de la causa general de toda Grecia, tanto en lo tocante al
esclarecimiento de la historia anterior de la ciudad como en cuanto a la
concepción de su misión en los tiempos presentes. Su modo de tratar el problema
interior confirma también esta primacía de la política exterior en su
pensamiento, 895 pues la eficacia con vistas a
la política exterior es el punto de vista desde el que Isócrates contempla en
el Areopagítico la democracia ateniense y su estado actual. Esto se
expresa ya claramente en el punto de partida en que se coloca para su crítica.
El discurso del Areópago comienza con una ojeada general sobre la situación
exterior de Atenas en el momento de redactarse la obra; esto da una
significación especial al problema de la situación especial en la que fue
publicada. Isócrates, para justificar la forma del discurso hablado,[3]
finge en ella un momento histórico en que aparece dirigiendo una admonición a
la asamblea del pueblo, papel para el que podía encontrar precedentes famosos
tanto en los poemas políticos de Solón como en los discursos de la obra
histórica de Tucídides. La mayoría del pueblo y sus consejeros se sienten
optimistas (en la pintura que él traza de la situación), razón por la cual no
comprenderán sus preocupaciones y se remitirán a todas las circunstancias que
parezcan justificar un enjuiciamiento favorable de la situación de Atenas y de
su poder en el exterior. Los únicos rasgos de la pintura que el autor traza en
este sentido apuntan hacia una época en que aún perdura la fuerza de la llamada
segunda liga marítima ateniense, convertida en una realidad después del Panegírico.
Atenas se halla todavía en posesión de una gran flota, domina el mar y sus
aliados se hallan en parte dispuestos a acudir en su ayuda si se ve amenazada y
abonan además de buena gana sus contribuciones a la caja federal. Reina la paz
en torno al país ático y en vez de sentir temor a los ataques de los enemigos,
hay más razones para pensar que los enemigos de Atenas se sientan inquietos por
su propia seguridad.[4]
Isócrates opone
a este luminoso cuadro el cuadro que él ve y que es bastante más sombrío. Da
por supuesto que su opinión será despreciada, pues las razones a que obedece
no son todas tan superficiales como los hechos a que los otros pueden
remitirse. Una de las razones principales estriba en el sentimiento de optimismo
predominante en la generalidad de la gente y que entraña siempre sus peligros.
La multitud cree que Atenas, con el poder de que actualmente dispone, podrá
dominar toda Grecia, mientras que él teme que sea precisamente la apariencia de
poder la que puede arrastrar con facilidad al estado al borde de la catástrofe.[5]
Las ideas de Isócrates tienen su raíz en la concepción del mundo de la tragedia
griega. Ve al mundo político sometido a la misma ley trágica fundamental que
hermana siempre en la vida el poder y la riqueza a la fascinación y al
desenfreno, fuerzas surgidas del interior que amenazan a aquéllas en su
existencia. Los factores verdaderamente educativos son para él la penuria y la
pequeñez, que engendran el dominio de sí mismo y la moderación. Por eso la
experiencia enseña que son las situaciones 897
malas las que en la mayoría de los casos sirven de estímulo para lo mejor,
mientras que la dicha se trueca fácilmente en el infortunio.[6]
Isócrates establece por igual esta ley para la vida de los individuos y para
la de los estados. Y entre la muchedumbre de ejemplos que se le ofrecen sólo
toma los de la historia de Atenas y Esparta. De la desintegración producida por
la guerra de los persas, Atenas se levantó para convertirse en guía de la
Hélade, pues el miedo hizo que todas sus fuerzas espirituales se concentrasen
en la meta de la recuperación. Pero luego, desde la cumbre del poder así
conseguido, se precipitó de nuevo súbitamente a la guerra del Peloponeso,
faltándole poco para verse encadenada a la servidumbre. Los espartanos, por su
parte, debieron su antiguo poder a su vida sobria de guerreros, gracias a la
cual fueron ascendiendo desde los comienzos insignificantes de su historia
hasta el dominio sobre el Peloponeso. Pero este poder los empujó a la soberbia,
hasta que por último, después de lograr la hegemonía por tierra y por mar, se
vieron reducidos a la misma situación de penuria que Atenas.[7]
Isócrates alude aquí a la derrota de Esparta en Leuctra, que tan profunda
impresión causó en el mundo de la época sin excluir a los admiradores
incondicionales de Esparta, como lo demuestra el cambio sufrido por los juicios
hechos acerca de Esparta y de sus instituciones estatales en la literatura política
del siglo iv. Platón, Jenofonte y Aristóteles, al igual que Isócrates, citan
repetidas veces el hundimiento de la hegemonía espartana en la Hélade y lo
explican diciendo que los espartanos no supieron usar sabiamente de su poder.[8]
En estos
ejemplos se basa Isócrates para sostener su teoría política de los cambios
históricos (μεταβολή) .[9]
Tenemos razones para suponer que este problema desempeñó en su educación
política un papel mucho mayor del que se desprende de las breves tesis del
discurso del Areópago. Este problema se había metido por los ojos del mundo
helénico con una penetración nunca vista hasta entonces, a la luz de las
violentas irrupciones de los últimos siglos. En este sentido, la elección de
los ejemplos no es casual. Las experiencias que les servían de base eran, para
la generación de Isócrates, el verdadero acicate de la meditación. El problema
de los cambios políticos ocupa también el primer plano en el pensamiento de
Platón y Aristóteles y las reflexiones en torno a él muestran una tendencia que
crece sin cesar. A la vista de las experiencias de esta época, Isócrates
considera una simple ilusión toda sensación exagerada de seguridad. Evidentemente,
de los dos ejemplos citados más arriba el más alejado es el de la catástrofe
ateniense. La bancarrota espartana se presenta incluso expresamente como
fenómeno paralelo del infortunio que antes sufrió Atenas.[10]
Esto excluye la posibilidad de pensar, a propósito de Atenas, 898 en otra cosa que en el derrumbamiento del Imperio
ateniense al final de la
guerra del Peloponeso. Isócrates
recuerda lo repentino de esta catástrofe y el poder del
estado que la precedió, poder incomparablemente mayor del que posee en la
actualidad.
Generalmente, se
sitúa el discurso sobre el Areópago en la época posterior a la pérdida de la
guerra de los confederados (355), en la que aquella catástrofe de la primera
liga ática marítima se repite en la segunda y en que esta creación
inesperadamente rápida de los años de la recuperación que siguieron al Panegírico
volvió a derrumbarse con la misma rapidez.[11]
De ser cierta esta idea de la situación que sirve de premisa al discurso del
Areópago, no tendría sentido la exposición tan minuciosa que en él se hace de
los peligros ocultos implícitos en ella ni habría sido necesaria la prueba de
que no pocas veces es precisamente el gran poder el que entraña el germen del
infortunio. En vez de esta advertencia ante posibles acontecimientos futuros,
Isócrates hubiera debido enjuiciar la catástrofe ya producida y el factor
educativo no podía residir en el ejemplo negativo del pasado, sino pura y
simplemente en la experiencia vivida del presente inmediato, del que había de
sacar las enseñanzas. Isócrates, en aquellas circunstancias, no habría probado
su tesis apoyándose en la disolución del primer imperio en la guerra del
Peloponeso, sino que habría debido remitirse a la destrucción de la segunda
liga marítima, y el relato que hace de los optimistas difícilmente habría
podido atribuir a éstos la opinión de que Atenas disponía aún de un gran poder
financiero y militar, de una fuerte flota y de un gran número de aliados
dispuestos a acudir en su ayuda, contando incuestionablemente con la hegemonía
naval. Las razones en que se basa la hipótesis de que el discurso es posterior
a aquella fecha estriban principalmente en algunas alusiones de orden
cronológico que los especialistas creen deber relacionar con la guerra de los
confederados o con la época inmediatamente posterior a ella. El celo por
identificar los hechos sueltos mencionados en el discurso con ciertos
acontecimientos históricos conocidos hace que se pierdan de vista la situación
de conjunto y sus características, cosa que ha sido perjudicial también para la
interpretación de los factores históricos de la época.[12]
Isócrates apunta
a diversos síntomas que debieran servir como advertencia. Habla del odio y la
desconfianza cada vez mayores de los demás estados griegos contra Atenas y su
liga marítima y de las malas relaciones de Atenas con el reino persa. Son,
según la conclusión a que él llega, los dos factores que condujeron ya bajo la
primera 899 liga marítima al derrumbamiento del
poder ateniense.[13] Este
relato se relaciona con la situación existente después de la guerra de los
confederados, con la que indudablemente coincide, pero con ello se pierde de
vista que por aquel entonces la profecía de la repetición de este fenómeno
habría estado de más y que un ojo atento habría podido advertir antes del
desencadenamiento de la catástrofe los indicios de este odio de los griegos,
entre los cuales el autor se refiere en primer término, seguramente, a los
propios confederados con Atenas, y de la enemistad de Persia; más aún, que
esta previsión del infortunio que se avecinaba era precisamente, según la
intención de Isócrates, el verdadero mérito político de su discurso. La mayoría
de las cosas a que alude tienen un carácter más típico que individual y cuadran
dentro de diversas situaciones de las décadas cuarta y quinta del siglo iv,
como ocurre, por ejemplo, con el comienzo de desintegración de los
confederados y con las repetidas amenazas del rey de Persia.[14]
Los únicos acontecimientos de carácter más bien concreto que se mencionan, se
refieren más bien a la época anterior al desencadenamiento de la guerra de los
confederados[15] (año
357) que a la época posterior a ella, ya que esta guerra selló la bancarrota
definitiva de la liga marítima y, con ella, de la hegemonía naval de Atenas.
De ser ciertas estas observaciones, el discurso del Areópago no sería la
liquidación hecha después de consumada la bancarrota de la liga marítima, sino
un último intento para impedirla. Tal es el punto de vista desde el cual
debemos considerar sus propuestas encaminadas a cambiar la democracia
ateniense. Todos los peligros que, según Isócrates, la amenazan nacen, en su
concepto, de la estructura interior del estado ático. Gracias a la suerte o al
genio de un individuo —tal es, sobre poco más o menos, su razonamiento— hemos
logrado grandes éxitos, pero no hemos sabido ponernos en condiciones de
conservar lo adquirido. Bajo el mando de Conon y sobre todo de su hijo Timoteo,
logramos la hegemonía sobre toda Grecia, pero no tardamos en perderla de nuevo,
por no tener la constitución que necesitábamos para defenderla.[16]
La constitución es el alma del estado.
900
Cumple la misma
función en él que el espíritu y la razón en el hombre. Es ella la que plasma
el carácter tanto de los individuos como de los dirigentes políticos y a ella
se acomoda su conducta.[17]
Esta idea, con la que nos encontramos ya en el discurso A Nicocles,[18]
se repite aquí en sentido negativo. Isócrates sienta como un hecho que los
atenienses opinan todos unánimemente que jamás bajo la democracia estuvieron
tan mal gobernados como ahora. Dondequiera que la gente habla y discute, en la
plaza pública, no se oye tratar de otra cosa. No obstante, nadie está dispuesto
a hacer nada por cambiar la situación y todo el mundo prefiere la forma
degenerada de vida política imperante en la actualidad a la constitución creada
por nuestros antepasados.[19]
Esta crítica de
Isócrates plantea ante nosotros el problema de la causa a que obedecen estas
contradicciones. Evidentemente, el estado de esta época es, para la mayoría de
sus ciudadanos, incluyendo a los que lo consideran necesitado de reformas, un
medio cómodo para la satisfacción de sus ambiciones. Aunque imponga a cada cual
ciertas limitaciones, limita también los excesos de los demás. Se produce así
una especie de equilibrio de distintas ambiciones que en último resultado
permite a cada cual satisfacer un número suficiente de deseos individuales y
que de ese modo se le hace indispensable. La mayoría de los impulsos materiales
cuya satisfacción le interesa al hombre en este tipo de convivencia son,
indudablemente, los verdaderos factores "formadores de hombres" de la
época, como lo proclaman unánimemente los pensadores políticos de todas las
tendencias. La paideia, la formación del hombre, queda degradada en
estas épocas al papel de la mera educación externa. Aspira a influir desde
fuera sobre las situaciones, sin que pueda oponer un contrapeso real a las
fuerzas que presionan hacia abajo. Y si quiere conseguir más sólo tiene dos
caminos: o renunciar a formar al pueblo como un todo y retirarse a la estrechez
de escuelas y conventículos, como hacen los filósofos, o intentar influir
solamente sobre determinadas personalidades gobernantes o bien, allí donde se
trate de estados gobernados democráticamente, tratar de reformar ciertas
instituciones del estado para influir sobre éste en el sentido que se considere
provechoso. Tal es la idea educativa de Isócrates. El primer camino era el que
había abrazado en el discurso A Nicocles sobre los deberes que imponía
la misión del monarca. El segundo es el que sigue en el Areopagítico.
Aquí, partiendo
de la conciencia de que el mal fundamental de la política reside en el problema
de cambiar el hombre, se intenta llegar a este resultado mediante el cambio de
las instituciones políticas. Los hombres, según la conclusión a que llega
Isócrates, eran distintos en 901 los tiempos de Solón o de Clístenes; por
consiguiente, el único medio de sustraerlos a su exagerado individualismo
consiste en restaurar la constitución del estado vigente en aquel siglo.[20]
Al cambiar el "alma" de la polis, cambiarán también los
individuos que la forman. Sin embargo, la hermosa frase según la cual la
constitución es el alma de la polis[21] oculta
un difícil problema. Aceptando que en tiempos de los antepasados, en el siglo
vi, fuese realmente el alma de la ciudad o, dicho en otros términos, la
expresión espiritual del ser real del hombre, la forma de su vida colectiva,
creada de dentro a fuera, ¿lo seguía siendo también en tiempo de Isócrates? ¿No
aparece, incluso en el modo como éste la concibe, como un simple medio, como
una organización jurídica encaminada a restaurar aquella forma interior
destruida por determinadas fuerzas negativas? Con esto, la empresa de formar a
los hombres se desplaza del campo de la existencia espiritual al campo de la
educación exterior, en el que el estado se convierte de un modo autoritario en
el agente externo de la misión educativa. De este modo, la paideia se
convierte en algo mecánico y este defecto resalta con mayor fuerza por el
contraste entre el modo puramente técnico como Isócrates pretende realizarla y
la imagen romántica del pasado que aspira a hacer resurgir así. Se acusa aquí
de un modo bien visible la diferencia entre Isócrates y Platón, que si bien en
su estado, "el mejor de los estados", simplifica también y retrotrae
la vida de un modo aparentemente romántico, es perfectamente real en cuanto al
punto de partida, pues hace hincapié exclusivamente en la formación real del
alma. La paideia Platónica descansa totalmente sobre ésta. Isócrates en
cambio cree poder conseguirla, en el estado ateniense de su tiempo, sin más que
restaurar al Areópago en sus derechos. Por consiguiente, como corresponde a su
modo de concebir la paideia, convierte al estado en simple autoridad
inspectora. Es instructivo ver cómo la imagen ideal del pasado que traza
Isócrates para caracterizar el espíritu de la educación a que aspira va
convirtiéndose inadvertidamente en un sueño utópico en el que se esfuman todos
los colores del presente y se resuelven todos los problemas. Este extraño modo
de considerar la historia sólo se comprende cuando se ve cómo todas las
alabanzas tributadas al pasado se conciben simplemente como negación de un mal
correlativo del presente. La forma radicalizada de la democracia ateniense del
siglo IV representaba un
problema insoluble para amplios círculos de opinión en los que bullía la
crítica. Es el problema del gobierno de las masas, tal como se describe en el Areopagitico
y en otros discursos de Isócrates, con todos sus fenómenos concomitantes:
la demagogia, el régimen de delación, la arbitrariedad y el despotismo de la
mayoría contra la minoría más culta, etcétera. En tiempo de los padres de la
democracia ateniense no se confundía aún el desenfreno con la democracia, 902 la arbitrariedad con la libertad, la licenciosidad
de palabra con la igualdad, ni la falta absoluta de control en la conducta con
la suprema dicha, sino que se castigaba a las gentes de esta calaña y existía
la preocupación de hacer a los hombres mejores.[22]
La igualdad a que se aspiraba en aquel tiempo no era la igualdad mecánica de
todos, sino la igualdad proporcional que da a cada cual lo que le corresponde.[23]
Tampoco el régimen electoral se hallaba todavía, por aquel entonces, mecanizado
con el sistema del sorteo, equivalente a sustituir los juicios valorativos por
el mero azar. En vez de elegir directamente a los funcionarios de entre el
conjunto de la población, se les elegía indirectamente de entre un grupo de
gentes, seleccionado con anticipación, muy capacitadas para el desempeño de
sus funciones.[24] El
lema seguía siendo: trabajar y ahorrar, y todavía no se despreciaba la propia
economía doméstica para enriquecerse con bienes ajenos.[25]
No era todavía práctica sancionada por el uso el que la población se nutriese
de los ingresos públicos del estado, sino que, por el contrario, se sacrificaba
a la comunidad la fortuna propia. El ser ciudadano no significaba todavía un
negocio, sino un deber.[26]
Y para que esta alabanza tributada a la cualidad de lo distinguido no le
expusiese a aparecer como enemigo del pueblo, Isócrates añade que el demos era
todavía en aquella época el que mandaba, el que instituía a los funcionarios y
se elegía sus servidores públicos de entre la capa social de los poseedores,
que eran los que disponían del tiempo 903 necesario para dedicarse a estas tareas.[27]
La competencia era un factor más importante para la elección que el mero azar o
cualesquiera consideraciones de política de partido.[28]
Estas frases son
algo así como un programa de la minoría conservadora y acomodada de Atenas en
tiempo de la decadencia de la segunda liga marítima. La crítica de esta minoría
contra el estado vigente la conocemos mejor que nada por las manifestaciones de
la oposición que subió al poder después de perdida la guerra de los confederados.
Fue el rico financiero Eubulo quien con su sistema se sobrepuso entonces al
desastre económico de los demagogos de la década anterior y supo captarse por
largo tiempo la confianza de la mayoría del pueblo. El lema de trabajar y ahorrar
cuadra de un modo excelente a esta tendencia y la censura contra los excesos
del gobierno de las masas y de la demagogia debía proceder de los mismos
círculos de gentes ricas llamadas a pagar las costas de la política de guerra
de los demagogos radicales, sin que por ello pudiesen salvaguardar al estado
de la decadencia.[29]
Isócrates sugiere repetidas veces, sobre todo en los discursos de aquel periodo
de nueva desintegración de la liga marítima ateniense, lo mucho que le
interesaba la causa de la minoría poseedora.[30]
Es cierto que se expresa con toda la cautela necesaria, pero sin que pueda
dudarse que era esta clase la que él quería proteger contra los ataques de los
demagogos. Censura el que se recele de ella como enemiga del pueblo, a pesar de
haber contribuido más a la conservación del estado que la mayoría de aquellos
escandalizadores.[31]
Cree necesario, sin embargo, defenderse de ello, en persona, frente a la
sospecha de hostilidad contra el pueblo. Esto era doblemente obligado en un
momento como aquél, en que se formulaba la propuesta impopular de conceder de
nuevo grandes derechos al Areópago.[32]
La restauración de la autoridad del supremo tribunal de justicia, en lo tocante
sobre todo a la fiscalización de las costumbres de los ciudadanos, era desde
hacía ya mucho tiempo un punto establecido en el programa del partido
conservador. En esta obra de Isócrates. es la piedra final que corona el
monumento del periodo de la democracia ateniense.[33]
Aunque Isócrates
no emplea expresamente el tópico de la vuelta a la constitución de los padres (πάτριος
πολιτεία), que tan gran
papel había de desempeñar en las luchas constitucionales de Atenas al llegar a
la fase posterior de la guerra del Peloponeso, su glorificación retrospectiva 904 de la democracia de Solón y Clístenes coincide en
realidad y en la más extensa proporción con el programa que por aquel entonces
se cifraba en aquellas palabras. Durante la guerra del Peloponeso y la
oligarquía de los "Treinta Tiranos", su principal mantenedor había
sido Terámenes, el dirigente del partido de la democracia moderada. Según
informa Aristóteles en la Constitución de Atenas, uno de los primeros
pasos dados por los Treinta en el año 403, después de tomar el poder, fue
abolir las leyes que habían restringido decisivamente las facultades del
Areópago bajo Pericles, quebrantando de modo definitivo el predominio de esta
corporación dentro del estado.[34]
La restauración del Areópago ocurrió en la primera época de los Treinta, en la
que Terámenes y el ala moderada de los conservadores tenían una influencia
decisiva en la política. El retorno de los demócratas después del derrocamiento
de los Treinta revocó evidentemente estas medidas legislativas, y el
hecho de que el padre del tópico de "la constitución de los padres",
Terámenes, fuese muerto por Critias y los elementos oligárquicos radicales no
contribuyó tampoco a hacer que este grupo moderado y su herencia espiritual
fuesen vistos con más simpatía en el periodo siguiente de restauración del
gobierno del pueblo. Se comprende, pues, que Isócrates rehuya intencionadamente
la frase de la constitución de los padres, o la transcriba bajo otras formas,
para no suscitar recelos. Pero no menos claro es, asimismo, que se apoya en el
programa de Terámenes, el cual debía de seguir teniendo partidarios aun después
de restaurada en Atenas la constitución democrática. Una grata confirmación de
esta hipótesis, que se impone a la vista de la coincidencia material entre el
discurso isocrático sobre el Areópago y las ideas de Terámenes, la tenemos en
el hecho de que la antigua biografía señale entre los maestros de Isócrates, al
lado de Gorgias y de los sofistas, al estadista Terámenes.[35]
La continuidad
de las ideas políticas constituye, pues, un hecho innegable y, una vez
reconocida esta continuidad, es fácil seguirla desde el discurso de Isócrates
sobre el Areópago, lo mismo a través de la historia constitucional de Atenas
que a lo largo de la literatura teórico-política. Esto hace que no sea
verosímil la idea de que el intento representado por el discurso de Isócrates
sobre la restauración del Areópago era la obra de un solo individuo, que en un
momento crítico recurría a aquellos planes de reforma constitucional tomados
de la época de la guerra del Peloponeso. Toda la actitud de Isócrates ante la
demagogia y el radicalismo de aquellos años induce por el contrario a la
certeza de que lo mismo en su política interior que en la exterior se hallaba
íntimamente vinculado al grupo político 905
cuyas ideas preconizaba. Como veíamos, este discurso parece enlazar toda la
dicha y todo el poder de Atenas a la personalidad de Timoteo y a su actuación
como estratego de la segunda liga marítima.[36]
Todo el infortunio y toda la decadencia arrancan, según Isócrates, de la
destitución de este gran hombre a cuyo servicio batalló incansablemente con su
pluma[37]
y a favor del cual siguió abogando valientemente después de su muerte, a pesar
de su definitiva separación y de su condena.[38]
Si nuestra localización del Areopagítico en el tiempo, situándolo en la
época crítica que precede al desencadenamiento de la guerra de los
confederados, es acertada, se redactó en una situación que hace casi imposible
suponer que Isócrates procediese por sí solo en un problema tan importante de
política interior sin asegurarse el acuerdo con su gran discípulo, que por
aquel entonces vivía retirado de Atenas, muy cerca de él, y que necesariamente
seguiría con creciente disgusto los manejos de sus sucesores radicales.[39]
Opinaría sin duda alguna, al igual que Isócrates, que los nuevos titulares del
poder habían vuelto a destruir en poco tiempo todo lo que él había logrado
edificar trabajosamente,[40]
y su nueva intervención en la política y en la estrategia ateniense después de
estallar la crisis de la liga marítima demuestra que no había renunciado a la
esperanza de que volviese a sonar su hora. Y sobre todo, al razonar la
necesidad de una reforma constitucional señalando su importancia para la situación
política exterior, Isócrates se remite a una argumentación que nadie podía
compartir mejor que Timoteo, pues toda la mira de éste era precisamente afirmar
la posición de poder de su ciudad natal dentro de Grecia, sin que le
preocupasen en lo más mínimo los asuntos de política interior de los dirigentes
de la masa.
No es posible,
pues, sustraerse a la conclusión de que en el discurso sobre el Areópago
Isócrates habla también en nombre de un grupo político real, que en la hora del
peligro inminente hace una última tentativa para influir de nuevo sobre los
destinos políticos de Atenas, después que sus adversarios habían llevado al
estado hasta el borde de la ruina. Es sabido que esta tentativa fracasó y no
fue capaz de contener la amenaza de la desintegración de la segunda guerra
marítima. El profundo antagonismo que el discurso de Isócrates nos revela no
fue superado tampoco por el nombramiento de Timoteo como uno de los comandantes
de la flota, sino que siguió en pie como
906 una brecha a lo largo de la estrategia
ateniense de los años siguientes. El propio Isócrates nos dice que sus ideas
sobre la revisión constitucional no eran completamente nuevas para él, ni
mucho menos, cuando se decidió a defenderlas ante la opinión pública. Ya las
había sostenido repetidas veces ante sus amigos, pero le habían disuadido de
que las proclamase por escrito, para que no atrajese sobre sí el reproche
de enemigo de la democracia.[41]
Creemos que esto nos autoriza a inferir que su propuesta no envolvía
precisamente una manifestación integrante y firme de la paideia política
de la escuela isocrática. Esto esclarece al mismo tiempo las relaciones con
Timoteo y concuerda con el hecho de que estas ideas provienen del círculo de
Terámenes, es decir, de una época anterior.[42]
Isócrates debió de tomar parte interiormente en las luchas espirituales de los
últimos años de la guerra del Peloponeso, siendo ya un hombre adulto, aunque
exteriormente se mantuviese al margen de las actividades políticas. La actitud
análoga mantenida por Isócrates y Platón en aquellos años hace que la cosa sea
todavía más verosímil.[43]
Conociendo ya
con mayor claridad el fondo político del discurso sobre el Areópago,
comprendemos no solamente la peculiar actualidad que trasciende de todo lo que
Isócrates dice acerca de los "tiempos mejores" de la democracia
ateniense, sino que vemos, además, en el cuadro que traza del pasado toda una
serie de alusiones directas al presente. Se trata de pintar un cuadro
educativo, que sirva como modelo. Léanse, por ejemplo, desde este punto de
vista, además de los capítulos sobre la vida pública que glosamos más arriba,
los que versan sobre las fiestas religiosas y el trato dado antes y ahora a
todos los problemas del culto divino[44]
y se verá cómo detrás de cada palabra hay una acusación amarga contra la
incultura presente. Isócrates censura en el culto, tal como se practica en la
actualidad, la caprichosa irregularidad e inconstancia y las oscilaciones entre
extremos desacertados. Los atenienses tan pronto acuden pomposamente con 300
bueyes para el sacrificio como dejan caer en el más completo olvido las
fiestas consagradas por sus padres. Por una parte, celebran 907 de un modo grandioso las fiestas extraordinarias,
adicionales, sobre todo cuando dejan margen para que el pueblo coma y se
divierta, y por otra, se sacrifican todas las fiestas más sagradas. Los tiempos
antiguos no conocían aún esa ligereza frívola con que se abandonan en la
actualidad las prácticas consagradas de Atenas o se introducen otras nuevas. La
religión de aquellos tiempos no consistía, según Isócrates, en el despliegue de
una pompa vana, sino en el temor de modificar nada que afectase a la tradición
de los antepasados.[45]
En relación con
esto recordamos el estudio cuidadoso que, a juzgar por los fragmentos de esta
literatura que se han conservado, consagraba a los temas del culto religioso y
al nacimiento y a la celebración de todas las fiestas divinas y prácticas
piadosas el nuevo género de la "crónica ateniense", que florecía por
aquel entonces. Este interés retrospectivo tiene su analogía en la historia de
Roma en las Antiquitates rerum humanarum et divinarum de Varrón, obra
gigantesca de erudición histórico-cultural y teológica. Esta obra surgió de
una situación interiormente análoga a la de la época isocrática. También en la
escuela de Isócrates debió de existir necesariamente una nueva comprensión con
respecto a este aspecto del pasado histórico. Para poder escribir cosas como
las citadas más arriba, había que haber estudiado con cierta precisión las
prácticas religiosas y las fiestas de la antigua Atenas, aunque se procediese a
base de rápidas generalizaciones. Cuando Isócrates escribía existían ya los
primeros rudimentos del nuevo género de la Atthis; por otra parte, no se
errará si se supone que su interés por estos problemas, así como su preocupación
por las realidades políticas del pasado de Atenas, fueron los que movieron a su
discípulo Androcio a redactar su Atthis. No debe perderse de vista que
el consciente conservadurismo religioso que a través de las observaciones
críticas del Areopagítico nos habla de la degeneración de las fiestas y
del culto divino se halla inseparablemente unido al conservadurismo político que
aspira al ideal de la "constitución de los padres" y que, por otra
parte, esta concatenación nos permite también comprender fácilmente la
importancia del factor religioso.
Isócrates
concede una atención especial al problema social en el pasado, pues al llegar
aquí tenía que contar necesariamente con la objeción de que el lado negativo
del cuadro era justo la relación entre ricos y pobres, altos y bajos. Él
considera aquel período, por el contrario, como una época de salud completa del
organismo social. Los pobres no conocían aún la envidia contra la clase
poseedora, sino que los desposeídos compartían la dicha de los otros y consideraban
con razón la riqueza de aquéllos como la fuente de su propio sustento. Los
ricos, por su parte, no despreciaban a los pobres, sino que reputaban su
pobreza como una vergüenza propia y les ayudaban 908
en la penuria, proporcionándoles trabajo.[46]
Este cuadro, si lo comparamos con la pintura que Solón traza de la realidad
entonces vigente,[47]
aparece fuertemente idealizado, aunque pueda haber habido épocas en que fuese
más fácil encontrar este estado de espíritu entre los ricos y los pobres que
aquí se pinta que en los tiempos de Isócrates. Basta pensar, por ejemplo, en
Cimón y en su conducta social, basada todavía en concepciones patriarcales.[48]
Mientras existió en Atenas una nobleza poseedora de este tipo, concebir una
clase de relaciones como las que pinta Isócrates era más fácil que en periodos
de industrialización y de crecimiento, por una parte, del capital y, por otra,
de la pobreza. Por aquel entonces no se acumulaban todavía grandes fortunas,
sino que se invertía productivamente el dinero, sin considerar arriesgada de
por sí cada una de estas inversiones. La vida de los negocios se hallaba
presidida por la confianza mutua y los pobres daban a la seguridad de las
relaciones económicas tanta importancia como los poseedores de grandes
fortunas. Nadie rescataba la propia fortuna ni temía que se hiciese pública,
sino que todos la empleaban prácticamente, con el convencimiento de que esto no
sólo era ventajoso para la situación económica de la ciudad, sino que además incrementaba
la propia fortuna.[49]
Isócrates no ve
la causa de estas sólidas y sanas realidades en ninguna clase de condiciones
externas, sino en la educación de lo» ciudadanos.[50]
Esto le orienta hacia su idea fundamental, que es la necesidad de un fuerte
Areópago. En efecto, Isócrates considera esta institución esencialmente desde
el punto de vista de la educación y no de la administración de justicia. El
defecto del sistema imperante estriba en que en Atenas se limita realmente la paideia
al paides, es decir, a la edad infantil.[51]
Para ésta existen numerosas instancias fiscalizadoras; en cambio, después de
llegar a la edad viril cada cual puede hacer y dejar de hacer lo que se le
antoje. No ocurría así en el pasado, en que se velaba con mayor cuidado todavía
por los adultos que por los niños. Tal era, en efecto, el sentido y razón de
ser de la norma según la cual el Areópago debía velar por la disciplina ( eu)kosmi/a ) de los ciudadanos. Este organismo
sólo era asequible a personas escogidas por su nacimiento y que hubiesen dado
pruebas en su vida de un carácter intachable. Este principio de la selección
convertía al Areópago en la corporación más distinguida 909 de su clase existente en toda Grecia.[52]
Y aunque había ido perdiendo muchas de sus atribuciones políticas, su autoridad
moral seguía siendo tan grande que infundía un respeto involuntario a todo el
que entrase en contacto con él, aunque fuese el mayor malvado.[53]
Sobre esta autoridad moral es sobre la que Isócrates pretende erigir de nuevo
la educación de los ciudadanos.
Lo que
verdaderamente se trata de comprender, según él, es el hecho de que las buenas
leyes de por sí no son capaces de hacer mejores al estado ni a los ciudadanos.
De otro modo sería muy fácil infundir con la letra de la ley el espíritu de un
estado a todos los demás.[54]
En Grecia era frecuente tomar así normas de la legislación de otros
estados. La elaboración de leyes por los filósofos, ya sea para un determinado
estado o para mejorar los estados en general, obedece a la misma alta
valoración de los buenos preceptos legales. Sin embargo, ya en Platón veíamos
que se había abierto paso la conciencia de que las leyes como tales no sirven
de nada si el espíritu, el ethos del estado no es bueno de por sí,[55]
pues el ethos individual de una sociedad es el que determina la
educación de los ciudadanos, el que forma el carácter de cada uno a su imagen y
semejanza. De lo que se trata, pues, es de infundir a la polis un buen ethos
y no de dotarla de un cúmulo cada vez mayor de leyes especiales para cada
campo de la vida.[56]
Se creía observar en Esparta que la disciplina de los ciudadanos en aquel
estado era excelente y el número de leyes escritas, en cambio, muy pequeño.
Platón había creído poder renunciar por entero, en su estado ideal, a una
legislación especializada, pues suponía que en él la educación actuaría
automáticamente a través de la libre voluntad de los ciudadanos, consiguiendo
así lo que en otros estados procuraba en vano conseguir la ley por medio de la
coacción.[57]
Era una concepción calcada sobre las condiciones de vida de Esparta, tal
como se las consideraba por aquel entonces y como las describían los
contemporáneos, sobre todo Jenofonte. Isócrates no se remonta al modelo
espartano. Él ve este estado de cosas ideal realizado en la antigua Atenas,
donde existía un fuerte Areópago encargado de vigilar la vida de los ciudadanos
y especialmente la de la juventud.[58]
Isócrates
describe la situación actual de la juventud ateniense como extraordinariamente
necesitada de educación.[59]
La edad juvenil es justo la edad de mayor caos interior, lleno de apetitos de
todo género. Necesita ser educada mediante la práctica de ocupaciones adecuadas
que sean fatigosas y al mismo tiempo produzcan satisfacción 910 interior, ya que sólo ellas son capaces de retener
a la larga la atención de la juventud.[60]
Para ello debe establecerse una diferenciación de actividades que tenga en
cuenta las condiciones sociales de los educandos. Siendo éstos desiguales, no
puede ser igual tampoco el camino que se siga para educar a la juventud.
Isócrates considera inexcusable que la paideia se adapte a la situación
de fortuna de cada individuo.[61]
Este punto de vista tuvo cierta importancia en la teoría de los griegos acerca
de la juventud, mientras existió el postulado de una educación superior. .Ya lo
encontrarnos sostenido en Protágoras, quien en el diálogo Platónico supedita la
duración de la instrucción a la fortuna de los padres[62]
y aparece también expuesto en el escrito "plutárquico" sobre la
formación de la juventud, en que se utilizan a su vez fuentes anteriores, que
no han llegado a nosotros.[63]
Sólo lo encontramos eliminado en la República de Platón, en la que toda
la educación superior corre a cargo del estado y de la selección vigilada por
éste. Se comprende, colocándose en el punto de vista de Isócrates, que esta
idea le sea completamente ajena. La concentración de la educación en el estado
debía ser considerada por él como el postulado plenamente irreal de un
radicalismo pedagógico que en realidad no serviría para lograr una selección
espiritual, sino para fomentar la liberación puramente mecánica de las
diferencias sociales. Isócrates ve en estas desigualdades algo impuesto por la
naturaleza e incancelable. Por eso aspira a que se mitiguen las durezas
innecesarias, pero no a que se eliminen las mismas diferencias de fortuna. La
meta de la educación está para él más allá de estas diferencias.
"Nuestros antepasados —dice— ordenan para ricos y pobres un tipo de
educación adecuado a su situación social. Recomendaban a los necesitados la
agricultura y el comercio, pues comprendían que de la ociosidad nace la
carencia de recursos y de la carencia de recursos, a su vez, el desafuero.
Creían, por tanto, que al extirpar las raíces del mal podrían acabar también
con los males nacidos de ellas. A los ricos los obligaban a ocuparse de
equitación, gimnasia, caza y educación del espíritu (φιλοσοφία), por creer que
con ello unos se convertirían en hombres virtuosos y otros se desviarían de los
malos caminos." [64]
La equiparación que se establece entre la educación del 911 espíritu y
las diversas modalidades del deporte es característica de la concepción de la paideia
como un juego distinguido, concepción que Isócrates comparte con el aristócrata
Calicles del Gorgias de Platón. Era el punto de vista desde el cual una
determinada clase de la sociedad estaba en mejores condiciones para tomarles
gusto a los intereses espirituales de la nueva época. Isócrates no se recata
en lo más mínimo para hablar de esto abiertamente ante un gran número de lectores.
Parte tal vez del supuesto de que los griegos y atenienses de todas las clases
sociales comprenderían seguramente mejor este planteamiento del asunto que la
preocupación demasiado seria e interior por problemas espirituales, tal como la
preconizaban Platón y la filosofía.
Para Isócrates,
el verdadero defecto de la educación bajo la democracia actual es la falta de
todo control público. En la vida de las anteriores épocas sanas del estado ateniense,
encuentra manifestaciones de este control, sobre todo en las agrupaciones de
tipo local tales como los δήμοι en el campo y los kw=mai en la ciudad. Estas asociaciones, pequeñas y que
pasaban fácilmente desapercibidas, vigilaban con ojo atento el tipo de vida de
los individuos. Los casos de desorden ( a)kosmi/a ) eran llevados ante el Consejo en la
colina de Ares, que disponía de un sistema de medios educativos de varios
grados. El más suave de todos era la amonestación; seguía el de la amenaza; por
último, si los dos recursos anteriores fracasaban, se aplicaba una pena.[65]
De este modo, los principios de la vigilancia y el castigo se completaban
y el Areópago mantenía a los ciudadanos "a raya" ( katei=xon ), palabra que aparece ya en Solón y que
desde entonces se repite con frecuencia en manifestaciones sobre la disciplina
legal de los ciudadanos.[66]
La juventud de aquel entonces no pasaba ociosamente el tiempo en locales de
juegos y cerca de las tocadoras de flauta, que es según Isócrates lo que solía
ocurrir en su época. Cada cual vivía entregado a sus actividades profesionales
e imitando reverentemente a los hombres que ocupaban el primer lugar en ellas.
Las jóvenes observaban en su actitud ante los mayores los preceptos del respeto
y de la cortesía. La gente se comportaba con seriedad y no se tenía el prurito
de pasar por excéntrico o chistoso. No se medía el talento por la movilidad
social del joven.[67]
Toda la vida de
la juventud ateniense se hallaba dominada en otro tiempo por el aidos, por
aquel sentimiento respetuoso de santo temor cuya desaparición ninguna época
desde Hesíodo lloró tanto como la de Isócrates.[68]
Esta pintura de la antigua disciplina recuerda, en cuanto a su idea
fundamental, aquella imagen contrastada entre 912
la antigua y la nueva paideia que Aristófanes pintaba en Las nubes.[69]
Concuerda también asombrosamente en sus detalles con el ideal que
Platón establece en la República y seguramente este ideal no fue ajeno a
la pintura de Isócrates. El concepto del aidos era una parte heredada de
la antigua ética y la antigua educación de la nobleza griega, que fue perdiendo
cada vez más importancia en el transcurso de los siglos posteriores. Pero este
concepto desempeña todavía un papel enorme en el pensamiento de los hombres
homéricos o pindáricos.[70]
No es fácil definir en qué consiste este sentimiento o este temor; es un
fenómeno inhibitorio espiritualmente complejo, formado por múltiples motivos
sociales, morales y éticos, o bien el sentido de que ese fenómeno brota. El
concepto del aidos fue pasando por momentos considerablemente a segundo
plano bajo la influencia de la evolución democrática que tendía a plasmar todas
las normas en la forma racional de la ley. Y se comprende, teniendo en cuenta
la mentalidad conservadora de Isócrates, que su paideia se remonte al
sentimiento del aidos o del temor, como fuente de conducta ética, lo
mismo que en otros aspectos se remonta a la idea del modelo y a los preceptos
concretos de la antigua ética de la nobleza.[71]
Isócrates aspira conscientemente, no sólo en el espejo de príncipes que es el
discurso A Nicocles, sino también en el ideal de la educación de la
juventud que esboza en el discurso sobre el Areópago, a una restauración de la
antigua disciplina de la nobleza y de sus normas. Esta ética regía todavía con
vigencia plena en los tiempos primitivos del estado ateniense del pueblo que él
ensalza y había contribuido mucho a la consistencia interior de su trabazón
social. Isócrates abriga la conciencia plena de este factor y lo tiene en más
alta estima que a la ley, considerada como el pilar fundamental del orden democrático
de vida. Es indudable que su actitud escéptica ante el valor educativo de la
legislación como tal y el elevado respeto que siente por las fuerzas morales
del temor y de la vergüenza se condicionan mutuamente.
Después de hacer
una crítica a fondo de la democracia en su forma actual de gobierno radical de
las masas, Isócrates siente la necesidad de defenderse de antemano contra el
reproche de tener ideas de enemigo del pueblo, que puedan hacerle los
dirigentes del demos. Y esta parada del golpe antes de que éste se
descargue es una maniobra hábil, pues quita el arma de manos de su adversario
saliendo 913 al paso del eventual equívoco de
quienes pudieran pensar que Isócrates se colocaba del lado de los enemigos
fundamentales de la constitución democrática, o sea de los oligarcas.[72]
Los oradores que desfilaban por la tribuna de la asamblea popular ateniense en
aquella época solían manejar con mucha liberalidad esta denominación cuando
querían hacer políticamente sospechoso a quien se permitía contradecirles. Por
eso Isócrates aplica a su vez este hábito y demuestra que nada puede estar más
lejos de él que la sospecha de que sus ideas políticas tengan algo de común con
las de los "Treinta Tiranos", en los que todo demócrata ateniense
veía personificada la maldad de la oligarquía para todos los tiempos. ¿Cómo era
posible sospechar de quien consideraba como su ideal la constitución de los
padres de la democracia ateniense, de un Solón y de un Clístenes, que pudiese
querer atentar contra las libertades civiles, que eran los fundamentos del
estado ático ?[73]
Isócrates puede remitirse al hecho de que en todas sus obras condena la
oligarquía y ensalza la verdadera igualdad y la auténtica democracia.[74]
Pero la misma selección de los ejemplos aducidos por él para ilustrar lo que es
la verdadera libertad demuestra que deslinda el concepto de democracia de un
modo sustancialmente más amplio que la mayoría de los demócratas de la época.
Esta democracia la encuentra él encarnada del modo más perfecto en la antigua
Atenas y en Esparta, donde la elección de los magistrados superiores y las
reglas de la vida y la conducta diaria han estado siempre presididas por la
verdadera igualdad popular.[75]
Y aun considerando que el gobierno radical de las masas tal como existe
en su tiempo se halla muy necesitado de reformas, lo prefiere con mucho a la
tiranía, a la oligarquía, tal como Atenas las conoció en tiempos de los
Treinta.[76] Este
paralelo es desarrollado ampliamente y de un modo impresionante por Isócrates,
no sólo para poner a cubierto de toda duda la posición fundamentalmente
democrática del autor, sino también para demostrar cuál es para él la suprema
pauta de toda actitud en materia política interior.[77]
El punto de partida del discurso había sido la afirmación de que la vida
política de los atenienses necesitaba ser reformada, derivando esta tesis de
una crítica de la situación del estado en el campo de la política exterior, que
él veía con los colores más sombríos.[78]
Obra, pues, lógicamente al razonar el homenaje relativo que rinde a la
democracia radical en comparación con la oligarquía, estableciendo un paralelo
entre lo que ambas formas de constitución aportan desde el punto de vista de la
propia defensa y afirmación del estado ateniense frente a sus enemigos.
Tal parece como
si en esta parte del discurso volviese a tomar la palabra el verdadero y
auténtico Isócrates, es decir, el
Isócrates del 914
Panegírico, para contrastar desde un punto de vista los hechos de las dos
tendencias políticas, con la diferencia de que aquí la idea panhelénica pasa
por completo a segundo plano ante el criterio nacional ateniense. Isócrates se
esfuerza celosamente en demostrar aquí que no se limita a censurar los defectos
del demos, sino que está también dispuesto a ensalzar con la misma buena
voluntad sus méritos en favor de la patria, allí donde deba reconocerlos. Ya en
el Panegírico se traslucía ampliamente el deseo de que se renovase el
predominio marítimo de Atenas, y el plan de una guerra de todos los griegos
contra Persia, bajo la dirección de Esparta y Atenas, se aducía como una prueba
de la necesidad y la justicia de la hegemonía ateniense sobre los mares. En el
discurso sobre el Areópago, la aportación del demos y la oligarquía a la
instauración de la hegemonía naval de Atenas se considera, consecuentemente
con esto, como el criterio decisivo para juzgar de sus méritos políticos
respectivos. Los oligarcas salen, naturalmente, mal parados de este examen
comparativo. Y es lógico, pues no en vano eran los herederos de la derrota en
la guerra anterior y del imperio desintegrado, sometidos por entero a los
vencedores espartanos y gobernantes por obra y gracia de éstos simplemente. El
único terreno en que cosechaban laureles los oligarcas era el de la política
interior, donde ahogaban con éxito la libertad para defender los intereses del
vencedor en la Atenas vencida.[79]
Su despotismo lo ejercían exclusivamente sobre sus propios conciudadanos,
mientras que el demos victorioso, durante los decenios que se mantuvo en
el poder, supo ocupar las acrópolis de los demás estados.[80]
Fue el demos el que dio a Atenas el predominio sobre toda la Hélade, e
Isócrates, pese a toda la inquietud con que miraba al porvenir, seguía creyendo
aún en la misión de Atenas como dueña y señora no sólo de los griegos, sino del
mundo entero.[81] El
imperialismo de la era de Pericles, que había vuelto a resurgir en la segunda
liga marítima, levanta aquí por última vez su voz en la historia de Atenas y
reclama en nombre del derecho de los atenienses a la hegemonía una
transformación ( metaba/llein ) de la educación política de los ciudadanos que
capacite al estado y al pueblo para cumplir con éxito esta misión histórica que
les legaran sus antepasados.[82]
Isócrates
pretende, con su distribución de elogios y censuras, proceder como un
auténtico educador,[83]
pero no quiere que su reconocimiento de la obra histórica realizada por la
democracia ateniense produzca la impresión de que la concesión hecha por él
basta para 915 justificar la plena satisfacción
de los atenienses consigo mismos. El rasero por el que realmente deben medirse
no es la locura de algunos hombres degenerados a quienes no sería difícil
sobrepujar en legitimidad, sino el mérito (areté) de sus padres, ante
el que tanto desmerece la actual generación.[84]
Isócrates pretende, con su crítica, infundirles la satisfacción de sí mismos,
pero para elevarlos a la altura de su verdadera misión. Por eso al final de su
discurso les pone delante de los ojos la imagen ideal de la naturaleza (φύσις), que el pueblo
ateniense ha recibido en dote y a la que debe hacer honor. Este concepto es
ilustrado brevemente mediante el símil de la naturaleza de determinados frutos
del campo o determinadas flores que algunos países producen con perfección
insuperada. También el suelo ateniense puede producir hombres capaces de obras
insuperables no sólo en el terreno de las artes, de la vida activa, de la
literatura, sino también en lo tocante a carácter y a hombría.[85]
Toda la historia de Atenas no es más que el despliegue de estas dotes naturales
del pueblo ateniense. En esta aplicación del concepto de la physis a la
órbita de la historia del espíritu Isócrates sigue, evidentemente, las huellas
de Tucídides, pues en el historiador encontramos también, al lado de la idea de
una naturaleza común a todos los hombres ( a)nqrwpi/nh fu/sij ), la noción de la physis específica
de cada pueblo o cada ciudad, en una analogía completa con la acepción médica
de la palabra, que distingue asimismo entre la naturaleza general y la naturaleza
individual del hombre.[86]
Sin embargo, en Isócrates se destaca como algo especial el rumbo hacia el
sentido normativo que da al concepto de physis. En la medicina, este
significado normativo va unido casi siempre al concepto general de naturaleza,
mientras que la physis individual no hace nunca más que modificar en
cierto modo esta norma general y reflejarla casi siempre de un modo atenuado;
en cambio, el concepto de las dotes naturales de Atenas, tal como lo presenta
Isócrates, entraña lo individual, lo imperecedero y lo normativo al mismo
tiempo. La idea educativa va implícita en la apelación a la physis auténticamente
ateniense, que es el mejor yo del pueblo de Atenas, enterrado y oscurecido en
el momento actual, pero revelado diáfanamente en las obras de los antepasados.
Esta idea
encontrará más tarde un eco en los discursos y proclamas de Demóstenes, en una
situación todavía más peligrosa para el estado: en la lucha decisiva contra
Filipo de Macedonia. No es éste, ni mucho menos, el único tributo que
Demóstenes rinde al gran retórico, a pesar de lo mucho que sus propias
concepciones distan de las de Isócrates en punto al problema macedonio.[87]
La joven generación 916 entregada después de la
bancarrota de la segunda liga marítima a la causa de la renovación del estado
ateniense, se sintió profundamente conmovida en su interior por la crítica de
Isócrates. Nadie repitió este ataque dirigido a la demagogia tiránica y al
materialismo de la masa con mayor fuerza de convicción que Demóstenes, el
campeón de la libertad democrática contra sus opresores extranjeros. Nadie
podía coincidir más que él con Isócrates en la censura contra el despilfarro
de los recursos públicos al servicio de los apetitos de la masa ni en la
crítica del reblandecimiento y la decadencia de la capacidad defensiva de los
ciudadanos atenienses. Finalmente, Demóstenes hizo suya también la idea en que
culmina el discurso sobre el Areópago cuando dice que los atenienses estaban
obligados, no sólo para consigo mismos, sino también por su misión como
salvadores y protectores de toda Grecia, a sobreponerse a la presente
situación de mala economía y de indolencia y a someterse a una educación
rigurosa que capacite de nuevo al pueblo para cumplir su destino histórico.[88]
La tragedia de
la renuncia al poder está en que cuando las ideas de Isócrates comenzaban a
arraigar de este modo en los corazones de la juventud, ya su autor había
abandonado definitivamente la fe en el renacimiento de Atenas como poder
independiente y como guía de una gran federación de estados. En el discurso de
Isócrates sobre la paz asistimos a la abdicación de todos sus planes dirigidos
a resucitar en el interior del país la creación política de Timoteo, a poner en
pie el imperio renovado de la segunda liga marítima ateniense. No podemos leer
hoy el programa educativo que se contiene en el discurso sobre el Areópago sin
pensar en la renuncia que Isócrates recomienda al pueblo ateniense con respecto
a los antiguos confederados apartados de Atenas, en el discurso sobre la paz,
redactado al final de la guerra perdida. La idea fundamental de este escrito es
la convicción, reiteradamente expuesta en él, de que a los atenienses no les
queda otro camino que abandonar plenamente su pretensión de obtener la
hegemonía naval, y con ella la política de la liga marítima, sobre la que se había
basado el imperio ateniense. Ahora, Isócrates aconseja que se concierte la paz
no sólo con los confederados apóstatas, sino con el mundo entero, con el que
Atenas se halla en disputa.[89]
Para ello es necesario extirpar las mismas raíces del litigio, raíces que según
Isócrates consisten en la tendencia ambiciosa del estado ateniense a dominar sobre
las demás ciudades.[90]
Para comprender
este viraje que se produce en la mentalidad de nuestro autor es necesario darse
cuenta del cambio de situación de Atenas 917
después de la bancarrota de la liga marítima. La zona de dominación de la liga
quedó reducida casi a la tercera parte del territorio que poseyera en los
tiempos de su máxima expansión bajo el mando de Timoteo. Y en proporción a esto
se redujo también el número de confederados, pues los más importantes le fueron
volviendo la espalda a la liga. La situación financiera era catastrófica.[91]
Los numerosos procesos político-financieros ventilados después de la guerra, y
de los que nos informan en detalle los discursos de Demóstenes, arrojan una luz
crudísima sobre la situación de bancarrota de aquella época y sobre los medios
desesperados que se empleaban para hacerle frente.[92]
Los grandes hombres representativos de la época de auge triunfal de la segunda
liga marítima, Calístrato y Timoteo, habían muerto. La única política posible,
por el momento, parecía ser la de ir sorteando con prudencia las dificultades,
a la par que se renunciaba totalmente a una política exterior activa y se
laboraba por una lenta recuperación en el interior, sobre todo en el campo de
las finanzas y de la economía. A esta situación respondía el consejo que daba
Isócrates de retornar a la paz de Antálcidas, tomándola como base para la
política exterior,[93]
lo que equivalía a renunciar por principio a toda hegemonía marítima ateniense.
Este programa presenta una gran afinidad con el escrito de Jenofonte sobre los
ingresos públicos, que vio la luz hacia la misma época y con el que su autor
pretendía señalar una salida a la apurada situación.[94]
La dirección efectiva del estado pasó a manos del grupo conservador encabezado
por el político financiero Eubulo, cuyas ideas se orientaban en la misma
dirección. El Discurso sobre la paz sigue moviéndose en el mismo terreno
de la educación política del público ateniense, según las ideas expuestas ya en
el Areopagítico.[95] Pero
aunque hoy sea tendencia general situar ambas obras a fines o después de fines
de la guerra de la confederación, con lo que queda dicho y ante la distinta
actitud que se marca en el Discurso sobre la paz, es evidente que ambos
discursos no pueden proceder de la misma época. No puede desconocerse, ciertamente,
que el punto de vista crítico adoptado ante la democracia ateniense en aquel
tiempo es el mismo en ambas obras, y esto explica la gran coincidencia que
reina entre la argumentación desarrollada en los dos discursos. Pero ante el
problema de la dominación naval de Atenas, la actitud que se adopta en uno y
otro es completamente distinta. Y si es fundado el criterio dominante de que
la posición de renunciar a la dominación marítima, que se adopta en el Discurso
918 sobre la paz, responde a la
amarga experiencia de la deserción de los confederados, esto vendrá a confirmar
también nuestra conclusión de que el discurso sobre el Areópago tiene
necesariamente que datar de la época anterior al agudo estallido de la crisis,
ya que en él la propuesta de reforzar la influencia educativa del Areópago se
apoya precisamente, como hemos visto más arriba, en la necesidad de esta medida
para afirmar la dominación naval de Atenas.
En el Areopagítico
no se duda ni en lo más mínimo de la excelencia de la dominación marítima
ni de su importancia histórica tanto para Atenas como para
Grecia, cosa que corresponde por entero al antiguo criterio mantenido
por Isócrates en el Panegírico. Aquí
la restauración del dominio naval de Atenas, hundido en la guerra del
Peloponeso, se preconizaba en interés nacional. Su derrumbamiento se presentaba como la
"causa de todos los males" del pueblo griego.[96]
El Discurso sobre la paz, llevado de su pesimismo, tiende por el
contrario a demostrar que el comienzo de todos los males fue precisamente el
comienzo de la dominación naval.[97] El discurso sobre el Areópago ocupa el lugar
intermedio entre estos dos polos de la trayectoria de las ideas políticas de
Isócrates, no el polo negativo de la renuncia a la hegemonía marítima de
Atenas.[98] El viraje complejo ante el problema del
poder que se opera desde el Panegírico hasta el Discurso sobre la
paz, explica el enjuiciamiento antagónico de la paz de Antálcidas en ambas
obras. El Panegírico la condena
del modo más severo, considerándola como el símbolo de la vergonzosa sumisión
de los griegos a los persas, vergüenza que sólo pudo producirse después de la
bancarrota de la dominación marítima ateniense.[99] En el Discurso sobre la paz se abandona
la idea de la dominación naval y con ella esta actitud conscientemente
nacional, con lo cual la paz de Antálcidas aparece ahora como la
plataforma apetecible a la que es necesario volver para reorganizar
la quebrantada vida política de Grecia.[100] Claro está, y así deberá comprenderlo todo
lector del Panegírico, que esta renuncia tenía que ser por fuerza extraordinariamente
dolorosa para Isócrates, y se comprende que los sentimientos antipersas de
nuestro autor volviesen a avivarse más tarde en el Filipo, tan pronto
como surgió en el rey de Macedonia un nuevo "campeón" de la causa
griega.
919
La renuncia a la
idea de la dominación marítima le es facilitada a Isócrates por su moralismo,
que al principio parecía aliarse de un modo extraño con el elemento
imperialista de su pensamiento y que en el Discurso sobre la paz triunfa
sobre éste. En el Panegírico, el imperialismo aparece justificado por la
relación que guarda con el bienestar de la nación griega en su conjunto; en el Discurso
sobre la paz, se repudian pura y simplemente la dominación ( a)rxh/ ) y la tendencia a la expansión del
poder (πλεονεξία), afirmándose
expresamente la validez de la moral privada incluso para el ámbito de las
relaciones entre los estados.[101]
Es cierto que el autor, cautamente, no excluye la posibilidad de un retorno a
la formación de grandes grupos de estados o federaciones, pero opone a la
dominación basada en el mero poder el principio de la hegemomía, concebida como
una dirección honoris causa.[102]
Este régimen deberá descansar sobre la incorporación voluntaria de los
demás estados a Atenas. Isócrates no la considera totalmente imposible. La
compara con la posición de los reyes espartanos, que poseen también una
autoridad basada simplemente en el honor y no en el poder. Este tipo de
autoridad debiera transferirse a las relaciones de los estados entre sí.
Isócrates olvida momentáneamente, al decir esto, que esta posición honoraria
de los reyes en el estado espartano se halla garantizada en todo momento por el
poder del estado. Se presenta la tendencia hacia el poder y la dominación como
fuente de todos los males de la historia griega. Isócrates entiende que esta
tendencia es análoga por su esencia a la tiranía y, por tanto, intrínsecamente
incompatible con la democracia.[103]
Escribió el Discurso sobre la paz, como él mismo nos dice, para hacer
cambiar las ideas y los sentimientos de los atenienses en la cuestión del
poder.[104] El
mejoramiento de la situación política vuelve a aparecer supeditado, como en el
discurso sobre el Areópago, a un cambio radical de la actitud ética de
principio, aun cuando no se descarta el sentimiento de que a esta actitud
contribuye esencialmente la bancarrota efectiva, es decir, la coacción de la
necesidad.[105] No
se trata tanto del cambio de rumbo político del viejo Isócrates como de su
constante disposición a aprender de la experiencia. Esta disposición la
conocíamos ya por las enseñanzas que había sacado en el Areopagítico de
la primera bancarrota de Atenas en la guerra del Peloponeso y del hundimiento
del poder espartano en la batalla de Leuctra. Y 920
la vemos comprobada, después de la disolución de la liga marítima, en el Discurso
sobre la paz, redactado cuando ya Isócrates tenía ochenta años. En el Areopagítico
era la voz de alerta ante una trágica situación híbrida; en el Discurso
sobre la paz reviste ya la forma de repudiación de toda tendencia de poder
puramente imperialista. Es natural que a este propósito sólo se piense en las
relaciones de los estados griegos entre sí, pues la idea de que los griegos
están llamados por naturaleza a dominar sobre los bárbaros no fue abandonada
nunca por Isócrates, ni aun en este periodo de la más dolorosa resignación
frente a sus anteriores sueños de poder. Desde el punto de vista de una ética
supernacional, es indudable que esta restricción vuelve a poner en tela de
juicio las consecuencias éticas deducidas en el Discurso sobre la paz, o
por lo menos atenúa su valor. Sin embargo, el moralismo de Isócrates representa
un síntoma importante en cuanto al debate mutuo entre los estados griegos, por
muy distante que la realidad quedase del ideal. Puede compararse en este
respecto a un fenómeno como el de la nueva ética de guerra para las luchas
entre griegos, que Platón proclama en su República.
Isócrates
comprende claramente que el problema es, en último resultado, un problema de
carácter educativo. En efecto, la tendencia al poder se halla profundamente
arraigada en el interior del hombre y hace falta un gigantesco esfuerzo del
espíritu para extirparla en su raíz. Isócrates intenta demostrar que el poder (δύναμις) ha conducido a
los hombres al desenfreno. No hace responsables de la degeneración a que han
llegado los ciudadanos bajo su influencia tanto a los contemporáneos como a la
generación anterior, es decir, a la época del primer imperio marítimo
ateniense, cuyo brillo se ve empañado ahora por las sombras del presente.[106]
Y así como en el Areopagítico se presenta la legitimidad y la severidad
del orden de vida de los antepasados como la escuela de todo lo bueno, en el Discurso
sobre la paz se atribuye todo lo que hay de malo y de desenfrenado en el
presente a la educación corrompida del pueblo y de sus dirigentes por obra del
poder.[107]
Isócrates revela aquí, lo mismo que en el discurso sobre el Areópago, una clara
conciencia de las fuerzas que en su época condicionan verdaderamente la vida
del individuo y su formación. No son los innumerables intentos y medios que se
ofrecen bajo el nombre de educación para contrarrestar y atenuar las influencias
dañinas, sino el espíritu colectivo de la comunidad política, lo que determina
la existencia del individuo. El verdadero forjador de las almas humanas es la
ambición de poder, la aspiración a más (πλεονεξία). Allí donde domina el estado y su actuación, no tarda
en convertirse también en ley suprema de la conducta del individuo.
921
Contra este
dinamismo, como lo verdaderamente tiránico que se impone en seguida en todas
las formas del estado,[108]
invoca Isócrates el espíritu de la democracia. Ésta le aclamó durante largo
tiempo más que a ningún otro, sin darse cuenta de que con ello renunciaba a sí
misma.[109]
La democracia se
convierte, pues, como se ve, en la renuncia a la tendencia de poder. ¿Pero
acaso esto no equivale a la eliminación voluntaria de la única democracia
importante que aún existía, en su duelo con las otras formas de gobierno que
persiguen el mismo objetivo por el camino directo, sin tropezar con los
obstáculos constitucionales de las libertades ciudadanas? Es éste un problema
verdaderamente sugestivo. En realidad, debemos reconocer que el requerimiento
de Isócrates para que se renunciase al poder arbitrario de la dominación
ateniense se proclamaba en una época en que aquel poder había desaparecido ya
de hecho por la fuerza de los acontecimientos.[110]
La fundamentación moral por obra de la libre voluntad no era sino una
justificación a posteriori que facilitaba en cierto modo la obra de los
impotentes herederos del antiguo esplendor, aliviando la conciencia de los
patriotas cuya mentalidad discurriese todavía por los cauces de la política
tradicional de poder. Isócrates proponíase facilitar en lo posible, dentro de
las condiciones existentes, la tarea impuesta a los sobrios ejecutores de la
herencia del segundo imperio. Su autoridad espiritual era la educadora más
adecuada para esta obra de resignación, tanto más cuanto que había preconizado
siempre la idea de la dominación naval ateniense. Su cambio interior tenía en
realidad un valor simbólico en cuanto al sentido de los procesos históricos
desarrollados en el transcurso de su vida. Y parece casi inconcebible que el
estado ateniense, relegado por él al papel de un rentista jubilado, pudiera
levantarse de nuevo, bajo la dirección de Demóstenes, para la lucha final, una
lucha en que no se ventilaba ya la conquista de un poder mayor, sino la defensa
de lo último que le quedaba después de perder su imperio: su libertad.
[1] 1
Cf. lo que dice acerca de esto platón
en su Carta VII, 326 A, refiriéndose a los años siguientes a la
muerte de Sócrates.
[2] 2
Las siguientes consideraciones se basan en la investigación minuciosa hecha por mi sobre la época, el fondo histórico y la tendencia política de partido del Areopagítico en Harvard
Studies in Classical Philology (vol. especial, Cambridge, 1941): "The Date of Isócrates' Areopagiticus
and the Athenian Opposition", que
en lo sucesivo citaremos así: jaecer, Areopagiticus.
[3] 3 Ejemplos de este tipo de ficción, en
los discursos de Isócrates, supra, p. 874, n. 16.
[4] 4 Areop., 1-2.
[5] 5 Areop., 3.
[6] 6 Areop., 4-5.
[7] 7 Areop., 6-7.
[8] 8 Fil., 47; De pace, 100; Panat., 56 55.
[9] 9 Areop., 5 y 8.
[10] 10 Areop., 7 (final).
[11] 11
Cf. la bibliografía sobre la época del discurso en F. kleine-piening, Quo tempere Isocratis
orationes Peri/ ei)rh/nhj et )Areopagitiko/j compositae sint (tesis doctoral
de la Univesidad de Münster, Paderborn, 1930) y, además, jaecer, Areopagiticus, p. 411.
[12] 12
Cf. jaecer, Areopagiticus,
pp. 412 ss. y 421.
[13] 13 Areop., 8-10,
80-81.
[14] 14
Areop., 9-10 y 81. Cf. jaeger, Areopagiticus, pp. 416
ss. En 81 Isócrates dice que los
generales han informado a los atenienses sobre el odio a Atenas que
sienten los demás griegos y de que
el rey de Persia ha enviado cartas amenazadoras. Éste es el
camino acostumbrado en un
orador para explicar sus
propios motivos para hablar
en un
momento dado; pero
aquí se inventa
con el fin de justificar Isócrates el poner sus ideas en forma de discurso. Es pura invención cuando dice que se está dirigiendo a una asamblea convocada para examinar la
crisis; lo mismo que en De pace cuando justifica haberse adelantado en
la asamblea mencionando la
llegada de los embajadores
que han venido de
fuera para hacer ofertas de
paz; y una vez
(como él mismo dice,
Antíd., 8 y 13)
en la Antídosis, cuando
pretende estarse defendiendo
contra una acusación
tan seria como la amenaza de su
propia vida.
[15] 15
Cf. jaeger, Areopagiticus, pp. 432 ss.
[16] l6 Areop., 12.
[17] 17
Areop., 14. En su último
discurso, el Panatenaico, vuelve a tratar Isócrates el problema
central de la constitución ateniense, y movido por la misma idea, a saber, que el alma
de un estado es su constitución.
[18] 18 Cf. supra,
pp. 888 s.
[19] 19 Areop., 15.
[20] 20 Areop., 16.
[21] 21 Cf. Areop., 14, repetido en Panat.,
138.
[22] 22
Según Areop., 20,
es "la polis", es
decir, la colectividad social,
la que mediante la completa
perversión de todas las ideas valorativas,
corrompe el pensamiento y el modo de expresarse de sus ciudadanos. Isócrates elige para designar esta influencia
formadora, o mejor
dicho deformadora, del
hombre la palabra ταιδεύειν. Esto demuestra que estaba convencido de modo
absoluto de que los factores verdaderamente culturales no
había que buscarlos
en los programas
educativos de los
distintos reformadores, sino
en la situación
de la época
en su conjunto. La
época de la
descomposición de la
forma sólo conoce
la paideia en el
sentido negativo
de la corrupción
que se trasmite
del conjunto a
cada uno de los miembros.
En términos parecidos presenta
Isócrates la paideia negativa
que arranca de la avaricia de
poder de la polis y hace cambiar
el espíritu de los ciudadanos
(De pace, 77).
Esta conciencia tenía
que infundirle necesariamente el
sentimiento de la
importancia de todo
lo que fuese
mera educación. Pero es característico de la época el hecho
de que la paideia en sentido
positivo sólo fuese
posible bajo la forma de la
reacción consciente de los
individuos aislados frente a las tendencias generales del desarrollo.
[23] 23
Areop., 21.
[24] 24 Areop., 22. A este tipo de elecciones se le
llamaba prokri/nein ο ai(rei=sqai e)k prokri/twn.
[25] 25 Areop., 24. Es interesante el
que este mismo tópico de "trabajar y ahorrar" —pues se trata
visiblemente de un tópico muy usual surgido de la lucha de partidos del siglo IV—· aparezca en platón, Rep., 553 C, para
caracterizar e) tipo humano oligárquico. Isócrates difícilmente habrá tomado de
esta caricatura los colores para trazar su imagen ideal; por eso es tanto más
interesante su coincidencia con Platón en este punto. Acerca de la propensión
de Isócrates a las concepciones políticas de la capa dominante, Cf. el resto de
este capítulo.
[26] 26 Areop., 25.
[27] 27 Areop.,
26.
[28] 28
Areop., 27, Cf. las palabras tou\j...
dunatwta/touj e)pi\ ta\j pra/ceij
kaqista/shj, que remiten al
periodo mejor de la democracia ateniense, y lo contrastan con los malos hábitos
presentes.
[29] 29 Cf. mi obra Demóstenes, pp.
68 s. y 90 s.
[30] 30 Cf. los pasajes más importantes
citados en jaecer, Areopagiticus,
p. 149.
[31] 31 De pace, 13 y 133.
[32] 32 Areop., 56-59.
[33] 33
Cf. jaecer, Areopagiticus,
pp. 442 s.
[34] 34
arist., Constitución de
Atenas, 35, 2. Cf. 25, 1-2 y wilamowitz,
Aristóteles und Athen, t. i, pp. 68, 40.
[35] 35
dionisio de halicarnaso, Isocr.,
1; seudo plutarco, vit. X orat., 836 s.; suidas, s. v. Isocrates.
[36] 36 Areop., 12.
[37] 37 seudo
plutarco, vit. X orat., 837 C.
[38] 38 Cf. infra, pp. 930 s.
[39] 39 Cf. jaecer,
Areopagiticus, p. 442.
[40] 40 Es significativo en cuanto a esta
coincidencia entre maestro y discípulo, el hecho de que Isócrates considerase
necesario pocos años más tarde, en Antidosis, 131, después de la muerte
de Timoteo, defender a éste del mismo reproche de hostilidad contra el pueblo y
de ideas oligárquicas del que se defiende él mismo y defiende a sus ideas sobre
una reforma constitucional en Areop., 57. Probablemente fueron algunos
miembros del círculo de Timoteo los que, como él indica allí, le previnieron
contra esta "probable falsa interpretación", al pedirles consejo
acerca de la publicación del Areopagítico.
[41] 4l Areop., 56-59, nos permite echar una ojeada
conveniente a los cambios de impresiones celebrados en este círculo antes de su
publicación. Frente a la opinión de quienes pretendían disuadir al autor de
publicar esta obra, por entender que la situación interior de Atenas era
incurable y considerar peligrosa la hostilidad de los dirigentes radicales
contra los moderados, debieron de levantarse naturalmente voces aconsejando la
publicación, pues de otro modo jamás se habría decidido a ello un hombre tan
prudente como lo era Isócrates. Para algunos ejemplos de su hábito de explicar
sus propias obras a un círculo de íntimos antes de publicarlas, Cf. infra, p.
933, n. 66.
[42] 42 De modo parecido, platón, Carta VII, 326 A, nos
indica que el autor había concebido y expuesto de palabra las ideas publicadas
más tarde en su República varios decenios antes, con antelación a su
primer viaje a Sicilia. Cf. supra, p. 482 y Gnomon, iv (1928), p.
9.
[43] 43 Cf. platón, Carta
VII, 325 A ss.
[44] 44 Areop., 29.
[45] 45 Areop., 30.
[46] 46 Areop., 31-32.
[47] 47 Cf. sobre todo su gran poema
yámbico, frag. 24.
[48] 48 Cf. plutarco,
Cimón, 10.
[49] 49 Areop., 33-35.
[50] 50 Areop., 36-37.
[51] 51 Areop., 37. Desde la época de
los sofistas, todas las cabezas de la paideia griega y, sobre todo,
Platón e Isócrates, estaban de acuerdo en que la paideia no se limitaba
a la enseñanza escolar. Para ellos era cultura, formación del alma humana. Eso
es lo que diferencia la paideia griega del sistema educativo de otras
naciones. Era un ideal absoluto.
[52] 52 Areop., 37.
[53] 53 Areop., 38.
[54] 54 Areop., 39.
[55] 55 Cf. supra, p. 633.
[56] 56 Areop., 39-40.
[57] 57 platón,
Rep., 426 E-427 A.
[58] 58 Areop., 41-42.
[59] 59 Que consideraba a la juventud de su
tiempo especialmente necesitada de educación, se desprende ya del hecho de que
(como dijimos más arriba) toda su imagen ideal de la Atenas antigua se concibe
en contraste con la de su tiempo. Cf., sin embargo, Areop., 48-49 y 50.
[60] 60 Areop., 43.
[61] 61 Areop., 44.
[62] 62 platón, Prot., 326 C.
[63] 63
seudo plutarco, De
liberis educandis, 8 E. Al autor le
gustaría ayudar a todas las capas sociales con sus consejos sobre una buena educación, pero
si la pobreza impide
a mucha gente
ponerlos en práctica,
no se debe
culpar de ello —como él mismo
dice— a su pedagogía. Razonamientos
semejantes a éste los encontramos también
en la literatura médica sobre la dietética, la cual sólo tiene en cuenta por lo general a
las gentes acomodadas. Cf. supra, p.
828.
[64] 64
Areop., 44-45. Entre los
contemporáneos de Isócrates es Jenofonte
el que más se acerca a este ideal de
educación. También él combina la
equitación, la gimnasia y la
caza con la
preferencia por la
cultura del espíritu. Cf. injra,
p. 955.
[65] 65
Areop., 46.
[66] 66
Areop., 47. Cf. solón, frag. 24, 22 y frag. 25, 6; asimismo, acerca de Péneles, como elogio
supremo, tucídides, ii, 65, 8, y
sobre Alcibíades, tucídides, viii,
86, 5.
[67] 67 Areop., 48-49.
[68] 68 Areop., 48
(final). Cf. hesíodo, Erga, 199.
[69] 69 Cf. supra, pp. 336 5.
[70] 70 Cf., sobre la evolución de este
concepto en el pensamiento ético de los griegos, la investigación, sugerida por
mí, del barón Karl Eduard von erffa, "Aidos
und verwandte Begriffe in ihrer Entwicklung von Homer bis Demokrit", en Beihefte
zum Philologus, supl. 30, 2. Véase también supra, pp. 22 s.
[71] 70a Este renacimiento del concepto aidos
en las teorías filosóficas y educativas de Platón e Isócrates ha sido
brevemente examinado por erffa, ob.
cit., p. 200.
[72] 71 Areop., 57.
[73] 72 Areop., 58-59.
[74] 73 Areop., 60.
[75] 74 Areop., 61.
[76] 75 Areop., 62.
[77] 76 Areop., 63 ss.
[78] 77 Areop., 3-13.
[79] 78 Areop., 64.
[80] 79 Areop., 65.
[81] 80
Areop., 66. Sobre la
actitud de Isócrates ante la idea
de la dominación marítima de
Atenas en el Areopagitico, Cf. más detalles en jaecer, Areopagiticus, pp. 426-429.
[82] 81
Cf. las frases metaba/llein th\n politei/an, Areop., 78;
e)panorqou=n th\n politei/an, Areop., 15.
[83] 82 Areop., 71.
[84] 83 Areop., 72-73.
[85] 84 Areop., 74 y Cf. 76.
[86] 85
En una investigación del concepto médico
de la physis y de sus diversas acepciones en Tucidides tendría que tomarse como punto de comparación, ante todo, la literatura
médica de la época. Sobre dicho
concepto, véase supra, p. 812.
[87] 86
Cf. acerca de esto P. wendland, en
Göttinger Gelehrte
Nachrichten, 1910.
[88] 87 Cf. infra, cap. IX.
[89] 88 De pace, 16.
[90] 89 Isócrates pretende mover a los atenienses a
renunciar a la dominación marítima en De pace, 28-29, y sobre todo en
64 ss. Cf. la doctrina sostenida en ese discurso acerca de la dominación de
Atenas sobre los mares ( a)rxh\ th=j qala/tthj ) en jaeger, Areopagiticus,
pp. 424 ss.
[91] 90
demóstenes, Discurso
sobre la corona, 234; jenofonte, Πόροι.
[92] 91
Cf. mi obra Demóstenes, pp. 58 y 76 ss.
[93] 92 De pace, 16.
[94] 93 Cf. mi obra Demóstenes, pp. 71 5.
[95] 94 Sobre la actitud adoptada en De
pace con respecto al Areopagítico en torno al problema de la
dominación marítima ateniense y sobre la relación entre ambos discursos con
respecto a la política del Panegírico, Cf. jaecer, Areopagiticus, pp. 424 ss.
[96] 95 Paneg,, 119: a(/ma ga\r h(mei=j te th=j a)rxh=j a)pesterou/meqa kai\
toi=j )/ )/Ellhsin a)rxh\ kakw=n e)gigneto (Cf. a partir
del 100).
[97] 96 De pace, l0lss.: to/te th\n a)rxh\n au)toi=j ( toi=j )A ) gegenh=sqai
tw=n sumforw=n, o(/te th\n a)rxh\n th)j qala/tthj parela/mbanon.
[98] 97
Cf. Jaeger areopagiticus, p. 429.
[99] 98 Paneg., 120-121.
[100] 99 De pace, 16. No quiero
polemizar aquí contra quienes, a pesar de esta contradicción manifiesta entre
el Panegírico y De pace, consideran idéntica la posición
mantenida por Isócrates en ambas obras. Confieso, sin embargo, que no comprendo
su lógica. Creo que el deseo de trazar una imagen armónica es mas fuerte en
estos intérpretes que su capacidad para ajustar esa imagen a los hechos reales.
[101] 100
La moral privada y la moral pública no deben contradecirse entre sí: De
pace, 4, 133 y passim.
[102] 101
Sobre la distinción entre dominación y hegemonía, concebida en este sentido, Cf. De pace, 142
ss. Cf. además
la tesis doctoral
de la Universidad
de Berlín sugerida por mí:
Die synonymische
Unterscheidung bei Thukydides
und den politischen Rednern der Griechen
(Würzburg, 1937), por W. wössner, que investiga el empleo de esta distinción en el razonamiento
político.
[103] 102
Cf. De pace, 111 ss., especialmente, 115.
[104] 103 De pace, 27.
[105] 104 En De pace, 69-70, se dice
que el poder del imperio naval se ha perdido y Atenas no se halla en
condiciones de reconquistarlo.
[106] 105 Ya Isócrates
había dicho esto en Areop., 50 ss.
[107] 106
Cf. De pace, 77. A la paideia
surgida de la tendencia de Atenas al poder y a la dominación y que
Isócrates, en De pace, considera
corruptora, contrapone en 63 la paideia encaminada a la paz y a la
justicia.
[108] 107 Cf. De pace, 95-115.
[109] 108 De pace, 115.
[110] 109 Cf. supra, p. 919, n. 104.
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