En la primavera del año 429, pese al sufrimiento, los
desengaños y el fracaso de su estrategia, los atenienses eligieron de nuevo a
Pericles como estratega. El respeto de sus conciudadanos ante sus sobradas
muestras de talento y la confianza largamente otorgada a su figura ayudan a
explicar esta decisión, aunque, sin lugar a dudas, la realidad política y
militar también respaldó su elección. Al negarse Esparta a participar en una
paz negociada, dejaron sin efecto durante los siguientes años el llamamiento
del partido de la paz. Aun así, debido a los estragos de la peste, todavía
vigentes, y a la disminución de los fondos del tesoro, Atenas no podía
plantearse una ofensiva, tal como Cleón y otros pedían. Parecía que la única
alternativa era continuar con las directrices políticas iniciales, que apuntaban
a la permanencia de Pericles como líder de Atenas.
Sin embargo, cuando el estratega retomó su cargo en
julio del año 429, le quedaban pocos meses de vida. Plutarco relata que la
enfermedad que acabó con su vida no le sobrevino de golpe, sino que se fue
prolongando poco a poco, «consumiendo su cuerpo y restando capacidad a su
elevado espíritu» (Pericles, XXXVIII,
1). Durante este período, ni él ni nadie pudieron mantener firme el pulso de la
política ateniense o servir de inspiración y contención a sus gentes. Por
primera vez en muchos años, los ciudadanos de Atenas experimentaban los
inconvenientes inherentes a una organización estatal verdaderamente democrática
en tiempos de guerra.
ESPARTA ATACA PLATEA
En mayo del año 429, tras haber saqueado el Ática a
conciencia y atemorizados por el contagio de la peste, los espartanos
decidieron evitar el territorio ateniense e invadir Platea. En realidad, la
pequeña población beocia no tenía importancia estratégica para Esparta, y
tampoco había hecho nada que provocara la ira de los lacedemonios; la decisión
inicial de atacarla la tomaron los tebanos, deseosos de utilizar al ejército
peloponesio para sus propósitos. Como a la poderosa Tebas le sobraba ambición,
y bien lo demostraría de manera creciente durante el conflicto, sus peticiones
no podían ignorarse por entero; así pues, la conformidad fue el precio que
Esparta tuvo que pagar para poder continuar con el apoyo tebano. La política de
alianzas que imperaba en la segunda mitad del siglo V y los antiguos principios
que regían las relaciones entre las distintas ciudades-estado abonaron la
exigencia de un nuevo tipo de enfrentamiento. Tucídides logra abrirse camino a
través de la hipocresía y explica la verdadera naturaleza de las motivaciones
espartanas: «La hostilidad de los lacedemonios en todo el asunto de Platea se
debió sobre todo a los tebanos, porque Esparta pensaba que les serían de
utilidad en la guerra que estaba empezando» (III, 68, 4).
Platea había sido la única ciudad que envió tropas en
el año 490 para ayudar a los atenienses a expulsar a los persas en Maratón.
Después de la batalla de Platea, que puso fin a las Guerras Médicas en el 479,
los espartanos otorgaron un voto a todos los griegos participantes en la
guerra, por el que se restauraba a los plateos «su territorio y su ciudad para
que las disfrutasen con independencia», y les juraron que harían cumplir que
«nadie marcharía contra ellos injustamente, ni los sometería a la esclavitud;
en caso contrario, los aliados allí presentes la defenderían con todas sus
fuerzas» (II, 71, 2). Por lo tanto, el ataque espartano a Platea no sólo era
una traición, sino que, en sí mismo, contenía una ironía brutal.
Arquidamo ofreció a los plateos la opción de ejercer
su libertad por medio de la adhesión a la lucha contra Atenas, «cuyo imperio
oprimía al mundo griego» o, como mínimo, a cambio de su neutralidad. Sin
embargo, ésta resultaba a todas luces imposible, puesto que los habitantes de
Platea no podían «tratar a ambas partes como amigos», y menos aún mientras los
tebanos esperaran el momento de abalanzarse sobre ellos y las mujeres y niños
plateos estuviesen en Atenas. Arquidamo alentó a la población a evacuar la
ciudad durante el tiempo que durase la contienda; los espartanos conservarían
sus tierras y propiedades en fideicomiso, pagarían rentas por su uso y las
devolverían intactas cuando finalizara el conflicto. Esta oferta era también
una farsa: en cuanto la ciudad cayera en manos peloponesias, los tebanos jamás
permitirían su devolución.
Los plateos contraatacaron finalmente con la petición
de una tregua, cuya finalidad era conseguir el permiso de los atenienses para
la rendición. Su súplica ilustra la indefensión característica de los pequeños
Estados atrapados entre grandes potencias. Así pues, la independencia, tan
celebrada entre la gente de a pie, era una mera ilusión en el mundo creado por
tales alianzas. En el mejor de los casos, un jugador menor sólo podía contar
con la protección y la buena voluntad de alguno de los Estados hegemónicos. Los
plateos esperaban que los atenienses permitieran algún tipo de solución
negociada con los espartanos, ya que la ciudad no podía ser liberada sin una
batalla a campo abierto entre falanges hoplitas, que Atenas no estaba preparada
para ganar. No obstante, los atenienses, probablemente durante un resurgimiento
momentáneo de la facción belicista, instaron a los plateos a mantenerse fieles
a la Alianza, con la promesa de que «no permanecerían al margen mientras se les
ofendía, sino que les apoyarían con todas sus fuerzas» (II, 73, 3).
Así pues, los habitantes de Platea no tuvieron más
elección que la de rechazar la propuesta espartana. Arquidamo replicó con
insistencia que los espartanos no habían faltado a ningún voto; eran los
plateos los que se equivocaban al rechazar cualquier oferta razonable. Los
espartanos siempre habían sido, de hecho, gentes muy religiosas y temerosas de
la ira divina; era el mismísimo Zeus, nada más y nada menos, el que castigaba a
aquellos que rompían los juramentos. Sin embargo, los engañosos argumentos del
monarca no dejaban de ser pura manipulación política, en un intento por
justificar la agresión directa y la violación del principio de autonomía,
ejercidas por «el adalid de la libertad griega».
En septiembre, tras una serie de intentos infructuosos
por tomar Platea sin la ayuda de un largo y costoso sitio, los espartanos se
vieron obligados a construir y guarnecer una muralla de asedio alrededor de la
población. Los defensores de la ciudad sólo disponían de cuatrocientos plateos
y ochenta atenienses, a los que hay que sumar las mujeres dedicadas a tareas de
apoyo, pero la ciudad contaba con fuertes muros defensivos y su situación era
tan buena, que una pequeña fuerza podía defenderla contra el asalto de todo un
ejército peloponesio.
A finales de mayo, mientras los espartanos cercaban
Platea, los atenienses retomaron la ofensiva en el noreste. La rebelión de
Calcídica había continuado después de la caída de Potidea, y ello alentaba más
rebeliones locales, lo que suponía que Atenas se viera privada de una parte de
sus ingresos imperiales. Los atenienses enviaron a Jenofonte y a otros dos
generales con un ejército de dos mil hoplitas y doscientos jinetes para
aplastar la revuelta. Lanzaron primero un ataque sobre la población de
Espartolo (Véase mapa[20a]), para el que contaron con la traición de
la facción democrática desde el interior de la ciudad. Fue éste el comienzo de
un paradigma que se repetiría durante toda la guerra conforme las luchas
intestinas entre oligarcas y demócratas se fueron intensificando. En ocasiones,
el patriotismo triunfaría sobre los intereses de las facciones, pero donde el
amor al partido era mayor que el de la independencia, los demócratas
traicionarían a sus ciudades para Atenas, y los oligarcas, para Esparta.
De Espartolo emergió también otra nueva pauta:
mientras los demócratas solicitaban el apoyo ateniense para su facción, la
oposición oligárquica buscaría por su parte ayuda en el exterior; en este caso,
de la ciudad vecina de Olinto. Sus habitantes les proporcionaron tropas, cuya
superioridad en lo referente a caballería e infantería ligera conduciría a los
hoplitas atenienses a la derrota. En Calcídica, los atenienses perderían a
todos sus generales, a cuatrocientos treinta hombres y, finalmente, la
iniciativa. No sería la última vez que las falanges hoplitas se verían
derrotadas por otro tipo de formaciones de combate.
LA ACTUACIÓN ESPARTANA EN EL NOROESTE
Mientras los atenienses fracasaban en su empeño por
restaurar el orden en el noreste, los peloponesios comenzaron a protegerse en
el noroeste. La campaña la habían instigado sus aliados en la zona, los caones
y los ambraciotas, que intentaban mantener a Atenas apartada para poder dominar
la región. Así pues, propusieron que los espartanos reunieran una flotilla de naves
y unos mil hoplitas de entre los miembros de la Alianza y atacaran Acarnania.
Presentaron esta idea como un simple paso intermedio dentro de una estrategia
mayor, que impediría a los atenienses atacar el Peloponeso: Acarnania caería
con facilidad, seguida de Zacinto y Cefalonia, tal vez incluso de Naupacto.
He aquí otro de los muchos casos en que los espartanos
se enzarzaron en empresas cuajadas de riesgo en aras del interés de sus
aliados. Sin embargo, el plan parecía atractivo: los atenienses sólo contaban
con veinte navíos en las aguas occidentales de Naupacto, mientras que los
ambraciotas y los caones eran aliados entusiastas y estaban familiarizados con
el territorio. Los corintios también apoyaron la sugerencia de los colonos
ambraciotas, no en vano Corinto era la ciudad más amenazada por la presencia
ateniense en el oeste.
Esparta envió de nuevo al navarca Cnemo a la cabeza de
las fuerzas peloponesias. Tras burlar a la flota de Formión en Naupacto, Cnemo
puso rumbo a Léucade, donde se unió a las fuerzas aliadas de la propia Léucade,
Ambracia y Anactorio, junto con los bárbaros de Epiro (Véase mapa[21a]),
que mantenían relaciones amistosas con Corinto. Prosiguió después por tierra a
través de Argos de Anfiloquia, saqueando todas las poblaciones que encontró a
su paso. Sin esperar la llegada de refuerzos, atacó Estrato, la ciudad más
importante de Acarnania, convencido de que era un enclave vital para la
campaña. Los acarnanios evitaron la batalla en campo abierto e hicieron uso de
su conocimiento del terreno y de su habilidad con la honda para obligar a Cnemo
a volver vencido al Peloponeso.
FORMIÓN ENTRA EN ESCENA
Los acarnanios, tan pronto como Cnemo arribó a
Estrato, enviaron aviso a Formión para que los socorriese, pero el general
ateniense no podía dejar Naupacto desguarnecida mientras las flotas de Corinto
y Sición se encontraran todavía en el golfo. Su tarea era cortar el paso de los
refuerzos peloponesios. Formión era un general distinguido y experimentado que
había estado junto con Pericles y Hagnón al frente de las escuadras atenienses
en Samos once años atrás; en el año 432, también había dirigido a los hoplitas
en una hábil campaña durante el sitio de Potidea. Su mayor virtud, no obstante,
era su pericia en combates navales, como pronto demostraría.
Mientras Cnemo marchaba sobre Estrato, sus refuerzos
navegaron hacia el golfo de Corinto. Formión sólo disponía de veinte naves
frente a las cuarenta y siete del enemigo, y los peloponesios creyeron que las
fuerzas de Atenas rehuirían el combate con semejante desventaja. Pero los
peloponesios trasportaban un gran número de hoplitas a Acarnania, por lo que
sus embarcaciones, que eran intrínsecamente más lentas que las de los
atenienses, eran menos adecuadas para la batalla naval moderna. La mayor maniobrabilidad
de sus barcos y la excelente formación de sus tripulaciones y timoneles
otorgaban a Atenas una ventaja adicional que compensaba la superioridad
numérica del enemigo.
Formión no presentó batalla a los navíos rivales
mientras navegaban a lo largo de la costa occidental del Peloponeso; en vez de
eso esperó a que intentaran atravesar el angosto estrecho entre los cabos de
Río (Rhium) y Antirrío y a que alcanzaran mar abierto, donde su ventaja sería
más efectiva (Véase mapa[22a]). Finalmente, cuando los peloponesios
trataron de cruzar desde Patras al continente, los atenienses lanzaron su
ataque. El enemigo intentó escapar al abrigo de la oscuridad, pero Formión los
alcanzó en el centro del canal y les obligó a entablar combate.
Los peloponesios, a pesar de su gran superioridad
numérica, adoptaron una formación defensiva: un gran círculo con las proas
hacia fuera, lo bastante cerrado como para no permitir que los atenienses lo
rompieran. En el centro se hallaban cinco de los trirremes más veloces, preparados
para cubrir cualquier brecha en la formación. Formión hizo formar a sus barcos
en línea y rodear el círculo enemigo. Esta maniobra dejaba al descubierto los
costados de las naves atenienses. Con un asalto rápido, los peloponesios podían
arremeter contra la flota ateniense, hundirla o inutilizarla.
El ateniense ordenó que sus barcos estrecharan aún más
el cerco sobre el enemigo, con lo que obligó a los peloponesios a ocupar un
espacio cada vez más reducido, «navegaban casi rozándose y daba la impresión de
que iban a cargar de un momento a otro» (II, 84, 1). Formión esperaba sin duda
que los peloponesios no fueran capaces de mantener sus posiciones en distancias
tan cortas, y que chocasen contra sus propios remos. También sabía que al
atardecer soplaba una brisa proveniente del golfo y que el mar picado que se
levantaría haría que los peloponesios, tan cargados como estaban de tropas a
bordo, tuvieran problemas para maniobrar sus embarcaciones. Tucídides ofrece un
relato de la batalla espectacularmente vívido:
Así que, cuando se levantó el viento, las naves —que
ocupaban ya un espacio reducido— quedaron atrapadas en el desorden causado por
la brisa y por las naves más pequeñas [estas embarcaciones ligeras, situadas
por motivos de seguridad en el centro del círculo, no estaban destinadas al
combate]; un barco chocaba contra otro, mientras los hombres intentaban
separarlos con pértigas; se daban voces para advertirse e incluso se insultaban
sin poder alcanzar a oír las órdenes de sus capitanes ni los gritos de los
timoneles. Por último, cuando los remeros más inexpertos no pudieron levantar
los remos en aquel mar revuelto, en el momento oportuno Formión dio la señal de
ataque y los atenienses se precipitaron sobre ellos. Primero hundieron la nave
de los almirantes, y luego destruyeron todas las que se cruzaron ante ellos. El
enemigo quedó reducido a tal estado, que ni uno solo de sus barcos pudo
presentar batalla, viéndose obligados a huir a Patras y Dime de Acaya (II, 84,
3).
Los atenienses capturaron doce embarcaciones con sus
tripulaciones, erigieron un trofeo a la victoria y volvieron triunfantes a
Naupacto. En Cilene, los navíos peloponesios supervivientes se encontraron con
Cnemo, que volvía a casa renqueante tras la derrota de Estrato. El primer gran intento
de los peloponesios de presentar una doble ofensiva terrestre y marítima había
concluido con un humillante fracaso.
Las noticias del desastre de la flota peloponesia
impactaron a los espartanos, que culparon de su pérdida a los comandantes, en
particular a Cnemo, pues como navarca era el responsable de toda la campaña.
Para afrontar el problema, le enviaron tres «consejeros» (symbuloi), entre ellos, el intrépido Brásidas, con órdenes de
presentar batalla y «no dejarse expulsar del mar por unos pocos barcos» (II,
85, 3).
Formión, mientras tanto, envió un mensaje a Atenas
anunciando su victoria y requiriendo refuerzos. La respuesta de la Asamblea,
sin embargo, fue bastante extraña: reunieron una flota de veinte trirremes,
pero primero les ordenaron que tomaran el pueblo de Cidonia en Creta, muy al
sur de la ruta más corta para alcanzar a Formión. No parece que éste fuera el
momento más adecuado para perseguir una ofensiva en otro frente, aunque quizá
quisieron dar ejemplo castigando a los rebeldes cretenses para evitar que los
espartanos concentraran tropas en la isla. Atenas no escogió la ocasión de
manera arbitraria: la invitación de Creta vino de este modo, y no había otra
opción salvo aceptarla o rechazarla inmediatamente. A pesar de que la campaña de
Creta fue un fracaso y, en última instancia, la misión puede considerarse un
error, tampoco puede tildarse de absurda ni de excesivamente costosa. Aun así,
¿por qué enviaron tan sólo veinte barcos en apoyo de Formión, lo que seguía
dejándole en inferioridad, si tenían naves de sobra para mandar una gran flota
a Naupacto, y otra a Creta? La respuesta más plausible es que se veían
limitados por la escasez de fondos y de combatientes.
En Naupacto, Formión sólo disponía, por tanto, de
veinte embarcaciones para enfrentarse a las setenta y siete de las fuerzas
espartanas. Los peloponesios, libres esta vez de la infantería pesada, estaban
deseosos por combatir y mostraban una voluntad de lucha más vigorosa,
imaginativa y hábil que en los combates pasados. Desde Cilene en Élide,
bordearon la costa del Peloponeso hacia el este hasta encontrarse con las
tropas de infantería en Panormo, el punto más estrecho del golfo de Corinto.
Si Formión rehusara entablar batalla con una formación
cuatro veces mayor que la suya, el enemigo quedaría libre para navegar rumbo al
oeste, romper el cerco ateniense y bloquear su flota en Naupacto. La imagen de
Atenas como dueña y señora de los mares quedaría en entredicho, lo que
alimentaría la agitación y la revuelta de sus súbditos. Formión no era, sin
embargo, un hombre que se rindiera con facilidad. Fondeó su escuadra en las
afueras de los estrechos en Antirrío, a menos de un kilómetro del Río del
Peloponeso, al otro lado del golfo.
Los enemigos se observaron durante toda una semana a
través de las aguas del estrecho. Los atenienses no tomarían la iniciativa,
pues se encontraban en inferioridad numérica y con la obligación de defender
Naupacto, su base naval en el golfo. Por tanto, los espartanos ejecutaron el
primer movimiento y pusieron proa hacia el este por la costa peloponesia. A su
derecha, se encontraban sus veinte mejores naves con rumbo a Naupacto. Formión
no tenía más alternativa que retroceder hasta la porción más angosta del golfo.
Conforme navegaban, los hoplitas mesenios, aliados de Atenas en Naupacto, los
seguían desde tierra. Al ver que las embarcaciones atenienses bordeaban a toda
prisa la costa septentrional en columna de a uno, los espartanos dieron la
vuelta, lograron cortar el paso a nueve de ellas y empujarlas a tierra. Sólo
quedaban once naves para enfrentarse a veinte de los mejores barcos
peloponesios. Incluso en el caso de que los atenienses lograran huir o
derrotarlas, todavía tendrían que apañárselas con las restantes cincuenta y
siete. El desastre parecía inevitable.
Las once naves atenienses hicieron uso de su velocidad
y sacaron ventaja a las del enemigo. Diez de ellas alcanzaron Naupacto, y se
situaron con las proas dispuestas hacia el mar y a la espera, preparadas para
combatir las incontenibles oleadas de hombres que pronto arribarían. La última
embarcación ateniense aún no había alcanzado puerto y se veía perseguida por
los peloponesios, que ya habían comenzado a entonar sus cánticos de la
victoria. Un barco mercante que se encontraba fondeado en las aguas abiertas de
Naupacto sirvió como detonante del sensacional cambio que iba a producirse. La
solitaria nave de Atenas, en vez de apresurarse a buscar refugio en Naupacto,
giró casi por completo utilizando el navío anclado como protección de su flanco
expuesto, embistió a la nave perseguidora que iba en cabeza y logró hundirla.
Los peloponesios, convencidos de que la batalla estaba ganada, cayeron en un
desorden absoluto. Algunas embarcaciones encallaron por desconocimiento de las
aguas. Otras, atónitas por lo que estaban viendo, bajaron los remos para frenar
su avance y esperar al resto de la flota: un terrible error, porque quedaron
inmóviles e indefensas frente al adversario.
Los atenienses restantes, azuzados por el increíble
giro de los acontecimientos, se aprestaron a atacar, aunque Esparta todavía los
superaba en número de dos a uno. De momento, el enemigo había perdido el pulso
del combate y huía hacia Panormo. Los espartanos abandonaron ocho de los nueve
barcos atenienses capturados y perdieron seis de los suyos. Cada ejército
erigió por su parte un trofeo a la victoria, pero quedaba claro quién había
vencido. Los atenienses conservaban la flota, la base naval de Naupacto y la
capacidad de moverse libremente por aquellas aguas. Los peloponesios, ante el temor
de la llegada de refuerzos de Atenas, navegaban de vuelta, derrotados una vez
más. De hecho, los refuerzos atenienses llegarían pronto vía Creta; demasiado
tarde para la batalla, pero a tiempo de frenar cualquier intento enemigo de
plantear una nueva ofensiva.
Si Formión hubiera sido derrotado, los atenienses se
habrían visto obligados a rendir Naupacto y, con ella, su capacidad para
obstaculizar el comercio de Corinto y otros Estados del Peloponeso que
comerciaban con el oeste. Una derrota naval también habría sacudido la
confianza de los atenienses, y alentado a sus enemigos a planear operaciones
marítimas de mayor envergadura, las cuales hubieran podido prender la llama de
la rebelión en el imperio y, tal vez, haber contado con el apoyo del Gran Rey de
Persia. No es, pues, de extrañar que los atenienses recordaran a Formión con un
afecto especial: en la Acrópolis, levantaron una estatua en su honor y, tras su
muerte, le dieron sepultura en el cementerio estatal que se encuentra camino de
la Academia, cerca de la tumba de Pericles.
EL ATAQUE ESPARTANO AL PIREO
Cnemo y Brásidas, reacios a volver a casa con las
noticias de su derrota, se vieron forzados a dar muestras de su valentía y se
mostraron de acuerdo con la propuesta de Megara de atacar el Pireo. La idea era
increíblemente atrevida, pero los megareos no se cansaban de señalar que el
puerto de Atenas no se hallaba cerrado ni protegido. Los atenienses pecaban de
un exceso de confianza y no parecían estar preparados para un ataque de esta
envergadura. Era el mes de noviembre, la temporada de hacerse a la mar había
acabado, ¿quién iba a esperar un ataque tan audaz de una flota derrotada, que
hacía poco había abandonado el golfo de Corinto en medio del oprobio? El plan
peloponesio, que dependía del factor sorpresa, consistía en enviar a sus
remeros por tierra al puerto de Megara, en Nisea, en el golfo Sarónico. Allí se
encontrarían con cuarenta trirremes sin tripulantes, se embarcarían en ellos de
inmediato y pondrían rumbo al Pireo, aparentemente confiado y desguarnecido. Su
primer paso marchó conforme a lo planeado. No obstante, en Nisea, los
comandantes espartanos, «temerosos del peligro —aunque también se dice que
frenados por el viento—» (II, 93, 4), en vez de ir hacia el Pireo, atacaron y
saquearon Salamina, lo que puso todo el ardid al descubierto. Atenas recibió el
aviso mediante señales de fuego, y pronto se halló sumida en el pánico, pues
los atenienses creyeron que los espartanos ya habían ocupado Salamina e iban
camino del Pireo. Tucídides considera que el osado plan de los megareos habría
podido tener éxito, pero acabaron pagando su timorata. Al despuntar la aurora,
los atenienses se armaron de valor y enviaron un contingente de infantería para
proteger el puerto, y una flotilla puso rumbo a Salamina. En cuanto divisaron
las naves atenienses, los peloponesios se dieron a la fuga. Atenas estaba
salvada, y sus habitantes tomaron las medidas necesarias para garantizar que
una ofensiva semejante por sorpresa no tuviera éxito en el futuro.
LA MUERTE DE PERICLES
El ataque sobre Naupacto y el Pireo había fracasado
debido a la falta de experiencia marítima de los peloponesios, que les llevó a
cometer errores y a mostrarse temerosos en el combate. Pericles había
pronosticado este comportamiento, aunque no vivió para disfrutar del
cumplimiento de sus previsiones. Moriría en septiembre del 429, dos años y seis
meses después del inicio de la guerra. Sus últimos días no fueron felices. El
«primer ciudadano» de Atenas se había visto privado del cargo, condenado y
castigado. Muchas de sus amistades habían muerto durante la peste, así como su
propia hermana y sus dos hijos legítimos, Jantipo y Páralos. Al haber perdido a
sus herederos, Pericles pidió a los atenienses la exención de la ley que
limitaba la ciudadanía sólo a aquellos que tuvieran dos progenitores
atenienses, norma que él mismo había presentado dos décadas atrás. Solicitaba
el estatus de ciudadano para su hijo Pericles, fruto de la unión con Aspasia,
una milesia que había sido su amante durante años. Atenas le concedió tal
derecho.
Los problemas de gobierno también abrumaron a Pericles
en el ocaso de su vida. Su política de disuasión moderada había acabado
haciendo estallar una guerra que su estrategia conservadora no parecía ser
capaz de ganar. La peste se había llevado por delante a más atenienses de los
que habrían muerto jamás en los campos de batalla. Sus conciudadanos lo
señalaban como el responsable de la contienda y de una táctica que
intensificaba los efectos de la plaga. Hacia el final de sus días, algunos de
los amigos que cuidaban de él, al creerlo dormido, comenzaron a hablar de la
grandeza, el poder y los logros del hombre y, en especial, de las muchas
batallas ganadas en nombre de Atenas. Sin embargo, Pericles, que había oído la
conversación, mostró su sorpresa por los hechos elegidos para alabarlo, porque
ese tipo de cosas, así creía, a menudo se debían a la fortuna y eran muchos los
que podían alcanzarlas. «Y, no obstante, no habéis hablado de lo más grande y
bello. Por mi causa, ningún ateniense ha tenido que vestir luto» (Plutarco, Pericles, XXXVIII, 4). Ésta fue la
respuesta de un hombre con un gran peso en la conciencia a aquellos que lo
habían acusado de entrar deliberadamente en una guerra que él mismo podría
haber evitado.
La muerte de Pericles privó a Atenas de un líder de
cualidades excepcionales. Era un militar y un estratega de altura; pero, más
aún, un político brillante de talento insospechado. Podía decantarse por una
estrategia, convencer a los atenienses de que la adoptaran y se mostrasen
firmes en ella, contenerlos a la hora de no embarcarse en empresas
excesivamente ambiciosas, y animarlos en los momentos en que habían perdido la
esperanza. Un Pericles restaurado en el poder podría haber tenido la fuerza
suficiente para mantener a los atenienses unidos en torno a una línea política
consistente, como ningún otro hubiera podido hacer. En su último discurso
conservado, Pericles enumera las características necesarias en los hombres de
Estado. «Saber lo que hay que hacer y ser capaz de explicarlo; amar a la patria
y mostrarse incorruptible» (II, 60, 5). Nadie poseía estos atributos en mayor
medida que él mismo y, si cometió errores, probablemente era el único de entre
todos los atenienses que podía enmendarlos. Sus compatriotas le echarían
muchísimo en falta.
Ese mismo año, Sitalces, rey de los tracios y aliado
de Atenas, atacó el reino macedonio de Pérdicas y las ciudades calcídicas
cercanas. Se las arregló para capturar algunas fortalezas, pero tropezó con una
resistencia sustancial por parte de Atenas. Aunque contaba con un gran ejército
de ciento cincuenta mil hombres, un tercio de ellos de caballería, retrasó la
marcha sobre Calcídica porque dependía de la colaboración de la armada
ateniense, la cual no llegaría a presentarse. Quizá los atenienses, vista la
marcha de un número tan vasto de combatientes, temieron que el ejército de
Sitalces pudiera sentirse tentado de rebelarse contra su propio imperio en la
región. Además, los espartanos habían intentado osadamente atacar por mar Naupacto
y el Pireo. Aunque habían fracasado, bien podrían haber puesto en jaque la
confianza ateniense, lo que les habría llevado a pensar que no era el momento
de embarcarse en grandes expediciones lejos de casa. La prudencia y la escasez
de hombres y dinero también justifican que no enviaran la flota prometida a
Sitalces en el otoño e invierno de 429 y 428.
El gran tamaño del ejército tracio aterrorizaba a los
griegos del norte, pero pronto escasearon sus suministros y, finalmente, se
retirarían sin haber conseguido demasiado. En el tercer año de la contienda, el
Ática no había sufrido ninguna invasión y había evitado la derrota en el mar.
Sin embargo, la reserva ateniense de fondos continuaba disminuyendo, lo que
dejaba un saldo utilizable estimado en mil cuatrocientos cincuenta talentos.
Ahora, el dinero del tesoro sólo permitiría que la guerra continuara una
temporada más al ritmo de los dos primeros años, o dos, si se recortaba el
gasto a la mitad. La estrategia inicial para la victoria había fracasado, y los
atenienses todavía no habían formulado otra que viniera a sustituirla. No
podían continuar como hasta la fecha sin agotar sus recursos financieros, pero
tampoco parecía haber manera alguna de forzar al enemigo a buscar la paz.
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