(345) tucídides no es el
primero de los historiadores griegos. Por consiguiente, el primer paso para
llegar a su comprensión es darse cuenta del grado de desarrollo que había
alcanzado anteriormente la conciencia histórica. Claro es que no hay nada
comparable antes de él. Y la historia posterior ha tomado caminos completamente
distintos, puesto que tomó su forma y sus puntos de vista de las tendencias
espirituales dominantes en su tiempo. Pero existe una conexión entre Tucídides
y sus predecesores. La historia más antigua procede de Jonia; la palabra i(stori/h muestra su
origen jónico y de los tiempos en que se inició la investigación natural: ésta
se halla comprendida en ella y aun constituye su primitivo y más propio
contenido. Por lo que sabemos, Hecateo, procedente de los primeros grandes
físicos de Mileto, es el primero que transfiere la "pesquisa" de la physis
a la tierra habitada, que hasta entonces había sido considerada sólo como
una parte del cosmos y en su estructura más superficial y general. Su ciencia
de los países y de los pueblos, una notable mezcla de empirismo y construcción
lógica, debe ser considerada conjuntamente con su crítica racionalista de los
mitos y con sus genealogías. Entonces aparece en su justa conexión en la
historia del espíritu, en la cual debe ser comprendida como un estadio en el
proceso de disolución racional y crítica de la antigua epopeya. En este sentido
es una presuposición esencial para el nacimiento de la historia, que con la
misma conciencia crítica, recoge y reúne las tradiciones relativas a la tierra
conocida, hasta donde lo permite la experiencia.
Este segundo
paso lo dio Heródoto, que mantiene todavía la unidad de la ciencia de los
pueblos y de los países, pero sitúa ya al hombre en el centro. Viajó por todo
el mundo civilizado de entonces —el Cercano Oriente, Egipto, Asia Menor y
Grecia— estudió y consignó toda suerte de extrañas maneras y costumbres, y la
maravillosa sabiduría de los pueblos más antiguos, describió la magnificencia
de sus palacios y templos y refirió la historia de sus reyes y de muchos
hombres importantes y notables, mostrando cómo en ellos se manifiesta el poder
de la divinidad y los ascensos y descensos de la mudable fortuna humana. Esta
arcaica y abigarrada multiplicidad de datos recibe unidad por su referencia al
gran tema de la lucha entre Oriente y Occidente, desde su primera manifestación
en el choque de los griegos con el reino vecino de Lidia bajo Creso, hasta las
guerras persas. Con una complacencia y una destreza en el relato análogas a las
de Homero, en su prosa sólo en apariencia ingenua y sin pretensiones, que gozan
sus contemporáneos como gozan los tiempos anteriores de los versos de la
epopeya, refiere para la posteridad (346) la
gloria de los hechos de los helenos y de los bárbaros. Como dice en su primera
frase, éste es el propósito primordial de su obra. Parece como si la epopeya,
herida de muerte por la crítica intelectual de Hecateo, renaciera de nuevo en
la época de la ciencia natural y de la sofística y surgiera algo nuevo de las
viejas raíces de la epopeya heroica. Combina la sobriedad empírica del
investigador con el elogio de la fama de los rapsodas y subordina cuanto ha
visto y oído a la exposición del destino de los hombres y de los pueblos. Es la
obra de la rica, antigua y compleja cultura de los griegos del Asia Menor que,
muy alejada ya de sus tiempos heroicos y tras unas décadas de sujeción, ve de
nuevo confirmado su alto destino y es de nuevo incorporada al vigoroso aliento
de la historia, tras los inesperados triunfos de la metrópoli en Salamina y
Platea, sin renunciar, sin embargo, a su resignado escepticismo.
Tucídides es el
creador de la historia política. Este concepto no es aplicable a Heródoto, a
pesar de que la guerra de los persas es el punto culminante de su obra. Escribe
la historia política con un espíritu ajeno a la política. Hijo de Halicarnaso,
no pudo contemplar en su tranquila patria vida política alguna, y cuando por
primera vez fue a Atenas, después de las guerras persas, la contempló asombrado,
desde la tranquila orilla. Tucídides se hallaba profundamente enraizado en la
vida de la Atenas de Pericles y el pan cotidiano de esta vida era la política.
Desde los días en que Solón, en medio de la confusión de las luchas sociales
del siglo VI, puso los fundamentos de la sólida conciencia política que
admiramos desde un comienzo en los ciudadanos de Atenas a diferencia de sus
hermanos jonios, la participación de todos los hombres de importancia en los
negocios del estado permitió alcanzar una gran suma de experiencia política y
llegar a la madurez de las formas del pensamiento político. Éste aparece, en
primer lugar, sólo en las penetrantes intuiciones sociales de los grandes
poetas áticos y en la conducta política de la comunidad ateniense,
recientemente libertada de los tiranos, durante los tiempos de la invasión
persa, mientras que con la política de poderío emprendida por Temístocles a
partir de Salamina, se realizó su trasformación en el "imperio"
ático.
La asombrosa
concentración de pensamiento y voluntad políticos que revela Atenas en esta
creación, halla en la obra de Tucídides su expresión espiritual más adecuada.
Comparado con el amplio horizonte universal de la descripción de pueblos y
países de Heródoto, cuya serena contemplación se extiende a todas las cosas
divinas y humanas de toda la tierra conocida, el campo visual de Tucídides resulta
limitado. No se extiende más allá de la esfera de influencia de la polis griega.
Pero este objeto tan limitado se halla cargado con los problemas más graves y
es experimentado y considerado con la más profunda intensidad. El hecho de que
el centro de sus problemas se halle en el estado, es algo perfectamente natural
en la Atenas de entonces. (347) Lo que no parece
tan evidente es que los problemas políticos hubieran de conducir a una
consideración más profunda de los problemas históricos. La historia de los
pueblos de Heródoto no hubiera llevado, por sí misma, a la historia política.
Pero Atenas, orientada y concentrada en el presente, se vio de pronto sumida
en un recodo del destino en que el pensamiento político despierto se vio precisado
a completarse con el conocimiento histórico, aunque en un sentido distinto y
con otro contenido: era preciso llegar al conocimiento de la necesidad
histórica que había conducido la evolución de la ciudad de Atenas a su gran
crisis. No es que la historia se haga política, sino que el pensamiento
político se hace histórico. Tal es la esencia del fenómeno espiritual que halla
su realización en la obra de Tucídides.
Si esto es así,
no es posible que se sostenga la concepción recientemente expuesta sobre el
proceso mediante el cual Tucídides llegó a ser historiador. Se da por supuesto,
con exceso de confianza, que el concepto y la esencia de lo histórico era para
Tucídides y su época algo fijo y estable, como lo es para la ciencia histórica
moderna. En algunas digresiones aisladas de su obra se plantean problemas del
pasado que le interesan. Pero, en lo fundamental, se preocupa sólo de la
guerra del Peloponeso, es decir, de la historia vivida en su propio tiempo. Él
mismo dice en el primer párrafo de su libro que ha comenzado su obra con el
comienzo de la guerra, porque está convencido de la importancia de aquel
acaecimiento. Pero, nos preguntamos, ¿dónde aprendió la técnica histórica y
cuál es la fuente de su conocimiento de los tiempos más antiguos? Se suele
decir: ocupado previamente en el estudio del pasado, estalló la guerra y vio,
de pronto, que éste era el asunto a que había de consagrarse. Y para aprovechar
el material de sus investigaciones anteriores lo introduce en las digresiones
eruditas de su obra. Esta explicación me parece más propia de un erudito moderno
que del creador de la historia política. Político activo y almirante de la
flota que participó en la guerra, no conocía interés más alto que los problemas
políticos de la actualidad. La guerra lo hizo historiador. Nadie podía
enseñarle lo que vio y mucho menos a quien, como Tucídides, afirma que poco es
posible conocer con exactitud de un pasado completamente distinto. Era, pues,
algo por completo diferente de lo que solemos entender por historiador. Y sus
excursiones por la tierra del pasado, por mucho que apreciemos su sentido
crítico, son sólo incidentales o escritas para hacer resaltar por el pasado la
importancia del presente.
El mejor
ejemplo de esto es la denominada arqueología, del comienzo del primer libro.
Su fin primordial es demostrar que el pasado no tiene importancia si lo
comparamos con el presente narrado por Tucídides, por lo menos en la medida en
que podemos sacar conclusiones de él, pues en lo fundamental nos es
desconocido. Sin embargo, (348) esta
consideración del pasado, por muy sumaría que sea, nos permite conocer con
mejor claridad los criterios que aplicaba Tucídides, en general, a la historia
y los que le permitían juzgar de la importancia de su tiempo.
El pasado de
los pueblos griegos le parece sin importancia, aun en sus empresas más altas y
más famosas, porque la vida de aquellos tiempos no era capaz, por su
estructura, de una organización estatal ni de una organización del poder digna
de tal nombre. No tenía tráfico ni comercio en el sentido moderno de la
palabra. Por la incesante ida y venida de los pueblos, que eran expulsados de
sus tierras sin alcanzar jamás una verdadera estabilidad, no era posible que se
consolidara la seguridad y ésta es, aparte la técnica, la primera condición de
toda relación permanente. Las partes más favorables del país eran precisamente
las más disputadas y sus moradores cambiaban con la mayor frecuencia. Así no
podían desarrollarse una agricultura racional ni la acumulación de capitales,
ni había grandes ciudades ni ninguna de las condiciones de la civilización
moderna. Es altamente instructivo ver cómo Tucídides descarta aquí todas las
tradiciones antiguas, porque no dan respuesta a sus preguntas y pone en su
lugar sus propias construcciones hipotéticas, puras inferencias retrospectivas
fundadas en la observación de la conexión legal entre el desarrollo de la
cultura y las formas de la economía. El espíritu de esta prehistoria es análogo
al de las construcciones de los sofistas sobre el comienzo de la civilización
humana. Pero su punto de vista es diferente. Considera el pasado con miras de
político moderno, es decir, desde el punto de vista del poder. Incluso la
cultura, la técnica y la economía, son consideradas sólo como presuposiciones
necesarias para el desarrollo de un poder auténtico. Éste consiste, ante todo,
en la formación de grandes capitales y de extensas riquezas territoriales,
sostenidas por un gran poderío marítimo. También en esto se reconoce claramente
el influjo de las condiciones modernas. El imperialismo de Atenas le da la
medida para la valoración de la historia primitiva. Poco queda ya de él.
Lo mismo en la
elección del punto de vista que en la aplicación de estos principios, la
historia de Tucídides se muestra perfectamente independiente. Homero es
considerado, sin prejuicios y sin romanticismo alguno, con la mirada de un
político de fuerza. El reino de Agamemnón es considerado por Tucídides como el
primer gran poderío helénico del cual tenemos testimonio. De un verso de
Homero, interpretado con enorme exageración, concluye con inexorable penetración
que su imperio se extendió a través de los mares y que fue sostenido por una
gran marina. El catálogo de navíos de la Ilíada suscita su mayor interés
y, a pesar de su escepticismo sobre las tradiciones poéticas, se muestra
dispuesto a aceptar sus referencias precisas sobre la fuerza de los
contingentes griegos en la guerra contra Troya, porque confirman sus ideas
sobre la falta de importancia de (349) los
instrumentos de fuerza de aquellos tiempos. De la misma fuente deduce el
carácter primitivo de la técnica de la construcción naval de sus flotas. La
guerra de Troya fue la primera empresa naval de alto estilo que conoce la
historia de Grecia. Antes de ella, sólo tenemos el dominio del mar por Minos en
Creta. Con él termina la piratería de las tribus semibárbaras desparramadas por
las costas de Grecia. Tucídides imagina que la flota de Minos ejercía una
rigurosa policía del mar análoga a la de la marina ática de su tiempo. Y así,
aplicando su criterio de acumulación de capitales, la formación de flotas y el
poderío naval, sigue la historia entera de Grecia hasta la guerra de los
persas, que hace época por sus descubrimientos técnicos relativos a la
construcción naval, sin profundizar para nada en los ricos valores espirituales
de la tradición. En las guerras persas se manifiesta, por primera vez, este
estado como un factor de poderío. Con el ingreso de las islas y de las ciudades
del Asia Menor en la liga ática, se crea en el mundo de los estados griegos un
poder capaz de contrapesar el poderío, hasta aquel momento predominante, de
Esparta. La historia subsiguiente no es más que la competencia de estos dos
poderíos, con los incidentes y los conflictos consiguientes, hasta que estalla
la lucha final frente a la cual las anteriores aparecen como un juego de niños.
En esta
prehistoria, tan admirada, se manifiesta con claridad insuperable la esencia
de la historia de Tucídides, aunque no de un modo exhaustivo.[1]
La imagen concentrada que nos muestra en las grandes líneas de la evolución
económica y política del pasado refleja la actitud de Tucídides ante los
acaecimientos de su tiempo. Sólo por este motivo he comenzado por la
prehistoria, no porque se halle, para Tucídides, al comienzo. En la narración
de la guerra, los mismos principios aparecen más circunstanciados y menos
compendiados, y ocupan un lugar más amplio. Aquí aparecen, sin embargo, más
puros y cargados con un mínimo de material histórico. Las expresiones de la
moderna política realista se repiten en la prehistoria con regularidad casi
estereotipada y se imprimen de tal modo en la conciencia del lector, que éste
entra en la exposición de la guerra con la conciencia de que se trata del mayor
despliegue de fuerza y de la crisis más aguda por el poder que jamás se haya
dado en la historia de Grecia.
Cuanto más
actual es el asunto y más viva su participación en él, de mayor gravedad
resulta, para Tucídides, la adopción de un punto de vista. Es preciso
interpretar su designio de historiador como (350)
el íntimo esfuerzo para llegar a un punto de vista adecuado ante aquel
acaecimiento que divide el mundo de su tiempo en dos partes adversas. Si no
fuera el político que fue, este esfuerzo de objetividad sería menos
sorprendente, pero también menos grandioso. Su propósito, en oposición a las
adornadas relaciones de los poetas sobre los tiempos pasados, es ofrecer la
verdad de un modo simple e imparcial. Esta idea no nace de la conciencia
política, sino de la conciencia científica que alentaba en las investigaciones
naturalistas de los jonios. Pero la hazaña liberadora de Tucídides consiste
precisamente en la trasposición de esta actitud espiritual de la naturaleza
intemporal a la esfera de las luchas políticas actuales, perturbadas por las pasiones
y por los apetitos de partido. Todavía su contemporáneo Eurípides separa estas
dos esferas mediante un abismo infranqueable.[2]
La "historia", que profundiza serenamente sobre las cosas que
"no envejecen", sólo se da en la naturaleza. Cuando se pasa el umbral
de la vida política empiezan los odios y las luchas. Pero cuando Tucídides
transfiere la "historia" al mundo político, da un nuevo sentido a la
investigación de la verdad. Para comprender el paso que da es preciso ponerlo
en conexión con la concepción de la acción propia de los helenos. Para ellos el
conocimiento es lo que realmente mueve al hombre. Este designio práctico
distingue su afán de la verdad de la "teoría", libre de todo
interés, de la filosofía naturalista jonia. Ningún ático era capaz de concebir
una ciencia que tuviera otro fin que conducir a la acción justa. Ésta es la
gran diferencia que separa a Tucídides y a Platón de la investigación jónica.
Tan diferentes eran sus respectivos mundos. No es posible decir de Tucídides
que su objetividad proceda de una naturaleza innata, exenta de pasiones, como
se ha podido decir de algunos historiadores, que son todo ojos. Tucídides
mismo, al exponer el objeto de su obra, nos dice qué es lo que le daba fuerza
para libertarse de las pasiones y cuál era la ventaja que pensaba obtener con
el conocimiento objetivo. "Acaso mi obra parezca poco divertida por falta
de bellas historias. Será útil, sin embargo, para todo aquel que quiera
formarse un juicio adecuado y examinar de un modo objetivo lo que ha acaecido
y lo que, de acuerdo con la naturaleza humana, ocurrirá ciertamente en el futuro,
del mismo modo o de un modo análogo. Ha sido concebido como posesión de valor
permanente, no como un alarde propio para la satisfacción momentánea."
Tucídides
expresa repetidamente la idea de que el destino de los hombres y de los pueblos
se repite porque la naturaleza del hombre es siempre la misma. Es exactamente
lo contrario de lo que hoy denominamos, ordinariamente, conciencia histórica.
Para la conciencia histórica nada se repite en la historia. El acaecer
histórico es absolutamente individual. Y en la vida individual no se da la
repetición. Sin embargo, el hombre realiza experiencias y la experiencia de lo (351) malo lo hace avisado, dice
una sentencia ya recogida por Hesíodo.[3]
El pensamiento griego aspira, desde siempre, a este conocimiento y se
dirige a lo general. El axioma de Tucídides según el cual el destino de los
hombres y de los pueblos se repite, no significa, así, el nacimiento de la
conciencia histórica en el sentido unilateral moderno. Su historia, en lugar de
entregarse simplemente al acaecer individual y a lo extraño y diferente, aspira
al conocimiento de leyes universales y permanentes. Esta actitud espiritual es
precisamente lo que da a la exposición histórica de Tucídides el encanto de su
imperecedera actualidad. Ello es esencial para el político, pues sólo es
posible una acción previsora y sujeta a plan, si en la vida humana, en
determinadas condiciones, las mismas causas producen los mismos efectos. Esto
es lo que hace posible una experiencia y con ella una cierta previsión del
porvenir, por muy estrechos que sean sus límites.
Con esta
comprobación de Solón empieza el pensamiento político de los griegos.[4]
Se trata allí del conocimiento de fenómenos íntimos del organismo del estado,
que ha sufrido ciertas alteraciones morbosas a consecuencia de los excesos
antisociales. Solón los considera, desde el punto de vista religioso, como
castigos de la justicia divina. Sin embargo, en su sentir, el organismo de la
sociedad reacciona inmediatamente contra los efectos perniciosos de las
acciones antisociales. Desde entonces se ha añadido a la esfera interior del
estado un nuevo y gigantesco campo de experiencia política, desde que Atenas se
ha convertido en un gran poder: el de las relaciones entre estado y estado, lo
que nosotros denominamos política exterior. Su primer gran representante es
Temístocles, que Tucídides, en palabras memorables, ha calificado de un nuevo
tipo de hombre.[5] Entre
sus características juegan un papel esencial la previsión y la claridad de
juicio, que, según propia confesión, son las cualidades que Tucídides quiere enseñar
a la posteridad. La repetida insistencia en las mismas ideas fundamentales, a
través de la obra entera, demuestra, de un modo evidente, que tomó esta
finalidad muy en serio y que, lejos de ser un residuo histórico de la
"ilustración" sofista, del cual debemos hacer abstracción para
obtener la imagen del puro historiador, la verdadera grandeza de su espíritu
consiste en el esfuerzo para llegar al conocimiento político. La esencia del
acaecer histórico no reside para él en una ética cualquiera o en una filosofía
de la historia o en una idea religiosa. La política es un mundo regido por
leyes inmanentes peculiares, que sólo es posible alcanzar si no consideramos
los acaecimientos aisladamente, sino en la conexión de su curso total. En esta
profunda intuición de la esencia y las leyes del acaecer político es Tucídides
superior a todos los historiadores antiguos. Esto sólo era posible para un
ateniense de la gran época, la época que ha producido (352)
el arte de Fidias y las ideas platónicas, para citar dos creaciones
esencialmente distintas del mismo espíritu. No es posible caracterizar mejor el
concepto de Tucídides sobre el conocimiento de la historia política que con
unas célebres palabras del Novum Organon de Lord Bacon, en las cuales
opone a la escolástica su propio ideal científico: Scientia et potentia
humana in idem coincidunt, quia ignoratio causae destituit effectum. Natura
enim non nisi parendo vincitur. Et quod in contemplatione
instar causae est, id in operatione instar regulae est. La peculiaridad
del pensamiento de Tucídides sobre el estado, en contraposición a la concepción
religiosa de Solón y las filosofías del estado de los sofistas o de Platón, es
que no hay en él ninguna doctrina abstracta, ninguna fábula, docet. La
necesidad política es aprendida en el mismo acaecer concreto. Esto sólo era
posible por el carácter especial del asunto que trataba; en él se manifiesta
con fuerza excepcional la relación entre las manifestaciones de la realidad
política y las causas que la han producido. La concepción de Tucídides sería
inconcebible independientemente del tiempo en que vivió. Lo mismo ocurriría si
quisiéramos abstraer de su tiempo la tragedia ática o la filosofía platónica.
La mera exposición fáctica de un acaecimiento histórico, por muy importante
que fuese, no hubiese sido bastante para satisfacer los designios del pensador
político. Le era necesaria la posibilidad de ascender a lo espiritual y a lo
general. Especialmente característicos de su estilo son los numerosos
discursos que se intercalan en su exposición y todos ellos son, ante todo, el
altavoz del Tucídides político. En la exposición de sus principios históricos aparece
como cosa más natural que, lo mismo que los hechos anteriores, los discursos
de los políticos eminentes de la época deberían ser incorporados en su obra. No
son, sin embargo, trascritos textualmente. De ahí que el lector no pueda
atribuirles la misma exactitud que a la exposición de los hechos. Recoge sólo
su sentido aproximado. Pero, en lo particular, hace decir a cada personaje lo
que le parece que hubiera debido decir en cada caso.[6]
Ésta es una ficción muy consecuente, que no es posible entender desde el punto
de vista del rigor histórico, sino por la necesidad de penetrar hasta las
últimas motivaciones de los acaecimientos políticos.
Esta exigencia
hubiera sido irrealizable si los hubiera tomado en el sentido literal. No
hubiera sido posible penetrar en la verdadera actitud de cada personaje, pues
lo que dicen no es con frecuencia más que su máscara, o hubiera sido preciso
alumbrar su intimidad, lo cual es imposible. Pero Tucídides creía que era
posible conocer y exponer las ideas rectoras de cada partido y así hacía que
los personajes expusieran sus convicciones más profundas en discursos públicos
en la asamblea popular o entre cuatro paredes, como en el diálogo de Melos, y
hacía hablar a cada partido de acuerdo con sus (353) convicciones
políticas y desde su punto de vista. Así Tucídides se dirige a sus lectores ya
como espartano, ya como corintio, como ateniense o como siracusano, como
Pericles o como Alcibíades. El modelo externo para este arte oratorio podía
ser la epopeya y, en una pequeña medida, también Heródoto. Pero Tucídides ha
aplicado esta técnica en gran escala y a él debemos que esta guerra, que se
desarrolló en la época de la culminación espiritual de Grecia, acompañada de
las más profundas discusiones, nos aparezca, en primer término, como una lucha
espiritual y sólo en segunda línea como un acaecimiento militar. Buscar en los
discursos de Tucídides las huellas de algo realmente pronunciado entonces es
una empresa tan estéril como tratar de hallar en los dioses de Fidias determinados
modelos humanos. Y aunque Tucídides trataba de informarse de la realidad de los
debates, lo cierto es que muchos de los discursos no fueron jamás pronunciados
y que la mayoría fueron completamente distintos. Su creencia de que después de
considerar las circunstancias de cada caso era posible decir lo adecuado (τα δέοντα) se fundaba en
la convicción e que, en estas luchas, cada actitud tiene su lógica inviolable y
que el que consideraba las cosas desde la altura era capaz de desarrollarla de
un modo correcto. A pesar de su subjetividad, ésta era para Tucídides la
verdad objetiva de sus discursos. Sólo es posible comprenderlo si consideramos
tras el historiador al pensador político. El lenguaje de estas
representaciones ideales tiene un estilo que es el mismo para todos los
discursos, más elevado que el de los discursos reales de los griegos de su
tiempo y lleno de contraposiciones conceptuales y artificiosas, exagerado para
nuestra sensibilidad. La dificultad de su lenguaje, que lucha con el pensamiento
y forma un raro contraste con el estilo figurado de la moderna retórica
sofística, es la expresión más inmediata del pensamiento de Tucídides, que
rivaliza en dificultad y en profundidad con el de los grandes filósofos
griegos.
Una de las
pruebas más evidentes de lo que es el pensamiento político en el sentir de
Tucídides, es la exposición que hallamos al comienzo sobre las causas del
conflicto. Ya Heródoto había comenzado su obra con la causa de la guerra entre
Europa y Asia. Consideraba el problema desde el punto de vista de la culpa de
la guerra. Este problema fue naturalmente también suscitado por los partidos
durante la guerra del Peloponeso. Desde el comienzo del gran incendio habían
sido discutidas cien veces todas las particularidades, sin perspectiva de
llegar a un arreglo, pues ambos contendientes se atribuían recíprocamente la
culpa. Tucídides plantea el problema desde un punto de vista completamente
nuevo.[7]
Distingue entre las razones de la disputa que encendieron la lucha y la
"verdadera causa" de la guerra y llega a la conclusión de que ésta se
halla en el inaudito crecimiento del poderío de Atenas que constituía una
amenaza para Esparta. El concepto de causa procede del lenguaje de la medicina,
(354) como lo muestra la palabra griega πρόφασις, de que se sirve
Tucídides. En ella se hizo, por primera vez, la distinción científica entre la
verdadera causa de una enfermedad y su mero síntoma. La traducción de este
pensamiento naturalista y biológico al problema del nacimiento de la guerra, no
era un acto puramente formal. Significa la completa objetivación de la
cuestión, separándola de la esfera política y moral. Con ello la política es
delimitada como un campo independiente de causalidad natural. La lucha secreta
entre fuerzas opuestas conduce finalmente a la crisis abierta de la vida
política de Hélade. El conocimiento de esta causa objetiva tiene algo de
liberador, puesto que coloca al que lo posee por encima de las odiosas luchas
de los partidos y del enojoso problema de la culpa y la inocencia. Pero tiene
también algo de opresivo, pues acontecimientos que habían sido considerados
como actos libres del juicio moral, aparecen ahora como el resultado de un
largo proceso condicionado por una alta necesidad.
Tucídides
describe la primera fase del proceso que precede al estallido de la guerra, la
creciente expansión del poderío de Atenas durante los cincuenta años siguientes
a la victoria sobre los persas, en una célebre digresión que incluye en la
historia del origen de la guerra.[8]
Esa forma se halla justificada por el hecho de verse obligado a salir del
marco temporal de la obra. De otra parte, este breve esbozo de la historia del
poderío de Atenas, como él mismo nos dice, tiene valor por sí, puesto que antes
de él no existe ninguna exposición adecuada de este importantísimo periodo de
su evolución. No sólo esto: se tiene la impresión de que esta digresión y todo
lo que Tucídides nos dice sobre la verdadera causa de la guerra, fue
incorporado sólo más tarde en la historia de aquel origen y que ésta se
limitaba originariamente a los acontecimientos diplomáticos y militares. Esta
impresión resulta no sólo de la notable forma de la composición, sino también
de la tradición según la cual Tucídides había expuesto ya el comienzo de la
guerra en su primer esbozo, mientras que la digresión sobre el desarrollo del
poderío de Atenas menciona ya la destrucción de las murallas (404) y no pudo,
por lo tanto, ser escrita, por lo menos en su forma actual, hasta el final de
la guerra. La doctrina sobre las verdaderas causas de la guerra, que fundamenta
la digresión, es evidentemente el resultado de una larga reflexión sobre el
problema y pertenece a la madurez de Tucídides. Al principio se ocupó,
principalmente, de los simples hechos. Más tarde se desarrolló en el pensador
político y abrazó con creciente osadía la totalidad, en sus íntimas conexiones
y su necesidad. El efecto que produce la obra, en la forma en que actualmente
la poseemos, depende esencialmente del hecho de que ofrece una tesis política de
gran alcance que halla ya su clara expresión en la doctrina sobre las
verdaderas causas de la guerra.
(355) Sería una petitio
principii antihistórica sostener que un "verdadero historiador"
hubiera debido aprehender, desde un principio, con plena claridad, las
verdaderas causas en el sentido de Tucídides de una necesidad largamente
preparada. La Historia de Prusia de Leopold von Ranke nos ofrece la
analogía más notable. En la segunda edición publicada después de 1870 vio con
nuevos ojos la importancia de la evolución del estado prusiano. Él mismo dice
que sólo entonces aprehendió las ideas generales de amplio alcance, por lo cual
cree deber disculparse ante sus colaboradores en el prólogo de la segunda
edición; no podía tratarse de una simple comprobación de hechos, sino de una
interpretación política de la historia. Estas nuevas ideas generales se
manifiestan, sobre todo, en la exposición profundamente renovada y de modo
notable ampliada de la génesis del estado prusiano. Exactamente del mismo modo
renovó Tucídides, al final de la guerra, el comienzo de su obra, que contiene
la historia de su origen.
Una vez
reconocido el origen de la guerra en el poderío de Atenas, trata de comprender
más íntimamente el problema. Es preciso observar que, en la exposición de los
antecedentes de la guerra, da la digresión sobre la evolución exterior del
periodo de Atenas, sólo como un apéndice de la maravillosa descripción de la
conferencia de Esparta, en la cual los espartanos, impulsados por el apasionamiento
de sus confederados, se deciden por la guerra. Verdad es que la declaración de
la guerra sólo tiene realmente lugar tras una conferencia general ulterior de
la Liga del Peloponeso. Pero Tucídides se da claramente cuenta de la suprema
importancia que para la decisión tuvo aquella primera discusión no oficial, en
la cual sólo estaban presentes algunos miembros de la Liga que presentaron quejas
contra Atenas. Señala su importancia el hecho de que en ella se pronuncian
cuatro discursos, número que no hallamos en otra parte alguna de la obra.[9]
La decisión de declarar la guerra no fue provocada por las razones de los
aliados, cuyas quejas fueron el motivo fundamental de la reunión, sino por el
miedo de los espartanos ante el enorme crecimiento del poderío ateniense en
Grecia. Esto no podía manifestarse de un modo tan patente en un debate real.
Pero Tucídides prescinde con desenfado de los problemas del derecho público
que se hallan allí en primer término y pone sólo el acento en el discurso
final, pronunciado por el representante de Corinto. Los corintios son los
enemigos más enconados de Atenas, porque son la segunda potencia comercial de
la Hélade y, por tanto, sus competidores naturales. Ven a los atenienses con
la actitud del odio y así les encarga Tucídides de decidir a la vacilante
Esparta, mediante un análisis comparativo del vigor y el anhelo de expansión de
los atenienses. Vemos aparecer ante nosotros una imagen del carácter del (356) pueblo ático cuya fuerza no ha igualado ningún
orador ateniense al hacer el elogio de su patria, ni aun la oración fúnebre de
Pericles, compuesta libremente por el propio Tucídides y de la cual ha conservado
no pocos rasgos en el discurso de los corintios.[10]
No es posible dudar seriamente de que no se trata realmente de un discurso mantenido
por los corintios en Esparta, sino de una creación esencialmente libre de
Tucídides. Este elogio de un enemigo ante los enemigos es una pieza de alto
refinamiento retórico,[11]
y cumple, para el historiador, aparte su finalidad inmediata agitadora, un
designio más alto: nos ofrece un análisis incomparable de los fundamentos psicológicos
del desarrollo del poderío de Atenas. En contraste con el trasfondo de la
pesadez y la indolencia, la rigidez y la honorabilidad anticuada espartanas, se
destaca la descripción del temperamento ateniense, en la cual se mezcla la
envidia, el odio y la admiración de los corintios: energía incansable,
vigoroso ímpetu en la concepción y en la realización de los planes, espíritu de
aventura, ágil elasticidad, capaz de adaptarse con precisión a todas las
situaciones, y que no se descorazona ante los fracasos, antes se siente
impulsada a más altas realizaciones. Así el vigor de este pueblo recoge y
trasforma todo lo que se ofrece a su paso. No se trata, naturalmente, de un
elogio moral de Atenas, sino de una descripción del dinamismo espiritual que
explica su éxito en los últimos cincuenta años.
Tucídides
contrasta esta explicación del poderío de Atenas con la atrevida construcción
de otro discurso análogo. La motivación exterior de este discurso, que hace
pronunciar a un enviado ateniense mientras se celebraban las deliberaciones
secretas en Esparta, con el consiguiente cambio de escena, puesto que se
desarrolla ante la asamblea del pueblo, no aparece suficientemente clara para
el lector y acaso debe ser así. El orador y su adversario no hablan en el mismo
tablado, sino al lector, y los efectos de sus discursos se hallan combinados en
un conjunto grandioso. El ateniense añade al análisis psicológico una
explicación histórica del desarrollo del poderío ateniense, desde su
comienzo hasta la actualidad. Pero este análisis no es una simple enumeración
de los progresos exteriores de la expansión ateniense, tal como se da
compendiada en la digresión, sino el desarrollo íntimo de los motivos que han
compelido a Atenas al desenvolvimiento pleno y consecuente de su poderío. Así,
vemos cómo Tucídides considera sucesivamente el problema desde tres puntos de
vista que conducen al mismo fin. El discurso del ateniense sobre la necesidad
histórica del desenvolvimiento del poderío de Atenas se convierte en una
justificación de gran estilo, que sólo el espíritu de Tucídides hubiera podido
alcanzar. Es la exposición de sus propias ideas que sólo hubiera sido capaz de
formular tras la caída de Atenas, (357) cuando
hubo alcanzado la amarga plenitud de su experiencia política. Pero las pone en
la boca de un ateniense anónimo antes del comienzo de la guerra, como una
previsión profética. Las raíces del poderío de Atenas se hallan, para Tucídides,
en los servicios inolvidables que prestó a la existencia y la libertad del
pueblo griego por su participación decisiva en las victorias de Maratón y de
Sala-mina. Después, por la voluntad de sus aliados, convirtió la preeminencia
en hegemonía y se vio obligada, por miedo a la envidia de Esparta, que veía
suplantada su tradicional función de guía, a reforzar el poderío alcanzado y a
precaverse contra la defección de sus aliados, mediante una rígida
centralización del gobierno, que convirtió gradualmente a los estados aliados,
originariamente libres, en súbditos de Atenas. Al miedo se añaden, como
motivos coadyuvantes, la ambición y el interés.
Éste es el
curso que debió tomar el desarrollo del poderío ateniense de acuerdo con las
leyes inmutables de la naturaleza humana. Los espartanos creen ahora ser los
representantes del derecho contra el poder y la arbitrariedad. Pero si llegaran
a aniquilar a Atenas y a ser los herederos de su imperio, cambiaría de pronto
la simpatía de Grecia, puesto que la fuerza sólo cambia de dueño, pero no cambian
sus manifestaciones políticas, sus métodos y sus efectos. En los primeros días
de la guerra, la opinión pública veía en Atenas la encarnación de la tiranía y
en Esparta el asilo de la libertad. A Tucídides esto le parece muy natural en
aquellas circunstancias. Pero no ve en estos papeles, que la historia ha
atribuido a cada uno de los estados, la manifestación de cualidades morales
permanentes, sino funciones que cambiarían de pronto, ante la mirada asombrada
de los espectadores, si algún día la fuerza cambiara de dueño. Aquí habla
evidentemente la voz de la gran experiencia del dominio tiránico de Esparta
sobre Grecia, después de la caída de Atenas.[12]
El continuador
de Tucídides, Jenofonte, demuestra hasta qué punto se hallaban lejos los
contemporáneos de comprender la idea de una legalidad inmanente en todo poder
político. La caída posterior de la hegemonía espartana, así como la de Atenas,
representaba, para su sencilla fe en el derecho, un juicio de Dios sobre la hybris
humana. Sólo esta comparación nos permite apreciar, en verdad, la superioridad
espiritual de Tucídides. Sólo mediante la intelección de la necesidad
inmanente de los acontecimientos que condujeron a la guerra, alcanza la
plenitud de la objetividad a que aspira. Esto se aplica a su juicio sobre
Esparta lo mismo que sobre Atenas. Pues así como era necesario el progreso de
Atenas hacia el poderío, es preciso tomar también en todo su valor el acento
que pone en sus palabras al afirmar que el miedo al poderío de Atenas es lo
que ha compelido a (358) Esparta a entrar
en la guerra.[13] Ni
aquí ni en parte alguna es posible hablar en Tucídides de una fortuita
imprecisión de lenguaje. No parece que haya sido observado que cuando se vuelve
a la guerra tras algunos años de paz ficticia, emplea las mismas palabras:
tras un periodo de hostilidad latente los adversarios se han visto compelidos
a reanudar la guerra. Dice esto en el denominado segundo proemio, donde,
tras el fin de la guerra, expone su atrevida idea de que es preciso considerar
ambas guerras como una sola. Esta idea forma una gran unidad con la concepción
de la inevitable necesidad de la guerra, expuesta en la etiología. Ambas
pertenecen a la última fase de su concepción política.
Con el problema
de la unidad de la guerra pasamos ya de las causas a la guerra misma. Su
exposición muestra la misma penetración de los hechos por las ideas políticas.
Del mismo modo que la tragedia griega se distingue del drama posterior por el
coro, cuyas emociones reflejan constantemente el curso de la acción y acentúan
su importancia, se distingue la narración histórica de Tucídides de la historia
política de sus sucesores por el hecho de que el asunto se halla constantemente
acompañado de una elaboración intelectual, que lo explica pero que no se ofrece
en la forma de pesados razonamientos: los convierte en acaecimientos
espirituales y los hace ostensibles al lector, mediante discursos. Los
discursos son una fuente inagotable de enseñanzas. Pero no podemos intentar
aquí dar una idea de la riqueza de sus concepciones políticas. Las expone, en
parte, por medio de sentencias, en parte mediante deducciones o finas discusiones.
Y se complace en oponer dos o varios oradores sobre la misma cuestión, tal como
lo hacen los sofistas en la denominada antilogia. Así pone frente a frente las
dos corrientes de la política espartana, antes de la declaración de la guerra,
en los discursos del rey Arquidamo y del éforo Estenelao. Asimismo, en Atenas,
los discursos de Nicias y Alcibíades antes de la empresa de Sicilia, que deben
participar en la organización del mando, pero se oponen diametralmente en lo
relativo a la política de la guerra. La revuelta de Mitilene da ocasión a
Tucídides para desarrollar el punto de vista de la orientación radical y
moderada en la política de la Liga ática, mediante el duelo oratorio entre
Cleón y Diodoto ante la asamblea popular, y para exponer las enormes
dificultades para tratar con justicia a los aliados durante la guerra. En los
discursos de los plateos y los tebanos ante la comisión ejecutiva de Esparta,
tras la conquista de la desventurada Platea, donde los espartanos, para
preservar su prestigio, ofrecen el espectáculo de un debate judicial en el que
los aliados de los acusadores son al mismo tiempo los jueces, muestra Tucídides
la incompatibilidad de la guerra y la justicia.
La obra de
Tucídides es rica en contribuciones a los problemas (359) de las luchas
políticas y al de las relaciones entre la ideología y la realidad política. Los
espartanos, como representantes de la libertad y del derecho, se hallan
obligados a la hipocresía moral, mientras cubren sus intereses con bellas
palabras, sin que sea posible decir dónde termina lo uno y dónde comienza lo
otro. El papel de los atenienses no es tan fácil y se ven obligados a acudir a
la franqueza. Esto puede producir un efecto brutal, pero en ocasiones más agradable
que la jerga moral de los "libertadores", los cuales tienen su
representante más convencido y más simpático en la figura de Brasidas.
El problema de
la neutralidad de los estados más débiles en la guerra de dos grandes potencias
es considerado desde puntos de vista distintos, desde el punto de vista del
derecho y desde el punto de vista de la política realista, en los discursos de
Melos y Camarina. El problema de la unión nacional de estados separados por
intereses opuestos, ante la presión del peligro común, se hace patente en los
sicilianos que, ante el temor de los enemigos exteriores y la inquietud ante la
hegemonía del más grande estado siciliano, se muestran vacilantes y desean, en
el fondo, la aniquilación de ambos. El problema de una paz conciliadora o una
paz victoriosa es suscitado tras el fracaso de los espartanos en Pilos: éstos
se muestran, de pronto, dispuestos a la paz, mientras que los atenienses, a
pesar del largo cansancio de la guerra, rechazan todo intento de conciliación.
Los problemas psicológicos de la guerra son considerados en su aspecto militar
en los discursos de los generales y, en su aspecto político, en los discursos
de los grandes caudillos: así, por ejemplo, el cansancio de la guerra y el
pesimismo de los atenienses, en los de Pericles. Describe también el enorme
efecto político de un acaecimiento elemental como la peste, que destruye toda
disciplina y trae consigo daños incalculables y toma ocasión de los horrores
de la revolución de Corcira, en íntima conexión con la evocación de la peste,
para explicar ampliamente la descomposición moral de la sociedad y la trasmutación
de todos los valores que lleva consigo una larga guerra y las luchas sin freno
de los partidos. Precisamente el paralelo con la peste subraya la actitud de
Tucídides en estos asuntos. No es una actitud moralizadora. Como en el problema
de las causas de la guerra, su solución es análoga a un diagnóstico médico
sagaz. Su descripción de la decadencia de la moral política es una contribución
a la patología de la guerra. Este breve esbozo es suficiente para mostrar que
el autor comprende toda la esfera de problemas políticos que se promueven
durante la guerra. Las ocasiones que le sirven para suscitar estos problemas
son cuidadosamente escogidos y no son en modo alguno impuestas por los
acaecimientos mismos. Acaecimientos del mismo tipo son considerados de modo
completamente distinto. A veces pone deliberadamente en primer término los
sacrificios sangrientos y los horrores de la guerra, otras veces, otras cosas
peores son fríamente (360) narradas de paso,
porque basta con unos pocos ejemplos para ilustrar este aspecto de la guerra.
Lo mismo en la
doctrina sobre el origen de la guerra que en la exposición propiamente dicha,
se halla en el centro el problema de la fuerza; la mayoría de los problemas
particulares antes mencionados se halla en íntima conexión con él. Es evidente
que un pensador político de la profundidad de Tucídides no podía considerarlo
desde el punto de vista del simple hombre de poder. Lo articula expresamente en
la totalidad de la vida humana, que no se reduce íntegramente a la aspiración
al poder. Y es de notar que, precisamente los atenienses, los más francos y
resueltos entusiastas del punto de vista del poder, en el interior de su
imperio reconocen el derecho como la norma más alta y se muestran orgullosos de
ser un estado jurídico moderno y de rechazar todo despotismo en el sentido
oriental. Esto se manifiesta en el mismo discurso en que el ateniense defiende,
ante los espartanos, la política exterior del imperialismo ático. Tucídides
considera como una grave enfermedad política la degeneración de las luchas de
partido en el interior del estado en una guerra de todos contra todos. No
ocurre lo mismo en las relaciones entre estado y estado. Porque, aunque también
aquí hay convenios, en último término decide la fuerza y no el derecho. Si los
adversarios tienen un poder equivalente, se denomina guerra; si uno de ellos es
incomparablemente superior, se llama dominio. Éste es el caso de la pequeña
isla neutral de Melos, dominada por el poderío naval de Atenas. Este
acaecimiento, en sí mismo insignificante, era todavía recordado por la opinión
pública de Grecia decenios más tarde y, esgrimido durante la guerra contra
Atenas, acabó por restarle las pocas simpatías que le quedaban.[14]
Tenemos aquí un
ejemplo clásico del modo en que Tucídides, independientemente de la
importancia del acaecimiento, destaca en él el problema general y elabora una
obra maestra del espíritu político. Emplea aquí, por única vez en su obra, la
forma dialogada de las disputas sofísticas, en la cual los adversarios oponen
argumento contra argumento, en una lucha espiritual de preguntas y respuestas,
para eternizar el doloroso conflicto entre la fuerza y el derecho en su perenne
necesidad. No es posible dudar que Tucídides ha fingido este coloquio, que se
desarrolla dentro de las paredes de la casa ayuntamiento de Melos, con la
mayor libertad, con el fin de mostrar el conflicto ideal entre dos principios.
Los bravos melios se dan inmediatamente cuenta de que no pueden invocar la
justicia, puesto que los atenienses no reconocen otra norma que su provecho político.
Tratan, sin embargo, de explicarles que es ventajoso para Atenas poner límites
en el uso de su superioridad, ya que puede venir un día en que también un poder
tan alto tenga que acudir a su vez a la (361) equidad
humana. Pero los atenienses no se dejan intimidar y afirman que su interés les
obliga a anexionar la pequeña isla, porque el mundo podría interpretar su
persistente neutralidad como un signo de la debilidad de Atenas. No tienen,
sin embargo, ningún interés en aniquilarla. Advierten a los melios que no se
pongan en una actitud inadecuada de héroes. La ética caballeresca ha perdido
sus derechos ante la razón de la fuerza de una potencia moderna. Les aconsejan
también que no tengan una confianza ciega en Dios y en los espartanos. Dios se
halla siempre con la parte más fuerte, como lo muestra constantemente la
naturaleza, y aun los espartanos sólo evitan lo que los hombres denominan
"deshonroso" cuando ello se halla de acuerdo con sus intereses.
La
fundamentación del derecho del más fuerte en las leyes de la naturaleza y la
trasformación del concepto de la divinidad de guardadora de la justicia en el
modelo de toda autoridad y poderío terrestre da al naturalismo de la fuerza,
mantenido por los atenienses, la profundidad de una concepción del mundo
fundada en principios. Los atenienses tratan de suprimir el conflicto de su
política con la religión y la moral, apelando al cual intentan vencer sus
adversarios más débiles. Tucídides muestra aquí la política de fuerza de los
atenienses en sus últimas consecuencias y en la plenitud de su conciencia. La
misma naturaleza de la forma que escoge para exponer el conflicto demuestra que
ni quiere ni puede hallarle una solución decisiva, pues los diálogos sofísticos
hallan su fuerza no en la solución de un problema, sino en el hecho de poner
de relieve, con la mayor claridad posible, los dos aspectos de la cuestión.
Pero lo que le impide, ante todo, presentarse como juez disfrazado de los
herejes, es la actitud general mantenida a través de toda la obra. Lo
verdadaderamente nuevo se halla con facilidad en la franca exposición de la
pura razón de la fuerza, completamente ajena a los antiguos pensadores griegos
y que por primera vez se realiza en la experiencia política de su tiempo. El
hecho de que se contraponga a la moral corriente, al no/mw| di/kaion, como
una especie de ley natural o derecho de los fuertes, significa que se destaca
el principio de la fuerza como un remo aparte, regido por una legalidad
completamente distinta, sin que por ello suprima ni se subordine al nomos
tradicional. No hemos de considerar el descubrimiento de este problema en el
concepto del estado de su tiempo desde el punto de vista filosófico de Platón,
ni pensar que Tucídides hubiera debido estimar el afán de poderío del estado
con la norma de "idea del Bien". En las más altas elaboraciones
ideales de su obra, así como en el diálogo de los melios, se revela Tucídides
como discípulo de los sofistas. Pero al aplicar sus antinomias teóricas a la
exposición de la realidad histórica, aparece la realidad tan llena de
contradicciones y de conflictos que parece implicar ya las aporías de un
Platón.
Volvamos ahora
al desenvolvimiento real de la política de fuerza (362)
de los atenienses en la guerra. No conduciría a nada seguirla en todas sus
fluctuaciones. Basta considerarla en el momento crítico en que alcanza su punto
culminante, es decir, en la expedición contra Sicilia del año 415. En ella
hallamos indiscutiblemente no sólo la culminación del arte expositivo de
Tucídides, sino también el centro de su concepción política. Tucídides prepara
la empresa siciliana desde el primer libro. Se recomienda a los atenienses
procurarse la ayuda de la poderosa flota de Corcira antes del comienzo de la
guerra, porque quien tenga Corcira domina en la ruta de Sicilia.[15]
La primera intervención de los atenienses en Sicilia, con unos pocos navíos,
parece carecer de importancia. Sin embargo, poco después de ella (424) hace
Tucídides que Hermócrates, el gran estadista siracusano, convoque una
conferencia en Gela, para reconciliar a las ciudades sicilianas y unirlas bajo
la dirección de Siracusa, en previsión de una futura invasión por Atenas. Las
razones en que apoya su proposición son las mismas que dará más tarde en
Camarina o durante la guerra siciliana.[16]
No cabe duda que Tucídides añadió estos preliminares a su obra, cuando escribió
la campaña de Sicilia, al fin de la guerra. Hermócrates es para Tucídides el
único político previsor de Sicilia. Prevé el peligro desde lejos porque es
forzoso que venga. Los atenienses no pueden hacer otra cosa que extender su
dominio a Sicilia y nadie puede culparles si algún estado siciliano los invita
a intervenir. Este razonamiento de Hermócrates demuestra que, aun fuera de
Atenas, se ha aprendido a pensar de acuerdo con la política realista. Pero
aunque los siracusanos vieran, con razón, la seducción que había de representar
para los atenienses la aventura siciliana, muchas cosas habían de ocurrir antes
que los atenienses llegaran a considerarla como un fin inmediato.
Se suscita
realmente y es tomada seriamente en consideración en los años posteriores a la
paz de Nicias, inesperadamente favorable para Atenas. Apenas rehecha de la
guerra, recibe el ruego de Segesta de intervenir en Sicilia para ayudarla en su
guerra contra Selinonte. Es el momento más dramático de toda la obra de
Tucídides. Alcibíades, contra todas las razonables y reflexivas advertencias
del político Nicias, que defiende la paz, desarrolla su emocionante y ambicioso
plan de conquista de Sicilia y dominio de la Grecia entera y explica que la
expansión de un poderío como el ateniense no se puede "razonar".
Quien lo posee, sólo puede mantenerlo extendiéndolo cada vez más, puesto que
cualquier pausa representaría un peligro de ruina.[17]
Es preciso recordar ahora todo cuanto había sido dicho antes de la guerra sobre
la irresistible expansión del poderío ateniense, así como el carácter del
pueblo ateniense y su incansable y atrevido espíritu de empresa. En Alcibíades
se encarnan de un modo (363) genial estas cualidades de la raza entera. Esto
explica su poder de sugestión sobre la masa, a pesar de que fuera odiado por su
conducta rastrera y dominante en la vida privada. Tucídides ve en este
encadenamiento de circunstancias, en el hecho de que el único caudillo capaz
de conducir con mano segura al estado en semejante empresa fuera odiado y
envidiado por el pueblo, una de las causas fundamentales de la decadencia de
Atenas. No era posible llevar a buen término el plan de Alcibíades cuando aquel
que lo inspiraba y lo dirigía era desterrado desde el comienzo de la campaña.
El lector tiene la impresión de que este gran esfuerzo del poderío de Atenas,
que con la caída de la flota, del ejército y de los generales, conmovió al
estado en sus mismos fundamentos, es una peripecia amenazadora del destino,
aunque no determina todavía la catástrofe final.
La descripción
de la campaña de Sicilia ha sido considerada como una tragedia. Sin embargo, no
puede considerarse, en el sentido estético, como una historia análoga a las
que se escribieron en los tiempos helenísticos que, en deliberada competencia
con los efectos de la poesía, tratan de ocupar el lugar de la tragedia y mover
al lector a piedad y terror. Con mayor razón podría sostenerse que, cuando
Tucídides habla una vez de la hybris que inspira el optimista espíritu
de empresa de las grandes masas, piensa evidentemente en aventuras como la de
Sicilia.[18] Pero
incluso en este caso, le interesan menos los aspectos morales y religiosos de
la cuestión que el problema político. En ningún caso es posible pensar que la
desventura siciliana es algo así como un castigo divino por el poderío político
de Atenas, pues Tucídides se hallaba lo más lejos posible de pensar que la fuerza,
en sí misma, sea un mal. Desde su punto de vista, la empresa siciliana es peor
que un crimen; es un error político o, mejor, una cadena de errores políticos.
Como pensador político creía que la hybris, es decir, la inclinación a
confeccionar planes ilusorios sin fundamento en la realidad, es algo permanente
y esencial a la psique de la masa. Orientarla adecuadamente es cosa de los
caudillos. No reconoce una oscura necesidad histórica ni en el resultado de la
campaña siciliana ni en el resultado final de la guerra. Podemos imaginar un
tipo de pensamiento histórico absoluto que halle intolerable no ver en ello el
efecto de una necesidad, sino el resultado de un falso cálculo o el simple
juego del puro azar. Hegel ha censurado con palabras mordaces la crítica de un
tipo de historiadores que cree saber, después de los sucesos, dónde estuvo la
falta y piensa, naturalmente, que él lo hubiera hecho mejor. Hubiera acaso
dicho que el infeliz resultado de la guerra del Peloponeso no se debió a faltas
aisladas, sino a una profunda necesidad histórica, porque la generación de
Alcibíades, en la cual, lo mismo los caudillos que la masa, se hallaban
dominados por un individualismo que los sobrepasa, no (364)
se encontraba en condiciones espirituales ni materiales de dominar las
dificultades de la guerra. Tucídides es de otra opinión. En su calidad de
político, la guerra significa para él un problema determinado que se plantea a
su pensamiento. Para resolverlo se han cometido una serie de faltas
irreparables que considera sagazmente desde su alto observatorio crítico. Existe,
para él, una prognosis posterior a los hechos y cuya negación equivaldría a la
negación de toda política. Su tarea se hallaba facilitada por el hecho de que
no tomaba como medida el sentimiento de su mejor saber, sino que adoptaba el
del gran hombre de estado que tomó sobre sí la responsabilidad de la
declaración de la guerra y que Tucídides estaba firmemente convencido de que
hubiera sido capaz de conducirla a la victoria final, es decir, de Pericles.
Para Tucídides,
el resultado de la guerra dependía, sobre todo, de la dirección política y sólo
en segundo término de los jefes militares. Esto se muestra en el pasaje en
que, después del discurso en que Pericles consuela al pueblo desalentado por la
guerra y la peste y lo anima para una más amplia resistencia, contrapone este
gran caudillo previsor a todos los políticos posteriores de Atenas.[19]
En la paz y en la guerra mantuvo la seguridad del estado y lo condujo, por una
estrecha línea de moderación, entre los radicalismos extremos. Sólo él comprendió
rectamente el problema que se planteaba a Atenas en la guerra contra el
Peloponeso. Su política consistía en no empeñarse en ninguna gran empresa,
restaurar la flota, no tratar de extender el imperio durante la guerra y no
sobrecargar al estado de un riesgo innecesario, Sus sucesores, dice con acritud
Tucídides, hicieron exactamente lo contrario. Por ambición personal y afán de
riquezas hicieron grandes proyectos que nada tenían que ver con la guerra y
que si salían bien les hubieran reportado gloria, pero si fracasaban,
debilitaban al estado frente al adversario. ¡Quién no pensará en Alcibíades,
tan bien caracterizado en el debate sobre la campaña siciliana con su
circunspecto e incorruptible adversario Nicias! Precisamente este debate debe
mostrar al lector que no bastan una visión justa y un carácter honorable; de
lo contrario, Nicias, que Tucídides describe con cálida simpatía personal,
hubiera sido el caudillo innato. En realidad, Alcibíades lo superaba
ampliamente en las cualidades inherentes a un caudillo propiamente dicho, a
pesar de que llevaba al pueblo por caminos peligrosos y de que no hacía nada
sin pensar en sí mismo. Pero es el hombre capaz de "tener el pueblo en la
mano", como dice Tucídides en una ocasión posterior, al hacer el mayor
elogio de Alcibíades, en el momento en que amenaza la guerra civil.[20]
También al
caracterizar a Pericles se pone precisamente de relieve (365) su aptitud
para mantener su influencia sobre el pueblo y de "no dejarse
conducir".[21] Lo
que le hacía superior a Alcibíades y a todos los demás era su carácter
incorruptible por el dinero. Esto le daba la autoridad para decir la verdad al
pueblo y no hablarle nunca con palabras engañosas. Tenía siempre las riendas en
la mano: cuando la masa quería tirar de la cuerda sabía espantarla e
intimidarla, y cuando se deprimía o desesperaba sabía alentarla. Así Atenas,
bajo su mando, "sólo era una democracia de nombre; en realidad era el
dominio del hombre preeminente", la monarquía de la superior habilidad
política. Después de la muerte de Pericles no volvió ya Atenas a poseer
semejante caudillo. Todos sus sucesores trataron de ser, como él, el primero.
Pero nadie alcanzó aquel influjo predominante sin adular a la masa y entregarse
a sus pasiones. A falta de un hombre de este tipo, que, a pesar de la forma
democrática del estado, supiera eliminar el influjo del pueblo y de sus
instintos y gobernar regiamente, fracasó, según Tucídides, la guerra de
Sicilia. Aparte el hecho de que Pericles no la hubiera jamás emprendido, porque
se oponía directamente a su política defensiva. Porque la fuerza de Atenas era
suficiente —y en esto Alcibíades no se equivocaba— para destruir el poderío de
Siracusa, si las pasiones de partido, en el interior del estado, no hubieran
llevado consigo la caída del genial caudillo. A pesar de la pérdida de la
guerra de Sicilia, Atenas se mantuvo todavía durante diez años, hasta que,
debilitada por las continuas disensiones interiores, no pudo, al fin, resistir
más. Bajo la dirección de Pericles —ésta es textualmente la quintaesencia de la
exposición de Tucídides— Atenas hubiera vencido fácilmente en la guerra.
La imagen de
Pericles, que con tanta claridad aparece en su comparación con los políticos
posteriores, es algo más que el retrato de una personalidad admirada. Todos los
demás se enfrentaron con la misma tarea de conducir el estado en la dura lucha
por la existencia. Sólo Pericles estaba a la altura de ella. Nada más alejado
de la intención de Tucídides que ofrecernos su individualidad humana contingente,
tal como lo hizo la comedia, por lo menos en caricatura. Su Pericles es la
figura ejemplar del caudillo y del verdadero hombre de estado, con los rasgos
estrictamente limitados a lo que constituye la esencia del político. El hecho
de que esto aparezca especialmente claro para nosotros en los últimos estadios
de la guerra, en la estimación resumida que hace Tucídides la última vez que
aparece Pericles en su obra, muestra de modo suficiente que es también el
camino a través del cual el historiador ha llegado a su propia interpretación.
El Pericles de Tucídides es visto desde la distancia que permite apreciar su
grandeza. No es fácil determinar si el programa político que le atribuye fue
formulado en todos sus puntos por Pericles o si, por ejemplo, la limitación de
la expansión territorial durante la guerra es una fórmula que ha establecido
Tucídides mediante la comparación (366) de la
política opuesta de sus sucesores con la conducta efectiva de Pericles. Parece,
sin embargo, que sólo la consideración retrospectiva de Tucídides al fin de la
guerra podía permitirle darnos las características definitivas de la sabiduría
política de Pericles mediante la comprobación de lo que, en oposición a sus
sucesores, no hizo jamás. Lo mismo puede decirse del notable elogio que hace de
Pericles porque no acepta dinero ni hace cosa alguna en provecho propio. Verdad
es que Tucídides ya en el discurso pronunciado en la declaración de la guerra
pone en boca de Pericles estas palabras: "Ninguna anexión. ¡Ningún riesgo
innecesario!" Pero precisamente en este lugar resuena la voz del
historiador que ha visto ya el resultado de la guerra, al pronunciar estas
palabras: "Temo más nuestras propias faltas que los golpes de nuestros
enemigos." Cuando afirma que la seguridad de la política de Pericles se
funda en la seguridad de su posición interior, piensa, sin duda, en la insegura
posición de Alcibíades. El defecto de su autoridad en el momento decisivo en
que iba a abrir el camino para grandes éxitos en la política exterior llevó a
Tucídides, que consideraba ya la política exterior como más importante que la
interior, a reconocer la enorme importancia de un gobierno interno del antiguo
tipo sólido propugnado por Solón, aun para dirigir con éxito una guerra.
A esta pintura
de Pericles, como el verdadero hombre de estado, que hemos sacado de su
caracterización final, pertenecen también sus discursos. El primero desarrolla
el programa político de la guerra. El último muestra cómo el caudillo, aun en
las circunstancias más difíciles, mantiene al pueblo en sus manos.[22]
La estrecha conexión de ambos discursos con el resumen final nos permite llegar
a la conclusión de que la imagen de Pericles en su totalidad, incluso la de
los discursos, es una creación unitaria de los últimos tiempos de Tucídides.
Ello es reconocido generalmente por lo que se refiere al tercero y gran
discurso, la oración fúnebre a los atenienses caídos en el primer año de
guerra.[23]
Esta oración fúnebre es, más que cualquier otra de Tucídides, una libre
creación del historiador. Ha sido interpretada como la oración fúnebre de
Tucídides a la gloriosa Atenas antigua. Ello es perfectamente justo porque
precisamente la muerte tiene el poder de manifestar en su pura apariencia la
idea de lo desaparecido. En las oraciones fúnebres tradicionales de Atenas a
los héroes caídos, era costumbre ofrecer una brillante semblanza de su valor.
Tucídides prescinde de esto y traza un cuadro ideal del estado ateniense en su
totalidad. Sólo podía ponerlo en boca de Pericles, puesto que éste era el único
hombre de estado de altura suficiente para alcanzar a conocer el espíritu y el
genio de aquel estado. En tiempo de Pericles, la política está en camino de
convertirse en un dominio de los arribistas y los virtuosos, seducidos por la
caza de (367) la fuerza y
del éxito. En esto consiste precisamente, para Tucídides, la grandeza de
Pericles y lo que lo pone por encima de Cleón y aun de Alcibíades: llevaba en
sí un ideal del estado y del hombre, cuya realización daba un sentido a su
lucha. Ninguna reproducción puede rivalizar con la maestría con que Tucídides
resuelve la difícil tarea. Prescinde de todas las trivialidades de la
elocuencia habitual y nos ofrece, en su grandiosa sobriedad, la imagen del
estado ateniense con toda la energía de su política imperial y con la
indescriptible plenitud de su espiritualidad y de su vida.
Para Tucídides,
que conocía perfectamente el desarrollo del estado moderno, debieron aparecer
claramente las complicaciones de la estructura social que no podía presentir
el ideal político de los mayores, la eunomía de Solón y la isonomía de
Clístenes, creado en tiempos más sencillos y todavía venerado en los días
actuales. Hasta entonces no había un lenguaje adecuado para expresar la esencia
del nuevo estado. Pero Tucídides, acostumbrado a ver la dinámica de las relaciones
de estado a estado como una lucha de oposiciones naturales y necesarias,
descubre con la misma agudeza que la estructura interna de la vida de Atenas se
rige por el mismo principio. Basta para probarlo su intelección de la esencia
de la politeia ateniense, que considera algo original, no copiado de
modelo alguno, pero que acaso deba ser imitada por otros estados. Aquí se halla
ya esbozada la teoría filosófica posterior de la constitución mixta, como la
mejor entre todas las formas del estado. La "democracia" ateniense no
es, para él, la realización de aquella igualdad exterior y mecánica que algunos
alaban como la culminación de la justicia y otros condenan como la mayor de las
injusticias. Esto se ha manifestado ya en la definición de la posición de
Pericles como el "hombre preeminente" que gobierna realmente el
estado. La frase suelta según la cual bajo su gobierno era Atenas "una
democracia sólo de nombre" toma, en la oración fúnebre y en boca del
"hombre preeminente", la forma de una doctrina general. Aunque en
Atenas todos sean iguales ante la ley, en la vida política gobierna la
aristocracia de la destreza. Esto implica que el individuo preeminente debe ser
reconocido como el primero y, por tanto, como gobernante libre. Esta concepción
supone que la actividad de cada individuo tiene un valor para la totalidad.
Pero —como reconoce incluso en la obra de Tucídides el demagogo radical
Cleón—, el pueblo como tal no puede ejercer el gobierno de un imperio tan
grande y tan difícil de dirigir. Así, en la Atenas de Pericles, se halla
satisfactoriamente resuelto el problema de las relaciones entre la
individualidad preeminente con la sociedad política, tan difícil en un estado
de libertad y de igualdad, es decir, donde gobierna la masa.
La historia ha
enseñado que esta solución depende de la existencia de un individuo genial, lo
cual ocurre tan raramente en la democracia como en cualquier otra forma de
gobierno, y que ni aun la democracia (368) tiene
seguridad alguna contra el peligro de carecer de caudillos. A un conductor
como Pericles la democracia de Atenas ofrecía infinitas posibilidades de
aprovechar las iniciativas de los ciudadanos, que en tanto estima, y de
ponerlas en juego como fuerzas políticas activas. La tiranía de los siglos
siguientes ha fracasado por no haber acertado a hallar nuevos procedimientos
para resolver este problema fuera de los que el estado democrático ofrecía a
Pericles. La tiranía de Dionisio de Siracusa no acertó a incorporar a los
ciudadanos a la vida del estado, de tal modo que, como lo reclamaba Pericles,
pudieran dividir su vida entre las dos esferas de su profesión y sus deberes
políticos. Ello no era posible sin una cierta medida de activo interés y una
verdadera comprensión de la vida del estado.
La politeia en
el sentido griego no significa sólo, como en el moderno, la constitución del
estado, sino la vida entera de la polis, en tanto que se halla
determinada por ella. Y aun cuando en Atenas no existía, como en Esparta, una
disciplina que regulara el curso entero de la vida cotidiana de los ciudadanos,
el influjo de la polis, como espíritu universal, penetra profundamente
en la orientación entera de la vida humana. El hecho de que en el griego
moderno politeuma equivalga a educación o cultura, es un último efecto
de esta antigua unidad de vida. De ahí que la imagen de Pericles de la politeia
ateniense comprenda el contenido entero de la vida privada y pública:
economía, moralidad, cultura, educación. Sólo en esta plenitud concreta
alcanza color y forma la idea del estado como poder. Su raíz se halla en la
imagen de la politeia tal como Pericles la concibió. Sería incompleta
sin este contenido viviente. La fuerza, tal como la concibe Tucídides, no es en
modo alguno la simple pleonexia mecánica y sin espíritu. El carácter
sintético del espíritu ático, que informa todas sus manifestaciones literarias,
artísticas, filosóficas y morales, reaparece en su forma constructiva en la
creación del estado de Pericles. Es un puente entre la rígida estructura del
campamento espartano y el principio jónico de la libre actividad económica y espiritual
de los individuos. Tucídides no concibe la nueva estructura del estado como
algo estático y en reposo, como la estructura legal de la antigua eunomia. Lo
mismo en el aspecto constitucional y político que en el económico y espiritual,
es el estado una especie de armonía de oposiciones naturales y necesarias,
análoga a la de Heráclito, y su existencia se funda en la tensión y el
equilibrio. En la imagen del estado que nos ofrece Pericles aparecen
idealmente, en el juego de su equilibrio conjunto, la producción nacional y la
participación en los productos del mundo entero, el trabajo y el recreo, las
labores y las fiestas, el espíritu y el ethos, la reflexión y la
energía.
Este carácter
de las normas, que expone el gran caudillo con la más alta majestad del
lenguaje, no ha de servir sólo para otorgar a los atenienses, en aquel momento
de su destino, plena conciencia de los altos valores por que luchan y
convertirlos en ardientes "amantes" (369)
de su patria. Tucídides concibe el estado, lo mismo en el aspecto espiritual
que en el de la política exterior, como un centro de amplia influencia
histórica. No lo considera sólo en si mismo, sino en fecunda relación
espiritual con el mundo en torno. "Para resumir todo lo dicho, denomino a
nuestra ciudad la alta escuela de la cultura de Hélade", th~j (Ella/doj pai/deusin.[24]
Con
este reconocimiento de la hegemonía espiritual de Atenas, digna del gran
historiador, aparece, por primera vez en su visión dinámica, el hecho y el
problema de la amplia influencia histórica de la cultura ática que adquiere,
precisamente en la época de Pericles, su mayor altura y aptitud, se impregna
de la más alta vitalidad y significación histórica. Llega a ser el compendio
del vigor más sublime que irradiara el espíritu de un pueblo y de un estado
sobre los demás pueblos, trazándoles el camino de su propia vida. No hay
justificación más alta de la ambición política de Atenas sobre el mundo
griego, sobre todo después de su fracaso, que la idea de la paideia. En
ella halla el espíritu griego su compensación más alta: la conciencia de su
propia eternidad.
[1] 1 Difiero del punto de vista de W. schadewaldt (Die Geschichtschreibung
des Thukydides, Berlín, 1929), que de acuerdo con E. schwartz (Das Geschichtswerk des
Thukydides, Bonn, 1919), sostiene que la arqueología es la parte más
antigua de Tucídides y trata de interpretar, a partir de ella, el espíritu del
Tucídides anterior, "el discípulo de los sofistas". Trataré de fundar
más detalladamente mi opinión en otro lugar.
[2] 2 eurípides,
frag. 910 N.
[3] 3 hesíodo,
Erga, 218.
[4] 4 Ver p. 161.
[5] 5 tucídides,
i, 138, 3.
[6] 6 tucídides,
i, 22, 1.
[7] 7 tucídides,
i, 23, 6.
[8] 8 I, 89-118.
[9] 9 I, 66-88.
[10] 10 No puedo mostrar esto aquí en detalle, pero
es importante determinar la fecha del
discurso de los corintios.
[11] 11 Cf. platón,
Menexeno, 235 D.
[12] 12 Cf. I, 77, 6. El pasaje sólo puede haber
sido escrito después del fin de la guerra. Su referencia a Pausanias es
evidentemente un paralelo con la política de fuerza de Lisandro.
[13] 13 I,23,6; v, 25,3.
[14] 14 v, 85-115.
[15] 15 I, 36, 2.
[16] 16 IV, 59; VI, 76.
[17] 17 VI, 18, 3.
[18] 18 II, 65, 9.
[19] 19 II, 65.
[20] 20 VIII, 86, 5. La kate/xein dh~mon es la antigua idea de Solón del caudillo, en el
sentido de la política interior. Cf. solón,
frags. 24, 22 y 25, 6.
[21] 21 II, 65, 8.
[22] 22 II, 60-64.
[23] 23 II, 35-46.
[24] 24 II, 41, 1.
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