domingo, 24 de diciembre de 2017

La cámara del tesoro (Heródoto de Halicarnaso)

Los cuentos de tradición oral poseen una “composición”, un arte combinatorio sin el cual sería imposible su transmisión a lo largo de generaciones. Uno de los mejores ejemplos de conservación oral de un cuento popular es el que Heródoto registró sobre el constructor de la Cámara del tesoro del rey Rampsínetos, nombre que quizás designa a Ramsés III. El arquitecto diseñó el edificio del tesoro de tal manera que pudiera removerse una de las enormes piedras. Antes de morir, reveló a sus hijos el secreto. Los jóvenes penetraron varias veces en la cámara del tesoro y el rey se dio cuenta de los robos; tendió una trampa con redes y uno de los hermanos cayó en ella; para no ser reconocido, pidió al otro que lo decapitara. El rey ordenó exhibir públicamente el cuerpo, pero mediante un ardid el otro hermano embriagó a los guardias y lo sustrajo. El rey tendió más trampas, pero el muchacho salió triunfante. Finalmente, el rey le reconoció su gran inteligencia, proclamó el perdón real y le concedió a su hija por esposa. Antes de Heródoto, algunos motivos episódicos de este relato eran conocidos, por supuesto, en la tradición oral griega. Pero esta “versión” fue fundamental para todas las adaptaciones que el relato experimentó en la Europa de la Edad Media y del Renacimiento, en escritos budísticos de los primeros siglos de nuestra era, en una colección de cuentos de la India del Siglo XII y en la tradición oral de Islandia, Europa, Asia central, Indonesia y Filipinas. El Index of tale types de Aarni-Thompson lo registra como cuento tipo 950.



I

EL MIEDO


Cuando Egipto figuraba a la cabeza de la civilización, estaba gobernado por unos reyes muy poderosos y autoritarios a quienes se daba el nombre faraones.
En la época de este cuento, el mandatario de la bella región del Nilo era Rampsinitus. Se trataba de un monarca afortunado como pocos, que en todas las guerras que había emprendido contra los vecinos hostiles había salido triunfante, regresando a Menfis, capital entonces de Egipto, con gran número de cautivos y un valioso botín que iba a engrosar su ya cuantioso tesoro. Y como se trataba de un hombre avariento que no gastaba ni la más pobre de las monedas acumuladas ni regalaba la más humilde de las joyas que llenaba sus colmadas arcas, llegó un día len que fue el más rico del mundo. Sin embargo, su única ambición era poseer cada vez mayores riquezas.
Como todo avariento poseedor de gran fortuna, Rampsinitus estaba dominado por el miedo. No tenía un solo instante de sosiego. De día y de noche, dormido y despierto, vivía temiendo que alguien le arrebatara las riquezas que había acumulado con morbosa fruición.
Aquello no podía seguir así. Por eso, y con el fin de disfrutar de la tranquilidad que hacía años había perdido y tanto necesitaba, llamó a un arquitecto y le ordenó que construyera una cámara en la que nadie pudiera entrar sin que él lo advirtiera rápidamente.
El hombre levantó una amplia construcción contigua a uno de los muros más seguros del palacio del faraón y de acuerdo con las indicaciones dadas por éste. Para que nadie pudiera violarla desde el exterior, trabó las piedras entre sí de tal manera, que ni el ladrón más astuto hubiera podido penetrar en la cámara.

II

LA PIEDRA GIRATORIA


Como hemos visto, para la construcción de la cámara del tesoro, el faraón había sabido elegir a un hábil arquitecto. Posiblemente más hábil de lo que el mismo faraón se imaginaba. Y decimos esto, porque, aunque Rampsinitus no se lo dijo, el constructor adivinó el destino de aquel edificio, y sabiendo que el dueño del mismo poseía el tesoro más valioso de la tierra y tal vez imaginado que a él no le vendría mal una pequeñísima parte de dicho tesoro, dispuso las piedras de una de las paredes exteriores de tal manera que resultaba fácil sacar una de ellas para quien estuviera al tanto del secreto. Todo consistía en oprimir en determinado sitio que él solo conocía. Haciéndolo así. La piedra giraba sin hacer el menor ruido y dejaba un boquete lo suficientemente grande como para que un hombre pudiera pasar por él. Y la combinación estaba tan bien hecha, que cuando la piedra se volvía a cerrar. Encajaba tan a la perfección con las demás, que por más atención que se pusiera al observar la pared palmo a palmo, nadie era capaz de notar diferencia alguna entre la piedra giratoria y las restantes.
Una vez terminada la cámara, el faraón, loco de contento, encerró en ella sus riquezas. Y, aunque el edificio era amplio y alto, tan amplio y tan alto como un salón de recepciones, se llenó, con arcones repletos de oro y plata, con tinajas desbordantes de piedra preciosas y con canastas llenas hasta el tope de los más variados y costosos objetos.
Rampsinitus iba todos los días a esa cámara, y allí pasaba largas horas embelesado en la contemplación de sus riquezas. Y cuando a la noche se retiraba a descansar, dormía por fin tranquilo. Sabía que su tesoro estaba bien guardado.
Aunque posiblemente, como ya hemos dicho, el arquitecto tenía el propósito de sustraer parte de las riquezas del rey, no lo hizo. Y no sabemos si no lo hizo por un prurito de honradez, o porque la muerte lo sorprendió antes de que pudiera llevar a cabo su plan tan hábilmente concebido. Sin embargo, antes de morir llamó a sus dos hijos, y les puso al tanto del secreto de la piedra giratoria, agregando que la había construído pensando en ellos, para que echaran mano de los tesoros del faraón cuando tuvieran necesidad.
Aunque al decirles esto invitaba a sus hijos al robo, no se crea que el arquitecto era un mal sujeto. Deben tener en cuenta los lectores que en aquella época y en aquel país, el robo no se consideraba un delito tan reprobable como se le considera hoy y como en realidad es.
El moribundo les dijo a sus hijos que se valieran de las riquezas del faraón en caso de necesidad, pero los muchachos, que se llamaban Hofra y Senu, no lo hicieron así, sino que poco después de dar sepultura a su padre, realizaron una incursión en la cámara del tesoro real y, ante los cofres y las tinajas, metieron la mano hasta el codo, como vulgarmente se dice.

III

LA TRAMPA

Rampsinitus estaba hondamente preocupado. Y no era para menos. Acababa de revisar sus riquezas, y había observado que uno de los arcones que antes estaba repleto de pesadas monedas de oro aparecía ahora poco menos que vacío. Además, una tinaja, que recordaba haber visto llena hasta desbordar de collares de perlas del más puro oriente y de anillos y diademas cuajados de piedras preciosas, no ofrecía ahora ni una décima parte de su contenido. Revisó detenidamente los sellos de la puerta y vió que estaban intactos. Nadie, pues, había entrado. Sin embargo...
Para convencerse del todo, aquella misma tarde hizo otra visita a la cámara y vió que una urna que había contenido una buena cantidad de alhajas aparecía ahora completamente vacía. Volvió a revisar la puerta, y comprobó que nadie había roto los sellos. Interrogó a los soldados que montaban permanentemente la guardia allí, y todos juraron que nadie se había ni siquiera acercado. Y como, salvo la entrada privada del faraón, que el personalmente cuidaba y cerraba con siete llaves, no había otra puerta que la que custodiaban los guardias, y en ésta los sellos permanecían intactos, Rampsinitus no se explicaba cómo se habían producido los robos. Y como éstos se repetían, su preocupación era enorme.
Al día siguiente, ante la evidencia de una nueva sustracción, no aguantó más: llamó a su primer consejero y le dijo:
-Sabes que tengo un tesoro.
-Grande como ninguno –contestó el funcionario, que era un gran adulón.
-Y sabes también que para ese tesoro tengo una cámara.
-Invulnerable como ninguna.
-Eso creía yo hasta hace poco; pero desgraciadamente no es así.
-¿Acaso?...
-Sí. Los ladrones han penetrado varias veces en ella y se han llevado monedas y joyas de gran belleza y valor.
Fue tan inesperada aquella revelación, que Ramenca, que así se llamaba el primer consejero, se quedó perplejo y sólo atinó a decir:
-Eso es imposible, señor.
-Supongo –exclamó el faraón, con grave tono -que no insinuarás que yo miento.
-De ninguna manera, señor –se apresuró a decir el funcionario, para atenuar la mala impresión que su desatinada exclamación había producido en el rey.
-Sabemos que hay ladrones –continuó Rampsinitus-, pero también sabemos que no son ladrones vulgares. Se han llevado las riquezas sin dejar el menor rastro. Los sellos de la puerta están intactos, y los soldados de la guardia juran no haber visto a nadie.
-Realmente, son unos malhechores extraordinarios, gran señor.
-Pero contra malhechores extraordinarios, hay que disponer de extraordinarios recursos. Mandaremos construir una trampa.
-¡Eso es! Una trampa dispuesta de tal manera que en cuanto el ladrón meta la mano en un arcón o una tinaja, se vea fuertemente agarrado.
-No. ¿Acaso ignoras la fábula del zorro y la trampa?
-No la recuerdo, señor.
-Pues escucha y tenla presente cuando encargues el aparato para atrapar al ladrón de mi tesoro... Había una vez un zorro que quedó agarrado en una trampa por la cola. El astuto animal sabía que, si seguía allí, el dueño de la trampa, tan pronto llegara, le daría muerte. ¿Qué hizo entonces el zorro?. Aunque estaba muy orgulloso de su cola, se la cortó con los dientes y dejándola en la trampa, quedó libre. Hay que procurar, pues, que el ladrón no pueda cortarse la mano y salvar el cuerpo. Imagina, entonces, una trampa dispuesta de tal manera que cuando el malhechor toque lo que va a robar, quede agarrado por los brazos, las piernas y la cintura.
-Vuestras órdenes serán cumplidas señor –dijo el primer consejero.
Y, después de hacer una profunda reverencia, se retiro del aposento real.

IV

AGARRADO

Como las riquezas las obtenían con tanta facilidad, Hofra y Senu las gastaban a manos llenas y sin provecho alguno. De manera que apenas les duraba un par de meses aquello con lo que una familia hubiera vivido durante más de cincuenta años sin penurias.
Por eso ahora encontramos a los dos hermanos planeando otra visita a la cámara del tesoro del riquísimo faraón.
-Hoy tendremos noche sin luna –dijo Hofra-. Por lo tanto, podremos acercarnos a la pared de la piedra giratoria sin que nadie nos vea.
-Me parece bien –contestó Senu-. Y a ver si cargamos con algo que nos dure más que lo que llevamos últimamente.
Inmediatamente se pusieron a hacer los preparativos, y en cuanto llegó la medianoche se encaminaron al palacio del faraón en uno de cuyos costados se levantaba la cámara del tesoro.
Se acercaron con toda cautela al muro cuyo secreto conocían sólo ellos, y después de convencerse de que nadie los había visto, buscaron a tientas la piedra giratoria. Hofra, que era el que iba a entrar, Mientras Senu, quedaría de guardia afuera, oprimió el muelle secreto, y la piedra, después de girar como si lo hicieran sobre unas bisagras le dejó expedita la entrada.
Una vez dentro, el muchacho volvió a cerrar, para evitar una sorpresa, y después de encender una yesca, prendió una lámpara que llevaba consigo. A la débil y vacilante luz, observó las riquezas que tenían a su alrededor, sin decidirse por ninguna, pues no sabía cuál valía más. Por fin se dirigió a una de las tinajas que estaba llena de rubíes y esmeraldas, pero apenas había metido la mano en su interior, se sintió agarrado por los brazos, las piernas y el cuerpo, de tal manera que por más esfuerzos que hizo no pudo soltarse ni hacerse el menor movimiento. Se diría que tres hombres hercúleos, lo sujetan fuertemente.
Forcejó un rato y se ensangrentó la muñeca tobillos. Tan fuerte era la trampa y tan ingeniosamente construída estaba, que el ladrón agarrado no pudo conseguir cosa alguna.
Exhausto y dolorido, descansó un rato y se puso a reflexionar. Si no se soltaba, podía darse por perdido. Ni él ni su hermano tenían las herramientas que hacían falta para romper aquel aparato. Y allí lo iba a encontrar el faraón.
En un rapto de desesperación forcejó con todas sus fuerzas, y no consiguió otra cosa que los anillos que le sujetaban las muñecas le penetran en la carne y le abrieran las arterias. La sangre le manaba en abundancia.
Comprendiendo que iba a morir, se arrimó al muro y llamó a su hermano.

V
LA TRAGEDIA

Al oír la voz de Hofra, contestó Senu:
-¿Qué quieres?... ¿Qué te pasa?
-Ven en seguida –exclamó con desfallecido acento moribundo-, Empuja el resorte y entra. Me muero, hermano me muerto...
Comprendiendo que algo grave le había ocurrido a Hogra, Senu hizo girar la piedra, entró en la cámara y volvió a cerrar. Se aproximó a su hermano y se quedó mudo de terror al ver la situación en que se encontraba.
-He quedado agarrado en una trampa –dijo aquél-. Voy a morir y debo resignarme. Pero no hay necesidad de que los dos seamos castigados y que la vergüenza caiga también sobre nuestra pobre madre. Apenas amanezca llegarán el rey y los guardias, y al reconocerme sabrán que tú eres el otro ladrón. Por lo tanto, una vez que me haya muerto, que será dentro de poco, me cortarás la cabeza y la llevarás a casa. De esa manera no sabrán a quien pertenece el cuerpo del ladrón.
Una vez que Hofra se hubo desangrado, y seguro de que ya no sufriría, Senu le cortó la cabeza y abandonó horrorizado aquel espantoso lugar. Cerró con todo cuidado la piedra giratoria y regresó a su casa llevando consigo el despojo de su hermano, que puso en una urna y enterró en un rincón del jardín.

VI

LA ASTUCIA DEL FARAÓN

Aquella noche Rampsinitus había dormido muy mal. Hacía muchos días que estaban puestas las ingeniosas trampas en todos los cofres, tinajas y canastos del tesoro, y el ladrón no había sido atrapado. ¿Es que se valía de otros medios para burlar de nuevo al dueño de las riquezas?
En cuanto amaneció se levantó y se dirigió a la cámara. La escasa luz que se filtraba por las pequeñas ventanas abiertas a una altura conveniente le permitió ver el cuerpo de un hombre agarrado en una de las trampas. En el primer momento no se dio cuenta de que se trataba de un decapitado. Y atribuyó su falta de movimiento a que se había quedado desmayado de la impresión y el horrible dolor.
Considerando que al fin iba a dar con los hilos de la trama y agarrar a todos los cómplices del ladrón, si los tenía y tomar venganza en todos ellos por el delito cometido, se acercó sonriendo al cuerpo exánime. Sólo cuando estuvo junto a él vió, horrorizado y sorprendido a la vez, que no tenía cabeza.
Su contrariedad creció de punto al comprender que existía por lo menos un cómplice del ladrón que logró quitar al cadáver el único medio de identidad y, lo que era peor para el faraón, había salido por un lugar que él no acertaba a descubrir en modo alguno.
Revisó cuidadosamente todas las paredes, inspeccionó el piso, miró detenidamente el techo, fue a ver los sellos de la puerta, que encontró intactos, y finalmente ordenó que revolviera todo lo que contenía la cámara, para ver si aparecía la entrada secreta. Todo fue inútil. No se encontró la menor celan.
-¡Eso ya es insoportable! –le dijo el rey a su primer consejero-. No hay duda que el ladrón tenía un cómplice.
-O varios –Contestó el funcionario.
-Bueno. Sean uno o varios, hay que agarrarlos.
-Nos sé cómo...
-. Yo sí lo sé. Harás colgar el cadáver en una de las paredes exteriores del palacio.
-En seguida, señor.
-No te apresures, que eso no es todo. Además de hacer colgar el cadáver, dispondrás la guardia de manera que pueda observar bien la cara de todos los que pasen.
-En seguida, señor.
-¡Un momento, que todavía hay más! Darás también orden a los soldados de que detengan a quienes lloren o se quejen o demuestren la menor aflicción ante le cadáver. Inmediatamente, el que haya hecho esa clase de demostraciones debe ser traído a mi presencia.
Con esta medida el faraón dio muestras de gran astucia, pues los antiguos egipcios creían que para lograr la vida en la eternidad los cadáveres debían ser embalsamados y enterrados completos y con toda clase de ceremonias. Rampsinitus esperaba que si sus deudos no iban a reclamar el cadáver por temor a verse comprometidos en los robos del tesoro, por lo menos irían a verlo y no podrían dejar de expresar su dolor.

VII

EL FALSO MERCADER

Cuando la madre de los muchachos se enteró de la muerte de su hijo mayor y de que su cadáver estaba expuesto vergonzosamente al público a merced de las aves de rapiña, lloró con la desesperación que es de imaginar y recriminó al menor de sus hijos su comportamiento. Este se defendió como pudo, pero la afligida mujer no quiso oír razón alguna y ordenó a Senu:
-Ahora mismo sales y me traes el cadáver de tu hermano. No puedo permitir que se condene para siempre, por no poderle dar digna sepultura.
-Es imposible, madre –replicó el muchacho-.
Comprenderás que...
-Yo no comprendo nada. O me traes el cadáver de mi hijo, o voy a pedírselo al faraón, informándole de paso de lo que has hecho.
-¿Qué conseguirás con eso, madre mía? Perder a tus dos únicos hijos, en lugar de haber perdido a uno solo. Además el cadáver está custodiado día y noche y los soldados observan a quienes lo contemplan.
Todos los razonamientos de Senu fueron en vano. La afligida madre no quiso ni escucharlo. De manera que el muchacho terminó por disponerse a complacerla. ¿Cómo? No lo sabía en el primer momento, pero a fuerza de reflexionar dio al fin con la manera.
Comprobó media docena de burros los cargó con pellejos de vino. Cuando llegó la noche se disfrazó de mercader y salió de su casa, tomando, detrás de la recua, el camino del palacio del faraón.
No tardó en llegar al punto donde estaba expuesto el cadáver de su hermano. Entonces, procurando que los soldados que montaban la guardia no lo advirtieran, se acercó a uno de los asnos y desató la boca de los dos pellejos que cargaba.
Inmediatamente empezó a derramarse el vino por el suelo. El muchacho se hizo el sorprendido y, golpeándose la cabeza y el pecho con los puños cerrados, se lamentó de su mala suerte.

VIII

EL PODER DEL VINO

Los soldados, tan pronto vieron que se estaba perdiendo lastimosamente el vino, fueron en busca de recipientes y empezaron a recogerlo y beberlo, sin consideración de ninguna especie parea el damnificado.
-¡Sinvergüenzas! –gritó Senu, con fingida cólera-. ¿Cómo os atrevéis a aprovecharos de la desgracia de un pobre mercader? ¡Ojalá toméis una borrachera que os haga reventar! ¡Aprovechadores! ¡Pillos! ¡Granujas! Voy a quejarme al mismísimo faraón.
-No grites tanto –le dijo uno de los guardias-. ¿Pretendías, acaso, que dejáramos desperdiciar un vino tan rico como este? Somos tontos pero no tanto.
-¡Sois unos ladrones! ¡Unos canallas! ¡Unos infames de lo peor!
-Por lo visto, el solo olor del vino te ha hecho perder la cabeza. ¿No te das cuenta que no te hemos quitado nada que hubieras podido aprovechar? Tranquilízate, y te ayudaremos a arreglar la carga de tus burros, para que el caso no se repita.
El falso mercader fingió que las sensatas y tranquilas palabras del soldado lo serenaba y, cambiando de tono, empezó a charlar cordialmente con los guardias y hasta celebró algunas de sus ocurrencias.
No desdeñó tampoco unos tragos de su vino que le alcanzaron, y así, riendo y bebiendo, terminaron por hacerse amigos, sentimiento que el muchacho ofreció sellar con el contenido de un pellejo entero que obsequió a los soldados. Estos no se hicieron rogar, y pronto dieron cuenta de buena parte del vino.
Al fin todos estaban ebrios, con excepción de Sensu, que disimuladamente había ido tirando licor a medida que se lo servían. Sin embargo, fingió encontrarse tan borracho como el más perdido de los guardias. Estos estaban tendidos a lo largo del muro del palacio del faraón. Cuando el falso mercader comprobó que ni uno solo había quedado despierto, descolgó el cadáver de su hermano, lo cargó sobre uno de los asnos y lo llevó a su casa para entregárselo a su madre, quien le dio digna sepultura junto con la cabeza que le faltaba.
Y desde entonces reinó la paz en el alma de la buena mujer.

IX
ASTUCIA CONTRA ASTUCIA

Grande fue la cólera del Rampsinitus al comprobar que nuevamente había fracasado en su intento de dar con el ladrón de su valioso y querido tesoro.
-Pero no cejó en mi empeño –le dijo a su primer consejero, que aguantaba temblando el chaparrón de insultos y recriminaciones que le caían con violencia.
-Echaremos mano de toda la fuerza –se atrevió al fin de decir Romanca-. No hay como la fuerza, señor. Si lo sabré yo...
-¡Nada de fuerza! –gritó el faraón-. Con un hombre tan astuto como ese ladrón hay que emplear su propia arma: la astucia. ¿lo oíste bien? ¡La astucia!
-Me parece bien, señor.
-Todo le parece bien, pero no haces nada. Afortunadamente, yo pienso para los dos, aunque tú cobres por lo que no piensas. Esta vez nos valdremos de mi hija para atrapar al huidizo delincuente.
-¡Cómo! ¿vais a exponer a la bella princesa, gran señor....?
-No hay riesgo ninguno. Sabes que soy un buen padre y que por nada del mundo permitiría que mi hija sufriera ningún daño. Esto debías haberlo supuesto, idiota.
-¿Qué habrá que hacer, entonces? Vos mandáis, señor...
-Harás anunciar por medio de pregoneros que daré en matrimonio a la princesa al hombre que se presente a ella y en secreto le revele una fechoría para cometer la cual haya sido necesario emplear astucia. El autor de relato que la princesa considere más interesante, será el favorecido. Fíjate bien en lo que he dicho, imbécil: será el favorecido.
-¿Y lo será, en verdad, gran señor? Porque yo creo que...
-No, tonto. En cuanto ella vea que está en presencia del ladrón, hará una señal y la guardia caerá sobre él. ¿Entendéis ahora? ¿Te vas dando cuenta, grandísimo estúpido
Las cosas se hicieron tal como el faraón las había dispuesto.
Tan pronto Senu oyó al pregonero se dio cuenta que el rey se proponía atraparlo, pero, como era tan temerario como astuto, decidió aceptar el reto. A la viveza del soberano opondría la suya, que también era una viveza soberana.
El día indicado para el singular torneo, el muchacho se presentó en el palacio del faraón envuelto en su largo manto. Al llegarle el turno, penetró en el salón donde la princesa lo aguardaba. Se acercó respetuosamente, y cuando ella le preguntó que cosa extraordinaria podría contar que revelara gran astucia, le refirió lo que le había pasado en la cámara del tesoro con su hermano y de qué medios se había valido para apoderarse del cadáver de éste y cómo había devuelto la tranquilidad a su madre llevándole los despojos.
Los guardias que desde las habitaciones contiguas veían y escuchaban lo que ocurría en el salón; al enterarse del extraordinario relato de Senu, se prepararon para caer sobre él a la primera señal de la princesa. Por eso, en cuanto ésta tuvo la certeza de que el joven era el ladrón que su padre andaba buscando, lo tomó del brazo y llamó a los guardias; pero se quedó muda de sorpresa y horror al ver que el hombre al cual tenía fuertemente asido escapaba velozmente. ¿Qué había ocurrido? Que el brazo que había agarrado la princesa no era el del muchacho, sino uno postizo que a propósito se había colocado el muy tunante bajo el mato.
En lugar de perseguir al fugitivo, los soldados tuvieron que atender a la joven, que se había desmayado, con lo que facilitaron la huída de aquél, que no tardó en perderse de vista.

X

PROMESAS CUMPLIDAS

Cuando el pueblo se enteró de lo ocurrido, ridiculizó al faraón, quien, convencido de que no podía luchar con un hombre de tanto ingenio como audacia, decidió otorgarle su perdón siempre que le revelara el secreto del cual se había valido para penetrar en la cámara del tesoro sin que nadie se llegara a enterar.
Al llegar la resolución real a conocimiento de Senu, éste se presentó al monarca con serenidad y ánimo bien dispuesto.
-¿No temes mi castigo? –le preguntó Rampsinitus.
-No, puesto que me habéis perdonado, y el faraón jamás falta a su palabra, pues es el más justiciero de los reyes.
-Eres tan astuto como valiente y sensato. Cumpliré mi palabra, pero tú me revelarás el secreto que tanto me interesa, me refiero al secreto para penetrar en mi tesoro.
-Lo haré siempre que vos cumpláis con la otra palabra: la de conceder la mano de vuestra hija a la persona que le relatara la aventura más portentosa. De otra manera no me consideraré obligado, ya que hablo con el más justiciero de los reyes.
-Cumpliré también con esta palabra, si estás arrepentido de tus delitos. Como comprenderás no puedo casar a mi hija la bella princesa, con un ladrón.
-Arrepentido estoy, señor, y prometo devolveros con mi trabajo las riquezas que tan astutamente os quité.
Ambos cumplieron lo prometido. El faraón dejó que Senu se casara con su hija, la joven y fue un auxiliar tan valioso para Rampsinitus, que éste aseguraba que le había devuelto con creces el valor de lo robado en la cámara del tesoro.


FIN

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