miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Capítulo 35 Ciro, Lisandro y la caída de Alcibíades (408-406)

La victoria en el Helesponto hizo posible que los atenienses pudieran prestar atención al teatro de operaciones en Jonia y en el mar Egeo, en la que muy bien podía ser considerada como la última fase de una guerra victoriosa. Tras la gloriosa marcha a Eleusis, la Asamblea decidió colocar una fuerza de cien trirremes, mil quinientos hoplitas y ciento cincuenta jinetes bajo el mando de Alcibíades. Los otros generales eran Aristócrates, Adimanto y Conón, todos ellos escogidos por él. En octubre, se encargaron de dirigir esta poderosa fuerza de combate al Egeo con el objeto de recuperar las zonas que todavía estaban en manos del enemigo. Esos territorios incluían ciudades jonias estratégicas como Mileto y Éfeso, e islas tan importantes como Quíos, sin olvidar las estratégicamente emplazadas Andros y Tenos. Al perseguir ese objetivo, podían restaurar el Imperio, incrementar los ingresos esenciales para Atenas y, quizás, aplastar a la flota espartana, así como convencer a Persia para que se retirara de la guerra. Sin embargo, durante los meses en que Atenas estuvo inactiva, los espartanos habían estado muy ocupados reconstruyendo su flota, lo que elevó el número de sus barcos a setenta trirremes. No menos significativo fue el cambio en el liderazgo del enemigo. El rey Darío había revocado el mando de Tisafernes, completamente desacreditado por su ruptura con los espartanos y por el aparente fracaso de su política, y lo había reemplazado por su hijo más joven, Ciro, concediendo a Tisafernes la pequeña provincia de Caria. Ésta fue una notable decisión, ya que Ciro no había cumplido todavía los diecisiete años, y sin embargo existían otros candidatos para ese puesto que contaban con más experiencia, incluido su propio hermano mayor. Aun así, fue al inexperto adolescente al que el Gran Rey envió a Sardes con el título de káranos (señor o gobernador) de la satrapía de la Anatolia occidental, asignándole el control de Lidia, Frigia mayor y Capadocia, además del mando de Jonia. Darío hizo este sorprendente nombramiento por influencia de su esposa, Parisatis, a la que disgustaba su hijo mayor, Arsaces.
El joven príncipe Ciro y su madre pretendían ganar la sucesión al trono de Persia en detrimento de Arsaces. En una fecha tan temprana como el 406, Ciro demostró su arrogancia y ambición ordenando la ejecución de dos de sus primos reales, simplemente porque no le habían mostrado la deferencia debida al Gran Rey. Sin embargo, incluso con la ayuda de su madre, Ciro tenía un difícil camino por delante si quería conseguir el trono. Contaba con poderosos enemigos en Persia, sin olvidar a los atenienses, nuevamente dignos de consideración, con los que debería enfrentarse. Necesitaba encontrar ayuda efectiva para ganar su guerra por la sucesión cuando llegara el momento oportuno.
Su prioridad era la derrota de los atenienses, si bien esto sólo podía ser conseguido contando con los espartanos y sus aliados, que parecían incapaces de ganar en el mar, con independencia de cuántos barcos o de cuánto apoyo financiero recibieran de Persia. La victoria requería de un jefe naval de una calidad que los espartanos nunca habían producido. Ciro también tenía que conseguir apoyo militar en Esparta para sus ambiciones personales, lo que parecía una tarea realmente difícil, si tenemos en cuenta que espartanos y persas mantenían intereses enfrentados. El joven príncipe persa no podía esperar que los reyes espartanos, los Éforos, la Gerusía y la Asamblea utilizaran su poder para colocarle en el trono persa, aunque obrando así pudieran ganar la guerra. Por consiguiente, necesitaba hacerse con una facción o con un particular de extraordinario talento militar que tuviera razones para cooperar con él, y también la autoridad de traer consigo a Esparta. Por un increíble golpe de buena suerte, ese hombre estaba esperando a que Ciro hiciera su viaje a Sardes en el verano del 407.
LA APARICIÓN DE LISANDRO

El nuevo navarca espartano en el 407 era Lisandro, un mothax, el hijo de un padre espartiata y una madre ilota, o posiblemente de un espartano empobrecido que había perdido su estatus. En cualquier caso, Lisandro habría sido colocado como el compañero para su hijo por algún espartiata de suficientes medios, educado a la manera espartana, y seleccionado para la obtención de la plena ciudadanía por medio de la concesión —muy inusual— de una parcela de tierra.
El ascenso de una figura tan oscura a un alto mando militar requiere de una cierta explicación. El padre de Lisandro, aunque pobre, era de ascendencia noble, lo que hacía que el joven destacara entre sus compañeros. Sin embargo, más adelante, durante la guerra, los espartanos llegaron a nombrar a no menos de tres motaces a la posición de navarca: Gilipo, el héroe de Siracusa, Lisandro y su sucesor, Calicrátidas. Durante toda la guerra, y hasta ese momento, los oficiales navales espartanos habían hecho un pobre papel frente a los atenienses. Pero ahora, cuando la guerra en el mar se convirtió en algo primordial, los espartanos estaban preparados para tomar las medidas que fueran necesarias para conseguir el éxito allí, incluso si para ello tenían que recurrir al nombramiento de hombres de talento que no pertenecieran al restringido círculo de los espartiatas para el supremo mando naval.
Sin duda, Lisandro había demostrado un talento superior para el combate, de lo cual no poseemos información, aunque su ascenso a una posición de importancia probablemente también fue debida a un poderoso patrocinio. Normalmente, a la edad de doce años los jóvenes espartiatas se ponían bajo la tutela de un hombre mayor, de entre veinte y treinta años, como mentor y amante. Los escritores antiguos tienden a insistir en el lado educativo, moral y espiritual de relación, pero no hay dudas sobre sus aspectos físicos también. Lisandro era el amante (erastés) del joven Agesilao, el hermanastro del rey Agis.
Estas conexiones podían tener también un significado político, ya que la relación entre un amante adulto y un adolescente eran muy cerradas, y con el paso de los años se crearía un vínculo muy fuerte entre ellos. Lisandro tuvo, más tarde, un papel destacado en la ascensión de Agesilao al trono de Esparta, y persuadiría al joven rey para que emprendiera una gran campaña contra Persia en el 396.
Lisandro pareció tener, igualmente, una buena relación con Agis, con el que compartía un deseo de reemplazar el Imperio ateniense por la hegemonía espartana, si bien muchos espartanos no pensaban así. Los dos hombres también colaboraron activamente en diseñar la estrategia espartana hacia el final de la guerra. Hay buenas motivos para apoyar la opinión común que coloca a Lisandro y Agis como asociados políticos, una vez que el primero hubo conseguido un cierto prestigio. Es fácil suponer que el joven Lisandro se benefició de esta asociación, ya que cultivó cuidadosamente sus relaciones personales con espartanos influyentes, mientras perseguía sus ambiciones políticas. «Por naturaleza, parece haber sido muy atento con los hombres poderosos, más allá de lo que era habitual en un espartiata, y también muy condescendiente con los excesos de autoridad en nombre del beneficio» (Plutarco, Lisandro, II, 1-3). Sin duda, destacó entre los espartanos por su espíritu competitivo y por su ambición.
Lisandro quería gloria, pero también lo empujaba su ambición de poder. Una tradición suficientemente creíble lo retrata en años posteriores intentando alterar la Constitución espartana para que se le permitiera convertirse en rey. Sin duda poseía tales ambiciones cuando se hizo cargo de su mando naval en el 407. La fuerza de sus aspiraciones personales requería que él demostrara sus cualidades únicas y que se hiciera indispensable para los espartanos, pero si sus intereses particulares llegaban a chocar con los del Estado, este último saldría perdiendo.
En la primavera del 407, Lisandro partió a través del Egeo en dirección a Jonia, acumulando barcos mientras él navegaba, de tal modo que cuando alcanzó el Asia Menor poseía una flota de setenta trirremes. Estableció su base no en Mileto, como los espartanos habían hecho anteriormente, sino más hacia el norte, en la ciudad de Éfeso. Las limitaciones de Mileto eran evidentes: su posición al sur de Samos significaba que cualquier flota espartana que se dirigiera a los estrechos podía ser interceptada por los atenienses. Éfeso, al norte de Samos, no tenía ese problema y, sin embargo, contaba con otras ventajas. Por ejemplo, estaba mucho más cerca de Sardes, la capital de aquella provincia persa. La ciudad había incorporado muchas características de Persia, y era agradable para los oficiales persas, a los que les gustaba ir allí, por lo que era el lugar idóneo para que Lisandro pudiera poner en práctica sus habilidades personales para influir en su aliado y financiador. Lisandro también encontró a la aristocracia de la ciudad «tanto amistosa hacia él, como celosa de la causa espartana» (Plutarco, Lisandro, III, 2).
A diferencia de sus predecesores, Lisandro entendió la necesidad de un puerto de un tamaño, condición, población y localización capaz de acoger a una gran flota y un ejército. Ya que Éfeso reunía todas estas condiciones, de inmediato se puso a la tarea de convertirla en un centro comercial y en un astillero importante. Sin embargo, conseguirlo requeriría de algún tiempo, y Lisandro se aprovechó de la ventaja de una conveniente demora de los atenienses para mejorar las técnicas peloponesias y su pericia en la guerra con trirremes. Pasaba el tiempo sin buscar batalla mientras se ocupaba de preparar su flota, construir su base y entrenar a sus tripulaciones. Todo lo que él necesitaba era el dinero para pagarlas, y la llegada de Ciro durante el verano resolvió ese problema.
El encuentro entre el ambicioso y joven príncipe y el no menos ambicioso oficial espartano fue una de esas raras conjunciones en la historia en la que los individuos involucrados en una acción tienen un papel decisivo en determinar el curso de los acontecimientos. Lisandro, el perfecto hombre para su tiempo, fue también práctico y muy hábil en el arte de ganarse la confianza de reales jóvenes y ambiciosos. Su maestría en el disimulo y el uso de subterfugios era proverbial; su estilo consistía en «engañar a los jóvenes con los dados y a los hombres con juramentos» (Plutarco, Lisandro, VIII, 4). Lisandro era el único entre los espartanos que podía entenderse con Ciro y conseguir el apoyo necesario para la victoria.
LA COLABORACIÓN DE CIRO Y LISANDRO

Los dos líderes se llevaron espléndidamente bien desde el principio. Lisandro echó las culpas de anteriores fracasos y malos entendidos a Tisafernes, un enconado enemigo de Parisatis, y pidió al príncipe que cambiara la política persa y apoyara a los espartanos plenamente contra el enemigo común. Ciro contestó que él tenía la intención de hacer todo lo que estuviera en su mano por conseguir la victoria. Traía quinientos talentos con él, y prometía utilizar su propio dinero en el esfuerzo, y si eso no fuera suficiente, se comprometía a hacer pedazos el trono en el que se sentaba, que estaba hecho de oro y plata. La oferta no era más que una bravuconada, ya que cuando Lisandro solicitó que Ciro doblara la paga de sus remeros para alentar las deserciones en la flota ateniense, el joven príncipe tuvo que admitir que sólo podía pagar los tres óbolos especificados en el tratado.
Pero Lisandro puso a trabajar su talento como cortesano, y «con su sumisa deferencia en la conversación» (Plutarco, Lisandro, IV, 2) se ganó el corazón del joven príncipe. Cuando se separaron, Ciro le preguntó qué era lo que más le agradaría, a lo que el espartano respondió: «Que añadas un óbolo a la paga de cada marinero» (Jenofonte, Helénicas, I, 5, 7). Ciro no sólo se mostró de acuerdo, sino que le entregó más dinero en concepto de atrasos, y le ofreció a Lisandro por adelantado la paga de un mes para sus tropas. Sólo un príncipe real, y favorito de la reina, podía aumentar la paga de los espartanos sin recibir una autorización.
Pero Lisandro dependía, en buena medida, de la buena voluntad del príncipe persa. Para reforzar su propia posición, convocó una reunión en Éfeso de los hombres más poderosos de las ciudades de Jonia, y les urgió para que formaran grupos políticos (hetairíai), asegurándoles que cedería el control de las ciudades a los aristócratas si ganaba la guerra. Gracias a esta promesa, consiguió un fuerte apoyo y grandes contribuciones financieras. Sin duda alguna, su estrategia se basaba en conseguir lealtades personales hacia su propia persona por parte de los individuos más adinerados, a los que más tarde intentaría usar para sus propios propósitos. Como observa Plutarco, él les hizo favores personales «sembrando en ellos las semillas de las decarquías revolucionarias que más tarde implantaría» (Lisandro, VI, 3-4).
Los atenienses, preocupados por las consecuencias del encuentro entre Ciro y Lisandro, intentaron utilizar a Tisafernes como intermediario. Aunque el antiguo sátrapa era claramente el hombre equivocado para ese trabajo, ya que había caído en desgracia con la familia real y era un hombre odiado que despertaba el recelo de ambos bandos, urgió al príncipe a que volviera a la vieja política de tomar una posición de equilibrio entre los dos bandos griegos con objeto de desgastarlos. Sin embargo, Ciro estaba firmemente comprometido en un planteamiento muy diferente del asunto, y no sólo rechazó su consejo, sino que se negó rotundamente a recibir a los embajadores atenienses. Los esfuerzos atenienses para terminar la guerra mediante acuerdos diplomáticos con Persia habían fracasado, tanto con Darío como con Ciro, por lo que la lucha tendría que continuar.
LA BATALLA DE NOTIO

La situación estratégica obligó a los atenienses a intentar forzar una batalla naval con Lisandro en Éfeso, ya que una victoria les permitiría dominar el Egeo y los estrechos sin oposición, y traer de vuelta al Imperio a los Estados en rebelión y sus rentas. Si lograban destruir otra flota enemiga, podrían incluso persuadir a los espartanos de llegar a un acuerdo de paz en términos aceptables, o, en todo caso, los persas podrían empezar a replantearse su apoyo. Pero los atenienses tendrían que golpear con rapidez, ya que cada día que pasara podría traer nuevas deserciones de su marina, debido a la mayor paga ofrecida por los peloponesios.
Sin embargo, Alcibíades no navegó directamente hacia la base espartana en Éfeso. En lugar de eso, con Eubea en manos del enemigo, intentó tomar Andros, una isla en la ruta de los barcos de grano que venían del Helesponto. Aunque derrotó al enemigo en tierra, no pudo tomar la isla, y se limitó a dejar una pequeña fuerza para que continuase la tarea después de partir. Sus enemigos en Atenas utilizarían más tarde este intento fallido contra él.
Desde Andros, navegó hacia el sudeste, a Cos y Rodas, en busca de dinero y botín con el que pagar a sus hombres. El tesoro ateniense estaba todavía muy bajo de fondos, y Alcibíades no dispondría de suficientes recursos como para mantener a su flota en el mar durante mucho tiempo si Lisandro seguía sin salir de puerto. Aunque tiene sentido que intentara acumular tanto dinero como pudiera antes de enfrentarse a Lisandro, este retraso proporcionó al enemigo incluso más tiempo para mejorar su flota, gracias a las deserciones y a un duro entrenamiento.
A continuación, Alcibíades navegó hacia Samos y a Notio, el puerto de Colofón, que estaba situado en la costa al nororeste de Éfeso. Aunque Notio no era una base naval muy importante, serviría como un excelente punto de lanzamiento para ataques sobre Éfeso; además, desde allí los atenienses podrían impedir que los barcos espartanos navegaran entre Éfeso y Quíos, evitando así cualquier intento por parte del enemigo de dirigirse hacia el Helesponto. En Notio, Alcibíades estaba al mando de ochenta barcos, pues había dejado veinte en Andros, mientras que la flota de Lisandro se había incrementado hasta alcanzar los noventa. A pesar de su ventaja numérica, Lisandro no salió del puerto para combatir, convencido de que el tiempo estaba de su parte. Su flota había mejorado gracias a su programa de prácticas y entrenamiento, y los salarios más altos concedidos por Ciro «vaciaban los barcos del enemigo, porque la mayoría de los marineros se ponían de parte de aquellos que pagaban más, mientras que aquellos que se quedaban se mostraban desanimados y rebeldes, y causaban problemas a sus oficiales todos los días» (Plutarco, Lisandro, IV, 4).
Aunque cualquier oficial ateniense hubiera entendido la necesidad de actuar rápidamente, por la misma razón que Lisandro estaba intentando esperar el momento oportuno, Alcibíades tenía además razones particulares para moverse con presteza. El análisis de Plutarco acerca de sus razones es notable: «Si alguna vez alguien fue destruido por su propia reputación, ése fue Alcibíades. Todos le consideraban un hombre lleno de audacia e inteligencia, de las que dependía su éxito, por lo que cuando no conseguía algo se sospechaba que era porque no lo había intentado realmente, convencidos como estaban de que no había nada que él no pudiera hacer. Si él se lo proponía, nada podía escapársele» (Plutarco, Alcibíades, XXXV, 2). A pesar de los poderes extraordinarios y de las grandes fuerzas que se le habían asignado, fracasó en Andros y todavía no había encontrado la manera de hacer que Lisandro se arriesgara a una batalla naval. A menos que consiguiera un éxito pronto, se arriesgaba a levantar las sospechas del pueblo y a proporcionar nuevos argumentos a sus enemigos.
Alcibíades permaneció en Notio más o menos durante un mes, pero hacia febrero del 406 dejó allí al grueso de su flota y partió para unirse a Trasibulo en el asedio de Focea. Probablemente esto era parte de un plan para obligar a Lisandro a salir del puerto y luchar: si los atenienses tenían éxito en tomar las ciudades jonias, Lisandro no podría permanecer ocioso por más tiempo y tendría que hacerles frente. Focea era un objetivo bien elegido para esta estrategia, ya que estaba bien situada para lanzar ataques hacia Cime, Clazómena e incluso Quíos. Alcibíades llevó sólo transportes de tropas con él para esta misión, dejando sus trirremes frente a Éfeso con el objeto de controlar a la creciente flota espartana. El hombre que puso a cargo de la flota allí durante su ausencia fue Antíoco, un oficial menor, un timonel o kybernetes, que era el piloto del propio barco de Alcibíades. Este nombramiento, único en toda la historia conocida de la marina ateniense, ha sido muy criticado desde la Antigüedad hasta los tiempos modernos. Normalmente, una flota de ese tamaño debería haber sido confiada a uno o más generales, pero parece que todos los colegas de Alcibíades se encontraban en ese momento asignados a otras misiones. Si ése hubiera sido el caso, la práctica habitual habría sido nombrar a un capitán de barco (trierarca) que tuviera experiencia en la guerra naval y que se hubiera distinguido en campañas anteriores. Entre los numerosos capitanes presentes en Notio un hombre de esas características debería ser fácil de encontrar. Sin embargo, en defensa de Alcibíades, puede decirse que el kibernetes eran usualmente hombres de gran experiencia y habilidad en las tácticas de la guerra naval, habiendo participado en muchas batallas, por regla general más que cualquier capitán, y desde luego resultaba vital para la superioridad naval ateniense. Además, no cabe duda de que Alcibíades no esperaba ni deseaba que se produjera una batalla naval en su ausencia, habiendo dado a Antíoco una simple y clara orden antes de partir: «Que no atacara a los barcos de Lisandro» (Jenofonte, Helénicas, I, 5, 11). Un subordinado con rango inferior sería más probable que obedeciera una orden como ésa, sin ponerla en cuestión y sin buscar complicaciones, que un oficial de alto rango y opinión independiente. Lo que Alcibíades necesitaba en ese momento era un hombre en el que pudiera confiar, y Antíoco, su timonel personal y su subordinado durante años, parecía la elección perfecta.
Pero Alcibíades se había equivocado con su hombre: Antíoco, impresionado por aquella oportunidad de conseguir la gloria, diseñó una estrategia y lanzó un ataque. Probablemente basó su plan en aquel que había conducido a la brillante victoria ateniense en Cícico, quizás el logro naval más grande de la era de los trirremes. Pero la estratagema en Cícico había dependido de la ocultación y del engaño, así como del uso de la geografía y del tiempo para esconder la llegada de la flota, su número y localización. Ninguno de esos elementos estaba presente en Notio; no existía posibilidad alguna de ocultar los barcos, así como tampoco de recurrir a trampas similares. Además, Lisandro había estado estudiando la flota ateniense durante más de un mes, y había recibido excelentes informes sobre su número y sus operaciones gracias a los desertores que habían llegado a su campamento. También estaba bien informado acerca de todo lo relativo a la batalla de Cícico y de las tácticas atenienses empleadas allí.
Sin embargo, Antíoco hizo su movimiento inicial basándose en el que hiciera Alcibíades en Cícico. Con su propio barco en cabeza, dirigió diez trirremes hacia Éfeso, e instruyó al resto para que estuvieran preparados en Notio «hasta que el enemigo se encontrase suficientemente lejos de la costa» (Hellenica Oxyrhynchia, IV, 1). La idea era persuadir a Lisandro a que intentara dar caza a su pequeña flota, en mar abierto, hacia Notio. Una vez que los barcos espartanos hubieran salido, el resto de la flota ateniense intentaría obstruir el regreso del enemigo al puerto para obligarles a una gran batalla, o, en todo caso, los perseguirían cuando huyeran.
Sin embargo, Lisandro era plenamente consciente de que Alcibíades estaba en Focea y de que la flota ateniense estaba en manos de un hombre que no había detentado antes un mando. Era una oportunidad sin precedentes y, cuando se vio ante ella, el líder espartano decidió «hacer algo digno de Esparta» (Diodoro, XIII, 71, 3). Atacó al barco que lideraba la formación ateniense con tres de sus trirremes, hundiéndolo y acabando así con Antíoco. Los otros nueve barcos que debían actuar como señuelo se dieron de inmediato a la fuga, perseguidos por toda la flota espartana. Lisandro comprendió que había sorprendido a los atenienses y arruinado su plan, por lo que se apresuró a sacar partido de la confusión del enemigo. La fuerza principal naval ateniense debía esperar en Notio, de acuerdo con las órdenes que había recibido, hasta que divisara a la vanguardia ateniense lo suficientemente destacada de la flota enemiga en persecución, antes de hacerse a la mar. En lugar de eso, vio a la pequeña fuerza huyendo y dispersándose, con toda la flota espartana dándole caza. Sin tiempo para disponerse en una correcta formación de combate, y sin una mano directora que organizara la fuerza e impartiera órdenes, cada trierarca partió con su barco tan pronto como pudo, con lo que los atenienses fueron al rescate «sin ningún orden» (Diodoro, XIII, 71, 4). Perdieron veintidós barcos en la batalla que siguió, mientras que Lisandro quedaba con el dominio del mar y levantaba un trofeo para señalar su victoria inesperada en Notio.
Alcibíades alcanzó el escenario de la batalla tres días más tarde, trayendo treinta trirremes de Trasibulo con él, con lo que el total de los barcos atenienses en Notio ascendería a ochenta y ocho (sin contar los veintidós perdidos en la batalla). Desesperado por deshacer la derrota, navegó hacia Éfeso con la esperanza de arrastrar a Lisandro al combate de nuevo, pero el espartano no vio motivos para arriesgarse contra una flota de igual fuerza y bajo el mando de un formidable oficial. Alcibíades no pudo hacer nada, y regresó a Samos sin haber podido devolver el golpe.
Aunque Lisandro demostró su gran talento en la batalla y es digno del mérito que consiguió por ella, su victoria se debió en gran parte a los terribles errores de los atenienses. Éstos culparon airadamente a Alcibíades por su derrota, y con motivos. Cualquiera que hubiera sido su propósito al ir a Focea, fue una imprudencia inexcusable el haber dejado todos sus trirremes, teniendo en cuenta la superioridad del enemigo, en manos de un hombre sin experiencia en el mando. Aunque los atenienses perdieron pocos hombres en Notio y disponían todavía de ciento ocho trirremes en el Egeo —y, por tanto, de una superioridad numérica—, desde el punto de vista estratégico fue una derrota importante, invirtiendo la marcha de la guerra, que tan favorable había sido a los atenienses desde la batalla de Cícico. Atenas no recuperaría pronto su posición en Jonia, ni tomaría la isla de Andros. La moral de los soldados y marineros atenienses en la base de Samos también se vio afectada negativamente, y las deserciones comenzaron a incrementarse.
Los esfuerzos subsiguientes de Alcibíades por recuperar la iniciativa no tuvieron éxito, ya que, tras dirigir a todas sus fuerzas a Cime y comenzar a devastar el territorio alrededor de la ciudad, fue cogido por sorpresa por el ejército local, que obligó a los atenienses a regresar rápidamente a sus barcos. Este nuevo fracaso, al haber tenido lugar tan poco tiempo después de la derrota de Notio, proporcionó a los enemigos de Alcibíades nuevos argumentos y acusaciones contra él.
LA CAÍDA DE ALCIBÍADES

Mientras Alcibíades estaba fuera, los acontecimientos que ocurrían en Atenas suponían nuevos problemas para él. Aprovechándose de la ausencia de los numerosos hoplitas y jinetes atenienses, que estaban en campaña, Agis dirigió una numerosa fuerza de hoplitas beocios y peloponesios, de tropas con armamento ligero, y de caballería, hacia las murallas de Atenas en una oscura noche. Aunque fueron contenidos, saquearon el Ática antes de dispersarse, lo cual aumentó el disgusto de los atenienses cuando conocieron las noticias de la derrota en Notio y del fracaso en Cime. Los enemigos de Alcibíades consideraron que había llegado la oportunidad que esperaban para atacarlo. Mientras tanto, un encarnizado enemigo de Alcibíades, llamado también Trasibulo, hijo de Traso, acababa de regresar del campamento de Samos lleno de las más siniestras intenciones. En la Asamblea ateniense anunció que Alcibíades había conducido la campaña como si se tratara de un crucero de lujo, como había quedado patente al asignar para el mando de la flota a un hombre cuyos únicos talentos eran beber y contar historias de marineros, «para que él mismo pudiera ser libre de navegar y recaudar dinero y dedicarse a una vida libertina emborrachándose y visitando prostíbulos en Abido y Jonia, incluso cuando la flota enemiga estaba muy cerca» (Plutarco, Alcibíades, XXXVI, 2). Además, los embajadores de Cime lo acusaron de atacar «a una ciudad aliada que no hacía nada inconveniente (Diodoro, XIII, 73, 6). Al mismo tiempo, algunos atenienses le echaron la culpa de no haber intentado capturar la ciudad, acusándolo de haber sido sobornado por el Gran Rey». Otros se quejaron de sus fechorías pasadas, de su ayuda a los espartanos y de su colaboración con los persas, quienes, según sus acusadores, le nombrarían sátrapa de Atenas cuando la guerra acabara. Acusaciones viejas y nuevas, verdaderas y falsas llovieron sobre él hasta que alguien, quizá Cleofón, propuso destituirle de su rango, y la moción fue aprobada.
Los atenienses nombraron a Conón para que tomara el mando de la flota en Samos, y Alcibíades partió otra vez para el exilio, pensando que eso era lo mejor antes que regresar a Atenas, donde sus muchos oponentes lo estaban esperando con una oleada de pleitos privados y quién sabe cuántas acusaciones públicas. También tuvo que dejar Samos, ya que las fuerzas allí reunidas se habían vuelto también hostiles a su persona, mientras que, por otra parte, estaba claro que no sería bienvenido ni en el territorio espartano ni en el persa. Sin embargo, previendo quizá su posible destino, Alcibíades se había preparado un puerto seguro al que acudir en un puesto fortificado que se había hecho construir en la península de Gallípoli, mientras estuvo de servicio en el Helesponto, y allí se dirigió.
Muchos han juzgado esta última partida de Alcibíades y su destitución del mando de las fuerzas atenienses como un punto de inflexión en la última fase de la guerra y como un desastre para Atenas. Aunque quizá sea cierto que sus primeros éxitos como oficial en tierra o en mar en el 411 y el 408 lo definieron como un buen líder de caballería y un oficial naval competente, sin duda el oficial más hábil en las campañas de los estrechos no fue Alcibíades, sino Trasibulo, hijo de Lico. Sin embargo, las ambiciones personales de Alcibíades, como siempre, probaron ser un severo lastre que condujo al aumento tanto de sus enemigos como de la intensidad de su odio. La impaciencia con que esperaban para atacarle le obligó a buscar extraordinarios logros y a hacer promesas que no podían ser cumplidas, con el objeto de conseguir y mantener una popularidad que garantizara su propia seguridad. Esto le llevó a tomar riesgos que otro general hubiera evitado, y que estaban destinados a traer el desastre a Atenas.

En ese momento, Alcibíades también suponía un lastre político, un personaje que causaba divisiones al evocar fuertes sentimientos de admiración o disgusto, pero sin contar nunca con un constante apoyo de una gran parte de la ciudadanía. Él no pudo ganar nunca una mayoría digna de confianza que apoyara su política, mientras que jamás se hubiera subordinado a otro por el beneficio de Atenas. Sin embargo, al mismo tiempo, fue capaz de evitar que otro tomara el liderazgo, ya que los atenienses, en tiempos de crisis, regresaban a su altivez y a sus promesas de salvación. Como el personaje de una comedia dijo menos de un año después de Notio: «Ellos lo añoraban, lo odiaban, pero querían tenerlo de vuelta» (Aristófanes, Las ranas, 1.425). Su desgracia también malogró a amigos tan solventes como Trasibulo y Terámenes, privando a Atenas de sus oficiales más capaces en un momento en que eran imprescindibles, lo que, al final, puede haber sido la consecuencia más importante de la victoria espartana en Notio.

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