En el siglo V, capturar una ciudad fuertemente
amurallada y defendida requería un asedio bien planificado, dirigido sobre todo
a cortar el abastecimiento de provisiones para reducirla por medio de la
hambruna o la traición. En la primavera del año 414, los atenienses eran dueños
de los mares y disponían de las tropas suficientes como para cercar
perfectamente la ciudad por tierra. Tan pronto como el dinero y la caballería
llegaran de Atenas, estarían dispuestos a comenzar el asalto. Una vez completo
el muro para sitiar Siracusa, la flota ateniense también podría vigilar e interceptar
cualquier refuerzo enviado por los peloponesios.
Las noticias de la aparición de la caballería hizo que
los siracusanos emplazasen soldados en las Epípolas, una meseta cercana a la
ciudad (Véase mapa[43a]), «porque pensaron que, sin el control de las
Epípolas, a los atenienses no les sería sencillo bloquearlos entre muros,
aunque vencieran en el campo de batalla» (VI, 96, 1); sin embargo, llegaron
demasiado tarde. Nicias se había anticipado a la llegada del destacamento
siracusano y había conducido las naves, con el ejército ateniense a bordo,
hasta León, no muy lejos de los acantilados al norte de las Epípolas. Antes de
que los de Siracusa pudieran evitarlo, los atenienses alcanzaron la meseta,
desde donde podían repeler cualquier intento siracusano por desplazarlos. En
Lábdalo construyeron un fortín, y allí almacenaron sus provisiones,
equipamientos y fondos.
En poco tiempo llegó su caballería y la de los aliados
siciliotas. Con todos los hoplitas y seiscientos cincuenta jinetes, ahora sí
que podrían proteger a los hombres que construirían los muros de asedio. En
Sica, un lugar al noroeste de la ciudad cercano a los lindes de la meseta, se
erigió una fortificación que Tucídides llama «el fuerte circular (VI, 99)».
Éste sería el centro de operaciones desde donde se dirigiría el asedio.
Los siracusanos salieron a presentar batalla al
enemigo, pero cuando sus generales vieron el desorden y la poca disciplina de
las tropas, se retiraron rápidamente tras las murallas de la ciudad y dejaron
parte de la caballería en el exterior para evitar que los atenienses
continuaran levantando los muros. Los atenienses, con sus propios jinetes y un
contingente de hoplitas, fueron capaces de aplastar a los siracusanos y
proteger la construcción. Al día siguiente, se inició la ampliación de los
muros hacia el norte desde «el fuerte circular» hasta Trógilo. A no ser que los
de Siracusa actuaran con celeridad, pronto se verían cercados por tierra; aun
así, los generales seguían mostrando temor a la hora de enviar al ejército contra
los atenienses. En cambio, lo que se decidió fue levantar un contramuro
transversal de piedra y madera con torretas cada cierta distancia para cortar
la línea de los trabajos proyectados para el asedio. Los atenienses siguieron
construyendo su propia empalizada en la meseta y, en vez de atacar el
contramuro, centraron su atención en el suministro de agua de la ciudad y
destruyeron sus canalizaciones subterráneas.
Los descuidos cometidos por Siracusa ofrecieron a los
atenienses la ocasión de demostrar su audacia. Ociosos durante el calor del
mediodía, los siracusanos descuidaron las murallas y las dejaron indefensas.
Trescientos hoplitas atenienses, apoyados por un batallón de soldados con
armamento ligero y provistos de armaduras para la ocasión, las tomaron por
sorpresa. Nicias y Lámaco marchaban detrás con el resto del ejército; cada uno
comandaba un ala. Las tropas de asalto hicieron retroceder a la guardia desde
el muro de contrabloqueo hasta la muralla que rodeaba un barrio llamado
Temenites. Las demás tropas se las arreglaron para atravesar las puertas, pero
finalmente resultaron ser muy pocos para mantener la posición. Aunque no habían
logrado tomar Temenites, los atenienses consiguieron destruir el muro de
bloqueo y erigir otro monumento de la victoria.
LA ENFERMEDAD DE NICIAS Y LA MUERTE DE LÁMACO
Fue más o menos en esos momentos cuando Nicias empezó
a percibir las molestias producidas por una incipiente enfermedad renal,
dolencia que arrastraría hasta el final de sus días. Tal vez no estaba del todo
bien cuando se planeó el ataque sorpresa, porque la fuerza y atrevimiento del
mismo sugieren la mano de Lámaco. Al día siguiente, los atenienses empezaron a
construir la parte sur de su muro de asedio desde «el fuerte circular» en las
Epípolas hasta el Puerto Grande al sur de la ciudad. Cuando se completara, una
gran parte de Siracusa quedaría rodeada, por lo que los atenienses podrían
mover su flota desde Tapso, donde transportaban los suministros por tierra,
hasta las Epípolas, y anclar sus naves tranquilamente en el Puerto Grande. Sin
ese muro, la protección de la flota ateniense en la playa del puerto habría
requerido una peligrosa división de las fuerzas de infantería.
La nueva edificación alarmó a los siracusanos, que
inmediatamente levantaron otro contramuro a través de los pantanos de
Lisimelia. Mientras tanto, los atenienses habían extendido su construcción
hasta el borde de los acantilados, y preparaban el próximo ataque, esta vez
conjuntamente por mar y tierra. Trasladaron su flota hasta el Puerto Grande y
descendieron de las Epípolas. Con plataformas hechas de tablones y puertas
sobre las partes más firmes de las marismas, tomaron de nuevo por sorpresa a
los siracusanos; cuyo ejército quedó partido en dos durante el asalto: el
flanco derecho en dirección a la ciudad, y el izquierdo, hacia el río Anapo.
Los últimos corrieron hacia el puente, mientras trescientos soldados atenienses
de las fuerzas de asalto salían a cortarles el paso. Pero la caballería
siracusana les esperaba en el río, los desvió gracias a sus hoplitas y se
concentró en el flanco derecho del grueso del ejército ateniense. El ala
derecha de la falange era su flanco más vulnerable, en especial cuando la
infantería y la caballería las atacaban al unísono; como resultado, el primer
regimiento del flanco derecho ateniense fue presa del pánico. Lámaco, valiente
y osado, aun encontrándose en el lado izquierdo, se apresuró a acudir en su
ayuda. Estabilizó las líneas pero, aislado en las trincheras con unos pocos
hombres, pereció en el combate. Los siracusanos se apoderaron de sus despojos
mientras se batían en retirada y cruzaron el río hacia la fortaleza del
Olimpeio. El triunfo ateniense se pagó muy caro, porque sólo quedaba un Nicias
enfermo como líder en solitario. La pericia y la valentía de Lámaco se echarían
a faltar dolorosamente de ahora en adelante.
Los siracusanos, al ver al ejército ateniense en la
llanura de su ciudad, enviaron un destacamento para atraer su atención,
mientras atacaban con otro «el fuerte circular». En la cima de la meseta,
asaltaron y demolieron el muro que se encontraba al sur del fortín, incompleto
y sin protección. Nicias estaba dentro. A pesar de su enfermedad, se mantuvo lo
bastante alerta como para ordenar que prendieran un gran fuego para ahuyentar al
enemigo y avisar al ejército de la llanura del peligro que corría la
fortificación. La sincronización sonrió esta vez a los atenienses, que
redujeron al enemigo en las cercanías de Siracusa, a la vez que su flota
entraba en puerto. Ahora podrían subir raudos y seguros a las Epípolas para
llegar a tiempo de proteger el fuerte y al único general que les quedaba;
mientras, los siracusanos buscaron refugio en su ciudad.
Ya no había ningún obstáculo para que los atenienses
continuaran el muro sur hasta el mar. Si erigían una muralla al norte a través
de la meseta de las Epípolas, el control marítimo de su flota completaría el
cerco de Siracusa y obligaría al enemigo a rendirse o a morir de hambre, si se
vigilaba bien de cerca la ciudad. Las noticias de la desesperada situación de
los siracusanos se propagaron con velocidad, lo que atrajo alianzas con los
sículos que aún no se habían comprometido, así como suministros de Italia y
tres embarcaciones de la lejana Etruria.
Los siracusanos «habían dejado de pensar que ganarían
la guerra, ya que no había llegado ayuda alguna del Peloponeso» (VI, 103, 3).
Cuando cambiaron a sus tres generales, comenzó a extenderse el rumor de una
posible rendición. Entre ellos discutían los términos de la paz, e incluso
llegaron a hacerlo con Nicias, mientras circulaban también rumores de una
conspiración de traidores para rendir la ciudad. Como de costumbre, Nicias era
un hombre de gran inteligencia, y los atenienses no tuvieron duda alguna de que
la ciudad se rendiría pronto sin presentar batalla.
Sin embargo, llegado el momento, Nicias se descuidó o
se confió demasiado, y no prestó atención al lejano nubarrón que comenzaba a
cernirse sobre el resplandeciente cielo ateniense: cuatro naves se acercaban
desde el Peloponeso, y en una de ellas viajaba el espartano Gilipo. Aunque
Nicias sabía que los espartanos habían desembarcado en Italia hacía ya algún
tiempo, no había emprendido ninguna acción contra un contingente de tamaño tan
despreciable. El camino correcto habría sido acelerar la finalización del cerco
amurallado de Siracusa y enviar un escuadrón de naves al estrecho o a Italia
para impedir el paso de los peloponesios, bloquear los dos puertos de Siracusa
para interceptar el paso de cualquier nave y proteger los accesos a las
Epípolas, en especial a Eurielo, por si los peloponesios se las arreglaran para
alcanzar Siracusa por tierra. Nicias no emprendió ninguna de estas medidas, lo
que se tradujo en un desastre.
ATENAS ROMPE EL TRATADO
Durante todo este tiempo, aunque la Paz de Nicias seguía
formalmente en vigor, no pararon de sucederse hostilidades de baja intensidad.
Esparta y Argos invadían mutuamente sus territorios sin cesar. Por su parte,
Atenas, desde su fuerte en Pilos, llevaba a cabo incursiones frecuentes a
Mesenia y a otros puntos del Peloponeso; aun así, se negaba a cumplir las
peticiones argivas de atacar Lacedemonia. Debido a la extraña interpretación
adoptada tácitamente por ambas partes, estas acciones no se consideraban como
violaciones del Tratado, mientras que un ataque directo sobre Lacedemonia sí
que lo hubiera sido. No obstante, hacia el año 414 los atenienses no pudieron
desoír por más tiempo las súplicas aliadas que solicitaban una ayuda más
rotunda, ya que en Sicilia había soldados argivos combatiendo por la causa ateniense.
Por lo tanto, Atenas envió treinta embarcaciones para perpetrar saqueos contra
algunos enclaves costeros de Lacedemonia. La expedición a Sicilia tuvo, pues,
considerables repercusiones para la guerra en su conjunto, porque las acciones
atenienses «incumplían el Tratado con los espartanos de la manera más
flagrante» (VI, 105, 1).
Entretanto, Gilipo y el almirante corintio Pitén, cada
uno al mando de dos barcos peloponesios, continuaban rumbo a Sicilia
convencidos de que los atenienses habían concluido el cerco de Siracusa; sin
embargo, en Locros, en el sur de Italia, supieron la verdad, y para socorrer la
ciudad partieron hacia Hímera, con el fin de evitar a la flota ateniense.
Cuando Nicias tuvo noticias de su desembarco en Locros, decidió enviar cuatro
naves para interceptarlos, pero la reacción llegaba demasiado tarde. Los
hombres de Hímera se unieron a la expedición peloponesia y suministraron armas
a las tripulaciones. Llegó más ayuda de Selinunte, Gela y de los sículos, que
cambiaron de bando tras la muerte de su monarca, amigo de los atenienses,
gracias al gran ardor disuasorio de Gilipo. Cuando partió hacia Siracusa, se
encontraba a la cabeza de un ejército compuesto por tres mil soldados de
infantería y doscientos hombres a caballo.
LA LLEGADA DEL AUXILIO A SIRACUSA
La ayuda adicional ya estaba camino de Siracusa en
forma de once trirremes de los corintios y sus aliados. Uno de ellos, con el
general corintio Góngilo al mando, burló el bloqueo y arribó a la ciudad antes
incluso de que Gilipo llegara por tierra. Góngilo apareció justo a tiempo,
porque los de Siracusa se hallaban al borde de la rendición. Con el anuncio de
que había más naves en camino y que Gilipo el espartano venía al mando de la
expedición, les convenció para que la Asamblea decisiva no tuviera lugar. Sin
lugar a sorpresas, estas noticias convencieron totalmente a los siracusanos a
la hora de cambiar sus planes, y enviaron a todo su ejército a dar la
bienvenida al «general» espartano.
Gilipo alcanzó las Epípolas por el oeste, a través del
paso del Eurielo, la misma ruta seguida por los atenienses, lo que hace difícil
imaginar por qué estaba desprotegida. El espartano llegó en el momento crucial,
porque los atenienses estaban a punto de finalizar el doble muro hasta el
Puerto Grande, de hecho, sólo faltaba una pequeña sección cercana al mar. «El
muro hasta Trógilo y el resto de bloques habían sido ya colocados en la mayor
parte del trazado; había partes a medio hacer, y otras, incluso terminadas. Así
de cerca estuvo Siracusa del peligro» (VII, 2, 4-5).
Delante del muro de asedio, Gilipo ofreció a los
atenienses con insolencia una tregua si se mostraban dispuestos a abandonar
Sicilia en cinco días. Aunque éstos no se molestaron en responder, los
ciudadanos de Siracusa debieron de quedar sorprendidos por tamaña osadía. Sin
embargo, a pesar de todas sus bravatas, sus tropas carecían de disciplina y
entrenamiento. Conforme los dos ejércitos formaban para entrar en batalla,
Gilipo se dio cuenta de que sus hombres estaban confundidos y no guardaban el
orden correcto, por lo que quedaban expuestos a un ataque repentino ateniense.
En este punto, una derrota habría desacreditado al nuevo general espartano y
habría desalentado una resistencia mayor, pero Nicias no supo aprovechar la
oportunidad. Cuando Gilipo se batió en retirada en campo abierto, Nicias dejó
pasar la ocasión de perseguirlo, una vez más, y ni siquiera se movió de donde
estaba.
Al día siguiente, Gilipo tomó la ofensiva y fingió
descargar un ataque sobre el muro de los atenienses, mientras enviaba otra
fuerza a la parte de las Epípolas donde la fortificación no se había
completado, y al fortín de Lábdalo. Se hizo con el control de la fortificación
y con todo su contenido, y dio muerte a todos los hombres que lo ocupaban. La
negligencia de Nicias a la hora de conservar el fuerte, con el depósito de
suministros y el tesoro incluidos, fue un error terrible, pero Gilipo aún
sacaría más partido de otro fallo. Nicias tendría que haber completado los
muros del cerco de Siracusa tan rápido como hubiera sido posible, porque un
bloqueo naval en solitario no sería suficiente para aislar la ciudad; sin
embargo, había preferido construir en cambio un doble muro por el sur hasta el
mar antes que completar una sola sección al norte de las Epípolas, desde el
fuerte circular a Trógilo. El tiempo y la mano de obra usados en el muro doble,
por mucha protección que éste hubiera dado, eran recursos que los atenienses no
podían permitirse desviar mientras el sector norte se hallara incompleto.
Gilipo respondió erigiendo una tercera muralla para cortar el paso de la
fortificación ateniense en su avance por el norte hacia Trógilo.
NICIAS SE TRASLADA A PLEMIRIO
Por el momento, Nicias había abandonado los planes de
conquistar Siracusa. Su principal preocupación, enfermo y con grandes dolores,
enfrentado por primera vez a un enemigo lleno de osadía y temeridad, era la
seguridad de sus tropas y la huida de Sicilia. En vez de apresurarse en
prevenir la edificación de Gilipo y completar el muro ateniense hasta Trógilo,
decidió construir tres fuertes en Plemirio, al sur de la entrada del Puerto
Grande, para utilizarlos como base naval y como almacén en sustitución de
Lábdalo. Sin embargo, el emplazamiento ofrecía dificultades: el escaso
suministro de agua y madera más cercano quedaba lejos del lugar, por lo que las
patrullas atenienses que iban en su busca eran presa fácil para la caballería
siracusana, que había levantado en las cercanías de Olimpeio su centro de
operaciones para poder atacar desde allí. «Como consecuencia, se produjo un
gran perjuicio a las tripulaciones» (VII, 4, 6).
La nueva ubicación en Plemirio también dividió
peligrosamente las fuerzas de Nicias. El grueso del ejército se encontraba
alejado de los suministros en la cima de las Epípolas, mientras que las tropas
enemigas podrían obligarlo a bajar para defender los fuertes cada vez que
eligiera atacarlos. Nicias no llegaba a ofrecer una defensa convincente de sus
nuevas tácticas, que a su vez reflejaban un cambio fundamental de objetivos y
estrategia. Puesto que la pérdida de Lábdalo había cortado cualquier ruta de
huida hacia el norte por tierra, trasladó su ejército a Plemirio por
considerarlo la base más segura para escapar por mar. Pero cuando sus tropas
quedaron establecidas en el nuevo emplazamiento, tan sólo se decidió a enviar
veinte naves para que interceptasen la flota corintia que se aproximaba a
Sicilia desde Italia.
Mientras tanto, Gilipo seguía erigiendo su
contramuralla, y para ello usaba el mismo material que los atenienses habían dejado
para su propio muro. De tanto en tanto les retaba a luchar, consciente de que
la decisión se decidiría batallando, y no compitiendo por construir
fortificaciones. Gilipo entendió con agudeza que Nicias no deseaba enzarzarse
en hostilidades. La timidez del general ateniense a la hora de actuar minaba la
moral de sus soldados, a la vez que potenciaba la confianza de los enemigos.
Sin embargo, Gilipo no tuvo acierto a la hora de
elegir para la primera batalla un enclave que mantuvo a su gran caballería fuera
de escena. Aunque su derrota trajo consigo una situación de peligro, hizo
recaer enteramente la culpa sobre él mismo, y se ganó el respeto y la fidelidad
de los siracusanos al asegurarles que en ningún modo eran inferiores al
enemigo, como pronto lo demostraría capitaneándolos en la próxima batalla.
La oportunidad parecía propicia cuando Gilipo alcanzó
finalmente la línea de la fortificación ateniense hacia Trógilo con su
contramuro, lo que obligó a Nicias a combatir o a olvidar cualquier esperanza
de envolver la ciudad. La batalla tuvo lugar en campo abierto, y las fuerzas de
la caballería enemiga y sus lanzadores de jabalina tuvieron ventaja sobre los
hoplitas atenienses desde el principio. De hecho, la caballería demostró ser
decisiva, pues hizo que el flanco izquierdo ateniense retrocediera
desprotegido, lo que causó una desbandada general. Los atenienses sólo
consiguieron librarse de la ruina corriendo a ponerse a salvo en el fuerte
circular. La batalla había significado una gran victoria estratégica para
Gilipo: Siracusa había conseguido pasar su muralla a través de las líneas de
asedio atenienses.
Los de Atenas, con toda su atención centrada en lo
alto de las Epípolas, fueron incapaces de evitar la llegada al puerto de
Siracusa del conjunto de la flota corintia, con Erasínides al mando. Las
tripulaciones de los navíos corintios nutrieron a las fuerzas de Gilipo con
unos dos mil hombres; éstos ayudarían a completar la contramuralla y, con toda
probabilidad, la ampliarían a todo lo largo de las Epípolas, con lo que
bloquearían el paso de los atenienses a la llanura y al mar del norte.
Cualquier plan por rodear Siracusa y hacerla rendir por el hambre quedaba fuera
de juego con los efectivos actuales.
Con ardor y talento, Gilipo construyó una fortificación
en el paso del Enrielo y emplazó allí seiscientos siracusanos para que
guardasen la entrada de las Epípolas, a la vez que instalaba a los de Siracusa
y a sus aliados en tres campamentos sobre la meseta. Respaldado por las
noticias de sus éxitos, se embarcó para reclutar aliados entre las poblaciones
neutrales, que no habían querido involucrarse cuando Atenas parecía ser la
segura vencedora. También envió mensajes a Corinto y Esparta para solicitar
refuerzos y naves. Incluso en el mar, donde los atenienses seguían teniendo el
control, las victorias de Gilipo brindaron a la población de Siracusa la
voluntad y el coraje de adiestrar y preparar a sus marineros para presentar
batalla contra la gran armada imperial de Atenas.
LA MISIVA DE NICIAS A ATENAS
Hacia el final del verano, Nicias llegó a creer que la
expedición ateniense corría un peligro tal que debía rendirse y retirarse o
recabar mayores refuerzos. Seguramente prefería volver a Atenas, ya que, además
de los recientes y desalentadores acontecimientos, él nunca había apoyado la
campaña ni había creído en sus posibilidades. Finalmente, como único general
restante conservaba la autoridad que la Asamblea ateniense había otorgado
inicialmente a los tres, por lo que tenía el poder para ordenar la retirada, para
lo que contaba con la garantía de una travesía asegurada por el dominio de la
marina ateniense.
Aun así, no llegó a abandonar el mando, porque ello
habría supuesto la deshonra y, quizá, consecuencias aún más funestas. Hasta el
momento de la expedición a Sicilia, la hoja de servicios de Nicias contaba con
muchas victorias y ninguna derrota, pero el abandono de la isla sin haber
conseguido ningún objetivo de importancia estaba destinado a ser calificado
como un gran fracaso, o posiblemente algo peor. A través del curso de la
guerra, los atenienses se habían mostrado implacables con aquellos generales
que habían defraudado sus expectativas; llegaron incluso a humillar y castigar
al gran Pericles cuando los resultados de sus estrategias y su política les parecieron
pobres. Ese mismo año, llevaron a juicio por firmar una paz que la Asamblea
tildó de desfavorable a los dos generales que habían tomado Potidea tras un
largo y penoso asedio. También Sófocles, Pitodoro y Eurimedonte, los generales
que pactaron la Paz de Gela en el año 424, por la cual los atenienses tuvieron
que abandonar la primera expedición a Sicilia, fueron condenados nominalmente
por aceptar sobornos; aunque Tucídides relata que en realidad se les condenó
por su actuación insatisfactoria. El castigo de Eurimedonte fue sólo una multa,
pero Sófocles y Pitodoro fueron expulsados de la ciudad. De hecho, el propio
Tucídides se hallaba en el exilio justo en esas mismas fechas por su
participación en la pérdida de Anfípolis.
Nicias estaba seguro de que tendría que afrontar
críticas a su vuelta a Atenas, porque las noticias de que las tropas corintias
y espartanas estaban teniendo un papel decisivo en Sicilia serían vergonzosas.
Los atenienses no se mostrarían dispuestos a creer que volvía a casa porque la
«gran expedición» se hallaba en grave peligro. Sin lugar a dudas, muchos
veteranos descontentos con la campaña se quejarían de que Nicias había ordenado
la retirada a una flota, dueña de los mares, insuperable y con el ejército
prácticamente intacto. Los errores de Nicias, sus retrasos y omisiones se
harían públicos y se convertirían en el tema central de todas las
conversaciones. Ordenar una retirada sin el permiso previo de la Asamblea
ateniense habría arruinado la reputación que había construido y protegido a lo
largo de toda una existencia, por no hablar de sus bienes y propiedades y, tal
vez, su propia vida.
Así pues, Nicias siguió adelante con su astuto intento
de doble juego. En el informe oficial que llegó a Atenas en el otoño del año
414, también incluyó una carta propia a la Asamblea. En ella contaba los
reveses atenienses sin entrar a discutir sus causas, y exponía el estado actual
de la cuestión: habían abandonado el cerco de Siracusa y se hallaban ahora a la
defensiva; Gilipo reclutaba refuerzos y planeaba atacarlos por mar y por
tierra; la situación ya no tenía arreglo. Sobre su liderazgo no planteó ninguna
duda, y explicó que tanto las embarcaciones como sus tripulaciones estaban en
situación precaria tanto por la duración de la campaña como por las necesidades
de un bloqueo que los obligaba a estar en el mar de forma indefinida. El
enemigo, libre de tales exigencias, podía abandonar la costa y entrenar a sus
tropas. En cambio, si los atenienses relajaban su vigilancia para dedicarse a
otras tareas, el paso de sus suministros podría verse amenazado, ya que todo se
tenía que traer por mar desde Italia pasando frente a Siracusa. El revés de la
fortuna ateniense en Sicilia también acarrearía otros problemas. La caballería
enemiga atacaba y mataba a los marineros que salían del campamento a por agua,
leña y forraje para las monturas. Los esclavos, los mercenarios y los
voluntarios desertaban, y eso suponía la reducción del número de remeros
especializados, lo que privaría a la flota ateniense de su habitual ventaja
táctica. Era probable incluso, señalaba Nicias, que los italianos dejasen de
enviar alimentos al percibir que Siracusa no sólo estaba resistiendo, e hizo
hincapié en que no se podía culpar a ninguno de los generales de la situación.
Los atenienses «debían hacerlos llamar o enviar un nuevo ejército no menor que
éste, tropas de caballería e infantería, una flota y dinero en abundancia»
(VII, 15, 1). También solicitó que se le relevase del mando a causa de su
enfermedad; pero cualquier cosa que decidiesen tendrían que decidirla rápido,
según insistió, antes de que las fuerzas del enemigo en Sicilia crecieran en
fuerza y número.
El mensaje de Nicias esbozaba una imagen más sombría
de la que la realidad justificaba. Atenas seguía siendo superior en los mares,
y tampoco existían pruebas de que pronto pudieran quedarse sin suministros. Su
intento de dar explicación a los reveses de los atenienses era todavía menos
acertado. La mayor parte de la responsabilidad por la situación recaía en el
liderazgo letárgico, descuidado y demasiado confiado del propio Nicias. Había
permitido que Siracusa se moviera rápidamente desde unas posiciones de
rendición inminente a la recuperación de la moral, la toma de iniciativas y las
expectativas reales de victoria. Había fracasado a la hora de interceptar la
flotilla de Gilipo, y había permitido que la escurridiza flota de Góngilo
atravesara el bloqueo. Dejó sin protección los accesos a la estratégica meseta
de las Epípolas, y había malgastado el tiempo construyendo un doble muro hasta
el mar, al sur de las lomas, y tres fortificaciones en Plemirio, mientras
continuaba inconclusa la empalizada norte. Había permitido la captura del
almacén de suministros y el tesoro de Lábdalo, y que el contingente corintio
alcanzara Siracusa, a la vez que trasladaba su flota hasta Plemirio y la
colocaba en una posición insostenible. El deterioro de la armada no había sido
un hecho inevitable, sino el fruto de su propia negligencia: podría incluso
haber puesto a cubierto las naves y haberlas reparado por turnos en los meses
que precedieron a la llegada de Gilipo. Si los marineros atenienses desertaran
y perecieran, sería por el mal emplazamiento de sus embarcaciones en Plemirio.
La verdadera intención de la versión de Nicias, poco
precisa, interesada y poco menos que deshonesta, era la de convencer a la
Asamblea de que hiciera volver la expedición a Atenas; habiendo fracasado en su
intento, Nicias quería que lo relevasen del mando y lo hicieran con honores. Si
hubiera explicado llanamente que consideraba que había pocas esperanzas de
obtener la victoria, tal vez los atenienses hubieran estado de acuerdo con la
retirada. Si sólo hubiera dicho que se encontraba demasiado enfermo para
cumplir con la misión, quizá lo hubieran llamado a Atenas y habrían enviado en
su lugar un general en forma. En cambio, Nicias únicamente les ofreció una
disyuntiva. Preocupado por su fama y su persona, solicitó que los atenienses
siguieran sus propuestas o enviaran una segunda expedición de la misma
envergadura que la primera. Esto se asemejaba a una nueva versión de la
estrategia que había fracasado en primer lugar a la hora de impedir el viaje;
pero es obvio que Nicias no había extraído ninguna lección de aquella
experiencia.
LA RESPUESTA ATENIENSE
Una vez más, los atenienses echaron por tierra las
expectativas de Nicias y votaron por enviar otra flota y un nuevo ejército,
mientras que la propuesta de relevarle del mando era rechazada. En cambio,
nombraron generales temporales a Menandro y a Eutidemo, dos de los hombres que
ya se hallaban en Siracusa. También se eligió a Demóstenes, el héroe de
Esfacteria, y a Eurimedonte, que había capitaneado las tropas atenienses en
Sicilia entre el 427 y el 424, para comandar los refuerzos y unirse a Nicias en
el mando conjunto. Eurimedonte tenía que partir inmediatamente para Sicilia con
diez embarcaciones, ciento veinte talentos de plata y las noticias
esperanzadoras de que Demóstenes le seguiría con fuerzas aún mayores.
La decisión ateniense no puede sino alimentar la
sorpresa. La mayor parte de las suposiciones y expectativas de los defensores
de la expedición inicial se habían demostrado carentes de base, mientras que
los miedos de los que se oponían a ella se habían ido justificando con el
transcurrir del tiempo. Los italianos y los siciliotas no se habían unido con
entusiasmo o en masa a los atenienses, los peloponesios ya se hallaban metidos
en la contienda, y Siracusa ofrecía resistencia con renovado espíritu. Cabía
esperar que los ciudadanos de Atenas se sintieran engañados por los optimistas,
y que concedieran ahora mayor crédito a aquellos que dudaban de la empresa, por
lo que hubieran podido revocar la expedición y relevar a su comandante,
enfermizo y pesimista.
Muchos historiadores se muestran de acuerdo con
Tucídides y señalan como culpables de la continuación de la campaña a la
codicia, el desconocimiento y a la inoperabilidad de la democracia ateniense.
En esta ocasión, sin embargo, el comportamiento de los atenienses es el opuesto
a la veleidosa indecisión que normalmente se ha achacado a su gobierno. A pesar
de los contratiempos y las decepciones, Atenas mostró una constancia y una
determinación inalterables para ejecutar lo que había comenzado. De hecho, su
error es una falta típica y común de los grandes Estados, sin importar sus
constituciones, cuando se ven enfrentados con rivales que consideraban débiles
y fáciles de derrotar a priori.
Posiblemente, estos Estados consideran la retirada como un golpe a su
prestigio; y, aún no deseándola en sí misma, la ven también como una opción que
cuestiona su grado de fuerza y determinación, y con él, su propia seguridad.
Aventuras como la de la campaña siciliana recogen normalmente muchos apoyos,
basta que las perspectivas de triunfo se desvanecen.
Pero, ¿por qué insistieron los atenienses en mantener
en su cargo a Nicias, desanimado y enfermo? La respuesta podría buscarse en el
motivo por el cual los atenienses lo tenían en consideración. No le guardaban
el respeto que sentían por la brillante imaginación y el genio retórico de
Pericles, cuyo intelecto parecía estar siempre a punto para idear un plan o
improvisar recursos para confrontar cada reto y explicarlo con convicción a sus
gentes; en el caso de Nicias los atenienses admiraban su carácter y su modo de
vida, y confiaban en los triunfos que siempre lo habían acompañado por su buena
suerte. Había intentado comportarse según la manera digna propia de los
tradicionales políticos aristocráticos, pero sin la altivez objetable de
aquéllos. «Su dignidad no era del tipo austero y ofensivo, sino que se mezclaba
con cierto grado de prudencia; se ganó a las masas porque parecía que a su vez
las temía». Sus deficiencias como orador, por extraño que parezca, le hicieron
ganarse la simpatía de las gentes: «En la esfera política, su timidez (…) le
hacía parecer incluso un figura popular y democrática» (Plutarco, Nicias, II, 3-4).
En cierta ocasión, tras haber ganado una batalla en
las cercanías de Corinto, se dio cuenta de que los cuerpos de dos soldados
atenienses aún no habían sido recuperados. Solicitar el permiso del enemigo
para enterrar a los muertos se consideraba como signo de derrota. Sin embargo,
Nicias dio media vuelta para formular la petición antes que cometer la impiedad
de dejar los cadáveres desatendidos. Como apunta Plutarco: «Prefirió dejar a un
lado el honor y la gloria de la victoria, y no abandonar a dos ciudadanos sin
sepultura» (Nicias, VI, 4). Puede que
el propio Plutarco tuviera razón al señalar el buen ojo con el que siempre
elegía sus misiones entre aquellas fáciles y con garantías de éxito; pero los
atenienses únicamente sabían que Nicias sólo había sido perdedor en los coros
de los festivales teatrales de Dionisos porque en el campo de batalla jamás
había sido derrotado. Incluso su nombre estaba conectado con la palabra nike, cuyo significado es victoria.
Por lo tanto, no es sorprendente que los atenienses,
casi dos años después de que se hubiera insultado a las deidades con la
profanación de los misterios y la mutilación de las estatuas de Hermes, no
quisieran prescindir de los servicios del hombre más amado por los dioses, su
talismán humano para el triunfo. Si estaba enfermo, ya mejoraría; mientras
tanto, compañeros sanos y llenos de vigor le servirían como asistentes. Con el
primer contingente casi había tomado Siracusa con éxito; con toda seguridad,
con más refuerzos y hombres competentes, su habilidad y su buena suerte harían
que pronto se conjurase la victoria.
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