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la caída de Atenas (404 a. c.) al cabo
de una guerra sostenida durante cerca de treinta años por los estados griegos,
cerró el siglo de mayor florecimiento con aquel desenlace tan trágico que la
historia conoce. La fundación del imperio de Pericles fue la creación más
grandiosa de estado erigida sobre el suelo helénico. Durante algún tiempo
pareció que iba a estar destinado a ser la morada terrenal permanente de la
cultura griega. El juicio que Tucídides emite sobre Atenas en su oración
fúnebre de Pericles, escrita a raíz de terminar la guerra, parece transfigurada
todavía por el recuerdo que aún palpita en ella del sueño fugaz, pero digno
del genio ático, de llegar a mantener en perfecto equilibrio el espíritu y el
poder en el edificio armonioso de este estado. Cuando el historiador escribió
estas páginas había llegado ya a la conciencia histórica paradójica a que
estaba destinada su generación: a la conciencia de que toda armazón de poder
terrenal, por sólida que sea, es siempre precaria, y de que sólo las flores
frágiles del espíritu son perdurables e imperecederas. De pronto,
pareció como si el progreso hubiese dado un salto atrás de un siglo hasta la
época de los estados-ciudades aislados de la antigua Grecia antes de la
victoria sobre los persas, que otorgara a Atenas, a la par que su papel
histórico de campeón, la expectativa de la hegemonía futura sobre Grecia. Al
llegar aquí, ya a un paso de la meta, daba un traspié y caía por tierra.
La brusca caída de Atenas desde su altura conmovió
al mundo helénico porque dejaba en el ámbito del estado griego un vacío imposible
de llenar. Sin embargo, la suerte política de Atenas fue objeto de
disquisiciones espirituales mientras el estado tuvo para los griegos alguna
existencia real. La cultura griega había sido desde el primer momento
inseparable de la vida de la polis. Y este entronque no había sido
nunca tan estrecho como en Atenas. Por eso las consecuencias de aquella
catástrofe no podían ser meramente políticas. Tenían que repercutir
necesariamente sobre el nervio moral y religioso de la existencia humana. De
este nervio, y sólo de él, era de donde tenía que partir la convalecencia,
suponiendo que tal fuese posible. Esta conciencia se abrió paso tanto en la
filosofía como en la vida práctica y cotidiana. De este modo, el siglo IV se
convirtió en periodo de reconstrucción interior y exterior. Es cierto que el
mal calaba tan hondo que, vista la cosa desde lejos, parecía dudoso desde el
primer momento que aquella innata confianza universal de los griegos que
esperaba realizar siempre aquí y hoy "el mejor de los estados",
"la mejor de las vidas", pudiese llegar a reponerse nunca de aquel
golpe y recobrar su primitiva y natural espontaneidad. El viraje hacia el 382 interior que el espíritu griego da en los siglos
siguientes arranca de estos tiempos dolorosos. Para la conciencia de las gentes
de la época, incluso para un Platón, la misión planteada sigue siendo
absolutamente real, y ésta es sobre todo, aunque en otro sentido, la
concepción de los estadistas prácticos.
Es asombrosa la rapidez con que el estado ateniense se repuso de su
derrota y supo encontrar nuevas fuentes de energía material y espiritual. En
ninguna otra época se vio tan claro como en aquella gran catástrofe que la
verdadera fuerza de Atenas, incluyendo la del estado, residía en su cultura
espiritual. Fue ésta la que le alumbró el camino en su nuevo ascenso, la que en
el periodo de mayor desamparo le reconquistó con su encanto las almas de los
hombres que se habían apartado de ella y la que legitimó su derecho reconocido
a subsistir, en un momento en que carecía aún del poder necesario para
imponerse por su cuenta. De este modo, el proceso espiritual que se desarrolla
en la Atenas de los primeros decenios del nuevo siglo ocupa el primer plano del
interés, incluso desde el punto de vista político. Cuando Tucídides, al
contemplar retrospectivamente la época de apogeo del poder de Atenas bajo
Pericles, veía en el espíritu la verdadera fuerza cardinal de aquel estado, no
se equivocaba. También ahora seguía siendo Atenas —mejor dicho, fue ahora
precisamente cuando empezó a serlo de verdad— la paideusis de la Hélade.
Todos los esfuerzos se concentraron en la misión que a la nueva generación le
planteaba la historia: reconstruir el estado y la vida toda sobre sólidos
cimientos.
Esta orientación consciente de todas las fuerzas
espirituales superiores hacia el estado se había abierto paso ya bajo las
nuevas condiciones de vida creadas por la guerra y poco antes de que estallase
ésta. No eran sólo las nuevas teorías y los nuevos intentos pedagógicos de los
sofistas los que impulsaban las cosas en esta dirección. Esta corriente general
arrastraba también cada vez con más fuerza a los poetas, a los oradores y los
historiadores. El desenlace de esta gran pugna se encontró con una juventud
templada ya por las espantosas pruebas del último decenio de la guerra y
dispuesta a ponerse con todas sus fuerzas al servicio de la penuria de los
tiempos presentes. El hecho de que el estado real no les brindase cometidos que
mereciesen la pena de afrontarse hacía que sus esfuerzos se sintiesen
necesariamente espoleados por el deseo de encontrar una salida espiritual. Ya
hemos visto la tendencia pedagógica que, en progresión constante, penetra todo
el desarrollo artístico y espiritual de Grecia en el siglo ν hasta llegar a la obra de Tucídides, en la que se sacan las enseñanzas
del proceso político de todo el siglo anterior. Pues bien, este torrente se
trasvasa ahora a la época de la reconstrucción. El problema del presente hace
que el impulso pedagógico se fortalezca en enormes proporciones, se haga
apremiante y adquiera, por los sufrimientos generales de los hombres, una
profundidad 383 insospechada. La idea de la paideia
no tarda en convertirse en expresión auténtica de los afanes espirituales
de la siguiente generación. El siglo IV es la era clásica en la historia de la paideia,
entendiendo por ésta el despertar a un ideal consciente de educación y de
cultura. Con razón coincide con un siglo tan problemático. Este alertamiento es
precisamente lo que más distingue al espíritu griego del de otros pueblos, y la
conciencia plenamente despierta con que los griegos viven la bancarrota
general, espiritual y moral, del brillante siglo ν es la que les permite captar la esencia de su educación y de su cultura
con esa claridad interior que llevará siempre a la posteridad a sentirse, en
esto, como un discípulo suyo.
Pero aunque en este plano, y desde el punto de vista
espiritual, el siglo IV deba considerarse como la consumación del proceso que
había comenzado ya a desarrollarse en el siglo ν, ο con anterioridad, en otros aspectos representa un viraje
extraordinario. El siglo anterior había discurrido bajo el signo de la
realización plena de la democracia. Cualesquiera que sean las objeciones
alegadas en contra de la viabilidad política de este ideal, jamás realizado,
de una autonomía hecha extensiva a todos los ciudadanos libres, es indudable
que el mundo le debe la creación de la personalidad humana responsable ante sí
misma. La Atenas renovada del siglo IV no podía levantarse tampoco sobre ningún
otro fundamento más que el de la ya clásica isonomía, aunque no tuviese
ya aquella distinción interior de la época de Esquilo, para la que no eran
demasiado audaces estas pretensiones de nobleza de la colectividad. El estado
ateniense no parece reconocer el hecho de que su ideal, pese a su gran superioridad
material, había sucumbido en la lucha. La verdadera huella de la victoria
espartana no debe buscarse en el terreno constitucional, sino en la órbita de
la filosofía y de la paideia. El forcejeo espiritual con Esparta llena
todo el siglo IV y llega hasta fines del estado-ciudad soberano y democrático.
El problema no estriba precisamente en saber si se debería capitular ante el
hecho de la victoria espartana y reformar exteriormente las instituciones
libres del estado ateniense. Indudablemente ésta fue la primera reacción ante
la derrota, pero no tardó en ser contrarrestada, un año después de terminada la
guerra, por el fracaso del golpe de estado de los "Treinta". Sin embargo,
el problema como tal no se solucionó ni se olvidó con la llamada restauración
de la constitución democrática y la amnistía general que la siguió. Lo que se
hizo fue desplazarlo a otro campo. Se desplazó de la órbita de la actuación
política práctica a la de la pugna espiritual por la regeneración interior. Se
abría paso la convicción de que Esparta no era tanto una determinada
constitución como un sistema educativo aplicado hasta sus últimas
consecuencias. Su rigurosa disciplina era lo que le daba su fuerza. También la democracia,
con su apreciación optimista de la capacidad del hombre para gobernarse a sí
mismo, presuponía un alto nivel de cultura. Esto
384 sugería la idea de hacer de la educación el punto de
Arquímedes en que era necesario apoyarse para mover el mundo político. Aunque
ésta no era receta útil para la gran masa del pueblo, la idea ahondaba con
tanta mayor razón en la fantasía de las individualidades dirigentes en el
campo del espíritu. En la literatura del siglo IV encontramos todos los matices
de la realización de esta idea, desde la actitud de admiración simplista y
superficial del principio espartano de la educación colectiva hasta su repulsa
absoluta y su sustitución por un nuevo y más alto ideal de formación humana y
de conexión entre el individuo y la colectividad. Otros, en cambio, no buscan
el modelo de la propia conducta ni en las ideas políticas exóticas del
adversario vencedor ni en un ideal filosófico de propia construcción. Lo que
hacen es volver la vista al pasado de su propio estado, es decir, de Atenas, y
empiezan a pensar y aspirar retrospectivamente, de tal modo que no pocas veces
su voluntad política actual reviste la forma de su antecedente histórico. Una
gran parte de estas ideas restauradoras tiene carácter romántico, pero no puede
negarse que con este romanticismo se mezcla una nota realista, que da la
crítica, generalmente muy certera, del presente y de sus perspectivas, crítica
que sirve de punto de partida, a todos estos sueños. Éstos se visten siempre
con el ropaje de una tendencia educativa, con el ropaje de la paideia. Sin
embargo, si las relaciones entre el estado y el individuo se enfocan en este
siglo de un modo tan consciente, no es sólo porque se pretenda fundamentar de
nuevo el estado partiendo del individuo moral. Impera también, con no menor
claridad, la conciencia de que la existencia humana individual se halla
condicionada asimismo por lo social y lo político, idea ésta muy natural en un
pueblo que tenía el pasado de Grecia. La educación por medio de la cual se
pretendía mejorar y fortalecer el estado constituía un problema más adecuado
que ningún otro para llevar a la conciencia la condicionalidad mutua entre el
individuo y la comunidad. Desde este punto de vista, el carácter privado de
toda la educación anterior de Atenas aparecía como un sistema fundamentalmente
falso e ineficaz, que debía dejar paso al ideal de la educación pública, aunque
el propio estado no supiese hacer el menor uso de esta idea. Pero la misma idea
se abrió paso plenamente a través de la filosofía, que se la asimiló, y el hundimiento
de la independencia política del estado-ciudad griego vino a iluminar con mayor
fuerza todavía la importancia de aquella idea. Ocurrió como ocurre con tanta
frecuencia en la historia: la conciencia salvadora llegó tarde. Sólo después de
la hecatombe de Queronea observamos cómo va abriéndose paso la convicción de
que el estado ateniense tendrá que salir adelante merced a la idea de una paideia
consecuente con su espíritu. El orador y legislador Licurgo, cuyo Discurso
contra Leócrates, único que de él se ha conservado, es un monumento de esta
forma interior, quiso desplazar con ella la actuación educativa pública de
Demóstenes del campo de la mera 385 improvisación al campo de la
legislación. Pero esto no modifica sustancialmente el hecho de que los grandes
sistemas de la paideia creados en el siglo IV surgieran al amparo de la
libertad de pensamiento, aunque no brotaran del terreno espiritual de la
democracia ateniense de su época. La dura prueba de una guerra perdida y la
problemática interior de la democracia fueron, indudablemente, las que
espolearon el pensamiento, pero una vez puesto en marcha, éste no se dejó encuadrar
dentro de las formas tradicionales ni se limitó a justificar su existencia.
Marchó por sus caminos propios y se volcó libremente sobre sus postulados
ideales. En sus proyecciones políticas y pedagógicas, lo mismo que en el
terreno religioso y ético, el espíritu de los griegos, al desarrollarse
libremente, se emancipó de lo existente y de sus trabas y se creó su propio
mundo interior e independiente. Su ruta hacia una nueva paideia arrancó
de su convencimiento de que era necesario un ideal nuevo y más alto de estado y
de sociedad, y terminó en la búsqueda de un nuevo Dios. El humanismo del siglo
IV, después de ver cómo caía por los suelos el reino de la tierra, estableció
su morada en el reino de los cielos.
La misma imagen exterior de la literatura revela ya,
claramente visible, el fin. Aunque las grandes formas de la poesía, la tragedia
y la comedia, que habían impreso su sello al siglo v, siguen cultivándose con
arreglo a la tradición y encuentran sus representantes en un número asombroso
de poetas estimables, el aliento poderoso de la tragedia se apaga. La poesía
pierde su poder de dirección de la vida espiritual. El público reclama en
proporción cada vez mayor, y la ley acaba ordenándola, la representación
regular de las obras procedentes de los viejos maestros del siglo anterior.
Estas obras se convierten ahora, en parte, en patrimonio cultural clásico, pues
los muchachos las aprenden en la escuela como a Homero y los poetas antiguos, y
los oradores y los filósofos las citan en sus discursos y en sus ensayos, y en
parte el arte dramático moderno, que tiende cada vez más a dominar con carácter
exclusivo la escena, las utiliza para sus experimentos, en los que lo que
interesa no es ya su forma ni su contenido. La comedia languidece y la política
no ocupa ya el centro de ella. Tendemos con demasiada facilidad a olvidar que
la producción poética de esta época, sobre todo en materia de comedias, fue
todavía enormemente grande, pues la tradición enterró todos estos miles de
obras. Sólo se han conservado las de los prosistas Platón, Jenofonte,
Isócrates, Demóstenes y Aristóteles, aparte de las de no pocos autores
secundarios. En conjunto, puede decirse, sin embargo, que esta selección es
bastante justa, ya que la actividad realmente creadora del nuevo siglo se
manifiesta principalmente en la prosa. La supremacía espiritual de ésta sobre
la poesía es tan arrolladora, que acaba extinguiendo totalmente su recuerdo a
través de los siglos. Entre los contemporáneos y en la posteridad sólo adquieren
gran relieve la figura de Menandro y la influencia del nuevo tipo 386 de comedia de este autor y de
sus colegas de la segunda mitad del siglo IV. Era la última manifestación de la
poesía griega dirigida realmente al gran público: no ciertamente a la polis,
como su predecesora, la antigua comedia y la tragedia de los grandes
tiempos, sino a la sociedad culta, cuya vida e ideas refleja. Sin embargo, la
verdadera lucha de la época no se desarrolla en los discursos y en las charlas
humanas de este arte docente, sino en los diálogos de la nueva prosa poemática
filosófica, que giran en torno a la lucha por la verdad y en los que Platón y
sus camaradas inician al mundo en el íntimo sentido de las investigaciones
socráticas sobre el fin de la vida. Los discursos de Isócrates y Demóstenes nos
permiten asistir a la historia de los sufrimientos y a la problemática del estado
griego, en ésta su fase final de vida. Con los escritos docentes de Aristóteles
la ciencia y la filosofía griegas abren por vez primera ante la posteridad el
interior del taller en que laboran sus investigaciones.
Estas nuevas formas de la literatura en prosa no
acusan solamente la personalidad de sus autores. Son la expresión de grandes e
influyentes escuelas de filosofía y de ciencia o de retórica, o de fuertes
movimientos políticos y éticos en los que se concentran las aspiraciones de la
minoría consciente. Incluso bajo esta forma de organización, las
características de la vida intelectual del siglo IV se distinguen de las de la
época anterior. Es una vida intelectual que se desarrolla con arreglo a un
programa y persiguiendo una meta. La literatura de esta época encarna los
antagonismos existentes entre todas las escuelas y tendencias. Todas ellas se
hallan aún en la fase de su primera vitalidad pasional y encierran para la
colectividad un interés tanto mayor cuanto que sus problemas brotan directamente
de la vida de su tiempo. El tema común de esta gran pugna es la paideia. En
él encuentran su unidad superior las múltiples manifestaciones del espíritu de
esta época, la filosofía, la retórica y la ciencia. Pero a esta lucha se suman
también, contribuyendo con su parte al problema que a todos preocupa, los
representantes de las actividades prácticas tales como la economía, la guerra,
la caza, las ciencias especiales, por ejemplo, la matemática y la medicina y,
finalmente, las artes. Todas ellas aparecen como potencias que aspiran a formar
y cultivar al hombre, razonando esta pretensión sobre el plano de los
principios. Una historia de la literatura que arrancase de la simple forma del eidos
estilístico, no podría captar esta unidad vital interior de la época. Esta
lucha por la verdadera paideia, librada con una furia tan grande y con
tan gran entusiasmo, es precisamente lo que da su fisonomía característica al
proceso real de vida de esta época, y la literatura coetánea participa de la
realidad viva en la medida en que toma parte en esta lucha. El triunfo de la
prosa sobre la poesía se logró gracias a la alianza entre las vigorosas fuerzas
pedagógicas, que ya en la poesía griega actuaban en un grado cada vez mayor, y
el pensamiento racional de la época, que ahora penetraba cada vez más
profundamente 387
en los verdaderos
problemas vitales del hombre. Por último, el contenido filosófico, imperativo
de la poesía, se despoja de su forma poética y se crea en el discurso libre una
nueva forma que responde más de lleno a sus necesidades, o llega incluso a ver
en ella un tipo nuevo y más alto de poesía.
La concentración cada vez mayor de la vida
espiritual en escuelas cerradas o en determinados círculos sociales representa
para éstos un incremento de fuerza modeladora y de intensidad de vida. Pero si
comparamos esto con la situación anterior, en que la tal cultura corría aún a
cargo de capas enteras de la sociedad, como la nobleza, o se difundía con
carácter general entre el pueblo bajo la forma de la gran poesía o a través de
la música, la danza y la mímica, vemos que la nueva orientación encierra un
aislamiento peligroso del espíritu y un fatal menoscabo de su función de
cultura colectiva. Éste se produce allí donde la poesía deja de ser la
verdadera forma de creación espiritual y de expresión pública decisiva de la
vida, para dejar paso a formas más racionales. Pero si es fácil comprobar esto a
posteriori, trátase al parecer de una evolución sujeta a leyes fijas y que
no es posible revocar voluntariamente, una vez realizada.
De aquí se deduce que la fuerza de modelar al pueblo
en conjunto, fuerza inherente en el más alto grado a la cultura poética
anterior, no aumentaba necesariamente, ni mucho menos, al aumentar la conciencia
del problema educativo ni los esfuerzos pedagógicos. Por el contrario, tenemos
la impresión de que conforme iban cediendo en fuerza las potencias que
primeramente imperaban sobre la vida, tales como la religión, los usos sociales
y la "música", de que en Grecia formó siempre parte la poesía, la
gran masa iba hurtándose cada vez más a la acción modeladora del espíritu, y en
vez de beber en las fuentes más puras buscaba su expansión con sustitutivos de
baja calidad. Es cierto que siguen proclamándose, e incluso con un alarde
retórico mayor, los mismos ideales que antes arrastraban a todas las capas
sociales del pueblo, pero ahora estos ideales tienden cada vez más a flotar
sobre las cabezas sin penetrar en ellas. Se les presta oídos de buena gana y la
gente se deja incluso entusiasmar momentáneamente por ellos. Pero son pocos
los que los llevan en la masa de la sangre; y fallan al llegar al momento
decisivo. Es fácil decir que las gentes cultas habrían podido salvar por sí
mismas este abismo. La figura más importante de la época, que vio más claro
que ninguna otra el problema de la estructura de la comunidad y del estado en
conjunto, Platón, tomó la palabra sobre este tema en su vejez y explicó por qué
no había podido traer un mensaje para todos. Entre él y su gran adversario,
Isócrates, no media en este respecto diferencia alguna, a pesar de todos los
antagonismos existentes entre la formación filosófica representada por el
primero y la idea de educación política preconizada por el segundo. Y, sin
embargo, jamás fue tan seria y tan consciente como entonces la voluntad de
poner la 388 mayor energía espiritual en la construcción de una nueva colectividad.
Lo que ocurre es que los esfuerzos se encaminaban en primer término al problema
de cómo podían formarse los gobernantes y guías del pueblo, y sólo en segundo
lugar a los medios con ayuda de los cuales estos hombres dirigentes podían
formar al pueblo en su conjunto.
Este desplazamiento del punto de enfoque, que en el
fondo arranca ya de los sofistas, distingue al nuevo siglo del anterior. Y
señala también el comienzo de una época histórica. De este nuevo objetivo
surgen precisamente las academias y las escuelas superiores. Su relativo
aislamiento sólo puede comprenderse partiendo de aquí y, así enfocado el
problema, parece casi inevitable. Es difícil, naturalmente, decir qué
influencia habrían podido ejercer en este sentido las escuelas superiores del
siglo IV, si la historia les hubiese concedido un plazo mayor para su
experimento. Su verdadera acción llegó a ser, sin duda, muy distinta de las que
ellas originariamente se habían propuesto, pues acabaron siendo las creadoras
de la ciencia y la filosofía occidentales y las adelantadas de la religión
universal del cristianismo. Tal es la verdadera significación del siglo IV
para el mundo. La filosofía, la ciencia y, en lucha constante con ellas, el
poder formal de la retórica, son los vehículos a través de los cuales llega la
herencia espiritual de los griegos a los demás pueblos del mundo en aquella
época y en la posteridad, y a los que debemos primordial-mente la conservación
de aquel patrimonio de cultura. Gracias a ellos esta herencia se trasmitió bajo
la forma y sobre los fundamentos que le había dado la lucha en torno a la paideia
en el siglo IV, es ir, como la suma y compendio de la cultura griega, y
ésta fue la divisa bajo la que Grecia conquistó espiritualmente el mundo. Y si
desde el punto de vista nacional helénico puede parecer que el precio abonado
por conferir al pueblo griego este título de gloria ante la historia universal
fue demasiado caro, debemos recordar que no fue precisamente la cultura la que
determinó la muerte del estado helénico, sino que la filosofía, la ciencia y la
retórica eran, por el contrario, las formas en que podía perdurar lo que había
de verdaderamente inmortal en la creación de los griegos. Por donde llegamos
a la conclusión de que el desarrollo del siglo IV aparece envuelto en las
sombras profundamente trágicas de un proceso de disolución y al mismo tiempo
iluminado por el resplandor de una sabiduría providencial, a la luz del cual
tampoco el destino terrenal de aquel pueblo procer representa más que un día
dentro de la gran obra de conjunto de su creación histórica.
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