LA RESTAURACIÓN DE LA DEMOCRACIA EN ARGOS
Entre los griegos, allí donde la democracia había
echado raíces, las gentes quedaban descontentas con la imposición de la
oligarquía y perseguían con ahínco la restauración del gobierno popular. En
Argos, los oligarcas recién llegados al poder precipitaron este proceso con su
comportamiento represor: «Escogieron a los que se habían alzado como líderes
populares y [los oligarcas] los condenaron a muerte; después, aterrorizaron al
resto de los argivos con la amenaza de derogar sus leyes, y empezar a dirigir
por ellos mismos los asuntos públicos» (Diodoro, XII, 80, 3). En el agosto del
año 417, los demócratas de Argos prendieron la llama de la rebelión durante el
festival espartano de las Gimnopedias; asesinaron o desterraron a muchos de los
oligarcas y restablecieron el gobierno popular. Los oligarcas supervivientes solicitaron
frenéticamente la ayuda de Esparta, pero los espartanos no abandonaron sus
celebraciones. Pasado un tiempo, enviaron un ejército a Argos, aunque no llegó
a realizar ninguna intervención significativa mientras estuvo allí.
Rechazados por los espartanos, los demócratas argivos
siguieron el consejo de Alcibíades y construyeron unos muros largos que
conectaban Argos con el mar con la ayuda de los eleos. También trataron de
alcanzar una alianza con Atenas, a la que sus murallas ofrecían una ruta abierta
por mar. A finales del verano, la obra quedó terminada, pero los espartanos
enviaron contra la ciudad un ejército comandado por Agis y destruyeron lo
construido. También capturaron Hisias, una población argiva, donde mataron a
todos los hombres libres que habían hecho prisioneros justo antes de poner fin
a la campaña y volver a Esparta. Estas atrocidades eran cada vez más
frecuentes, aunque Tucídides no hace ningún comentario al respecto.
Tras su regreso al gobierno después de la partida
espartana, los demócratas argivos tomaron medidas para evitar más traiciones, y
atacaron Fliunte, población en la que se habían asentado la gran mayoría de los
oligarcas desterrados. En el año 416, Alcibíades, de nuevo general ateniense,
condujo una flota a Argos para hacerse cargo de trescientos sospechosos,
acusados de simpatizar con Esparta, y los dispersó por diferentes islas. Más
adelante, en ese mismo año, los argivos realizaron más detenciones, pero muchos
otros disidentes consiguieron escapar al exilio antes de ser apresados. A pesar
de tales medidas, Argos continuaba siendo vulnerable a un ataque espartano, por
lo que se hizo un llamamiento a los atenienses para que los defendieran de
forma más activa. En ese momento, sin embargo, la alianza con Argos ofrecía
pocas ventajas y muchos peligros para Atenas.
LA VIDA POLÍTICA DE ATENAS
En la primavera del año 417, la elección tanto de
Nicias como de Alcibíades puso de manifiesto la división y la confusión
reinantes en el seno de la política ateniense. Alcibíades volvía a insistir en
apoyar a sus amigos de Argos; pero, sin Élide y Mantinea, no había esperanzas
de retomar una campaña activa en el Peloponeso. Además, Nicias quería recuperar
los territorios calcídicos y tracios, regiones cruciales para Atenas por sus
riquezas en moneda y madera, y en cambio no estaba dispuesto a perder tropas en
el Peloponeso. Los atenienses necesitaban recobrar los territorios perdidos,
sus súbditos y su prestigio antes de que la idea de la rebelión se extendiera
más aún.
Desde la paz del 421, se habían producido otras
defecciones del lado ateniense en Calcídica, y el rey de Macedonia era sin duda
una nueva amenaza para el Imperio.
En el año 418, los espartanos, en compañía de los
oligarcas argivos, habían convencido a Perdicas de Macedonia para que jurase
una alianza con ellos; aun así, éste se comportó de forma prudente y no rompió
completamente su relación con Atenas. Sobre el mes de mayo de 417, los
atenienses forzaron al rey a posicionarse al planear una campaña en contra de
los calcídicos y de Anfípolis, con Nicias a la cabeza. Perdicas rehusó cumplir
con su parte, lo que obligó a los atenienses a abandonar el plan. Éstos
respondieron imponiendo un bloqueo sobre las costas macedónicas, que no llegó a
surtir ningún efecto. Los ciudadanos de Atenas no conseguían acordar ninguna
acción política en la Asamblea, y los intentos de sus dos líderes más
importantes, al perseguir diferentes estrategias a la vez, estaban en punto
muerto y sólo les habían conducido al fracaso.
EL OSTRACISMO DE HIPÉRBOLO
Hipérbolo estaba decidido a resolver la situación,
aunque para ello tuviera que echar mano del viejo recurso del ostracismo, caído
en desuso por aquel entonces. El destierro parecía casar a la perfección con la
solución de los problemas que Atenas tenía en el año 416, porque otorgaría a
los atenienses una clara disyuntiva entre las ideas políticas y los liderazgos
de Nicias y Alcibíades. Durante el último cuarto de siglo, no se había
utilizado contra nadie porque el coste de tal condena —el destierro por diez
años— era tan alto, que sólo aquel que contase con una mayoría segura podía
favorecerse de una medida tan extrema. Desde los tiempos de Pericles, ningún
político ateniense había contado con tal grado de confianza; y como Nicias y
Alcibíades habían obtenido apoyos similares en el año 416, ninguno de los dos
deseaba jugársela con esta práctica.
Sin embargo, Hipérbolo no parecía tener nada que
perder. En apariencia, el advenimiento de Alcibíades como líder de la facción
belicista había colocado a Hipérbolo «fuera del alcance del ostracismo», porque
en el pasado sólo las figuras políticas de mayor renombre —los dirigentes de
las facciones— habían sido sometidas a tal procedimiento. Hipérbolo «albergaba
la esperanza de que, cuando uno de los dos hombres fuera enviado al destierro,
él sería el rival del que quedara» (Plutarco, Nicias, XI, 4). Los escritores clásicos lo condenaron de manera
categórica, pero, de hecho, debió de perseguir algo más que su beneficio, tal
vez guiado por la creencia de que el ostracismo traería a Atenas una línea
política más firme. Sean cuales fueren sus motivos, él fue el responsable de
convencer a los atenienses de que recurrieran al ostracismo de nuevo. Con la
decisión tomada, Nicias y Alcibíades no tendrían otra opción que prepararse
para asumir sus riesgos. Sin embargo, en el último momento Alcibíades sugirió a
Nicias que colaboraran mutuamente, con la combinación de sus fuerzas como
garantía de éxito, para tornar la decisión en contra del propio Hipérbolo; y,
al final, fue él quien padeció el ostracismo y murió en el destierro.
La condena de marzo del año 416 revelaba una debilidad
fatal de la institución ateniense: ésta podía suscribir el ideario político de
un líder que disfrutara de una clara mayoría, pero resultaba inútil y poco
transparente cuando carecía de ella. Quizá la percepción generalizada de este
defecto explicaría por qué esta medida no volvería a utilizarse nunca más en
Atenas. Con una mirada retrospectiva, la ciudad podría haberse visto
beneficiada si los grandes rivales hubieran corrido el riesgo de competir entre
ellos con honestidad; por el contrario, el ostracismo de Hipérbolo dejaba a la
ciudad sin una política o un liderazgo consistentes. Poco tiempo después, los
atenienses elegían de nuevo a Nicias y a Alcibíades como generales, lo que
reflejaba claramente la paralización de su vida política.
El comportamiento de los atenienses durante estos años
revela su mayor frustración. La disposición mostrada por los espartanos a la
hora de incumplir los términos del Tratado truncó la esperanza mantenida por
Nicias de lograr un acercamiento sincero entre las dos potencias. Por otro
lado, el plan de Alcibíades de derrotar a Esparta a través de una gran alianza
en el Peloponeso presentaba aspectos caóticos, mientras que el programa de
Nicias, mucho más modesto, no había ido más allá de la fase de planificación.
Sin embargo, la paz sí había permitido la recuperación del poder financiero
ateniense; hacia el año 415, el fondo de reserva debió de contar al menos con
unos cuatro mil talentos. Entretanto, una nueva generación de jóvenes había
crecido sin la amarga experiencia de la guerra o de los crudos recuerdos de la
invasión del Ática. Aunque Atenas mantenía una supremacía naval inigualable y
disponía de un ejército considerable, parecía mostrarse incapaz de hacer uso de
su fuerza y vitalidad para hacer respetar la paz de verdad o para ganar la
guerra. En la primavera del 416, la campaña llevada a cabo contra Melos
proporcionaría a los atenienses la salida necesaria para sus energías y
frustraciones.
LA CONQUISTA ATENIENSE DE MELOS
Melos era la única de las islas Cícladas que había
rechazado la adhesión a la Liga de Delos, lo que le permitía disfrutar de los
beneficios imperiales sin tener que soportar ninguna de sus obligaciones. Sus
pobladores eran dorios, y parece ser que durante la Guerra Arquidámica habían
prestado su ayuda a los espartanos, de quienes eran colonos. En el año 426,
Melos había resistido el ataque de los atenienses y sus ciudadanos mantenían
con fiereza su independencia; aun así, Atenas incluyó la isla en sus Anales
imperiales a partir de 425. Un conflicto a mayor escala se hacía inevitable,
porque los atenienses no podían permitir que una pequeña isla cicládica no
acatase su voluntad y su autoridad. Los melios basaban su seguridad en la
relación especial que tenían con Esparta, factor que, irónicamente, ayuda de
alguna forma a explicar la cronología misma del ataque ateniense.
Los atenienses, frustrados por la supremacía de la
infantería del Peloponeso y por la diplomacia desarrollada por Esparta en el
norte, debieron de haberse sentido deseosos de demostrar que, al menos en el
mar, los espartanos no eran capaces de causarles ningún daño. Atenas envió a
Melos treinta naves, mil doscientos hoplitas, trescientos arqueros y otros
veinte más a caballo; sus aliados, provenientes posiblemente de las islas en su
mayoría, mandaron ocho barcos y mil quinientos hoplitas. La participación de
una proporción tan alta de isleños y aliados sugiere que este ataque en
particular se fundamentaba en razones que la Liga de Delos consideraba justas;
tampoco tenemos noticia de que, a la hora de decidir la invasión, pudieran
existir disensiones entre los atenienses. No obstante, la expedición no parecía
lo bastante importante como para que invitase a la participación de Nicias o
Alcibíades, así que Tisias y Cleomedes encabezaron el mando de las fuerzas
aliadas. Antes de dedicarse a arrasar sus campos, Tisias y Cleomedes enviaron
embajadores a Melos para convencer a sus ciudadanos de que se rindieran.
Los magistrados de Melos, ante el temor de que sus
gentes se inclinaran por una posible rendición, no permitieron que los
embajadores se expresaran ante el pueblo; en cambio, sí dispusieron que
hablaran ante ellos y, probablemente, delante de un Consejo oligárquico. El
objetivo de los atenienses era convencer a los melios de que capitularan sin
ofrecer resistencia, y sin duda consideraron que lo lograrían antes por medio
de amenazas que de cualquier otra forma. En todo caso, esta postura estaba en
consonancia con los recientes hechos acaecidos en Escione, donde la política
tibia en el trato con los aliados rebeldes había sido abandonada en favor del
mandato del terror. El lenguaje duro y contundente que los atenienses usaron
con Melos no fue una excepción dentro de su oratoria política. En algunos
discursos públicos, tanto Pericles como Cleón habían calificado gustosamente de
tiranía al propio Imperio ateniense; y, en el año 432, las palabras utilizadas
por el portavoz ateniense en Esparta no diferían tanto de las usadas en Melos:
«No hemos hecho nada extraordinario ni contrario a la naturaleza humana por
aceptar el Imperio que nos ha sido dado, ni por rehusar a abandonarlo, ya que
nos movían motivos más fuertes: el honor, el temor y la propia conveniencia. No
somos los primeros en actuar así, pues el destino siempre ha querido que el
débil quede sometido al poderoso» (I, 76, 2).
Sin embargo, los melios rechazaron la rendición de su
ciudad movidos por dos razones: creían que su causa era justa, y que por tanto
los dioses no permitirían su derrota; además, confiaban en que los espartanos
acudirían en su defensa. Los atenienses desestimaron fácilmente tanto la una
como la otra. Los espartanos, afirmaron, «son los hombres más interesados que
conocemos, consideran honroso lo que les place, y justo lo que les conviene»
(V, 105, 4), aquello no era un buen presagio para los melios. Los espartanos
sólo entrarían en acción si tenían la supremacía de la fuerza y, por lo tanto,
«no es muy probable que se aventuren a venir a una isla, mientras nosotros
controlamos el mar» (V, 109).
Los atenienses procedieron pues a sitiar la ciudad,
hasta que el hambre, el desaliento y el temor a la traición obligaran a sus
habitantes a rendirse. La Asamblea votó a favor de matar a todos los varones y
vender como esclavos a las mujeres y a los niños. Se rumorea que Alcibíades
propuso o apoyó este decreto, pero tampoco tenemos pruebas de que Nicias, o
cualquier otro, se opusieran a él. Los atenienses habían abandonado la política
moderada de Pericles a conciencia por considerarla fracasada; en cambio,
optaban por la línea dura de Cleón, con la esperanza de que serviría de
disuasión para las rebeliones y la resistencia futuras. Ésta bien podría ser
una explicación razonable de sus nuevas actuaciones; sin embargo, las emociones
también debieron de desempeñar un papel preponderante como mínimo. Con toda
seguridad, éste sería otro de los acontecimientos que Tucídides tuvo que tener
en cuenta cuando habló de la guerra como la «maestra violenta».
NICIAS CONTRA ALCIBÍADES
En el seno de Atenas, Nicias y Alcibíades habían
aportado nuevos aires de sofisticación a las técnicas de la práctica política
democrática. Al lector moderno puede que le recuerde a las campañas políticas
de nuestro tiempo, donde los grandes temas están subordinados a la personalidad
de un líder político, que intenta proyectar una «imagen» lo más favorable
posible por medio de un despliegue extraordinario. Y lo que es más, estos
nuevos métodos exigían que los candidatos poseyeran y gastaran grandes sumas de
dinero. Haciendo gala de su fama de gran religiosidad, Nicias ofreció en el año
417 una espectacular exhibición de su devoción a los dioses, e hizo uso de la
consagración de un templo ateniense en Delos en honor a Apolo para poner en
marcha una gran escenificación, que consistió en montar la procesión coral con
un grado inusitado de opulencia, precisión y fuerza dramática. Al amanecer y
desde la vecina isla de Renea, Nicias condujo al contingente ateniense a través
de un puente formado por naves, que se había construido para cubrir la
distancia exacta entre las dos islas y se había decorado con los tapices más
ricos y de colores abigarrados. A los que estaban en Delos les pareció que el
coro, cantando al avanzar y bellamente ataviado, caminaba hacia el sol naciente
sobre el agua. Después, Nicias dedicó a Apolo una palmera de bronce que pronto
se hizo famosa y ofreció al dios un terreno valorado en no menos de diez mil
dracmas, cuyas rentas se destinarían a costear los banquetes propiciatorios,
donde se pedía a los dioses que derramaran sus bendiciones sobre el donante.
Plutarco nos ofrece una observación al respecto: «Había en todo esto mucho de
ostentación vulgar, orientada a aumentar su reputación y satisfacer su ambición»
(Nicias, IV, 1). No obstante, muchos
atenienses quedaron impresionados con el espectáculo y creyeron que los dioses
no harían sino favorecer a un hombre tan religioso y sonreír a la ciudad que
fuera guiada por él. Durante el año siguiente, Alcibíades pudo igualar esta
actuación con otra muy diferente, aunque no por ello menos grandiosa. En los
Juegos Olímpicos del año 416, compitió en la carrera de carros con siete
equipos de su propiedad, el número más alto que ningún ciudadano particular
había puesto jamás en la pista; y tres de ellos llegaron primero, segundo y
cuarto, respectivamente. Más tarde, durante la celebración de un festival
religioso, explicó sin sonrojos el motivo político que subyacía a un capricho
tan caro y extravagante: quería, dijo, hacer demostración del poderío
ateniense; porque, gracias a esta gran exhibición de riqueza, «los griegos
creerían que nuestra ciudad era más poderosa… aun cuando en un principio
esperasen que la guerra nos habría desgastado» (VI, 16, 2). Sin embargo, su meta
más inmediata eran los votantes atenienses. A la imagen de un Nicias beatífico
y maduro, Alcibíades oponía la bravura y el brío de una generación joven con
más iniciativa. Estas extravagancias formaban parte de su campaña continua en
aras de la supremacía política, aunque de momento no se vislumbrara una clara
ventaja entre los rivales.
La sed de riquezas no guiaba ni a uno ni a otro; así
como tampoco deseaban que las decisiones políticas quedaran en manos de las
masas. Sin embargo, ambos abrigaban la ambición de encabezar el Estado
ateniense, a pesar de que no poseían las extraordinarias dotes políticas que se
habían dado ocasionalmente en figuras como Pericles o Cimón. El infortunio de
Atenas pasaba por dos hombres que, aun queriendo convertirse en único sucesor
del Pericles olímpico, no sabían hacer nada mejor que interferir continuamente
en los planes del otro.
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