sábado, 23 de diciembre de 2017

Canfora Luciano.-El mundo de Atenas: I. «¿QUIÉN PIDE LA PALABRA?»

El sistema político ateniense:

«Una camarilla que se reparte el botín»
 Was ihr den Geist der Zeiten heißt,
Das ist im Grund der Herren eigner Geist,
In dem die Zeiten sich bespiegeln.
[Lo que llamáis espíritu de los tiempos
no es más que el espíritu de los señores
en quienes los tiempos se reflejan].
 W. GOETHE,
Faust, 577-579

1

En teoría, en la asamblea popular hablan todos aquellos que lo desean. Todos tienen derecho a pronunciarse, respondiendo positivamente a la pregunta formulada por el pregonero cuando la sesión se abre: «¿Quién pide la palabra?».
Pero el funcionamiento verdadero de la asamblea era bien distinto. Hablan sobre todo aquellos que saben hablar, que tienen la formación necesaria que les permite el dominio de la palabra. La visión idealizada es la que Pericles propone al público en el epitafio: «no anteponemos las razones de clase al mérito personal, conforme al prestigio de que goza cada ciudadano en su actividad; ni tampoco nadie, en razón de su pobreza, encuentra obstáculos debido a la oscuridad de su condición social si está en condiciones de prestar un servicio a la ciudad».[198] No debe empero escapársenos que Pericles dice genérica y prudentemente «dar un aporte», más que referirse explícitamente a hablar a la asamblea. La realidad es, como sucede a menudo, la que se describe en la comedia.
La más antigua comedia de Aristófanes que se ha conservado, Los acarnienses (425 a. C.), constituye también la más antigua descripción conservada del mecanismo asambleario. El cuadro que traza el protagonista, Diceópolis, un pequeño propietario del demo de Acarne, es por completo distinto del que, con deliberada demagogia, delinea el Pericles tucidídeo. «La asamblea está desierta. Mis conciudadanos conversan en la plaza mientras se pasean para mantenerse lejos de la cuerda roja.[199] Ni siquiera a los pritanos[200] se los ve llegar.»[201] Diceópolis, que desea con vehemencia que se tomen decisiones claras en favor de la paz, está solo, «mira hacia el campo y odia la ciudad»,[202] y describe cómicamente cómo pasa el tiempo a la espera de que la asamblea por fin se pueble. «Pero esta vez», declara, «he venido bien preparado, decidido a gritar, a interrumpir y a insultar a los oradores si alguien habla de otra cosa que no sea la paz.»[203] «Gritar, interrumpir, insultar»: no es, sin duda, intervenir con argumentos opuestos a los de los políticos profesionales (rhetores). Su derecho a la palabra es el grito, el insulto, la interrupción violenta de la palabra de los otros, de la palabra precisamente de aquellos que dominan ese instrumento, y son por eso mismo los protagonistas habituales de la tribuna. Quienes, como es obvio, no afrontan la asamblea solos y «desarmados»: no son tan ingenuos como para exponerse sin ninguna protección a la agresividad de los distintos Diceópolis; tienen la muchedumbre de sus ayudantes, los «rétores menores», a quienes graciosamente un político y abogado de época demosténica, Hipérides, llamaba «los señores del grito y del tumulto», cuyo papel era precisamente el de favorecer que se oyera bien a su jefe, impidiendo las repentinas incursiones de los ciudadanos que no hablan (pero gritan). Diceópolis es consciente —y, junto con él, el público de Aristófanes— de que un «pobre» no se atreve a hablar en la asamblea: todo lo contrario de lo que ocurre con la demagogia períclea convencional. Cuando, después de vanos intentos de hacerse escuchar (¡es el mismo pregonero, es decir, quien debería solicitar las intervenciones, quien lo hace callar!),[204] Diceópolis habla —dirigiéndose, obviamente, a los espectadores—,[205] lo primero que pide es que le sea perdonada semejante audacia: «¡Espectadores! No me rechacéis si yo, a pesar de ser un mendigo, me atrevo a hablar y a tratar ante todo de los asuntos públicos.»[206] Pero ya el coro lo había puesto en guardia: «¿Qué harás? ¿Qué dirás? Sabes que eres un descarado […]. ¡Pretendes exponer, tú solo, opiniones contrarias a las de todos!»[207] Con seguro efecto cómico, Diceópolis —es decir, alguien que podía a lo sumo manifestarse con el grito y con la protesta descompuesta— se pone a hablar como lo haría un gran experto de la tribuna. Empieza con un exordio de gran orador: «Hablaré, y diré cosas terribles, es verdad, aunque justas.»[208] Imita el exordio típico con que el orador, contando con su consolidado prestigio de político profesional y reconocido como tal,[209] preanuncia él mismo el duro y doloroso, aunque necesario, discurso incómodo que está por pronunciar. El político consolidado sabe que no corre peligro por eso, se sabe suficientemente fuerte y con apoyos de una parte del consenso en el seno de los habituales de la asamblea, tanto como para anticipar él mismo, con hábil movimiento «pedagógico», la impopularidad que se apresta a afrontar. La impostación que Diceópolis adopta resulta por tanto de inmediata comicidad, porque es seguro que un «pobre», incluso un «mendigo» como él mismo se define antes de empezar, nunca hablaría con la seguridad y el desdén de las posibles reacciones del público, característicos de los dominadores de la tribuna.
Obviamente el discurso no es uniforme. Diceópolis cambia de registro casi en cada frase. Pero el prólogo, irresistible, denota una inversión monumental de los roles. Diceópolis no sólo habla (lo que no le resultaría conveniente por las razones que sabemos y que él mismo reconoce), sino que, sobre todo, habla como si fuese un Pericles o un Cleón.
Precisamente por haberse adjudicado el papel de hombre político que da consejos a la ciudad, a contracorriente pero con justicia, Diceópolis avanza hacia la audacia extrema: pone en tela de juicio las razones mismas por las que la ciudad se encuentra en guerra, niega abiertamente que la responsabilidad pueda recaer sobre los espartanos y ridiculiza el decreto con el que Pericles había impuesto el bloqueo comercial contra Megara, suscitando las previsibles reacciones de Esparta.
El político sólidamente enraizado en el juego asambleario puede ir mucho más allá en el «decir cosas desagradables pero justas»; difícilmente pondrá en tela de juicio los presupuestos básicos, las decisiones fundamentales. La comedia, a su modo, aunque no sin correr riesgos, sí puede hacerlo.

 2

Acerca de los márgenes de audacia política concedidos a la comedia sabemos algo gracias al propio Aristófanes. El primer año de representación de Los acarnienses, en 426, había presentado —al parecer con gran éxito— al concurso más prestigioso, las grandes Dionisias, Los babilonios, en el que abordaba un asunto vital: la explotación de los aliados por parte de Atenas. Se ponía en cuestión el fundamento mismo del imperio, es decir, el pago del tributo por parte de los aliados a la caja federal, desde hacía tiempo transferida de Delos a Atenas. En la comedia (desgraciadamente perdida), los aliados eran representados como esclavos encadenados (PCG, III.2, p. 63, VII). Cleón mismo reaccionó formulando una acusación contra Aristófanes en el Consejo de los Quinientos (Los acarnienses, 379): la acusación —según parece— no cuestionaba tanto el diagnóstico político realista representado en la comedia cuanto el hecho de que el espectáculo, tratándose de las grandes Dionisias, comportase la presencia de ciudadanos extranjeros, provenientes precisamente de las ciudades aliadas. Las consecuencias de este movimiento de las autoridades políticas no fueron graves. Al año siguiente (425), Aristófanes concurría de nuevo, y con éxito, con Los acarnienses, donde atacaba sobre todo la decisión de continuar la guerra. Eso sucedía mientras la andadura bélica era favorable a la ciudad: era además un ataque que involucraba al mismo Pericles, en cuya estela Cleón se ubicaba no sin obtener consenso electoral.[210] Al año siguiente (424) presentará Los caballeros, un ataque frontal contra Cleón.
Naturalmente, la escena política de aquellos años es agitada: nadie ostenta la posición dominante que tuvo Pericles en su tiempo. Mientras Cleón tiene una fuerza creciente no hay que olvidar que Nicias, el muy rico y moderado Nicias —quien, respecto de Cleón, representaba una línea muy distinta y mucho menos «períclea»—, fue reelegido estratego todos los años, desde 428 en adelante, hasta el fin de la guerra (421) y aún después. No faltan, por tanto, corrientes de opinión y líderes políticos con los que Aristófanes está en distinto grado de sintonía. Para quien escribe comedias dirigidas a conseguir el aplauso del público, eso es tranquilizador. Es cierto que el tratamiento delicado que se le da a los aliados, a su progresiva reducción a la «esclavitud», no podía complacer ni siquiera a Nicias, y además a buena parte del público debía disgustarle que se pusiera en tela de juicio la fuente principal de prosperidad del «pueblo ateniense», es decir, la explotación económica de los aliados. Es evidente también que para un Diceópolis, pequeño propietario castigado por la interminable guerra con Esparta, el imperio era una necesidad menos vital que para la masa indigente que gravitaba alrededor de la flota y de los arsenales, concentrada sobre todo en El Pireo.
Una fuente de gran importancia y de notable eficacia, la Athenaion Politeia, atribuida a Jenofonte, habla de una suerte de complicidad entre comediógrafos y «pueblo». Dice este autor, que por convención erudita es llamado «el viejo oligarca»,[211] que el pueblo, mientras no tolera que en las comedias se lo represente bajo una luz negativa, tiene en cambio la costumbre de exigir a los comediógrafos ataques personales contra las figuras emergentes aunque sean de extracción popular, y sobre todo contra ricos y nobles.[212] El autor precisa que los ataques a los populares emergentes «no desagradan» en absoluto al público porque tales figuras suscitan rechazo o sospecha. Quien escribe de este modo tiene sin duda una experiencia buena y directa del mundo del teatro. Podemos también sospechar que sobreinterprete, en actitud facciosa, ciertos comportamientos, pero parece fiable en lo que respecta al dato que, de hecho, es el fundamental: el contacto directo del público con el comediógrafo en el trabajo y la irrupción en su «taller», en el convencimiento —compartido por ambos— de la eficacia abiertamente política del teatro cómico. Un dato este que ayuda a entender mejor ciertas «audacias» de Aristófanes (el comediógrafo que en verdad podemos afirmar que conocemos, a salvo del naufragio de todo el resto de la «comedia antigua»): audacias que debían sin embargo contar siempre con el consenso de una parte, más allá de la diversión en sí del «pueblo ateniense», también a la vista del maltrato de sus «ídolos». Es típica del fenómeno «liderístico» esta estela de malicia incluso entre los más fieles.
En conclusión: la comedia puede decir mucho más de lo que se puede decir en la asamblea, pero, precisamente porque habla explícitamente, y no mediante metáforas, acerca de la política ciudadana, no puede descuidarse de los vínculos y los límites inherentes al funcionamiento de la maquinaria política; no puede pisar aquellas «cláusulas de seguridad» (o de garantía, como se dice en el lenguaje constitucional moderno) con el que el sistema, que en la práctica es la democracia asamblearia, se defiende a sí mismo. Más allá del tono excesivamente admirativo, es verdad lo que escribe Madame de Staël sobre Aristófanes, cuyo juicio puede valer para toda la comedia ática «antigua»: «Aristófanes», escribía la hija de Necker, «vivía bajo un gobierno a tal punto republicano que todo era consensuado con el pueblo, y los asuntos públicos pasaban rápidamente de la plaza de las reuniones[213] al teatro.»[214]
El teatro es, en Atenas, junto a la asamblea y a los tribunales, un pilar fundamental del funcionamiento político de la comunidad. En esas tres sedes la comunidad se reconoce como tal y en ellas la comunicación es en verdad general e inmediata. Éste es un rasgo específico de Atenas. Atenas es, sin duda, dentro del mundo griego, el lugar en el que más ampliamente se consume cultura: «un país», según, nuevamente, las palabras de Madame de Staël, «en el que la especulación filosófica era casi tan familiar al común de las personas como las obras maestras del arte, donde las “escuelas” se desarrollaban en plein air». En plein air, es decir, en el teatro, se desarrollaba la discusión, paladeada y acaso escarnecida la hipótesis radical de una sociedad comunista (Aristófanes, Ecclesiauzuse), de la que sin embargo Platón discutía en privado. Es notable, en esta perspectiva, el juicio convergente del Pericles tucidídeo en el epitafio («somos el lugar de educación de toda Grecia»)[215] y de Isócrates en el Panegírico, que sin embargo se opone a ese epitafio en muchos puntos («he querido demostrar, con este discurso, que nuestra ciudad está en el origen de toda positiva realización para los otros griegos».)[216] Atenas, por otra parte, es el lugar donde se da la mayor alfabetización: basta con pensar en la absoluta mayoría de epígrafes áticos sobre los de cualquier otra procedencia para el periodo en el que Atenas fue también ciudad-líder (480-322 a. C.). En Atenas son muchos los que escriben: incluso el tosco Diceópolis, mientras espera que la asamblea por fin se pueble, escribe («Yo soy el primero en llegar a la asamblea; tomo asiento y, como estoy tan solo, suspiro, bostezo, me desperezo, suelto pedos, garabateo, cuento hasta mil»).[217]

 3

El teatro es, en Atenas, una actividad pública, una actividad extremadamente vinculada al funcionamiento de la ciudad, una actividad por eso mismo continua, sin pausas, interrupciones ni silencios. El que encarga la obra, que para los poetas líricos corales (Píndaro, Simónides) eran los ricos o los «tiranos», es ahora, para los autores del teatro ateniense, la misma ciudad en cuanto comunidad política. La relación, respecto a la edad arcaica y a las formas del arte entonces vigentes, se ha invertido: es la ciudad la que debe procurarse sus dramaturgos. El teatro es un rito primario de la ciudad. Esto puede parecer a los modernos historiadores liberales uno de los aspectos liberticidas de la antigua democracia (Constant, Sobre la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos, 1819, deplora «la obligación para todos de tomar parte en todos los ritos de la ciudad»). Pero también ha concitado el entusiasmo de grandes historiadores, tanto conservadores como socialistas (Wilamowitz: «el arte ya no era el bien de una clase privilegiada sino del pueblo todo»; Arthur Rosenberg: «los espectáculos teatrales de Atenas eran abiertos gratuitamente a todos los ciudadanos»).
Cuando Platón, en El banquete (175e), habla de más de treinta mil espectadores que aplaudieron a Agatón en 416, aporta un indicio de magnitud que no debe menospreciarse ni tomarse a la ligera.

 4

La contrapartida de un tal compromiso estatal es el control de los contenidos. Pero ¿hasta qué punto era eso posible? ¿A través de qué instrumentos? Sin duda las «concesiones al coro», es decir, el sustento organizativo para la puesta en escena, eran ya un filtro. Quien «concedía el coro» era un magistrado, o sea el arconte epónimo (aquel arconte del que el año tomaba su nombre),[218] es decir, un ciudadano cualquiera que, precisamente, en cuanto arconte, había sido elegido al azar. Por lo tanto no era necesariamente un «competente» (pero podía ser arconte incluso un experto o también otro autor: las listas, bien conocidas, de los arcontes no parecen indicar sin embargo que se diera tal eventualidad). Para un ciudadano «normal» consciente de su función de magistrado, los parámetros de evaluación debieron de ser esencialmente los de la moralidad política, de conformidad con los valores fundamentales de la ciudad. Por eso debe considerarse creíble el testimonio, aunque sea único, de Platón en las Leyes, allí donde el interlocutor ateniense del diálogo afirma que el control sobre los textos teatrales sometidos a examen preliminar consiste en evaluar «si se trata de dramas que se pueden recitar, aptos para ser representados en público». (VII, 817d).
En el mismo contexto se habla sobre todo de partes líricas («comenzad sometiendo a la criba de los arcontes las partes líricas de vuestros dramas»). En definitiva, era necesario dar a conocer la trama y las «partes líricas». El autor continuaba trabajando, mientras tanto, en su obra y probablemente la criba proseguía hasta casi el último momento. Eso significa que era posible escapar a un minucioso control preventivo. En todo caso, el fracaso, la no aprobación por parte del público, era otro factor decisivo: adaptarse al gusto, a las predilecciones mentales del «ateniense medio» era otro filtro, también decisivo.
Conocemos mejor el modo en que se juzgaba la obra al final de las representaciones. El jurado estaba formado por diez ciudadanos escogidos por sorteo, uno por tribu. El arconte epónimo extraía un nombre de la urna (una por cada tribu) que contenía, cada una, numerosos nombres. Los diez juraban. Al término de las representaciones expresaban su veredicto en las tabletas; de ellas se escogían, al azar, sólo cinco. Casi una cábala. El verdadero problema consistía en la presión del público sobre el jurado, que era muy fuerte;[219] hasta el punto de que, con ocasión de un certamen muy disputado, en el que se enfrentaban un Sófocles debutante con un Esquilo ya viejo, el arconte, no consiguiendo controlar el tumulto del público, confió los papeles de jueces directamente a los diez estrategos, el más «pesado» de los cuales era Cimón. Ganó Sófocles. «La competición», comenta Plutarco, «incluso afectada por la alta presión asumida por los jueces, pudo superar el conflicto de las pasiones.»[220] El sentido está claro: sobre los estrategos, es decir sobre la máxima autoridad política de la ciudad, era menos fácil ejercer las habituales presiones violentas que sobre los jurados habituales.

 5

El teatro trágico muy raramente trataba materias histórico-políticas que pudieran considerarse actuales. Cuando en 493 (o 492) a. C. Frínico puso en escena la toma de Mileto, el público tuvo una fuerte reacción emotiva, y muchos rompieron a llorar. El poeta fue castigado por haber llevado a la escena aquel desventurado acontecimiento de la revuelta jónica (por otra parte poco eficazmente conducida por los atenienses) y se prohibió volver a representar aquel episodio.[221] En cambio veinte años más tarde Esquilo, en Los persas, que pone en escena la derrota de los persas en Salamina y la gran victoria ateniense que dio pie al nacimiento del imperio, alcanzó el éxito; su corego fue Pericles, que tenía por entonces veinticinco años. El mecanismo de control sobre los contenidos no podía quedar ilustrado más claramente. Poner en escena la victoria sobre los persas era algo mucho más parecido a la pedagogía histórico-política impartida con el rito casi anual de los «epitafios» por los muertos en combate. También en los epitafios Atenas aparecía siempre victoriosa en las guerras del pasado, y siempre impulsora de las causas justas, contra enemigos que eran además déspotas o tiranos.
Pero, precisamente, la materia histórico-política en el teatro trágico no era usual. Mucho más usual era la mitológica, que tenía la enorme ventaja de la comprensibilidad inmediata por parte del público, tratándose de repertorio conocido y tradicional, además de la ventaja, para los autores, del eventual carácter alusivo de acontecimientos remotos e indiscutibles (por tanto, sustraídos a toda censura) si están oportunamente reconsiderados, vueltos a proponer, según una libertad respecto del bagaje mítico-religioso característico de la religiosidad griega. «En la escena todos los acontecimientos del momento eran escarnecidos con las bromas más ofensivas», escribe Rosenberg,[222] quien tiene el mérito de sacar a la luz el estrecho nexo existente entre las grandes, enormes masas de los espectadores y la consecuente necesidad de materiales sencillos y conocidos, además de fuertemente emotivos.

La mediación ofrecida por el bagaje mitológico libremente reinterpretado permitía expresar valores, es decir, dialogar con la ciudad sobre un plano, en sentido fuerte, político, hasta tomar posición y formular preguntas muy radicales. Esto escapaba a cualquier control preventivo de cualquier acérrimo arconte epónimo dotado de sentido cívico y ferviente defensor de la «moral media». El juicio negativo podía surgir del público, que rechazando el premio (como lo rechazó casi siempre con Eurípides) mostraba su impugnación de esta «política» desarrollada a través de la escena, indirecta y altamente polémica, y con frecuencia bastante violenta.
198] Tucídides, II, 37, 1: ἔχων τι ἀγαθὸν δρᾶσαι τὴν πόλιν. <<
[199] Era un método drástico para bloquear los caminos que no conducían a la Pnyx (la colina al oeste de la Acrópolis donde se realizaba la asamblea) y obligar a los ciudadanos a participar en la asamblea. <<
[200] Que debían presidir. <<
[201] Los acarnienses, 20-23. <<
[202] Los acarnienses, 32-33. <<
[203] Los acarnienses, 37-39. <<
[204] Los acarnienses, 58. <<
[205] Quienes huyen de la asamblea. <<
[206] Los acarnienses, 496-499: περὶ τῆς πόλεως. <<
[207] Los acarnienses, 490-493. <<
[208] Los acarnienses, 501: Ἐγὼ δὲ λέξω δεινὰ μέν, δίκαια δέ. <<
[209] El término que lo designa es, como sabemos, rhetor (lo emplea el propio Diceópolis al principio del prólogo). <<
[210] En 425 dirige (¿como undécimo estratego supernumerario?) el asedio a Esfacteria. Desde 424 en adelante fue reelecto todos los años. <<
[211] Aunque ningún elemento del texto haga pensar en un «viejo». <<
[212] Sobre el sistema político ateniense, II, 18. <<
[213] La Pnyx. <<
[214] De l’Allemagne, cap. XXVI (De la comédie). <<
[215] Tucídides, II, 41. <<
[216] Cfr. Isócrates, Sobre el cambio, 58 [síntesis del autor de Panegírico]. <<
[217] Los acarnienses, 30-31: «scribble […], do sums» (trad. J. Henderson). <<
[218] Aristóteles, Constitución de los atenienses, 56, 3. <<
[219] Lo dice, alarmado, Platón: Leyes, II, 695a. <<
[220] Plutarco, «Cimón», 8, 7-9. Creo que ésta es la traducción exacta, no la corriente de «la disputa fue más encendida a causa de la gravedad de los jueces». <<
[221] Heródoto, VI, 21, 2. <<
[222] Democracia y lucha de clases en la antigüedad [trad. esp. de Joaquín Miras Albarrán, El Viejo Topo, Barcelona, 2006, pp. 111-112]. <<

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