El sistema político ateniense:
«Una camarilla que se reparte el botín»
Was ihr den Geist der Zeiten heißt,
Das ist im Grund der Herren eigner Geist,
In dem die Zeiten sich bespiegeln.
[Lo que llamáis espíritu de los
tiempos
no es más que el espíritu de los
señores
en quienes los tiempos se
reflejan].
W. GOETHE,
Faust, 577-5791
En teoría, en la asamblea popular
hablan todos aquellos que lo desean. Todos tienen derecho a pronunciarse,
respondiendo positivamente a la pregunta formulada por el pregonero cuando la
sesión se abre: «¿Quién pide la palabra?».
Pero el funcionamiento verdadero
de la asamblea era bien distinto. Hablan sobre todo aquellos que saben hablar,
que tienen la formación necesaria que les permite el dominio de la palabra. La
visión idealizada es la que Pericles propone al público en el epitafio: «no
anteponemos las razones de clase al mérito personal, conforme al prestigio de
que goza cada ciudadano en su actividad; ni tampoco nadie, en razón de su
pobreza, encuentra obstáculos debido a la oscuridad de su condición social si
está en condiciones de prestar un servicio a la ciudad».[198] No
debe empero escapársenos que Pericles dice genérica y prudentemente «dar un
aporte», más que referirse explícitamente a hablar
a la asamblea. La realidad es, como sucede a menudo, la que se describe en
la comedia.
La más antigua comedia de
Aristófanes que se ha conservado, Los
acarnienses (425 a . C.),
constituye también la más antigua descripción conservada del mecanismo
asambleario. El cuadro que traza el protagonista, Diceópolis, un pequeño
propietario del demo de Acarne, es por completo distinto del que, con
deliberada demagogia, delinea el Pericles tucidídeo. «La asamblea está
desierta. Mis conciudadanos conversan en la plaza mientras se pasean para
mantenerse lejos de la cuerda roja.[199] Ni siquiera a los pritanos[200]
se los ve llegar.»[201] Diceópolis, que desea con vehemencia que se
tomen decisiones claras en favor de la paz, está solo, «mira hacia el campo y
odia la ciudad»,[202] y describe cómicamente cómo pasa el tiempo a
la espera de que la asamblea por fin se pueble. «Pero esta vez», declara, «he
venido bien preparado, decidido a gritar,
a interrumpir y a insultar a los oradores si alguien habla
de otra cosa que no sea la paz.»[203] «Gritar, interrumpir,
insultar»: no es, sin duda, intervenir con argumentos opuestos a los de los
políticos profesionales (rhetores).
Su derecho a la palabra es el grito,
el insulto, la interrupción violenta de la palabra de los otros, de la palabra
precisamente de aquellos que dominan ese instrumento, y son por eso mismo los
protagonistas habituales de la tribuna. Quienes, como es obvio, no afrontan la
asamblea solos y «desarmados»: no son tan ingenuos como para exponerse sin
ninguna protección a la agresividad de los distintos Diceópolis; tienen la
muchedumbre de sus ayudantes, los «rétores menores», a quienes graciosamente un
político y abogado de época demosténica, Hipérides, llamaba «los señores del
grito y del tumulto», cuyo papel era precisamente el de favorecer que se oyera
bien a su jefe, impidiendo las repentinas incursiones de los ciudadanos que no
hablan (pero gritan). Diceópolis es consciente —y, junto con él, el público de
Aristófanes— de que un «pobre» no se atreve a hablar en la asamblea: todo lo
contrario de lo que ocurre con la demagogia períclea convencional. Cuando,
después de vanos intentos de hacerse escuchar (¡es el mismo pregonero, es
decir, quien debería solicitar las intervenciones, quien lo hace callar!),[204]
Diceópolis habla —dirigiéndose, obviamente, a los espectadores—,[205]
lo primero que pide es que le sea perdonada semejante audacia: «¡Espectadores!
No me rechacéis si yo, a pesar de ser un
mendigo, me atrevo a hablar y a tratar ante todo de los asuntos públicos.»[206]
Pero ya el coro lo había puesto en guardia: «¿Qué harás? ¿Qué dirás? Sabes que
eres un descarado […]. ¡Pretendes exponer, tú solo, opiniones contrarias a las
de todos!»[207] Con seguro efecto cómico, Diceópolis —es decir,
alguien que podía a lo sumo manifestarse con el grito y con la protesta
descompuesta— se pone a hablar como lo haría un gran experto de la tribuna.
Empieza con un exordio de gran orador: «Hablaré, y diré cosas terribles, es
verdad, aunque justas.»[208] Imita el exordio típico con que el
orador, contando con su consolidado prestigio de político profesional y
reconocido como tal,[209] preanuncia él mismo el duro y doloroso,
aunque necesario, discurso incómodo que está por pronunciar. El político
consolidado sabe que no corre peligro por eso, se sabe suficientemente fuerte y
con apoyos de una parte del consenso en el seno de los habituales de la
asamblea, tanto como para anticipar él mismo, con hábil movimiento
«pedagógico», la impopularidad que se apresta a afrontar. La impostación que
Diceópolis adopta resulta por tanto de inmediata comicidad, porque es seguro
que un «pobre», incluso un «mendigo» como él mismo se define antes de empezar,
nunca hablaría con la seguridad y el desdén de las posibles reacciones del
público, característicos de los dominadores de la tribuna.
Obviamente el discurso no es
uniforme. Diceópolis cambia de registro casi en cada frase. Pero el prólogo,
irresistible, denota una inversión monumental de los roles. Diceópolis no sólo
habla (lo que no le resultaría conveniente por las razones que sabemos y que él
mismo reconoce), sino que, sobre todo, habla como si fuese un Pericles o un
Cleón.
Precisamente por haberse
adjudicado el papel de hombre político que da consejos a la ciudad, a
contracorriente pero con justicia, Diceópolis avanza hacia la audacia extrema:
pone en tela de juicio las razones mismas por las que la ciudad se encuentra en
guerra, niega abiertamente que la responsabilidad pueda recaer sobre los
espartanos y ridiculiza el decreto con el que Pericles había impuesto el
bloqueo comercial contra Megara, suscitando las previsibles reacciones de
Esparta.
El político sólidamente enraizado
en el juego asambleario puede ir mucho más allá en el «decir cosas
desagradables pero justas»; difícilmente pondrá en tela de juicio los
presupuestos básicos, las decisiones fundamentales. La comedia, a su modo,
aunque no sin correr riesgos, sí puede hacerlo.
2
Acerca de los márgenes de audacia
política concedidos a la comedia sabemos algo gracias al propio Aristófanes. El
primer año de representación de Los
acarnienses, en 426, había presentado —al parecer con gran éxito— al concurso
más prestigioso, las grandes Dionisias, Los
babilonios, en el que abordaba un asunto vital: la explotación de los
aliados por parte de Atenas. Se ponía en cuestión el fundamento mismo del
imperio, es decir, el pago del tributo por parte de los aliados a la caja
federal, desde hacía tiempo transferida de Delos a Atenas. En la comedia
(desgraciadamente perdida), los aliados eran representados como esclavos
encadenados (PCG, III.2, p. 63, VII).
Cleón mismo reaccionó formulando una acusación contra Aristófanes en el Consejo
de los Quinientos (Los acarnienses,
379): la acusación —según parece— no cuestionaba tanto el diagnóstico político
realista representado en la comedia cuanto el hecho de que el espectáculo,
tratándose de las grandes Dionisias, comportase la presencia de ciudadanos
extranjeros, provenientes precisamente de las ciudades aliadas. Las
consecuencias de este movimiento de las autoridades políticas no fueron graves.
Al año siguiente (425), Aristófanes concurría de nuevo, y con éxito, con Los acarnienses, donde atacaba sobre
todo la decisión de continuar la guerra. Eso sucedía mientras la andadura
bélica era favorable a la ciudad: era además un ataque que involucraba al mismo
Pericles, en cuya estela Cleón se ubicaba no sin obtener consenso electoral.[210]
Al año siguiente (424) presentará Los
caballeros, un ataque frontal contra Cleón.
Naturalmente, la escena política
de aquellos años es agitada: nadie ostenta la posición dominante que tuvo
Pericles en su tiempo. Mientras Cleón tiene una fuerza creciente no hay que
olvidar que Nicias, el muy rico y moderado Nicias —quien, respecto de Cleón,
representaba una línea muy distinta y mucho menos «períclea»—, fue reelegido
estratego todos los años, desde 428 en adelante, hasta el fin de la guerra (421)
y aún después. No faltan, por tanto, corrientes de opinión y líderes políticos
con los que Aristófanes está en distinto grado de sintonía. Para quien escribe
comedias dirigidas a conseguir el aplauso del público, eso es tranquilizador.
Es cierto que el tratamiento delicado que se le da a los aliados, a su
progresiva reducción a la «esclavitud», no podía complacer ni siquiera a
Nicias, y además a buena parte del público debía disgustarle que se pusiera en
tela de juicio la fuente principal de prosperidad del «pueblo ateniense», es
decir, la explotación económica de los aliados. Es evidente también que para un
Diceópolis, pequeño propietario castigado por la interminable guerra con
Esparta, el imperio era una necesidad menos vital que para la masa indigente que
gravitaba alrededor de la flota y de los arsenales, concentrada sobre todo en
El Pireo.
Una fuente de gran importancia y
de notable eficacia, la Athenaion
Politeia, atribuida a Jenofonte, habla de una suerte de complicidad entre
comediógrafos y «pueblo». Dice este autor, que por convención erudita es
llamado «el viejo oligarca»,[211] que el pueblo, mientras no tolera
que en las comedias se lo represente bajo una luz negativa, tiene en cambio la
costumbre de exigir a los
comediógrafos ataques personales contra las figuras emergentes aunque sean de
extracción popular, y sobre todo contra ricos y nobles.[212] El
autor precisa que los ataques a los populares emergentes «no desagradan» en
absoluto al público porque tales figuras suscitan rechazo o sospecha. Quien
escribe de este modo tiene sin duda una experiencia buena y directa del mundo
del teatro. Podemos también sospechar que sobreinterprete, en actitud facciosa,
ciertos comportamientos, pero parece fiable en lo que respecta al dato que, de
hecho, es el fundamental: el contacto directo del público con el comediógrafo
en el trabajo y la irrupción en su «taller», en el convencimiento —compartido
por ambos— de la eficacia abiertamente política
del teatro cómico. Un dato este que ayuda a entender mejor ciertas «audacias»
de Aristófanes (el comediógrafo que en verdad podemos afirmar que conocemos, a
salvo del naufragio de todo el resto de la «comedia antigua»): audacias que
debían sin embargo contar siempre con el consenso de una parte, más allá de la
diversión en sí del «pueblo ateniense», también a la vista del maltrato de sus
«ídolos». Es típica del fenómeno «liderístico» esta estela de malicia incluso
entre los más fieles.
En conclusión: la comedia puede
decir mucho más de lo que se puede decir en la asamblea, pero, precisamente porque habla explícitamente,
y no mediante metáforas, acerca de la
política ciudadana, no puede descuidarse de los vínculos y los límites
inherentes al funcionamiento de la maquinaria política; no puede pisar aquellas
«cláusulas de seguridad» (o de garantía, como se dice en el lenguaje
constitucional moderno) con el que el sistema, que en la práctica es la
democracia asamblearia, se defiende a sí mismo. Más allá del tono excesivamente
admirativo, es verdad lo que escribe Madame
de Staël sobre Aristófanes, cuyo juicio puede valer para toda la comedia ática
«antigua»: «Aristófanes», escribía la hija de Necker, «vivía bajo un gobierno a
tal punto republicano que todo era
consensuado con el pueblo, y los asuntos públicos pasaban rápidamente de la
plaza de las reuniones[213] al teatro.»[214]
El teatro es, en Atenas, junto a
la asamblea y a los tribunales, un pilar fundamental del funcionamiento
político de la comunidad. En esas tres sedes la comunidad se reconoce como tal
y en ellas la comunicación es en verdad general e inmediata. Éste es un rasgo
específico de Atenas. Atenas es, sin duda, dentro del mundo griego, el lugar en
el que más ampliamente se consume cultura: «un país», según, nuevamente, las
palabras de Madame de Staël, «en el
que la especulación filosófica era casi tan familiar al común de las personas
como las obras maestras del arte, donde las “escuelas” se desarrollaban en plein air». En plein air, es decir,
en el teatro, se desarrollaba la discusión, paladeada y acaso escarnecida la
hipótesis radical de una sociedad comunista (Aristófanes, Ecclesiauzuse), de la que sin embargo Platón discutía en privado.
Es notable, en esta perspectiva, el juicio convergente del Pericles tucidídeo
en el epitafio («somos el lugar de educación de toda Grecia»)[215] y
de Isócrates en el Panegírico, que
sin embargo se opone a ese epitafio en muchos puntos («he querido demostrar,
con este discurso, que nuestra ciudad está en el origen de toda positiva
realización para los otros griegos».)[216] Atenas, por otra parte,
es el lugar donde se da la mayor alfabetización: basta con pensar en la
absoluta mayoría de epígrafes áticos sobre los de cualquier otra procedencia
para el periodo en el que Atenas fue también ciudad-líder (480-322 a . C.). En Atenas
son muchos los que escriben: incluso
el tosco Diceópolis, mientras espera que la asamblea por fin se pueble, escribe («Yo soy el primero en llegar a
la asamblea; tomo asiento y, como estoy tan solo, suspiro, bostezo, me
desperezo, suelto pedos, garabateo, cuento hasta mil»).[217]
3
El teatro es, en Atenas, una
actividad pública, una actividad extremadamente vinculada al funcionamiento de
la ciudad, una actividad por eso mismo continua, sin pausas, interrupciones ni
silencios. El que encarga la obra, que para los poetas líricos corales
(Píndaro, Simónides) eran los ricos o los «tiranos», es ahora, para los autores
del teatro ateniense, la misma ciudad en cuanto comunidad política. La
relación, respecto a la edad arcaica y a las formas del arte entonces vigentes,
se ha invertido: es la ciudad la que debe procurarse sus dramaturgos. El teatro
es un rito primario de la ciudad. Esto puede parecer a los modernos
historiadores liberales uno de los aspectos liberticidas de la antigua
democracia (Constant, Sobre la libertad
de los antiguos comparada con la de los modernos, 1819, deplora «la
obligación para todos de tomar parte en todos los ritos de la ciudad»). Pero
también ha concitado el entusiasmo de grandes historiadores, tanto
conservadores como socialistas (Wilamowitz: «el arte ya no era el bien de una
clase privilegiada sino del pueblo todo»; Arthur Rosenberg: «los espectáculos
teatrales de Atenas eran abiertos gratuitamente a todos los ciudadanos»).
Cuando Platón, en El banquete (175e), habla de más de
treinta mil espectadores que aplaudieron a Agatón en 416, aporta un indicio de
magnitud que no debe menospreciarse ni tomarse a la ligera.
4
La contrapartida de un tal
compromiso estatal es el control de los contenidos. Pero ¿hasta qué punto era
eso posible? ¿A través de qué instrumentos? Sin duda las «concesiones al coro»,
es decir, el sustento organizativo para la puesta en escena, eran ya un filtro.
Quien «concedía el coro» era un magistrado, o sea el arconte epónimo (aquel
arconte del que el año tomaba su nombre),[218] es decir, un ciudadano cualquiera que,
precisamente, en cuanto arconte, había sido elegido al azar. Por lo tanto no
era necesariamente un «competente» (pero podía ser arconte incluso un experto o
también otro autor: las listas, bien conocidas, de los arcontes no parecen
indicar sin embargo que se diera tal eventualidad). Para un ciudadano «normal»
consciente de su función de magistrado, los parámetros de evaluación debieron
de ser esencialmente los de la moralidad política, de conformidad con los
valores fundamentales de la ciudad. Por eso debe considerarse creíble el
testimonio, aunque sea único, de Platón en las Leyes, allí donde el interlocutor ateniense del diálogo afirma que
el control sobre los textos teatrales sometidos a examen preliminar consiste en
evaluar «si se trata de dramas que se
pueden recitar, aptos para ser representados en público». (VII, 817d).
En el mismo contexto se habla
sobre todo de partes líricas («comenzad sometiendo a la criba de los arcontes
las partes líricas de vuestros dramas»). En definitiva, era necesario dar a
conocer la trama y las «partes líricas». El autor continuaba trabajando,
mientras tanto, en su obra y probablemente la criba proseguía hasta casi el
último momento. Eso significa que era posible escapar a un minucioso control
preventivo. En todo caso, el fracaso, la no aprobación por parte del público,
era otro factor decisivo: adaptarse al gusto, a las predilecciones mentales del
«ateniense medio» era otro filtro, también decisivo.
Conocemos mejor el modo en que se
juzgaba la obra al final de las representaciones. El jurado estaba formado por
diez ciudadanos escogidos por sorteo, uno por tribu. El arconte epónimo extraía
un nombre de la urna (una por cada tribu) que contenía, cada una, numerosos
nombres. Los diez juraban. Al término de las representaciones expresaban su
veredicto en las tabletas; de ellas se escogían, al azar, sólo cinco. Casi una
cábala. El verdadero problema consistía en la presión del público sobre el
jurado, que era muy fuerte;[219] hasta el punto de que, con ocasión
de un certamen muy disputado, en el que se enfrentaban un Sófocles debutante
con un Esquilo ya viejo, el arconte, no consiguiendo controlar el tumulto del
público, confió los papeles de jueces directamente a los diez estrategos, el
más «pesado» de los cuales era Cimón. Ganó Sófocles. «La competición», comenta
Plutarco, «incluso afectada por la alta presión asumida por los jueces, pudo
superar el conflicto de las pasiones.»[220] El sentido está claro:
sobre los estrategos, es decir sobre la máxima autoridad política de la ciudad,
era menos fácil ejercer las habituales presiones violentas que sobre los
jurados habituales.
5
El teatro trágico muy raramente
trataba materias histórico-políticas que pudieran considerarse actuales. Cuando
en 493 (o 492) a. C. Frínico puso en escena la toma de Mileto, el público
tuvo una fuerte reacción emotiva, y muchos rompieron a llorar. El poeta fue
castigado por haber llevado a la escena aquel desventurado acontecimiento de la
revuelta jónica (por otra parte poco eficazmente conducida por los atenienses)
y se prohibió volver a representar aquel episodio.[221] En cambio
veinte años más tarde Esquilo, en Los
persas, que pone en escena la derrota de los persas en Salamina y la gran
victoria ateniense que dio pie al nacimiento del imperio, alcanzó el éxito; su
corego fue Pericles, que tenía por entonces veinticinco años. El mecanismo de
control sobre los contenidos no podía quedar ilustrado más claramente. Poner en
escena la victoria sobre los persas era algo mucho más parecido a la pedagogía
histórico-política impartida con el rito casi anual de los «epitafios» por los
muertos en combate. También en los epitafios Atenas aparecía siempre victoriosa
en las guerras del pasado, y siempre impulsora de las causas justas, contra
enemigos que eran además déspotas o tiranos.
Pero, precisamente, la materia
histórico-política en el teatro trágico no era usual. Mucho más usual era la
mitológica, que tenía la enorme ventaja de la comprensibilidad inmediata por parte
del público, tratándose de repertorio conocido y tradicional, además de la
ventaja, para los autores, del eventual carácter alusivo de acontecimientos
remotos e indiscutibles (por tanto, sustraídos a toda censura) si están
oportunamente reconsiderados, vueltos a proponer, según una libertad respecto
del bagaje mítico-religioso característico de la religiosidad griega. «En la
escena todos los acontecimientos del momento eran escarnecidos con las bromas
más ofensivas», escribe Rosenberg,[222] quien tiene el mérito de
sacar a la luz el estrecho nexo existente entre las grandes, enormes masas de
los espectadores y la consecuente necesidad de materiales sencillos y
conocidos, además de fuertemente emotivos.
La mediación ofrecida por el
bagaje mitológico libremente reinterpretado permitía expresar valores, es decir, dialogar con la ciudad sobre un plano,
en sentido fuerte, político, hasta tomar posición y formular preguntas muy
radicales. Esto escapaba a cualquier control preventivo de cualquier acérrimo
arconte epónimo dotado de sentido cívico y ferviente defensor de la «moral
media». El juicio negativo podía surgir del público, que rechazando el premio
(como lo rechazó casi siempre con Eurípides) mostraba su impugnación de esta
«política» desarrollada a través de la escena, indirecta y altamente polémica,
y con frecuencia bastante violenta.
198] Tucídides, II, 37, 1: ἔχων τι ἀγαθὸν δρᾶσαι τὴν πόλιν. <<
[199] Era un método drástico para bloquear los caminos que no conducían a la Pnyx (la colina al oeste de la Acrópolis donde se realizaba la asamblea) y obligar a los ciudadanos a participar en la asamblea. <<
[200] Que debían presidir. <<
[201] Los acarnienses, 20-23. <<
[202] Los acarnienses, 32-33. <<
[203] Los acarnienses, 37-39. <<
[204] Los acarnienses, 58. <<
[205] Quienes huyen de la asamblea. <<
[206] Los acarnienses, 496-499: περὶ τῆς πόλεως. <<
[207] Los acarnienses, 490-493. <<
[208] Los acarnienses, 501: Ἐγὼ δὲ λέξω δεινὰ μέν, δίκαια δέ. <<
[209] El término que lo designa es, como sabemos, rhetor (lo emplea el propio Diceópolis al principio del prólogo). <<
[210] En 425 dirige (¿como undécimo estratego supernumerario?) el asedio a Esfacteria. Desde 424 en adelante fue reelecto todos los años. <<
[211] Aunque ningún elemento del texto haga pensar en un «viejo». <<
[212] Sobre el sistema político ateniense, II, 18. <<
[213] La Pnyx. <<
[214] De l’Allemagne, cap. XXVI (De la comédie). <<
[215] Tucídides, II, 41. <<
[216] Cfr. Isócrates, Sobre el cambio, 58 [síntesis del autor de Panegírico]. <<
[217] Los acarnienses, 30-31: «scribble […], do sums» (trad. J. Henderson). <<
[218] Aristóteles, Constitución de los atenienses, 56, 3. <<
[219] Lo dice, alarmado, Platón: Leyes, II, 695a. <<
[220] Plutarco, «Cimón», 8, 7-9. Creo que ésta es la traducción exacta, no la corriente de «la disputa fue más encendida a causa de la gravedad de los jueces». <<
[221] Heródoto, VI, 21, 2. <<
[222] Democracia y lucha de clases en la antigüedad [trad. esp. de Joaquín Miras Albarrán, El Viejo Topo, Barcelona, 2006, pp. 111-112]. <<
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