La firma en el año 446-445 a. C. del
tratado de paz de treinta años no logró eliminar de raíz las auténticas causas
de la rivalidad entre Atenas y Esparta. El encono por las ansias de poder
político de cada una de las partes seguiría determinando en adelante la relación
entre las dos grandes potencias y sus aliados; y la política de Pericles de los
años cuarenta y treinta dio a los espartanos sobrados motivos para la
desconfianza. La intervención en los enfrentamientos entre Corcira y Corinto
por Epidamnos demostró con claridad que los atenienses se proponían aprovechar
cualquier oportunidad que se les presentase para ampliar su esfera de
influencia y demostrar la superioridad del poder ateniense, y que al mismo
tiempo estaban dispuestos a contravenir, si no la letra, sí el espíritu del
tratado de paz.
En estas circunstancias, la coexistencia
pacífica de los dos bloques de poder, la Liga naval ática y la Liga del
Peloponeso, se presentaba poco halagüeña. Por ello, Pericles, con plena
deliberación, dirigió la política ateniense a finales de los años treinta a un
conflicto abierto con Esparta. Esto acaso fuera también en parte una especie de
huida a la política exterior, ya que por entonces la presión política en el
interior sobre Pericles había aumentado considerablemente. Su rival, Tucídides,
hijo de Melesias,
había regresado a Atenas tras un exilio de diez años e intentaba oponerse de
nuevo a él. Posiblemente fue él quien impulsó los procesos por ateísmo, cohecho
y alcahuetería que se entablaron alrededor del 432 a. C. contra el filósofo
Anaxágoras y el escultor Fidias, miembros prominentes del círculo más estrecho
de amigos de Pericles, y también contra la esposa de este, Aspasia, procesos
que en el fondo iban dirigidos contra el propio Pericles.
Cuando, en el 433-432 a. C, la tensa
situación en el exterior se agudizó aún más, debió de suponer también una
liberación en el interior, y Pericles impuso en la Asamblea Popular un acuerdo
(«psephisma de Megara») por el que a la potencia comercial de Megara, por
entonces de nuevo miembro de la Liga del Peloponeso y estrechamente vinculada a
Corinto, se le cerraban todos los puertos del territorio de la Liga naval
ateniense, impidiéndole de esa manera cualquier actividad comercial en casi
toda la zona del Egeo. Al mismo tiempo, Atenas lanzó un ultimátum a Potidea,
una colonia corintia perteneciente a la Liga naval ática situada en la
península más occidental de Calcídica, para que rompiera sus relaciones
tradicionales con Corinto y demoliese todas sus fortificaciones. El objetivo de
estas medidas provocadoras era más que evidente. Los atenienses intentaban
acabar con las ambiciones de poder de Corinto, buscando al mismo tiempo
debilitar el poder espartano. Los aliados de Esparta, y sobre todo Corinto,
Megara y también Egina, se negaron a seguir aceptando por más tiempo la
política ateniense y exigieron la guerra.
Al principio, los espartanos vacilaron,
a pesar de que antes ellos mismos habían animado a Potidea a abandonar la Liga
naval ática con la promesa de lanzar un ataque de advertencia contra el Ática.
En el verano del 432 a. C, la amenaza de Corinto de abandonar la Liga del
Peloponeso y buscar nuevos aliados forzó a decretar oficialmente la guerra, que ya
no lograron evitar las últimas negociaciones del invierno siguiente. Por entonces
la inclinación a la guerra era demasiado grande por todas partes, y el odio de
muchos estados griegos a la hegemonía ateniense, demasiado profundo. En un
discurso, Pericles presentó a sus conciudadanos muy drásticamente la intrincada
situación: los atenienses corrían el peligro de perder su poder y quedar
expuestos al odio que dicho poder les había acarreado. Pero tampoco podían
renunciar por libre decisión a su dominio, que se había convertido en una
tiranía y, aunque instaurarla podría haber sido injusto, abandonarla sería muy
peligroso.
Esparta supo aprovechar el muy difundido
espíritu antiateniense y se convirtió en paladín de la liberación del mundo
estatal griego de la supremacía ateniense. La exigencia espartana de eleuthería
y autonomía («libertad» y «autodeterminación») para todas las polis
surtió efecto al principio en muchas de ellas. Pero terminó por anquilosarse y
convertirse en mera fórmula propagandística de una guerra en la que a todos los
contendientes les interesaba únicamente consolidar y ampliar la propia
hegemonía.
Ya en la Antigüedad los enfrentamientos
entre los sistemas de alianzas ateniense y espartano entre los años 431 y 404
a. C. se denominaron «Guerra del Peloponeso». Pero este nombre induce
fácilmente a confusión sobre las auténticas dimensiones de esta guerra, que en
modo alguno quedó limitada a Grecia y al Peloponeso, sino que se extendió a
casi todos los ámbitos del mundo mediterráneo de entonces. Todas las potencias
dirigentes de la época se vieron arrastradas a esa «guerra mundial» de la
Antigüedad que solo encontró un final provisional con la total derrota de
Atenas en el año 404 a, C. y que tendría un epílogo de casi dos décadas de
duración.
La guerra no resuelta
Dado que desde años antes todos los
indicios presagiaban guerra, los atenienses habían realizado amplios
preparativos por si era necesario. Como apenas podían oponer fuerzas
comparables al ejército de tierra de los peloponesios, muy superior, intentaron
compensar su inferioridad militar terrestre rearmando su ejército naval. Al
comienzo de la guerra, la flota ateniense disponía de más de 300 trirremes
operativos y —pese a los contingentes navales espartanos, también muy
cuantiosos— gozaban de amplia ventaja debido al mejor entrenamiento y
armamento. Además, en la segunda mitad de los años treinta, los atenienses
habían invertido grandes reservas financieras que se incrementaban
continuamente gracias a los tributos de los aliados; los espartanos, por el
contrario, tuvieron que comenzar exigiendo contribuciones de guerra a sus
aliados.
La potencia militar de los dos bloques
enemigos, muy distinta, respondía también a la estrategia y a la táctica de
cada uno de ellos. Mientras que los espartanos intentaban decidir la guerra en
tierra y trataban de golpear en el corazón al enemigo con ataques directos al
Ática, Atenas, por consejo de Pericles, siguió una táctica de desgaste desde el
mar. Esta tendía en lo esencial a perjudicar al enemigo con ataques rápidos
desde el mar, pero sobre todo a interrumpir las comunicaciones comerciales,
bloqueando las vías marítimas y cortando el abastecimiento al Peloponeso.
Pericles, confiando plenamente en la superioridad de la flota ateniense, se lo
jugó todo a una carta. Su cálculo incluía la entrega temporal del territorio
ático. Por indicación de Pericles, el Ática fue evacuada, y su población tuvo
que cobijarse detrás de las murallas de Atenas, que no solo rodeaban la ciudad
y el Pireo, sino que encerraban también la zona situada entre ambos, formando
un gran triángulo fortificado.
Todos los habitantes que vivían en campo
abierto y en los «demos» más pequeños tuvieron que abandonar casas y granjas y,
provisionalmente, ponerse bajo la protección de las fortificaciones de Atenas
con unas pocas pertenencias. Todo el ganado fue trasladado a Eubea y a las
islas de los alrededores. Esta ejecución coherente del plan de guerra de
Pericles supuso una exigencia desmesurada para todos. Apenas cincuenta años
después de la destrucción provocada por los persas, los atenienses tenían que
volver a contemplar, cruzados de brazos, cómo su país y sus propiedades caían
en manos de sus enemigos. A ello se añadieron las insoportables condiciones de
vida en Atenas. La ciudad se vio obligada a admitir de golpe una gran cantidad
de habitantes. Miles de personas vivían apiñadas en un mínimo espacio, ocupando
hasta el menor rincón libre dentro de las fortificaciones.
Los primeros años de guerra
transcurrieron de acuerdo con el plan de Pericles. El modelo fundamental fue
siempre el mismo: entre el 431 y el 425 a. C, tropas del Peloponeso invadieron
año tras año el Ática durante la época de la cosecha, para devastar los campos
y asolar todo lo que no había sido asolado en las campañas precedentes. El año
429 a. C. fue el único en que no se atrevieron a ir al Ática, debido a la
epidemia que se había desatado allí, y en el 426 a. C. un terremoto impidió la
campaña bélica anual. Con casi la misma regularidad, los ataques espartanos
eran contestados con operaciones navales atenienses contra el Peloponeso. Como
las tres primeras invasiones espartanas fueron dirigidas por el rey Arquidamo,
los propios contemporáneos denominaron a esta primera fase de la Guerra del
Peloponeso «guerra arquidámica».
La estrategia de Pericles sometió a la
población ática a gravosísimas cargas físicas y psíquicas, que en el 430-429 a.
C. aumentaron hasta lo indecible cuando una epidemia —probablemente la peste—
estalló en Atenas y se llevó casi a la tercera parte de la población. A pesar
de que la oposición a Pericles aumentaba, este consiguió que los atenienses
siguiesen apoyando su postura. El descontento de la oposición se desahogó
deponiendo a Pericles como estratega en el 430 a. C; pero en el 429 a. C.
resultó reelegido, aunque ese mismo año falleció a consecuencia de la peste,
igual que había sucedido antes a dos de sus hijos.
Para Atenas, la muerte de Pericles
supuso una profunda ruptura histórica. Durante más de dos décadas había marcado
el rumbo de la política de los atenienses, consciente de su poder, pero siempre
con una visión clara de lo posible y factible. A su muerte, llegó al poder una
nueva hornada de demagogos políticos que, en su mayoría, ya no procedían de las
antiguas familias de la nobleza, sino que se habían enriquecido siendo
empresarios e industriales, como Cleón, propietario de una fábrica de curtidos,
o Nicias, que había hecho su fortuna en las minas de plata. Las intrigas de
estos dos hombres marcaron la política ateniense durante la época posterior.
Mientras que Nicias se contaba entre los defensores de continuar la tendencia
moderada de Pericles, Cleón defendió con éxito en la Asamblea Popular ateniense
un rumbo de la guerra ofensivo y casi brutal, para imponer sin consideraciones
y a cualquier precio la pretensión de dominio de Atenas no solo frente a
Esparta, sino también frente a sus propios aliados. Este nuevo rumbo se hizo
público cuando, en el 428 a. C, la ciudad de Mitilene, situada en la isla de
Lesbos, uno de los más poderosos aliados de Atenas, abandonó la liga naval,
aunque un año después fue obligada a una capitulación incondicional. A
instancias de Cleón, la Asamblea Popular decidió realizar un escarmiento
ejemplar, matando a los hombres y vendiendo como esclavos a todas las mujeres y
niños. Al día siguiente, tras un acalorado debate y solo con un voto escasísimo se
«suavizó» esa decisión en el sentido de que «solamente» fueran ejecutados en
Atenas los más de mil principales culpables.
Pericles siempre había prevenido a los
atenienses de que no ampliaran su ámbito de poder durante la guerra. Pero, pese
a sus advertencias, ahora se abrían continuamente nuevos escenarios bélicos. En
el 427 a. C. enviaron un primer contingente de barcos a Sicilia para intervenir
en una guerra contra la poderosa Siracusa, y en el 426 a. C. intentaron en vano
poner pie en la Grecia central mediante una ambiciosa empresa naval y
terrestre. La guerra adquiría cada vez mayores dimensiones y forzó a los
espartanos a ampliar sus acciones militares. Pero mientras los atenienses
consiguieron mantener abiertas las vías marítimas, asegurando así el
abastecimiento de grano y de alimentos, los espartanos no lograban conseguir
ningún éxito capaz de decidir la guerra. Es verdad que tampoco los atenienses
lograban dar la vuelta a la tortilla en su favor. La situación, sin embargo,
cambió cuando en el 425 a. C. los atenienses coparon a un contingente de
hoplitas espartanos en la pequeña isla de Esfacteria, situada delante de Pilos.
La paz estaba al alcance de la mano, ya que los espartanos cambiaron de actitud
y ofrecieron renovar el tratado de paz y consolidarlo con una alianza común.
Sin embargo, la mayoría de los atenienses, eufóricos por el éxito momentáneo,
en lugar de darse por satisfechos con un arreglo pacífico, apostaron por una
victoria total. Atendieron, pues, los consejos de Cleón, que abogaba por
rechazar la oferta de Esparta y proseguir la guerra. Al principio, sus éxitos
parecieron darle la razón: en escasos días una expedición naval a su mando
obligó a capitular a los hoplitas espartanos de Esfacteria, que fueron
conducidos a Atenas como prisioneros de guerra y sirvieron de prenda en futuras
negociaciones con los espartanos. La amenaza ateniense de ejecutar a los
prisioneros si se producían
más ataques contra el Ática, puso fin por el momento a las invasiones anuales
de los espartanos.
Este éxito fortaleció decisivamente la
posición política de Cleón en Atenas. Halagado por los homenajes estatales,
prosiguió impertérrito su política de guerra incondicional y se ganó para su
causa a la asamblea popular ateniense, pues medidas populistas como el aumento
del pago diario de dietas de dos a tres óbolos para los jueces consolidaron su
prestigio. El aumento de los tributos de la liga naval de 460 a 1.460 talentos
impuesto por él en el 425-424 a. C. («cálculo de Cleón») demostró su decisión
de continuar la guerra a cualquier precio.
Los éxitos de los atenienses en las
aguas del Peloponeso prosiguieron. Con la toma de la isla de Citera, situada
delante de Laconia, en el 424 a. C., el bloqueo alrededor del Peloponeso se
estrechó todavía más, tras haber establecido antes en Pilos un baluarte
ateniense. Pero en el 424 a. C. los atenienses sufrieron una aplastante derrota
en Delio, en la Beocia oriental, al fracasar lamentablemente su intento de
provocar allí un golpe de Estado. Una expedición naval al mar Negro emprendida
al mismo tiempo tampoco tuvo éxito. Los atenienses volvían a correr peligro de
sobrevalorar sus fuerzas. Los espartanos, dándose cuenta de ello, lo
aprovecharon abriendo otro frente en el sensible flanco norte del ámbito de
poder ateniense, en la Calcídica y en la costa de Tracia. Allí enviaron a
Brasidas, uno de sus generales más capaces, que se enzarzó con los atenienses
en penosos combates. Cuando en el 422 a. C., Cleón y Brasidas, los
protagonistas de la guerra, encontraron la muerte en una batalla ante las
puertas de Anfípolis, el cansancio de la guerra cundió por doquier, tanto más
cuanto que durante los años de guerra transcurridos los resultados habían sido
más bien insatisfactorios para ambas partes, y Esparta, además, debía tener en
cuenta que el 421 a. C. expiraba su tratado de paz con Argos, su adversario del
Peloponeso. Por todo ello, en la primavera del 421 a. C, Atenas y Esparta, con
la mediación de Nicias, volvieron a concertar una paz por cincuenta años («paz
de Nicias»), cuyas regulaciones tenían por objeto restablecer la situación
prebélica.
Entre la paz y la guerra
Los atenienses podían sentirse
satisfechos con la «paz de Nicias»: los espartanos habían renunciado al que
había sido el objetivo declarado de la guerra, la disolución del sistema de
alianzas ateniense, y habían aceptado sin limitaciones la hegemonía de Atenas,
que incluso se amplió con algunas importantes posiciones estratégicas en el golfo
de Corinto y en la costa occidental griega. En cambio, muchos de los aliados de
Esparta, sobre todo Corinto y Beocia, vieron traicionados sus intereses, por
los que habían iniciado la guerra contra Atenas, y al principio se negaron a
ratificar el tratado. El descontento por el comportamiento de Esparta fue tan
grande, que la Liga del Peloponeso se disgregó, y se formó por iniciativa de
Argos una contraalianza en la que participaron, además de Corinto y otros
estados del Peloponeso, las ciudades calcídicas del norte.
Las relaciones de poder habían quedado
completamente trastocadas. De los atenienses dependía ahora aprovechar la
situación y consolidar su propia hegemonía con una política previsora. Pero, al
parecer, en Atenas reinaba entonces un sentimiento generalizado de exaltación.
Respondiendo a la necesidad de la época de cercanía personal con los dioses,
nuevos cultos experimentaron un insospechado florecimiento. El culto del dios
sanador Asclepio fue introducido en Atenas en 421-420 a. C.; más o menos al
mismo tiempo se fundó en Oropos
el gran lugar de culto en honor del dios sanador Anfiarao. También se
retomaron, o se comenzaron nuevos, numerosos proyectos de construcción en la
ciudad y en el campo. Pero en política los atenienses no aprovecharon sus oportunidades
para un nuevo comienzo constructivo. Tras diez amargos años de guerra, a muchos
la idea de una colaboración más estrecha con Esparta debió parecerles
inaceptable. Prevalecía la desconfianza... acaso por ambas partes. Las ideas
sobre el rumbo futuro de la política ateniense eran demasiado divergentes,
incluso después de la paz, como para imponer en la asamblea popular una línea
planificada y continuada. En lugar de eso los atenienses se dejaron arrastrar
una y otra vez por los demagogos a aventuras políticas irreflexivas.
Especialmente influyente fue la
agitación política de Alcibíades, un sobrino de Pericles, que en el 420 a. C,
recién cumplidos los treinta años, fue elegido estratega por primera vez.
Perteneciente a la joven generación de familias ricas y distinguidas, en los
años veinte había pasado por la escuela de la sofística y había desarrollado un
distanciamiento escéptico del sistema político de la democracia ateniense. La
irrupción de Alcibíades en la política se caracterizó por la ambición y la
carencia de escrúpulos. Lo único que contaba para él era el poder y la
influencia personales. Se perfiló como acérrimo rival de Nicias, entorpeciendo
por todos los medios el acercamiento entre Atenas y Esparta. Con una hábil
demagogia consiguió ganarse a los atenienses para firmar una alianza de cien
años con Argos, Mantinea y Elis y aislar todavía más a la de por sí debilitada
Esparta. Pero esta liga de estados apenas duró dos años, ya que fue derrotada
en la batalla de Mantinea por los espartanos, que a continuación lograron
restablecer su hegemonía en el Peloponeso.
Entre tanto, en Atenas seguían
endureciéndose los enfrentamientos políticos, sobre todo entre Alcibíades y
Nicias. Ninguno de los dos quería renunciar a su poder; y cuando en el 417 a.
C. el político ateniense Hiperbolo inició un procedimiento de ostracismo para
superar esa polarización, fue él mismo víctima de la ostracoforia. Para no
verse obligados a abandonar el escenario político, los dos rivales, Alcibíades
y Nicias, habían formado un cártel y habían dado a sus numerosos seguidores,
organizados en asociaciones sueltas (hetairíai), las correspondientes
instrucciones electorales. Esta manipulación del procedimiento del ostracismo
constituyó un punto de inflexión. El arma del «tribunal de los cascotes» había
perdido su filo, y nunca más se volvió a utilizar. Pero ese mismo fenómeno hizo
ver a todos los atenienses con claridad meridiana las dimensiones y el poder de
las «hetairíai». La ciudadanía se volvió extremadamente insegura y desconfiada.
El cargo de estratega, en el 417-416 y
en el 416-415, permitió a Alcibíades seguir marcando el rumbo de la política
exterior y practicar una política de desconsiderada ampliación del poder. Un
ejemplo de la desenfrenada voluntad de dominio fue el proceder contra Melos en
el 416 a. C. La isla, que hasta entonces siempre se había mantenido neutral,
fue conquistada en plena paz sin razón aparente y transformada en una colonia
ateniense, tras asesinar a todos los hombres y esclavizar a mujeres y niños. La
mera voluntad de poder fue también el motor del compromiso militar en Sicilia,
para el que Alcibíades consiguió convencer a los atenienses en contra de la
decidida oposición de Nicias. No era la primera vez que las ambiciones
atenienses apuntaban hacia el oeste; en la primavera del 415 a. C., más
resueltos que nunca, se mostraron dispuestos no solo a proceder contra
Siracusa, sino a someter a la isla entera. Más de 250 barcos, entre ellos más
de 130 trirremes con más de
30.000 soldados en total, fueron puestos bajo el mando de Alcibíades, Nicias y
Lamaco. Fue la mayor flota que jamás había aprestado polis alguna.
En Atenas las esperanzas eran altas,
pero también los temores y miedos, vistas las dimensiones de la expedición
siciliana. Muchos ciudadanos interpretaron como un mal augurio que,
inmediatamente antes de zarpar la flota, fueran mutilados en una noche casi
todos los bustos de piedra en forma de pilar del dios Hermes diseminados por
toda la ciudad, en los cruces de caminos y en las puertas de las casas. Las
sospechas se dirigieron sobre todo contra las fuerzas políticas organizadas en
las «hetairíai», cuyas actividades fueron tachadas de antidemocráticas. En las
investigaciones se lanzaron también acusaciones de impiedad contra los
misterios de Eleusis, en lo que también debía de haber participado Alcibíades.
Sus enemigos políticos hicieron suyos esos reproches, pero se negaron a
presentar denuncia antes de la partida de la flota, pues confiaban en conseguir
todavía más pruebas contra Alcibíades en su ausencia. El cálculo salió bien. Se
produjeron numerosas detenciones e interrogatorios en los que acabaron
concretándose las acusaciones contra Alcibíades, que a continuación recibió
orden de regresar de Sicilia. Pero Alcibíades se libró del amenazador proceso
mediante la huida. Cambió de bando y se trasladó a Esparta, donde en los años
siguientes se convirtió en un importante consejero en la lucha contra su propia
ciudad natal.
La expedición siciliana perdió así al
auténtico cerebro de la empresa. Tras los éxitos iniciales, el tren de la
guerra no tardó en detenerse, pues Siracusa había recibido ayuda adicional de
los espartanos. Estos, por consejo del propio Alcibíades, enviaron al versado
general Gylippos, que participó decisivamente en la aplastante derrota de los
atenienses a finales del verano de 413 a. C. El ejército ateniense fue
completamente destruido; los más de 7.000 hombres que lograron sobrevivir
perdieron la vida en condiciones miserables en las canteras de Siracusa. Esta
catástrofe arruinó definitivamente los planes arrogantes de lograr la hegemonía
ateniense sobre el mundo griego occidental. Atenas siguió todavía casi una
década enzarzada en una guerra con Esparta, que terminó con la total
destrucción del poder ateniense.
El camino hacia la derrota
Tras la destitución y el cambio de bando
de Alcibíades, los atenienses siguieron aferrados sin vacilar a su rumbo
expansionista. Sus empresas militares de los años 414 y 413 a. C. apenas le
fueron a la zaga a las de los años cincuenta y comienzos de los cuarenta. A
pesar de que la guerra en Sicilia continuaba con la misma fuerza y de que la
flota de allí incluso aumentó en otros 75 trirremes, en el 414 a. C. los
atenienses reanudaron también la guerra con los espartanos, y, dando apoyo al
desertor de Caria, Amorges, se enemistaron al mismo tiempo con los persas. Los
atenienses practicaban un juego peligroso, porque el conflicto con el Gran Rey
no solo provocó el pago de cuantiosos subsidios persas a Esparta, sino que
fortaleció también la tendencia a la sublevación entre los aliados poderosos y
muy solventes de la costa de Asia Menor y de sus islas. Esto, a su vez,
disminuyó la afluencia de dinero, que Atenas necesitaba más que nunca a causa
de los enormes esfuerzos armamentísticos.
La presión sobre Atenas se incrementó
todavía más en el 413 a. C., cuando los espartanos volvieron a atacar el Ática
por primera vez después de doce años. Esta vez, y gracias a los consejos de
Alcibíades, la nueva ofensiva espartana trajo un cambio de táctica: como los
efectos de las incursiones anuales eran de relativa poca importancia, los
espartanos se establecieron ahora permanentemente en el Ática, en Decelia,
situada en la pendiente suroriental del Parnes, donde erigieron un baluarte que
les permitía controlar todo el territorio. Por eso los contemporáneos
denominaron a la última fase de la Guerra del Peloponeso «guerra de Decelia»
(diferenciándola de la «guerra jónica» que se desarrollaba paralelamente en el
Egeo), en la que de lo que se trataba era la distribución del poder entre
atenienses y espartanos.
La devastadora catástrofe de Sicilia, la
presencia constante de tropas espartanas en territorio ático y los graves
reveses militares en el Egeo colocaron a Atenas en el 412-411 a. C. en una
situación precaria que provocó severas tensiones políticas internas. Las
fuerzas antidemocráticas de Atenas vieron entonces una posibilidad de llevar a
cabo por fin sus planes de cambio de régimen largo tiempo añorados. Con
crímenes y asesinatos crearon un ambiente de miedo y de terror en la ciudad,
preparando el terreno para la caída de la democracia. Atemorizada e intimidada
por el terror de las hetairíai de tendencia oligárquica, la Asamblea Popular de
Atenas votó en junio del 411 a. C. la introducción de un nuevo orden. Todos los
cargos e instituciones democráticos fueron abolidos. Solo cinco mil ciudadanos
quedarían en posesión de los derechos políticos, mientras que los asuntos de
gobierno fueron confiados a un Consejo integrado por 400 miembros. Pero el
gremio de los 5.000 ciudadanos de pleno derecho ni siquiera llegó a
constituirse. Todo el poder de decisión residía exclusivamente en el Consejo de
los 400, que los golpistas, naturalmente, habían cubierto con sus
correligionarios.
A pesar de todo, este Consejo no logró
mantenerse en el poder, ya que la esperada conciliación con Esparta no se
produjo y los fracasos militares siguieron debilitando al régimen autocrático
de los oligarcas. En la resistencia a los oligarcas gobernantes iba a jugar un
papel importante la escuadra ateniense estacionada en Samos: allí se había
formado casi un contragobierno democrático; todos los estrategas y trierarcas
sospechosos de oligarquía habían sido relevados de sus cargos y sustituidos por
los representantes de la oposición, entre los que figuraban Trasíbulo y
Trasilo. Alcibíades, elegido también uno de los nuevos estrategas, llevaba
mucho tiempo preparando su regreso a Atenas y, al principio, apostó por la
carta oligárquica, pero después volvió a cambiar de bando y se unió a los
demócratas en la flota de Samos.
En Atenas, mientras tanto, el movimiento
antioligárquico tampoco permanecía inactivo. Durante el otoño del 411 a. C. fue
derrocado en Atenas el gobierno de los «Cuatrocientos». Siguió el también corto
interludio de un gobierno moderadamente oligárquico, en el que solo podían
participar los ciudadanos de las clases superiores del censo. Finalmente, a
comienzos del verano del 410 a. C. se puso también fin al llamado «régimen de
los 5.000», que de hecho estaba formado por muchos más ciudadanos, y se
restableció por completo la democracia. El golpe de Estado oligárquico y su
superación habían puesto de manifiesto, por una parte, la debilidad del sistema
democrático en situaciones extremas de crisis; pero, por otra, también su
capacidad de resistencia.
La caída definitiva de la oligarquía fue
consecuencia de la brillante victoria naval sobre los espartanos que la flota
«democrática» al mando de Alcibíades logró en Cícico. Siguieron otros éxitos,
que crearon las condiciones para el triunfal regreso a Atenas de Alcibíades
(408 a. C.). Este les parecía ahora a muchos la garantía de la superioridad de
Atenas en la lucha contra Esparta. Absuelto de todas las antiguas acusaciones,
fue elegido por los atenienses hegemón autokrátor («general en jefe con
plenos poderes»). Pero el éxito político de Alcibíades iba a durar tan poco
como el militar. En la guerra se encontró en el espartano Lisandro con un rival
de su talla, que en una batalla naval entablada en Notion (al noreste de Samos)
en el 407 a. C. le infligió una terrible derrota. Decepcionado por el fracaso,
Alcibíades volvió a perder el favor de los atenienses y —apenas un año después
de su regreso— fue derrocado de nuevo. A continuación, se retiró a sus
propiedades en el Quersoneso tracio y finalmente, en el 404 a. C., tras una
última huida, esta vez junto al sátrapa persa, fue asesinado por instigación de
Lisandro y del régimen proespartano que gobernaba entonces en Atenas.
A pesar del creciente poderío de la
escuadra espartana —sobre todo gracias al apoyo persa—, los atenienses seguían
confiando en inclinar la guerra a su favor. Con un supremo esfuerzo,
consiguieron volver a compensar las pérdidas sufridas en Notion y armar una
nueva flota de más de 150 trirremes, que en el 406 a. C. logró una última gran
victoria en las islas Arginusas, al sureste de Lesbos. Pero la victoria sobre
los espartanos también acarreó graves pérdidas a los atenienses. La tormenta
que sé levantó impidió a los estrategas salvar a los náufragos y recoger a los
muertos, por lo que a su regreso a la patria fueron sometidos a un juicio
escandaloso, que vulneró todos los preceptos jurídicos, en una Asamblea Popular
instigada por los demagogos. Solo Sócrates, que apenas siete años después
caería víctima de un asesinato legal no menos terrible, fue el único que alzó
entonces su voz contra la condena de los estrategas.
Con la ejecución de los estrategas, los
atenienses perdieron a sus mejores y más experimentados generales. Este debió
de ser uno de los motivos de que, en el 405 a. C., su flota no lograse resistir
un ataque sorpresa de Lisandro en el Helesponto, junto a Egospótamos, y fuera
completamente aniquilada. Con su última escuadra, los atenienses perdieron el
sostén de su «imperio marítimo», que cayó en manos de Lisandro como una fruta
madura. Lisandro expulsó a miles de colonos atenienses de sus enclaves en las
costas e islas del Egeo, obligándolos a refugiarse en su patria. El flujo de
refugiados aumentó la penuria, ya de por sí grande, de Atenas. Con la misma
reiteración, los espartanos habían interrumpido las líneas de avituallamiento
vitales y necesarias para Atenas: el Helesponto estaba bloqueado y por las
aguas situadas directamente ante la costa ática patrullaba una flota; y por
tierra, el asedio espartano se cerró con la guarnición de Decelia y un ejército
acampado al noroeste de la ciudad, junto a la Academia. A pesar de esta
situación desesperada, políticos como Cleofón seguían dando consignas de
resistencia y llegaron incluso a conseguir una resolución popular que prohibía
hablar siquiera de condiciones de paz. Sin embargo, era una mera cuestión de
tiempo que la hambrienta Atenas se viera obligada a someterse a la exigencia
espartana de una capitulación incondicional. A principios de verano del 404 a.
C, Lisandro consiguió entrar con su flota en el Pireo y apoderarse de la
ciudad. El historiador Jenofonte escribe que se comenzó a «derribar con gran
diligencia las murallas con el acompañamiento musical de tañedoras de flauta,
en la creencia de que ese día significaba para la Hélade el comienzo de la
libertad».
El epílogo
El restablecimiento de la libertad y la
autonomía de los estados individuales griegos proclamado por los espartanos
tenía, en realidad, muy mal cariz. El rumbo político de Lisandro no dejaba
muchas dudas sobre el escaso interés de Esparta en implantar un nuevo orden que tuviera en
cuenta también los intereses de los demás estados, pues lo que se pretendía era
construir un sistema de poder propio, en el que se integrarían los antiguos
dominios atenienses. Paradójicamente, los atenienses se beneficiaron de esta
política, pues los espartanos se opusieron al apremio de sus aliados —sobre
todo Corinto y Beocia— de aniquilar por completo a Atenas, esclavizar a todos
sus ciudadanos y transformar la ciudad en campos de pastoreo. La subsistencia
de Atenas le resultaba útil a la política de los espartanos, ya que una Atenas
sometida a ellos podía ser utilizada como contrapeso a los esfuerzos de
autonomía de las potencias griegas medianas.
De todos modos, a los atenienses solo
les había quedado la existencia desnuda de su polis. Habían perdido todas sus
posesiones exteriores, incluyendo sus tradicionales islas colonias de Lemnos,
Imbros y Skyros, y en las condiciones de capitulación tuvieron que aceptar la
demolición de sus fortalezas y la entrega de su flota. El poder gubernamental
pasó a las manos de un gremio de 30 miembros compuesto exclusivamente por
atenienses proespartanos, entre los que figuraban muchos de los participantes
en el golpe de Estado oligárquico del 411 a. C. Estos «Treinta» coparon el
Consejo y las magistraturas con sus secuaces y limitaron el derecho de
ciudadanía ateniense a un grupo de 3.000 atenienses, compuesto exclusivamente
por sus correligionarios. Con el respaldo de las tropas espartanas de
ocupación, los «Treinta» implantaron un régimen de terror del que en ocho meses
fueron víctima 1.500 personas. Las detenciones y ejecuciones arbitrarias
estaban a la orden del día. No solo fueron asesinadas personas políticamente en
desgracia; los «treinta tiranos» dieron también instrucciones de asesinar a
ricos atenienses y metecos para apoderarse de sus propiedades.
Innumerables personas abandonaron su
patria y huyeron a los estados vecinos. La indignación ante la permanente
tutela de Esparta había provocado en esos estados un cambio en la opinión
pública. Los aliados de Esparta —sobre todo los beocios—, que poco antes
exigían la aniquilación de Atenas, apoyaron ahora con todos los medios a los
emigrantes atenienses en su oposición al régimen proespartano de los «Treinta».
En Tebas se congregó en torno a los atenienses Trasíbulo, Arquino y Anito un
movimiento democrático de resistencia que, en el invierno del 404-403 a. C,
logró ocupar la fortaleza fronteriza de Filé, en el norte del Ática,
desencadenando desde allí una encarnizada guerra civil. La tropa, en sus
inicios compuesta por apenas 70 combatientes, se incrementó rápidamente con el
flujo constante y creciente de emigrantes. El número de combatientes superaba ya
los 1.000 cuando, en la primavera del 403 a. C., los resistentes entraron en el
Pireo. A pesar de que los «Treinta» fueron derrocados y sustituidos por un
colegio gubernamental de diez personas dispuesto a la reconciliación, al
principio no se alcanzó acuerdo alguno entre las agrupaciones proespartanas de
la ciudad y los demócratas del Pireo.
Gracias a la mediación de Pausanias, rey
de Esparta, la guerra civil concluyó en octubre del 403 a. C. Trasíbulo y sus
seguidores entraron triunfantes en Atenas, restableciendo en la ciudad el
ordenamiento constitucional democrático. La base del acuerdo entre ambas partes
fue una amnistía general para todos los delitos cometidos durante la guerra
civil, de la que solo quedaron excluidos los miembros de los «Treinta» y de los
«Diez». Además, los «demócratas» tuvieron que permitir la creación de un estado
especial oligárquico en Eleusis, que ofrecería un hogar a los que no se fiasen
de la reconciliación acordada. La coexistencia de los dos estados áticos de
Atenas y Eleusis fue regulada por contrato hasta el más mínimo detalle. Las
indemnizaciones por la Guerra del Peloponeso se repartieron entre ambos estados, que
también tenían que pagar por separado sus aportaciones a la Liga del
Peloponeso. La muralla antigua, bien visible todavía hoy y que discurre a lo
largo de más de 4 kilómetros entre Parnes y Aigaleos separando la llanura ática
de la tracia, posiblemente señaló también entonces la división estatal del
Ática. Lo que separaba a ambos estados no eran tanto las diferencias
ideológicas como el odio y la desconfianza por las crueldades cometidas bajo el
dominio de los «Treinta» y de los «Diez».
La política previsora de Trasíbulo y
Arquino, que se empeñaron en un estricto cumplimiento de la amnistía, hizo que
ya en el 401-400 a. C. se disolviera el estado de Eleusis y se consiguiese la
reunificación política del Ática. Dado que a los espartanos se les había
demostrado una ostensible lealtad, estos renunciaron a una intervención y
aceptaron los hechos consumados.
Con el restablecimiento de la unidad de
la polis, la democracia ateniense había superado con éxito su prueba más dura.
Se mantendría otros ochenta años sin contestación, hasta que en el 322 a. C.
sucumbió a la presión exterior
de Macedonia. Durante ese periodo, la restaurada democracia demostró
su estabilidad y su vitalidad. Las nuevas disposiciones constitucionales del
siglo IV no provocaron cambios esenciales en las formas fundamentales de la
democracia que se habían desarrollado en el siglo v. La amplia revisión legal
acometida después del 403 a. C. y la reorganización del procedimiento
legislativo, que fue transferida de la Ekklesía a un gremio especial de
«nomotheten» [legisladores], no limitaron en lo esencial las competencias
decisorias del conjunto de los ciudadanos. La mayor formalización de los
trámites procesales, como, por ejemplo, la introducción de procedimientos de
sorteo muy complicados para designar a magistrados y jueces, o la separación
institucional de la presidencia en el Consejo y en la Ekklesía, no fue
la expresión de un decadente anquilosamiento, sino que respondió a la voluntad
de afinar los mecanismos de control, fortaleciendo al mismo tiempo la posición
de la Asamblea Popular, para cuya asistencia se pagó desde los años noventa del
siglo IV una dieta (ekklesiastikón). Cierto que existía una tendencia a
la especialización y profesionalización en la política, entre otras razones
heredada de la sofística, y que la actuación de los políticos profesionales
ejerció su influjo en la cultura política cotidiana. Pero ni siquiera la
creciente influencia del Areópago durante la segunda mitad del siglo IV
cuestionó el principio de la soberanía plena de la ciudadanía ateniense ni la
participación ilimitada de todos los atenienses en los procesos de decisión
política. Y ya a la sombra de la supremacía macedonia, en la primavera del 336
a. C, la Asamblea Popular consolidó la democracia frente a intentos de
derrocamiento oligárquicos y tiránicos con una ley específica.
La superación de la división interna en
el 401-400 a. C, supuso también para los atenienses un importante requisito
para recuperar a
largo plazo una mayor libertad de acción en política exterior frente a Esparta.
La amnistía, mantenida con coherencia, había eliminado tan ampliamente la
desconfianza entre los antiguos bandos de la guerra civil que, para una gran
mayoría, Esparta se tornó innecesaria como potencia garante del tratado de
reconciliación. No obstante, los atenienses siguieron participando con lealtad
en las acciones militares de la Liga del Peloponeso.
En Atenas, sin embargo, no habían
renunciado del todo a la esperanza de recuperar lo que parecía definitivamente
perdido en el 404 a. C; ya se vislumbraba que Esparta apenas sería capaz de
preservar su propio ámbito de dominio y llenar al mismo tiempo de manera
duradera el vacío de poder ocasionado por el derrumbamiento de Atenas. La
guerra contra los persas, que los espartanos habían entablado desde el 400 a.
C. en Asia Menor para librar a las ciudades griegas de allí de los ataques del
Gran Rey, ofreció a Atenas una oportunidad de aproximarse a sus objetivos. A
partir del 398-397 a. C., ambas partes intensificaron sus esfuerzos bélicos.
Los persas extremaron sobre todo el armamento de su flota con el apoyo del
ateniense Conón. Este había sido estratega ateniense en la batalla de
Egospótamos (405 a. C.) y, tras su derrota, había huido a Chipre para librarse
de su inminente condena en Atenas. En Chipre se puso al servicio del Gran Rey,
y en los años 396-393 a. C. tuvo una participación destacada como comandante en
la guerra naval persa contra la flota espartana.
Ya en el 398-397 a. C. los atenienses,
por indicación de Conón, establecieron sus primeros contactos con los persas,
que se intensificaron cuando el rey espartano Agesilao marchó a Asia Menor al
frente de un gran ejército. Por aquel entonces Atenas se había permitido
ignorar por primera vez —al igual que Beocia, Corinto y Argos— el llamamiento a la guerra de
los espartanos. Para contrarrestar el ataque espartano, los persas intentaron
aprovechar el clima antiespartano difundido en Grecia, hacer estallar una
guerra y levantar así un segundo frente contra Esparta. Afluyó gran cantidad de
dinero del que también se benefició Atenas y que, en el 395-394 a. C, favoreció
la confluencia de Beocia, Corinto, Argos y algunos otros estados, junto con su
antiguo archienemigo Atenas, en la antiespartana «Alianza de Corinto», llamada
así por el lugar donde se reunió. El núcleo de esta alianza militar fue un
pacto defensivo que Beocia y Atenas concertaron en agosto del 395 a. C. Como en
esos momentos Beocia ya se encontraba en guerra con Esparta debido a una
disputa fronteriza en la Grecia central, la conclusión del tratado equivalía a
una abierta declaración de guerra de Atenas a Esparta. Esto suponía la
rescisión del tratado de paz del 404 a. C, y así lo demostró el hecho de que
los atenienses, en el 395-394 a. C, comenzasen a reconstruir las
fortificaciones de su ciudad.
El cálculo de los persas había salido
bien. Para controlar la evolución de los acontecimientos en la metrópoli, los
espartanos se vieron obligados a retirar de Asia Menor a Agesilao y a sus
tropas. Durante su regreso a Esparta, Agesilao logró derrotar, en agosto del
394 a. C. en la Queronea beocia, a las tropas de la Alianza Corintia, que ya
algunos meses antes había sido derrotada por las tropas del Peloponeso en el
territorio fronterizo entre Corinto y Sicione, junto al arroyo de Nemea. Pero
al mismo tiempo (agosto del 394 a. C.), Conón infligió en Cnido una aplastante
derrota a la flota espartana, provocando el completo hundimiento de la
hegemonía de Esparta en el Egeo. Este hecho hizo abrigar a los atenienses
nuevas esperanzas, sobre todo después de que, en el verano del 393 a. C., Conón
arribase al Pireo con una potente escuadra. Los atenienses le tributaron un
recibimiento triunfal. Todos
los reproches por la derrota de Egospótamos quedaron olvidados a la
vista del gran número de barcos y de la cantidad de dinero persa que Conón
facilitó generosamente para la reparación y la posterior ampliación de las
fortificaciones e instalaciones portuarias atenienses y para armar una nueva
flota.
La guerra terrestre se concentró en la
región de Corinto, donde los enemigos se enfrentaron durante años en una guerra
de posiciones en definitiva infructuosa, por lo que también se denominó «Guerra
de Corinto» a todo el acontecer bélico entre los años 395-394 y 387-386 a. C.
Los primeros esfuerzos de paz de los
espartanos fracasaron en Sardes durante el verano del 392 a. C. por la resuelta
oposición de la Alianza de Corinto. Los espartanos habían ofrecido a los persas
la entrega de las ciudades griegas de Asia Menor, aunque exigiendo a cambio la
autonomía de todas las polis griegas y del Egeo, con la esperanza de impedir de
ese modo cualquier nueva concentración de poder antiespartano. Para Beocia,
Argos y Corinto esto equivalía a una subordinación definitiva al mando
espartano. Y para los atenienses una paz semejante habría supuesto el fin
prematuro de sus renacidas ambiciones exteriores; pero sobre todo se negaban a
aceptar la pérdida de todas sus posesiones exteriores, especialmente en las
islas de Lemnos, Imbros y Skyros.
Medio año después, las ofertas de paz
espartanas, que fueron presentadas a los atenienses en el invierno del 392-391
a. C. en una conferencia de paz celebrada en Esparta, eran ya más atractivas.
Se reconocía el derecho de Atenas a las tres islas colonias y a la
reconstrucción de sus fortificaciones y de su flota. Esto suponía de hecho una
anulación del tratado de paz del 404 a. C. y la aprobación a posteriori de
la política seguida por Atenas desde el 395 a. C.
Sin embargo, los atenienses rechazaron
también esta oferta de paz, a pesar de la encendida defensa del político
Andócides, que, en su calidad de miembro de la delegación ateniense, señaló
expresamente a sus compatriotas en un «discurso de paz» que conservamos
íntegro, que solo aceptando esas condiciones de paz podrían sentarse las bases
para una futura política exterior poderosa de Atenas. La mayoría de los atenienses
no quisieron darse por satisfechos con la oferta. Justo doce años después del
desastre de la Guerra del Peloponeso, volvían a predominar las voces de los que
exigían una vuelta de Atenas a la política de la Liga naval del siglo v,
considerando la debilidad de Esparta una oportunidad para recuperar
completamente el poder perdido. El hecho de que llegasen incluso a juzgar a sus
embajadores por haber llevado mal las negociaciones y que estos tuvieran que
huir para librarse de la condena de muerte habla claro de las exageradas
expectativas de los atenienses.
Al igual que ocurriera en la última fase
de la Guerra del Peloponeso, a lo largo de los años siguientes el acontecer
bélico se fue trasladando paulatinamente a la zona del Egeo y del Asia Menor.
Allí volvieron a endurecerse los enfrentamientos entre persas y espartanos;
pero tampoco los atenienses dejaron la menor duda de su decisión de volver a
practicar en el Egeo una política de poder independiente. En el 390 a. C, por
iniciativa de Trasíbulo y bajo su dirección, se envió al Egeo una expedición de
la flota ática que perseguía restablecer la supremacía ateniense en el
Mediterráneo oriental, esforzándose por conseguir a toda costa la restauración
del imperio marítimo perdido. Tras obtener grandes éxitos en el norte del Egeo
y recuperar todas las polis de Lesbos, Trasíbulo arremetió contra las ciudades
insulares y costeras jónicas, con la intención de restablecer también allí la
hegemonía ateniense. Su proceder era coherente con los antiguos métodos políticos
de la Liga naval ateniense: resucitó los instrumentos de la subversión constitucional, el
acantonamiento de guarniciones y el nombramiento de supervisores, y volvió a
introducir incluso los viejos aranceles comerciales. Trasíbulo extendió sus
operaciones marítimas hasta muy dentro del espacio licio y panfilio, avanzando
hasta las regiones situadas más allá de las islas Celidonias, que en el siglo V
habían constituido las fronteras exteriores de la esfera de influencia
ateniense. Y después de que Trasíbulo hallase un final poco honroso el 389 a.
C. en Panfilia, donde le dieron muerte los habitantes de la ciudad de Aspendos,
sus sucesores, Agirio e Ifícrates, prosiguieron su obra en el mismo sentido.
Pero el año 387-386 a. C., la quimera
del imperio marítimo ateniense halló un brusco final después de que el
espartano Antalcidas, con apoyo persa y también siciliano, lograra hacerse con
el control del Helesponto, y al mismo tiempo barcos de Egina y de Esparta
bloqueasen las comunicaciones comerciales marítimas en el golfo Sarónico. La
situación del año 405-404 a. C. se repetía: el bloqueo del Helesponto y del
Pireo forzaron de nuevo la rendición de los atenienses. Estos tuvieron que
aceptar las condiciones de paz que había negociado Antalcidas con los persas y
que el Gran Rey impuso a los griegos reunidos en Sardes el año 387 a. C. («paz
del Rey» o «paz de Antalcidas»). El Gran Rey reclamó para sí «las ciudades de
Asia (...) y las islas de Clazomene y Chipre» y declaró autónomas todas «las
demás polis griegas, tanto pequeñas como grandes». A los atenienses se les
concedió al menos la posesión de las islas colonias de Lemnos, Imbros y Skyros;
pero, por lo demás, se rechazaron tajantemente todo el resto de sus
pretensiones hegemónicas en el Egeo.
Con el juramento de las condiciones
estipuladas en la paz del Rey en una conferencia posterior celebrada en Esparta
finalizó, en la primavera del 386 a. C., tras la guerra de Corinto, el largo
epílogo de la Guerra del Peloponeso. El principio de autonomía para todo el mundo
griego tenía que constituir la base de un orden de paz general (koiné
eiréne). Con ello, la paz del Rey fue el primer intento constructivo de
solucionar los conflictos políticos que ni siquiera el final de la Guerra del
Peloponeso había logrado eliminar. El hecho de que tampoco esta solución,
basada en una aceptación mutua, fuera duradera y fracasara una y otra vez
debido a las ansias de poder de algunos estados, es harina de otro costal.
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