Con su política, Cimón se granjeó durante
largo tiempo el apoyo de una amplia mayoría de la ciudadanía ateniense. Sin
embargo, a finales de los años sesenta se produjo un cambio de actitud: en él
confluyeron aspectos de la política interior y de la exterior de un modo que
hoy no acertamos a comprender en su totalidad. La relación con Esparta parece
haber sido decisiva. En el 465-464 a. C., los espartanos adoptaron una clara
posición de enfrentamiento con Atenas al aceptar una petición de ayuda de los
tasios, sitiados por Cimón, y amenazaron con atacar el Ática. Este ataque no
llegó a efectuarse, pues, tras un devastador terremoto, una gran sublevación de
ilotas en Mesenia hizo temblar los fundamentos mismos del estado de Esparta.
Para controlar la situación, los espartanos, urgidos ahora por la necesidad, se
dirigieron a los atenienses en demanda de ayuda. Pero Cimón, interesado en una
conciliación de intereses con Esparta, solo logró imponer el envío de un
destacamento de hoplitas atenienses tras una considerable oposición en la
Asamblea Popular. Y los enemigos de esta política de amistad con Esparta
ganaron adeptos. Objetivo directo de esa crítica era el Areópago, cuyos
miembros, al parecer, se contaban entre los decisivos partidarios de la
política de Cimón, y a los que el sistema vigente solo permitía abordar con
dificultad. De este modo entraban en juego elementos políticos esenciales y, al final, los
privilegios políticos del Areópago fueron eliminados. Ya hacía tiempo que
venían manifestándose demandas en ese sentido. A muchos ciudadanos, las
funciones de control del Areópago les parecían excesivas, después de que las
reformas de la época de Clístenes y de los años ochenta y los grandes éxitos
exteriores obtenidos habían fortalecido la voluntad del conjunto de la
ciudadanía de tomar plenamente en sus manos las decisiones políticas. En el
462-461 a. C. se quitaron al Areópago todos los derechos de control legales y
ejecutivos, y se transfirieron al Consejo de los Quinientos, a la Asamblea
Popular y al Tribunal Popular; al Areópago solo le quedaron funciones en el
ámbito religioso y en la «jurisdicción de la sangre», es decir, competencias en
determinados delitos de asesinato y homicidio.
Los protagonistas de esta limitación de
poderes al Areópago y de un decidido rumbo antiespartano eran Efialtes y
Pericles, que desencadenaron violentas disputas entre los atenienses. Cimón,
que tuvo que interrumpir la expedición militar a Mesenia debido al cambio de
opinión de los espartanos, fue condenado al ostracismo a su regreso; y su rival
político Efialtes fue víctima de un atentado. Fue entonces cuando surgió por
primera vez —al principio solo como concepto de lucha político— la palabra demokratía
(«gobierno del pueblo», «poder popular»), que en el futuro se convirtió en
la descripción tipológica del sistema que logró su forma fundamental y
definitiva en Atenas con los sucesos del 462-461 a. C. Durante casi siglo y
medio, todo el poder político estuvo en manos de toda la ciudadanía ateniense
sin limitación alguna, sobre todo después de que Pericles, gracias a la
introducción del pago de dietas, permitiera a cualquier ciudadano participar en
el consejo y en los tribunales, y de que en el 457-456 a. C. abriera el acceso
a los cargos de arconte a la
tercera clase del censo y, poco después, también a los «thetes».
El establecimiento del poder
Con el ostracismo de Cimón y la
definitiva ruptura de la Liga Helénica, los atenienses habían sellado en el 461
a. C. la ruptura con Esparta, y desde entonces practicaron una activa política
antiespartana. Con ello abocaban un doble enfrentamiento, ya que al mismo
tiempo intentaron sacar rentabilidad en política exterior de la debilidad del
reino persa, debilitado por disturbios y revueltas, y emprendieron nuevas
ofensivas en ultramar. Los años cincuenta se caracterizaron por una actividad
casi febril de Atenas en política exterior, tanto en la metrópoli como en todo
el Mediterráneo oriental; e incluso el mundo griego situado al oeste de Grecia,
es decir, en Italia meridional y en Sicilia, fue objeto de la atención cada vez
más directa de Atenas.
Las listas de caídos esculpidas en
piedra ofrecen todavía hoy un testimonio elocuente de las empresas militares de
aquellos años de guerra, pero también de las grandes pérdidas que los
atenienses estaban dispuestos a aceptar con tal de hacer respetar su
inquebrantable voluntad de dominio. Expresión visible de esta voluntad de poder
fue la construcción de unas murallas de más de siete kilómetros de longitud con
las que los atenienses unieron a partir del 460 a. C. su ciudad y el puerto del
Pireo, ampliándolo hasta convertirlo en una fortaleza inexpugnable.
El antagonismo entre Atenas y Esparta,
esbozado como muy tarde a partir del 479 a. C, tomó forma concreta desde el 461
a. C. En Grecia, las antiguas constelaciones de fuerzas estaban cambiando.
Mediante alianzas con Tesalia, con Argos, rival sempiterno de los espartanos, y
con Megara, antes enemiga también de ellos, los atenienses intentaron frenar la
influencia de Esparta y de Corinto. El intento de consolidarse en la Argólida
meridional fracasó, aunque logró al menos atraer a Trecena al bando de Atenas.
Y también la isla de Egina, con la que los atenienses volvían a tener disputas,
tuvo que rendirse el 456 a. C, tras un asedio de tres años, e ingresó en la
liga naval ática con la obligación de pagar un tributo anual altísimo de 30
talentos.
Sin embargo, las decisiones más
importantes afectaron a la Grecia central. Los espartanos habían intervenido
aquí en el 457 a. C, con un nutrido destacamento de tropas, en un conflicto
entre los estados vecinos de Fócida y Dórida. Por miedo a fortalecer la
influencia espartana en las regiones situadas al norte del Ática, los
atenienses quisieron entonces cortar a los espartanos la retirada al Peloponeso,
y entablaron una batalla campal en la Tanagra beocia, pero cosecharon una
devastadora derrota. Apenas dos meses después los atenienses, contra toda
previsión, reaparecieron en Beocia, y en Oinofyta, no lejos de Tanagra,
vencieron al ejercito beocio, colocando bajo su control a casi toda la Grecia
central.
Pero los atenienses todavía no se daban
por satisfechos con estos éxitos; querían golpear a Esparta en el corazón y
sobre todo reforzar su propia posición en el oeste, frente a Corinto. Con este
objetivo emprendieron el año 455 a. C. una expedición naval al mando de
Tolmides, a la que se sumó uno o dos años después otra dirigida por Pericles.
Zonas de la costa de Laconia fueron devastadas y se destruyeron los arsenales
navales espartanos de Gytheion. La conquista de las islas de Zacintos y
Cefalonia y de algunas localidades costeras en la cara norte del golfo de
Corinto, así como la anexión de Acaya, afianzaron la posición ateniense también
en esta región, que constituía la puerta hacia Italia y Sicilia y que, hasta
entonces, había permanecido siempre bajo la influencia de Corinto.
Los éxitos militares en la primera mitad
de los años cincuenta habían procurado a los atenienses una hegemonía en tierra
firme griega que nunca habían alcanzado antes y que jamás volverían a alcanzar
después. Su área de influencia abarcaba ahora desde las Termopilas hasta el
golfo de Corinto y comprendía, junto con Acaya, Argos y Trecena, incluso zonas
del Peloponeso. Al mismo tiempo, los atenienses se afanaban para seguir extendiendo
el poder de la liga naval en el Egeo a costa de Persia. En el 460 a. C. habían
atacado Chipre y la costa de oriente con una gran flota, y desde allí habían
continuado hasta Egipto para apoyar la rebelión del rey libio Inaros contra la
dominación persa. Seis años duraron los encarnizados combates, que ambas partes
acometieron con enormes esfuerzos.
Pero la rapidez y las dimensiones de la
expansión del poder ateniense llevaba parejo un problema: la conservación y
consolidación de dicho poder. En el 454 a. C. se puso de manifiesto que los
atenienses habían sobrevalorado sus fuerzas y no lograron alcanzar finalmente
sus ambiciosos objetivos: el ataque a Tesalia se reveló un fracaso y la
expedición a Egipto terminó en catástrofe. Doscientos cincuenta barcos, junto
con sus respectivas tripulaciones, fueron aniquilados en Nildeta por los
persas. Una enorme sangría de la que Atenas se recuperó con dificultad. Por
eso, los años siguientes se caracterizaron por un estancamiento en política
exterior. Era necesario moderarse y cambiar de rumbo.
En esta situación, Cimón, que había
regresado del exilio el año 451 a. C, logró negociar un armisticio de cinco
años con Esparta. Esto no resolvía ni mucho menos las tensiones en Grecia, pero
dejaba las manos libres a Atenas para forzar una nueva guerra contra Persia.
También ese mismo año (451 a. C.) Cimón logró ganarse a los atenienses para
emprender un nueva expedición de la flota a Chipre y Egipto. El hecho de que
los atenienses, a pesar del desastre de Egipto acaecido pocos años atrás, se
atrevieran a acometer esta empresa y facilitasen 200 trirremes, muestra su
inquebrantable voluntad de poder y la decisión de imponer a cualquier precio su
dominio. Esta actitud caracterizaría también en el futuro la política exterior de
la Asamblea Popular de Atenas.
En Chipre, los atenienses consiguieron
finalmente llevar a feliz término su expedición naval, pese a que se vieron
obligados a levantar sin éxito el sitio de Citium, pues entre tanto había
muerto Cimón. En el camino de regreso lograron una brillante victoria sobre el
ejército terrestre y marítimo de los persas en la costa oriental de Chipre, en
Salamina.
La muerte de Cimón marcó un cambio en la
política de Atenas hacia los persas. Ganaron los valedores de una conciliación
con Persia, entre ellos Pericles; y así, en el 449-448 a. C. se firmó, por
mediación del ateniense Calías, una paz conciliadora, la «paz de Calías». El
Gran Rey renunció a todas las acciones militares en el Egeo y en la costa
occidental de Asia Menor y, a cambio, los atenienses reconocieron la soberanía
persa sobre Egipto, Chipre y el Oriente. Esto apenas fue algo más que un
reconocimiento del statu quo efectivo; pero las regulaciones del tratado
respondían a los objetivos de la política de Pericles. A él ya no le interesaba
extender a toda costa el dominio ateniense, sino salvaguardar lo conseguido y
garantizar su estabilidad. En este contexto han de situarse también sus
esfuerzos por convocar a todos los estados griegos a un congreso panhelénico en
Atenas con la finalidad de discutir las bases de un orden de paz amplio y
común.
El plan fracasó sobre todo por la
oposición de los espartanos, que no estaban dispuestos a permitir que se
consolidase la hegemonía ateniense. Solo después de que Atenas perdiera en el 447-446 a. C.
su influencia en vastas zonas de Grecia central y en Megara, se mostró Esparta
dispuesta a llegar a un acuerdo. En el 446-445 a. C, un tratado de paz de
treinta años entre Atenas y Esparta puso un punto final provisional a las casi
dos décadas de conflicto entre ambas potencias, que hoy suele denominarse la
«Primera Guerra del Peloponeso». Atenas renunció a todas las ganancias
territoriales en el Peloponeso; pero ambos firmantes del tratado aceptaban y
garantizaban la estabilidad de su sistema de alianzas. En el futuro dirimirían
sus diferencias mediante el arbitraje y no por la fuerza de las armas.
Si hacemos un balance de los últimos 15
años y nos preguntamos por las pérdidas y ganancias de Atenas, desde la
perspectiva del 455 a. C. habría que hablar de pérdidas; pero, en realidad,
solo se había perdido lo que a la larga hubiera sido imposible conservar. Visto
en conjunto, el tratado de paz constituía una indudable ganancia para Atenas:
la Liga naval ateniense y, en consecuencia, también la posición hegemónica de
Atenas en el mar eran reconocidas «oficialmente» por Esparta. De este modo,
Atenas consiguió la necesaria libertad de acción para consolidar de nuevo el
entramado de poder de la Liga naval, que se había tornado frágil tras el arreglo
con Persia.
Ya en el 454 a. C. —quizá sobre el
trasfondo de la catástrofe de Egipto, pero quizá debido también a decisiones
anteriores—, los atenienses habían acometido cambios fundamentales en la
estructura organizativa de su Liga naval. La caja de la alianza había sido
trasladada a Atenas y colocada bajo la protección de la diosa de la ciudad,
Atenea, a cuyo tesoro del templo había que trasladar en adelante la sexagésima
parte de todas las aportaciones de la Liga. Los atenienses erigieron en la
Acrópolis grandes y ostentosas estelas de piedra, algunas de varios metros de
altura, en las que, a partir del 454-453 a. C., consignaron, año tras año, las contribuciones a
la diosa («listas tributarias áticas»). Con el traslado de la caja de la Liga
se dio por disuelta la asamblea de la Liga en Delos, transfiriéndose la
capacidad de decisión en todos los asuntos de la alianza a la Asamblea Popular
de Atenas. Además, Atenas se convirtió en el único fuero competente para
cualquier delito grave que se cometiera en todo el territorio de la alianza.
Con ello se dieron los primeros pasos para transformar la Liga naval ateniense
en un imperio marítimo de Atenas, convirtiendo a sus aliados en súbditos. En
las próximas décadas, los atenienses prosiguieron con coherencia este camino,
aunque en la época de Pericles, según parece, con mayor moderación que después,
durante el periodo de la Guerra del Peloponeso.
El sistema monetario y de medidas quedó
unificado por ley en todo el territorio aliado. Cada polis aliada fue obligada
a participar en las Grandes Dionisíacas y en las Panateneas de Atenas y a
contribuir con especiales dádivas a la organización de esas fiestas. En las
Grandes Dionisíacas se celebraba la entrega anual de los tributos, poniendo en
fila en la «orquestra», ante los ojos de los espectadores congregados en el
teatro, cientos de recipientes rellenos cada uno con 26 kilos de plata de los
aliados. Los atenienses también intervenían directamente en los asuntos
internos de algunos aliados con el fin de asegurar su dominio; colocaron en el
poder equipos de gobierno amigos, y les facilitaron supervisores atenienses
para que los secundasen. En numerosas ciudades se acantonaron tropas de
ocupación y se impulsó sistemáticamente la fundación de colonias atenienses.
En Atenas esta política apenas encontró
oposición. Cualquiera podía percibir claramente sus ventajas y nadie deseaba
renunciar a ellas. La construcción y mantenimiento de la flota de guerra, así
como el servicio de remeros, procuraban buenos ingresos a muchos atenienses,
garantizados por los pagos regulares de los aliados. Miles de ciudadanos
hallaron en las colonias exteriores de Atenas una nueva patria que les ofrecía
casa, granja y tierra de cultivo suficiente. La economía y el comercio
florecían dentro del territorio de la Liga naval; y los ingresos procedentes de
los derechos aduaneros y portuarios incrementaban la riqueza de la ciudad y de
sus habitantes.
La consolidación de Atenas como nuevo
centro de poder y como centro cultural de toda Grecia fortaleció la posición de
Pericles. Política de poder y democracia habían contraído una unión indisoluble
y apenas quedaban flecos sueltos. Tras el ostracismo en el 443 a. C. de su más
duro antagonista, Tucídides —hijo de Melesias y tocayo del famoso historiador—,
Pericles consolidó de manera indiscutible su posición dirigente en Atenas y
durante los tres lustros siguientes fue reelegido todos los años estratega por
la Asamblea Popular. Esto indujo al historiador Tucídides a sentenciar que, por
aquel entonces, y aunque nominalmente se consumó la democracia, lo que en
realidad se consumó fue el poder del hombre que estaba al frente del Estado.
Pero entre los miembros de la Liga naval
la política expansionista de los atenienses encontraba cada vez mayor
oposición. Se extendió el malestar por el desarrollo del sistema de colonias, y
las continuas intromisiones de Atenas en los asuntos internos de los aliados no
solo agudizaron las tensiones políticas dentro de esos estados, sino que
provocaron la reaparición de Esparta, cuyo apoyo contra los intentos de
intervención de Atenas se solicitaba cada vez más. La precariedad de la
situación se puso de manifiesto de manera fulminante en el 440 a. C, cuando
Atenas intervino en una disputa entre Samos y Mileto por la ciudad de Priene,
provocando al final la salida de la primera de la Liga naval. La defección de
Samos amenazó con convertirse en un incendio devastador después de que también
Bizancio se separase de Atenas. A duras penas logró Atenas controlar la
situación, entre otras razones porque los espartanos se mantuvieron al margen.
No obstante, la «guerra de Samos» había puesto al borde de un nuevo conflicto a
las dos grandes potencias, siete años después de firmarse la paz de treinta
años, pues Esparta se planteaba si intervenir en Samos, rompiendo de ese modo
la paz.
El factor decisivo en el fracaso de
estos planes fue la actitud de rechazo de Corinto, el principal aliado de
Esparta. Evidentemente, los corintios aún temían la confrontación con Atenas.
Pero la situación cambió a mediados de los años treinta, cuando los atenienses
de Corcira se dejaron arrastrar a los enfremamientos con Corinto por la ciudad
filial de Epidamnos (la actual Durres/Durazzo albanesa) y, con su
participación, decidieron primeramente el conflicto en favor de Corcira. La
escalada de los acontecimientos, que concluyeron de manera provisional (y
todavía insegura) en el 433 a. C. con una batalla naval en las islas Sybota al
sur de Corcira, patentizó la enorme inclinación a la guerra existente en ambas
partes. Sin embargo, la colisión directa entre las dos grandes potencias,
Esparta y Atenas, no llegó a producirse porque Corinto —por última vez— se
abstuvo de solicitar la intervención de Esparta.
Sociedad y economía
Una vez que todos los ámbitos de
decisión política estuvieron en manos de la totalidad de la ciudadanía
ateniense, se planteó más vivamente que nunca la cuestión de los requisitos
para acceder al derecho de ciudadanía. En tiempos de Clístenes un gran número
de extranjeros había obtenido la ciudadanía; también en la primera mitad del
siglo V se había concedido este derecho a muchos metróxenoi, personas que descendían
de padre ateniense y madre no ateniense. Sin embargo, la radicalización de las
formas constitucionales a partir del 462-461 a. C. condujo a restringir más la
ciudadanía ateniense. Esta tendencia a restringir el derecho de ciudadanía se
aceleró debido a la creciente afluencia de extranjeros que intentaban
aprovecharse del aumento de poder de Atenas.
En el 451 a. C. una ley de ciudadanía introducida
por Pericles, y según la cual solo podían convertirse en ciudadanos atenienses
aquellas personas cuyos dos progenitores también lo fueran, clarificó
definitivamente las cosas. Solo en casos excepcionales, como homenaje a
especiales méritos y partiendo de una resolución especial de la Asamblea
Popular, podía concederse la ciudadanía de Atenas a los no atenienses. Es
decir, que la posesión del derecho de ciudadanía dependía normalmente de la
acreditación del linaje, cuya legitimidad se revisaba en las «fratrías» y
«demos» y, en caso de duda, en el Tribunal Popular. El requisito para la
adquisición de los derechos cívicos tras alcanzar la mayoría de edad a los
dieciocho años era la inscripción en una lista de ciudadanos (lexiarchikón
grammateíon) que se llevaba en el «demos» natal (hereditario). Como los
nuevos ciudadanos tenían además que cumplir primero un servicio militar de dos
años (ephebeía) y durante ese tiempo quedaban excluidos de participar en
la Asamblea Popular, después eran inscritos en una segunda lista (pínax
ekklesiastikós) que les abría el acceso a la ekklesía.
Estas listas de ciudadanos estaban
sometidas a severos controles, los cuales, poco después de la entrada en vigor
de la nueva ley de ciudadanía (445-444 a. C), provocaron la eliminación de
cinco mil personas. Pero también más adelante la revisión de la condición de
ciudadano siguió siendo para los atenienses una cuestión importante; siempre
tuvieron mucho cuidado de defender sus privilegios ciudadanos frente a
intervenciones externas, sobre todo en vista del rápido incremento de la
población global en el siglo v. En los años cuarenta y treinta del siglo V a.
C. vivían en el Ática más de 300.000 personas, de las que apenas la mitad eran
ciudadanos atenienses. A su vez, solo los ciudadanos varones de pleno derecho
poseían derechos políticos; en el siglo V su número debió de oscilar entre
30.000 y 45.000, y en el siglo IV entre 20.000 y 30.000, de modo que en la
época de mayor esplendor de la democracia ateniense, al final, todas las
competencias políticas estaban en manos del 15 por 100 de la población total a
lo sumo. Sin embargo, esta relación numérica no debe extrañar si la analizamos
dentro del contexto de la situación específica de Atenas. Por una parte, al
igual que en todas las sociedades de la Antigüedad, las mujeres estaban
excluidas de los procesos de decisión política. Además, el número de ciudadanos
de otros estados era extraordinariamente elevado, ya que los atenienses —al
contrario que los espartanos, por ejemplo— practicaron siempre una política de
extranjería muy liberal. Hasta 40.000 extranjeros («metecos») y sus familias
vivían de manera permanente en la ciudad de Atenas y sus alrededores. Pero la
fracción, con creces, más numerosa de la población no ateniense la constituían
los esclavos (en ocasiones más de 100.000), que constituían la tercera parte de
la población total del Ática. Esta cifra, extremadamente alta en comparación
con otras polis de la Antigüedad, solo se explica por la riqueza y la
prosperidad económica de Atenas.
Los privilegios de los ciudadanos
atenienses no se limitaban al ámbito político. En efecto: únicamente los
atenienses tenían derecho a la propiedad de casas y tierras; a los no
atenienses este derecho solo se les concedía en raras ocasiones —como una
distinción especial— y por acuerdo popular. Los delitos criminales contra
ciudadanos atenienses solían ser valorados jurídicamente de forma distinta que
los mismos delitos cometidos contra extranjeros o esclavos. Además, los
ciudadanos de Atenas disfrutaban de numerosas ventajas financieras. Entre estas
figuraban no solo los pagos de dietas por el ejercicio de cargos políticos y,
desde comienzos del siglo IV, por asistencia a la Asamblea Popular (ekklesiastiká),
y finalmente (desde mediados del siglo IV) también al teatro (theoriká).
Las ayudas a inválidos y huérfanos, como por ejemplo la distribución de
donaciones de grano, que facilitaban las potencias extranjeras en tiempos de
necesidad, estaban asimismo limitadas al círculo de los ciudadanos atenienses.
Los atenienses —al igual que los
ciudadanos de otras muchas polis— también estaban exonerados de pagos regulares
de tributos. Solo en casos imperiosos de necesidad y con los correspondientes
acuerdos populares se les podía solicitar el pago de un impuesto patrimonial
extraordinario (eisphorá), que más tarde, en el siglo IV, fue sustituido
por el denominado sistema de «symmorías» basado en el valor del
patrimonio. Los ciudadanos tenían que prestar «leiturgías» en lugar de
pagar impuestos. Las «leiturgías» (leiturgía, prestación de servicio al
pueblo), al principio voluntarias, se desarrollaron en la Atenas democrática
hasta convertirse en un sólido sistema de financiación. En el marco de este
sistema se repercutieron directamente los gastos por tareas estatales centrales
a ciudadanos más acomodados que disponían de un determinado patrimonio mínimo.
Estas prestaciones afectaban sobre todo
al ámbito de los cultos y festividades públicos (a nivel de «demos» y de polis)
y al de la guerra. Aquí hay que incluir, por ejemplo, la financiación de las
representaciones dramáticas y musicales en los grandes días festivos («choregie»)
y el pago para equipar, entrenar y mantener a los equipos que participaban
en los múltiples campeonatos públicos con ocasión de grandes celebraciones
religiosas («gymnasiarchie»); también los gastos de la legación
religiosa anual al santuario de Apolo en Delos se recogían mediante una
«leiturgía» («architheorie»). La «leiturgía» más importante y cara era
la «trierarquía». Cada trierarca era responsable durante un año del
mantenimiento de un trirreme. La polis ponía el barco junto con la dotación
básica y asumía la soldada de la tripulación, mientras que el trierarca tenía
que completar el armamento, ejercitar a la tripulación y se responsabilizaba
del mantenimiento del barco que estaba bajo su mando durante ese periodo.
Anualmente había que hacer entre 100 y
120 «leiturgías» regulares, y además, en caso de guerra, otras muchas
extraordinarias, como la trierarquía. Esto conllevaba cargas financieras muy
elevadas, a menudo de varios miles de dracmas (el salario medio diario
equivalía a un dracma). Por lo general, solo cada dos años a lo sumo se era
llamado para encargarse de una «leiturgía». Debido a sus elevados costes (de
4.000 a 6.000 dracmas), durante la Guerra del Peloponeso la trierarquía fue
dividida entre dos personas, y finalmente, en el siglo IV, fue adaptada al
sistema de «symmorías». Sin embargo, las «leiturgías» no deben considerarse una
mera contribución forzosa; también ofrecían a muchos ciudadanos ricos la
posibilidad de destacar y obtener prestigio en el sistema democrático. En la
cotidianidad política y ante un tribunal, la enumeración de las «leiturgías»
prestadas, muchas veces por encima de la medida obligatoria, podía servir como
demostración de los méritos por el bien común de la polis y como ejemplo de
virtudes cívicas.
La exclusión de las mujeres de todas las
decisiones políticas corría pareja con su clara posición de inferioridad legal
frente a los hombres, en Atenas incluso mucho más marcada que en otras ciudades
griegas. La ateniense dependía durante toda su vida de un tutor. Este era primero su
padre y, tras su muerte, el hermano mayor u otro miembro masculino de la
familia; eran estos quienes decidían la elección del marido. Con la boda, los
derechos de tutela pasaban al marido, pero en caso de divorcio retornaban, al
igual que la dote, a la familia de la mujer. La dote también debía devolverse
si la mujer moría sin descendencia. Una mujer, por principio, no podía heredar,
a lo máximo asumir una herencia de modo provisional, en calidad de «hija
llamada a suceder» (heredera interina) mientras faltase sucesión masculina. Las
mujeres tampoco poseían capacidad contractual excepto a través de su tutor, que
tenía que representarlas ante el tribunal. Sin embargo, sería una conclusión
errónea deducir forzosamente de esta situación legal la correspondiente
posición de inferioridad de las atenienses en la vida pública y cotidiana.
Aunque las mujeres estaban sometidas a todas esas limitaciones, disponían de
una libertad de movimientos mucho mayor de lo que se suele suponer.
La fijación de los derechos de la
ciudadanía ática iba acompañada de una configuración firme de los derechos y
obligaciones de los ciudadanos extranjeros. Para los extranjeros (xénoi) que
estaban provisionalmente en Atenas regían en el ordenamiento legal ateniense
las reglas del derecho habitual de extranjería desarrollado en todo el mundo
griego siguiendo el modelo del derecho de hospitalidad. Los extranjeros cuya
ciudad natal hubiera concertado con Atenas el correspondiente tratado de
asistencia judicial tenían privilegios especiales especificados en cada caso.
Además, podían dirigirse a un ateniense que mantuviera especiales relaciones de
proximidad con su polis y cuyos intereses representaba en Atenas en calidad de próxenos
(hoy lo denominaríamos «cónsul»).
Los extranjeros (métoikoi) con
residencia fija en Atenas constituían un grupo especial.
Ya en fecha muy temprana, los atenienses
habían fomentado el asentamiento de extranjeros para reactivar la economía. En
la época clásica apenas existía un sector económico en el que no actuaran
metecos. Se los encuentra en todos los ramos de la artesanía y de la industria
y como médicos, directores de obras, heraldos, etcétera, e incluso en muchos
cargos públicos. Grandes casas comerciales y fábricas de armas, así como
numerosas compañías navieras, estaban también en sus manos; hasta la banca
ateniense estaban controlada en gran parte por metecos. Numerosos artistas,
literatos y científicos vivían asimismo como metecos en Atenas e influyeron
duraderamente en la vida cultural de la ciudad: filósofos y médicos como
Hipócrates de Cos, Anaxágoras de Clazomene, Protágoras de Abdera; artistas como
Polignoto de Tasos y Zeuxis de Heraclea; historiadores y oradores como Heródoto
de Halicarnaso, Lisias de Siracusa, Gorgias de Leontini... Estos pocos nombres
representan a muchos más.
Los derechos de los metecos en Atenas
estaban generosamente fijados, de acuerdo con su elevada posición en la
economía y en la sociedad. En su actividad profesional no estaban sometidos a
limitación alguna. Disfrutaban de capacidad jurídica plena y de la misma
protección jurídica personal que los ciudadanos atenienses, aunque estaban
sometidos al fuero de extranjeros. Pero el derecho de residencia y la
protección jurídica obligaban también a los metecos a participar en las
«leiturgías», en los pagos de eisphorá y en el servicio militar, aunque
habitualmente solo eran llamados a participar en la defensa territorial y en el
servicio naval. Pero a pesar de que los metecos estaban equiparados en muchos
aspectos a los ciudadanos atenienses y de que en las relaciones cotidianas
tampoco existían apenas limitaciones, su condición de extranjeros seguía siendo
claramente reconocible. La obligación de pagar un impuesto de capitación anual (metoíkion) de 12 dracmas
(las mujeres pagaban 6 dracmas) evidencia la separación entre metecos y
ciudadanos tanto como la prohibición de comprar tierras. Además, cada meteco
tenía que elegir a un ateniense que, frente a la ciudadanía, funcionase como
una especie de patrón y fiador suyo (prostátes).
En la época clásica, el grupo de
población más numeroso con diferencia de los no atenienses lo constituían, como
ya dijimos, los esclavos, sin los cuales sería imposible concebir la vida
cotidiana de Atenas. El auge económico de la ciudad y la creciente riqueza
permitieron a numerosos ciudadanos y metecos comprar esclavos. La adquisición
de un esclavo era muy cara (oscilaba entre seis y veinticuatro veces el salario
mensual medio); pero además había que correr con su manutención, por lo que no
todo el mundo podía comprar los esclavos que se antojara. Así, en algunas
granjas de menor tamaño del Ática había —cuando los había— uno o dos esclavos
fijos, toda vez que el alquiler temporal de esclavos y jornaleros solía ser más
barato. Los labradores ricos, sin embargo, se permitían gran cantidad de
esclavos, que a menudo incluso estaban dirigidos por un administrador, asimismo
esclavo. En la ciudad, los ciudadanos ricos disponían de hasta 50 esclavos, y
los miembros de la clase media hasta 10, que realizaban las tareas cotidianas
de la casa (cocineros, criadas, etc., pero también nodrizas y pedagogos).
La mayoría de los esclavos trabajaban en
cuestiones relacionadas con la economía, en todos los sectores profesionales,
desde los puertos hasta la banca. De la clase de los esclavos procedían
técnicos muy especializados, así como peones y obreros no especializados. A
veces también se encomendaban a esclavos actividades empresariales libres (por
ejemplo, la dirección independiente de comercios). A pesar de lo dicho, no cabe
hablar en Atenas de esclavitud masiva. El número de esclavos que trabajaban
en las distintas empresas siempre se mantuvo dentro de unos límites razonables.
La cifra más elevada que ha llegado hasta nosotros son los 120 trabajadores
esclavos de la fábrica de armas del meteco Kephalos (padre del retórico
Lisias). Las minas de Laureion, en las que llegaron a trabajar en las
condiciones más deplorables hasta 20.000 esclavos, pertenecientes a un gran
número de empresarios o alquilados por estos, constituían una excepción.
Los esclavos no eran solo propiedad de
particulares; también la polis como tal poseía esclavos. Estos «esclavos
estatales» (demósioi) ayudaban a los magistrados en el cumplimiento de
sus obligaciones. Entre otras cosas, desempeñaban labores de escribientes y
contables en la administración judicial y financiera, y como archiveros se
encargaban de la custodia de los documentos públicos. También los cargos de
verdugo, torturador y carcelero estaban en manos de los esclavos estatales. A
veces desempeñaban incluso funciones policiales: hasta mediados del siglo IV,
un grupo de intervención especial compuesto por 300 arqueros escitas al mando
de un oficial ateniense se encargaba de mantener la paz y el orden en la
Asamblea Popular y en los tribunales. La polis poseía asimismo operarios (ergátai),
que trabajaban, por ejemplo, en la construcción de caminos y en la casa de
la moneda estatal y, en ocasiones, también tenían que colaborar en la
construcción de edificios públicos.
La situación jurídica de los esclavos
era tan homogénea como diferente era su situación social y sus condiciones de
vida concretas. Al igual que en todo el mundo antiguo, los esclavos carecían en
principio de libertad personal. Eran —según Aristóteles— «posesión viviente» y
propiedad de su señor, que tenía la capacidad de disponer en exclusiva de su
persona y, por tanto, podía alquilarlos, empeñarlos y venderlos a su arbitrio,
así como disponer de ellos
a voluntad en su testamento. Sin embargo, el esclavo estaba protegido de la
total arbitrariedad de su señor, aunque no fuera más que porque su compra era
siempre una inversión cara, por lo que a su señor le interesaba conservar el
mayor tiempo posible su fuerza de trabajo.
Parece que las liberaciones de la
esclavitud no fueron frecuentes en Atenas, en comparación con la praxis de la
Roma clásica. No obstante, los liberados debieron constituir una parte notable,
aunque no determinable con exactitud, del conjunto de la población. La
liberación, que lógicamente requería siempre la aprobación del propietario del
esclavo, se producía bien de manera gratuita —por ejemplo, por especiales
merecimientos— o mediante la compra de la libertad. Un esclavo podía pedir
prestado el dinero a terceras personas para comprar su libertad; pero a algunos
esclavos su señor les daba la posibilidad de reunir ahorros propios y
utilizarlos después para comprar su libertad. Tras su liberación, un esclavo
tenía los mismos derechos y obligaciones que un meteco, aunque por lo general
estaba obligado hasta la muerte de su liberador, que también funcionaba como su
prostátes, a prestarle servicios establecidos contractualmente (contrato
de paramoné) y solía quedarse a vivir en su casa.
A pesar de que los esclavos constituían
un pilar fundamental de la economía ática, apenas es posible hablar de una
economía esclavista pura. No había ninguna actividad a la que se dedicaran
únicamente los esclavos. Incluso en las canteras del Pentélico y del Himeto y
en las minas de Laureion trabajaban —a menudo en las mismas pésimas
condiciones— ciudadanos y metecos libres, además de los esclavos.
Como en todas las economías de la Antigüedad,
la agricultura era la columna vertebral de Atenas. Pese a la diversidad de sus
actividades, la sociedad ateniense siguió teniendo un marcado carácter campesino. Todo el
Ática estaba recorrida por una densa red de pequeñas ciudades, asentamientos rurales
e innumerables granjas aisladas. Como las superficies cultivables eran
limitadas, cada trozo de tierra era aprovechado intensivamente. La mayoría de
las granjas tenían un aceptable tamaño medio y pertenecían a labradores que
administraban su granja como auturgoí («autónomos»). Pero existían
también propiedades rurales mayores, cuyos propietarios solían vivir en la
ciudad y administraban sus propiedades a través de capataces con esclavos y
jornaleros.
De acuerdo con las costumbres
alimenticias de la época, en la agricultura predominaba la tríada de cereal,
olivos y vino. Donde el suelo lo permitía, se prefería el trigo, en caso
contrario se sembraba cebada. Como el cultivo de cereal resultaba muy
laborioso, era desplazado por el cultivo del olivo y de la vid, toda vez que
este era mucho más rentable. Esto agudizó todavía más la notoria escasez de
cereales en el Ática. Desde las postrimerías del siglo VI como muy tarde, y
acaso antes, los atenienses dependieron de regulares y cuantiosas importaciones
de grano procedentes de Sicilia y de Egipto, y también de la zona del mar
Negro.
El menú cotidiano de Atenas se basaba en
productos sencillos como lentejas, alubias, guisantes, ajo y cebollas que se
cultivaban en cualquier pequeño huerto, pero que también ofrecían los
campesinos en el mercado. Entre las variedades de fruta más apreciadas, además
de las manzanas, peras, ciruelas y moras, figuraba el «hermano de la vid», como
Hiponax de Éfeso denominó una vez al higo. En la ganadería predominaba la
crianza de ovejas, cabras y cerdos, ya que el terreno pobre del Ática era
completamente inadecuado para criar ganado vacuno. La carne siempre fue cara y
generalmente solo se comía en ocasiones especiales, por ejemplo, en las grandes
celebraciones religiosas y fiestas de sacrificios; por lo demás —sobre
todo en la ciudad—, se comía más pescado que carne, ya que este (a diferencia
de lo que sucede en la actualidad) era más barato.
El grado de autoabastecimiento de los
campesinos del Ática era comparativamente alto, incluso en la época clásica. En
un hogar campesino muchos objetos de uso cotidiano se realizaban personalmente.
Por eso las especializaciones artesanales estaban mucho menos desarrolladas que
en la ciudad de Atenas, el Pireo y los grandes centros de «demos» del Ática,
donde se podían encontrar todos los oficios imaginables. Y, al igual que sucede
todavía hoy en el centro de la ciudad vieja de Atenas, también entonces había
determinados barrios reservados a los diferentes oficios. Así sucedía con los
carniceros y pescaderos, con los zapateros, herreros, curtidores y, por
supuesto, con las prostitutas. No es imposible imaginarse el animado,
variopinto y laborioso trajín del Ágora y de las retorcidas callejuelas de los
barrios vecinos.
Por lo general, las pequeñas empresas
domésticas producían para el mercado local. Sin embargo, el aceite, el vino, la
miel y otros productos agrícolas del Ática, famosos por su calidad en todo el
ámbito mediterráneo, se exportaban en grandes cantidades; a esto hay que añadir
materias primas —sobre todo plata, plomo y mármol— y cerámica ática —tanto
mercancía en serie como piezas de mayor calidad—, que encontraban compradores
en todo el extranjero. Favorecidos por el desarrollo de la Liga naval, los
puertos de Atenas se convirtieron en importantes emporios comerciales que
proporcionaban también considerables ganancias gracias a las elevadas tasas
aduaneras. Los ingresos procedentes de las exportaciones y las aduanas
compensaban en parte las valiosas importaciones de grano, madera para la construcción
de barcos, cobre y un sinfín de otras mercancías. En el mercado se podía
encontrar de todo en cualquier momento, lo que provocó la burla del
comediógrafo Aristófanes cuando afirmó que uno nunca sabía bien en qué estación
del año se encontraba.
Una de las más importantes fuentes de
beneficios era la mina de plata de Laureion. En ningún otro lugar del Ática
debieron concentrarse en la época clásica tantos trabajadores en un espacio tan
reducido como en ese distrito industrial del sur de la zona, del que todavía
hoy se conservan impresionantes restos en los valles situados al norte del cabo
Sunion. Decenas de miles de obreros —sobre todo esclavos, pero también
ciudadanos y metecos, como dijimos— trabajaron allí en profundas galerías y en
pozos excavados bajo tierra, en las gigantescas cisternas y lavaderos de
mineral y en los hornos de fundición para explotar los yacimientos y obtener la
codiciada plata de la que se acuñaban los «dólares» de la época clásica, las
famosas monedas de plata con la cabeza de Atenea en el anverso y el búho en el
reverso.
Atenas, escuela de Grecia
En su discurso fúnebre dedicado a los caídos durante
el primer año de la Guerra del Peloponeso, Pericles calificó a la Atenas de
entonces de «escuela de Grecia» (tes Helládos paídeusis). Según él, los
atenienses eran un modelo digno de imitación para los demás griegos no solo por
su poder y su sistema democrático, sino también en los ámbitos del arte y la
literatura, de la filosofía y de las ciencias. De hecho, durante los cincuenta
años comprendidos entre las guerras médicas contra los persas y la Guerra del
Peloponeso, es decir durante la «pentekontaétis», Atenas se había convertido en
la nueva potencia hegemónica y en el centro cultural del mundo antiguo. El
poder y la riqueza de la ciudad formaban tal simbiosis con la cultura que
empequeñecía con creces todo lo anterior. Pero por decisiva que hubiera sido
para este esplendor la pausa en las hostilidades contra los persas, los
orígenes venían de antes, en un proceso de evolución que solo se vio
interrumpido temporalmente durante las guerras contra los persas. No todo lo
nuevo que después se concibió y se creó tenía su origen en esta nueva Atenas,
sino también en la Atenas de la época pisistrátida y, sobre todo, de la época
de Clístenes.
Las experiencias de las guerras médicas
y el entusiasmo de los griegos por su autoafirmación habían liberado por
doquier —en la metrópolis griega y en el mundo del Egeo, en Asia Menor y en la
Italia meridional— fuerzas creadoras radicalmente nuevas. Pero la ciudad de
Atenas era, sin duda, la auténtica culminación de cuanto lo que hoy se vincula
al concepto de «clasicismo» griego. La Liga naval florecía y el dinero afluía a
las arcas atenienses. La riqueza permitía no solo alumbrar ideas nuevas, sino
también ponerlas en práctica. Ningún otro lugar ofrecía a los artistas,
filósofos y científicos de todo el mundo un campo de actuación tan fructífero como esta
polis. En las décadas pasadas, los atenienses habían experimentado que merecía
la pena intentar lo inaudito. Esto los había hecho receptivos para lo nuevo y
extraordinario también en el ámbito cultural, tanto más si el vanguardismo
artístico podía conferir una expresión adicional a sus éxitos y pretensiones
políticas.
Así que se atrevieron a competir incluso
con los grandes centros religiosos panhelénicos de Delfos y Olimpia y a
aventajarlos en la construcción y equipamiento de santuarios propios. Durante
décadas, en Atenas y en todo el Ática los templos destruidos por los persas
habían quedado reducidos a escombros. En la construcción del escarpado muro
norte de la Acrópolis se habían utilizado trozos de vigas y tambores de las
columnas del viejo templo de Atenea y del «Pre-Partenón» bien visibles (hasta
hoy) como recordatorios permanentes de la guerra. Desde entonces, las
celebraciones religiosas se habían desarrollado en lugares sagrados erigidos de
manera precaria. Solo aquí o allá se habían dado vacilantes inicios de reconstrucción.
A comienzos de los años 40 inició Pericles un amplio programa de edificación,
cuyo punto culminante sería la completa reestructuración de la Acrópolis,
enlazando con esfuerzos similares acometidos durante la época de Clístenes.
Todo se rehízo nuevo: la construcción del Partenón —sobre los cimientos del
«Pre-Partenón» iniciado en la época de Clístenes (en el lugar de un edificio
anterior aún más antiguo)— en solo dieciséis años, entre el 447 y el 432 a. C.,
según planos de los arquitectos Ictinos y Calícrates y del escultor Fidias,
dinamitó todas las proporciones habituales hasta entonces de un templo dórico.
El número y disposición de las columnas, la ornamentación escultórica y todas
las dimensiones del cuerpo de obra superaron en tamaño, en equilibrio y en
armonía incluso al entonces recién terminado templo de Zeus en Olimpia; y la
estatua crisoelefantina (oro y marfil) de 12 metros de altura de Atenea
Pártenos situada en el interior del templo no tenía nada que envidiar en
esplendor y grandeza a la estatua crisoelefantina del Zeus de Olimpia, obra del
mismo escultor (Fidias) y admirada como una de las maravillas del mundo. Los
modernos trabajos de restauración han evidenciado que la construcción del
Partenón fue una obra maestra desde el punto de vista técnico, de una precisión
increíble y milimétrica.
La ejecución de este programa de obras
fue algo característico de toda la ciudadanía ática, consciente de su propio
valor y deseosa de novedades. En efecto, por mucho que se pueda considerar a Pericles
el auténtico motor de la empresa, el proyecto y progreso de la obra requería la
aprobación de la Asamblea Popular y los correspondientes acuerdos de las
comisiones de obra creadas y controladas por ella. Por tanto, la espléndida
ampliación de la ciudad se sustentaba en la voluntad mayoritaria de la
ciudadanía ateniense. Lo que no excluye que los proyectos se discutieran
intensamente y a veces fuese necesario concertar compromisos, como, por
ejemplo, en el caso de la nueva construcción de los Propileos (437-432 a. C.)
proyectada por el arquitecto Mnesicles, unas puertas monumentales que cerraban
la amplia escalinata de la Acrópolis. Esta zona de entrada debía estar
flanqueada por dos secciones laterales simétricas, pero una de ellas, la del
sur, en consideración al nuevo templo de Atenea Niké proyectado en su antiguo
lugar, fue acortada y no ejecutada por completo.
La construcción del templo hoy llamado
«Erecteion», situado al norte del Partenón, iniciada en los años treinta,
constituyó un tipo completamente extraordinario y único de templo en la
Antigüedad. Parecidísimo en la forma a un templo jónico en su parte este, las
construcciones del gran pórtico al norte y del más pequeño pórtico sur
sostenido por figuras femeninas de piedra («pórtico de las "kórai"» o
cariátides), así como el recinto sagrado añadido al oeste, confieren a todo el
complejo un aspecto completamente distinto en cada lado. El polimorfismo de
este edificio era artificial en grado sumo pero, al mismo tiempo, expresión
formal de una profunda religiosidad. Por una parte, el «Erecteion», como
sucesor del templo de Atenea construido por los Pisistrátidas y destruido por
los persas, sirvió como lugar de conservación y de culto a la antigua imagen de
Atenea; pero en igual medida era también el hogar de muchos otros dioses y
héroes estrechamente vinculados a la polis, cuya presencia en la Acrópolis
querían asegurarse los atenienses.
Una frenética y constante actividad
constructora se extendió por otros ámbitos de la ciudad y por todo el Ática.
Tras los proyectos para el templo de Atenea Niké se levantaron pequeños templos
al sur de la ciudad, a orillas del Iliso y en la cima de la colina del
Areópago. En el Kólonos Agoraíos, en el Ágora, se levantó un templo
(«Hefaisteion», antes llamado erróneamente «Teseion») en honor del dios de los
herreros y artesanos, Hefaistos, y englobado en la configuración arquitectónica
del Ágora. Su cara norte fue delimitada ya en la época de Cimón con un largo
pórtico (Stoá Poikíle / «pórtico de colores variados»), decorado con
magníficas pinturas por los precursores de la nueva pintura: Polignoto, Micón y
Panainos. En el cabo Sunion, el templo de Poseidón, destruido en las guerras
médicas, fue sustituido por una nueva construcción de mármol, y el santuario de
Deméter en Eleusis fue ampliado con munificencia.
Ni siquiera en medio de las convulsiones de la
Guerra del Peloponeso se paralizó la actividad constructora. En el Ágora
surgieron nuevas oficinas para los magistrados y un nuevo edificio del Consejo,
así como algunos pabellones públicos, y en la Acrópolis se concluyeron el
Erecteion y el templo Niké. Por aquel entonces, los atenienses ampliaron
también el santuario de Artemisa en Braurón e iniciaron en Oropos el santuario
del dios sanador Anfiarao («Amphiareion»).
El suntuoso equipamiento de los lugares
de culto y de las plazas públicas contrastaba claramente con los barrios de
calles sinuosas y casas más bien modestas, construidas casi todas de adobe;
contraste que, más de un siglo después, asombraría a Heráclides, el narrador de
viajes de la Antigüedad. Por el contrario, los oradores atenienses de la época
clásica alababan todavía este contraste como prueba del espíritu colectivo
ciudadano y de discreción privada, y consideraron la tendencia creciente
durante el siglo IV a las casas lujosas y a la autoostentación pomposa, por
ejemplo en el arte funerario, un signo amenazador para el régimen democrático.
Si en las artes plásticas fueron siempre
estímulos externos los que influenciaron y fomentaron en Atenas la creación
artística, la tragedia y la comedia constituyen creaciones atenienses
completamente autóctonas, cuya intemporalidad se pone de manifiesto hasta
nuestros días. Sus inicios se remontan hasta muy atrás, en el periodo arcaico,
estrechamente ligados desde el principio a las celebraciones religiosas en
honor del dios Dioniso. Su fiesta principal eran las «Grandes» o también «Ciudadanas»
Dionisíacas, que se celebraban en el noveno mes del calendario ático, en
«Elaphebolión» (marzo-abril), y que desde finales del siglo VI incluían un
certamen teatral. Al principio solo se representaban tragedias. Posiblemente en
estrecha relación con la reorganización estatal de Clístenes, durante la última
década del siglo VI el agón («concurso») adoptó formas más definidas: en
tres días sucesivos se representaban tres tragedias («trilogía») en cada uno,
por regla general unidas temáticamente, a las que seguía un juguete satírico.
Cada una de estas «tetralogías» procedía de la pluma de un autor, escogido
previamente entre un grupo de candidatos. A partir del 486 a. C. se
desarrollaron también en las Grandes Dionisíacas concursos de comedias, en las
que, a lo largo de un día, competían cinco obras de diferentes autores. Desde
la segunda mitad del siglo V se celebraron adicionalmente también en las Lénaia
—una fiesta en honor de Dioniso en el mes de «Gamelión» [mes de los
matrimonios] (enero-febrero)— concursos teatrales, en los que competían dos
veces dos tragedias y otra cinco comedias. Así, durante unos pocos días al año
se llegaban a representar hasta 26 obras teatrales. En el teatro situado en la
ladera sur de la Acrópolis, miles de espectadores seguían los espectáculos, por
lo general excelentes, hasta diez horas diarias. Esto no solo constituía una
gran labor intelectual que presuponía un nivel cultural comparativamente alto
de amplias capas de la población ateniense; implicaba también esfuerzo físico,
máxime si tenemos en cuenta que, hasta la segunda mitad del siglo IV, las filas
de asientos del teatro se componían de sencillos asientos de madera construidos
en la pendiente natural, y que en la época de las representaciones
(enero-febrero o marzo-abril) el tiempo no siempre debía ser estable en la
Grecia de entonces.
Las tragedias tematizaban de forma
siempre nueva los conflictos fundamentales de la existencia humana, valiéndose
del entramado de tensiones entre los dioses o de las normas ético-morales, por
una parte, y la decisión y actuación individuales, por otra. Al incluir los
temas de libertad y necesidad, de venganza, orgullo desmesurado, culpa y
expiación en narraciones siempre variadas de los mitos tradicionales, los
trágicos creaban el distanciamiento necesario para resaltar con mayor claridad
la universalidad de sus mensajes. La relación con los mitos conocidos provocaba
en los espectadores, mediante la compasión y el miedo, una kátharsis («purificación»)
generadora de significado en un tiempo de cambio acelerado y de profundas
transformaciones políticas.
El tratamiento directo de temas
contemporáneos, como en Milétu Hálosis (La caída de Mileto) de Frínico o
en Pérsai (Los persas) de Esquilo, constituía una rarísima excepción en
las tragedias. En las comedias las cosas eran completamente distintas: no eran
en modo alguno inofensivos saínetes, sino más bien una especie de cabaré
político. Con un sarcasmo a menudo mordaz y burlas sangrientas, atacaban
abiertamente escándalos públicos y privados y sometían a una crítica implacable
a los políticos del momento.
Hoy solo conservamos parte de las más de
dos mil tragedias, comedias y sátiras que se representaron hasta el final del
siglo V durante las Grandes Dionisíacas y Leneas. Se conservan íntegras 32
tragedias justas, y exclusivamente de los tres «clásicos», Esquilo, Sófocles y
Eurípides, cada uno de los cuales debió escribir, sin embargo, obras de muy
diversa índole. Así, por ejemplo, junto a las siete tragedias conservadas de
Esquilo y de Sófocles, hay que poner entre ochenta y ciento veinte obras
perdidas, de las que conocemos a lo sumo los títulos o algunos fragmentos. De
las comedias atenienses de la época clásica aún sabemos menos. Conocemos los
nombres de casi 100 comediógrafos de los siglos V y IV, pero solo se conservan
íntegras 11 obras (de un total superior a 40) de un único poeta, concretamente
Aristófanes. Visto así, nuestros conocimientos actuales del contenido y de la
expresividad de los dramas clásicos siempre será fragmentario y parcial. Sin
embargo, lo poco que ha sobrevivido al tiempo permite adivinar qué tesoro se ha
perdido para siempre.
Todo lo dicho es igualmente aplicable a
los ditirambos, de los que hoy solo conocemos fragmentos, cantos corales en
honor de Dioniso, cuya declamación ya se organizó en época de Clístenes, en
forma de agón o concurso entre las recién creadas 10 «filés». Cada
«filé» tenía que organizar un coro de hombres y de muchachos con cincuenta
cantores cada uno, que libraban un concurso de cantantes en las Grandes
Dionisíacas y también en algunas otras festividades. Cada coro era financiado
por un corega, que en caso de victoria podía colocar, por sí y por «su» «filé»,
un trípode votivo en la «calle de los trípodes» que conducía hasta el teatro de
Dioniso, de la que es un ejemplo especialmente bello el «monumento de
Lisícrates» que aún podemos contemplar hoy (en la ciudad vieja de Atenas). En
el curso del tiempo se compusieron miles de ditirambos, sometidos a una
creciente experimentación, como la que practicaron en Atenas vanguardistas
musicales del tipo de un Kinesias o un Timoteo mediante la introducción de
nuevos ritmos y espectros sonoros.
El desarrollo de nuevas formas en la
música, en las artes plásticas y en la creación literaria se correspondía de
forma muy fructífera con el desarrollo de nuevas ideas en el pensamiento y la
filosofía. También aquí se aunaban muchas cosas en Atenas, cuya época clásica
sentó las bases de su fama como centro intelectual de la filosofía y de la
retórica, una fama que sobreviviría al ocaso político de la ciudad en la época
helenística y de cuyo esplendor aún acertaron a beneficiarse los atenienses de
la época romana.
Los cambios sociales y políticos de la
Atenas clásica plantearon de nuevo la cuestión del fundamento de la existencia
humana. Al igual que la tragedia, también la filosofía buscaba respuestas a los
interrogantes de la época. En los siglos VI y V los filósofos de la naturaleza
de Asia Menor (por ejemplo, Tales, Heráclito, Anaximandro y Jenófanes), así
como Pitágoras y sus discípulos y los «Eleatas» en el sur de Italia
(Parménides, Zenón), habían trazado las vías por las que después transitó en
Atenas el pensamiento filosófico, que penetró todos los ámbitos de la ciencia.
Anaxágoras, originario de la Clazomene de Asia Menor, perteneció a los
precursores de una nueva filosofía de la razón, que con sus modelos de
explicación racionalistas cuestionó radicalmente las tradicionales ideas
cosmológicas y abogó por un escepticismo que conmovió los cimientos de las
normas vigentes. La interrogación filosófica por el origen de todo lo existente
y la búsqueda de las causas y trasfondos del desarrollo y de la muerte
provocaron también una forma completamente nueva de analizar tanto el propio
tiempo como el pasado, durante el siglo V, sometido a tantos reveses y cambios.
Pero en vez de las explicaciones cosmogónicas apareció el examen analítico.
Ante un gran público de oyentes y de
lectores, Heródoto (originario de Halicarnaso en Asia Menor) difundió en Atenas
a lo largo de los
años cuarenta sus investigaciones sobre las causas de las guerras médicas,
sentando con ello las bases de una historiografía científica, cuya «paternidad»
le atribuiría más tarde Cicerón (pater historiae). El ateniense
Tucídides se convirtió en el segundo precursor de la historiografía con su
exposición monográfica de la Guerra del Peloponeso. Su rigor metodológico y su
capacidad analítica se convirtieron en modelo paradigmático para todos los
historiadores posteriores.
La obra histórica tucididiana refleja
asimismo una corriente intelectual que marcó la vida pública de Atenas más que
ninguna otra durante la segunda mitad del siglo V. Los precursores de esta
nueva tendencia del pensamiento filosófico fueron denominados sofistas
(«maestros de la sabiduría»). Comprometidos con las tradiciones de la antigua
filosofía, su interés ya no se centraba preferentemente en la cosmología y en
la doctrina de los elementos, sino que se dirigía a las personas y a su
actuación en la vida práctica. A los sofistas les interesaba iluminar la vida
con ayuda de la filosofía, que de este modo se proyectaba al ámbito pragmático,
abriéndose al mismo tiempo a todos los temas sociales y políticos. Los sofistas
se consideraban a sí mismos maestros que, con sus conocimientos y su consejo,
ponían a las personas en condición de enfrentarse a cualquier situación vital
imaginable. La eubulía («estar bien aconsejado») transmitida por ellos
tenía que garantizar una vida afortunada y feliz. El conocimiento se convirtió
así en mercancía: en consecuencia, respondía a la idea que los sofistas tenían
de sí mismos el que cobrasen por su actividad docente, logrando con ello amasar
grandes riquezas.
Los sofistas procedían de todas las
zonas del mundo griego e iban de un lado a otro como maestros ambulantes. Sin embargo,
en la segunda mitad del siglo V Atenas constituyó para ellos un especial punto
de atracción. Protágoras (de Abdera, en la costa tracia) y Gorgias (de
Leontini, Sicilia) difundieron aquí su doctrina, igual que Trasímaco (de
Calcedonia, en el Bósforo) y Pródico, de la isla de Quíos. El carácter abierto
y cosmopolita de la ciudad, pero sobre todo el campo de tensiones a que daba
lugar la democracia radical y el afán de hegemonía, crearon el sustrato ideal
para la sofística. Jóvenes de familias acomodadas corrían hacia los sofistas en
bandada, pero también destacados políticos buscaban su cercanía. Al igual que
Anaxágoras, Protágoras pertenecía al círculo más íntimo de Pericles. El hecho
de que este le confiara en el 443 a. C. la elaboración de la Constitución y de
las leyes de la recién fundada ciudad de Turi en el sur de Italia, muestra la
gran influencia del nuevo pensamiento incluso en la política; una influencia
que también podía volverse contra la democracia: así, en la fase final de la
Guerra del Peloponeso, los atenienses Antifonte y Critias, cerebros dirigentes
de la sofística, participaron activamente en las revueltas oligárquicas del 411
y del 404-403 a. C, hallando en ellas la muerte.
La sofística no se basaba en una
doctrina única. Sus teorías eran tan diferentes y diversas como la procedencia
de sus representantes, e incluían todos los ámbitos del saber, desde la
matemática y la astronomía, pasando por la geografía y la historia, hasta
llegar a lo que hoy conocemos como ciencias políticas y sociales. Lo que unía a
los sofistas era un acercamiento pragmático al tema, consideraciones de
utilidad y la acentuación de su aplicabilidad. Las preguntas por la «técnica»
correcta a la hora de aplicar el saber en la vida cotidiana solían incluso
sobreponerse a la auténtica investigación del objeto del conocimiento. Por eso
también se les atribuía una enorme importancia, máxime si tenemos en cuenta que
en la Atenas democrática el arte del debate y del discurso perfecto eran
exigencias imprescindibles para poder salir airoso en la Asamblea Popular y
ante un tribunal. Gorgias y Antifonte fundaron entonces la retórica ateniense,
que en el siglo IV alcanzó pleno florecimiento con oradores y políticos como
Isócrates, Demóstenes y Esquines, y que crearía escuela para toda la retórica
posterior.
También era común a la forma de pensar
de los sofistas el partir radicalmente de la persona. La persona en cuanto
sujeto que conoce se situó en el centro, y sus manifestaciones se convirtieron
en el punto de partida del conocimiento. Es característica la sentencia (homomensura)
de Protágoras: «El hombre es la medida de todas las cosas: de las que son,
porque son; de las que no son, porque no son». La subjetividad de cualquier
conocimiento así expresada potenció el escepticismo de la filosofía
tradicional. Afirmar la relatividad de cualquier manifestación cuestionaba
también de raíz la validez y obligatoriedad de las normas y leyes. Pero con
ello no se estaba propugnando una ilimitada arbitrariedad, sino que se exigían
nuevas motivaciones cuando era posible.
En cuestiones de religión, esta actitud
condujo a un agnosticismo o a un nihilismo radical que negaba por entero la
existencia de los dioses. Esto hacía tambalearse a los fundamentos de la polis
que, a pesar de todo su secularismo, hundía firmes sus raíces en la religión.
En Atenas se celebraban muchas más fiestas religiosas que en la mayoría de las
otras polis. Había más de sesenta días festivos «estatales» al año; a ello se
añadían innumerables celebraciones religiosas en los «demos», «fratrías» y en
muchas otras comunidades. En la polis, la adoración de los dioses era
omnipresente, tanto en la esfera pública como en la privada. Por ello,
cuestionar o incluso negar a los dioses debió parecer a la mayoría de los
ciudadanos una erosión del régimen fundamental del estado, de forma que algunos
sofistas, sobre todo durante
los enfrentamientos internos acaecidos poco antes del estallido de la
Guerra del Peloponeso, fueron denunciados por asébeia (impiedad) y
tuvieron que abandonar la ciudad para escapar a la condena de muerte.
Tal vez el trasfondo del tenso ambiente
de Atenas tras la derrota en la Guerra del Peloponeso, de la que se hablará en
el próximo capítulo, pueda explicar que en el 399 a. C. también Sócrates fuera
condenado a muerte y ejecutado por impiedad y corrupción de la juventud.
Desacreditado por sus enemigos como el peor de los sofistas, era sin embargo su
más acérrimo antagonista. Aunque el propio Sócrates no redactara en persona
obra alguna, al menos los rasgos fundamentales de sus enseñanzas pueden
deducirse de los escritos «socráticos» de sus discípulos Platón y Jenofonte; y
la comedia Las nubes de Aristófanes (estrenada el 423 a. C.) proporciona
una imagen viva, aunque exagerada y satírica, de la aparición de Sócrates en
Atenas. Con sus penetrantes preguntas, no solo atacó el relativismo ético y
moral de los sofistas, sino que puso ante un espejo a toda la ciudadanía
ateniense y la urgió a volver a ocuparse más de la esencia de las cosas. Sin
embargo, el rigor de su pensamiento y su comportamiento provocaron tanta
inseguridad en los atenienses, que muchos solo pensaron en librarse de él. Su
proceso fue un escándalo, y así parecen haberlo vivenciado muchos jueces. El
veredicto de culpabilidad se alcanzó por los pelos: 281 votos frente a 220.
Pero cuando se trató de fijar la pena y Sócrates, en lugar de la condena a
muerte exigida por los acusadores, solicitó la participación en las comidas en el
Pritaneion —el máximo honor que podía conceder la polis—, 361 de los 501 jueces
decidieron, posiblemente por enfado, la muerte mediante la copa de cicuta.
Tras la ejecución de Sócrates, Platón se
convirtió en el albacea de la herencia espiritual de su maestro. En sus obras,
escritas en forma de diálogos,
pero también en sus conferencias no escritas, desarrolló sistemáticamente
posturas contrarias a la sofística. Al igual que Sócrates, también él exigió la
reflexión introspectiva en lo esencial y, con su teoría de las ideas, intentó
profundizar con sentido en todos los ámbitos de la vida humana. El núcleo de su
actividad filosófica y de su atractivo para innumerables discípulos fue la Akademía
fundada por él poco después del 387 a. C., una escuela situada en un parque
que llevaba el nombre del héroe ático Akádemos, situada extramuros, al
noroeste y a corta distancia de la ciudad. La Academia duraría más de
novecientos años, aunque con algunas interrupciones; con el cierre decretado
por el emperador Justiniano el año 529 d. C. se extinguió definitivamente en
ese lugar la vida filosófica. Pero la filosofía de Platón, junto con la
doctrina de su discípulo Aristóteles, que amplió decisivamente el edificio del
pensamiento platónico con sus profundas investigaciones empíricas, seguiría
constituyendo en el futuro la auténtica base del filosofar.
También en las artes preservó Atenas en
el siglo IV su carácter ejemplar y su influencia. Ciertamente se recurrió con
plena deliberación al arte del siglo V, que ya se apreciaba entonces como
«clásico», y como tal idealizado. Pero esto no condujo a una parálisis o a la
mera imitación, sino al desarrollo de un estilo muy personal, cuyas tendencias
arcaizantes a finales del siglo IV —respondiendo al ambiente político de la
época— se inspiraron en un periodo incluso anterior.
Durante las primeras décadas del siglo
IV, la actividad constructora se centró primero en la reconstrucción de las
murallas y fortificaciones de la ciudad, arrasadas tras la Guerra del
Peloponeso. Después, a mediados del siglo, se inició una vasta planificación
para reestructurar la ciudad, que se concluyó en los años treinta con un
formidable programa de obras que había sido iniciado por el político Licurgo.
Fue entonces cuando recibió su forma
actual el teatro de Dioniso, cuyos rasgos esenciales ya no variarían más tarde
las reformas de los romanos; al sureste de la ciudad, al otro lado del Iliso,
se erigió un gran estadio, y la Pnyx, la plaza de la Asamblea Popular, fue
diseñada de nuevo con enormes muros de apoyo y reformada para darle un carácter
representativo. Se quería de este modo resaltar el vigor inquebrantable de la
democracia ateniense... Apenas una década antes de su ocaso.
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